REVISTA DE DERECHO. AÑO XX (JULIO 2021), Nº 39, PP. 9-10 | ISSN: 1510-5172 (PAPEL) - 2301-1610 (EN
LÍNEA)
DIEGO VELASCO SUÁREZ - COMENTARIO A SENTENCIA SOBRE EUTANASIA.
ACCIÓN DE AMPARO DE ANA ESTRADA UGARTE, CONTRA MINISTERIO DE SALUD, MINISTERIO
DE JUSTICIA, Y SEGURO SOCIAL DE SALUD DEL PERÚ. Corte Superior de Justicia de
Lima, 11er. Juzgado constitucional. Sentencia del 22-2-2021 - doi: https://doi.org/10.47274/DERUM/39.7
Diego VelaSCo SUÁREZ*
Facultad de
Derecho de la Universidad de Montevideo (UM), Uruguay.
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5042-3752
Recibido:
30/04/2021 - Aceptado: 31/05/2021
Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo
Velasco Suárez, D. (2021).
Comentario a sentencia sobre eutanasia Acción de
amparo de Ana Estrada Ugarte, contra Ministerio de Salud, Ministerio de
Justicia, y
Seguro Social de Salud del Perú. Corte Superior de Justicia de Lima,
11er. Juzgado Constitucional. Sentencia del 22-2-2021. Revista de Derecho,
20(39), 111-143. https://doi.org/10.47274/DERUM/39.7
* Abogado. Profesor de Introducción al Derecho
y Derecho Natural en la Facultad de Derecho de la Universidad de Montevideo
(Uruguay).
Comentario a sentencia sobre eutanasia.
Acción de amparo de Ana Estrada Ugarte, contra Ministerio de
Salud, Ministerio de Justicia, y Seguro Social de Salud del Perú.
Corte
Superior de Justicia de Lima, 11er. Juzgado Constitucional. Sentencia del
22-2-2021.
Resumen: Se realiza un análisis crítico de la sentencia
que acoge la acción de amparo de Ana Estrada declarando inaplicable, por
inconstitucional, el artículo del Código Penal que tipifica el homicidio
piadoso (que prohíbe la eutanasia).
El supuesto
“derecho a la eutanasia” se lo considera implícito en el “respeto a la
dignidad” de la “persona humana”, que es considerada por la Constitución como
“fin supremo de la sociedad y del Estado” (Perú, 1993). Pero se termina
reduciendo dignidad a libertad fáctica, negando la igual dignidad de toda
persona humana, fundando la eutanasia en la percepción de indignidad.
En el análisis
crítico se distingue dignidad inherente, igual para todo ser humano, y actos
libres dignos (los que respetan esa dignidad), señalando que sólo estos son
ejercicio de un derecho a la libertad. Se identifica ser o existencia personal
y vida de un ser humano. A partir de ello, se consideran intercambiables el
deber mínimo de respeto a la dignidad, el deber mínimo de respeto a la vida o
prohibición de matar, y el contenido mínimo esencial del derecho a la vida. De
allí deduce la primacía del derecho a la vida sobre el derecho a la
libertad.
Palabras
clave: eutanasia, derecho a la vida, persona,
dignidad, derechos humanos, irrenunciabilidad, libertad
Commentary on the ruling on eutanasia.
Action for protection
of constitutional rights by Ana Estrada Ugarte, against the Ministry
of Health, the Ministry of
Justice, and the Peruvian
Social Health Insurance.
Supreme Court of Justice of Lima, 11th Constitutional Court. Ruling of 22-2-2021.
Abstract: A critical analysis is made of
the ruling that accepts the
action for protection of constitutional
rights of Ana Estrada declaring inapplicable, as unconstitutional, the article of the
Criminal Code that criminalizes mercy killing (which prohibits euthanasia).
The supposed “right to euthanasia” is considered implicit
in the “respect for the dignity”
of the “human person”. However, it ends up reducing
dignity to factual freedom, denying the equal dignity
of every human person, basing euthanasia on the
perception of unworthiness.
This article distinguishes
inherent dignity, equal for every
human being, and dignified
free acts, pointing out that only
the latter are the exercise of
the right to freedom. It
identifies being or personal existence and life of a human being. From this,
the minimum duty of respect
for dignity, for life or
prohibition to kill, and the minimum
essential content of the right
to life are considered interchangeable. It concludes the
primacy of the right to
life over the right to
liberty.
Key words: euthanasia, right to life, person,
dignity, human rights, inalienability, freedom.
Comentário sobre a decisão relativa à eutanásia.
Acção Amparo de Ana Estrada Ugarte, contra o Ministério
da Saúde, Ministério da Justiça, e o Seguro Social de Saúde
Peruano.
Tribunal
Superior de Justiça de Lima, 11º Tribunal
Constitucional. Sentença de 22-2-2021.
Resumo: Realizou-se uma análise
crítica da sentença que abarca a ação
de amparo de Ana Estrada declarando inaplicável, como
inconstitucional, o artigo do Código Penal que tipifica a morte
por homicidio misericordioso (que proíbe a eutanásia).
O suposto “direito à eutanásia” é considerado no “respeito
pela dignidade” da “pessoa
humana”, que é estabelecido pela Constituição
como o “objetivo supremo da sociedade e do Estado”.
Mas acaba por reduzir a dignidade
à liberdade factual, negando a igualdade
de dignidade a cada pessoa
humana, baseando a eutanásia
na percepção da indignidade.
Na análise crítica é feita uma distinção entre dignidade inerente, igual para
todos os seres humanos, e atos livres
dignos (aqueles que respeitam
essa dignidade), salientando que apenas estes são o exercício de um direito à liberdade.
Identifica-se ser ou a existência
pessoal e a vida de um ser
humano. De este modo, considera-se intercambiável o dever mínimo de respeitar a dignidade, o dever mínimo de respeitar a vida ou a proibição de matar, e o conteúdo
mínimo essencial do direito
à vida. Disto deduz a supremacia
do direito à vida sobre o direito
à liberdade.
Palavras-chave: eutanásia, direito à
vida, pessoa, dignidade, direitos humanos, inalienabilidade,
liberdade.
1. La
sentencia
En
sentencia del 22-2-2021, la Corte Superior de Justicia de Lima, 11er. Juzgado
Constitucional, resolvió una acción de amparo solicitada por Ana Milagros
Estrada Ugarte contra el Ministerio de Salud (MINSA), Seguro social de Salud
(EsSalud) y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (MINJUSDH), por la que
se dispuso:
1. Se inaplique el artículo 112 del Código Penal
para el caso de la actora, de modo que los sujetos activos del delito allí
previsto (homicidio piadoso) no puedan ser procesados si los “actos
tendientes a su muerte” se practican “de manera institucional y sujeta
al control de su legalidad, en el tiempo y oportunidad que lo especifique, en
tanto ella no puede hacerlo por sí misma” (parte resolutiva, 1).
2. Se ordena al MINSA y a EsSalud que conformen “Comisiones
Médicas interdisciplinarias, con reserva de la identidad de los médicos y con
respeto de su objeción de conciencia, si fuere el caso, en un plazo de 7 días”,
una que establezca un “protocolo” y otra “que cumpla con practicar la
eutanasia”, “mediante la acción de un médico de suministrar de manera directa
(oral o intravenosa) un fármaco destinado a poner fin a su vida, u otra
intervención médica destinada a tal fin” (parte resolutiva, 2).
3. Se declaró improcedente la pretensión de que
se ordene al MINSA “emitir una Directiva que regule el procedimiento médico
para la aplicación de la eutanasia para situaciones similares…” (parte
resolutiva, 5).
La
demanda alega una “enfermedad incurable, progresiva y degenerativa, llamada
polimiositis”, que tiene desde los 12 años, y que la ha llevado a estar en
silla de ruedas desde los 20 años y a un “estado de dependencia alta en los
últimos 12 meses”. Está en un programa “clínica en casa”, con “médicos,
psicólogos y nutricionistas”, y señala que “ello significa que ha
perdido su intimidad y privacidad”.
No
manifiesta aún su voluntad de poner fin a su vida, sino que el amparo lo
promueve para que “el procedimiento solicitado” se ejecute “dentro de
los diez días hábiles contados a partir del momento en que ella manifieste su
voluntad de poner fin a su vida” (I. PARTE EXPOSITIVA: DEMANDA).
Incluso, considera que “si yo tuviera el ‘permiso’ del Estado para morir,
estoy segura que esos procesos infecciosos no serían así de terribles y los
llevaría en paz, con esperanza y libertad” (II. FUNDAMENTOS DE HECHO, § 3).
En
cuanto a los fundamentos de derecho, considera que la norma penal lesiona el “derecho
fundamental” “a una muerte digna”, “a la dignidad”, “a la vida digna”, “al
libre desarrollo de la personalidad” y constituye una “amenaza cierta a
no sufrir tratos crueles e inhumanos” (I. PARTE EXPOSITIVA: DEMANDA. B).
La
sentencia tiene una fundamentación extensa, en la que se manifiestan muchas
contradicciones. Por la extensión de este artículo, nos limitaremos a comentar
las más relevantes.
2. Construye un derecho para inaplicar un
derecho fundamental y una prohibición penal
Se
reconoce que el derecho a la vida es un derecho fundamental, y que éste es el bien
jurídico tutelado con el delito de homicidio piadoso.
Frente
a este derecho a la vida, se “construye” un supuesto “derecho a la eutanasia”,
que denomina también como “derecho a una muerte digna”.
Se
reconoce que no existe un enunciado normativo positivo, ni legal ni
constitucional, que recoja este derecho. Entonces, lo construirá a partir de
otros derechos fundamentales, acudiendo a dos argumentaciones vinculadas y
contradictorias que justificarían esta “construcción”.
Por
un lado, invoca una supuesta laguna u oscuridad y el principio de inexcusabilidad, según el cual el juez debería crear la
norma para el caso concreto.
Y,
por otro lado, señala paradójicamente que sí existe una norma clara en el Código
Penal, pero que corresponde realizar el control difuso de su
constitucionalidad. Pero en la Constitución no encontrará tampoco el enunciado
normativo positivo que establezca el derecho a la eutanasia.
Esta
“construcción” judicial de un “derecho”, en violación de una ley penal y
de un derecho fundamental como el derecho a la vida, contraría la separación de
poderes y el estado de Derecho.
La
sentencia hace lo que dice que trata de evitar:
“el Juez desarrolla interpretaciones
forzadas de la norma constitucional para no cumplir, o no acatar las leyes que
dicta el legislativo; tal vez porque no las comparte, porque su moral o su
ideología particular lo inclinan a una contradicción con las leyes vigentes…”
(§ 77)[1].
3. Pretende
derivar el derecho a la eutanasia de la dignidad inherente de todo ser humano,
y concluye negando esa dignidad.
A
partir de
otros derechos fundamentales, como el
derecho a la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, el derecho a la
integridad y a no sufrir tratos inhumanos y degradantes y la valoración de la
autonomía de la persona (…), se construye el derecho a la eutanasia, al
suicidio asistido y a la eutanasia activa directa… (§ 149).
Pretende
primero deducir el derecho a disponer de la propia vida (“derecho a la
eutanasia” o “a una muerte digna”) a partir del principio de la dignidad
inherente de todo ser humano.
Nos
detendremos ahora en el análisis de esta argumentación, porque es la cuestión
central. Después continuaremos con una descripción más resumida de la
consiguiente fundamentación de la sentencia.
En
realidad, como veremos, este principio fundamental de la dignidad llevaría a
concluir lo contrario: el carácter inherente del derecho a la vida y, por lo
tanto, su irrenunciabilidad e inviolabilidad o carácter absoluto.
En
los hechos, la sentencia terminará admitiendo que los casos en que afirma que
habría un derecho a la eutanasia son precisamente situaciones en las que se
considera que la vida humana no es digna, quebrando por tanto el principio de
la igual dignidad inherente de todo ser humano.
3.1. ¿Qué
es el derecho a la dignidad?
3.1.1. Lo
que dice la sentencia
La
sentencia no dice con claridad qué significa “derecho a la dignidad”.
Se
habla del “respeto a la dignidad” de la “persona humana” como “fin supremo de
la sociedad y del Estado” (artículo 1 de la Constitución peruana: Perú, 1993).
Se
afirma que, si bien
la dignidad, como derecho, se ha
tomado principalmente desde la óptica de la razón, sin embargo, este derecho,
es tan inherente al ser humano que son tan dignos aquellos que poseen
razón, como aquellos que la han visto afectada, por alguna discapacidad;
fundamento que es recogido por la Convención de los derechos de las personas
con discapacidad; no sin reconocer que la razón, es la medida o referencia del
uso del derecho a la dignidad, la autonomía, la libertad y muchos otros
derechos, pues solo en el momento que se es consciente de todo ello, puede el
ser humano hacer uso total y efectivo de estos derechos, pero que debe
promoverse el uso y defensa de la autonomía, también de las personas con
discapacidad. (§ 179)
Y
se concluye que “Ana Estrada” “seguirá siendo digna para todo efecto en
nuestra sociedad y el Estado, más allá de su discapacidad y aún de la eventual
pérdida de su raciocinio” (§ 179).
