DOCTRINA
Diego
Gamarra Antes
Universidad
Católica del Uruguay (Uruguay)
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0003-0902-786X
Recibido: 06/06/2024 - Aceptado: 21/08/2024
Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo:
Gamarra Antes, Diego. (2024). Constitución uruguaya y “laicidad”:
el Estado no sostiene parcialidad alguna. Revista de Derecho, 23(46),
Artículo e461. https://doi.org/10.47274/DERUM/46.1
Constitución
uruguaya y “laicidad”: el Estado no sostiene parcialidad alguna[1]
Resumen:
Se propone
un estudio sobre la laicidad en la Constitución uruguaya. Pese a que el término
laicidad no se incluye en su articulado, se realiza una interpretación de las
disposiciones que refieren a la neutralidad del Estado y de sus funcionarios en
materia religiosa, ideológica, política, de creencias o de aspectos de conciencia
en general. Se asume así un sentido amplio del concepto de laicidad -no el
meramente alusivo a la materia religiosa- a efectos de contemplar las
diferentes formulaciones constitucionales relacionadas bajo una necesaria consideración
sistemática y teleológica. En ese sentido, se realiza fundamentalmente una
interpretación del artículo 5 -sobre aconfesionalidad y neutralidad religiosa
del Estado- y del artículo 58 de la Constitución -sobre servicio a la Nación,
neutralidad y prohibición de proselitismo de los funcionarios, concibiendo como
bases comunes de ambas disposiciones a la libertad y al deber estatal de igual
consideración y respeto ante los distintos posicionamientos no nocivos de los individuos.
Palabras
clave:
Laicidad; Neutralidad del Estado; Prohibición de proselitismo
Uruguayan Constitution and
“secularity”: the State does not support any faction
Abstract: The
paper refers to secularity in the Uruguayan Constitution. Although the word secularity
is not included in its articles, an interpretation is made of the provisions
referring to the neutrality of the State and its officials in religious,
ideological, political, belief or conscience matters in general. Thus, a broad
meaning of the term secularity is assumed -not merely alluding to religious
matters- to contemplate the different related constitutional formulations under
a necessary systematic and teleological consideration. In this sense, an
interpretation of article 5 -on religious neutrality of the State- and article
58 of the Constitution -on service to the Nation, neutrality and prohibition of
proselytism of civil servants- is made, conceiving as common bases of both
provisions the freedom of individuals and the State duty of equal consideration
and respect for their different non-harmful positions.
Keywords: Secularity;
Neutrality of the State; Prohibition of proselytism
Constituição uruguaia
e “laicismo”: o Estado não apoia
nenhuma fação
Resumo:
Propõe-se um
estudo do laicismo na Constituição uruguaia. Embora o termo não conste dos seus artigos, faz-se uma interpretação das disposições que se referem à neutralidade do Estado e dos seus
funcionários em matéria de religião, ideologia, política, crenças ou aspetos
de consciência em geral. Assume-se, assim, um sentido amplo do termo laicismo -não
aludindo apenas a questões
religiosas- de modo a contemplar as diferentes formulações
constitucionais conexas sob
uma necessária consideração sistemática e teleológica. Neste
sentido, é feita fundamentalmente uma
interpretação do artigo 5.º - sobre a não confessionalidade e neutralidade religiosa do Estado - e do artigo 58.º da Constituição - sobre o serviço à Nação, a neutralidade e a proibição de proselitismo por parte dos funcionários
públicos -, concebendo a liberdade
e o dever do Estado de igual consideração
e respeito pelas diferentes posições
não prejudiciais dos indivíduos como as bases comuns
de ambas as disposições.
Palavras-chave: Laicismo; Neutralidade do Estado; Proibição
de proselitismo
1. Introducción
La
palabra laicidad no es utilizada en la Constitución uruguaya vigente –la de
1967 con las enmiendas plebiscitadas en los años 1989, 1994, 1996 y 2004- (la “CU”)
ni fue empleada en ninguna de las Constituciones previas[2]. La tarea de analizar su
reconocimiento y alcance a partir de la interpretación de disposiciones
constitucionales, necesaria como contribución dogmática bajo la investigación
en que este trabajo se enmarca[3], presupone la
determinación convencional del alcance que se le va a conferir al término.
La
expresión laicidad es ambigua. Así, se la relaciona exclusivamente con la
separación o exigencia de neutralidad estatal respecto del fenómeno religioso
-en un sentido estricto o propio- o, alternativamente, como neutralidad estatal
respecto de cualquier otra manifestación individual de aspectos controversiales
de conciencia o de creencias. En este último caso, además de los
posicionamientos religiosos, se comprenderían otros como los filosóficos,
políticos, ideológicos o de conciencia que, por diferencias de convicción y en
el ejercicio de su libertad, dividen a los individuos que conforman una
comunidad en parcialidades -laicidad en un sentido amplio o lato-.
Por
su parte, debe tenerse presente que se trata de una expresión con considerable
carga emotiva (véase Nino, 2010, p. 269), como resultado de tensiones
históricas de poder -sobre todo en su faceta de actitud estatal ante la
religión-, que se refleja en diferentes acepciones o concreciones del mandato
de neutralidad o imparcialidad estatal, indefectiblemente ligado a la idea de
laicidad, que constituye en abstracto la nota o propiedad indisputada del
concepto, su núcleo de claridad o de certeza.
Así,
la neutralidad es susceptible de ser concebida como un postulado de necesaria
abstención estatal (en un sentido negativo) o bien como uno que eventualmente admite
cierta actividad o adopción de medidas activas en tanto supongan consideración
plural e igualitaria de todas las posiciones y perspectivas religiosas -también
las políticas, ideológicas, filosóficas o de conciencia si se asume una
concepción amplia del término-, incluidas las tesis negadoras o escépticas (en
un sentido no absolutamente negativo). Nótese que no se denominó a esta última
alternativa como positiva, porque se reconoce potestad en determinados casos para
optar por medidas de acción, pero ellas no son necesariamente debidas,
resultando la abstención también una opción disponible y, en ocasiones, incluso
una solución necesaria. Una dosis de abstención parece inevitable.
Por
su parte, y en relación con la carga emotiva que viene de mencionarse, en
ocasiones se ensayan construcciones que postulan una diferenciación conceptual entre
laicidad y laicismo, en buena medida con la finalidad de atribuir a la primera
de ellas carácter valioso y a la otra connotación negativa (Cagnoni,
1988, p.19; Ruocco, 2019, p. 650, 659 y ss.; Barbé
Delacroix, 1988, p. 25). Otros autores los manejan indistintamente, como
sinónimos (Gros Epiell, 2006), e incluso hay quienes repudian
la distinción (Da Silveira, 2012, p. 27, nota 13), lo que evidencia una
relativa indeterminación o carácter polisémico de ambas expresiones (Durán
Martínez, 2012, p. 271).
Ante
la ausencia de formulaciones constitucionales que refieran al término laicidad,
vale insistir, la estipulación sobre el significado del concepto no tiene otro
propósito que delimitar el objeto del presente trabajo, comprendiendo más o
menos disposiciones relevantes según la definición que se adopte. En ese
sentido, por razones de sistematicidad constitucional se asumirá aquí una
concepción amplia de la laicidad, a efectos de considerar todos los artículos
que efectivamente existen en la Constitución uruguaya vigente y que refieren a la
neutralidad estatal en los siguientes sentidos: (i) respecto de cualquier posicionamiento
al servicio de parcialidades o actitud proselitista -incluidos, pero no
limitados a los de carácter religioso- (artículo 58 de la CU) y (ii) específicamente
respecto de las manifestaciones religiosas como subespecie de aquellas (artículo
5 de la CU). Puede asimismo invocarse, como justificación adicional, que la concepción
escogida parece asentada en la cultura uruguaya y constituye una de las peculiaridades
que la caracterizan (véase Korzeniak, 2008, p. 348).
Su
concepción exclusivamente abstencionista o no necesariamente abstencionista
(negativa o no absolutamente negativa, según se apuntó) resulta más
controversial. No se justifica metodológicamente un posicionamiento de antemano
sobre el punto, sino que una definición al respecto debe en este caso
alcanzarse como resultado de una interpretación de las disposiciones
previamente referidas.
En
definitiva, lo que aquí se propone es principalmente realizar una
interpretación de dos formulaciones constitucionales -los referidos artículos 5
y 58-, sin perjuicio de la referencia a otras disposiciones necesarias para
contribuir a determinar su sentido bajo una apreciación sistemática y teleológica.
Identificados
con criterio de amplitud los textos relevantes, facilita la tarea centrarse en
lo que ellos disponen en vez de adentrarse en discusiones semánticas sobre los disputados
conceptos de laicidad y laicismo (Cajarville, 2008, p. 338-339; Durán Martínez,
2012, p. 272). Es eso y no otra cosa lo que se pretende desarrollar en este
trabajo de dogmática constitucional.
2. El Estado no
sostiene religión alguna
a. El artículo 5 de
la Constitución. Consideraciones introductorias
El
artículo 5 de la CU es idéntico en su redacción al artículo 5 de la
Constitución de 1934 que, a su turno, es prácticamente igual al mismo artículo
de la Constitución 1918[4]. Fue esta última la que
determinó un cambio significativo en la historia constitucional uruguaya en
materia de relacionamiento entre el Estado y las religiones. En efecto, vino a
reconocer expresamente a la libertad de cultos -como tal- y a explicitar la
ausencia de una religión atribuible al Estado, en contraste con su Constitución
predecesora -la fundacional de 1830- que no reconocía la referida libertad a
texto expreso -aunque se podía derivar su consignación matizada de otras
disposiciones más abstractas- y establecía que la religión del Estado era la
Católica Apostólica Romana.
La
solución de 1918, con la salvedad previamente indicada -véase nota 3-, fue
reiterada en las Constituciones subsiguientes de 1934, 1942, 1952 y también así
figura expresada en el artículo 5 de la Carta vigente. La formulación se divide
en cuatro oraciones. La segunda de ellas es la que aquí mayormente interesa, en
su consideración conjunta con la cuarta, de modo que la atención se centrará en
su interpretación y las restantes se mencionarán tan solo tangencialmente.
