Revista de Derecho. Año
XXIV (Diciembre 2025), Nº 48, e484
https://doi.org/10.47274/DERUM/48.4
ISSN: 1510-5172 (papel) – ISSN: 2301-1610 (en línea)
Universidad de Montevideo, Uruguay -
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https://doi.org/10.47274/DERUM/48.4
Doctrina
Martín
Risso Ferrand
Universidad Católica del Uruguay,
Uruguay
ORCID
iD: https://orcid.org/0000-0001-9546-6572
Recibido: 05/05/2025 - Aceptado:
19/09/2025
Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo:
Risso
Ferrand, M. (2025). ¿Interpretación judicial o interpretación mayoritaria? Revista
de Derecho, 24(48), e484. https://doi.org/10.47274/DERUM/48.4
¿Interpretación
judicial o interpretación mayoritaria?
Resumen:
En este trabajo
se retoma la vieja cuestión de ¿quién tiene la palabra final en temas
constitucionales? O de ¿prima la interpretación legislativa de la Constitución
o la interpretación judicial? Se procura, en primer término, formular varias
aclaraciones para despejar problemas que complican el análisis. Luego se
focaliza en la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado y busca
respuesta a las interrogantes anteriores respecto a dicha ley. Finalmente, se
analiza la cuestión con un enfoque general, tratando de llegar a conclusiones
pragmáticas y no teóricas sin viabilidad real o con muy pocas posibilidades.
Palabras
clave:
interpretación constitucional; gobierno de los jueces; competencias judiciales;
judicial review;
tribunales constitucionales.
Judicial
interpretation or majority interpretation?
Abstract: This paper revisits the
longstanding question of who holds the final authority in constitutional
matters. Specifically, it examines whether legislative interpretation of the
Constitution prevails over judicial interpretation. Initially, the study aims
to clarify certain issues that complicate the analysis. It then focuses on the
Expiry Law of the State's Punitive Claim, seeking answers to the aforementioned
questions in relation to this legislation. Finally, it analyzes the issue with
a general approach, trying to reach pragmatic and realistic conclusions, and
not theoretical ones with no real viability or very few possibilities.
Keywords: constitutional interpretation;
judicial governance; judicial competencies; judicial review; constitutional
courts.
Interpretação
judicial ou interpretação majoritária?
Resumo: Este artigo retoma a antiga
questão sobre quem tem a autoridade final em assuntos constitucionais. Especificamente, examina se a interpretação
legislativa da Constituição prevalece sobre a interpretação judicial. Inicialmente, o estudo
busca esclarecer questões que dificultam
a análise. Em seguida, concentra-se na Lei de Caducidade da Pretensão Punitiva
do Estado, procurando respostas para as perguntas mencionadas em relação
a essa legislação. Por fim, o artigo adota uma abordagem ampla, buscando conclusões pragmáticas e
realistas, em vez de formulações teóricas desprovidas de viabilidade
prática ou de relevância significativa.
Palavras-chave: interpretação constitucional; governo
dos juízes; competências judiciais; judicial review;
tribunais constitucionais.
Introducción
Chemerinsky, refiriendo a la Constitución
de los Estados Unidos, ha destacado, en lo que a este trabajo refiere, los tres
factores que hacen especial la interpretación constitucional indicando: (i) la
Constitución debe ser entendida como un documento contra mayoritario: en la
base de la democracia americana está la afirmación de que hay que cuidarse de
las mayorías; (ii) la Carta debe apreciarse desde la perspectiva de límite a
las mayorías, en especial en los tiempos de crisis; y (iii) la Constitución
aparece como una forma de proteger los «long-term
values» de los «short-term
passions» (Chemerinsky,
2006, p. 6 y ss.).
Si confrontamos los derechos
humanos o sus garantías con la democracia, como enseña Alexy (1983), hay tres
formas de analizar la confrontación: (i) con una visión «ingenua» se dirá los
derechos humanos y la democracia son cosas buenas que no pueden confrontar
entre sí (solo habría conflictos entre el bien y el mal); (ii) con una
concepción «idealista» se reconoce el conflicto (nuestro mundo se caracteriza
por la escasez y limitación), pero esto opera en el mundo real y no en el
ideal; y (iii) por último, con una visión «realista» se apreciará que la
relación entre democracia y derechos humanos presenta dos realidades opuestas
entre sí.
Por un lado, los derechos
humanos son básicamente democráticos en la medida que aseguran el desarrollo de
la democracia y de las personas gracias a la garantía de la libertad y la
igualdad, que son las bases para que pueda funcionar un sistema democrático (pensemos
en la libertad de opinión, sufragio, asociación, prensa, debido proceso, etc.).
Pero también son antidemocráticos en la medida que desconfían del proceso
democrático y buscan que en ciertos casos el individuo pueda acudir a los
tribunales para defenderse de la decisión de ciertas mayorías (Alexy, 2005).
¿Cómo se
resuelve la tensión entre la Constitución y la ley? ¿Recurriendo a criterios contra
mayoritarios o siguiendo lo resuelto por las mayorías? ¿Se deben crear órganos
ajenos a los tres poderes para superar el conflicto? ¿Se debe consultar al
cuerpo electoral para que resuelva? Y junto con esto algo no menor: ¿cómo se
logra una discusión activa y constructiva en estos temas y se evita que las
decisiones sean tomadas por grupos reducidos a puertas cerradas? Estas
interrogantes nunca tuvieron solución definitiva. En Europa se osciló de una
suerte de primacía parlamentaria en el siglo XIX y principios del siglo XX,
hasta llegar a los actuales tribunales constitucionales que pueden actuar como
legisladores negativos derogando o anulando las leyes con efectos generales. En
Estados Unidos y en Latinoamérica el criterio dominante fue contra mayoritario,
aunque no faltaron cuestionamientos. Quizás en el antes denominado
“constitucionalismo andino”, basado en visiones populistas o neopopulistas, pueda encontrarse una cierta prevalencia de
las mayorías, pero estas visiones siempre estuvieron desacreditadas por su
falta de apego a la democracia lo que se confirmó inequívocamente con el paso
del tiempo.
En
Uruguay la solución única ha sido la contra mayoritaria, incuestionablemente
establecida en todas nuestras constituciones, con textos expresos a partir de
1934. En 2012, incursioné sobre el tema llegando a conclusiones coincidentes
con la interpretación tradicional del Derecho Constitucional uruguayo (Risso Ferrand, 2012), pero en los últimos tiempos
han aparecido otros criterios. Gamarra (2023) ha reflexionado en extenso sobre
esto y ha propuesto soluciones concretas las que requerirían, claro está,
reforma constitucional y luego Bardazano (2024) que ve posibilidades de dar
mayor peso a las decisiones populares aun en el sistema constitucional en vigor.
Este
nuevo análisis lo dividiré en tres partes. En primer término, haré referencia a
ciertos problemas que quitan claridad al estudio del tema y lo complejizan
innecesariamente. En segundo lugar, me centraré en el caso que mayores
discusiones ha ocasionado en nuestro país referido a estas cuestiones, esto es,
la llamada Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (15.848, de 22
de diciembre de 1986) que fue objeto de un recurso de referéndum y luego se
intentó anular mediante una reforma constitucional. Los pronunciamientos
populares fueron contrarios al referéndum y a la reforma constitucional, pese a
lo cual desde 2009 la Suprema Corte ha declarado la inconstitucionalidad de las
disposiciones centrales de esta ley y, en 2011, fue considerada nula por la
Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). En esta segunda sección
referiré, en definitiva, a la interrogante planteada en el título, pero
enfocado en la Ley de Caducidad y sus consecuencias.
Por
último, realizaré algunas reflexiones sobre la cuestión central, aunque
remitiendo a mi trabajo de 2012 y sin poder realizar un análisis en extenso del
tema.
Problemas iniciales
Se trata
de un tema antiguo con dificultades terminológicas: ¿quién tiene la palabra
final en la interpretación constitucional? ¿quién es el intérprete supremo de
la Carta? ¿existe una supremacía judicial o una supremacía legislativa en
interpretación constitucional? Y muchas otras. Siempre lo que hay es la tensión
entre democracia y garantías constitucionales o entre democracia y control
judicial.
Entre los
múltiples problemas que tiene este tema solo señalaré, en forma preliminar,
algunos:
1.