Si
la explicación terminara aquí, podría colegirse que la dignidad es una cualidad
inherente a todo ser humano, que lo constituye en fin supremo de la sociedad y
del Estado. Por ser una cualidad inherente a la condición humana, sería
objetiva: común a todo ser humano, “por ser humano”[2]. Ello determinaría
que la sociedad y el Estado deben tener como fin supremo a todo ser humano: es
decir, que deben valorarlo como fin, no como un medio que vale según una
finalidad según la cual se lo valora. Esta es la noción de dignidad que
surgiría del texto constitucional.
También
se agrega una noción sobre qué es lo específico del ser humano: su
racionalidad. Y se aclara que esta racionalidad es considerada como
potencialidad propia de la especie humana: si alguien pertenece a una especie
racional, aunque en ese momento no esté actualizando esa potencialidad (quienes
han visto el ejercicio de su razón afectado por alguna discapacidad, o aún no
han llegado al grado de desarrollo que les permita tal ejercicio), es humano,
tiene dignidad humana. Es racional la especie animal a la que pertenece, por
más que esa persona concreta no tenga uso efectivo de su razón.
Hasta
aquí, la sentencia es plenamente compartible. Pero sorprende cómo continúa su
razonamiento.
Después
de afirmar que Ana Estrada seguirá siendo digna, aunque pierda su raciocinio,
afirma:
Pero, en la medida que su razón es el
referente o medida de sus derechos, debe reconocerse también su autonomía y su
autopercepción de su dignidad, pues la dignidad, si bien es inherente a la
persona, desde el derecho y desde el respeto de la sociedad, es también un bien
que debe ser percibido por la propia persona, que debe ser dirigido por ella
misma para que realmente exista. (§
179)
¿Qué
significa que su razón
es el referente o medida de sus derechos? ¿Y cuál sería
el objeto de este
“derecho a la dignidad”? La primera cuestión la abordaremos a continuación y, la siguiente, al concluir el análisis que
aquí comenzamos.
3.1.2. El
concepto de dignidad inherente presente en la Constitución y en los
instrumentos internacionales de Derechos Humanos.
Es
correcto afirmar que la razón humana es la regla o medida de los derechos, pues
es en ella donde se descubre qué corresponde a cada persona como derecho y como
deber. Pero la razón particular de cada uno no crea el derecho, sino que
lo descubre (cuando puede descubrirlo); y, aunque no lo descubra (por ejemplo,
porque no tiene desarrollado el ejercicio de su razón o porque el mismo está
impedido por alguna incapacidad), sigue existiendo algo que le corresponde: por
ley positiva o por ley natural (por su condición humana). Un bebe, un incapaz,
no tienen autonomía como para auto percibir su dignidad y, sin embargo, como
ésta es inherente a su condición humana, son dignos. Su dignidad existe
realmente, aunque ellos no la perciban. Y los demás, que pueden percibir esa
dignidad, “dotados como están de razón y conciencia”, tienen el deber de
tratarlo como otro yo, fraternalmente, como alguien que es fin último de la
sociedad y del Estado, como alguien digno, fin en sí, con un valor que no
depende de la valoración que se haga de él, sino que, por ser lo más valioso,
debe ser valorado.
Sí,
la dignidad es “un bien que debe ser percibido por la propia persona”:
tiene ese deber, en la medida en que tal percepción sea un acto libre. Si no
puede, porque está impedido por el dolor o la enfermedad, no hará un acto
libre, y por tanto, esa falta de percepción de su
dignidad no será un acto indigno. Pero la sociedad en su conjunto, y quienes,
como el médico, no están condicionados en su percepción, saben que es humano y,
por tanto, digno; y en consecuencia, tienen el deber
de respetar su dignidad y derechos humanos.
Este
concepto de dignidad como inherente a la condición humana, y no dependiente del
concreto ejercicio de la razón, es el que está presente en los instrumentos internacionales
de derechos humanos, como la Convención Americana de Derechos Humanos que en su
artículo 1° señala que “es persona todo ser humano” (OEA, 1969), el artículo 1°
de la Declaración Universal de Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948) que
señala que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derechos…”, y reconoce que, “dotados como están de razón y conciencia, deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Es decir: todos los seres
humanos están dotados de razón y conciencia: ya cuando nacen (aunque no tienen
ejercicio de su razón y conciencia); y tienen una igual dignidad esencial, y
por eso, iguales derechos derivados de esa condición humana. Luego, el uso de
su razón y conciencia es lo que les permitirá descubrir que los otros humanos
son iguales (hermanos), y que, por eso tienen deberes hacia los demás, que se
corresponden con aquellos derechos.
Así,
pues, la dignidad no es un derecho, sino el fundamento de la obligatoriedad de
todo derecho: como cada ser humano, por serlo, es fin supremo de la sociedad y
del Estado, debe ser valorado, respetado. De este deber de
respeto y valoración surgen todos los deberes: en la medida en que cada
persona necesita de la sociedad (de los demás) para poder desarrollarse
plenamente, los demás deben valorarlo haciendo las acciones y omisiones que
sean necesarias para que cada persona pueda lograr ese desarrollo, en la medida
de su necesidad y según la capacidad y posición relativa del obligado. Según,
entonces, esa medida y en virtud de esa dignidad es que surgen los derechos
subjetivos (lo que uno recibe de los demás) y los deberes correspondientes (lo
que debe hacerse por ellos).
Todo
ser humano, por serlo, es digno: tiene una dignidad inherente, intrínseca,
esencial; y por ser digno, tiene derechos; y, frente a él, las demás personas
tienen los correspondientes deberes. No hay un derecho subjetivo determinado,
sin un concreto deber de todos o de determinadas personas.
Las
acciones conscientes y libres siempre están guiadas por el deber de respetar
esa dignidad propia y de las demás personas. Cuando respetan esa dignidad,
respetan los derechos que derivan de ella. Y, en ese sentido, también las
acciones son dignas: adecuadas a esa dignidad sustancial de la persona. Pero
también podrían ser acciones indignas: aquellas que no respetan esa dignidad,
al no respetar los derechos-deberes que emergen de ella.
La
primera acción digna (acorde con la dignidad) es la de reconocer esa dignidad:
si no se percibe la dignidad, no se puede valorar al sujeto digno, ni actuar en
consecuencia (cumplir con los deberes correspondientes a sus derechos).
La
dignidad esencial, inherente, no se pierde: mientras se sea humano, se es
digno. Pero las acciones conscientes y libres pueden ser indignas, no reconocer
esa dignidad. Si alguien, libremente, desconoce la dignidad de otra persona,
ésta no deja de ser digna, pero aquél no respetó su dignidad, no se comportó
humanamente (“fraternalmente”, como dice la Declaración Universal de Derechos
Humanos -en adelante, DUDH): lo indigno es la acción de quien incumple su
deber, no la persona cuyo derecho es violado.
3.2. ¿Cómo
se deriva el “derecho a la eutanasia” a partir de la “dignidad”? (Análisis
crítico).
Seguidamente,
la sentencia hace un razonamiento de difícil intelección:
Así, la discapacidad y el sufrimiento
por causa de la enfermedad y la discapacidad puede afectar el derecho a la
dignidad, pero solo en su faz de la autopercepción, mas no en la faz externa;
por consiguiente; debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso
de su libertad fáctica y jurídica. (§
179).
Si
se parte de que la dignidad es “inherente al ser humano”, no se entiende por qué,
el hecho de que alguien no perciba su dignidad podría determinar que esa
dignidad realmente no exista. Y, por consiguiente, no se entiende que
pueda concluirse que “debe existir un espacio de disposición
de su titular, en uso de su libertad fáctica y jurídica”. Analicemos los
pasos de este razonamiento confuso e incorrecto:
3.2.1. Primer
paso: la discapacidad, la enfermedad y el sufrimiento pueden condicionar y
hasta determinar fácticamente la percepción de la propia dignidad
Se
parte de la afirmación de un hecho real: la discapacidad y el sufrimiento
causados por esa incapacidad o por la enfermedad pueden condicionar y hasta
determinar fácticamente la percepción de la propia dignidad.
Se
aclara que esa percepción es un hecho subjetivo: que se da en el interior del
sujeto.
Hasta aquí, estamos de acuerdo. No está
en discusión que, en el plano fáctico (en el plano de lo que en los
hechos sucede), se da esta autopercepción de indignidad, y que la causa
o concausa de este hecho es otro hecho: la discapacidad, y el sufrimiento
causado por ella o por la enfermedad. Y
tampoco está en discusión que esta percepción se da en la subjetividad, en el
interior de esa persona.
3.2.2. Segundo paso: se afirma que la dignidad
debe ser percibida por la propia persona para que realmente exista
3.2.2.1. ¿Sería
entonces una dignidad inherente al ser humano?
Aquí
ya no estamos de acuerdo. Esta es una afirmación opuesta a la formulada antes:
la dignidad es inherente al ser humano. Y se aclaró que, “son tan dignos
aquellos que poseen la razón, como aquellos que la han visto afectada por
alguna discapacidad” (§ 179). Reiteramos: si la dignidad es inherente al
ser humano, si, como dice el artículo 21 del Código Civil “Son personas todos
los individuos de la especie humana” (Uruguay, 1994, octubre 19), entonces,
si alguien es ser humano, es “persona”, no “cosa”. Si es humano y no se autopercibe como “digno”, como “fin supremo de la
sociedad y del Estado” (como señala en su artículo 1º la Constitución
peruana -Perú, 1993), no por ello deja de ser digno, un “fin en sí”. Y lo es,
para toda la sociedad y para él mismo.
3.2.2.2. ¿Sería
“dignidad” = valor absoluto, intrínseco?
Como
explica Kant (2012), que cada ser humano sea persona significa que “no
posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio, sino un valor
intrínseco: la dignidad” (p. 44). Las “cosas” tienen un
valor relativo o “precio”: su valor depende de que sean valoradas para otros
fines; las personas, en cambio, tienen un valor absoluto o “dignidad”: generan,
en las personas, el deber de valorarlas como fines, no como medios para otra
finalidad. Las cosas valen porque son valoradas; las personas deben ser
valoradas porque valen, con un “valor interno absoluto” o “dignidad”.[3]
Si hay una realidad digna, ésta debe
ser valorada por quienes tienen la capacidad de entender esa realidad
(conocer, con su razón, que ese ser es digno porque es humano) y
de actuar libremente en relación con ella, valorándola según su dignidad.[4] Alcanza con ver a un ser
humano, para saber que es humano y que hay que valorarlo.[5]
3.2.2.3. Dignidad,
libertad y deber
El
deber emerge, como de su fuente, de la dignidad, a través de la inteligencia
que descubre que está ante un ser digno y que, por ello, en el juicio de
la conciencia, indica a la propia persona, a su voluntad, que, en su actuar
libre, debe valorar a ese ser porque es un valor o fin supremo.
El
deber es inherente a las acciones libres: soy libre porque mi inteligencia me
indica cómo debo actuar, porque descubre que yo y las demás
personas somos dignos: por serlo, la razón, en el juicio de la conciencia,
me señala que debo hacer aquello que sea conveniente para conservar y
desarrollar mi ser y el de las demás personas, y que no debo hacer
aquellas acciones que me (o los) perjudiquen. Si no tuviera inteligencia, o si
no pudiera descubrir que yo soy digno (que debo elegirme como fin) y no pudiera
saber qué acciones son convenientes para desarrollarme, no podría ser libre: no
podría moverme a mí mismo a actuar, porque no tendría el móvil, la fuerza
motriz, para hacerlo.
Claro
que, quien no se perciba a sí mismo o a los demás como dignos, no se sentirá
obligado por esa dignidad. Es más: si no percibe a los demás como dignos, no
puede entender que los demás tengan derechos (que son la concreción o expresión
de esa dignidad), ni que él tenga deberes correspondientes a esos derechos. Y
si no percibe su propia dignidad, no podrá entender que tiene derechos (que
expresan esa dignidad) ni que los demás tengan los correspondientes deberes
hacia él.
Y,
como carecerá del móvil de la propia dignidad, carecerá también de libertad. No
hay nadie menos libre que aquel que considera que no vale nada. ¿Qué puede
elegir, como un medio para él, si él no vale, si él mismo no es un fin? De allí
que es muy dudoso que sea libre y, por tanto, culpable, imputable, quien no se
considera humano, persona, digno.
En
este sentido, podría entenderse la afirmación que estamos criticando: “la
dignidad debe ser percibida por la propia persona para que realmente exista”,
pero agregamos: para que exista como una realidad operativa, como un móvil del
actuar humano. Pero es una afirmación casi tautológica: la dignidad debe ser percibida
por el propio sujeto libre, para que exista como realidad percibida y,
por tanto, para que puede operar como móvil de su actuar, en ese sujeto libre.