La
primera oración consigna la libertad de cultos, como una especificación de la
libertad, con carácter general regulada en los artículos 7 y 10 de la
Constitución, y cuyo ejercicio se relaciona con la libertad de expresión
(artículo 29 de la CU) y eventualmente con otros derechos como los de reunión y
asociación (respectivamente artículos 38 y 39 de la CU) o con la libertad de
enseñanza (artículo 68 de la CU) (Cajarville, 2008, p. 334-335; Vázquez C., 1988,
p. 140, Ruocco, 2019, p. 667). Quizás convenga
meramente apuntar que la libertad religiosa y de cultos es un presupuesto de la
neutralidad Estatal en la materia. De más está decir, si alguna o todas las
religiones y sus prácticas resultasen impuestas o vedadas, ello supondría un
pronunciamiento estatal de carácter parcial, según el caso, por alguna religión
o por una postura no religiosa.
Por
su parte, la tercera oración es inocua en la Constitución vigente, pues refiere
a una solución histórica de reconocimiento del dominio o propiedad de los
templos de la Iglesia Católica, exceptuándose las capillas destinadas al
servicio de asilos, hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos, que
con anterioridad a la vigencia de la Constitución de 1918 fueron financiados
con fondos del erario nacional[5].
Como
se anticipó, la expresión cardinal a efectos de este estudio es la contenida en
la proposición segunda del artículo 5 de la CU que reza lo siguiente: “El
Estado no sostiene religión alguna”. La expresión es contundente en sentar una
organización estatal aconfesional -en un sentido definitorio- y, a la vez, es
razonable adscribir a ello una exigencia de neutralidad en la actuación del
Estado ante el fenómeno religioso. Así, aunque su relación es notoria, puede respectivamente
distinguirse entre laicidad-separación y laicidad-neutralidad (Vázquez Alonso, 2012,
p. 369, 370 y 424 y ss.). En constituciones de matriz liberal e igualitaria la primera
es determinante de la segunda -por mera aplicación del principio de igualdad- y,
a su turno, la segunda resulta en algún punto necesariamente resentida sin la
primera.
En
el sentido de aconfesionalidad, cabe apuntar que desde una perspectiva
histórica efectivamente supuso la consolidación y consagración constitucional
de una “separación” de la Iglesia Católica, aunque, bajo la vigencia de la
Constitución de 1967 -de base liberal y republicana- y transcurridos más de
cien años de tal definición en 1918, lo cierto es que resulta en buena medida extraño
e innecesario.
En
el segundo sentido referido, se argumentará que resulta más convincente la
concepción de un modelo de neutralidad no absolutamente abstencionista[6], pero sin dejar de
reconocer lo controvertible del punto y, por tanto, la existencia de cierto
margen para su determinación legislativa. En definitiva, no se trata de otra
cosa que la igual consideración y respeto de los diferentes posicionamientos ante
el fenómeno religioso -atendiendo al culto como nota característica-, que no es
más que una manifestación de la igualdad ante las diferentes opciones no
perniciosas que en cualquier materia los sujetos libremente escogen de
conformidad con sus preferencias o convicciones.
b. Sobre la polémica
oración segunda del artículo 5 de la Constitución: “El Estado no sostiene
religión alguna”.
Más
allá de la primera aproximación que viene de realizarse, es necesario
interrogarse algo más sobre el sentido del precepto. ¿Qué significa que el
Estado no sostiene ninguna religión?, ¿se refiere al Estado como asociación o
comunidad política, al Estado como persona jurídica o al Estado como conjunto
de personas jurídicas? ¿En qué sentidos una entidad puede “sostener” una
religión? Para ensayar
respuestas a las preguntas formuladas es necesario interpretar los términos de
la oración conforme el método lógico, sistemático y teleológico, generalmente
admitido para la interpretación de disposiciones constitucionales (Jiménez de
Arechaga, 1991, p. 134 y ss.; Esteva, 2008, p. 261 y ss.; Cassinelli, 2010, p. 285;
Risso Ferrand, 2014, p. 239-283;
Gamarra, 2018,
p. 195-196).
Así, ante todo se impone atribuir un sentido a la palabra “Estado” y a
la expresión “no sostiene religión alguna”, en consideración sistemática y en
sintonía con los fines trazados por la Constitución concebida como unidad.
Si
se prescinde de la influencia histórica en la apreciación -lo que tiene
particular sentido tratándose de disposiciones de la Constitución de 1967[7]-, lo cierto es que resulta
por lo menos curioso que se pretenda atribuir a una comunidad plural -como
conglomerado de individuos diversos y con desacuerdos- una determinada religión
o la ausencia de ella. En términos descriptivos es lisa y llanamente falso, a
lo sumo podría serlo de una mayoría de personas en determinado momento. Es igualmente
llamativo, un verdadero exceso de la analogía con los individuos que supone la
ficción de la personalidad jurídica, que se pretenda asignar un posicionamiento
religioso a una persona jurídica -Estado en sentido estricto- o a un conjunto
de ellas -Estado en sentido amplio-.
Los
primeros seis artículos de la Constitución, que conforman la Sección I
denominada de “De la Nación y su soberanía”, son definitorios del Estado-Nación
como comunidad política jurídicamente organizada. Así, se mencionan sus
elementos característicos bajo la teoría clásica en el artículo 1 -territorio y
población- y en el artículo 4 -poder público-. En lo que aquí interesa, el
artículo 5 se encuentra en la referida Sección y es el primero de la
Constitución en el que es utilizada la palabra Estado[8].
Precisamente,
el término “Estado” conforma la expresión objeto de la interpretación que aquí
principalmente interesa desarrollar, como se apuntó, afirmándose a su respecto que
no sostiene religión alguna. En la misma disposición seguidamente se establece que
reconoce el dominio de la Iglesia Católica de los templos construidos con
fondos del Erario Nacional, lo que lo posiciona nítidamente como un sujeto de
derecho, más precisamente, como una persona jurídica que formula una
declaración de reconocimiento de un derecho ajeno. Así, de las diferentes
acepciones en la que en la Constitución se utiliza la voz Estado en un sentido
jurídico, como persona jurídica o conjunto de personas jurídicas, en el
artículo 5 parece aludirse a la concepción más estricta -al Estado como persona
pública mayor-.
Pese
a ello, la precisión que viene de realizarse no tiene mayores implicancias. Los
diferentes Entes Autónomos o Servicios Descentralizados son, según el caso,
creados o desarrollados en sus competencias por actos legislativos -que suponen
actuación del Estado en sentido estricto- y si bien los Gobiernos
Departamentales tienen una mayor regulación constitucional, definitivamente la
cuestión religiosa excede la materia departamental, no existe referencia alguna
a la religión ni a las confesiones en las normas que los regulan y no podría
por ley -como acto del Estado en sentido estricto- adicionarse una definición
en ese sentido. Máxime considerando la libertad de cultos establecida en el
artículo 5, la igualdad de consideración y respeto y el artículo 58 de la
Constitución, que veda con carácter general cualquier actividad al servicio de
parcialidades -incluidas las religiosas- en el ejercicio de la función pública.
Probablemente
el punto más polémico en la materia consista en el alcance del giro “no
sostiene religión alguna”, que se predica expresamente respecto de la persona pública
mayor, sin perjuicio de la extensión que viene de mencionarse respecto de los
restantes sujetos estatales.
Lo
primero que llama la atención es que se trata de una aserción, no de un
enunciado prescriptivo. Así, el tenor literal más riguroso, conduce a
considerar la formulación como una norma definitoria de una característica del
Estado, su aconfesionalidad, por oposición a un Estado confesional, como lo fue
el uruguayo durante la vigencia de la Constitución de 1830, que establecía que
su religión era la Católica Apostólica Romana. Asumida la referida
interpretación, de todas formas, es razonable sostener que implícitamente se
veda la actuación Estatal que suponga una desnaturalización de la
característica referida.
Por
su parte, el verbo sostener tiene diferentes significados (véase Ruocco, 2019, p. 668 y 669; Lorenzo, 1988, p. 156). Entre
ellos, cabe destacar a las acepciones segunda y cuarta de la palabra en el
Diccionario de la Real Academia Española, que respectivamente consignan lo
siguiente: (i) sustentar o defender una proposición -como sinónimo de defender,
manifestar, declarar o proclamar, entre otras-, o (ii) prestar apoyo, dar
aliento o auxilio -como sinónimo de amparar, acompañar, tutelar, proteger-.
Por
su parte, también puede resultar controvertible el sentido de la voz
“religión”. En rigor, una religión es un conjunto de creencias acerca de alguna
divinidad y únicamente en un sentido amplio podría identificarse con la
organización o sujeto -contingente- que genera sus dogmas y gestiona sus
cultos.
Si
se interpreta estrictamente la palabra religión, de las acepciones posibles del
verbo “sostener” previamente expuestas, la que cobra más sentido en su
combinación es la de defender una proposición -las creencias así se formulan y exteriorizan-.
Así, resulta natural defender, proclamar o manifestar un conjunto de creencias,
mientras que no lo resulta tanto dar auxilio o apoyo a un conjunto de
creencias. Parecería que en este último caso el empleo del término es más
adecuado para referir a sujetos y no a convicciones o creencias.
Cajarville
Peluffo ha entendido que debe considerarse la expresión
en clave de prescripción y que, a efectos interpretativos, donde dice “no sostiene”
debe leerse “no debe sostener” o “no puede legítimamente sostener”.
Seguidamente indica que no sostener ninguna religión supone no sustentar, prestar
apoyo, alentar, auxiliar o dar lo necesario para el mantenimiento de religión
alguna (Cajarville, 2008, p. 339) (véase también en términos muy similares, Semino, 2011, p. 225). En ese sentido, luego afirma que lo
que se restringe es el fomento o auxilio de la actividad religiosa -de una, de
varias o de todas las religiones- y que la oración final del propio artículo 5
-que dispone la exención impositiva inmobiliaria a los titulares de templos
destinados al culto de religiones- debe considerarse una excepción a la regla
que el mismo establece (Cajarville, 2008, p. 340) (en el mismo sentido Cassinelli,
2002, p. 112)[9].