Es
frecuente que, de situaciones, realidades y prácticas jurídicas particulares de
un país determinado se pretenda extraer conclusiones generales. Esto es
incuestionablemente un error. Por ejemplo, en Estados Unidos nos encontramos
con que: a) por un lado, el judicial review no
tiene texto expreso en la Constitución, aunque se admite desde mucho antes de Marbury
vs. Madison, como ha demostrado García-Mansilla (García-Mansilla,
2023), y b) por otra parte, si se está a la
literatura constitucional ampliamente dominante, la Corte Suprema de Justicia
de dicho país ha hecho, en muchas ocasiones, un uso demasiado amplio de sus
competencias llegándose a lo que se ha llamado, en sentido crítico, “gobierno de
los jueces”. Pero en América Latina mayoritariamente aparecen disposiciones
constitucionales expresas, en general precisas, que regulan la declaración
judicial de inconstitucionalidad de las leyes (no es necesario abundar en que
el texto constitucional expreso y claro ata al intérprete y quienes no estén de
acuerdo deberán procurar que se apruebe una reforma constitucional). Asimismo,
salvo en algún país y en algún período histórico concreto, los jueces han
estado lejos de ejercer sus competencias en exceso y en algunos lugares, como
es el caso de Uruguay, la crítica que podría hacerse a los jueces es
exactamente la contraria, en el sentido de no haber declarado claras
inconstitucionalidades de leyes dejando demasiado espacio a la decisión
legislativa. Esto no puede perderse de vista. Es interesante ver, en especial
en autores estadounidenses, que sus desarrollos parten de un abuso de la Corte
y una reivindicación de la democracia (Kramer, 2011; Tushnet, 2020), pero esto no es válido en
Uruguay ni en general en América del Sur.
2.
Vinculado
con lo anterior aparece la cuestión de que el ordenamiento jurídico en general
y el constitucional en particular es necesariamente interpretado por personas y
estas juegan un rol crucial. La mejor Constitución con gobernantes ineptos y
corruptos y con un cuerpo electoral que no se preocupe por el gobierno funcionará
seguramente mal, mientras que la peor Carta, con gobernantes competentes y
honestos y un pueblo que controle puede funcionar bien. O sea, en última
instancia, más que el sistema, serán los seres humanos los que harán que
funcionen las cosas adecuadamente.
3.
No
debe olvidarse que nadie tiene el monopolio de la interpretación
constitucional, sino que todos la interpretamos dentro de nuestras competencias
y con los efectos que en cada caso corresponden. Podríamos decir que el cuerpo
electoral cuando reforma la Constitución está interpretando la Carta anterior y
ajustándola. La ley, en el caso de Uruguay, puede interpretar la Constitución
(artículo 85 numeral 20) con el efecto de cualquier acto legislativo, esto es,
general y abstracto, con fuerza de ley y con la posibilidad de que pueda ser
declarada inconstitucional judicialmente para un caso concreto. El Poder
Ejecutivo, así como cualquier autoridad administrativa, nacional, departamental
y local, interpretan la Constitución para decidir y fundar sus decisiones, sean
actos administrativos, hechos u omisiones y los efectos de estas
interpretaciones tendrán el estatus jurídico que corresponda a la actividad del
órgano; así, la interpretación de la Carta implícita en un Decreto tendrá la
fuerza propia del acto administrativo. También el Poder Judicial interpreta la
Constitución, por ejemplo, para determinar si procede un recurso de hábeas
corpus o de amparo en un caso concreto, deberá un juez interpretar
disposiciones constitucionales y, en el caso especial de la declaración
judicial de inconstitucionalidad de una disposición legal, la competencia está
concentrada en el Uruguay en la Suprema Corte de Justicia. En todos los casos
la interpretación judicial tendrá el estatus de cualquier acto judicial:
obligatoria para el caso concreto y susceptible de alcanzar la autoridad de
cosa juzgada. La Carta uruguaya especialmente es clara en este punto: la
declaración de inconstitucionalidad solo implica la desaplicación de la ley en
el caso concreto, pero no la deroga, ni anula, ni afecta su existencia, ni su
fuerza y vigor, ni su vigencia y eficacia. No existe el stare
decisis en Uruguay ni las sentencias de
inconstitucionalidad tienen efectos generales. Por último, cualquier sujeto
puede interpretar la Constitución, un académico, un periodista, cualquier
habitante, y su valor será meramente personal: dar una opinión, tomar
decisiones personales con base en dichas interpretaciones, etc.
No
creo que pueda hablarse de interpretación suprema de la Constitución en ningún
caso, sino de pluralidad de interpretaciones con efectos distintos. La
sentencia de la Corte que declara la inconstitucionalidad de una disposición
legal para un caso concreto no afecta en forma alguna la competencia
legislativa que podrá aprobar una disposición similar o con modificaciones, ni
perjudica su aplicación fuera del caso concreto. Incluso la jurisprudencia
puede cambiar y en los hechos a veces así ocurre.
4.
Por
razones históricas Europa fue más reticente para admitir el contralor judicial
sobre las leyes. Recién en el siglo XX con la aparición de los tribunales
constitucionales se tomó una línea en este sentido, aunque fuera del sistema
orgánico del Poder Judicial, e incluso en Francia solo se admitía la
declaración de inconstitucionalidad de un proyecto de ley hasta que, en 2008,
reforma constitucional mediante, se aceptó la posibilidad de declaración de
inconstitucionalidad de una ley. No deja de ser interesante que la reticencia
histórica termine con declaraciones de inconstitucionalidad de las leyes con
efectos generales y a veces retroactivo. Europa nos brindó, además, la célebre
polémica entre Schmitt (1983, p. 213 y ss.) y Kelsen (1999) en cuanto a quien debe ser el
guardián de la Constitución. El otro sistema es el americano, con origen en
Estados Unidos, pero salvo el stare decisis que existe en ese país, en general la sentencia
se limita a resolver un caso concreto y dentro de él se agota. Algunos países
de América han creado tribunales constitucionales próximos al modelo europeo.
5.
El
principio de separación de poderes sin duda es clave: la función legislativa es
ejercida exclusivamente por los órganos legislativos y sus cargos son electivos
(existen algunas soluciones en que el Ejecutivo puede emitir actos similares,
pero esta solución nunca estuvo presente en Uruguay). La función ejecutiva o
administrativa corresponde al Poder Ejecutivo, salvo la que corresponde a
órganos ajenos a dicho sistema orgánico y la que sea necesaria para que los
otros poderes puedan ejercer sus competencias. La función jurisdiccional, por
último, corresponde al Poder Judicial, salvo las excepciones constitucionales
que requieren texto expreso. Esto es, la posibilidad de dictar sentencias para
casos concretos susceptibles de alcanzar la autoridad de la cosa juzgada.
6.
Retomando
los problemas terminológicos del principio ¿existe un poder que prime sobre los
otros? O concretamente, en lo referido a la constitucionalidad de las leyes ¿a
quién corresponde la decisión final? ¿al Poder Legislativo o al Judicial? En
este punto ya mencioné a Alexy que nos guía en la línea del equilibrio: un
sistema con un control jurisdiccional muy fuerte podrá ser muy garantista de
los derechos humanos, pero será poco democrático; y si estas cuestiones son
resueltas por los legisladores tendremos un sistema muy democrático, pero poco
garantista, sin límites y controles para las autoridades políticas. La
solución, como suele ocurrir en Derecho Constitucional, es una cuestión de
equilibrio y, como ya adelanté, si las autoridades de todos los poderes cumplen
cabalmente sus funciones, sin excesos, el sistema podrá funcionar bien, pero
siempre serán los funcionarios de quienes dependerá esto.
Lambert
(2010), sobre estas cuestiones, decía
que ese equilibrio podía funcionar por muy poco tiempo y siempre uno de los
tres poderes tendía a predominar. Refiriendo a Estados Unidos hablaba de un predominio
del Congreso en los primeros tiempos, y luego del Poder Judicial (posiblemente
en la actualidad podríamos estar, al menos en forma parcial, ante el predominio
del tercer poder; aunque esto depende de las mayorías que se obtengan en las
elecciones). Ante este problema el autor francés optaba directamente por la
primacía del parlamento señalando que este era el camino europeo. La obra
central de Lambert en que planteó sus interesantes puntos de vista sobre el
tema, El gobierno de los jueces y la lucha contra la legislación social en
los Estados Unidos, es del año 2010 (sus primeros comentarios y la obra
completa), esto es, anterior a los primeros Tribunales Constitucionales en
Europa (Alemania, 1919 y Austria, 1920) y la tendencia que se fue desarrollando
desde entonces.
En
el caso de Uruguay no creo que pueda hablarse de supremacía judicial ni
política en materia de interpretación de la constitucionalidad de las leyes, e
incluso cabe recordar el caso de la ley 18.876, de 29 de diciembre de 2011, que
creó un impuesto sobre la concentración de inmuebles rurales, fue declarada
inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia por sentencia 17/2013, de 15
de febrero de 2013, pero el pronunciamiento marcó el camino para legislar en
esa materia sin incurrir en inconstitucionalidad. La sugerencia de la Corte fue
seguida por el Poder Legislativo que aprobó una nueva ley que no mereció
objeciones constitucionales. Claro ejemplo de diálogo entre poderes, aunque
cabe reconocer que no ha sido frecuente.