3.2.2.4. Distintos sentidos y ámbitos de la
dignidad, la libertad y el deber
Estamos
en el plano de la motivación interna del actuar, que es el plano propio de la
ética. En el plano del derecho, que también regula las acciones libres, no se
consideran éstas desde la perspectiva del mismo sujeto que actúa (de lo que es
conveniente para su desarrollo), sino desde la perspectiva de las otras
personas, a quienes esa persona necesita y que, a su vez, necesitan de ella
para lograr el pleno desarrollo de sus potencialidades. (Éste es el fin
inmediato de toda sociedad: el bien común, o conjunto de condiciones para que
todos y cada uno de sus miembros puedan desarrollarse plenamente como persona[6]). La persona no es una
mónada aislada y autosuficiente, es un ser social, que se realiza socialmente,
dando y recibiendo. Precisamente porque es un ser único, insustituible, con un
valor supremo, de dignidad, es fin de la sociedad y del Estado; pero esta
sociedad o Estado es el conjunto de todos esos seres iguales en dignidad que,
por ello, deben valorarse recíprocamente como tales: son seres con deberes
recíprocos y, por tanto, con derechos recíprocos.
En
este plano de las acciones libres en las que se afectan los deberes y derechos
recíprocos, el criterio con el que se juzgan tales acciones no es la
conveniencia de una acción al propio sujeto que actúa (su bondad o maldad
ética), sino el valor social de la misma. Se considera la acción en su aspecto
más objetivo, en lo que sirve o perjudica al fin de la sociedad: al bien común:
a esas condiciones requeridas para que todos y cada uno puedan lograr su pleno
desarrollo. Una acción debida jurídicamente, es una acción que
corresponde al bien común: una acción justa: que es debida como
carga de lo que una persona debe hacer para ese bien común de la sociedad, y
que corresponde a otros como derecho, como la parte en que ese bien
común beneficia a ese sujeto o al conjunto de la sociedad.
En
este plano jurídico, la dignidad requerida para tener derechos es la dignidad
objetiva, la que surge de la mera condición de ser humano. Si es humano, es
sujeto de derechos: tiene todos los derechos humanos. Es lo que afirma
categóricamente el artículo 1° del Pacto de San José de Costa Rica: “persona es
todo ser humano” (OEA, 1969). Que se auto perciba o no como digna, no cambiará
su condición de persona, no cambiará su estatus jurídico: su posición
relativa respecto de los demás miembros de la sociedad. Seguirá siendo “sujeto
de derechos”, no “objeto de derechos”: seguirá siendo “persona”, no “cosa”.
Tendrá dignidad, no precio. Tendrá, para la sociedad, un valor absoluto, no
relativo: deberá ser valorada por ser lo más valioso; no tendrá valor según que
sea valorada o no valorada, con mayor o menor intensidad, por muchos, o por
pocos, o por nadie: todos deben valorarla, aunque, de hecho,
fácticamente, no la valoren.
Como
se ve, hemos distinguido diferentes sentidos y diferentes planos en los que se
habla de “dignidad”:
• Un sentido sustantivo o principal,
por el que el término “digno” se aplica al sujeto digno: en este
sentido, se afirma que cada ser humano tiene una dignidad inherente. Y un sentido
derivado de éste, por el que el término “digno” se aplica a las acciones
libres que respetan la dignidad del sujeto digno.
• Un plano ontológico, real u objetivo.
En este plano, es digna, en sentido propio, una realidad que es de
determinada manera: el ser humano; a este modo de ser se le
aplica el término “digno” porque, por tener ese modo de ser, esencia o
naturaleza (es decir, de modo inherente o intrínseco), es un ser
digno (tiene el estatuto o categoría ontológica de persona): es
lo más valioso, o un valor o fin supremo para la sociedad.
• Un plano lógico, perceptivo o
subjetivo: es la percepción racional de esa realidad ontológica a la
que, en sentido principal, se le aplica el término “dignidad”. Este plano de la
percepción se regula por el plano de la realidad: si se ajusta a lo real, la
percepción es verdadera. Pero es posible, fácticamente, que no se ajuste: que
un ser digno (que es el único que puede percibir la realidad y juzgar si tal
percepción se ajusta o no a aquella) no perciba su dignidad. A esta
representación o percepción de la dignidad se la denomina “dignidad auto
percibida”.[7]
• Un plano ético: refiere,
en primer lugar, al sentido derivado del término “digno”: se predica la
cualidad de “dignas” a aquellas acciones conscientes y libres que respetan la
dignidad ontológica de las personas: la del propio agente y la de las otras
personas a las que esas acciones pueden afectar. Este plano supone la
existencia del primero, y la posibilidad fáctica del segundo: si la persona no
fuera realmente digna, no habría deber de valorarla como tal; y, si una persona
no puede percibirse a sí misma o a los otros como dignos (por ejemplo, porque
no tiene desarrollada su inteligencia, o está impedida en su ejercicio), no
puede verse obligada internamente por ese deber ético de respetar esa dignidad
en sus acciones libres. También en la ética se habla de la dignidad en sentido
propio: de la dignidad del sujeto ético. En este caso, coincide con el concepto
ontológico de dignidad. Es el presupuesto real u ontológico de la ética, pues
no puede haber acciones libres (que es la realidad regulada por la ética) si no
hay un sujeto capaz de acciones libres, es decir, una persona, un sujeto digno.
• Un plano jurídico: se
aplica el término “digno”, en sentido principal, a los seres humanos, en
cuanto “sujetos de derechos” (o “persona” en sentido jurídico), porque,
por el sólo hecho de ser humanos, tienen un valor supremo según el cual las
demás personas tienen un deber y, por eso, ellos tienen derechos. El deber es
el de valorar o querer que esas personas sean y que sean todo lo que pueden
ser, y el de hacer (acciones u omisiones) lo que necesiten para ello. El primer
deber (para todos) será un no hacer: el deber de no matar a esa persona,
de no perjudicarla, de dejar que se desarrolle libremente. Los deberes de
hacer, en cambio, se tendrán según la posición relativa de cada persona (los
padres, por ejemplo, deben alimentar y educar a sus hijos, quienes hayan
acordado una prestación a
favor de una persona, deben cumplirla, y la sociedad debe actuar
para que se concreten y cumplan esas necesidades de cada uno - que constituyen
sus derechos-, por parte de quienes tengan el deber correspondiente). Estas
acciones u omisiones son debidas por los demás como parte de su aporte al bien
común, fin de la sociedad. Y esas mismas acciones u omisiones debidas son
derecho para ese sujeto, como parte de lo que le corresponde -como beneficio-
del bien común de la sociedad. El fin de la sociedad es crear las condiciones
para el pleno desarrollo de todos sus miembros, porque cada uno de ellos es el
fin supremo de la sociedad, porque tiene ese valor supremo inherente: porque
tiene dignidad de persona. Y como la sociedad está formada por todas las
personas, todas ellas son el fin de la sociedad (tienen una dignidad en la que
se fundamentan sus derechos) y, a la vez, todas ellas, en sus acciones libres,
tienen deberes con los que cumplen el derecho de los demás, respetan la
dignidad de los demás, poniéndolos como fin de la sociedad.
También en el plano jurídico, el término
digno se aplica, en sentido derivado, a las acciones libres, en la medida en
que respetan la dignidad personal. Es decir: las acciones libres son dignas
jurídicamente, cuando respetan los derechos que expresan la dignidad de las
personas, lo que corresponde a ellas por ser dignas. Es indigna, contraria a la
dignidad de la persona sujeto de derechos, la acción que no respeta esos
derechos. Toda acción libre contraria a un derecho es una violación a la
dignidad jurídica de la persona, a lo que a ésta corresponde como tal. No es,
por tanto, un ejercicio del derecho a la libertad, sino una violación de
derecho, violencia antijurídica. Como analizaremos en el apartado
correspondiente a la libertad, ésta no sólo debe respetar los derechos
ajenos, sino también aquellos derechos propios que, por ser expresión de la
dignidad del agente, por derivar de su condición humana, son irrenunciables.
Éstos no sólo corresponden a su directo beneficiario, como derecho, sino
también a la sociedad, en cuanto ésta tiene el deber de regir las
conductas hacia el bien común, haciendo que se cumplan los derechos que forman
parte esencial de ese bien común. Que se respete la igual dignidad de todas las
personas no sólo es en interés o beneficio de esa persona, sino de toda la
sociedad que requiere, como primer condición y regla para su existencia y para
lograr ese bien común, que se ordene respetar esa igual dignidad, y que se
hagan cumplir, en la medida posible, los deberes que esa dignidad exige.
En el plano jurídico, la dignidad
tiene una dimensión externa o relacional. Es el fundamento de todas las
relaciones sociales, y de la existencia misma de derechos y deberes que
configuran esas relaciones. La dignidad es el fundamento del derecho, en dos
sentidos.
- En primer lugar, el derecho supone
una relación entre sujetos con igual dignidad, para que pueda darse
esta recíproca correspondencia de derechos y deberes: la dignidad del otro es
aquí también el fundamento del que emerge el deber de uno; y a su vez, el deber
presupone la existencia de un sujeto inteligente y libre que puede conocer la
dignidad del otro y la propia dignidad, para sentirse obligado por ese deber. Si
no fueran personas (dignos) no podrían tener derechos ni deberes: ni positivos,
ni naturales. El hecho de ser persona, la dignidad de persona, es
el fundamento de todos los derechos: es el supuesto que posibilita tener
derechos y deberes.
- Y a su vez, esa igual dignidad inherente a
la condición humana determina que tengan iguales derechos inherentes a esa
condición. El hecho de ser persona (ser humano) es el título que otorga
todos los derechos inherentes a la condición humana, y los
correspondientes deberes. Todo ser humano, y la sociedad en su conjunto (el
Estado) tienen el deber de respetar la condición de persona: la dignidad y los
derechos humanos que expresan esa dignidad. Por eso la persona es el fin de la
sociedad y del Estado. Éste no otorga esos derechos, porque son inherentes,
intrínsecos a la condición humana: sólo los reconoce, y tiene el deber de
respetarlos y garantizar su cumplimiento.
Como el derecho es una relación entre
sujetos, la dignidad que los vincula es considerada en su
faz externa: en la perspectiva del otro que queda obligado por la
dignidad de su semejante. En este sentido, estamos de acuerdo con la afirmación
de la sentencia: que alguien no se perciba como digno sólo afecta a la
autopercepción de la dignidad (a la dignidad en el plano lógico; e incluso, por
lo dicho respecto a la falta de libertad que ello podría implicar, a su
incidencia en el plano ético), pero no afecta a la dignidad en su faz externa:
en el plano del derecho, que es el plano relacional, los otros seguirán con el
mismo deber que surge de esa dignidad objetiva u ontológica, que ellos sí
pueden percibir y por la que sí están obligados ética y jurídicamente.
3.2.3. Tercer paso: salto del plano fáctico
perceptivo al plano preceptivo-normativo, de la “faz interna” a la “faz
externa” de la dignidad.
La
sentencia, luego de afirmar que la discapacidad y el sufrimiento causado por
ella o por la enfermedad pueden afectar la dignidad en su faz interna, es
decir, “sólo en su faz de la autopercepción, mas no en la faz externa”,
da un salto sin fundamento lógico, afirmando que: “por consiguiente, debe
existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad fáctica
y jurídica” (§ 179).
En
este razonamiento hay varias falacias y contradicciones.
3.2.3.1. Salto
del plano fáctico al normativo
Primera
falacia: desde la perspectiva normativa, tanto jurídica (ámbito de las acciones
externas) como ética (que comprende las acciones internas además de las
externas), lo que se debe hacer no depende de lo que, en los hechos, se
haga: del plano meramente fáctico, no se puede deducir un deber ser.
Sólo
de la percepción de un modo de ser en el que se encuentre ínsita una finalidad,
puede derivarse un precepto, un mandato de la inteligencia a la voluntad. La
percepción de un ser como digno (como valor máximo) implica percibirlo como
fin, y por eso, de ella se deriva un precepto; la percepción de sí mismo como
fin, es lo que permite tomarse a sí mismo como fin de su acción y, por tanto,
dominar sus acciones, dirigirlas, autodeterminarse a partir de ese fin propio,
que es en lo que consiste la libertad. Sin percepción de la dignidad, no hay
espacio alguno para la libertad.
Si
yo no percibo mi propia dignidad y quiero matarme, atento contra mi
dignidad en su fase interna, en el ámbito de la ética. Por su objeto, esa acción interna es contraria a
mi dignidad (justamente, implica rechazar mi carácter de ser digno). Por su
objeto, por lo que se elige con esa acción, no es una acción ética, conveniente
a lo que yo soy (ser humano). El querer matarme es una acción indigna desde la
perspectiva ética.