La
interpretación que viene de presentarse es razonable, pero supone la adopción
de varias opciones interpretativas no explicitadas o no del todo desarrolladas,
como la relectura en clave prescriptiva de un enunciado asertivo, la
preferencia por un determinado sentido de la voz “sostener”, la ausencia de
especificación del significado asignado a los términos “Estado” y “religión” y,
según considero, una determinación de un contexto normativo particularmente
acotado.
Es
perfectamente admisible una lectura alternativa que postule que la expresión
“El Estado no sostiene religión alguna” no es otra cosa que la definición por
un Estado aconfesional, que no defiende ni proclama como suya ninguna religión
-en contraste con la definición constitucional pasada de 1830- (véase Durán
Martínez, 2012, p. 278). Si pretenden derivarse de ello algunas prescripciones,
no deberían ser otras que las siguientes: (a) la prohibición de aludir a una
religión como oficial, de reconocer a autoridades religiosas potestad para la
toma de decisiones estatales, la ilegitimidad de disponer desde el Estado la
realización de actividades religiosas, de culto, celebraciones, de implementar
templos estatales y contratar o designar sacerdotes, pastores, rabinos u otros
referentes religiosos para que desempeñen funciones como tales -eso sería
indudablemente adoptar alguna religión y constituye el núcleo de certeza de la
expresión en cuestión-; (b) un mandato más abstracto de neutralidad,
imparcialidad o de tratamiento igualitario de las diversas posiciones de las
personas en materia religiosa, que no necesariamente supone abstención en todos
los casos. Nótese que la preferencia o discriminación en el trato también puede
razonablemente concebirse como la “adopción” implícita de alguna religión o
bien de la posición arreligiosa o antirreligiosa.
El
reconocimiento de la libertad de cultos y el tratamiento igualitario postulado
impide que el Estado pueda establecer restricciones a sujetos exclusivamente
por su condición religiosa, más allá de las dispuestas con generalidad y que
les resulten aplicables en virtud de otras características. Sin embargo, como
bien sostiene Cajarville, podría llegar a admitirse, como excepción, el
desarrollo de algunas conductas generalmente vedadas si se realizan en el marco
de un culto[10]
(Cajarville Peluffo 2008, p. 336). Es decir, no sería
desigualitario considerar la nota propia de la actividad religiosa, que en lo
que refiere a conductas externas no es otra que la realización de cultos -así
lo exige la consignación específica de tal libertad-, a efectos de remover razonablemente
prohibiciones. De más está decir, en la medida en que ello se disponga sin diferenciación
entre religiones.
Con
idéntico criterio, estimo que tampoco sería desigualitario establecer, con
dicho alcance, auxilios económicos a efectos de posibilitar o facilitar el
desarrollo de cultos, en atención a su carácter propio o característico y al
reconocimiento de su libertad.
La
diferenciación de los supuestos mencionados no se justifica. Remover o
excepcionar una prohibición o conferir una ayuda supone en cualquier caso posibilitar
una actividad -jurídica o materialmente-. La exclusión de este último
escenario, postulada por Cajarville o Cassinelli, se funda en un particular
significado atribuido a la expresión polisémica “no sostiene religión alguna”, que
resulta excluyente del auxilio, pero que no es el más adecuado desde una
perspectiva literal y prescinde de consideraciones sistemáticas y
teleológicas.
Desde
una mirada contextual, la oración final del artículo 5 no sería una excepción,
sino una manifestación de tratamiento neutral ajustada a la regla en cuestión, en
la medida en que no supone desarrollar actividad religiosa como tal[11] y no se trata
diferenciadamente a ninguna religión, sino que se establece la exoneración
tributaria, por igual, respecto de todos los sujetos titulares de templos
consagrados al culto de las diversas religiones (en similar sentido Ruocco, 2019, p. 669).
Podría
alegarse que ello supone una desconsideración de eventuales organizaciones que
asuman posiciones antirreligiosas o arreligiosas, pero, por definición, estas no
desarrollan prácticas de culto o ritos. En relación con ese punto no se trata
de situaciones estrictamente equiparables, en la medida en que, naturalmente, no
requieren de un local especial o adicional para ello[12]. Así, en todo lo que no
refiere a la situación de los templos destinados al culto, que es una nota
propia de las religiones, no existen distinciones constitucionales con otros
sujetos. Los inmuebles de titularidad de organizaciones religiosas destinados a
la enseñanza, a la discusión de las posiciones o doctrinas o a la
administración, entre otros posibles usos diversos de la celebración de cultos,
definitivamente no resultan comprendidos por la exoneración de la oración final
del artículo 5[13].
En
fin, conforme el método generalmente admitido de interpretación de
disposiciones constitucionales, desde una debida aproximación sistemática que
aspire a la armonización de las diferentes formulaciones, no parece atinado
realizar una interpretación aislada de dos oraciones de un mismo artículo, para
luego, sin que ningún término de ellas refiera a un carácter excepcional, postular
que existe contradicción entre ellas y, por tanto, que deben considerarse como
regla y excepción, por su respectiva generalidad y concreción y por consignarse
ambas en un mismo acto jurídico -lo que impide el eventual recurso a la
jerarquía o temporalidad para dirimir la contienda-.
Ante
un enunciado que admite lecturas alternativas razonables -y vaya que lo admite-,
los otros enunciados constitucionales -en este caso curiosamente uno contenido
en el mismo artículo- deberían oficiar como parámetro de esclarecimiento,
prefiriéndose la conciliación y no el conflicto.
Por
su parte, si bajo una aproximación también sistemática y teleológica se tienen
en cuenta los fines constitucionales de libertad y de igualdad de los
individuos, consignada a su turno expresamente la libertad de cultos -e
implícitamente la libertad religiosa que la comprende-, no parece justificarse
una interpretación que por defecto le confiera un tratamiento diferente del
asignado a otras especificaciones de la libertad, como la de pensamiento y
política -incluso en lo que refiere a las opciones de afinidad partidaria-, la de
conciencia, la ideológica o cualquier otra. Si se acude a la ampliación de las
disposiciones que ofician como parámetro de apreciación contextual, considerando
además de las propiamente constitucionales a las contenidas en Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, lo cierto es que tanto el artículo 12 de
la Convención Americana de Derechos Humanos como el artículo 18 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos sientan una regulación común a la
libertad religiosa y de conciencia -y a sus manifestaciones-, lo que también
contribuye a desestimar la tesis de su consideración diferencial.
Es
igualmente deleznable y reñido con la Constitución que el Estado esté al
servicio de una religión, de un partido político o de una organización
particular de cualquier naturaleza. Su deber es orientarse al interés general -no
al de parcialidades- (artículo 7 de la CU), el de sus funcionarios -como se
desarrollará- es servir a la Nación (artículo 58 de la CU) y ello exige conferir
igual consideración y respeto a las singularidades no nocivas para terceros de
las personas definidas en ejercicio de su libertad (artículos 8 y 10 de la CU).
No deberían ser diferentes las alternativas de conducta estatal en los
supuestos reseñados, pues, ante la ausencia de un texto contundente que así lo
disponga no tiene sentido postular una distinción.
En
fin, aunque no se consigne expresamente en tales términos, tan cierto como que
el Estado no sostiene religión alguna es que el Estado no sostiene parcialidad alguna
-ideológica, política, gremial, sindical o de cualquier otra especie-. Ello no
excluye la potestad de auxiliar, facilitar o adoptar otra clase de medidas
activas respecto de ellas, en tanto no supongan el desarrollo estatal de la
actividad, concurran razones de interés general, sean igualitariamente
concebidas y no supongan proselitismo en los términos del artículo 58 de la
Constitución -que más adelante se analizará-.
Debe
tenerse presente que la tesis no absolutamente abstencionista -preferida por
las razones expuestas- admite la legitimidad de ciertas medidas de acción,
plurales e igualitarias, pero no se inhibe ni descarta la abstención como “medida”.
Es decir, la postura necesariamente abstencionista -que impone un deber absoluto
de no hacer- impide alternativas de acción, pero no se postula aquí la solución
inversa, es decir, la imposición absoluta de un hacer específico. Así, bajo la
concepción ensayada, más allá de la restricción que refiere a la explicitación
de una religión oficial o al desarrollo de actividad religiosa como tal -que
supone un deber específico derivado de la expresión “no sostener religión
alguna”-, no se establece un deber de hacer ni uno de no hacer concreto del
Estado a partir del mandato de neutralidad, sino un deber abstracto de respeto
de la libertad religiosa -con reconocimiento del culto como particularidad de
las religiones- y de tratamiento igualitario de las distintas confesiones o
posiciones de los individuos sobre la religión.
Sobre
esas bases, en lo que refiere a las medidas disponibles, se le confiere al
Estado potestad y se lo faculta para actuar o para no hacerlo -con discrecionalidad-
en consideración de las circunstancias. Por supuesto que la abstención puede
ser una opción perfectamente legítima, en ocasiones posiblemente la única que permita
asegurar la igual consideración y respeto y ello, vale insistir, deberá
apreciarse considerando las circunstancias fácticas en un determinado momento. Las
únicas medidas efectivamente activas y de facilitación en la materia, indisponibles
para el Estado -incluso a través de su actividad legislativa formal-, vienen
determinadas por la propia Constitución en la aludida oración final del
artículo 5.
Por
último, más allá de que me resulta más convincente la interpretación del
precepto previamente defendida, no puede dejar de reconocerse el carácter
controversial de su significado y la razonabilidad de ambas lecturas. De ello
se sigue el reconocimiento de margen al legislador (Gamarra, 2018, p. 321 y ss.)
para determinar una u otra solución de neutralidad en atención a los escenarios
de cada tiempo.