La
sentencia que declara la inconstitucionalidad en Uruguay, insisto, no afecta la
fuerza y vigor de la disposición legal, ni su vigencia y eficacia. Solo
significa su inaplicabilidad en el caso concreto. No hay stare
decisis ni la sentencia tiene efectos generales.
Ni impide, a su vez, que el Poder Legislativo vuelva a analizar el tema,
mantenga su criterio y expida una nueva ley más o menos similar, lo que llevará
a un nuevo análisis de la Suprema Corte.
La ley 15.848
Esta ley,
que “reconoce” la “Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado”, quiso
referir a que esto fue acordado entre algunos partidos políticos y la dictadura
como condición para el retorno al régimen constitucional, aunque en puridad
viene a ser una suerte de ley de amnistía para delitos cometidos durante el
gobierno militar. En los casi cuarenta años transcurridos desde su promulgación
esta ley ha sido posiblemente la más compleja de nuestra historia. En 1988, la
Suprema Corte, por mayoría (tres votos contra dos) descartó que fuera
inconstitucional, pero la jurisprudencia cambió a partir de 2009 (SCJ,
sentencia 365/2009), y luego en otros pronunciamientos (SCJ, sentencia de 29 de
octubre de 2010). A su vez, esta ley fue objeto de un recurso de referéndum que
fue rechazado por el cuerpo electoral (1989) y luego se la pretendió anular
mediante una reforma constitucional lo que también fue rechazado por la
ciudadanía, pero la Corte se mantuvo en su declaración de constitucionalidad
(SCJ, sentencia de29 de octubre de 2010). Y, todavía, en 2011, en el caso Gelman
vs. Uruguay, la Corte IDH la consideró contraria a la Convención.
Haré en
esta sección alguna precisión inicial para referir luego al régimen general en
materia de inconstitucionalidad de las leyes y, a continuación, mencionaré
algunas de las nuevas opiniones que han aparecido en nuestro país. Luego me
detendré en las consecuencias de los dos pronunciamientos populares sobre las
sentencias de la Suprema Corte y de la Corte IDH y, especialmente, si es
posible hablar en Uruguay de vaciamiento de la parte orgánica de la Constitución,
de avasallamiento del cuerpo electoral por los jueces, de excesos
competenciales de los jueces, etc.
A) ¿Una ley incuestionablemente
democrática?
Se
señala, y es correcto, que, a diferencia de otras amnistías en el continente,
la uruguaya fue aprobada por un Poder Legislativo integrado democráticamente y
conforme a la Constitución y lo mismo vale para el Ejecutivo de la época. Esto
diferencia esta ley de las “autoamnistías” que se pretendieron realizar por
algunos regímenes militares en América.
Pero esto
es solo parte de la historia. El retorno a la democracia no se logró de un día
para el otro, sino que fue un proceso. Antes de que se cumplieran los dos años
de democracia, a finales de 1986, el Ministro de
Defensa Nacional (excomandante en jefe del ejército) informó al Presidente de
la República que había ordenado que todas las citaciones expedidas por jueces
respecto a militares por delitos cometidos durante la dictadura les fueran
entregadas y él las guardó en una caja de seguridad. La democracia uruguaya no
llevaba dos años de ser recuperada y demostraba una fragilidad muy clara. Dos
posiciones políticas, ambas legítimas, se plantearon: unos decidieron seguir
adelante y que ante las incomparecencias los jueces expidieran órdenes de
arresto y nadie podría prever qué ocurriría luego, mientras que otros optaron
por mantener la recién recuperada democracia y continuar en el proceso de
consolidación de ella.
O sea, la
ley de caducidad de democrática tuvo poco. Los legisladores no votaron
libremente, sino con una presión irresistible y lo mismo cabe decir del
Ejecutivo de la época. Incluso debe repararse en que los partidos que optaron
por votar la ley en 1986 hoy, con la democracia totalmente consolidada, no
reclaman que se cumpla con la amnistía; optaron por consolidar la democracia y
eso ya está hecho.
B) El régimen en materia de
declaración de inconstitucionalidad de las leyes
Por las
características del trabajo no me detendré en la evolución histórica del
sistema uruguayo y solo diré que, con leves modificaciones el régimen rige
desde hace más de noventa años. El actual artículo 256 establece:
Las leyes podrán
ser declaradas inconstitucionales por razón de forma o de contenido, de acuerdo
con lo que se establece en los artículos siguientes.
La disposición no admite dudas de ningún tipo. El sujeto de la oración
es “las leyes”; esto significa todas las leyes y no hay ninguna
exclusión ni en el texto transcripto ni en ninguna otra disposición
constitucional. El verbo “poder” que usa la oración no refiere a que la Corte,
que ni siquiera es mencionada en el artículo 256, tenga discrecionalidad para
declarar o no la inconstitucionalidad, sino que significa que todas las leyes
sin excepción pueden ser declaradas inconstitucionales por razones de forma o
contenido; no hay leyes excluidas de este contralor. Jiménez de Aréchaga
rechazaba la discrecionalidad de la Corte señalando que cuando la Constitución
confiere a un órgano un poder de contralor, este no es potestativo para el
órgano: “la Suprema Corte dejaría de cumplir sus deberes constitucionales toda
vez que, habiendo sido llamada a entender en la inconstitucionalidad de una
ley, estimando que la ley es inconstitucional, no lo declara así” (Jiménez de
Aréchaga, 1992, p. 466.).
La siguiente oración (artículo 257) asigna competencia exclusiva y
originaria a la Suprema Corte para esta declaración y no hay en la Carta
nada que faculte a la Corte a no cumplir con su función en un caso determinado.
Es tan clara la interpretación que nadie la ha cuestionado y nuestra doctrina
siempre la ha tomado, muchas veces en forma implícita, como algo evidente (por
ejemplo: Cassinelli, 1999; Jiménez de Arechaga, 1996, p. 456 a 526; Korzeniak,
2001; Risso, 2021) y nunca la
Suprema Corte de Justicia ha tenido dudas al respecto, por lo que poco puede
sorprender la sentencia 365/2009, posterior al referéndum que, pese a esto,
declaró la inconstitucionalidad o que, además, en sentencias posteriores al
rechazo del plebiscito de reforma constitucional, haya hecho lo mismo.
¿Hay algún argumento que permita limitar la competencia de la Corte o
que la obligue a seguir un pronunciamiento popular negativo? La respuesta es
no. Nada hay en la Carta que permita sostener lo anterior o que el
pronunciamiento popular negativo pueda sanear vicios de inconstitucionalidad.
Encontramos sí el inciso 2 del artículo 82 que dispone:
Su soberanía será ejercida
directamente por el Cuerpo Electoral en los casos de elección, iniciativa y
referéndum, e indirectamente por los Poderes representativos que establece esta
Constitución; todo conforme a las reglas expresadas en la misma.
Esta disposición al hablar de
ejercicio directo e indirecto de la soberanía coloca al cuerpo electoral en una
posición en cierta forma superior a los poderes representativos (está
refiriendo al Poder Legislativo y al Ejecutivo; no al Judicial), lo que es
lógico: la voluntad de los electores prima por sobre la de los elegidos. Pero
adviértase el punto y coma y lo que viene luego: todo conforme a las reglas
expresadas en la misma. El cuerpo electoral no puede hacer cualquier cosa,
sino que está sometido a la Constitución y, entre las reglas a que refiere la
parte final de ese inciso, están comprendidos los artículos 256 y siguientes de
la Constitución. La voluntad de los electores no afecta la competencia de la
Suprema Corte en materia de inconstitucionalidad. Es más, el pronunciamiento
del cuerpo electoral es un acto incuestionablemente político y no
jurisdiccional. Este pronunciamiento no sanea vicios de constitucionalidad ni
limita las competencias constitucionales de la Corte.
Pero veamos todavía el alcance
del pronunciamiento del cuerpo electoral. Si se trata de elecciones se elige a
los titulares de los cargos que estén en disputa en dicha instancia. Si se
trata de un recurso de referéndum que prospera el efecto jurídico inequívoco es
que el acto recurrido queda sin efecto (no ingresaré en si el pronunciamiento
tiene efectos retroactivos o no); es un típico referéndum revocatorio. Si el
plebiscito de reforma constitucional prospera el efecto jurídico será la
aprobación de una modificación a la Constitución o incluso la aprobación de una
nueva; es, técnicamente un referéndum constitutivo. En estas hipótesis los
efectos jurídicos son muy claros, pero si se rechaza el referéndum o el
plebiscito ¿cuál es el efecto del rechazo? No creo que pueda concluirse que el
cuerpo electoral estaba de acuerdo con la ley, sino que se pronunció bajo la
misma presión que los legisladores y optó por la consolidación del sistema
democrático. En fin, no podemos saber cuál es el fundamento del rechazo del
instituto de gobierno directo, posiblemente sean tantos como ciudadanos
emitieron el sufragio; algunos podrán haber estado de acuerdo con la amnistía,
otros la aceptaron por la presión fuertísima que había sobre la democracia
(pero sin esta presión podrían haber votado otra cosa), etc.
