Revista de Derecho. Año XXIV (Diciembre 2025), Nº 48, e484

https://doi.org/10.47274/DERUM/48.4 ISSN: 1510-5172 (papel) – ISSN: 2301-1610 (en línea)

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https://doi.org/10.47274/DERUM/48.4

 

Doctrina

 

Martín Risso Ferrand

Universidad Católica del Uruguay, Uruguay

mrisso@ucu.edu.uy

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-9546-6572

 

Recibido: 05/05/2025 - Aceptado: 19/09/2025

 

Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo:

Risso Ferrand, M. (2025). ¿Interpretación judicial o interpretación mayoritaria? Revista de Derecho, 24(48), e484. https://doi.org/10.47274/DERUM/48.4 

 

¿Interpretación judicial o interpretación mayoritaria?

Resumen: En este trabajo se retoma la vieja cuestión de ¿quién tiene la palabra final en temas constitucionales? O de ¿prima la interpretación legislativa de la Constitución o la interpretación judicial? Se procura, en primer término, formular varias aclaraciones para despejar problemas que complican el análisis. Luego se focaliza en la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado y busca respuesta a las interrogantes anteriores respecto a dicha ley. Finalmente, se analiza la cuestión con un enfoque general, tratando de llegar a conclusiones pragmáticas y no teóricas sin viabilidad real o con muy pocas posibilidades.

Palabras clave: interpretación constitucional; gobierno de los jueces; competencias judiciales; judicial review; tribunales constitucionales.

 

Judicial interpretation or majority interpretation?

Abstract: This paper revisits the longstanding question of who holds the final authority in constitutional matters. Specifically, it examines whether legislative interpretation of the Constitution prevails over judicial interpretation. Initially, the study aims to clarify certain issues that complicate the analysis. It then focuses on the Expiry Law of the State's Punitive Claim, seeking answers to the aforementioned questions in relation to this legislation. Finally, it analyzes the issue with a general approach, trying to reach pragmatic and realistic conclusions, and not theoretical ones with no real viability or very few possibilities.

Keywords: constitutional interpretation; judicial governance; judicial competencies; judicial review; constitutional courts.

 

Interpretação judicial ou interpretação majoritária?

Resumo: Este artigo retoma a antiga questão sobre quem tem a autoridade final em assuntos constitucionais. Especificamente, examina se a interpretação legislativa da Constituição prevalece sobre a interpretação judicial. Inicialmente, o estudo busca esclarecer questões que dificultam a análise. Em seguida, concentra-se na Lei de Caducidade da Pretensão Punitiva do Estado, procurando respostas para as perguntas mencionadas em relação a essa legislação. Por fim, o artigo adota uma abordagem ampla, buscando conclusões pragmáticas e realistas, em vez de formulações teóricas desprovidas de viabilidade prática ou de relevância significativa.

Palavras-chave: interpretação constitucional; governo dos juízes; competências judiciais; judicial review; tribunais constitucionais.

 

Introducción

Chemerinsky, refiriendo a la Constitución de los Estados Unidos, ha destacado, en lo que a este trabajo refiere, los tres factores que hacen especial la interpretación constitucional indicando: (i) la Constitución debe ser entendida como un documento contra mayoritario: en la base de la democracia americana está la afirmación de que hay que cuidarse de las mayorías; (ii) la Carta debe apreciarse desde la perspectiva de límite a las mayorías, en especial en los tiempos de crisis; y (iii) la Constitución aparece como una forma de proteger los «long-term values» de los «short-term passions» (Chemerinsky, 2006, p. 6 y ss.).

Si confrontamos los derechos humanos o sus garantías con la democracia, como enseña Alexy (1983), hay tres formas de analizar la confrontación: (i) con una visión «ingenua» se dirá los derechos humanos y la democracia son cosas buenas que no pueden confrontar entre sí (solo habría conflictos entre el bien y el mal); (ii) con una concepción «idealista» se reconoce el conflicto (nuestro mundo se caracteriza por la escasez y limitación), pero esto opera en el mundo real y no en el ideal; y (iii) por último, con una visión «realista» se apreciará que la relación entre democracia y derechos humanos presenta dos realidades opuestas entre sí.

Por un lado, los derechos humanos son básicamente democráticos en la medida que aseguran el desarrollo de la democracia y de las personas gracias a la garantía de la libertad y la igualdad, que son las bases para que pueda funcionar un sistema democrático (pensemos en la libertad de opinión, sufragio, asociación, prensa, debido proceso, etc.). Pero también son antidemocráticos en la medida que desconfían del proceso democrático y buscan que en ciertos casos el individuo pueda acudir a los tribunales para defenderse de la decisión de ciertas mayorías (Alexy, 2005).

¿Cómo se resuelve la tensión entre la Constitución y la ley? ¿Recurriendo a criterios contra mayoritarios o siguiendo lo resuelto por las mayorías? ¿Se deben crear órganos ajenos a los tres poderes para superar el conflicto? ¿Se debe consultar al cuerpo electoral para que resuelva? Y junto con esto algo no menor: ¿cómo se logra una discusión activa y constructiva en estos temas y se evita que las decisiones sean tomadas por grupos reducidos a puertas cerradas? Estas interrogantes nunca tuvieron solución definitiva. En Europa se osciló de una suerte de primacía parlamentaria en el siglo XIX y principios del siglo XX, hasta llegar a los actuales tribunales constitucionales que pueden actuar como legisladores negativos derogando o anulando las leyes con efectos generales. En Estados Unidos y en Latinoamérica el criterio dominante fue contra mayoritario, aunque no faltaron cuestionamientos. Quizás en el antes denominado “constitucionalismo andino”, basado en visiones populistas o neopopulistas, pueda encontrarse una cierta prevalencia de las mayorías, pero estas visiones siempre estuvieron desacreditadas por su falta de apego a la democracia lo que se confirmó inequívocamente con el paso del tiempo.

En Uruguay la solución única ha sido la contra mayoritaria, incuestionablemente establecida en todas nuestras constituciones, con textos expresos a partir de 1934. En 2012, incursioné sobre el tema llegando a conclusiones coincidentes con la interpretación tradicional del Derecho Constitucional uruguayo (Risso Ferrand, 2012), pero en los últimos tiempos han aparecido otros criterios. Gamarra (2023) ha reflexionado en extenso sobre esto y ha propuesto soluciones concretas las que requerirían, claro está, reforma constitucional y luego Bardazano (2024) que ve posibilidades de dar mayor peso a las decisiones populares aun en el sistema constitucional en vigor.

Este nuevo análisis lo dividiré en tres partes. En primer término, haré referencia a ciertos problemas que quitan claridad al estudio del tema y lo complejizan innecesariamente. En segundo lugar, me centraré en el caso que mayores discusiones ha ocasionado en nuestro país referido a estas cuestiones, esto es, la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (15.848, de 22 de diciembre de 1986) que fue objeto de un recurso de referéndum y luego se intentó anular mediante una reforma constitucional. Los pronunciamientos populares fueron contrarios al referéndum y a la reforma constitucional, pese a lo cual desde 2009 la Suprema Corte ha declarado la inconstitucionalidad de las disposiciones centrales de esta ley y, en 2011, fue considerada nula por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). En esta segunda sección referiré, en definitiva, a la interrogante planteada en el título, pero enfocado en la Ley de Caducidad y sus consecuencias.

Por último, realizaré algunas reflexiones sobre la cuestión central, aunque remitiendo a mi trabajo de 2012 y sin poder realizar un análisis en extenso del tema.

 

Problemas iniciales

Se trata de un tema antiguo con dificultades terminológicas: ¿quién tiene la palabra final en la interpretación constitucional? ¿quién es el intérprete supremo de la Carta? ¿existe una supremacía judicial o una supremacía legislativa en interpretación constitucional? Y muchas otras. Siempre lo que hay es la tensión entre democracia y garantías constitucionales o entre democracia y control judicial.