Vale
insistir, lo que está indisputadamente vedado por la Constitución es profesar
una religión oficialmente o realizar actividad religiosa estatal y proferir un
trato desigualitario -preferencial o discriminatorio- entre quienes profesan
unas u otras religiones o entre quienes las niegan o repudian -que no es otra
cosa que proyección en la especie del principio de igualdad, de la libertad de conciencia,
de religión y de cultos-. Fuera de ese entendimiento elemental, de conformidad
con el principio democrático y, de su mano, con la deferencia a la actuación
legislativa, no cabría la declaración jurisdiccional de inconstitucionalidad de
una ley que se pronunciase por una neutralidad en el sentido de la necesaria
abstención estatal, que no desconozca las medidas constitucionalmente
dispuestas, desde luego, o por una lectura tolerante de medidas positivas igualitarias
más allá de ellas respecto de todas las posiciones religiosas -reconociendo la
peculiaridad del culto como fenómeno- y de las negadoras de la religión.
3. El
Estado no sostiene parcialidad alguna. Servicio a la Nación e ilicitud del proselitismo
de cualquier especie en el ejercicio de la función pública.
Corresponde
ahora realizar una interpretación del artículo 58 de la Constitución. En la
primera oración del inciso primero establece que “Los funcionarios están al
servicio de la Nación y no de una fracción política”. En la segunda oración
dispone que “En los lugares y las horas de trabajo, queda prohibida toda
actividad ajena a la función” y, luego agrega, “reputándose ilícita la dirigida
a fines de proselitismo de cualquier especie”. Por su parte, el inciso segundo
del artículo dispone que “No podrán constituirse agrupaciones con fines
proselitistas utilizándose las denominaciones de reparticiones públicas o
invocándose el vínculo que la función determine entre sus integrantes” [14].
La
prohibición de tareas ajenas a la función pública durante su ejercicio, del proselitismo
de los funcionarios y la exigencia de su servicio a la Nación -al interés general
de la comunidad- y no al de parcialidades o fracciones -aunque se alude únicamente
a las políticas-, son concreciones de un mandato de neutralidad en el ejercicio
de la función pública indispensable para la orientación del Estado al bien
común -de la colectividad toda- como fin último.
Según
concibo, desde la perspectiva referida, el artículo 58 se funda en cuatro
razones más específicas: (i) la especial posición del Estado a través de sus
agentes frente a los individuos a los que políticamente representa y sirve, el
respeto de sus opciones libres y la tutela de la igualdad -como en el artículo
5 en materia religiosa-, (ii) la relación funcional y las diferentes posiciones
jerárquicas entre los funcionarios, evitando injerencias o afectaciones a la
conciencia moral y cívica de los subordinados -como se establece, con carácter
general, en el artículo 54 respecto de obreros y empleados-, (iii) la
eficiencia en el desarrollo de las funciones y, por último, (iv) una pretensión
de que los funcionarios, que en su inmensa mayoría permanecen aunque cambie la
orientación política de los gobiernos, sean serviciales al desarrollo de la
gestión en el sentido democráticamente escogido.
Recientemente
analicé la disposición que aquí interesa como elemento central de una ponencia que
resultó publicada por la Cámara de Representantes (Gamarra, 2022). Por razones
de brevedad, recapitularé los puntos centrales y, sin perjuicio de alguna
reflexión adicional, me remitiré en lo demás al trabajo previo sobre el tema.
El
artículo 58 de la Constitución se dirige a los funcionarios públicos, regula su
conducta en tanto tales y, por tanto, el primer desafío interpretativo consiste
en atribuir sentido a la expresión “funcionarios” para delimitar así el alcance
subjetivo de la disposición. En este sentido, ante una concepción constitucional
amplia de funcionario público (Sayagués Laso, 2002, p. 256 y 257, Martins, 1993, p. 531; Delpiazzo,
2005, p. 343 y 344) y ausencia de distinciones en la formulación, cabe concluir
que se refiere a todos ellos, independientemente de la función estatal que
desempeñan -administrativa, legislativa o jurisdiccional-, del mecanismo de designación
o elección, de su carácter de carrera, político o de particular confianza, de
su vinculación estable o en virtud de relaciones a término.
Cabe
detraer de la interpretación de la formulación un deber genérico de servir a la
Nación y, luego, tres prohibiciones o deberes de no hacer de los funcionarios
públicos que suponen en algún sentido concreción de aquel.
En
primer lugar, se afirma que los funcionarios están al servicio de la Nación y
no de una fracción política. Se trata de una derivación respecto de los
funcionarios públicos, de la normativa constitucional que sienta la soberanía
nacional, el propósito estatal último de interés general y la forma republicana
de Gobierno -artículos 4, 7, 72 y 82 de la CU- que, a su turno, supone respeto
de la libertad de los individuos y tratamiento igualitario -artículos 7, 8 y 10
de la CU-.
También
en este caso -como en la oración segunda del artículo 5-, más allá de la deficiencia
en la formulación, tiene sentido concebir que no se pretende meramente describir
sino prescribir el servicio de los funcionarios a la comunidad toda y no a
parcialidades. Si bien en un sentido negativo es cierto que únicamente se
esclarece que no están al servicio de fracciones políticas -probablemente por
tratarse de uno de los supuestos patológicos más frecuentes, por la mediación
de los partidos en las democracias representativas-, el servicio a la Nación
que se postula en primer término descarta en un régimen liberal e igualitario
el servicio a cualquier clase de parcialidad.
En
segundo lugar, se prohíbe la realización de actividades ajenas a la función en
los horarios y lugares de trabajo, es decir, mientras se desempeñan como
funcionarios y -aunque se trata de un supuesto de remota ocurrencia- se prohíben
las actividades particulares en las oficinas o recintos estatales incluso fuera
del referido ejercicio. La restricción mencionada es de justificación difícilmente
cuestionable. Si un individuo es designado o elegido para realizar una función,
lo que debe hacer es desempeñarla y no otra cosa, debe servir a la comunidad y
no utilizar su posición en beneficio de algún grupo o de sus intereses
privados. Una exigencia de tales características es elemental y resulta esperable
también en la contratación de trabajadores o en el arrendamiento de servicios por
parte de empleadores del sector privado.
La
tercera prohibición refiere a las actividades proselitistas -también en las
horas y lugares de trabajo[15]- y es en cierta medida
innecesaria porque se encuentra subsumida, no solo en el deber de servir a la
Nación, sino también en la prohibición que viene de mencionarse. Se trata de
una prohibición más específica, a lo sumo con eventual impacto de
esclarecimiento y énfasis, en tanto, como se apuntó, se veda con generalidad la
actividad ajena a la función y la actividad proselitista es extraña a ella. El
proselitismo es el celo por captar partidarios o adeptos a una doctrina,
parcialidad o facción y no es concebible el desarrollo de cualquier actividad
estatal con tal propósito, al servicio de parcialidades y no de la colectividad.
Pueden existir actividades ajenas a la función no proselitistas -también
prohibidas-, pero toda actividad proselitista es ajena a la función pública -vale
insistir, al servicio de todos-.
Podría
matizarse esta afirmación si se concibe como una excepción lo previsto en el
artículo 71 de la Constitución, concretamente en lo que refiere a la exigencia
de especial atención a la formación del carácter moral y cívico de los alumnos
en la enseñanza oficial. Debe tenerse presente que se refiere al carácter, es
decir, a la formación de una aptitud o actitud más que a la capacitación en saberes.
De todas formas, más allá de lo indicado, una presentación de contenidos es
inevitable y parecería que no se pretende en este caso una posición de
neutralidad.
Una
educación en ciudadanía, aunque idealmente informativa de la realidad en toda
su complejidad, supone cierto compromiso con una moral y civismo objetivado a
través del ordenamiento jurídico uruguayo. Fundamentalmente a partir de las
bases axiológicas establecidas en la Constitución y, destacadamente entre
ellas, los mínimos necesarios para determinar la dignidad que se expresan como
derechos fundamentales y la concepción democrática y republicana del Gobierno
-con énfasis en la participación política-. En ese sentido, parece que efectivamente
se prefiere una doctrina, pero con la salvedad de que resulta razonablemente atribuida
a toda la comunidad -a la Nación- en tanto contenida en su pacto común
fundamental[16].
Por último, en relación con la prohibición de
proselitismo, más allá de su relativa claridad en abstracto, pueden ocurrir
discrepancias en su interpretación en concreto -en el marco de casos-[17]. Así, puede resultar
discutible si una acción en principio trivial, como portar una prenda o un
símbolo alusivo a una parcialidad, puede considerarse o no dirigida a captar
adeptos. Según el tipo de función de que se trate una misma conducta puede ser
valorada de diferente forma. A modo de ejemplo, no debería ponderarse de la
misma manera la situación de un docente de primaria y la de uno universitario o
la de un funcionario que se relaciona con público y la de uno que no lo hace.
Pueden
generarse también dificultades al definir el alcance de la restricción por
problemas de delimitación espacial y temporal del desempeño de la función derivados
del uso de tecnologías, por la posibilidad del trabajo desde el hogar u otros
lugares particulares o por la efectiva accesibilidad en redes digitales más
allá de un horario delimitado.
Asimismo,
resultan complejos ciertos casos en los que la escisión del ejercicio de la
función -por su propia naturaleza- y la vida particular no se presenta siempre con
nitidez. Tal es el caso de funcionarios electos o políticos que ejercen la
representación de la Nación y del Estado. En dichos casos, a su vez, se genera
la dificultad adicional de su identificación con partidos políticos que defienden
determinados principios y que deben implementar programas de gobierno, que
resultaron la base del debate en campaña con otras parcialidades y que encarnan
un posicionamiento ideológico. Representan a la colectividad en su conjunto y
deben actuar de conformidad con el interés general, pero no puede soslayarse su
elección por una parte y su concreta forma de apuntar a su consecución. Otro
supuesto particular es el de aquellos funcionarios que además ejercen función
jurisdiccional, de los que destacadamente se espera una actitud de
imparcialidad por resultar de la esencia de su actividad.