Los
únicos efectos jurídicos de un recurso de referéndum o de un plebiscito son cuando
prosperan. Cuando se rechazan no puede saberse por qué se rechazó y la
Constitución no establece efecto alguno para el pronunciamiento negativo y
mucho menos que pueda limitar la competencia de la Suprema Corte establecida a
texto expreso. Que el rechazo del plebiscito o del referéndum no tenga efectos
jurídicos concretos no significa que no tenga consecuencias políticas que sí
las tendrá: el pronunciamiento popular negativo deberá ser tomado con seriedad
por los poderes representativos y pensar muy bien si van a actuar en contra.
Puede no
estarse de acuerdo con la solución constitucional, pero hay que estarse a ella.
Por supuesto que podría modificarse la Constitución y establecerse otra cosa,
pero primero habría que reformar la Carta.
C) Criterios interpretativos
Criticando
las sentencias de la Suprema Corte que han declarado la inconstitucionalidad de
las disposiciones centrales de la Ley de Caducidad luego del rechazo del
recurso de referéndum y del plebiscito de reforma constitucional, Bardazano ha
sostenido que hubo en Uruguay un movimiento hacia un menor peso de la ley y de
la democracia directa frente a las decisiones judiciales (se habla de pasar de
un constitucionalismo débil a uno fuerte, en perjuicio de la democracia y de un
cambio de clima interpretativo; habla de una preferencia por las cláusulas
abiertas en detrimento de las precisas); los jueces habrían tomado el lugar de
la ciudadanía; habría un énfasis en la parte dogmática de la Constitución en
desmedro de la orgánica (habla incluso de vaciamiento de la parte orgánica) (Bardazano, 2024, p. 36 y ss. 51
y 129.). Critica también el uso de fuentes
jurídicas a su juicio difíciles de conectar con la Constitución y asigna un
papel central a las disposiciones de interpretación del título preliminar del
Código Civil en materia constitucional distinto al que le ha dado la doctrina
constitucionalista. No se destaca en cambio que la violación del principio de
separación de poderes de la Ley de Caducidad, por sí solo, alcanza para
concluir en la inconstitucionalidad de la ley (no es necesario recurrir a la
parte dogmática) y que no parece sostenible que un pronunciamiento del cuerpo
electoral prime sobre el DIDH y habilite a que el Estado incumpla obligaciones
internacionales (Bardazano, 2024, p. 355 y ss.). No se podrá analizar en este
trabajo todas estas cuestiones, por lo que solo referiré a las necesarias para
cumplir con el objetivo trazado. Tampoco se incursionará en los fundamentos de
fondo de la jurisprudencia de la Suprema Corte ni de la Corte IDH, sino solo en
la cuestión de si estos órganos están invadiendo la competencia del cuerpo
electoral, vaciándola de contenido, desconociendo reglas precisas y otras
cuestiones relacionadas.
Sobre los cambios interpretativos cabe señalar que siempre existen y son
inevitables, aunque no comparto mucho de los cambios que se afirman. En primer
lugar, la aplicación directa de las normas internacionales en el ámbito interno
es a esta altura un tema resuelto. La Suprema Corte (Risso
Ferrand, 2024), los siete
Tribunales de Apelaciones en lo Civil (Risso
Ferrand, Martín et al., 2024), Tribunales de
Apelaciones de Familia, varios Tribunales de Apelaciones en lo Penal, en
general toda la jurisprudencia laboral, no vacilan en la aplicación directa de
normas internacionales. Esto sí es un cambio que ya tiene décadas y no parece
que pueda ser cuestionado a esta altura. Es cierto que los artículos 1 y 2 de
la CADH pueden dar la impresión equivocada de que solo se establecen
obligaciones en cabeza de los Estados, pero desde el artículo 3 en adelante es
evidente que surgen derechos y obligaciones directamente aplicables en el
ámbito interno.
El llamado a veces “bloque de los derechos humanos” es simplemente una
forma de referir en forma conjunta a los derechos humanos de fuente
constitucional, a los de fuente internacional y a los aún no desarrollados; no
veo de qué forma puede objetarse el uso de esta expresión (Risso
Ferrand, 2022, p. 54 a 58.). Nuestra
jurisprudencia es clara, en materia de derechos humanos, en cuanto a cómo se
superan las divergencias en los textos que componen el bloque y recurren al principio
pro persona y a veces aclaran que
existe un derivado de dicho principio al que algunos autores denominan
directriz de preferencia de disposiciones conforme el cual siempre se aplica la
disposición que reconoce mayor alcance al derecho, la que lo protege mejor, la
que le da mayor efectividad. No puedo detenerme en este punto (me remito
a Risso, 2022, p. 59 a 62) y solo diré al
respecto que la regulación constitucional de los derechos humanos (al igual que
la internacional) aparece como a) un listado de derechos mínimos (se pueden
agregar derechos conforme al artículo 72, pero no suprimir los establecidos a
texto expreso), y b) la Constitución (al igual que el DIDH) suele establecer
alcances y estándares de protección mínimos para los derechos. Se pueden
mejorar los estándares, pero no disminuir los mínimos. Esto explica tanto para
la Carta como para la Convención la directriz interpretativa mencionada: no se
pueden suprimir derechos ni disminuir los estándares mínimos de protección
establecidos en la Constitución y en el DIDH, pero nada obsta a agregar
derechos y mejorar la protección o alcance. La directriz de preferencia de
disposiciones surge claramente de la Constitución y del DIDH.
Podría invocarse como novedad el control de convencionalidad y la
llamada “cosa interpretada” (Risso,
2021, pp. 313-360), pero en
realidad en lo que refiere a la Ley de Caducidad y a la mal llamada Ley
Interpretativa (se discutió como tal, pero se expidió como ley innovativa) esto
no tendría trascendencia pues la sentencia Gelman de la Corte IDH es
cosa juzgada para Uruguay y de evidente cumplimiento obligatorio.
Fuera de lo anterior, que ya tiene muchos años de aceptación y
suficientes consensos, no veo cambios en la interpretación constitucional de
los derechos humanos o en el clima interpretativo que puede incidir en la
declaración de inconstitucionalidad de la Ley de Caducidad realizada por la
Suprema Corte de Justicia (por primera vez en el 2009) ni en la nulidad
dispuesta por la Corte IDH (2011).
No se advierte ningún vaciamiento de la parte orgánica en beneficio de
la parte dogmática. Ya hice referencia al inciso 2 del artículo 82 de la
Constitución que establece que el cuerpo electoral ejerce la soberanía en forma
directa en los
casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente por los Poderes
representativos que establece esta Constitución; todo conforme a las reglas
expresadas en la misma. El referéndum (esta disposición no menciona al
plebiscito) fue ejercido correctamente y rechazado por la ciudadanía y, si bien
es cierto que al hablar de ejercicio directo de la soberanía da una pauta por
sobre los poderes representativos, luego agrega “conforme a las reglas
expresadas en la misma”. Y entre estas reglas, y en la parte orgánica, aparece
el ya mencionado artículo 256 que dispone que las leyes (no hay excepciones)
pueden ser declaradas inconstitucionales y está competencia, conforme al
artículo 257, es “exclusiva y originaria” de la Suprema Corte. El rechazo de un
referéndum o de un plebiscito no implica que los vicios de inconstitucionalidad
se saneen; no hay texto que establezca la exclusión del control de
constitucionalidad de las leyes sometidas a referéndum y sí texto atributivo de
la competencia exclusiva y originaria de la Corte. En otras palabras, los
artículos 256 y 257 son reglas muy precisas (tanto el cuerpo electoral como los
poderes representativos están sometidos a estas disposiciones), que aparecen en
la parte orgánica de la Constitución, y no hay en la Carta ninguna excepción
que justifique el incumplimiento de ellas. La Corte ha actuado conforme a la
Constitución al dictar las sentencias de inconstitucionalidad en estudio pese
al referéndum y al plebiscito; la Corte expide un acto jurisdiccional y el
cuerpo electoral un acto esencialmente político. Es más, sostener que el
rechazo del referéndum y del plebiscito limitan la competencia de la Corte
establecida a texto expreso sería, en esto sí, un cambio de criterio
interpretativo absolutamente novedoso y hasta debería hablarse de mutación
más que de interpretación, lo que no comparto.