Entre los múltiples problemas que tiene este tema solo señalaré, en forma preliminar, algunos:

1.    Es frecuente que, de situaciones, realidades y prácticas jurídicas particulares de un país determinado se pretenda extraer conclusiones generales. Esto es incuestionablemente un error. Por ejemplo, en Estados Unidos nos encontramos con que: a) por un lado, el judicial review no tiene texto expreso en la Constitución, aunque se admite desde mucho antes de Marbury vs. Madison, como ha demostrado García-Mansilla (García-Mansilla, 2023), y b) por otra parte, si se está a la literatura constitucional ampliamente dominante, la Corte Suprema de Justicia de dicho país ha hecho, en muchas ocasiones, un uso demasiado amplio de sus competencias llegándose a lo que se ha llamado, en sentido crítico, “gobierno de los jueces”. Pero en América Latina mayoritariamente aparecen disposiciones constitucionales expresas, en general precisas, que regulan la declaración judicial de inconstitucionalidad de las leyes (no es necesario abundar en que el texto constitucional expreso y claro ata al intérprete y quienes no estén de acuerdo deberán procurar que se apruebe una reforma constitucional). Asimismo, salvo en algún país y en algún período histórico concreto, los jueces han estado lejos de ejercer sus competencias en exceso y en algunos lugares, como es el caso de Uruguay, la crítica que podría hacerse a los jueces es exactamente la contraria, en el sentido de no haber declarado claras inconstitucionalidades de leyes dejando demasiado espacio a la decisión legislativa. Esto no puede perderse de vista. Es interesante ver, en especial en autores estadounidenses, que sus desarrollos parten de un abuso de la Corte y una reivindicación de la democracia (Kramer, 2011; Tushnet, 2020), pero esto no es válido en Uruguay ni en general en América del Sur.

2.    Vinculado con lo anterior aparece la cuestión de que el ordenamiento jurídico en general y el constitucional en particular es necesariamente interpretado por personas y estas juegan un rol crucial. La mejor Constitución con gobernantes ineptos y corruptos y con un cuerpo electoral que no se preocupe por el gobierno funcionará seguramente mal, mientras que la peor Carta, con gobernantes competentes y honestos y un pueblo que controle puede funcionar bien. O sea, en última instancia, más que el sistema, serán los seres humanos los que harán que funcionen las cosas adecuadamente.

3.    No debe olvidarse que nadie tiene el monopolio de la interpretación constitucional, sino que todos la interpretamos dentro de nuestras competencias y con los efectos que en cada caso corresponden. Podríamos decir que el cuerpo electoral cuando reforma la Constitución está interpretando la Carta anterior y ajustándola. La ley, en el caso de Uruguay, puede interpretar la Constitución (artículo 85 numeral 20) con el efecto de cualquier acto legislativo, esto es, general y abstracto, con fuerza de ley y con la posibilidad de que pueda ser declarada inconstitucional judicialmente para un caso concreto. El Poder Ejecutivo, así como cualquier autoridad administrativa, nacional, departamental y local, interpretan la Constitución para decidir y fundar sus decisiones, sean actos administrativos, hechos u omisiones y los efectos de estas interpretaciones tendrán el estatus jurídico que corresponda a la actividad del órgano; así, la interpretación de la Carta implícita en un Decreto tendrá la fuerza propia del acto administrativo. También el Poder Judicial interpreta la Constitución, por ejemplo, para determinar si procede un recurso de hábeas corpus o de amparo en un caso concreto, deberá un juez interpretar disposiciones constitucionales y, en el caso especial de la declaración judicial de inconstitucionalidad de una disposición legal, la competencia está concentrada en el Uruguay en la Suprema Corte de Justicia. En todos los casos la interpretación judicial tendrá el estatus de cualquier acto judicial: obligatoria para el caso concreto y susceptible de alcanzar la autoridad de cosa juzgada. La Carta uruguaya especialmente es clara en este punto: la declaración de inconstitucionalidad solo implica la desaplicación de la ley en el caso concreto, pero no la deroga, ni anula, ni afecta su existencia, ni su fuerza y vigor, ni su vigencia y eficacia. No existe el stare decisis en Uruguay ni las sentencias de inconstitucionalidad tienen efectos generales. Por último, cualquier sujeto puede interpretar la Constitución, un académico, un periodista, cualquier habitante, y su valor será meramente personal: dar una opinión, tomar decisiones personales con base en dichas interpretaciones, etc.

No creo que pueda hablarse de interpretación suprema de la Constitución en ningún caso, sino de pluralidad de interpretaciones con efectos distintos. La sentencia de la Corte que declara la inconstitucionalidad de una disposición legal para un caso concreto no afecta en forma alguna la competencia legislativa que podrá aprobar una disposición similar o con modificaciones, ni perjudica su aplicación fuera del caso concreto. Incluso la jurisprudencia puede cambiar y en los hechos a veces así ocurre.

4.    Por razones históricas Europa fue más reticente para admitir el contralor judicial sobre las leyes. Recién en el siglo XX con la aparición de los tribunales constitucionales se tomó una línea en este sentido, aunque fuera del sistema orgánico del Poder Judicial, e incluso en Francia solo se admitía la declaración de inconstitucionalidad de un proyecto de ley hasta que, en 2008, reforma constitucional mediante, se aceptó la posibilidad de declaración de inconstitucionalidad de una ley. No deja de ser interesante que la reticencia histórica termine con declaraciones de inconstitucionalidad de las leyes con efectos generales y a veces retroactivo. Europa nos brindó, además, la célebre polémica entre Schmitt (1983, p. 213 y ss.) y Kelsen (1999) en cuanto a quien debe ser el guardián de la Constitución. El otro sistema es el americano, con origen en Estados Unidos, pero salvo el stare decisis que existe en ese país, en general la sentencia se limita a resolver un caso concreto y dentro de él se agota. Algunos países de América han creado tribunales constitucionales próximos al modelo europeo.

5.    El principio de separación de poderes sin duda es clave: la función legislativa es ejercida exclusivamente por los órganos legislativos y sus cargos son electivos (existen algunas soluciones en que el Ejecutivo puede emitir actos similares, pero esta solución nunca estuvo presente en Uruguay). La función ejecutiva o administrativa corresponde al Poder Ejecutivo, salvo la que corresponde a órganos ajenos a dicho sistema orgánico y la que sea necesaria para que los otros poderes puedan ejercer sus competencias. La función jurisdiccional, por último, corresponde al Poder Judicial, salvo las excepciones constitucionales que requieren texto expreso. Esto es, la posibilidad de dictar sentencias para casos concretos susceptibles de alcanzar la autoridad de la cosa juzgada.

6.    Retomando los problemas terminológicos del principio ¿existe un poder que prime sobre los otros? O concretamente, en lo referido a la constitucionalidad de las leyes ¿a quién corresponde la decisión final? ¿al Poder Legislativo o al Judicial? En este punto ya mencioné a Alexy que nos guía en la línea del equilibrio: un sistema con un control jurisdiccional muy fuerte podrá ser muy garantista de los derechos humanos, pero será poco democrático; y si estas cuestiones son resueltas por los legisladores tendremos un sistema muy democrático, pero poco garantista, sin límites y controles para las autoridades políticas. La solución, como suele ocurrir en Derecho Constitucional, es una cuestión de equilibrio y, como ya adelanté, si las autoridades de todos los poderes cumplen cabalmente sus funciones, sin excesos, el sistema podrá funcionar bien, pero siempre serán los funcionarios de quienes dependerá esto.

Lambert (2010), sobre estas cuestiones, decía que ese equilibrio podía funcionar por muy poco tiempo y siempre uno de los tres poderes tendía a predominar. Refiriendo a Estados Unidos hablaba de un predominio del Congreso en los primeros tiempos, y luego del Poder Judicial (posiblemente en la actualidad podríamos estar, al menos en forma parcial, ante el predominio del tercer poder; aunque esto depende de las mayorías que se obtengan en las elecciones). Ante este problema el autor francés optaba directamente por la primacía del parlamento señalando que este era el camino europeo. La obra central de Lambert en que planteó sus interesantes puntos de vista sobre el tema, El gobierno de los jueces y la lucha contra la legislación social en los Estados Unidos, es del año 2010 (sus primeros comentarios y la obra completa), esto es, anterior a los primeros Tribunales Constitucionales en Europa (Alemania, 1919 y Austria, 1920) y la tendencia que se fue desarrollando desde entonces.

En el caso de Uruguay no creo que pueda hablarse de supremacía judicial ni política en materia de interpretación de la constitucionalidad de las leyes, e incluso cabe recordar el caso de la ley 18.876, de 29 de diciembre de 2011, que creó un impuesto sobre la concentración de inmuebles rurales, fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia por sentencia 17/2013, de 15 de febrero de 2013, pero el pronunciamiento marcó el camino para legislar en esa materia sin incurrir en inconstitucionalidad. La sugerencia de la Corte fue seguida por el Poder Legislativo que aprobó una nueva ley que no mereció objeciones constitucionales. Claro ejemplo de diálogo entre poderes, aunque cabe reconocer que no ha sido frecuente.