Sin
perjuicio de lo indicado, sobre esas y otras bases, por diferentes razones
relacionadas con las características de la función y el poder con el que
cuentan, la Constitución específicamente establece una exigencia más intensa de
neutralidad de ciertos funcionaris, concretamente
vedando determinadas acciones que suponen posicionamientos políticos, sin
acotar el constreñimiento al horario y lugar de trabajo -a diferencia de lo
establecido en el artículo 58-.
Así,
en el artículo 77 ordinal 4° dispone que los magistrados judiciales[18], miembros del Tribunal de
lo Contencioso Administrativo y del Tribunal de Cuentas, Directores de Entes
Autónomos y de Servicios Descentralizados, militares en actividad y
funcionarios policiales, deben abstenerse de cualquier actividad de carácter
político -léase político partidario (Cassinelli, 2010, p. 227)- con la
excepción del voto. Por su parte, el mismo artículo en su ordinal 5° establece que
el Presidente de la República y los miembros de la Corte Electoral no pueden
formar parte de comisiones o clubes políticos, integrar órganos directivos de
partidos ni, en lo que aquí más interesa, intervenir de ninguna forma en
propaganda política de carácter electoral[19].
En
los casos que vienen de mencionarse la restricción de proselitismo se amplifica
en el entendido de que las funciones referidas exigen una neutralidad respecto
de actividades o posicionamientos políticos más allá del ejercicio de la
función o, si se prefiere, por concebirse que la función supone una investidura
que no cesa salvo en la intimidad, “de tiempo completo”.
5. Sobre los artículos
5 y 58 considerados conjuntamente.
El
artículo 5 de la Constitución se dirige al Estado como persona jurídica -al
menos directamente-, veda la alusión a una religión oficial, toda actividad
religiosa estatal e impone un mandato de neutralidad exclusivamente en la materia;
mientras que el artículo 58 se dirige a los funcionarios del Estado y de otras
personas jurídicas estatales, en el ejercicio de sus funciones y, en términos
generales, consigna el servicio a la Nación y la neutralidad en alusión a
cualquier tipo de parcialidad -incluidas aquellas religiosas-.
Independientemente
del diferente alcance subjetivo, en tanto se interpretó la expresión
“funcionarios” en un sentido amplio y las personas jurídicas no obran sino a
través de las personas físicas -funcionarios- que sirven de soporte a sus
órganos, en puridad, la exigencia del artículo 5 -razonablemente derivada de la
afirmación de no sostener religión alguna- opera como una especificación de una
solución más general, pues se encuentra subsumida en el deber de neutralidad
más ampliamente consignado en el artículo 58, con fundamento también en el
principio de igualdad y en la libertad de conciencia.
En efecto, si se considera un
escenario contextual completo, lo cierto es que el trato estatal igualitario y
de respeto de las opciones no perniciosas de los individuos en ejercicio de su
libertad -artículos 7, 8 y 10 de la CU-, tanto como el servicio a la Nación de
los funcionarios públicos y del Estado -artículos 4, 58 y 82 de la CU- conforman
una parte nuclear del discurso constitucional. Así, el artículo 5 no hace otra
cosa que concretar dicha solución en materia religiosa. De más está decir, ello
en su postulación central, sin perjuicio de resabios de aspectos sobre
titularidad de inmuebles actualmente inocuas -que se mantienen en la
disposición constitucional vigente- y de contener una norma de facilitación a
través de una exoneración tributaria que, como se vio, conspira contra la
lectura que postula un mandato de neutralidad exclusivamente a través de la
abstención.
6. ¿La
laicidad es un principio constitucional? Deber de neutralidad de los
funcionarios públicos y del Estado y derecho de los individuos a un tratamiento
respetuoso e igualitario de sus convicciones
La
utilización del término “principio” es en buena medida problemática por la
pluralidad de acepciones del término[20] y de propósitos que se
persiguen con su invocación. En este caso, a la ausencia de univocidad referida
debe añadirse la de la propia voz laicidad, que, como se mencionó, también
admite diferentes concepciones.
Pese
a ello, no veo mayor inconveniente en denominar “principio de laicidad” a la
norma que determina el deber de neutralidad o imparcialidad estatal en materia
religiosa o la que establece más ampliamente el deber de neutralidad estatal y
de los funcionarios públicos respecto de aspectos de conciencia -de cualquier
especie, incluida la religiosa-, respectivamente resultantes de lo dispuesto
por los artículos 5 y 58 de la Constitución. Por las razones indicadas introductoriamente
y las desarrolladas sobre la relación interpretativa entre las cláusulas
constitucionales relevantes, preferí a efectos de este trabajo la alternativa
de mayor alcance.
Incluso
teniendo en cuenta la contraindicación derivada de su posible concepción más
estricta, parece de utilidad referir al “principio de laicidad” a partir de los
enunciados referidos, como norma que comprende parte del contenido del
principio de igualdad, concretamente para referir al tratamiento estatal respetuoso
e igualitario en materia de creencias o convicciones de cualquier índole (en
similar sentido véase Richino, 1988, p. 31).
Debe
tenerse presente que, en el plano de la normativa legal, el artículo 17 de la
Ley N° 18.437 efectivamente refiere a un “principio de laicidad”, concretamente
en el ámbito de la educación pública, asumiendo una concepción amplia y de
consideración íntegra y crítica en “todos los temas”[21]. De todas formas, lo que
aquí interesa es pronunciarse sobre la existencia de un principio “constitucional”,
es decir, que tenga fuente en la Constitución como acto jurídico y no en la
ley.
Más
allá de su alusión como “principio”, que podría concederse en este caso por su difícilmente
cuestionable carácter fundamental y axiológico -sin ingresar en discusiones más
complejas sobre su naturaleza-, lo relevante es la identificación de
disposiciones constitucionales que sientan un deber del Estado y de los
funcionarios públicos, que es relativamente abstracto, pero que indudablemente
despliega efectos jurídicos y genera consecuencias que conviene brevemente
analizar.
Así,
la actuación jurídica estatal expedida en contravención del referido deber debe
reputarse ilegítima y, por lo tanto, según el tipo de acto de que se trate, resulta
susceptible de un diferente tratamiento para su extinción o el cese de su
eficacia en algún sentido. Así, en el caso de leyes o Decretos Departamentales
con fuerza de ley en su jurisdicción cabe su inaplicación exclusivamente
mediante su declaración de inconstitucionalidad por la Suprema Corte de
Justicia. En el caso de actos administrativos cabe su revocación administrativa,
su inaplicación (por cualquier magistrado u órgano jurisdiccional) o su anulación
jurisdiccional (por el TCA).
El
incumplimiento del deber de neutralidad -léase de tratamiento respetuoso e igualitario-
y de la prohibición de proselitismo por parte de funcionarios en ejercicio de
función administrativa supone una infracción que genera la incursión en
responsabilidad disciplinaria, resultando de aplicación las sanciones que
correspondan de conformidad con los desarrollos infra constitucionales. Nótese
que la normativa constitucional sienta un deber y con él la ilegitimidad de la
conducta opuesta a la compelida, pero no establece la sanción aplicable, que viene
a disponerse en virtud de normativa inferior.
Por
su parte, aunque su configuración parece remota, ante un supuesto de ilicitud, de
configurarse un daño causalmente ligado al incumplimiento del deber de
neutralidad o tratamiento igualitario, podría generarse responsabilidad civil
del Estado y de los funcionarios.
Por
último, en la medida en que la vulneración del referido deber supone un trato
desigual respecto de algunas personas -las que fueron desconsideradas al
manifestarse desde el aparato estatal por una preferencia diferente a las
suyas-, se configura una vulneración de su derecho a la igualdad -a ser
igualmente considerados-[22]. En ese sentido, aplican
los remedios generales ante lesiones de derechos. De ser posible, el afectado podría
requerir administrativa o jurisdiccionalmente que se considere y confiera
similar tratamiento a su posición omitida o, según el caso, únicamente exigir
que se remueva la manifestación en beneficio de la parcialidad ajena si es que
todavía persiste.
Es
de esa manera que el llamado “principio de laicidad”, que no es otra cosa que un
deber del Estado y de los agentes estatales a conferir un tratamiento respetuoso
e igualitario a los individuos, independientemente de sus convicciones, se
encarna en afectaciones puntuales o directas de los sujetos desconsiderados en
sus concepciones, posibilitando el ejercicio y tutela jurisdiccional de
derechos correlativos o acciones para desencadenar el cese de la ilegitimidad,
la eventual reparación de los perjuicios generados por ella o la corrección de
los infractores.
7. La “laicidad” con
algo, solo algo, más de concreción
Realizada una interpretación en abstracto sobre las disposiciones que
refieren a la igualdad de trato y respeto estatal de las diferentes convicciones
o creencias de los individuos, es decir, sin disponer ni manifestar preferencias
o repudios en virtud de ellas -laicidad en un sentido amplio-, cabe brevemente reflexionar
sobre algunas de sus proyecciones algo más concretas en materia de exoneraciones
tributarias, de utilización de espacios públicos con fines ornamentales y de homenaje
y en la educación pública.
En definitiva, se trata en buena medida de especificaciones del
principio de igualdad -ligado al respeto de las opciones individuales no
perniciosas-, y cabe en estos casos acudir a las categorías previstas para su
valoración, como la apreciación de razones de interés general, la razonabilidad
de los criterios de distinción y la proporcionalidad de las medidas. Sin
embargo, no se pretende aquí un análisis de casos concretos, que son los que
suelen generar mayores disputas. Estimo que todavía cabe realizar algunas
reflexiones sobre algunas proyecciones de la normativa constitucional relevante
en determinadas materias, pero sin llegar a un análisis tópico.
En ese sentido, aunque un desarrollo completo de cada uno de los temas
sugeridos requería un análisis más profundo, incorporando además la normativa
subordinada a la Constitución y el manejo de casos, supongo que puede ser de utilidad
realizar algunas consideraciones, algo más concretas, pero todavía bajo una
mirada constitucional general.
(a) “Laicidad”
e instalación de monumentos, símbolos o referencias a parcialidades en los
espacios públicos. En principio, en lo que refiere al uso de espacios públicos, podría
sostenerse que el mandato de neutralidad puede cumplirse impidiendo su
utilización para la instalación de monumentos o símbolos alusivos a cualquier
parcialidad o bien, alternativamente, autorizándose respecto de cualquier
parcialidad sin discriminación alguna entre aquellas lícitas[23].