Asimismo,
insisto, es claro que el cuerpo electoral, como los poderes representativos y
cualquier autoridad, está sometido a la Constitución, de donde extrae sus
competencias, y ninguna disposición constitucional permite crear una categoría
de leyes que no sea susceptible del control de constitucionalidad de los
artículos 256 y 257, ni que el rechazo de institutos de gobierno directo sanee
vicios de constitucionalidad que pueda presentar la ley objeto de consulta
popular.
Para
sostener que la Corte debe considerar el rechazo del referéndum y del
plebiscito, y que esto prevalece sobre la competencia constitucional expresa de
la Suprema Corte (artículos 256 y ss.) se debe modificar previamente la
Constitución. Y adviértase que no uso para definir la cuestión competencial
ninguna disposición de la parte dogmática y reitero que para concluir en la
inconstitucionalidad de la ley de caducidad hay múltiples argumentos, pero la
evidente violación del principio de separación de poderes es por sí solo
suficiente para concluir en la referida inconstitucionalidad y esto surge de la
parte orgánica.
La
afirmación de que existe un vaciamiento de la parte orgánica de la Constitución
en beneficio de la dogmática presenta a mi juicio dificultades ya que es,
justamente, la parte orgánica, con disposiciones muy precisas, la que demuestra
que la Suprema Corte ejerció sus competencias conforme a derecho. Tampoco puede
aceptarse que los jueces tomen el lugar de la ciudadanía ya que es muy claro
que esto no está pasando. Utilizando el lenguaje de la Constitución uruguaya
cabe hablar de Cuerpo Electoral, más que de ciudadanía o pueblo y es muy claro
que este órgano, que ejerce “directamente” la soberanía, está sometido a la
Constitución y no puede actuar fuera de los casos en que la Carta le da
competencia y siempre cumpliendo con las formalidades que la Constitución
establece; así lo hizo interponiendo un recurso de referéndum y luego un proyecto
de reforma constitucional contra la Ley de Caducidad y, en ambos casos los
pronunciamientos fueron negativos. Esta negativa implica que la ley continuó
con su fuerza y vigor que tenía antes del pronunciamiento popular y con los
vicios de constitucionalidad que podría contener y que no fueron saneados por
el rechazo de los institutos de gobierno directo.
Adviértase
que la posición contraria, que no comparto, conduce, aunque no se diga, a que
el cuerpo electoral sanea inconstitucionalidades o crea una categoría especial
de leyes excluidas de la competencia expresa de la Corte. Incluso, reparándose
en que el artículo 82 refiere a los poderes representativos como quienes
ejercen indirectamente la soberanía, se debería concluir, en la línea
argumental de Bardazano, que estos ya no pueden modificar una solución
supuestamente respaldada por el cuerpo electoral al rechazar referéndums o
plebiscitos. En octubre de 2024 se plebiscitó en forma negativa un proyecto de
reforma constitucional que, entre otras cosas, establecía la edad mínima de
jubilación en los 60 años (se buscaba eliminar la edad de 65 años como mínimo
establecido en la ley) y prohibía y eliminaba las administradoras de fondos
previsionales basadas en el ahorro individual: la negativa del plebiscito
¿congeló ambas soluciones? ¿no puede la ley modificar la edad de retiro y
fijarla en menos de 65? El único efecto jurídico del rechazo del plebiscito de
2024 fue el rechazo de la iniciativa, pero no hay disposición alguna que
permita dar al rechazo efectos implícitos consolidando ciertas situaciones; ni
siquiera podemos saber por qué razón cada ciudadano votó en contra del
plebiscito.
No creo
en definitiva que pueda sostenerse que los jueces toman el lugar de la
ciudadanía en estos temas o que se ha vaciado la competencia del cuerpo
electoral o se ha invadido o sometido a este; esto podrá ser válido en otros
países, pero estas afirmaciones de ninguna forma pueden trasladarse a Uruguay
en virtud, primero, de las normas constitucionales expresas que atribuyen
competencia a la Corte y, segundo, por la prudencia demostrada históricamente
por los jueces uruguayos. Pueden no convencer los fundamentos de la Suprema
Corte para declarar la inconstitucionalidad, aunque algunos son
incuestionables, o de la Corte IDH para declarar la nulidad de la Ley de
Caducidad. Pero esto no habilita a sostener que hay un vaciamiento de la parte
orgánica, ni un sometimiento de la ciudadanía o de las mayorías a los jueces.
En cuanto
a la forma de interpretación de la Constitución mucho se ha escrito y muchas
veces se ha pronunciado la jurisprudencia. Es evidente que las constituciones
no suelen contener reglas de interpretación (en algunos casos los preámbulos
son útiles en esta tarea), de cómo debe ser interpretada, lo que sería útil, es
cierto, aunque siempre está el problema de que las normas sobre interpretación
también deben ser interpretadas. Las pautas interpretativas deben buscarse en
el texto a interpretar. Asimismo, es claro que normas inferiores no pueden
fijar reglas de interpretación a las superiores (imaginemos un Decreto que
establezca los criterios para interpretar una ley). Jiménez de Aréchaga era
claro en cuanto a que las reglas de interpretación contenidas en el Título
Preliminar del Código Civil o en general en normas inferiores no pueden ser
obligatorias para la interpretación de la Constitución, aunque podrán ser
usadas, pero sin perder de vista que su valor no surge del Código Civil, sino
de su propio contenido lógico o de su valor científico y señalaba casos en que
no eran trasladables criterios del Título Preliminar (también
Cassinelli, 1957; Jiménez de Aréchaga, 1992, p. 143 y ss.; más reciente Risso,
2015, p. 62 y ss.).
D) La sentencia Gelman de la Corte
IDH
Aunque no sea necesario insistir en esto, la sentencia de la Corte IDH
es obligatoria para Uruguay como expresa el artículo 68 de la CADH y, conforme
la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, se deben interpretar
las disposiciones internacionales de buena fe y no se podrá invocar
disposiciones de su derecho interno para justificar incumplimientos (artículo 27).
No se puede eludir el cumplimiento invocando leyes internas, ni disposiciones
constitucionales internas ni respaldos implícitos y no claros del cuerpo
electoral.
Dijo la Corte en el caso Gelman:
238. El hecho de
que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún
ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede,
automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional. La
participación de la ciudadanía con respecto a dicha Ley, utilizando
procedimientos de ejercicio directo de la democracia –recurso de referéndum
(párrafo 2º del artículo 79 de la Constitución del Uruguay)- en 1989 y
–plebiscito (literal A del artículo 331 de la Constitución del Uruguay) sobre
un proyecto de reforma constitucional por el que se habrían declarado nulos los
artículos 1 a 4 de la Ley- el 25 de octubre del año 2009, se debe considerar,
entonces, como hecho atribuible al Estado y generador, por tanto, de la
responsabilidad internacional de aquél.
239. La sola existencia
de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del
Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos
Humanos, lo cual ha sido así considerado incluso por la propia Carta
Democrática Interamericana. La legitimación democrática de determinados hechos
o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones
internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados
como la Convención Americana, de modo que la existencia de un verdadero régimen
democrático está determinada por sus características tanto formales como
sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones a las
normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección de los derechos
humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a
la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las
cuales también debe primar un “control de convencionalidad” (supra párr. 193),
que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder
Judicial. En este sentido, la Suprema Corte de Justicia ha ejercido, en el Caso
Nibia Sabalsagaray Curutchet,
un adecuado control de convencionalidad respecto de la Ley de Caducidad, al
establecer, inter alia, que “el límite de la decisión
de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos
fundamentales (los primeros, entre todos, son el derecho a la vida y a la
libertad personal, y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni bien
común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de
los poderes públicos a la ley”. Otros tribunales nacionales se han referido
también a los límites de la democracia en relación con la protección de
derechos fundamentales.
240.
Adicionalmente, al aplicar la Ley de Caducidad (que por sus efectos constituye
una ley de amnistía) impidiendo la investigación de los hechos y la
identificación, juzgamiento y eventual sanción de los posibles responsables de
violaciones continuadas y permanentes como las desapariciones forzadas, se
incumple la obligación de adecuar el derecho interno del Estado, consagrada en
el artículo 2 de la Convención Americana.
La Corte IDH amplió su fundamentación en la Opinión Consultiva OC-28/21,
de 7 de junio de 2021, solicitada por la República de Colombia, y reiteró que la
democracia, los derechos y libertades inherentes a la persona y sus garantías,
y el Estado de Derecho es una tríada interrelacionada. La sola existencia de
una sociedad democrática en el sentido de respeto total de la voluntad de las
mayorías no garantiza el respeto de los derechos humanos, citando la Carta
Democrática Interamericana. En cuanto a los límites a las mayorías no debe
extrañar pues las Constituciones siempre establecieron algunos y lo mismo han
hecho las normas internacionales. La Corte toma la noción de interdependencia
(equilibrio usé antes) entre el principio democrático que se traduce entre
otras cosas en gobernantes elegidos por las mayorías, pero esto debe
relacionarse con el Estado de Derecho y con la protección de los derechos
frente a las mayorías. Pero el carácter electivo (me permito agregar ni la
participación directa del cuerpo electoral) no garantiza la protección plena de
los derechos de las minorías, lo que se completa con el Estado de Derecho y los
derechos humanos.