Querer
matarse no es manifestación de la propia dignidad, sino de lo contrario: de que
uno considera que no es digno.
Así
lo explica Kant (2008): “El hombre no puede enajenar su personalidad mientras
haya deberes, por consiguiente, mientras viva; y es contradictorio estar
autorizado a sustraerse a toda obligación…” (p. 282, énfasis
añadido). Es más, señala que, si
fuera lícito el suicidio, caerían todos los deberes, caería la propia moral:
Destruir al sujeto de la moralidad en su
propia persona es tanto como extirpar del mundo la moralidad misma en su existencia, en la medida en que
depende de él, moralidad que, sin embargo, es fin en sí misma; por
consiguiente, disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin
supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (homo noumenon), a la
cual, sin embargo, fue encomendada la conservación del hombre (homo phaenomenon).” (Kant, 2008, pp. 282-283, énfasis
añadido)
Y
aclara que el hombre “no debe renunciar a su dignidad, sino mantener
siempre en sí la conciencia de la sublimidad de su disposición moral, y esta
autoestima es un deber del hombre hacia sí mismo” (Kant, 2008, 299,
énfasis añadido).
También
señala Kant (2012):
Alguien que por una serie de infortunios quede
sumido en la desesperación y experimente un hastío hacia la vida todavía
se halla con mucho en posesión de su razón como para poder preguntarse a sí
mismo si acaso no será contrario al deber para consigo mismo arrebatarse la
vida. Que compruebe si la máxima propuesta para su acción pudiera
convertirse en una ley universal de la naturaleza. Su máxima sería ésta: “En
base al egoísmo adopto el principio de abreviarme la vida cuando ésta me
amenace a largo plazo con más desgracias que amenidades prometa”. La cuestión
es si este principio del egoísmo podría llegar a ser una ley universal de la
naturaleza. Pronto se advierte que una naturaleza cuya ley fuera destruir la
propia vida por esa misma sensación cuyo destino es impulsar el fomento de la
vida se contradiría a sí misma y no podría subsistir como naturaleza, por lo
que aquella máxima no puede tener lugar como ley universal de la
naturaleza y por consiguiente contradice por completo al principio supremo de
cualquier deber. (p. 127, énfasis añadido)
3.2.3.2. Salto de la faz interna (autopercepción) a
la externa (plano jurídico)
Segunda
falacia: si la autopercepción sólo afecta la dignidad en “su faz interna”, no
en la “faz externa”, no se entiende por qué debería incidir en el ámbito
jurídico.
La
dimensión jurídica de la libertad, como vimos, refiere a la faz externa de la
dignidad: un acto libre, para que sea un derecho (un ejercicio de la libertad
como derecho), debe respetar la dignidad, debe respetar los derechos que
expresan esa dignidad. Los derechos expresan todas las acciones u omisiones que
corresponden a una persona, en cuanto debidas; y son debidas
porque son acciones libres que respetan esa dignidad: porque valoran a ese ser
como lo más valioso, como digno.
En
la medida en que la decisión interna de querer matarse se convierta en una acción
externa de darse muerte, y más aún si solicita a otro que le dé muerte o
lo ayude a darse muerte, se pasa del plano sólo ético al plano jurídico. En este caso, se atenta contra la dignidad como
fundamento de los derechos y los deberes correspondientes a esos derechos
(deberes jurídicos).
3.2.3.3. Se
considera digno tratarse como cosa indigna
Por
último, se incurre en una clara contradicción.
La
disposición de sí mismo, en el sentido de no valorarse como fin supremo y,
consecuentemente, auto eliminarse como “cosa” sin valor, puede responder a una
libertad fáctica, pero no a una libertad ética o jurídica. Tanto la ética como
el derecho exigen al acto libre el respeto a la dignidad personal; y el tratarse
como cosa disponible, descartable, desechable, sin valor, es lo
contrario a respetar la dignidad.
Es
verdad que, en muchos casos, hay una libertad fáctica para darse muerte, y
también para solicitar a otro que le dé muerte o lo ayude a darse muerte, y
también para que este otro lo haga. Este “espacio de disposición” para el “uso
de su libertad fáctica” existe, y no es posible evitarlo de modo absoluto.
Pero
no hay ningún fundamento en la dignidad de la persona para que deba
existir ese “espacio de disposición”: ni en el plano ético, ni en el plano
jurídico. La dignidad exige lo contrario: que se deba valorar la propia
vida, el propio ser, la persona, su existencia, como lo más valioso, como “fin
supremo de la sociedad y del Estado”.
Por
lo tanto, esa dignidad exige, desde el punto de vista ético, que uno tenga el deber
de querer su existencia, querer su ser, querer ser y querer ser todo lo que
pueda ser, según su esencia o naturaleza (que es la de un ser mortal). Por
eso, el deber de querer vivir es el primer deber ético: querer vivir hasta la
muerte natural. No se debe querer matarse ni que otro lo mate, porque
implicaría no querer vivir hasta la muerte natural, implicaría negar la
dignidad, al querer que alguien (yo u otro) no valore mi ser, mi existencia, mi
vida, al punto tal de querer que no exista.[8]
Y,
desde el punto de vista jurídico, la dignidad de la persona, el hecho de que,
por ser humana sea persona en sentido jurídico (titular de
derechos), determina el deber de todo ser dotado de razón y conciencia
de valorarlo como digno, como fin último de la sociedad y del Estado, fin que
se debe respetar en todas las acciones conscientes y libres. Y el primer deber
será el de un no hacer: no matar, porque no es posible querer o valorar algo y
querer que no sea, y hacer algo para que deje de ser. Y por eso, el primer
derecho será el correspondiente derecho a seguir viviendo hasta la muerte
natural.
3.2.4. Crítica:
el derecho a una muerte digna es el mismo derecho a la vida.
¿Hay, entonces, un derecho a una muerte digna? Sí: es parte del derecho a la
vida. Si el derecho a la vida es el derecho a vivir hasta la muerte natural, la
muerte natural es parte esencial del derecho a la vida. Es el derecho a morir sin que me maten.
Porque si hay alguien que me da muerte mediante un acto voluntario, con ese
acto voluntario estaría
queriendo
mi muerte, que es lo mismo que querer que no viva, no querer mi vida, no querer
mi existencia, mi ser: alguien que no me estaría valorando como lo más valioso,
que me estaría tratando no como persona, sino como cosa, y como cosa que nadie
valoraría, que tendría, entonces, un precio inferior a “0”: no valdrían la pena
los esfuerzos, los gastos, las molestias o el sufrimiento que deberían hacerse
para que yo siga existiendo. Sería cosa sin valor, desechable, descartable.
Obviamente,
esa percepción de mi vida, de mi ser, como algo sin valor, sin dignidad, sería
una percepción errónea: ontológicamente, objetivamente, realmente, yo seguiría
siendo un individuo de la especie humana (artículo 21 de nuestro
Código Civil: Uruguay, 1994, octubre 19), un “ser humano” (como
dice el artículo 1º del Pacto de San José de Costa Rica: OEA, 1969), y,
entonces, como tal, sería “persona”, tendría todos los “derechos
inherentes a la personalidad humana” (artículo 72 de la Constitución
uruguaya: Uruguay, 1967): y si tengo todos los derechos humanos, ello se
fundamenta en que los demás tienen el deber de respetar todos esos derechos,
tienen el deber de valorarme porque “Todos los seres humanos nacen libres
e iguales en dignidad y derechos” (DUDH, art. 1º): todos tienen
la misma “dignidad intrínseca”[9] y “derechos
iguales e inalienables” (DUDH, Preámbulo), por lo que tal dignidad y
derechos no podrán perderse, mientras siga siendo ser humano.
Como
se ve, no es una opinión más entre las múltiples visiones antropológicas que
son admisibles en una sociedad democrática pluricultural. Como señala el
Preámbulo de la DUDH:
• “el reconocimiento de la dignidad intrínseca
y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia
humana” es la “base”
de “la libertad, la justicia y la paz en el mundo”;
• “el desconocimiento y el menosprecio de los
derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia
de la humanidad”.
• Es el conjunto de “los pueblos de las Naciones
Unidas” quien ha reconocido (no creado), estos derechos, y ha
proclamado “su fe en los derechos fundamentales del hombre” y “en
la dignidad y el valor de la persona humana” que está en la base de
esos derechos, como fuente de su obligatoriedad.
• Es esta comunidad internacional la que ha proclamado
“una concepción común de estos derechos”, a pesar de la
multiplicidad de culturas, creencias, convicciones religiosas, filosóficas,
jurídicas y políticas de quienes participaron en la redacción y aprobación de
esa declaración.
• Son ellos quienes han considerado que es “esencial
que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho”.
No
es una opción válida, respetuosa de los derechos humanos, la opción de un
Tribunal o de un Legislador que considere que hay vidas (seres humanos) a las
que está prohibido matar, que tienen un derecho a la vida absoluto e
irrenunciable, tutelado por la ley, consideradas como valores fundamentales de
la sociedad y por eso protegidas por la ley penal en los delitos de homicidio y
asistencia al suicidio…, y otras vidas (otros seres humanos) respecto a las
cuales la ley otorga un permiso para que puedan ser matados o ayudados a darse
muerte, cuyo derecho a la vida es relativo (depende de que ellas se valoren) y
renunciable, que quedan desprotegidas por la ley, que no se consideran valiosas
para la sociedad y, por ello, es justificado el homicidio y la ayuda al
suicidio si previamente renunció a vivir… A los que menos protección necesitan,
se los protege; a los más vulnerables, a los “eutanasiables”
(con enfermedades terminales, o con una incapacidad o un gran sufrimiento
físico o moral), a los más necesitados de ayuda, alivio, protección,
valoración, compañía, a quienes tienen condicionada la percepción de su
dignidad por el sufrimiento y la enfermedad…, se los desprotege; la sociedad -a
través de la ley-, en vez de hacerles sentir la valoración que necesitan,
acrecienta su autopercepción de disvalor señalándoles que, para la sociedad, su
ser, su existencia, su vida…no vale nada, y menos que nada: se la puede
descartar, eliminar… sólo hace falta que él acepte que no vale nada y solicite
ser eliminado.
Está
en juego la noción misma, el reconocimiento mismo de los derechos humanos. Si
un ser humano no tiene derecho a la vida, primer derecho humano, es porque no
existen derechos humanos, derechos de todos los seres humanos, que
obliguen a todos los seres humanos, a toda sociedad, Estado y comunidad
internacional. Si una sociedad no reconoce este derecho humano fundamental no
sólo a una persona sino a todo un grupo de personas (los “eutanasiables”),
aun basándose en que es la mayoría de la sociedad la que considera que no
existe tal derecho y el correspondiente deber respecto a estos casos (a estas
personas), no por eso modificaría ese derecho humano: no puede la voluntad
humana modificar la naturaleza humana, sólo puede no respetarla o respetarla;
crearía un “derecho positivo” (puesto por la voluntad humana), contrario a un
derecho natural, a un derecho humano. Como señala Spaemann
(1998),
…la idea de derechos humanos se diferencia de
la idea de derecho positivo precisamente porque determinaría aquel mínimum que
es sustraído a la arbitrariedad de un poder legislador. Sin esta pre-positividad no tendría ningún sentido hablar de
derechos humanos, porque un derecho que puede ser anulado en cualquier momento
por aquellos para los que ese derecho es fuente de obligaciones, no merece en
absoluto el nombre de derecho. (p. 82)
Tampoco
dependen los derechos humanos de la propia voluntad del sujeto. A pesar de que
él no se valore, no perderá su dignidad inherente: mientras sea humano, será
digno. Y ello, justamente, es lo que determinará que la acción de darle muerte,
la acción del legislador o la del juez por la que afirmen que es lícito darle
muerte, y la acción de solicitud de eutanasia o asistencia al suicidio del
propio “eutanasiable” sean indignas, contrarias a la
dignidad de esa persona. (Con la salvedad que ya señalamos respecto a esta
última acción: en la medida en que no sea una acción libre, no puede ser
juzgada como digna o indigna).
Y
es que la dignidad en sentido principal o sustantivo refiere a esa dignidad
ontológica, inherente a la condición humana, que determina que un ser humano
siempre será digno, siempre será persona, por el sólo hecho de ser humano; pero
la dignidad, en sentido derivado, refiere a las acciones libres que respetan
esa dignidad.
El
morir, que es un verbo pasivo, puede ser producido por hechos no libres, o por
acciones conscientes y libres en las que se procura dar muerte, quitar la vida.