Sin embargo, es inimaginable una ciudad sin identidad cultural, sin
denominaciones de calles o de plazas, sin monumentos que refieran a su
historia, a su cultura, en definitiva, a la construcción de la vida en común de
la colectividad. Ello inevitablemente se nutre de parcialidades de opinión o
creencias, pues, aunque puedan existir algunos casos de figuras o aspectos que
las trascienden, la comunidad se conforma de una pluralidad de partes entre las
que suelen existir diversidad y desacuerdos. La primera opción es imposible de
concebir en ciudades existentes y es incluso difícil de concebir en ciudades
que puedan en el futuro ser creadas.
Así, la discusión debe fundamentalmente
recaer sobre la forma de “asignar” igualitariamente la instalación de
monumentos o referencias que aluden a parcialidades en los espacios públicos
-en forma más o menos directa-, que no son pocos, pero tampoco son ilimitados,
y que tienen diferente valor o niveles de preferencia por su visibilidad, impacto
y significación, teniendo además en cuenta los aspectos urbanísticos y las
características y entidad de los monumentos.
En ese sentido, en cualquier
procedimiento para definir la instalación de un monumento o símbolo las
autoridades competentes -generalmente las Intendencias y las Juntas
Departamentales- deberían considerar factores como los referidos y propender a
una cierta equidad, en atención a los monumentos o denominaciones existentes y
la disponibilidad de espacios razonablemente equiparables para atender a las diferentes
parcialidades, idealmente en consulta con ellas.
Aunque la ausencia de todo monumento o referencia a parcialidades en
espacios públicos se descartó como solución general, ante supuestos
conflictivos y de dificultades de soluciones asimilables para las diferentes facciones
en cuestión, por distintas razones, la negativa a la autorización puede resultar
una respuesta atendible.
(b) “Laicidad”
y exoneraciones tributarias. Como se indicó en los epígrafes previos, el artículo
5 de la Constitución establece un supuesto de exención tributaria respecto de
los titulares de derechos sobre inmuebles consagrados al culto de cualquier
religión. Ello obviamente supone una medida de facilitación de la actividad religiosa
consignada constitucionalmente, que tiene una implicancia interpretativa para descartar
que la Constitución reniegue de medidas positivas a su respecto, pero su
relevancia debe matizarse en tanto el artículo 69 establece con un mayor
alcance una exoneración de todo tributo a las instituciones culturales[24],
entre las que cabe incluir a las religiosas[25].
La tesis de la inclusión de las instituciones religiosas en la
exoneración establecida en el artículo 69, en tanto instituciones culturales,
requiere de una mayor justificación. En un sentido amplio es notorio que la voz
“cultural” -alusiva a costumbres y tradiciones de una comunidad- comprende a la
religión, a tal punto que en la propia Constitución se denomina a sus manifestaciones
como “culto”. Sin embargo, es cierto que en una acepción más estricta su referencia
puede resultar controvertida.
La instancia de valoración contextual podría en una primera aproximación
-ligera- conducir a cuestionar la comprensión de las instituciones religiosas bajo
el artículo 69, pues podría estimarse redundante o trivial la exoneración de
inmuebles prevista en el artículo 5. Sin embargo, ello no es así por varias
razones. La primera de ellas es que la superposición no es necesaria. El
artículo 5 de la Constitución exime de impuestos a los titulares de derechos
sobre inmuebles destinados al culto, pero puede que ellos no sean instituciones
religiosas sino otros sujetos particulares que bajo algún título autorizan su uso
a alguna de ellas. La segunda es que, aun asumiendo la existencia de una coincidencia
plena, lo cierto es que las redundancias no son problemáticas -como sí lo son
las contradicciones normativas- (Nino, 2014, ubicación 1269) y su pretensión de
erradicación interpretativa es a lo sumo una razón débil de preferencia, que
cede ante otras más fuertes.
Una consideración sistemática más detenida conduce a identificar deficiencias
de la lectura excluyente de las instituciones religiosas del elenco de las
culturales. Nótese que se establece constitucionalmente la libertad de cultos y
un mandato de neutralidad o igualdad, pero lo cierto es que en la tesis bajo
análisis se le terminaría confiriendo a los sujetos que estructuran, organizan
o facilitan religiones un tratamiento de menor consideración que otros que
realizan actividades análogas -asimilables en todo lo que no supone la práctica
de un culto-, incluidos los de reflexión filosófica arreligiosa o incluso antirreligiosa
-que son incuestionablemente culturales-. Por dicha razón, ante dos
interpretaciones literales posibles debe preferirse la que sienta una solución
respetuosa de la igualdad y de la libertad religiosa, de conciencia y de cultos.
(c) “Laicidad”
y educación pública o enseñanza oficial. Se ensayó previamente una
interpretación del artículo 5 que no determina una posición absolutamente
abstencionista -excluyente de la facilitación o auxilio- para asegurar la
neutralidad estatal en materia religiosa. Sin embargo, se indicó la existencia
de un núcleo de certeza de la formulación que impide la realización de
actividades religiosas oficiales y se la relacionó además con el artículo 58 de
la Constitución que, con mayor abstracción, establece el servicio de los
funcionarios a la Nación -y no de parcialidades religiosas, ideológicas,
partidarias, sindicales o cualquier otra especie- y que más ampliamente veda el
proselitismo de los funcionarios.
Así, en el plano de la enseñanza oficial y gratuita -como se la denomina
en el artículo 71 de la Constitución- la posición abstencionista en la materia deviene
necesaria. La enseñanza de una religión -tanto como la de una ideología o de
una doctrina partidaria- es indefectiblemente proselitista, necesariamente
realizada por religiosos o por militantes -que serían en la hipótesis servidores
públicos- y ello resulta notoriamente inconciliable con el deber estatal de no sostener
ninguna religión -incluso en el sentido más estricto propiciado, de profesarla-,
con el servicio de los funcionarios a la Nación en su conjunto y con la
prohibición del proselitismo.
Las religiones o ideologías excluyen -por definición- la consideración
abierta de posiciones contrarias o críticas, por ello suponen proselitismo y no
son conciliables con una concepción plural e íntegra en el abordaje de los
temas objeto de estudio que, en desarrollo consistente de los lineamientos
constitucionales, los artículos 15 y 17 de la Ley N° 18.473 exigen al referir a
la laicidad como principio de la educación estatal.
No cambia la situación si de alguna manera se posibilita la enseñanza de
muchas religiones o ideologías, serían todas ellas manifestaciones
proselitistas ilegítimas, pero, además, ello tendría dificultades
instrumentales incompatibles con un elemental tratamiento igualitario. En un
tema tan sensible, de conciencia, convicciones y de formación de menores y
jóvenes, si fuesen a considerarse activamente preferencias no deberían
excluirse las de nadie y razones pragmáticas impiden organizar tantos cursos
como posibles opciones de conciencia de los padres de los alumnos o de los
alumnos -en caso de que sean mayores-[26].
La libertad religiosa, la de conciencia y su enseñanza tienen campo
fértil e incluso abonado -como lo denota el otorgamiento constitucional de
beneficios tributarios- fuera de la esfera pública, a través de instituciones especializadas
o incluso en el plano familiar. La solución constitucional no las desampara, desde
luego, pero excluye la prestación efectiva desde la enseñanza oficial que, por
cierto, ante un panorama como el referido carece de toda justificación. Sería
mucho mayor el perjuicio en caso de que se visualice la preeminencia de una
posición estatal religiosa o ideológica -nada menos que en la educación de
menores y jóvenes-, que la que se genera con la abstención completa. La
igualdad de consideración y respeto parece resentirse fuertemente y sin remedio
si se perciben preferencias del Estado en la materia.
Conclusiones
1.-
A efectos del presente trabajo de interpretación constitucional se prefirió no
ensayar definiciones sobre el controversial concepto de laicidad -ni de
laicismo- sino, ante la ausencia de toda alusión al término, asumir una tesis
amplia a su respecto para delimitar extensivamente y con propósito sistemático las
formulaciones objeto de análisis. En ese sentido, se propuso fundamentalmente una
interpretación de los artículos 5 y 58 de la Constitución vigente, sin
perjuicio de otras disposiciones relevantes para una necesaria apreciación contextual
y teleológica.
2.-
El artículo 5 de la Constitución, en lo que aquí principalmente interesa,
establece que el Estado “no sostiene religión alguna” y dispone una exoneración
impositiva de los inmuebles destinados al culto de las religiones, lo que
supone una medida constitucional de facilitación de dicha actividad. De los
significados de atribución posible a la expresión no sostener una religión,
predicada del Estado en una Sección que precisamente refiere a su caracterización,
el más convincente es el que deriva de tal aserción una definición no
confesional.
Bajo
una interpretación en clave prescriptiva, de ello se sigue lo siguiente: (a) que
se impide que se proclame una religión oficial y que se realicen actividades
religiosas estatales -proselitistas por definición- y (b) que se establece un
mandato amplio de neutralidad o tratamiento igualitario en la materia. Es
decir, por un lado, se sienta la separación como elemento de la definición del
tipo de Estado y, por el otro, la neutralidad como mandato de actuación.
Por
razones literales, en tanto el sentido más natural de la expresión “no sostener
religión alguna” es el de no profesar o defender una o varias religiones, y también
por razones de consideración sistemática -particularmente en virtud de lo
dispuesto en el propio artículo 5-, la exigencia de imparcialidad no
necesariamente excluye la posibilidad de adopción de medidas estatales activas,
desde luego, en tanto sean igualitarias, proporcionadas y no configuren en sí
mismas una forma de manifestación religiosa.
Nótese
que la oración final del artículo en cuestión establece una medida concreta de
facilitación -en lo que refiere a los “cultos”- y no tiene sentido postular su excepcionalidad
ante la ausencia de toda referencia a tal carácter, en lugar de asumir su valor
contextual con propósito esclarecedor ante alternativas interpretativas razonables.