Entiendo, por mi parte, que una visión que solo considere a un sistema
democrático como aquel en que se respete la voluntad de las mayorías, presenta
una visión parcial de la democracia ya que este concepto implica, a su vez, el
respeto del Estado de Derecho y también de los derechos humanos. Se afecta la
democracia cuando no se respetan las mayorías y cuando se permite que estas
violen derechos humanos; de ahí la señalada necesidad de equilibrio, pero no de
primacía de las mayorías.
Recuerda la Corte el preámbulo de la CADH en cuanto al propósito de
consolidar, dentro de las instituciones democráticas, un régimen de libertad
personal y justicia social. La Carta de la OEA, luego de la modificación de
1985, dispone que la democracia representativa es condición esencial para el
desarrollo, la paz y la seguridad en el continente y todo Estado tiene derecho
a elegir su sistema político, económico, social y a organizarse en la forma que
mejor le convenga (artículo 3). Una de las formas mediante la cual el sistema
interamericano promueve la democracia y el pluralismo es mediante la protección
de los derechos.
En el caso Capriles vs. Venezuela, de 10 de octubre de 2024, la
Corte ha dicho:
Asimismo, la
Corte ha señalado que en una democracia representativa es necesario que el
ejercicio del poder se encuentre sometido a reglas fijadas de antemano y
conocidas previamente por todos los ciudadanos, con el fin de evitar la
arbitrariedad. Este es precisamente el sentido del concepto Estado de Derecho.
En esa medida, el proceso democrático requiere de ciertas reglas que limiten el
poder de las mayorías expresado en las urnas para proteger a las minorías, e
implica que las personas que ejercen el poder respeten las normas que hacen
posible el juego democrático. […].
También ha señalado la Corte que:
[l]a separación
e independencia de los poderes públicos limita el alcance del poder que ejerce
cada órgano estatal y, de esta manera, previene su indebida injerencia sobre la
actividad de los asociados, garantizando el goce efectivo de una mayor
libertad. La separación e independencia de los poderes públicos supone la
existencia de un sistema de controles y fiscalizaciones, como regulador constante
del equilibrio entre estos. Este modelo denominado “de frenos y contrapesos” no
presupone que la armonía entre los órganos que cumplen las funciones clásicas
del poder público sea una consecuencia espontánea de una adecuada delimitación
funcional y de la ausencia de interferencias en el ejercicio de sus
competencias. Por el contrario, el balance de poderes es un resultado que se
realiza y reafirma continuamente mediante el control político de unos órganos
en las tareas correspondientes a otros, y a través de las relaciones de
colaboración entre las distintas ramas del poder público en el ejercicio de sus
competencias. A su vez, estos criterios están estrechamente relacionados con
las obligaciones previstas en la Convención. En efecto, la separación de poderes,
el pluralismo político y la realización de elecciones periódicas son también
garantías para el efectivo respeto de los derechos y las libertades
fundamentales.
La Corte claramente se orienta en la interdependencia de la democracia,
Estado de Derecho y protección de los derechos humanos y, en la necesidad de
reglas claras, fijadas de antemano, para evitar la arbitrariedad. Asimismo,
toma el principio de separación de poderes y refiere a un sistema de controles
y fiscalizaciones; esto es el modelo de “frenos y contrapesos”.
Esto ha llevado a que la Corte IDH considere contrarias a la CADH,
incluso, disposiciones constitucionales (Bachof, 2010). El primer caso
fue Olmedo Bustos y otros (La última tentación de Cristo) vs. Chile, de
5 de febrero de 2001, relativo a la habilitación de un caso de censura previa;
luego, Boyce y Otros vs. Barbados, de 20 de noviembre de 2007, relativo
a la pena de muerte; en Tzompaxtle Tecpile y otros vs. México, de 7 de noviembre de 2022 y
García Rodríguez y otros vs. México, de 25 de enero de 2023, sobre
prisión preventiva oficiosa y arraigo, entre otros. En otras palabras, el
control de convencionalidad es aplicable, incluso, respecto a normas
constitucionales.
E) Síntesis
En definitiva, tanto la Constitución uruguaya como el sistema
interamericano, se enmarcan en la separación de poderes, el pluralismo político
y la realización de elecciones periódicas que son también garantías para el
efectivo respeto de los derechos y las libertades fundamentales. Nada hay que
pueda llevar a la conclusión de que ciertos pronunciamientos mayoritarios
negativos impliquen que se saneen inconstitucionalidades o inconvencionalidades
y que estas cuestiones, lesivas de los derechos humanos, queden fuera de las
competencias de los jueces internos o internacionales. Por supuesto que siempre
está la alternativa, que entiendo señala Gamarra, como camino: la reforma
constitucional. Y siempre, si no se está de acuerdo con las normas y
estructuras del sistema interamericano de derechos humanos, podrá utilizarse el
camino de la denuncia de la Convención, utilizado, a veces con éxito y a veces
sin él, por algunas dictaduras latinoamericanas. Pero si esto no se hace solo
cabe la interpretación de buena fe de la Constitución y del DIDH y no se pueden
desnaturalizar disposiciones jurídicas claras. Respecto a las normas
internacionales no puede olvidarse el artículo 27 de la Convención de Viena
sobre derecho de los tratados ya mencionado.
Y no se olviden los criterios generales. Cualquier tribunal ante el que
es planteado un caso debe resolverlo y, a estos efectos, una vez esclarecidos
los hechos, el propio tribunal determinará cuál es el ordenamiento jurídico aplicable
al caso, lo interpretará y, si hubiere contradicciones, las resolverá
(principios de temporalidad, jerarquía, competencia y, si se trata de derechos
humanos, el principio pro persona o la directriz de preferencia de
disposiciones) y, dictará, por último, la sentencia. Esto, que es la esencia de
la labor judicial, solo cede frente a excepciones a texto expreso, como ocurre
en materia de inconstitucionalidad de las leyes con los artículos 256 y 257 de
la Constitución uruguaya que concentran la competencia para esta declaración en
la Suprema Corte de Justicia, pero a falta de excepción regirán los principios
generales. Esto es sin duda trasladable a la Corte IDH,
¿Solución
jurisdiccional o mayoritaria?
Sin perjuicio de antecedentes remotos, como la decisión del juez Edward Coke en el famoso Bonham
case (Fernández
Segado, 1992, p. 1037.; Sullivan & Gunther, 2004, p. 15 y ss.), la pregunta
formulada adquiere mayor trascendencia a partir del siglo XVIII con los aportes
de Hamilton y Madison (Hamilton
et al., 1999, en especial el capítulo LXXVIII), las discusiones
en las convenciones estaduales de ratificación constitucional de Estados Unidos
y antecedentes jurisprudenciales en dicho país (García-Mansilla,
Manuel José, 2023) y por supuesto
el caso Marbury v Madison (Eisgruber, 2003). Siempre fue un
tema polémico y el debate está asociado a razones históricas, culturales y a
las realidades judiciales y políticas. Y por supuesto que hay diferencias. Si
bien el sistema del judicial review, sin
perjuicio de sus críticos, se ha mantenido en la realidad de los Estados Unidos
como la visión dominante, resulta muy interesante la evolución europea que,
partiendo de una clara desconfianza en los jueces y confianza en el parlamento,
fue evolucionando hasta llegar a los actuales tribunales constitucionales que,
fuera del Poder Judicial, actúan como legisladores negativos, con sentencias
con efectos generales y a veces retroactivos.
Las virtudes del contralor contra mayoritario y del principio de
separación de poderes están muy tratadas, pero no puede dejarse de reconocer
que el hecho de que la decisión final sobre una cuestión constitucional
trascendente la adopte un órgano jurisdiccional, en general con pocos
integrantes, rechina, al menos en apariencia, con una noción democrática
elemental.
Dos comentarios iniciales son necesarios. El primero, refiere a la
historia, cultura, experiencias, problemas, etc. de cada sociedad. El sistema
de Estados Unidos no es fácil de comprender fuera de dicho país, de su historia
y tradiciones. Hace más de un siglo de
Tocqueville (De Tocqueville, Alexys &
Traductor Carlos Cerrillo Escobar, 1911, pp. 65 y 120 y ss.) señalaba la
importancia inmensa de los jueces en América y que pueden hacer algo impensable
en la Europa de aquellos tiempos: desaplicar una ley (Oddone, 1995, p. 25, destaca un
cierto orgullo por el poder de los jueces). Lo mismo
ocurre en otros países que actúan conforme a procesos políticos y jurídicos
propios. Es muy difícil en este tema extraer conclusiones generales partiendo
de experiencias particulares que pueden ser muy distintas entre sí.