Obviamente, una acción libre, positiva, que tiene como finalidad inmediata
(como objeto) quitar la vida, es contraria al deber de no matar, y al derecho
de ese ser a seguir viviendo hasta la muerte natural. Será una acción contraria
a la dignidad de ese ser, una acción que no tendrá como finalidad que ese ser sea,
y que sea todo lo que puede ser según su esencia (que es lo que exige su
dignidad). Será una acción violatoria del primer derecho y del primer deber
derivados de la dignidad de la persona: el derecho a la vida y el deber de no
matar. Será una acción contraria al primer principio de la vida social y
democrática: la igual dignidad de toda persona, su carácter de fin último de la
sociedad y del Estado.
Como
señala la ley uruguaya de Derechos de los pacientes, hay un derecho a “morir
con dignidad”, Ley 18.335, artículo 17:
Todo paciente tiene derecho a un trato
respetuoso y digno. Este derecho incluye, entre otros a: (…) D) Morir con
dignidad, entendiendo dentro de este concepto el derecho a morir en forma
natural, en paz, sin dolor, evitando en todos los casos anticipar la muerte por
cualquier medio utilizado con ese fin (eutanasia) o prolongar artificialmente
la vida del paciente cuando no existan razonables expectativas de mejoría
(futilidad terapéutica)…. (Uruguay, 2008, agosto 26)
Morir
dignamente exige morir rodeado de acciones dignas: como primera condición, una
omisión: no ser matado, morir de muerte natural (ello excluye la eutanasia y el
suicidio); en segundo lugar, exige ser acompañado, ayudado, aliviado, valorado,
respetado en las propias convicciones: ello excluye la futilidad terapéutica, y
exige los cuidados paliativos.
La
primera exigencia es absoluta: siempre es posible no hacer una acción libre que
tenga como objeto, como finalidad, matar a un ser inocente. Si no fuera
posible, no sería una acción libre. Es, como señala John Finnis
(1992), un absoluto moral, pues “identifican acciones incorrectas, no acciones
correctas; son normas negativas que resultan válidas siempre y en toda ocasión”
(p. 33).
Las
otras, exigen un comportamiento positivo, según la posición relativa y la
posibilidad del obligado. Sin duda, la sociedad, actualmente, tiene la
posibilidad de prestar esa ayuda, acompañamiento, alivio y valoración, a través
de los cuidados paliativos. Por ello, es más grave la respuesta social de
ofrecerle darle muerte, en lugar de ofrecerle (y asegurarle) los cuidados
paliativos, que es la ayuda que objetivamente (y subjetivamente, aunque no lo
perciba) necesita.[10]
3.2.5. Conclusión: de la dignidad, se derivaría el
“derecho a ser indigno”
¿En qué consistiría entonces el “derecho a la dignidad” que invoca la sentencia, como para incluir el “derecho a la eutanasia”?
Ya vimos que el Tribunal reconoce que “el
derecho ha desarrollado un avance al reconocerle dignidad a las personas con
cualquier discapacidad…” (§
95). Pero, por otra parte, señala que
una persona con pérdida de sus
capacidades cognitivas (con Alzheimer avanzado, por ejemplo) podría no tener
una percepción de su propia dignidad, empero, no es pura compasión o
beneficencia la que debe tener el sistema jurídico y la sociedad respecto de
esta persona, sino reconocerle, auténticamente, su dignidad. Sin embargo, esa
misma persona, antes de ingresar a esa situación, cuando aún hace uso de su
razón y aunque fuere parcialmente, sentirá que, en esa situación futura, habrá
perdido su dignidad, porque la medida de su propia percepción de dignidad será
su estado de conciencia y razón.
(§ 95)
No
obstante, luego dirá que, aunque “el uso de la razón” “es la mejor
referencia de su propia dignidad, sin embargo, esta dignidad trasciende a la
razón porque es inherente a la persona humana, sea cual fuere su condición o
capacidad”. (§ 97)
Entonces,
si, como afirma la sentencia, “…la dignidad es inherente a la persona
humana, aun cuando esté afectada, en ese punto, su propia autopercepción” (§ 89), ¿por qué
concluye, en sentido contrario, que se debe respetar “lo que ella considera
una condición digna” (§ 82)?
Si
la dignidad “es inherente a la persona humana, sea cual fuere su condición
o capacidad”, ¿cómo podría estar sujeta a una “condición digna”? ¿Qué condición puede
hacer que un ser humano pase a ser indigno, deje de ser persona y
pase a ser cosa disponible? Si tal condición existiese, ¿la dignidad
sería inherente a la condición humana, o a otra condición de ese sujeto? ¿Y qué
sería ese sujeto no digno, disponible, si es un ser vivo y no es humano? ¿De
qué especie sería ese individuo, sino de la especie humana?
No
hay una respuesta para esto. Porque, además, debería ser un ser capaz de
decidir libremente, capaz de realizar actos jurídicos de la mayor relevancia,
como lo es el renunciar a todos sus derechos y a su misma condición de sujeto
de derecho. Tendría que ser un ser sin dignidad, que no sea persona, pero que a
la vez sea persona, libre, capaz de realizar actos jurídicos que
modifiquen su propio estatus jurídico, pasando de “persona” a “cosa”.
Señalemos,
como síntesis del análisis crítico de este apartado:
• La dignidad no es propiamente un derecho, sino que, en su sentido principal o propio, es el
fundamento de todos los derechos: es el valor supremo inherente a todo ser
humano por el hecho de ser humano, que origina los deberes de todas las
personas (incluyendo al conjunto de la sociedad o Estado y a la propia persona
sujeto de esa dignidad).[11] Esta dignidad es inherente
a todo ser humano que es, por ello, persona, fin en sí, “fin supremo de la
sociedad y del Estado” (Perú, 1993, art. 1º), con valor absoluto (que debe
ser valorado siempre por ser lo más valioso); no: “cosa” con valor relativo de
medio o precio (que vale si es valorado).
• Si se considera la dignidad en un sentido derivado,
aplicado a las acciones libres, éstas son dignas (adecuadas a la dignidad de la
persona) cuando valoran y respetan la dignidad de las personas (de sí misma y
de las demás personas).
• Admitir que no hay deber de no matar a
un ser humano es igual a admitir que ese ser humano no tiene dignidad.
4. Termina
“fundando” el derecho a la eutanasia en una libertad que no tendría el deber de
respetar la dignidad y los derechos humanos irrenunciables.
Entonces,
sin el fundamento de la dignidad, acude al derecho a la libertad o a la
autonomía.
Esta
libertad se consagrará como. un derecho
a no ser digno: a no considerarse digno y a que los demás no lo consideren
digno. Se estaría afirmando: “Mi dignidad exige que pueda renunciar a ella”. A
lo que habría que contestar: una vez que lo hagas, ¿en qué se fundamenta tu derecho
a ser muerto? Si no eres digno, no eres persona, no eres sujeto de derechos: no
puedes tener derechos.
Por
otra parte, no todos tendrían
tal “derecho” “fundado en la libertad”: paradójicamente, sólo lo tendrían aquellos que antes se reconoció que
tienen su libertad fácticamente condicionada o determinada por la enfermedad,
la incapacidad o el dolor: los “eutanasiables”[12]. Para los que, en los
hechos, son más libres (los sanos y autónomos), su libertad no será suficiente
para quitarle dignidad a su ser, para hacer que su vida carezca de valor: la
sociedad considerará que sus vidas valen (son aparentemente dignas), mientras
que las otras no valen, son una carga que no hay más remedio que respetar si
ellos quieren seguir viviendo.
En
los hechos, lo que se estará valorando no es ni la libertad (pues a los más
libres no se les reconoce su libertad de renunciar a su vida), ni la vida o la
dignidad de la persona (pues la vida de unas personas es valorada, y la de
otras personas, no). Lo que se valorará es lo que la persona pueda aportar para
la sociedad; y lo que se considerará un disvalor es lo que la sociedad tenga
que hacer para ayudarla.
Entonces,
no se valorará a la persona como fin, sino como un medio para la sociedad,
según su aporte, su autonomía, su salud.
Se
alegará que se valora la libertad como parte integrante esencial de una vida
humana y, por tanto, a las personas que sean más libres.
Pero
la libertad no será un valor condicionado al respeto de la dignidad: no será la
libertad conforme a derecho. El valor supremo no sería la igual dignidad inherente de todo ser humano,
sino la libertad fáctica. Se reemplazaría el respeto a la igual dignidad de todos por el
respeto a la diferente libertad fáctica de cada uno: la discriminación según la
ley del más fuerte, en lugar del deber de solidaridad y protección al más
débil; el imperio de la fuerza, en lugar del imperio del derecho.
Volviendo
a la última objeción planteada en el final del apartado anterior: ¿cómo
concilia
la sentencia la “dignidad inherente a la persona humana” (§ 89) y que se pueda
determinar cuándo a una persona se la puede matar porque se la considera no
digna, según lo que ella (y previamente la sociedad, por la ley) determinó “lo
que ella considera una condición digna” (§ 82)? ¿Cómo concilia el
principio de “dignidad inherente a la persona humana” y la admisión
-jurisprudencial o legal- de que puede haber una persona humana para quien “…la
vida no merece la pena vivirla…” (§ 108)?
Para
intentar esta conciliación, divide al ser humano en “ser humano” y “libertad”.
Habría un ser, llamado “libertad”, que sería capaz de decidir si él mismo es
ser humano (“persona”) o “cosa”. En efecto, como la dignidad es inherente al
ser humano, para decidir si uno es digno, debe tener la capacidad de decidir si
es humano. Ese ser que decide sería la “libertad”. Claro que no se aclara qué
sería esa libertad antes de decidir que es digno y, por tanto, ser humano; ni
tampoco, se dice qué sería esa libertad luego de decidir que no es digno, que no
es humano. Veamos cómo lo expresa la sentencia: “el ser del hombre, aquello
que lo hace ser lo que es, no es la razón, sino la libertad…”; de allí
concluye que el hombre “determina su dignidad o hace que la dignidad le sea
inherente, porque no lo hace objeto, sino fin” (§ 98). Es decir: si la libertad
se trata a sí misma como fin, se hace un ser digno, un ser humano, una persona;
si la libertad se trata a sí misma como objeto, esa libertad es un ser no
digno, una cosa, no un ser humano, una persona.
A
continuación, “aclara” que la libertad
es también inherente al ser humano y la
libertad significa la autonomía de tomar decisiones, incluso la de vivir. Vivir
así, no es un deber, ser libre sí lo es y en esa medida puede proyectar su
vida, también su muerte. (§ 99)
Estamos
de acuerdo en que la libertad es inherente al ser humano, es parte de lo que le
corresponde por ser humano. Pero ya explicamos que el ejercicio fáctico
de la libertad (lo que, en los hechos, se puede elegir) no siempre
coincide con el ejercicio ético y jurídico de la libertad (lo que se debe
elegir); y vimos que si no hubiera una libertad ética (si no hubiera algo que
conviene elegir, según lo que la inteligencia puede percibir), no habría
tampoco libertad fáctica (no podría elegir, porque no sabría qué le conviene
elegir, ni si le conviene elegir). Y también vimos que, si uno no es digno,
tampoco puede elegir (¿por qué elegir algo en cuanto conveniente a mí, si yo no
valgo como para elegirme como fin de mis acciones?) Y que, por tanto, todo
ejercicio de la libertad tiene un deber ético y, en la medida en que somos
seres sociales, también un deber jurídico, si tal acción es no sólo interna
sino externa, de modo que afecta a la convivencia social. Y que ambos deberes
suponen como primer deber la valoración de la propia dignidad, y la de los
demás.
Entonces:
sí: tenemos la libertad fáctica de tomar decisiones, incluso la de vivir o no
vivir; y ello es expresión de mi dignidad humana: puedo tomar decisiones porque
soy libre; pero en virtud de esa misma dignidad que posibilita que sea libre,
puedo fácticamente realizar acciones que respeten esa dignidad: acciones
dignas, debidas; o puedo fácticamente realizar acciones contrarias a esa
dignidad: acciones indignas, indebidas, contrarias a la ética y al derecho.
Vivir sí es un deber: es el primer deber. Es el
primer deber para conmigo mismo (deber ético), pues debo valorar mi ser, mi
existir, mi vida, porque es digna, fin (valor) supremo. Y es el primer deber
para con los demás, con el resto de la sociedad, y con algunas personas más
particularmente: deber jurídico, que corresponde al derecho de los demás. Ellos
no tienen derecho a disponer de mi vida, porque soy persona, pero tienen el
deber de valorarme y tratarme como fin supremo de la sociedad y del Estado. Y
este deber no es una “carga” en el sentido negativo que podría entenderse a
primera vista: el cumplimiento de ese deber les permite a ellos también (no
solamente a mí) desarrollarse plenamente como seres humanos, seres personales
que no sólo tienen la potencialidad de recibir y aceptar libremente como un don
la ayuda, sino de dar, de darse, de entregarse a sí mismos como don hacia los
demás y, de esa forma, se desarrollan plenamente como humanos.