A su vez, debe tenerse presente que en la Carta no se establece restricción
semejante respecto de otras manifestaciones de conciencia o ideológicas y no
tiene sentido determinar innecesariamente una diferenciación en detrimento de
la igualdad como fin constitucional.
3.-
Al consignarse expresamente la libertad de cultos en la Constitución, y además facilitarse
su desarrollo, se reconoce que la práctica de los “cultos” es una nota propia
de las religiones que puede ser considerada a efectos de la adopción de medidas
estatales favorables para el ejercicio de dicha libertad. Ora contemplando
razonablemente excepciones a prohibiciones generales a tales efectos, ora estableciendo
alguna clase de facilitación -como en la oración final del artículo 5-. Así, de
conformidad con una apreciación igualitaria, cabe apuntar que más allá de los
aspectos relativos al culto como característica especial o adicional, no
debería distinguirse en ningún sentido a las organizaciones religiosas de otras
análogas -como las culturales, en general- en virtud de sus comunes notas
restantes.
4.-
La interpretación que viene de postularse es la que se estima mejor justificada
de conformidad con el método de interpretación de disposiciones
constitucionales generalmente admitido, sin embargo, debe reconocerse que se
trata de un punto lo suficientemente controvertido -fundamentalmente dada la
polisemia de la voz “sostener” y de la expresión “sostener una religión”- como
para reconocer margen de apreciación al legislador en su definición.
5.-
Por su parte, el artículo 58 se dirige a los funcionarios públicos en un
sentido amplio -cuya voluntad es necesaria para conformar la estatal- y
establece su servicio a la Nación -a la colectividad en su conjunto y no a
parcialidades- vedando en ese sentido cualquier especie de proselitismo. Así,
la normativa constitucional, respetuosa de la libertad y de la igualdad de los
individuos y sus preferencias, determina que el Estado y sus funcionarios -cuando
ejercen como tales- no solo “no sostienen” religión alguna, sino que “no
sostienen” parcialidad alguna cualquiera sea su naturaleza. Bajo esta
consideración, la oración segunda del artículo 5 no es otra cosa que
especificación de una solución constitucional más general.
6.-
Aunque carece de consagración como tal en la Constitución, no es infrecuente
que se aluda a un “principio de laicidad” con dicha fuente. Por los mismos
motivos invocados al delimitar el objeto de este trabajo, no veo inconveniente
en así denominar al deber de neutralidad del Estado y de los funcionarios en
materia religiosa, ideológica, o de conciencia, derivado de los artículos 5 y
58 de la Constitución, que no es otra cosa que el deber de conferir un trato
respetuoso e igualitario de los individuos que libremente y sin nocividad prefieren
u adoptan unas u otras.
Ante
el incumplimiento de un mandato como el referido, naturalmente, se generan una
serie de deberes de autoridades administrativas o jurisdiccionales -de eventual
sanción de funcionarios, inaplicación, revocación, anulación o adopción de
nuevos actos jurídicos-, y acciones o derechos de los sujetos lesionados en su
igualdad, por resultar desconsiderados en sus concepciones.
7.-
Por último, se intentó realizar algunas consideraciones con mayor nivel de
concreción, todavía bajo una interpretación constitucional general, sin aludir
a casos, pero especificando al menos en algo en lo que refiere a ciertas
materias que suscitan particular interés.
Respecto
de la autorización de instalación de símbolos, monumentos o referencias a
parcialidades en el espacio público, en la medida en que es difícil concebir el
desarrollo de un pueblo o ciudad sin referencia a su historia y cultura -que
supone acción en el tiempo de diferentes parcialidades-, la política de
absoluta abstención no parece atendible como solución general, de modo que debe
cumplirse con el mandato de neutralidad asegurando un tratamiento igualitario
en términos de “asignación” de espacios.
No
se trata de un escenario del núcleo duro de los artículos 5 y 58 de la CU, pues
no puede inferirse de la instalación plural de múltiples referencias de posiciones
religiosas, ideológicas o de opciones negadoras de ellas, ni que el Estado “sostiene
alguna religión”, ni tampoco proselitismo de funcionarios públicos. Así, según viene
de mencionarse, debe enmarcarse el análisis en la precisión del alcance del
mandato de neutralidad. Ante las dificultades reseñadas de la plena abstención,
potenciada en pueblos o ciudades que efectivamente se desarrollaron con
determinados monumentos o símbolos referentes a parcialidades, se impone una
gestión igualitaria de los recursos o espacios. Para ello deberían
desarrollarse procedimientos que permitan considerar las instalaciones
presentes en la urbanización y la existencia de espacios de similares
características para tratar equitativamente a las distintas parcialidades. En
caso de que por alguna razón ello no resulte posible o revista demasiada
complejidad, la abstención puede resultar una solución perfectamente adecuada.
Respecto
de las exoneraciones tributarias, se indicó previamente que el artículo 5 de la
CU no supone la restricción de medidas de facilitación o auxilio estatal igualitario
de actividades religiosas -necesariamente privadas-, pero lo cierto es que el
artículo 69 viene a establecer una solución que efectivamente así lo determina,
con mayor amplitud, al disponer sobre el punto respecto de una categoría más abstracta.
En efecto, los sujetos que estructuran organizaciones de reflexión filosófica, ideológica,
religiosa, política o similares son “instituciones culturales” y resultan, por
tanto, beneficiados por la exoneración de todo tributo nacional o municipal -departamental-
que la formulación referida establece. La expresión “instituciones culturales”
en un sentido amplio comprende a las religiosas y debe sistemáticamente preferirse
tal concepción, en la medida en que la alternativa más restrictiva generaría
una diferenciación injustificada respecto de otras instituciones asimilables
-incluidas, eventualmente, las de reflexión antirreligiosa-.
Por
último, en lo que refiere a la enseñanza oficial, la solución constitucional es
la indefectible abstención de toda educación religiosa estatal. Por supuesto
que ello no impide referencias históricas, geográficas o sociológicas a la
religión, pero definitivamente excluye toda enseñanza de religión como tal. No
sólo porque impartir cursos con ese contenido supondría “sostener alguna
religión” -en cualquier sentido posible de la expresión- en contravención del núcleo
de certeza del artículo 5 de la CU, sino porque implicaría también servicio a
parcialidades y proselitismo de funcionarios -vedados por el artículo 58 de la CU-.
Por cierto, de más está decir, esto último excluye también la enseñanza dogmática
de ideologías, de posiciones partidarias y, en general, de convicciones propias
de parcialidades de cualquier tipo.
Además
de su ilegitimidad por las razones antedichas, lo cierto es que tampoco sería
posible implementar una alternativa prestacional, igualitaria, que contemple
las convicciones de todos los estudiantes -o de sus padres o tutores-, de modo
que también por ello la solución sería violatoria de los artículos 5, 8 y 58 de
la Constitución.
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Disponibilidad
de datos: El conjunto de datos que apoya los resultados de este estudio no se
encuentra disponible.
Editor
responsable Miguel Casanova: mjcasanova@um.edu.uy
[1] El presente trabajo se elaboró en el
marco de un proyecto de investigación más amplio, intitulado “El concepto de
laicidad en la cultura jurídica uruguaya”, realizado con Gianella Bardazano, Lucía Giudice, Ailén
Fernández y Nicolás López, y que contó con financiación de la CSIC. En tanto
profesor de derecho constitucional del equipo de investigación acordamos mi
asunción de la tarea de revisión bibliográfica de la doctrina publicista en la
materia. Sin embargo, no me resistí a hacerlo sin intentar un trabajo dogmático
propio y proponer así la interpretación constitucional que concibo mejor
justificada. Las opiniones aquí manifestadas son exclusivamente personales, no
fueron objeto de discusión ni resultado de un acuerdo con el resto de los
investigadores, de modo que es posible que disientan en alguna medida con lo
aquí expresado.
[2] Tampoco se aludió ni se alude a
palabras similares o derivadas de ella como laico, laica o laicismo en ninguna
Constitución uruguaya.
[3] Véase la nota al pie número 1.
[4] La única diferencia entre las
disposiciones refiere al alcance de la exención tributaria de templos
consagrados al culto de religiones, pues en la Carta de 1934 se suprimió la
palabra “actualmente” de la última oración del artículo en cuestión. En virtud
de la modificación referida no se acotó la exoneración a unas situaciones
concretas -la de los templos consagrados a cultos al momento de entrada en
vigor de la Constitución de 1918-, sino que se sentó la exoneración como regla
general y abstracta, comprendiendo así también a situaciones futuras.
[5] La actualización del reconocimiento del
dominio de bienes de la Iglesia Católica en 1967 hubiese tenido algún impacto
si luego de la Constitución inmediatamente anterior de 1952 (vale reiterar, de
texto idéntico en su artículo 5), el Estado efectivamente hubiese financiado la
construcción de otros templos de la Iglesia Católica y hubiesen existido
disputas sobre su titularidad. Por cierto, dicha financiación hubiese sido cuestionable
ante el mandato de neutralidad consignado en la Constitución de 1952, salvo en el
hipotético supuesto de disposición igualitaria para todas las confesiones o de
razones fuertes para la diferenciación -como la afectación de sus bienes
principales por una catástrofe o una situación similar-. Por cierto, en el
primero de los casos, la sanción de un texto constitucional idéntico en 1967,
que establece que el Estado no sostiene religión alguna, generaría una fuerte
inconsistencia al únicamente reconocer el dominio a los de la Iglesia Católica.
En fin, lo cierto es que nada de ello sucedió y que la reiteración de la
oración en cuestión carece de sentido.