El segundo comentario inicial es que no es el intérprete quien responde
la interrogante, sino que será la Constitución o en su caso el DIDH. Podrá
compartirse o no la solución del Derecho positivo, pero al final del día a eso
deberá estarse, sin perjuicio de las críticas e intentos de reforma que puedan
realizarse. No son válidos los intentos de desnaturalización del orden jurídico
como recurso del intérprete de aproximar el ordenamiento jurídico nacional ni
el internacional a lo que él desearía que dijera. Kramer, que entiende haber
demostrado que en Estados Unidos “la Corte Suprema ha usurpado el poder”,
señala que la Constitución da herramientas para luchar contra esto, si es que
se desea hacerlo, y menciona: se pueden someter a los jueces a juicio político,
se puede recortar el presupuesto de la Corte, se pueden ignorar sus órdenes, se
le puede recortar su jurisdicción o bien reducir el número de sus integrantes,
asignarle responsabilidades más gravosas, cambiar los procedimientos. Y agrega
este autor que los mecanismos están disponibles y cuando fueron usados por
líderes prestigiosos fueron exitosos (Kramer, Larry D., 2011, p. 303
y ss.). El propio Kramer señala que la
sola mención de estas herramientas causa escalofríos en muchos, para algunos
sería como liberar a un animal salvaje. En América del Sur hemos visto el uso
de estos mecanismos y siempre han respondido a fines espurios y han perjudicado
seriamente la independencia del Poder Judicial. Entiendo que estos mecanismos
no son aceptables y, frente al ordenamiento jurídico, si no convence solo cabe
su reforma por los procedimientos correspondientes. Se debe actuar e
interpretar el derecho positivo de buena fe. También así se respeta la voluntad
popular expresada en el plebiscito de ratificación constitucional de 1966.
En el caso de Uruguay es muy claro que desde 1830 tenemos un sistema
creado sobre tres poderes de gobierno, en el marco de la teoría clásica, y el
Poder Judicial actúa en muchos casos en el ejercicio de un control contra mayoritario.
Desde 1934 hay normas expresas y claras que lo confirman. Esto solo puede
modificarse con una reforma constitucional. Asimismo, la experiencia histórica
y la cultura jurídica y política nacional nos muestra jueces prudentes, a los que
quizás el exceso que se les puede imputar es el de ser demasiado permisivos
frente a los poderes políticos. Pretender aplicar en este país razonamientos
propios de Estados Unidos no parece ser muy lógico como tampoco lo sería una
reforma constitucional creando un tribunal constitucional del estilo europeo, con
sentencias con efectos generales.
Respetuosamente debo señalar que algunos autores que buscan alternativas
al sistema de control contra mayoritario, incluso criticándolo con fuerza, no
terminan de encontrar soluciones alternativas satisfactorias. Mark Tushnet, luego de referir a los cambios políticos, propone
cambiar la Constitución procurando que la gente se gobierne así misma; señala
que todas las ramas del gobierno deben participar en la definición de la
inconstitucionalidad de las leyes y en la interpretación constitucional, así
como que existen nuevos métodos de deliberación, por internet (no sé si incluye
en esto a X), encuestas deliberativas, etc., pero finaliza diciendo que su
propuesta constituye un “utopismo realista” (Tushnet, 2020, p. 290 y ss.). Waldron,
finaliza sus interesantes reflexiones sobre este tema, en que menciona sistemas
alternativos (“modelo Lord Devlin”, modelo de diálogo
paralelo, modelo británico, canadiense, entre otros), concluyendo en que tiene
una fuerte “sospecha” de
que
existe una asimetría importante entre los sistemas de supremacía judicial y los
de supremacía legislativa. Los primeros están asociados a una fuerte cultura de
superioridad judicial, pero la supremacía legislativa rara vez está acompañada
de la creencia de los legisladores de que no tienen nada que aprender de las
otras ramas del gobierno. Termina este autor señalando que su análisis pretende
ser “sugerente y no concluyente, ni intenta probarlo”. El control judicial
tiene que cerrar un diálogo y él prefiere un sistema en que se pronuncien los
tribunales en cuestiones constitucionales y que las legislaturas escuchen,
aunque no adhieran en forma automática, basándose en el prestigio asociado a la
función judicial (Waldron, 2018:, pos. 4458 y
ss.).
De los sistemas
alternativos el que más se ha comentado es el canadiense de 1980. La Sección 33
contiene la solución comúnmente denominada cláusula del “no obstante”. El Parlamento de Canadá, una
legislatura provincial o una legislatura territorial pueden declarar que una de
sus leyes o parte de una ley se aplica temporalmente ("no obstante")
derogando secciones de la Carta, evitando así cualquier revisión
judicial al anular las protecciones de la Carta por un período de tiempo
limitado. Esto se hace mediante la inclusión de una sección en la ley que
especifique claramente qué derechos han sido anulados. Un voto de mayoría
simple en cualquiera de las 14 jurisdicciones de Canadá puede suspender los
derechos fundamentales de la Carta. Sin embargo, los derechos a anular
deben ser un "derecho fundamental" garantizado por la Sección 2 (como
la libertad de expresión, religión y asociación), un "derecho legal"
garantizado por las Secciones 7 a 14 (como los derechos a la libertad y a no
ser objeto de registros e incautaciones ni de castigos crueles e inusuales) o
una Sección 15 'derecho de igualdad'. Otros derechos, como los derechos de
movilidad de la sección 6, los derechos democráticos y los derechos
lingüísticos, son inviolables. Se señala que entre los que aprobaron esta
cláusula, luego, se han acusado entre ellos de ser su responsable y, algunos
destacan, como principal punto a favor de la disposición, que casi no se ha
aplicado. Esto confirma un cuestionamiento profundo a la disposición; su
principal virtud sería su no aplicación. Por mi parte creo ver una cierta
relación de la disposición del “no obstante” con la vieja “razón de Estado”.
Gamarra
Antes, partiendo de la distinción de Akerman de cuestiones políticas ordinarias
y las que corresponden al pueblo (distinción difícil de realizar), ha planteado
algunas ideas alternativas que, en Uruguay, requerirían de reforma
constitucional. Se busca el diálogo entre los tribunales y la rama legislativa
y considera que no sería equilibrado permitir que los legisladores puedan
desconocer la decisión judicial y dictar una ley de similar contenido. Propone
instancias de discusión y participación y si no se logra un acuerdo se debería
recurrir a un referéndum para que el cuerpo electoral resuelva en un esquema
temporal parecido al canadiense. De todas formas, excluye las cuestiones que
refieran a grupos minoritarios en que la decisión sería de los jueces. (Gamarra, 2023, p. 121 y ss.) El reconocimiento de que en
estos casos resuelven los jueces, entiendo, es una aceptación de lo que para mí
es algo evidente: dan más garantías, son más idóneos para la defensa y garantía
de los derechos humanos, los jueces que las mayorías. No debe olvidarse que las
mayorías legislativas en general coinciden con las populares que votaron a los
legisladores y, salvo casos especiales y por períodos cortos, también coinciden
con el Ejecutivo o la tendencia mayoritaria dentro de este. Esto es, las
cuestiones constitucionales, refieran a grupos minoritarios o no, recaen en un
centro de poder peligrosísimo al que se elimina su única contención: el control
judicial contra mayoritario. La concentración de poder es lo que Montesquieu quería
evitar y esta concentración la hemos visto muchas veces en Latinoamérica
(piénsese en la Venezuela de Chávez que directamente encarceló jueces, en la
Bolivia de Morales, etc.) y en estos tiempos en los Estados Unidos[1].
No dudo que la decisión mayoritaria es más peligrosa que la solución contra
mayoritaria y, desde el punto de vista de la realidad, las mayorías son la peor
alternativa para la defensa de los derechos humanos.
Es una
propuesta compleja la distinción de procedimiento según afecten a grupos
minoritarios o no (en general siempre se afectan grupos minoritarios), y se
corre el riesgo de tener varios referéndums en un año y no entiendo el planteo
de Gamarra de un plazo en favor de la ley en la línea canadiense; entiendo que
es altamente objetable. Y no debemos caer en ingenuidades pues, como hemos
visto muchas veces en Uruguay, basta pensar en el plebiscito de 2024 sobre la
seguridad social como en el referéndum contra la Ley de Urgente Consideración,
Nº 19.889, de 8 de julio de 2020, los institutos de gobierno directo están muy
lejos de lograr un debate serio, con argumentos de peso y, todavía, la
impresión que dan es de una gran superficialidad y que se vota conforme a falacias,
confianzas o lealtades políticas, etc. No hay diálogo entre la nueva élite de
activistas que actúan normalmente en bloques y sin espíritu de diálogo.