La sentencia que declara la inconstitucionalidad en Uruguay, insisto, no afecta la fuerza y vigor de la disposición legal, ni su vigencia y eficacia. Solo significa su inaplicabilidad en el caso concreto. No hay stare decisis ni la sentencia tiene efectos generales. Ni impide, a su vez, que el Poder Legislativo vuelva a analizar el tema, mantenga su criterio y expida una nueva ley más o menos similar, lo que llevará a un nuevo análisis de la Suprema Corte.

 

La ley 15.848

 

Esta ley, que “reconoce” la “Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado”, quiso referir a que esto fue acordado entre algunos partidos políticos y la dictadura como condición para el retorno al régimen constitucional, aunque en puridad viene a ser una suerte de ley de amnistía para delitos cometidos durante el gobierno militar. En los casi cuarenta años transcurridos desde su promulgación esta ley ha sido posiblemente la más compleja de nuestra historia. En 1988, la Suprema Corte, por mayoría (tres votos contra dos) descartó que fuera inconstitucional, pero la jurisprudencia cambió a partir de 2009 (SCJ, sentencia 365/2009), y luego en otros pronunciamientos (SCJ, sentencia de 29 de octubre de 2010). A su vez, esta ley fue objeto de un recurso de referéndum que fue rechazado por el cuerpo electoral (1989) y luego se la pretendió anular mediante una reforma constitucional lo que también fue rechazado por la ciudadanía, pero la Corte se mantuvo en su declaración de constitucionalidad (SCJ, sentencia de29 de octubre de 2010). Y, todavía, en 2011, en el caso Gelman vs. Uruguay, la Corte IDH la consideró contraria a la Convención.

Haré en esta sección alguna precisión inicial para referir luego al régimen general en materia de inconstitucionalidad de las leyes y, a continuación, mencionaré algunas de las nuevas opiniones que han aparecido en nuestro país. Luego me detendré en las consecuencias de los dos pronunciamientos populares sobre las sentencias de la Suprema Corte y de la Corte IDH y, especialmente, si es posible hablar en Uruguay de vaciamiento de la parte orgánica de la Constitución, de avasallamiento del cuerpo electoral por los jueces, de excesos competenciales de los jueces, etc.

A)   ¿Una ley incuestionablemente democrática?

Se señala, y es correcto, que, a diferencia de otras amnistías en el continente, la uruguaya fue aprobada por un Poder Legislativo integrado democráticamente y conforme a la Constitución y lo mismo vale para el Ejecutivo de la época. Esto diferencia esta ley de las “autoamnistías” que se pretendieron realizar por algunos regímenes militares en América.

Pero esto es solo parte de la historia. El retorno a la democracia no se logró de un día para el otro, sino que fue un proceso. Antes de que se cumplieran los dos años de democracia, a finales de 1986, el Ministro de Defensa Nacional (excomandante en jefe del ejército) informó al Presidente de la República que había ordenado que todas las citaciones expedidas por jueces respecto a militares por delitos cometidos durante la dictadura les fueran entregadas y él las guardó en una caja de seguridad. La democracia uruguaya no llevaba dos años de ser recuperada y demostraba una fragilidad muy clara. Dos posiciones políticas, ambas legítimas, se plantearon: unos decidieron seguir adelante y que ante las incomparecencias los jueces expidieran órdenes de arresto y nadie podría prever qué ocurriría luego, mientras que otros optaron por mantener la recién recuperada democracia y continuar en el proceso de consolidación de ella.

O sea, la ley de caducidad de democrática tuvo poco. Los legisladores no votaron libremente, sino con una presión irresistible y lo mismo cabe decir del Ejecutivo de la época. Incluso debe repararse en que los partidos que optaron por votar la ley en 1986 hoy, con la democracia totalmente consolidada, no reclaman que se cumpla con la amnistía; optaron por consolidar la democracia y eso ya está hecho.

B)   El régimen en materia de declaración de inconstitucionalidad de las leyes

Por las características del trabajo no me detendré en la evolución histórica del sistema uruguayo y solo diré que, con leves modificaciones el régimen rige desde hace más de noventa años. El actual artículo 256 establece:

Las leyes podrán ser declaradas inconstitucionales por razón de forma o de contenido, de acuerdo con lo que se establece en los artículos siguientes.

La disposición no admite dudas de ningún tipo. El sujeto de la oración es “las leyes”; esto significa todas las leyes y no hay ninguna exclusión ni en el texto transcripto ni en ninguna otra disposición constitucional. El verbo “poder” que usa la oración no refiere a que la Corte, que ni siquiera es mencionada en el artículo 256, tenga discrecionalidad para declarar o no la inconstitucionalidad, sino que significa que todas las leyes sin excepción pueden ser declaradas inconstitucionales por razones de forma o contenido; no hay leyes excluidas de este contralor. Jiménez de Aréchaga rechazaba la discrecionalidad de la Corte señalando que cuando la Constitución confiere a un órgano un poder de contralor, este no es potestativo para el órgano: “la Suprema Corte dejaría de cumplir sus deberes constitucionales toda vez que, habiendo sido llamada a entender en la inconstitucionalidad de una ley, estimando que la ley es inconstitucional, no lo declara así” (Jiménez de Aréchaga, 1992, p. 466.).

La siguiente oración (artículo 257) asigna competencia exclusiva y originaria a la Suprema Corte para esta declaración y no hay en la Carta nada que faculte a la Corte a no cumplir con su función en un caso determinado. Es tan clara la interpretación que nadie la ha cuestionado y nuestra doctrina siempre la ha tomado, muchas veces en forma implícita, como algo evidente (por ejemplo: Cassinelli, 1999; Jiménez de Arechaga, 1996, p. 456 a 526; Korzeniak, 2001; Risso, 2021) y nunca la Suprema Corte de Justicia ha tenido dudas al respecto, por lo que poco puede sorprender la sentencia 365/2009, posterior al referéndum que, pese a esto, declaró la inconstitucionalidad o que, además, en sentencias posteriores al rechazo del plebiscito de reforma constitucional, haya hecho lo mismo.

¿Hay algún argumento que permita limitar la competencia de la Corte o que la obligue a seguir un pronunciamiento popular negativo? La respuesta es no. Nada hay en la Carta que permita sostener lo anterior o que el pronunciamiento popular negativo pueda sanear vicios de inconstitucionalidad. Encontramos sí el inciso 2 del artículo 82 que dispone:

Su soberanía será ejercida directamente por el Cuerpo Electoral en los casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente por los Poderes representativos que establece esta Constitución; todo conforme a las reglas expresadas en la misma.

Esta disposición al hablar de ejercicio directo e indirecto de la soberanía coloca al cuerpo electoral en una posición en cierta forma superior a los poderes representativos (está refiriendo al Poder Legislativo y al Ejecutivo; no al Judicial), lo que es lógico: la voluntad de los electores prima por sobre la de los elegidos. Pero adviértase el punto y coma y lo que viene luego: todo conforme a las reglas expresadas en la misma. El cuerpo electoral no puede hacer cualquier cosa, sino que está sometido a la Constitución y, entre las reglas a que refiere la parte final de ese inciso, están comprendidos los artículos 256 y siguientes de la Constitución. La voluntad de los electores no afecta la competencia de la Suprema Corte en materia de inconstitucionalidad. Es más, el pronunciamiento del cuerpo electoral es un acto incuestionablemente político y no jurisdiccional. Este pronunciamiento no sanea vicios de constitucionalidad ni limita las competencias constitucionales de la Corte.

Pero veamos todavía el alcance del pronunciamiento del cuerpo electoral. Si se trata de elecciones se elige a los titulares de los cargos que estén en disputa en dicha instancia. Si se trata de un recurso de referéndum que prospera el efecto jurídico inequívoco es que el acto recurrido queda sin efecto (no ingresaré en si el pronunciamiento tiene efectos retroactivos o no); es un típico referéndum revocatorio. Si el plebiscito de reforma constitucional prospera el efecto jurídico será la aprobación de una modificación a la Constitución o incluso la aprobación de una nueva; es, técnicamente un referéndum constitutivo. En estas hipótesis los efectos jurídicos son muy claros, pero si se rechaza el referéndum o el plebiscito ¿cuál es el efecto del rechazo? No creo que pueda concluirse que el cuerpo electoral estaba de acuerdo con la ley, sino que se pronunció bajo la misma presión que los legisladores y optó por la consolidación del sistema democrático. En fin, no podemos saber cuál es el fundamento del rechazo del instituto de gobierno directo, posiblemente sean tantos como ciudadanos emitieron el sufragio; algunos podrán haber estado de acuerdo con la amnistía, otros la aceptaron por la presión fuertísima que había sobre la democracia (pero sin esta presión podrían haber votado otra cosa), etc.