[6] El término neutralidad se utiliza en su
sentido natural y obvio, como ausencia de preferencia u opción por alguna de
las partes o parcialidades en conflicto, como sinónimo de “imparcialidad”. La
disputa entre posiciones versa sobre la posibilidad de ser neutral o imparcial
-igualitario- adoptando en ciertos casos medidas activas o únicamente mediante
la abstención u omisión. A partir de las distinciones entre modalidades de
separación -benévola, neutral u hostil-, algunos autores estiman que la
expresión “neutral” únicamente cabe para referir al escenario de un Estado absolutamente
abstencionista. Así parece sostenerlo Korzeniak -aunque
no es explícito sobre el punto- y Durán Martínez, para respectivamente afirmar
o negar que quepa así caracterizar al modelo uruguayo de relacionamiento entre el
Estado y las religiones (véase Korzeniak, 2008, p. 343-344;
Durán Martínez, 2012, p. 280).
[7] El análisis de los antecedentes de la
Constitución de 1918 es sin dudas interesante en un sentido histórico, pero,
según concibo, no puede tener incidencia en la interpretación de la
Constitución vigente de 1967, que es una Constitución distinta, resultante de
una reforma total de su predecesora de 1952. Ello es así, independientemente de
que los textos del artículo 5 sean prácticamente idénticos en ambas
Constituciones. Sobre la cuestionable relevancia de los antecedentes o
“historia de la sanción” en la interpretación constitucional véase Gamarra (p. 2014,
57 y ss.) y de forma más matizada Cassinelli (2010). Sobre el error potenciado
de considerar antecedentes de Constituciones pasadas véase Gamarra (2011). De
todas formas, si resulta de interés desde la perspectiva de la historia
constitucional uruguaya, puede accederse a un estudio de las discusiones y
fórmulas en disputa en la Convención Nacional Constituyente de 1917 en Correa
Freitas (2018, p. 104-107) o en Algorta del Castillo,
E. (1983, p. 503 a 507).
[8] Ha sido así en las diversas
constituciones uruguayas desde el cambio de denominación del Estado
instrumentado a través del artículo 1 de la Carta de 1918. En efecto, en el
artículo 1 de la Constitución de 1918 y de todas las Constituciones subsiguientes,
hasta la vigente, se denomina al Estado “República Oriental del Uruguay”,
mientras que en el artículo 1 de la Constitución fundacional se lo denominaba
precisamente “Estado Oriental del Uruguay”.
[9] Durán Martínez se
opone a dicha concepción que denomina de “neutralidad” (Durán Martínez, 2012, p.
280). No creo que quepa así catalogar a la posición que critica, en parte lo
que está en juego es precisamente una concepción de neutralidad cono noción nuclear
del concepto de laicidad. En fin, más allá de esa discrepancia terminológica,
acierta Durán al indicar que del artículo 5 no resulta necesariamente
excluyente de medidas positivas. Sin embargo, según concibo, no acierta en
todas las implicancias que de ello deriva, sobre todo en materia de enseñanza
pública, entre otras cosas, por la exigencia también constitucional dispuesta
por el artículo 58.
[10] Con razonabilidad, desde luego, podría
referir al uso de alguna sustancia en general restringida, por ejemplo, pero obviamente
no a sacrificios humanos.
[11] La exoneración tributaria supone el
fomento o, más precisamente, la facilitación estatal de actividades -sobre todo
en las que por ausencia de carácter comercial tienen obstáculos para su
financiación-, pero ello definitivamente no significa realización de la
actividad, ni siquiera en forma indirecta.
[12] Nótese que la posición antirreligiosa
parece ser más fácilmente asimilable a otras de tipo filosófico o de reflexión
intelectual, que a las propiamente religiosas.
[13] Más allá de lo indicado, lo cierto es
que las disquisiciones realizadas no tienen mayores consecuencias. De
conformidad con el artículo 69, como se argumentará -véase infra 6.b-, la nota
común de institución cultural determina un mismo tratamiento constitucional en
materia de exenciones tributarias.
[14] El artículo 58 de la Constitución
vigente reitera en idénticos términos el artículo 58 de la Constitución de
1952. La primera disposición que refirió al carácter servicial de la Nación y a
la prohibición del proselitismo se introdujo en la Constitución de 1934
(artículo 57 inciso primero) y rezaba lo siguiente: “Los funcionarios están
al servicio de la Nación y no de una fracción política. En los lugares y horas
de trabajo la actividad proselitista será ilícita y, como tal, reprimida por la
Ley”.
[15] Por supuesto que la restricción
referida se encuentra perfectamente acotada y que fuera de los horarios y
lugares de trabajo rige en general la libertad, política -de integración y
participación de partidos, sectores o grupos políticos- (Gross Espiell, 1969, p. 148), religiosa y de conciencia.
[16] Véase en similar sentido Rotondo (2012,
p. 98), Fata (1988, p. 28) y Jiménez de Aréchaga (1991,
p. 306).
[17] Sobre interpretación en abstracto y en
concreto véase Guastini (2014, p. 33 a 36).
[18] En el caso de
los jueces, la ley establece una restricción que abarca más supuestos -formulada
con más abstracción- que los que emergen expresamente del artículo 77 ordinal
4° de la Constitución. En efecto, el ordinal 4° del artículo 94 de la Ley N°
15.570, incorporado en la redacción conferida al artículo por la Ley N° 19.830
en su artículo 5, establece que los jueces se abstendrán de “todo
comportamiento, acción o expresión que afecte la confianza en su imparcialidad”.
[19] La restricción mencionada en último
término genera interrogantes interesantes y tuvo cierta resonancia
recientemente, a partir de la defensa de la Ley N° 19.889 por el Presidente de
la República Lacalle Pou ante la interposición de un recurso de referéndum para
dejar sin efecto varios de sus artículos. Como se indicó, la prohibición del
ordinal 5º del artículo 77 refiere a la propaganda, como acción orientada a
captar adeptos o seguidores -nótese que coincide con el significado de
proselitismo previamente analizado-, exclusivamente en materia de política de
carácter electoral. Así, para determinar el sentido de la limitación resulta
necesario pronunciarse sobre el alcance del término “electoral”, que admite una
acepción estricta -referente a elecciones de cargos públicos representativos a
través de partidos- y una más amplia -que referiría también a participación
directa en instancias de referéndum o de plebiscito-. Por razones de extensión,
no cabe aquí realizar un desarrollo de la fundamentación, pero, por la mayor
naturalidad en el uso del término y por razones contextuales y de finalidad, adelanto
que entiendo más convincente considerar que se restringe la propaganda política
en el marco de elecciones de las que participan partidos. Eso no significa que
no pueda resultar vedada otra clase de “propaganda” en virtud de otra normativa
constitucional, pues, como se desarrolló previamente, con carácter general se
establece la igual consideración y respeto, el servicio a la Nación de los
funcionarios y se prohíbe el proselitismo. Según concibo, más allá de la dificultad
por la doble condición del Presidente de la República, en tanto Jefe de Estado e
integrante destacado de la Jefatura de Gobierno, me parece inconcebible que no
pueda discutir y sentar posición sobre su política -en virtud de la cual se
postuló como presidenciable- y sobre los actos jurídicos necesarios para su
desarrollo, incluso ante propuestas de reforma constitucional o instancias de
referéndum, de eso se trata gobernar y rendir cuentas. Distinto es el caso de
los ministros de la Corte Electoral -también referidos por el artículo 77
ordinal 5°-. Su función es en parte jurisdiccional y requiere especialmente de
confianza en la imparcialidad en su desempeño. Así, aunque se considere que el
precepto que viene de mencionarse refiere exclusivamente a la propaganda
electoral en un sentido estricto -como se sugirió-, el posicionamiento
proselitista de los ministros de la Corte Electoral en el marco de una
instancia de decisión colectiva directa como un referéndum o plebiscito, que
deben organizar, procesar y eventualmente juzgar, parece inaceptable bajo los
artículos generales referidos que exigen igualdad y servicio a la Nación. En
ese entendido, tal posicionamiento parcial se encontraría vedado
independientemente de lo dispuesto por el artículo 77 ordinal 5°.
[20] Véase al respecto, por muchos, Carrió
(1990, p. 210-212) y Atienza y Ruiz Manero (1996, p. 3-4).
[21] El artículo 17 de la Ley N° 18.437
establece lo siguiente: “(De la laicidad).- El principio de laicidad
asegurará el tratamiento integral y crítico de todos los temas en el ámbito de
la educación pública, mediante el libre acceso a las fuentes de información y
conocimiento que posibilite una toma de posición consciente de quien se educa.
Se garantizará la pluralidad de opiniones y la confrontación racional y
democrática de saberes y creencias”.
[22] Ruocco alude
expresamente a un derecho a la laicidad, aunque lo circunscribe al trato no
discriminatorio en materia de creencias religiosas o de su ausencia -en el
sentido más estricto del término- (Ruocco, 2019, p. 659).
[23] Entiendo que esta última solución es legítima en tanto no contraviene
los artículos 5 y 58 de la CU, pues no parece que suponga “sostener una
religión”, ni siquiera en el caso de que se trate de un monumento alusivo a una
religión -ante una diversidad de usos de espacios por parcialidades de la más
distinta naturaleza-, ni proselitismo de funcionarios.
[24] El artículo 69 de la Constitución
establece lo siguiente: “Las instituciones de enseñanza privada y las
culturales de la misma naturaleza estarán exoneradas de impuestos nacionales y
municipales, como subvención por sus servicios”.
[25] Según concibo, así adecuadamente se
interpreta en la normativa de menor valor y fuerza que la constitucional, en la
medida en que se cumpla con ciertas formalidades. Véase artículo 448 de la Ley
N° 16.226 y el Decreto del Poder Ejecutivo N° 166/008 -especialmente su
artículo 3-.
[26] En contra Durán Martínez (2012). Según
concibo, en su análisis -como siempre sugerente y muy bien fundado- no confiere
suficiente relevancia al artículo 58 de la Constitución. Asimismo, adopta una
tesis mayoritaria para definir qué religión o religiones podrían enseñarse
oficialmente que considero difícil de aceptar en términos igualitarios y que no
se condice del todo con la posición que asume acerca de la importancia de la
formación en cuestión. Parece más consistente -y proporcionado- bregar por
auxilios para asistir a prestadores privados, si es que por alguna razón se
estima políticamente que no resulta suficiente con los estímulos tributarios existentes,
para no generar exclusiones por pertenecer a una minoría.