El tema no es nada sencillo,
especialmente por las diferencias históricas, culturales, políticas, jurídicas,
etc. que son muy distintas en cada país. La actividad o soluciones dialógicas,
como señala entre otros Gargarella (entre otros trabajos en
Gargarella, 2014), resulta sin duda atractiva aun
sin llegar a que todas las partes estén en una situación de igualdad.
Lorenzetti ha referido a la importancia de las audiencias públicas referidas no
a cualquier caso, sino a aquellos que interesan a terceros (difícil es decidir
en cuál categoría cae cada caso) y en estos últimos considera útil la modalidad
de audiencias públicas, aunque no llegan a constituir un diálogo de iguales (Lorenzetti, 2014).
Si bien, como creo que se puede apreciar de lo
dicho en este trabajo, soy más afín a los controles contra mayoritarios, debo
aceptar que abrir el diálogo es altamente conveniente. Esto podrá ser dentro
del marco constitucional actual en que la Corte solo desaplica la ley en un
caso concreto, pero esta sigue con toda su fuerza y vigor, con su vigencia y
eficacia fuera de dicho caso; recuérdese el caso citado de la ley 18.876, de 29
de diciembre de 2011, en que la Corte marcó el camino para legislar como
deseaba el poder político sin incurrir en inconstitucionalidades. Téngase
presente que la sentencia de la Corte para un caso no limita el poder del
Legislativo que podrá mantener la ley, ajustarla, etc. También podrían
analizarse algunas alternativas que no están reglamentadas en Uruguay como el amicus curiae o las
audiencias públicas que existen para casos acotados. Por supuesto que la
reglamentación de estos mecanismos deberá ser muy cuidadosa y precisa pues uno
de los problemas de la Justicia es el tiempo que requiere su actuación.
Si trasladamos la decisión del
Judicial al Legislativo lograremos una mayor publicidad en la discusión, pero
solo cambiaremos de élite: de la judicial pasaríamos a una más numerosa, pero
élite al fin (políticos, activistas, etc.), pero no todo el cuerpo electoral participará.
Y si damos la solución al cuerpo electoral no creo que, bajo ninguna forma,
podamos pensar que con esto se genera un diálogo constructivo, profundo y
reflexivo.
Para finalizar este punto señalo
que, sin perjuicio de todas las teorías vinculadas a los siempre importantes
principios democráticos, la cuestión final debe ser de tipo pragmático: ¿Quién
da más garantías para definir un caso concreto, por ejemplo, sobre los límites
de la libertad de prensa? ¿Las mayorías legislativas o populares o los jueces?
Conclusiones
Como muy
breves conclusiones y sujetas, como siempre, a mayor estudio puedo señalar:
1.
En
nuestros tiempos democracia no es algo que se asocie solo con decisiones
mayoritarias ni populares, sino que este concepto está íntimamente asociado a
otros dos, que le resultan inherentes, como lo es el Estado de Derecho y la
protección de los derechos humanos. Tanto se debería aceptar que se lesiona la
democracia cuando se desatiende la voluntad popular como cuando se perjudica el
Estado de Derecho o se lesionan los derechos humanos. Ninguno de estos
conceptos puede entenderse sin los otros dos: no se pueden proteger los
derechos humanos si no es dentro de un sistema democrático y un Estado de
Derecho, ni se puede tener un sistema democrático ni un Estado de Derecho sin
los otros dos conceptos interrelacionados.
2.
Me
parece incuestionable que desde 1830 nuestro derecho constitucional, partiendo
del principio de separación de poderes, ha establecido un sistema de contralor
contra mayoritario, dentro del cual, en el ámbito judicial y para el caso
concreto la palabra final en materia de inconstitucionalidad de las leyes,
desde 1934, la tiene la Suprema Corte de Justicia. Asimismo, todas las leyes,
sin exclusiones, pueden ser declaradas inconstitucionales por dicho órgano y no
hay posibilidades de sanear vicios de constitucionalidad salvo con el dictado
de otra ley que los elimine.
3.
No
es posible en el esquema constitucional uruguayo, realizar una interpretación
conforme la cual el pronunciamiento negativo del cuerpo electoral frente a un
recurso de referéndum o un plebiscito, limite las atribuciones de la Corte de
los artículos 256 y 257 de la Constitución. El ejercicio de las atribuciones
del cuerpo electoral, como cualquier órgano de creación constitucional, está
sometido a la Constitución desde el punto de vista sustancial, procedimental y
temporal; al pronunciarse en un recurso de referéndum el cuerpo electoral puede
aceptar el recurso, con lo que las disposiciones cuestionadas quedan sin efecto
o rechazar el recurso conforme lo cual todo sigue como está. No se puede
extraer otro efecto de la negativa sin texto expreso, más si esto implica
limitar la competencia constitucional y expresa de otro órgano (la parte final
del artículo 82 confirma esto).
4.
Puede
ser, claro está, que alguien no esté de acuerdo con la solución constitucional,
pero en ese caso el único camino posible es el de la reforma constitucional.
5.
No
puedo compartir entonces que se haya preferido la parte dogmática de la
Constitución sobre la orgánica, ni que los jueces hayan invadido o vaciado las
competencias del cuerpo electoral, ni que la Corte se extralimite en el
ejercicio de sus competencias. La Corte ha ejercido sus competencias
constitucionales dentro del marco establecido por la Carta.
6.
Debe
reconocerse que para algunos procesos en que estén en juego cuestiones de gran
trascendencia, y siempre que no se perjudique a las partes ni se dilate mucho
el proceso, podría estudiarse la reglamentación del amicus
curiae. Respecto a las audiencias públicas creo
que hay que ser más cauteloso, pero igualmente es un tema para estudiar.
7.
No
creo que ninguna de las propuestas que se han manejado conduzcan a terminar con
la “élite” judicial como algunos lo denominan, sino que solamente la cambiarán
por otra élite, más numerosa, de la que no se sabe bien sus integrantes
(militantes políticos, sindicales, Ongs, etc.), pero
no conducirán a una discusión en la que participe todo el cuerpo electoral.
8.
Se
debe ser muy cuidadoso a la hora de extraer argumentos y afirmaciones de países
cuya historia y realidad cultural, jurídica y política son muy distintas. La
mayoría de los fundamentos provenientes de Estados Unidos, en general, no son
trasladables a Uruguay.
9.
El
equilibrio es la clave de esta cuestión y la Constitución nacional es
extraordinariamente equilibrada: la sentencia de la Corte que declara la inconstitucionalidad tiene
efectos solo para el caso concreto y solo en él alcanza la autoridad de la cosa
juzgada (lo que pasa siempre en el ámbito judicial, incluso, por ejemplo, en un
juicio de responsabilidad civil en que el Estado es demandado, en la condena
penal a un funcionario, en la declaración de que el Ejecutivo incumplió un
contrato, etc.). Fuera del caso concreto, como ocurre con cualquier sentencia,
la ley mantiene su fuerza y vigor, su vigencia y eficacia, y las potestades del
legislativo no se ven afectadas en forma alguna (no hay stare
decisis ni tiene la sentencia de la Corte efectos
generales). Es un sistema extraordinariamente equilibrado de múltiples
interpretaciones constitucionales con efectos variados.
10. Por último, sin perjuicio de
todos los argumentos teóricos y democráticos, al final, se debe recurrir a una
visión pragmática: ¿cuál es la garantía más efectiva y la más confiable para
los derechos humanos? ¿En qué sistema hay más posibilidades, por ejemplo, de
retrocesos en la protección de los derechos humanos, de que se autoricen
deportaciones sin previo proceso legal, etc.? Estas cosas pueden pasar en los
dos sistemas, pero son menos probables en donde se admite el contralor contra mayoritario.
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Contribución de los autores (Taxonomía CRediT):
el único autor fue responsable de la:
1.
Conceptualización, 2. Curación de
datos, 3. Análisis formal, 4. Adquisición de fondos, 5. Investigación, 6.
Metodología, 7. Administración de proyecto, 8. Recursos, 9. Software, 10. Supervisión, 11. Validación, 12. Visualización, 13. Redacción - borrador original, 14. Redacción - revisión y edición.
Disponibilidad de datos: El conjunto de datos que apoya los
resultados de este estudio no se encuentra disponible.
Editor
responsable Miguel Casanova: mjcasanova@um.edu.uy
[1] Para comprender esta afirmación se aclara que este trabajo corresponde a una investigación iniciada en enero de 2024 y se finaliza en mayo de ese año.