Los únicos efectos jurídicos de un recurso de referéndum o de un plebiscito son cuando prosperan. Cuando se rechazan no puede saberse por qué se rechazó y la Constitución no establece efecto alguno para el pronunciamiento negativo y mucho menos que pueda limitar la competencia de la Suprema Corte establecida a texto expreso. Que el rechazo del plebiscito o del referéndum no tenga efectos jurídicos concretos no significa que no tenga consecuencias políticas que sí las tendrá: el pronunciamiento popular negativo deberá ser tomado con seriedad por los poderes representativos y pensar muy bien si van a actuar en contra.

Puede no estarse de acuerdo con la solución constitucional, pero hay que estarse a ella. Por supuesto que podría modificarse la Constitución y establecerse otra cosa, pero primero habría que reformar la Carta.

C)   Criterios interpretativos

Criticando las sentencias de la Suprema Corte que han declarado la inconstitucionalidad de las disposiciones centrales de la Ley de Caducidad luego del rechazo del recurso de referéndum y del plebiscito de reforma constitucional, Bardazano ha sostenido que hubo en Uruguay un movimiento hacia un menor peso de la ley y de la democracia directa frente a las decisiones judiciales (se habla de pasar de un constitucionalismo débil a uno fuerte, en perjuicio de la democracia y de un cambio de clima interpretativo; habla de una preferencia por las cláusulas abiertas en detrimento de las precisas); los jueces habrían tomado el lugar de la ciudadanía; habría un énfasis en la parte dogmática de la Constitución en desmedro de la orgánica (habla incluso de vaciamiento de la parte orgánica) (Bardazano, 2024, p. 36 y ss. 51 y 129.). Critica también el uso de fuentes jurídicas a su juicio difíciles de conectar con la Constitución y asigna un papel central a las disposiciones de interpretación del título preliminar del Código Civil en materia constitucional distinto al que le ha dado la doctrina constitucionalista. No se destaca en cambio que la violación del principio de separación de poderes de la Ley de Caducidad, por sí solo, alcanza para concluir en la inconstitucionalidad de la ley (no es necesario recurrir a la parte dogmática) y que no parece sostenible que un pronunciamiento del cuerpo electoral prime sobre el DIDH y habilite a que el Estado incumpla obligaciones internacionales (Bardazano, 2024, p. 355 y ss.). No se podrá analizar en este trabajo todas estas cuestiones, por lo que solo referiré a las necesarias para cumplir con el objetivo trazado. Tampoco se incursionará en los fundamentos de fondo de la jurisprudencia de la Suprema Corte ni de la Corte IDH, sino solo en la cuestión de si estos órganos están invadiendo la competencia del cuerpo electoral, vaciándola de contenido, desconociendo reglas precisas y otras cuestiones relacionadas.

Sobre los cambios interpretativos cabe señalar que siempre existen y son inevitables, aunque no comparto mucho de los cambios que se afirman. En primer lugar, la aplicación directa de las normas internacionales en el ámbito interno es a esta altura un tema resuelto. La Suprema Corte (Risso Ferrand, 2024), los siete Tribunales de Apelaciones en lo Civil (Risso Ferrand, Martín et al., 2024), Tribunales de Apelaciones de Familia, varios Tribunales de Apelaciones en lo Penal, en general toda la jurisprudencia laboral, no vacilan en la aplicación directa de normas internacionales. Esto sí es un cambio que ya tiene décadas y no parece que pueda ser cuestionado a esta altura. Es cierto que los artículos 1 y 2 de la CADH pueden dar la impresión equivocada de que solo se establecen obligaciones en cabeza de los Estados, pero desde el artículo 3 en adelante es evidente que surgen derechos y obligaciones directamente aplicables en el ámbito interno.

El llamado a veces “bloque de los derechos humanos” es simplemente una forma de referir en forma conjunta a los derechos humanos de fuente constitucional, a los de fuente internacional y a los aún no desarrollados; no veo de qué forma puede objetarse el uso de esta expresión (Risso Ferrand, 2022, p. 54 a 58.). Nuestra jurisprudencia es clara, en materia de derechos humanos, en cuanto a cómo se superan las divergencias en los textos que componen el bloque y recurren al principio pro persona y a veces aclaran que existe un derivado de dicho principio al que algunos autores denominan directriz de preferencia de disposiciones conforme el cual siempre se aplica la disposición que reconoce mayor alcance al derecho, la que lo protege mejor, la que le da mayor efectividad. No puedo detenerme en este punto (me remito a Risso, 2022, p. 59 a 62) y solo diré al respecto que la regulación constitucional de los derechos humanos (al igual que la internacional) aparece como a) un listado de derechos mínimos (se pueden agregar derechos conforme al artículo 72, pero no suprimir los establecidos a texto expreso), y b) la Constitución (al igual que el DIDH) suele establecer alcances y estándares de protección mínimos para los derechos. Se pueden mejorar los estándares, pero no disminuir los mínimos. Esto explica tanto para la Carta como para la Convención la directriz interpretativa mencionada: no se pueden suprimir derechos ni disminuir los estándares mínimos de protección establecidos en la Constitución y en el DIDH, pero nada obsta a agregar derechos y mejorar la protección o alcance. La directriz de preferencia de disposiciones surge claramente de la Constitución y del DIDH.

Podría invocarse como novedad el control de convencionalidad y la llamada “cosa interpretada” (Risso, 2021, pp. 313-360), pero en realidad en lo que refiere a la Ley de Caducidad y a la mal llamada Ley Interpretativa (se discutió como tal, pero se expidió como ley innovativa) esto no tendría trascendencia pues la sentencia Gelman de la Corte IDH es cosa juzgada para Uruguay y de evidente cumplimiento obligatorio.

Fuera de lo anterior, que ya tiene muchos años de aceptación y suficientes consensos, no veo cambios en la interpretación constitucional de los derechos humanos o en el clima interpretativo que puede incidir en la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Caducidad realizada por la Suprema Corte de Justicia (por primera vez en el 2009) ni en la nulidad dispuesta por la Corte IDH (2011).

No se advierte ningún vaciamiento de la parte orgánica en beneficio de la parte dogmática. Ya hice referencia al inciso 2 del artículo 82 de la Constitución que establece que el cuerpo electoral ejerce la soberanía en forma directa en los casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente por los Poderes representativos que establece esta Constitución; todo conforme a las reglas expresadas en la misma. El referéndum (esta disposición no menciona al plebiscito) fue ejercido correctamente y rechazado por la ciudadanía y, si bien es cierto que al hablar de ejercicio directo de la soberanía da una pauta por sobre los poderes representativos, luego agrega “conforme a las reglas expresadas en la misma”. Y entre estas reglas, y en la parte orgánica, aparece el ya mencionado artículo 256 que dispone que las leyes (no hay excepciones) pueden ser declaradas inconstitucionales y está competencia, conforme al artículo 257, es “exclusiva y originaria” de la Suprema Corte. El rechazo de un referéndum o de un plebiscito no implica que los vicios de inconstitucionalidad se saneen; no hay texto que establezca la exclusión del control de constitucionalidad de las leyes sometidas a referéndum y sí texto atributivo de la competencia exclusiva y originaria de la Corte. En otras palabras, los artículos 256 y 257 son reglas muy precisas (tanto el cuerpo electoral como los poderes representativos están sometidos a estas disposiciones), que aparecen en la parte orgánica de la Constitución, y no hay en la Carta ninguna excepción que justifique el incumplimiento de ellas. La Corte ha actuado conforme a la Constitución al dictar las sentencias de inconstitucionalidad en estudio pese al referéndum y al plebiscito; la Corte expide un acto jurisdiccional y el cuerpo electoral un acto esencialmente político. Es más, sostener que el rechazo del referéndum y del plebiscito limitan la competencia de la Corte establecida a texto expreso sería, en esto sí, un cambio de criterio interpretativo absolutamente novedoso y hasta debería hablarse de mutación más que de interpretación, lo que no comparto.