Este
deber de vivir es el supuesto de todos los demás deberes que tenemos como seres
sociales. Si pudiera (con derecho a ello) no vivir, podría (con derecho a ello)
dejar de cumplir todos mis deberes. Tendría el derecho de incumplir mis deberes
que, por tanto, no serían deberes.
¿Ser libre es un deber? Es una realidad, y el supuesto
de todos los deberes. Pero no es un deber “ser libre”
si por ello se entiende “ejercer la libertad en
cualquier sentido”, también contra la dignidad de las personas: contra los
derechos ajenos que expresan esa dignidad, o contra los derechos propios que,
por estar ligados de modo inherente a esa dignidad, son irrenunciables (son
parte del orden público de la sociedad). En este caso no sólo no sería un deber, sino que
sería el ejercicio
de la libertad en violación
de los deberes éticos
y/o jurídicos que le son inherentes.
Digamos
como conclusión crítica de este apartado, relacionándolo con el anterior:
• La libertad es una manifestación de la
dignidad de la persona.
• Toda persona, por serlo, es “dueña de su
ser”, no en el sentido de “dominio de una cosa”, de “propiedad sobre una cosa”:
porque las “cosas” tienen valor de medio, valor relativo, que depende del
querer (de la valoración, de la libertad) de las personas, mientras que la
persona es fin en sí, valor máximo o absoluto, que no vale porque se la valore,
sino que se la debe valorar (guía las acciones libres haciéndolas debidas)
porque es lo más valioso.
• Ser dueño de su ser no implica que le sea
lícito (ética y jurídicamente) disponer de su ser, quitarse la vida: su
ser, su vida no es cosa disponible, sino persona que, por ser lo
más valioso (digno) debe ser valorada: debe valorarse.
• Su ser no es algo distinto que ella misma:
no es algo, sino alguien: ella misma. Ella misma es digna, lo más valioso y,
por ello, debe valorar su ser. Su vida es su ser y, por eso, debe valorar su
vida según lo que ella es (una vida humana, que deberá desarrollar para ser todo
lo que puede ser, con los límites, también temporales, que le son propios):
debe vivir, hasta la muerte natural. Su vida no es algo sin valor, descartable,
que pueda eliminar: fácticamente puede, pero tal ejercicio de la libertad no
valoraría su dignidad, sería indebido, no sería ejercicio de la
libertad-derecho.
• Este ser “dueño de su ser”, esencial a la
persona, es inherente: todo ser humano es dueño de su ser, en el sentido de que
“no es de otro”: no es “dominio de otra persona” (no es “alieni
iuris”: cosa suya – derecho- de otro; sino “sui iuris”: cosa suya -derecho- de
sí mismo).
• Este “dominio de su ser” se manifiesta en su
libertad: en la posibilidad de dominio de su obrar, porque “el obrar
sigue al ser” (el obrar depende del ser, el modo de obrar depende del modo
de ser: un pájaro, por serlo, puede volar como pájaro; si vuela,
es pájaro; la persona, si domina su obrar -es libre: dueño de su obrar- es
porque domina su ser -es persona, dueño de su ser-). Esta posibilidad o
potencialidad de dominio del obrar se da, como potencialidad, en la esencia o
naturaleza humana, en el modo de ser humano. La tendrá todo ser humano, aunque
“actualmente” no la ejerza (por falta de desarrollo u otro impedimento). No
tendrá ejercicio de su libertad, pero sí dominio de su ser: no puede “ser de
otro”.[13]
• No se debe confundir una manifestación de la
dignidad -la libertad- con la dignidad que le da origen -la condición personal
de todo ser humano-. Esta manifestación sirve como “fundamento” lógico para
descubrir tal dignidad, pero no es el fundamento ontológico: al revés, lo que
fundamenta ónticamente la libertad es la
dignidad esencial a la persona humana: es el sujeto, el supuesto de la
libertad.
• Hay consenso en reconocer (no es un consenso
creativo sino cognoscitivo) que todo ser humano es digno, es persona. No hay
consenso en cuál sea el fundamento de esta dignidad. Pero tal reconocimiento es
suficiente para posibilitar la convivencia pacífica y justa: el derecho, tanto
dentro de cada Estado como en la comunidad de las naciones.
5. El
nuevo derecho a la eutanasia no sería un derecho fundamental, sino una libertad
limitable.
La
sentencia buscaba un derecho fundamental implícito en la Constitución para
fundamentar la inconstitucionalidad de la prohibición de la eutanasia. Sin
embargo, como vimos, termina acudiendo al derecho a la libertad (derecho cuyo
ejercicio claramente está limitado por todas las leyes), aunque intentará
revestirlo del carácter inviolable de la dignidad, fundamento de todo derecho.
Reconocerá, entonces, que el “derecho a la eutanasia”, o a “una
muerte digna” “no llega a ser un derecho fundamental”, sino un derecho
derivado de “otros derechos fundamentales de la persona, como la dignidad,
la autonomía, la libertad…” (§
155).
Reconoce
la diferencia entre el nuevo derecho y los derechos fundamentales “como la
propia dignidad, la libertad, la vida, entre otros…”: éstos “son
esenciales, inviolables, reconocidos universalmente y consagrados en el caso de
nuestra Constitución de forma expresa o que pueden configurarse por su
esencialidad”. “Un derecho fundamental debe ser protegido y promovido” (§ 181).
En
cambio, para el Tribunal,
La muerte digna es un derecho derivado
de la dignidad; derivado a su vez de la fase interna de autopercepción de la
persona humana, a partir del uso de su decisión autónoma, como tal debe ser
protegida, pero no podría ser promovida, en tanto que podría afectar la
libertad de ejercerla, cuanto por que se genera un conflicto con su deber de
proteger la vida.
(§ 181)
A
pesar de que este nuevo derecho no es esencial, ni inviolable, ni está
reconocido universalmente, ni está consagrado en la Constitución de forma
expresa, a pesar de que no es un derecho fundamental que deba ser promovido,
triunfa en la ponderación al entrar en conflicto con el derecho a la vida que
sí tiene todas estas características y que, como esencial (inherente) e
inviolable, no es renunciable y obliga al Estado a protegerlo y promoverlo en
condiciones de igualdad.
6. La
modificación del derecho a la vida
Para
lograr ese triunfo del nuevo derecho sobre el viejo derecho a la vida (tan
viejo como la vida humana), y sobre la prohibición absoluta de matar al
inocente que ha sido la regla básica de convivencia en toda sociedad y que está
claramente tipificada en el delito de homicidio y de ayuda al suicidio, debe
previamente modificar el derecho a la vida.
De
modo paradójico, la sentencia reconoce implícitamente que el derecho a la vida
es irrenunciable.
En
efecto, por un lado, reconoce que no hay un “derecho al suicidio”: “El
suicidio, no es un derecho, es más bien una libertad fáctica.” (§ 180). Sin embargo,
como veremos, considerará que esta libertad fáctica se transforma en libertad
jurídica (derecho libertad[14]), fundándose aparentemente
en la dignidad, cuando -paradójicamente- la libertad esté condicionada por una
situación objetiva que determinaría la indignidad de la vida de esa persona.
Por
otra parte, el tribunal reconoce expresamente por qué hay derechos
irrenunciables como el derecho a la vida: porque ésta no es un bien sólo para
su titular, sino para toda la sociedad: un bien de orden público. Y así, cita
…lo señalado por Manuel Atienza, en el
sentido de que, algunos bienes jurídicos, como la propia dignidad, la libertad,
la vida humana y demás derechos fundamentales, si bien tienen un portador o
titular, esa titularidad no es exclusiva. No es como un bien mueble o inmueble,
sobre el que su titular puede disponer e inclusive destruir o donar si así lo
desea. Estos son bienes de todos y el Estado tiene obligación de protegerlos,
lo cual no quiere decir que sea el Estado su titular, pero en tanto representa
a la sociedad, es preciso que respete, proteja y promueva por su esencialidad.
Así, es nulo el contrato, (por el interés público), que disponga de la dignidad
de la persona aun cuando lo firme su titular, del mismo modo, el que disponga
de su libertad, (esclavitud), o disponga la vida. (§
167)
Este
reconocimiento es paradójico porque, luego, la sentencia le reconocerá valor
jurídico a la renuncia de la actora a su derecho a la vida en su contenido
esencial: el derecho a no ser matada; y considerará no sólo lícito, sino hasta
un deber del Estado, darle muerte.
Siempre
el derecho a la vida tuvo como contenido mínimo esencial el consecuente deber
de no matar al inocente. También en Perú, el derecho positivo tipifica
penalmente esa prohibición. Si todos tienen derecho a la vida, está prohibido
matar a todos. Sólo se suspende el deber de no matar cuando tal acción es
necesaria para defender la vida injustamente atacada: no se ponderan dos
derechos o bienes jurídicos y prevalece uno sobre otro: el agresor y el
injustamente atacado tienen una vida con igual valor, pero la coacción que es
necesaria para hacer cumplir el derecho determina que la acción de dar muerte
al agresor sea conforme a derecho, mientras que la del agresor, no. En Uruguay,
además, está prohibida la pena de muerte, por lo que la prohibición de matar es
absoluta: sólo se puede dar muerte como medio coactivo de defensa actual,
individual o colectiva, ni siquiera está permitido como pena. Por eso, dado el
carácter absoluto de la prohibición de lo que constituye el objeto del derecho
a la vida (“a nadie se aplicará la pena de muerte” -Uruguay, 1967, artículo
26-: a nadie: a ninguna persona, nunca, no importa su condición),
invariablemente la Suprema Corte de Justicia ha entendido que el único derecho
fundamental absoluto es el derecho a la vida. [15]
En el mismo sentido, Massini (2017, p. 169) señala: “En
rigor, es cierto que no pueden establecerse a priori jerarquías objetivas entre
los bienes y derechos humanos, pero con una importante excepción: el derecho a la
inviolabilidad de la vida”.[16]
La
sentencia modifica la prohibición absoluta del delito de homicidio que tutela
este derecho absoluto del derecho a la vida. Sólo estará prohibido el homicidio
incondicionalmente, sólo estará tutelado el derecho a la vida como derecho
inviolable, irrenunciable, respecto de las personas que tengan una “vida digna”.
Estas personas (sus vidas) son protegidas por el Estado como un bien de orden
público: no será válido el contrato entre una persona con vida digna y su
médico por el que aquella renuncie a su derecho a la vida y le otorgue a aquél
un permiso (derecho) para matarlo. El médico igualmente incurrirá en el delito
de homicidio.
Pero
las vidas de los “eutanasiables” carecerían de valor
intrínseco, y sólo deberían ser tuteladas en caso de que su titular no renuncie
a ese derecho. Si renuncia, la sociedad no sólo dejará de tener el deber de
valorar a esa persona y proteger su vida como lo más valioso, como fin de la
sociedad y del Estado, sino que tendrá (según entiende la sentencia) el deber
contrario: el de darle muerte o de ayudarlo a darse muerte.
Para
justificar este cambio en la valoración de la vida, se alega una distinción
entre vida física o biológica y vida espiritual, reduciendo esta última a la
libertad de poner fin a la propia vida cuando ésta “no es” “digna”. De esta
forma, el derecho a la vida se transforma, según que se trate de una persona
sana y autónoma o una “eutanasiable”: los primeros
seguirán con un derecho a vivir hasta su muerte natural, y la muerte digna será
no ser matados; para los segundos, el derecho a la vida será lo contrario: derecho
a ser matado o ayudado a darse muerte.
Habría
vidas dignas, y vidas indignas, personas dignas y personas indignas. Vida digna
será la vida biológica sana, sin enfermedad o incapacidades graves ni
sufrimientos; vida indigna será la del eutanasiable
que percibe que su vida es indigna.
¿Cómo puede compatibilizarse esta divorcio entre
dignidad y vida?
La vida es el propio ser de un ser vivo (“el ser es para los
vivientes el vivir”, dice Aristóteles, en De Anima Libro II, cap. 4); la vida
de un ser humano es su propio ser personal: no es una cosa de la que se pueda
disponer. Es alguien (ella misma) a quien debe respetar, valorar, como ser
digno.
La
dignidad de la persona es igual a la dignidad de su ser; y su ser es igual a su
vida. Luego, dignidad de la persona es dignidad de la vida. Si la
persona tiene un valor supremo, su vida tiene un valor supremo. De allí deriva
el deber de todos de respetarla, valorarla, no eliminarla, y el correspondiente
derecho: derecho a la vida de un ser digno (un ser humano a quien
tal dignidad es inherente) y “derecho” a la dignidad son lo mismo, son
inseparables: el mínimo deber exigido por la dignidad es el deber de no
matar, y el derecho a no ser matado es el contenido mínimo del derecho a la
vida.