Asimismo, insisto, es claro que el cuerpo electoral, como los poderes representativos y cualquier autoridad, está sometido a la Constitución, de donde extrae sus competencias, y ninguna disposición constitucional permite crear una categoría de leyes que no sea susceptible del control de constitucionalidad de los artículos 256 y 257, ni que el rechazo de institutos de gobierno directo sanee vicios de constitucionalidad que pueda presentar la ley objeto de consulta popular.

Para sostener que la Corte debe considerar el rechazo del referéndum y del plebiscito, y que esto prevalece sobre la competencia constitucional expresa de la Suprema Corte (artículos 256 y ss.) se debe modificar previamente la Constitución. Y adviértase que no uso para definir la cuestión competencial ninguna disposición de la parte dogmática y reitero que para concluir en la inconstitucionalidad de la ley de caducidad hay múltiples argumentos, pero la evidente violación del principio de separación de poderes es por sí solo suficiente para concluir en la referida inconstitucionalidad y esto surge de la parte orgánica.

La afirmación de que existe un vaciamiento de la parte orgánica de la Constitución en beneficio de la dogmática presenta a mi juicio dificultades ya que es, justamente, la parte orgánica, con disposiciones muy precisas, la que demuestra que la Suprema Corte ejerció sus competencias conforme a derecho. Tampoco puede aceptarse que los jueces tomen el lugar de la ciudadanía ya que es muy claro que esto no está pasando. Utilizando el lenguaje de la Constitución uruguaya cabe hablar de Cuerpo Electoral, más que de ciudadanía o pueblo y es muy claro que este órgano, que ejerce “directamente” la soberanía, está sometido a la Constitución y no puede actuar fuera de los casos en que la Carta le da competencia y siempre cumpliendo con las formalidades que la Constitución establece; así lo hizo interponiendo un recurso de referéndum y luego un proyecto de reforma constitucional contra la Ley de Caducidad y, en ambos casos los pronunciamientos fueron negativos. Esta negativa implica que la ley continuó con su fuerza y vigor que tenía antes del pronunciamiento popular y con los vicios de constitucionalidad que podría contener y que no fueron saneados por el rechazo de los institutos de gobierno directo.

Adviértase que la posición contraria, que no comparto, conduce, aunque no se diga, a que el cuerpo electoral sanea inconstitucionalidades o crea una categoría especial de leyes excluidas de la competencia expresa de la Corte. Incluso, reparándose en que el artículo 82 refiere a los poderes representativos como quienes ejercen indirectamente la soberanía, se debería concluir, en la línea argumental de Bardazano, que estos ya no pueden modificar una solución supuestamente respaldada por el cuerpo electoral al rechazar referéndums o plebiscitos. En octubre de 2024 se plebiscitó en forma negativa un proyecto de reforma constitucional que, entre otras cosas, establecía la edad mínima de jubilación en los 60 años (se buscaba eliminar la edad de 65 años como mínimo establecido en la ley) y prohibía y eliminaba las administradoras de fondos previsionales basadas en el ahorro individual: la negativa del plebiscito ¿congeló ambas soluciones? ¿no puede la ley modificar la edad de retiro y fijarla en menos de 65? El único efecto jurídico del rechazo del plebiscito de 2024 fue el rechazo de la iniciativa, pero no hay disposición alguna que permita dar al rechazo efectos implícitos consolidando ciertas situaciones; ni siquiera podemos saber por qué razón cada ciudadano votó en contra del plebiscito.

No creo en definitiva que pueda sostenerse que los jueces toman el lugar de la ciudadanía en estos temas o que se ha vaciado la competencia del cuerpo electoral o se ha invadido o sometido a este; esto podrá ser válido en otros países, pero estas afirmaciones de ninguna forma pueden trasladarse a Uruguay en virtud, primero, de las normas constitucionales expresas que atribuyen competencia a la Corte y, segundo, por la prudencia demostrada históricamente por los jueces uruguayos. Pueden no convencer los fundamentos de la Suprema Corte para declarar la inconstitucionalidad, aunque algunos son incuestionables, o de la Corte IDH para declarar la nulidad de la Ley de Caducidad. Pero esto no habilita a sostener que hay un vaciamiento de la parte orgánica, ni un sometimiento de la ciudadanía o de las mayorías a los jueces.

En cuanto a la forma de interpretación de la Constitución mucho se ha escrito y muchas veces se ha pronunciado la jurisprudencia. Es evidente que las constituciones no suelen contener reglas de interpretación (en algunos casos los preámbulos son útiles en esta tarea), de cómo debe ser interpretada, lo que sería útil, es cierto, aunque siempre está el problema de que las normas sobre interpretación también deben ser interpretadas. Las pautas interpretativas deben buscarse en el texto a interpretar. Asimismo, es claro que normas inferiores no pueden fijar reglas de interpretación a las superiores (imaginemos un Decreto que establezca los criterios para interpretar una ley). Jiménez de Aréchaga era claro en cuanto a que las reglas de interpretación contenidas en el Título Preliminar del Código Civil o en general en normas inferiores no pueden ser obligatorias para la interpretación de la Constitución, aunque podrán ser usadas, pero sin perder de vista que su valor no surge del Código Civil, sino de su propio contenido lógico o de su valor científico y señalaba casos en que no eran trasladables criterios del Título Preliminar (también Cassinelli, 1957; Jiménez de Aréchaga, 1992, p. 143 y ss.; más reciente Risso, 2015, p. 62 y ss.).

D)   La sentencia Gelman de la Corte IDH

Aunque no sea necesario insistir en esto, la sentencia de la Corte IDH es obligatoria para Uruguay como expresa el artículo 68 de la CADH y, conforme la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, se deben interpretar las disposiciones internacionales de buena fe y no se podrá invocar disposiciones de su derecho interno para justificar incumplimientos (artículo 27). No se puede eludir el cumplimiento invocando leyes internas, ni disposiciones constitucionales internas ni respaldos implícitos y no claros del cuerpo electoral.

Dijo la Corte en el caso Gelman:

238. El hecho de que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional. La participación de la ciudadanía con respecto a dicha Ley, utilizando procedimientos de ejercicio directo de la democracia –recurso de referéndum (párrafo 2º del artículo 79 de la Constitución del Uruguay)- en 1989 y –plebiscito (literal A del artículo 331 de la Constitución del Uruguay) sobre un proyecto de reforma constitucional por el que se habrían declarado nulos los artículos 1 a 4 de la Ley- el 25 de octubre del año 2009, se debe considerar, entonces, como hecho atribuible al Estado y generador, por tanto, de la responsabilidad internacional de aquél.

239. La sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, lo cual ha sido así considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana. La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana, de modo que la existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad” (supra párr. 193), que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial. En este sentido, la Suprema Corte de Justicia ha ejercido, en el Caso Nibia Sabalsagaray Curutchet, un adecuado control de convencionalidad respecto de la Ley de Caducidad, al establecer, inter alia, que “el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales (los primeros, entre todos, son el derecho a la vida y a la libertad personal, y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni bien común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de los poderes públicos a la ley”. Otros tribunales nacionales se han referido también a los límites de la democracia en relación con la protección de derechos fundamentales.

240. Adicionalmente, al aplicar la Ley de Caducidad (que por sus efectos constituye una ley de amnistía) impidiendo la investigación de los hechos y la identificación, juzgamiento y eventual sanción de los posibles responsables de violaciones continuadas y permanentes como las desapariciones forzadas, se incumple la obligación de adecuar el derecho interno del Estado, consagrada en el artículo 2 de la Convención Americana.

La Corte IDH amplió su fundamentación en la Opinión Consultiva OC-28/21, de 7 de junio de 2021, solicitada por la República de Colombia, y reiteró que la democracia, los derechos y libertades inherentes a la persona y sus garantías, y el Estado de Derecho es una tríada interrelacionada. La sola existencia de una sociedad democrática en el sentido de respeto total de la voluntad de las mayorías no garantiza el respeto de los derechos humanos, citando la Carta Democrática Interamericana. En cuanto a los límites a las mayorías no debe extrañar pues las Constituciones siempre establecieron algunos y lo mismo han hecho las normas internacionales. La Corte toma la noción de interdependencia (equilibrio usé antes) entre el principio democrático que se traduce entre otras cosas en gobernantes elegidos por las mayorías, pero esto debe relacionarse con el Estado de Derecho y con la protección de los derechos frente a las mayorías. Pero el carácter electivo (me permito agregar ni la participación directa del cuerpo electoral) no garantiza la protección plena de los derechos de las minorías, lo que se completa con el Estado de Derecho y los derechos humanos.

Entiendo, por mi parte, que una visión que solo considere a un sistema democrático como aquel en que se respete la voluntad de las mayorías, presenta una visión parcial de la democracia ya que este concepto implica, a su vez, el respeto del Estado de Derecho y también de los derechos humanos. Se afecta la democracia cuando no se respetan las mayorías y cuando se permite que estas violen derechos humanos; de ahí la señalada necesidad de equilibrio, pero no de primacía de las mayorías.

Recuerda la Corte el preámbulo de la CADH en cuanto al propósito de consolidar, dentro de las instituciones democráticas, un régimen de libertad personal y justicia social. La Carta de la OEA, luego de la modificación de 1985, dispone que la democracia representativa es condición esencial para el desarrollo, la paz y la seguridad en el continente y todo Estado tiene derecho a elegir su sistema político, económico, social y a organizarse en la forma que mejor le convenga (artículo 3). Una de las formas mediante la cual el sistema interamericano promueve la democracia y el pluralismo es mediante la protección de los derechos.

En el caso Capriles vs. Venezuela, de 10 de octubre de 2024, la Corte ha dicho:

Asimismo, la Corte ha señalado que en una democracia representativa es necesario que el ejercicio del poder se encuentre sometido a reglas fijadas de antemano y conocidas previamente por todos los ciudadanos, con el fin de evitar la arbitrariedad. Este es precisamente el sentido del concepto Estado de Derecho. En esa medida, el proceso democrático requiere de ciertas reglas que limiten el poder de las mayorías expresado en las urnas para proteger a las minorías, e implica que las personas que ejercen el poder respeten las normas que hacen posible el juego democrático. […].

También ha señalado la Corte que:

[l]a separación e independencia de los poderes públicos limita el alcance del poder que ejerce cada órgano estatal y, de esta manera, previene su indebida injerencia sobre la actividad de los asociados, garantizando el goce efectivo de una mayor libertad. La separación e independencia de los poderes públicos supone la existencia de un sistema de controles y fiscalizaciones, como regulador constante del equilibrio entre estos. Este modelo denominado “de frenos y contrapesos” no presupone que la armonía entre los órganos que cumplen las funciones clásicas del poder público sea una consecuencia espontánea de una adecuada delimitación funcional y de la ausencia de interferencias en el ejercicio de sus competencias. Por el contrario, el balance de poderes es un resultado que se realiza y reafirma continuamente mediante el control político de unos órganos en las tareas correspondientes a otros, y a través de las relaciones de colaboración entre las distintas ramas del poder público en el ejercicio de sus competencias. A su vez, estos criterios están estrechamente relacionados con las obligaciones previstas en la Convención. En efecto, la separación de poderes, el pluralismo político y la realización de elecciones periódicas son también garantías para el efectivo respeto de los derechos y las libertades fundamentales.

La Corte claramente se orienta en la interdependencia de la democracia, Estado de Derecho y protección de los derechos humanos y, en la necesidad de reglas claras, fijadas de antemano, para evitar la arbitrariedad. Asimismo, toma el principio de separación de poderes y refiere a un sistema de controles y fiscalizaciones; esto es el modelo de “frenos y contrapesos”.

Esto ha llevado a que la Corte IDH considere contrarias a la CADH, incluso, disposiciones constitucionales (Bachof, 2010). El primer caso fue Olmedo Bustos y otros (La última tentación de Cristo) vs. Chile, de 5 de febrero de 2001, relativo a la habilitación de un caso de censura previa; luego, Boyce y Otros vs. Barbados, de 20 de noviembre de 2007, relativo a la pena de muerte; en Tzompaxtle Tecpile y otros vs. México, de 7 de noviembre de 2022 y García Rodríguez y otros vs. México, de 25 de enero de 2023, sobre prisión preventiva oficiosa y arraigo, entre otros. En otras palabras, el control de convencionalidad es aplicable, incluso, respecto a normas constitucionales.

E)   Síntesis

En definitiva, tanto la Constitución uruguaya como el sistema interamericano, se enmarcan en la separación de poderes, el pluralismo político y la realización de elecciones periódicas que son también garantías para el efectivo respeto de los derechos y las libertades fundamentales. Nada hay que pueda llevar a la conclusión de que ciertos pronunciamientos mayoritarios negativos impliquen que se saneen inconstitucionalidades o inconvencionalidades y que estas cuestiones, lesivas de los derechos humanos, queden fuera de las competencias de los jueces internos o internacionales. Por supuesto que siempre está la alternativa, que entiendo señala Gamarra, como camino: la reforma constitucional. Y siempre, si no se está de acuerdo con las normas y estructuras del sistema interamericano de derechos humanos, podrá utilizarse el camino de la denuncia de la Convención, utilizado, a veces con éxito y a veces sin él, por algunas dictaduras latinoamericanas. Pero si esto no se hace solo cabe la interpretación de buena fe de la Constitución y del DIDH y no se pueden desnaturalizar disposiciones jurídicas claras. Respecto a las normas internacionales no puede olvidarse el artículo 27 de la Convención de Viena sobre derecho de los tratados ya mencionado.

Y no se olviden los criterios generales. Cualquier tribunal ante el que es planteado un caso debe resolverlo y, a estos efectos, una vez esclarecidos los hechos, el propio tribunal determinará cuál es el ordenamiento jurídico aplicable al caso, lo interpretará y, si hubiere contradicciones, las resolverá (principios de temporalidad, jerarquía, competencia y, si se trata de derechos humanos, el principio pro persona o la directriz de preferencia de disposiciones) y, dictará, por último, la sentencia. Esto, que es la esencia de la labor judicial, solo cede frente a excepciones a texto expreso, como ocurre en materia de inconstitucionalidad de las leyes con los artículos 256 y 257 de la Constitución uruguaya que concentran la competencia para esta declaración en la Suprema Corte de Justicia, pero a falta de excepción regirán los principios generales. Esto es sin duda trasladable a la Corte IDH,

 

¿Solución jurisdiccional o mayoritaria?

Sin perjuicio de antecedentes remotos, como la decisión del juez Edward Coke en el famoso Bonham case (Fernández Segado, 1992, p. 1037.; Sullivan & Gunther, 2004, p. 15 y ss.), la pregunta formulada adquiere mayor trascendencia a partir del siglo XVIII con los aportes de Hamilton y Madison (Hamilton et al., 1999, en especial el capítulo LXXVIII), las discusiones en las convenciones estaduales de ratificación constitucional de Estados Unidos y antecedentes jurisprudenciales en dicho país (García-Mansilla, Manuel José, 2023) y por supuesto el caso Marbury v Madison (Eisgruber, 2003). Siempre fue un tema polémico y el debate está asociado a razones históricas, culturales y a las realidades judiciales y políticas. Y por supuesto que hay diferencias. Si bien el sistema del judicial review, sin perjuicio de sus críticos, se ha mantenido en la realidad de los Estados Unidos como la visión dominante, resulta muy interesante la evolución europea que, partiendo de una clara desconfianza en los jueces y confianza en el parlamento, fue evolucionando hasta llegar a los actuales tribunales constitucionales que, fuera del Poder Judicial, actúan como legisladores negativos, con sentencias con efectos generales y a veces retroactivos.

Las virtudes del contralor contra mayoritario y del principio de separación de poderes están muy tratadas, pero no puede dejarse de reconocer que el hecho de que la decisión final sobre una cuestión constitucional trascendente la adopte un órgano jurisdiccional, en general con pocos integrantes, rechina, al menos en apariencia, con una noción democrática elemental.

Dos comentarios iniciales son necesarios. El primero, refiere a la historia, cultura, experiencias, problemas, etc. de cada sociedad. El sistema de Estados Unidos no es fácil de comprender fuera de dicho país, de su historia y tradiciones.  Hace más de un siglo de Tocqueville (De Tocqueville, Alexys & Traductor Carlos Cerrillo Escobar, 1911, pp. 65 y 120 y ss.) señalaba la importancia inmensa de los jueces en América y que pueden hacer algo impensable en la Europa de aquellos tiempos: desaplicar una ley (Oddone, 1995, p. 25, destaca un cierto orgullo por el poder de los jueces). Lo mismo ocurre en otros países que actúan conforme a procesos políticos y jurídicos propios. Es muy difícil en este tema extraer conclusiones generales partiendo de experiencias particulares que pueden ser muy distintas entre sí.