Admitir
que a una persona se la puede matar sin violar ningún derecho, que hay, por el
contrario, un permiso legal para matar (supeditado al permiso convencional del
“eutanasiable”), que otorga derecho a matar, derecho
que justifica la acción de dar muerte, siendo causa de justificación del
homicidio, es admitir que, para la sociedad (para la ley), el “eutanasiable” no tiene derecho a la vida: no tiene
dignidad. Por eso se lo puede matar: al sano y autónomo está prohibido matarlo,
aunque lo pida, porque su vida vale, tiene dignidad, tiene derecho a la vida.
El “eutanasiable”, no.
En
resumen, el análisis crítico de la modificación que hace la sentencia respecto
al derecho a la vida, se puede sintetizar en las siguientes afirmaciones:
• Para un ser humano (ser vivo), vivir es
igual a ser; por lo tanto, el valor supremo o dignidad del ser personal (del
ser de un ser humano) es igual al valor de su vida.
• El deber, que de tal dignidad se deriva, el
deber de respetar esa dignidad, es igual al deber de respetar, en primer lugar,
su vida.
• Si todos los seres humanos tienen igual
dignidad inherente, todos tienen igual derecho a la vida, y el consiguiente
deber de no matar refiere a todo ser humano.
7. La
ponderación entre el derecho a la vida y el derecho a la eutanasia: su
naturaleza
El
conflicto de derechos que realmente se plantea en el caso de la sentencia en
análisis se da entre el “derecho” a la eutanasia y el derecho a la vida.
Son
dos “derechos” que confluyen en el mismo sujeto. Por un lado, un
derecho-libertad de darse muerte y de renunciar a su derecho a la vida, eliminando
el deber de no matarlo o de no ayudarlo a matarse por parte de aquel a quien
otorgue el permiso o derecho-libertad correspondiente. Por otra parte, su
derecho a la vida, con el correspondiente deber de los demás de no matarlo y de
no ayudarlo a darse muerte.
Si
el conflicto confluye en una persona “no eutanasiable”,
el derecho-libertad a la eutanasia o suicidio cederá en favor del derecho a la
vida, porque en su caso, su vida es digna (fin supremo, valor supremo).
Si
el conflicto se da en una persona “eutanasiable”,
según la sentencia, primará el derecho-libertad a la eutanasia o suicidio
asistido, porque su vida no sería digna, no sería un bien de orden público.
Por
ello, el derecho a la eutanasia no sería un “derecho humano”: pues no todos los seres
humanos tendrán este “derecho”[17]: sólo los “eutanasiables”.
Por
eso, la sentencia concluye que “el suicidio asistido debe considerarse como
una libertad constitucional legislativamente limitable, posición distinta a la
posición de la demandante que solicita que se considere como un Derecho
Fundamental” (§ 159). Se “limita” tal
libertad (en favor del derecho a la vida con su correspondiente deber de no
matar) al no reconocerla a los “no eutanasiables”, y
al condicionarla para los “eutanasiables” a un determinado
procedimiento, y a que se haga por un médico.
El
triunfo de la libertad sobre la vida no se podía fundamentar en el mayor valor
de aquella, pues la vida es el supuesto de la libertad: sin vida no hay
libertad; y la libertad admite múltiples limitaciones en su ejercicio (toda ley
“limita”[18] la libertad), mientras que
la limitación de la vida en su núcleo esencial (deber de no matar) supondría su
extinción definitiva, sin posibilidad de un ulterior ejercicio o respeto de tal
derecho, juntamente con la extinción de todos los derechos. Si en la
ponderación debe atenderse, mediante la armonización, a que permanezcan ambos,
ello sólo es posible si prevalece la vida. Si se da mayor peso a la vida, se
estará también preservando la libertad, pues la persona mantendrá no sólo su
vida, sino también su libertad ética y jurídica (capacidad de autodeterminarse
eligiendo cualquier acción que no atente contra la dignidad y derechos ajenos y
propios irrenunciables); en cambio, si se optara por ponderar la libertad sobre
la vida, se atentaría de modo definitivo contra ambos derechos: el sujeto no
podría volver a vivir ni volver a hacer ni un
acto libre más.
Entonces,
la sentencia ensaya una serie de falacias con las que pretende modificar el
concepto del derecho a la vida y el de libertad, como vimos en los apartados
precedentes.
Cambia
el concepto de derecho a la vida, de modo que deja de ser un derecho igual para
todos los seres humanos: distingue vidas (personas) dignas y no dignas, y
concluye que estas últimas no tendrían derecho a la vida si no quieren vivir. Y
ello, a pesar de que, como vimos, considera que no hay derecho al suicidio y
que considera que la vida es un bien indisponible por su titular, pues el
Estado tiene el deber de respetarla, protegerla y promover su esencialidad.
Para los “eutanasiables”, esto no sería aplicable: su
vida no sería un bien “de orden público” (Constitución, artículo 10: Uruguay, 1967) o de “interés
público”, como señala la sentencia (§ 167): no tendría valor para la
sociedad.
Obviamente,
no explica cómo puede hacerse prevalecer la libertad frente a un derecho
irrenunciable, cuando, por definición, si es irrenunciable es que prevalece
frente a la libertad. Ni, menos, explica por qué la ley podría negar el derecho
a la igualdad ante la ley, estableciendo esta discriminación entre personas
dignas con derecho a la vida irrenunciable y personas indignas, con vidas que
no valen la pena ser vividas, con derecho a la vida renunciable.
También
se modifica el concepto de derecho a la libertad: su objeto no es el ejercicio
de la libertad que respeta la dignidad inherente del ser humano (la propia y la
de los demás) y los consiguientes derechos ajenos y propios irrenunciables (los
derechos humanos en su núcleo esencial); es la libertad fáctica, que incluye la
libertad fáctica del suicidio: ella se convierte en derecho a la eutanasia.
Esta
libertad se viste con la apariencia (invocación) de la “dignidad” de la
persona: dignidad que paradójicamente se daría cuando es una persona con una
vida sin valor (eutanasiable), sin dignidad autopercibida y sin dignidad ante la sociedad y el Estado.
Con esta “justificación” basada en la dignidad entendida como derecho a no ser
digno y a no ser considerado digno, la libertad fáctica prevalecería sobre el
derecho a la vida. Prima la libertad, como expresión de dignidad, por más que
esté condicionada y hasta determinada por esa vida indigna (por la enfermedad,
la incapacidad o el dolor), y por más que sería una libertad fáctica con la que
se estaría negando la propia dignidad y los propios derechos humanos
irrenunciables.
Así,
en metamorfosis operada por la sentencia, en el caso de los “eutanasiables”, la libertad fáctica sería igual a dignidad,
y la vida sería igual a vida no digna (vida sólo biológica, porque no tendría
valor intrínseco: por ser “eutanasiable”, la sociedad
no la valoraría, y no contaría con la valoración que le daría la libertad del “eutanasiable” de querer vivir).
Entonces,
para un “eutanasiable”, según la sentencia, habría
que ponderar libertad (=dignidad) y vida (no digna), y debería primar la
dignidad (=libertad). Afirma que “la dignidad” “precede al derecho a la
vida”: “por encima de la vida biológica, lo que el Estado protege y promueve es
la dignidad de la persona, su libertad, siendo su integridad física (la vida
biológica), un aspecto de los derechos de la persona humana.” (§ 150). Es decir: el
“eutanasiable” tendría sólo una vida biológica, sin
valor, porque socialmente no tiene valor, no es de orden público, y también
carece del valor que le podría dar su propia libertad. Por lo tanto, tendría una
vida sin valor, sin dignidad, a la que está permitido matar y que, incluso,
generaría el deber del Estado de obedecer esa libertad dándole muerte o ayudándola a darse muerte. La
libertad se convertiría
no en un derecho-libertad, sino en un derecho-reclamo[19]: un derecho
prestacional, que obliga a una acción concreta del Estado: la acción de dar
muerte a un inocente.
También
se pretende revestir esta libertad con otra consecuencia de la dignidad humana
(reiteramos que todos los derechos humanos son expresión de tal dignidad, y
todos los derechos positivos presuponen un sujeto con esa dignidad como para
que lo que se le atribuya sea vinculante, debido por los demás:
derecho). Respecto del “eutanasiable”, se alega su
derecho a “no ser víctima de tratos crueles e inhumanos” (§ 181). Totalmente de
acuerdo en que el derecho a la integridad física y psicológica y a la libertad
incluyen, como contenido esencial, este derecho y el consiguiente deber de no
infligir tratos crueles e inhumanos a una persona. Pero no es esta la situación
de la eutanasia: para que haya “tratos crueles” debe haber una acción humana (u
omisión de una acción debida), consciente y libre, que sea causa de ese trato.
Sería una crueldad de la sociedad tener la posibilidad de aliviar los padecimientos
de la actora y no hacerlo: no facilitarle el alivio, los tratamientos,
medicamentos, la compañía y la ayuda que necesite (no sólo física, sino también
psicológica, espiritual, etc.; y no sólo a ella, sino a su entorno más íntimo),
obviamente, respetando su libertad. Esto son los cuidados paliativos que deben
ofrecerse como respuesta adecuada a la dignidad de la persona. Así, pues,
respecto del Estado, no se debería alegar que éste “no podría tener
desprecio del dolor extremo” (§
181). Se lo compadece, se lo valora, y por eso se lo ayuda: se
le deben ofrecer los cuidados paliativos, incluyendo la posibilidad de la
sedación paliativa, llegado el caso, para que la persona tenga la certeza de
que no será abandonada a su sufrimiento, que éste nunca será insoportable,
porque podrá reducirse su estado de conciencia (con el grado de profundidad y
la duración o intermitencia que sean necesarios para que no sufra). Pero
precisamente porque se lo valora en su dignidad (y eso es lo que más necesita
la persona para no sufrir, para no sentirse una carga, un peso para su familia
y la sociedad, un valor negativo), se le debe asegurar que se lo acompañará
hasta el final, que no se lo dejará sólo en su dolor, y que no se lo eliminará.
No es, como dice la sentencia, “impedirle acabar su dolor” señalarle que
su vida vale, que es un valor para la sociedad, que está aportando mucho con su
sola existencia y con la posibilidad de cuidarlo y acompañarlo, y que por tanto, es ilícito darle muerte. Se debe acabar con
el dolor, no con la persona que sufre: se lo debe aliviar, no eliminar: el
alivio supone que exista la persona aliviada. Y se puede: el avance de los
cuidados paliativos demuestra que esta es la ayuda adecuada, la que necesita la
persona, la que es exigida por su dignidad. Esto es lo que manda la “solidaridad
con el dolor ajeno” (§ 179).
¿Cómo concluye la ponderación que realiza la sentencia? Considera que “el artículo 112
del Código Penal es, en su caso, excesivo, no es proporcional al derecho que
protege, pues afecta derechos fundamentales de esta persona, por lo que debería
inaplicarse” (§ 181).
Es decir: concluye con una nueva contradicción: antes dijo que el
supuesto nuevo derecho a la eutanasia no es un derecho fundamental, y reconoció
que el derecho a la vida sí es un derecho fundamental irrenunciable; ahora,
afirma (sin explicar por qué) que la prohibición de la eutanasia afecta
“derechos fundamentales”, y por ello entiende que debe primar este derecho a la
eutanasia (derecho libertad -potestad- a renunciar al derecho a la vida, y
derecho reclamo de ser matado o ayudado a matarse por un médico) frente al
derecho a la vida (prohibición de matar). Termina considerando que lo que es
sólo una libertad fáctica, en el caso de los “eutanasiables”
pasa a ser un derecho prestacional que elimina la prohibición de matar, el
derecho a la vida, el valor supremo -dignidad- de estas personas:
…en casos extremos, como el que nos
ocupa, esa libertad fáctica pasa a ser un derecho que permite la limitación de
esa obligación de protección del Estado, un límite también a su legitimidad
para perseguir el delito y una obligación de viabilizar, dentro de un sistema
de garantías y atención prestacional (§
179).
8. Conclusión
En
conclusión: no es admisible otra concepción de la dignidad humana fuera de la
que se ha tenido en cuenta para la construcción del orden de la comunidad
internacional y para limitar el poder totalitario del Estado: aquella que
reconoce que todo ser humano, por serlo, es digno, es lo más valioso y, por
ello, debe ser valorado, respetado, ayudado… Afirmar que a una persona se le
puede dar muerte sin violar ningún deber ni ningún derecho es negar esa
dignidad a la persona a la que se le puede dar muerte, es negar su derecho a la
vida y, con ello, todos sus derechos humanos.
Con
la “legalización” de la eutanasia (por vía jurisprudencial o legal), la
sociedad daría esta respuesta al problema del sufrimiento, la incapacidad y la
enfermedad terminal. A quienes más ayuda, acompañamiento, alivio y valoración
necesitan, se les dirá que sus vidas no valen, no son dignas. Y de esta forma,
se acrecentará ese sufrimiento y soledad, y se les “venderá” el espejuelo de
una libertad para acabar con sus vidas, otorgándole eficacia jurídica a la
renuncia a su primer derecho, a una declaración de voluntad condicionada por el
sufrimiento y el temor.