El segundo comentario inicial es que no es el intérprete quien responde la interrogante, sino que será la Constitución o en su caso el DIDH. Podrá compartirse o no la solución del Derecho positivo, pero al final del día a eso deberá estarse, sin perjuicio de las críticas e intentos de reforma que puedan realizarse. No son válidos los intentos de desnaturalización del orden jurídico como recurso del intérprete de aproximar el ordenamiento jurídico nacional ni el internacional a lo que él desearía que dijera. Kramer, que entiende haber demostrado que en Estados Unidos “la Corte Suprema ha usurpado el poder”, señala que la Constitución da herramientas para luchar contra esto, si es que se desea hacerlo, y menciona: se pueden someter a los jueces a juicio político, se puede recortar el presupuesto de la Corte, se pueden ignorar sus órdenes, se le puede recortar su jurisdicción o bien reducir el número de sus integrantes, asignarle responsabilidades más gravosas, cambiar los procedimientos. Y agrega este autor que los mecanismos están disponibles y cuando fueron usados por líderes prestigiosos fueron exitosos (Kramer, Larry D., 2011, p. 303 y ss.). El propio Kramer señala que la sola mención de estas herramientas causa escalofríos en muchos, para algunos sería como liberar a un animal salvaje. En América del Sur hemos visto el uso de estos mecanismos y siempre han respondido a fines espurios y han perjudicado seriamente la independencia del Poder Judicial. Entiendo que estos mecanismos no son aceptables y, frente al ordenamiento jurídico, si no convence solo cabe su reforma por los procedimientos correspondientes. Se debe actuar e interpretar el derecho positivo de buena fe. También así se respeta la voluntad popular expresada en el plebiscito de ratificación constitucional de 1966.

En el caso de Uruguay es muy claro que desde 1830 tenemos un sistema creado sobre tres poderes de gobierno, en el marco de la teoría clásica, y el Poder Judicial actúa en muchos casos en el ejercicio de un control contra mayoritario. Desde 1934 hay normas expresas y claras que lo confirman. Esto solo puede modificarse con una reforma constitucional. Asimismo, la experiencia histórica y la cultura jurídica y política nacional nos muestra jueces prudentes, a los que quizás el exceso que se les puede imputar es el de ser demasiado permisivos frente a los poderes políticos. Pretender aplicar en este país razonamientos propios de Estados Unidos no parece ser muy lógico como tampoco lo sería una reforma constitucional creando un tribunal constitucional del estilo europeo, con sentencias con efectos generales.

Respetuosamente debo señalar que algunos autores que buscan alternativas al sistema de control contra mayoritario, incluso criticándolo con fuerza, no terminan de encontrar soluciones alternativas satisfactorias. Mark Tushnet, luego de referir a los cambios políticos, propone cambiar la Constitución procurando que la gente se gobierne así misma; señala que todas las ramas del gobierno deben participar en la definición de la inconstitucionalidad de las leyes y en la interpretación constitucional, así como que existen nuevos métodos de deliberación, por internet (no sé si incluye en esto a X), encuestas deliberativas, etc., pero finaliza diciendo que su propuesta constituye un “utopismo realista” (Tushnet, 2020, p. 290 y ss.). Waldron, finaliza sus interesantes reflexiones sobre este tema, en que menciona sistemas alternativos (“modelo Lord Devlin”, modelo de diálogo paralelo, modelo británico, canadiense, entre otros), concluyendo en que tiene una fuerte “sospecha” de que existe una asimetría importante entre los sistemas de supremacía judicial y los de supremacía legislativa. Los primeros están asociados a una fuerte cultura de superioridad judicial, pero la supremacía legislativa rara vez está acompañada de la creencia de los legisladores de que no tienen nada que aprender de las otras ramas del gobierno. Termina este autor señalando que su análisis pretende ser “sugerente y no concluyente, ni intenta probarlo”. El control judicial tiene que cerrar un diálogo y él prefiere un sistema en que se pronuncien los tribunales en cuestiones constitucionales y que las legislaturas escuchen, aunque no adhieran en forma automática, basándose en el prestigio asociado a la función judicial (Waldron, 2018:, pos. 4458 y ss.).

De los sistemas alternativos el que más se ha comentado es el canadiense de 1980. La Sección 33 contiene la solución comúnmente denominada cláusula del “no obstante”. El Parlamento de Canadá, una legislatura provincial o una legislatura territorial pueden declarar que una de sus leyes o parte de una ley se aplica temporalmente ("no obstante") derogando secciones de la Carta, evitando así cualquier revisión judicial al anular las protecciones de la Carta por un período de tiempo limitado. Esto se hace mediante la inclusión de una sección en la ley que especifique claramente qué derechos han sido anulados. Un voto de mayoría simple en cualquiera de las 14 jurisdicciones de Canadá puede suspender los derechos fundamentales de la Carta. Sin embargo, los derechos a anular deben ser un "derecho fundamental" garantizado por la Sección 2 (como la libertad de expresión, religión y asociación), un "derecho legal" garantizado por las Secciones 7 a 14 (como los derechos a la libertad y a no ser objeto de registros e incautaciones ni de castigos crueles e inusuales) o una Sección 15 'derecho de igualdad'. Otros derechos, como los derechos de movilidad de la sección 6, los derechos democráticos y los derechos lingüísticos, son inviolables. Se señala que entre los que aprobaron esta cláusula, luego, se han acusado entre ellos de ser su responsable y, algunos destacan, como principal punto a favor de la disposición, que casi no se ha aplicado. Esto confirma un cuestionamiento profundo a la disposición; su principal virtud sería su no aplicación. Por mi parte creo ver una cierta relación de la disposición del “no obstante” con la vieja “razón de Estado”.

Gamarra Antes, partiendo de la distinción de Akerman de cuestiones políticas ordinarias y las que corresponden al pueblo (distinción difícil de realizar), ha planteado algunas ideas alternativas que, en Uruguay, requerirían de reforma constitucional. Se busca el diálogo entre los tribunales y la rama legislativa y considera que no sería equilibrado permitir que los legisladores puedan desconocer la decisión judicial y dictar una ley de similar contenido. Propone instancias de discusión y participación y si no se logra un acuerdo se debería recurrir a un referéndum para que el cuerpo electoral resuelva en un esquema temporal parecido al canadiense. De todas formas, excluye las cuestiones que refieran a grupos minoritarios en que la decisión sería de los jueces. (Gamarra, 2023, p. 121 y ss.) El reconocimiento de que en estos casos resuelven los jueces, entiendo, es una aceptación de lo que para mí es algo evidente: dan más garantías, son más idóneos para la defensa y garantía de los derechos humanos, los jueces que las mayorías. No debe olvidarse que las mayorías legislativas en general coinciden con las populares que votaron a los legisladores y, salvo casos especiales y por períodos cortos, también coinciden con el Ejecutivo o la tendencia mayoritaria dentro de este. Esto es, las cuestiones constitucionales, refieran a grupos minoritarios o no, recaen en un centro de poder peligrosísimo al que se elimina su única contención: el control judicial contra mayoritario. La concentración de poder es lo que Montesquieu quería evitar y esta concentración la hemos visto muchas veces en Latinoamérica (piénsese en la Venezuela de Chávez que directamente encarceló jueces, en la Bolivia de Morales, etc.) y en estos tiempos en los Estados Unidos[1]. No dudo que la decisión mayoritaria es más peligrosa que la solución contra mayoritaria y, desde el punto de vista de la realidad, las mayorías son la peor alternativa para la defensa de los derechos humanos.

Es una propuesta compleja la distinción de procedimiento según afecten a grupos minoritarios o no (en general siempre se afectan grupos minoritarios), y se corre el riesgo de tener varios referéndums en un año y no entiendo el planteo de Gamarra de un plazo en favor de la ley en la línea canadiense; entiendo que es altamente objetable. Y no debemos caer en ingenuidades pues, como hemos visto muchas veces en Uruguay, basta pensar en el plebiscito de 2024 sobre la seguridad social como en el referéndum contra la Ley de Urgente Consideración, Nº 19.889, de 8 de julio de 2020, los institutos de gobierno directo están muy lejos de lograr un debate serio, con argumentos de peso y, todavía, la impresión que dan es de una gran superficialidad y que se vota conforme a falacias, confianzas o lealtades políticas, etc. No hay diálogo entre la nueva élite de activistas que actúan normalmente en bloques y sin espíritu de diálogo.

El tema no es nada sencillo, especialmente por las diferencias históricas, culturales, políticas, jurídicas, etc. que son muy distintas en cada país. La actividad o soluciones dialógicas, como señala entre otros Gargarella (entre otros trabajos en Gargarella, 2014), resulta sin duda atractiva aun sin llegar a que todas las partes estén en una situación de igualdad. Lorenzetti ha referido a la importancia de las audiencias públicas referidas no a cualquier caso, sino a aquellos que interesan a terceros (difícil es decidir en cuál categoría cae cada caso) y en estos últimos considera útil la modalidad de audiencias públicas, aunque no llegan a constituir un diálogo de iguales (Lorenzetti, 2014).

 Si bien, como creo que se puede apreciar de lo dicho en este trabajo, soy más afín a los controles contra mayoritarios, debo aceptar que abrir el diálogo es altamente conveniente. Esto podrá ser dentro del marco constitucional actual en que la Corte solo desaplica la ley en un caso concreto, pero esta sigue con toda su fuerza y vigor, con su vigencia y eficacia fuera de dicho caso; recuérdese el caso citado de la ley 18.876, de 29 de diciembre de 2011, en que la Corte marcó el camino para legislar como deseaba el poder político sin incurrir en inconstitucionalidades. Téngase presente que la sentencia de la Corte para un caso no limita el poder del Legislativo que podrá mantener la ley, ajustarla, etc. También podrían analizarse algunas alternativas que no están reglamentadas en Uruguay como el amicus curiae o las audiencias públicas que existen para casos acotados. Por supuesto que la reglamentación de estos mecanismos deberá ser muy cuidadosa y precisa pues uno de los problemas de la Justicia es el tiempo que requiere su actuación.

Si trasladamos la decisión del Judicial al Legislativo lograremos una mayor publicidad en la discusión, pero solo cambiaremos de élite: de la judicial pasaríamos a una más numerosa, pero élite al fin (políticos, activistas, etc.), pero no todo el cuerpo electoral participará. Y si damos la solución al cuerpo electoral no creo que, bajo ninguna forma, podamos pensar que con esto se genera un diálogo constructivo, profundo y reflexivo.

Para finalizar este punto señalo que, sin perjuicio de todas las teorías vinculadas a los siempre importantes principios democráticos, la cuestión final debe ser de tipo pragmático: ¿Quién da más garantías para definir un caso concreto, por ejemplo, sobre los límites de la libertad de prensa? ¿Las mayorías legislativas o populares o los jueces?

 

Conclusiones

 

Como muy breves conclusiones y sujetas, como siempre, a mayor estudio puedo señalar:

1.    En nuestros tiempos democracia no es algo que se asocie solo con decisiones mayoritarias ni populares, sino que este concepto está íntimamente asociado a otros dos, que le resultan inherentes, como lo es el Estado de Derecho y la protección de los derechos humanos. Tanto se debería aceptar que se lesiona la democracia cuando se desatiende la voluntad popular como cuando se perjudica el Estado de Derecho o se lesionan los derechos humanos. Ninguno de estos conceptos puede entenderse sin los otros dos: no se pueden proteger los derechos humanos si no es dentro de un sistema democrático y un Estado de Derecho, ni se puede tener un sistema democrático ni un Estado de Derecho sin los otros dos conceptos interrelacionados.

2.    Me parece incuestionable que desde 1830 nuestro derecho constitucional, partiendo del principio de separación de poderes, ha establecido un sistema de contralor contra mayoritario, dentro del cual, en el ámbito judicial y para el caso concreto la palabra final en materia de inconstitucionalidad de las leyes, desde 1934, la tiene la Suprema Corte de Justicia. Asimismo, todas las leyes, sin exclusiones, pueden ser declaradas inconstitucionales por dicho órgano y no hay posibilidades de sanear vicios de constitucionalidad salvo con el dictado de otra ley que los elimine.

3.    No es posible en el esquema constitucional uruguayo, realizar una interpretación conforme la cual el pronunciamiento negativo del cuerpo electoral frente a un recurso de referéndum o un plebiscito, limite las atribuciones de la Corte de los artículos 256 y 257 de la Constitución. El ejercicio de las atribuciones del cuerpo electoral, como cualquier órgano de creación constitucional, está sometido a la Constitución desde el punto de vista sustancial, procedimental y temporal; al pronunciarse en un recurso de referéndum el cuerpo electoral puede aceptar el recurso, con lo que las disposiciones cuestionadas quedan sin efecto o rechazar el recurso conforme lo cual todo sigue como está. No se puede extraer otro efecto de la negativa sin texto expreso, más si esto implica limitar la competencia constitucional y expresa de otro órgano (la parte final del artículo 82 confirma esto).

4.    Puede ser, claro está, que alguien no esté de acuerdo con la solución constitucional, pero en ese caso el único camino posible es el de la reforma constitucional.

5.    No puedo compartir entonces que se haya preferido la parte dogmática de la Constitución sobre la orgánica, ni que los jueces hayan invadido o vaciado las competencias del cuerpo electoral, ni que la Corte se extralimite en el ejercicio de sus competencias. La Corte ha ejercido sus competencias constitucionales dentro del marco establecido por la Carta.

6.    Debe reconocerse que para algunos procesos en que estén en juego cuestiones de gran trascendencia, y siempre que no se perjudique a las partes ni se dilate mucho el proceso, podría estudiarse la reglamentación del amicus curiae. Respecto a las audiencias públicas creo que hay que ser más cauteloso, pero igualmente es un tema para estudiar.

7.    No creo que ninguna de las propuestas que se han manejado conduzcan a terminar con la “élite” judicial como algunos lo denominan, sino que solamente la cambiarán por otra élite, más numerosa, de la que no se sabe bien sus integrantes (militantes políticos, sindicales, Ongs, etc.), pero no conducirán a una discusión en la que participe todo el cuerpo electoral.

8.    Se debe ser muy cuidadoso a la hora de extraer argumentos y afirmaciones de países cuya historia y realidad cultural, jurídica y política son muy distintas. La mayoría de los fundamentos provenientes de Estados Unidos, en general, no son trasladables a Uruguay.

9.    El equilibrio es la clave de esta cuestión y la Constitución nacional es extraordinariamente equilibrada: la sentencia de la Corte  que declara la inconstitucionalidad tiene efectos solo para el caso concreto y solo en él alcanza la autoridad de la cosa juzgada (lo que pasa siempre en el ámbito judicial, incluso, por ejemplo, en un juicio de responsabilidad civil en que el Estado es demandado, en la condena penal a un funcionario, en la declaración de que el Ejecutivo incumplió un contrato, etc.). Fuera del caso concreto, como ocurre con cualquier sentencia, la ley mantiene su fuerza y vigor, su vigencia y eficacia, y las potestades del legislativo no se ven afectadas en forma alguna (no hay stare decisis ni tiene la sentencia de la Corte efectos generales). Es un sistema extraordinariamente equilibrado de múltiples interpretaciones constitucionales con efectos variados.

10. Por último, sin perjuicio de todos los argumentos teóricos y democráticos, al final, se debe recurrir a una visión pragmática: ¿cuál es la garantía más efectiva y la más confiable para los derechos humanos? ¿En qué sistema hay más posibilidades, por ejemplo, de retrocesos en la protección de los derechos humanos, de que se autoricen deportaciones sin previo proceso legal, etc.? Estas cosas pueden pasar en los dos sistemas, pero son menos probables en donde se admite el contralor contra mayoritario. 

 

 

 

 


 

Referencias bibliográficas

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Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): el único autor fue responsable de la:

1.  Conceptualización, 2.  Curación de datos, 3. Análisis formal, 4. Adquisición de fondos, 5. Investigación, 6. Metodología, 7. Administración de proyecto, 8. Recursos, 9. Software, 10.  Supervisión, 11.  Validación, 12.  Visualización, 13.  Redacción - borrador original, 14.  Redacción - revisión y edición.

 

Disponibilidad de datos: El conjunto de datos que apoya los resultados de este estudio no se encuentra disponible.

 

Editor responsable Miguel Casanova: mjcasanova@um.edu.uy

 

 

 



[1] Para comprender esta afirmación se aclara que este trabajo corresponde a una investigación iniciada en enero de 2024 y se finaliza en mayo de ese año.