Estamos
ante una situación análoga a la siguiente: una persona, acuciada por el
sufrimiento insoportable que le ocasiona el hambre, pide que lo maten para no
seguir sufriendo; y la sociedad, en lugar de darle de comer, le ofrece como
solución darle validez a su renuncia a la vida y a su pedido de “ayuda”, y se
permite (y en el caso de esta sentencia, ordena) que alguien le dé muerte. Y
esto es más grave aun cuando la sociedad actual (a diferencia de lo que pudo
ocurrir un siglo atrás) tiene el alimento para darle: los cuidados paliativos.
La
respuesta social al problema del sufrimiento y de la enfermedad terminal no
puede ser la de permitir matar al enfermo o al que sufre. Permitir que se mate
a alguien que no está atacando el derecho a la vida de los demás es negar que
esa persona tenga dignidad, derecho a la vida. Y el Estado no tiene potestad
para eso. Como ha dicho nuestra Suprema Corte de Justicia, en sentencia n° 365/2009,
Superando el rol que le asignaba el
viejo paradigma paleoliberal, la jurisdicción se
configura como un límite de la democracia política. En la democracia
constitucional o sustancial, esa esfera de lo no decidible
–que implica determinar qué cosa es lícito decidir o no decidir– no es sino lo
que en las Constituciones democráticas se ha convenido sustraer a la decisión
de la mayoría. (Suprema Corte de
Justicia, 2009, octubre 19)
Los
derechos “inherentes a la personalidad humana”, la igual dignidad inherente de
todo ser humano, de toda vida humana, su carácter de derecho inalienable e
irrenunciable no son otorgados por el Estado, ni puede éste quitarlos.
El
Estado, a través del Poder Judicial o del Poder Legislativo, no puede crear
supuestos “derechos” que no son otra cosa que la violación de los derechos
fundamentales, que faciliten una práctica contraria a la igual dignidad
inherente y a los derechos inherentes a todo ser humano. Tiene el deber de
protegerlos “por un régimen de Derecho”, como dice la DUDH. Un régimen de derecho que distinga entre “eutanasiables”
y no “eutanasiables” para reconocerles o no una
dignidad y derecho a la vida irrenunciables… tal régimen, por contradecir esos
derechos y principios fundamentales, ingresa en el campo de lo “no decidible”: no sería un régimen de derecho, sino un régimen
de facto, en el que se otorga valor jurídico a la libertad fáctica ejercida
contra los derechos humanos inalienables, irrenunciables e inviolables. Ni el
juez ni el legislador tienen potestad para cambiar el régimen de Derecho
construido sobre la base de estos derechos fundamentales, de esta igual
dignidad de todo ser humano.
Referencias bibliográfícas
Altieri, Santiago. 2017. El Comienzo
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[1] En adelante, las citas a la sentencia se
harán sólo con el número de párrafo corrido que ella emplea a partir del
capítulo “II. FUNDAMENTOS DE HECHO.” El texto irá en cursiva y se indicará el
número de parágrafo con el signo “§” seguido del número correspondiente.
[2] Según el Diccionario de la Real Academia
Española (RAE, 2014), “inherente” es un adjetivo que significa: “que por su
naturaleza está de tal manera unido a algo, que no se puede separar de ello.”
[3] “…el hombre, considerado como
persona (…) no puede valorarse sólo como medio para fines ajenos, incluso
para sus propios fines, sino como fin en sí mismo, es decir, posee una dignidad
(un valor interno absoluto), gracias a la cual infunde respeto
hacia él a todos los demás seres racionales del mundo, puede medirse
con cualquier otro de esta clase y valorarse en pie de igualdad” (Kant,
2008, p. 298, énfasis añadido).
[4] Por
eso, como vimos, la DUDH señala en su artículo 1°, como presupuesto de los deberes, el hecho de que los hombres son
“iguales en dignidad y derechos”, y la capacidad que éstos tienen de descubrir
esa igual dignidad y derechos, pues están “dotados” “de razón y conciencia”.
[5] A propósito de la redacción del artículo 1° de la DUDH, se destacó el carácter social y empático del ser
humano. El representante chino en el comité redactor, Chang, veía que era
necesario, para superar la influencia del individualismo y clarificar cómo se
conocen los derechos humanos, emplear alguna expresión similar a la de la filosofía de Confucio “ren”:
algo semejante a lo que sería la “empatía”, por la que se tiene “conciencia
de un ser humano como yo”, y que Chang consideraba que es un atributo
esencial del ser humano. Finalmente, señaló: pienso
que la palabra ‘conciencia’ (…) podría ser un buen término. (…) Sugeriría una
más cercana a ‘empatía’, que incluya tanto una buena voluntad hacia los
semejantes, como que también signifique el carácter innato con el que nazca en
el hombre. Mientras encuentre una mejor, aceptaré ‘conciencia’ (Malik, Charles Habib, The Challenge of
Human Rights: Charles Malik and the Universal Declaration, ed. Charles
Habib Malik, Oxford, Charles Malik Foundation, 2000, p. 70)” (Pallares, 2020, p. 215).
[6] Decimos fin “inmediato”, porque el fin “mediato” o
último es cada persona (como bien señala el artículo 1° de la Constitución peruana:
Perú, 1993). Pero como el ser humano es
esencialmente libre, la sociedad no puede tener como finalidad desarrollarlo,
pues sólo se desarrolla humanamente si lo hace libremente. Por eso, la
finalidad de la sociedad es crear las condiciones para que pueda desarrollarse
libremente.
[7] En la medida en que la percepción sea libre, será
una acción que puede juzgarse como digna o indigna desde el punto de vista
ético (siguiente sentido). Es indigno (contrario al deber ético que surge de la
dignidad de la persona) el juicio por el que libremente se desconoce la
dignidad de una persona.
[8] Como ya señalamos, este deber ético se nos presenta a través de nuestra inteligencia, que descubre la propia dignidad, ve qué acciones son convenientes a la propia naturaleza, para desarrollar sus potencialidades, y por eso, impera a la voluntad, de modo vinculante, a hacer lo conveniente y a no hacer lo inconveniente a tal naturaleza. Por eso, si la inteligencia no tiene la posibilidad fáctica de descubrir su dignidad o las acciones que son convenientes a su naturaleza, propiamente no habrá acción libre y, por lo tanto, ese querer no será libre ni, consiguientemente, éticamente imputable.
[9] Intrínseca significa que tal dignidad
les corresponde por su esencia, por ser seres humanos. Es el sentido que señala el Diccionario
de la Real Academia Española (RAE, 2014) respecto al adjetivo “intrínseco,
intrínseca”: “Íntimo,
esencial.”
[10] En el caso de Ana Estrada, aparentemente, se le han ofrecido los cuidados paliativos. Seguramente puedan mejorar, de modo de que no los sienta como una violación de su privacidad. Seguramente sean estos cuidados los que han determinado que no pida la muerte ahora. De hecho, afirma que, por el momento, no quiere morir. Contrariamente a lo que alega, el otorgarle un “derecho” a pedir la muerte no la aliviará: impondrá sobre sus hombros una carga más pesada, pasará a sentir la presión de las molestias que ocasiona, su falta de autonomía se hará más gravosa al pensar que la sociedad no valora su vida de modo incondicional, que si estuviera sana sí valdría, que no tiene “derecho” a que la estén cuidando, que estén gastando en ella, e incluso llegará a considerar que es egoísmo querer seguir viviendo (y no una legítima autoestima y derecho a la estima de los demás). Se le estará ofreciendo “un salvavida de plomo”.
[11] Spaemann (1998) señala, refiriéndose al “concepto de
dignidad”: “Este concepto no indica de modo inmediato un derecho humano
específico, sino que contiene la fundamentación de lo que puede ser considerado
como derecho humano en general” (p. 84).
[12] Con
esta expresión, que no está en la sentencia, nos referiremos, brevitatis
causa, a las personas que se encuentran en la situación en la que, según
esta sentencia (que es la misma que suele ser considerada por las leyes o
proyectos de leyes de eutanasia y o suicidio médicamente asistido), sería
lícito darles muerte o ayudarlas a darse muerte sin que ello se considere
delito de homicidio o de asistencia al suicidio. Son personas con enfermedades gravemente
incapacitantes o irreversibles; en general, se consideran dentro de estas a las
enfermedades terminales (aunque no está claro el límite de la “terminalidad”:
en este caso de Ana Estrada, no se exige este requisito); y también se incluyen
el sufrimiento o dolor físico o moral, de carácter grave o insoportable. En
algunos casos, como en la sentencia que ha sentado el precedente de la eutanasia
en Colombia, se exigen conjuntamente ambos requisitos: enfermedad terminal y
sufrimiento insoportable; en otros, como en el caso del proyecto de ley de
Uruguay, se puede dar uno u otro requisito.
En algunos países se exige como condición para ser “eutanasiable” el ser
mayor de edad; en otros países, se ha incluido a los menores, con o sin
autorización de los padres, según la edad que tengan. Y, en Holanda, hay un
proyecto de ley para incluir como “eutanasiable” a los mayores de determinada
edad, con sólo la alegación de estar cansados de vivir. (Rachidi, 2020).
[13] Cfr. Hervada (1993, 116).
[14] Un “derecho libertad” es aquel que se tiene “cuando otro sujeto no tiene el derecho de impedir la conducta del titular”, mientras que un “derecho reclamo” es aquel según el cual “otro sujeto jurídico tiene el deber de realizar una acción en favor del sujeto titular” (Massini 2005, pp. 80-81). Es muy conocida la clasificación de los derechos subjetivos que realiza Wesley Holfeld: derechos reclamos, derechos libertades, poderes e inmunidades. Massini, considera que todos pueden incluirse en alguna de las dos primeras categorías. También incluye en esos dos grupos a las potestades y a los privilegios
[15] Así, por ejemplo, la siguiente sentencia de la Suprema Corte de Justicia (2000, diciembre 20):
En primer lugar, corresponde señalar que la Carta reconoce la existencia de variados derechos fundamentales, pero ninguno de ellos -con excepción del derecho a la vida (art. 26)- tiene constitucionalmente carácter absoluto, pudiendo en consecuencia ser limitados por el legislador (art. 7, 29, 32, 35, 37, 38, 39, 57, 58 y ss. de la Constitución) (Suprema Corte de Justicia, 2000, diciembre 20, énfasis añadido).
En el mismo sentido, Altieri (2017), cita, a modo de ejemplo, las sentencias de la Suprema Corte de Justicia n° 110/1995, 801/1995, 235/1997, 162/2002, 133/2004, 122/2007, 127/2010, 185/2013 (p. 370).
[16] A continuación, fundamenta extensamente esta
afirmación. Transcribimos sólo algunos pasajes: …el valor básico de la vida [a diferencia de los otros
bienes básicos que fundan los restantes derechos humanos] hace referencia
directa al modo de existir propio de los entes humanos, que es existencialmente
autónomo o sustancial.
(…) El hombre, es por lo tanto y en primer lugar, ‘sustancia viviente’ (…) Y es bien claro que, desde
una perspectiva filosófica, la perfección radical y raigal de la sustancia es
ontológicamente superior a cualquiera de sus determinaciones accidentales… (Massini, 2017,
p. 169).
Y, más adelante: …la posibilidad de desarrollo de las perfecciones humanas depende raigalmente del modo de la existencia sustancial del hombre, es decir de la vida humana. Sin vida humana no hay posibilidad de conocimiento, de amistad, de experiencia estética, de vida religiosa, y así sucesivamente…”. “Pero además (…), la vida tiene un carácter especial en cuanto bien humano básico, ya que reviste una definitividad y una decisividad que no corresponde a los restantes bienes. Efectivamente, un atentado v.gr., contra el bien básico del conocimiento, implica una falta moral grave y la violación de un derecho humano, pero, en la gran mayoría de los casos, ese atentado no impide de modo definitivo todo conocimiento humano (…). En cambio, en el caso de los atentados a la inviolabilidad de la vida, cada atentado -que resulte ‘exitoso’, se entiende- cercena de modo decisivo y definitivo todas las posibilidades humanas de perfeccionamiento. Puede decirse que el atentado a la vida lo es, al mismo tiempo, contra todo el resto de los bienes humanos básicos, ya que su ausencia impide la posibilidad misma de su concreción. (Massini, 2017, pp. 170-171).
[17] “Derecho”,
entre comillas, porque sería el derecho a no tener ningún derecho. Lo cual es
una clara “contradictio in terminis”.
[18] Como
vimos, la ley, propiamente, no limita la libertad, como capacidad de
autodeterminarse, sino que orienta el ejercicio de esa libertad, al señalarle
el modo digno o debido de ejercerla, que es el respeto a la dignidad propia
(que es lo que funda y posibilita la libertad) y ajena (que funda y posibilita
la convivencia social).
[19] Ver nota al pie 11, pág. 21.