REVISTA DE DERECHO. AÑO XX (JULIO 2021), 39, PP. 9-10 | ISSN: 1510-5172 (PAPEL) - 2301-1610 (EN LÍNEA)

DIEGO VELASCO SUÁREZ - COMENTARIO A SENTENCIA SOBRE EUTANASIA. ACCIÓN DE AMPARO DE ANA ESTRADA UGARTE, CONTRA MINISTERIO DE SALUD, MINISTERIO DE JUSTICIA, Y SEGURO SOCIAL DE SALUD DEL PERÚ. Corte Superior de Justicia de Lima, 11er. Juzgado constitucional. Sentencia del 22-2-2021 - doi: https://doi.org/10.47274/DERUM/39.7

 

Diego VelaSCo SUÁREZ*

Facultad de Derecho de la Universidad de Montevideo (UM), Uruguay.

diegovelascosuarez@gmail.com

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5042-3752

 

Recibido: 30/04/2021 - Aceptado: 31/05/2021

 

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Velasco Suárez, D. (2021). Comentario a sentencia sobre eutanasia Acción de
amparo de Ana Estrada Ugarte, contra Ministerio de Salud, Ministerio de
Justicia,  y Seguro Social de Salud del Perú. Corte Superior de Justicia de Lima,
11er. Juzgado Constitucional. Sentencia del 22-2-2021.
Revista de Derecho,
20(39), 111-143. https://doi.org/10.47274/DERUM/39.7

 

*    Abogado. Profesor de Introducción al Derecho y Derecho Natural en la Facultad de Derecho de la Universidad de Montevideo (Uruguay).

 

 

Comentario a sentencia sobre eutanasia.

Acción de amparo de Ana Estrada Ugarte, contra Ministerio de Salud, Ministerio de Justicia, y Seguro Social de Salud del Perú.

Corte Superior de Justicia de Lima, 11er. Juzgado Constitucional. Sentencia del 22-2-2021.

Resumen: Se realiza un análisis crítico de la sentencia que acoge la acción de amparo de Ana Estrada declarando inaplicable, por inconstitucional, el artículo del Código Penal que tipifica el homicidio piadoso (que prohíbe la eutanasia).

El supuesto “derecho a la eutanasia” se lo considera implícito en el “respeto a la dignidad” de la “persona humana”, que es considerada por la Constitución como “fin supremo de la sociedad y del Estado” (Perú, 1993). Pero se termina reduciendo dignidad a libertad fáctica, negando la igual dignidad de toda persona humana, fundando la eutanasia en la percepción de indignidad.

En el análisis crítico se distingue dignidad inherente, igual para todo ser humano, y actos libres dignos (los que respetan esa dignidad), señalando que sólo estos son ejercicio de un derecho a la libertad. Se identifica ser o existencia personal y vida de un ser humano. A partir de ello, se consideran intercambiables el deber mínimo de respeto a la dignidad, el deber mínimo de respeto a la vida o prohibición de matar, y el contenido mínimo esencial del derecho a la vida. De allí deduce la primacía del derecho a la vida sobre el derecho a la libertad. 

Palabras clave: eutanasia, derecho a la vida, persona, dignidad, derechos humanos, irrenunciabilidad, libertad

 

 

Commentary on the ruling on eutanasia.

Action for protection of constitutional rights by Ana Estrada Ugarte, against the Ministry of Health, the Ministry of Justice, and the Peruvian Social Health Insurance.

Supreme Court of Justice of Lima, 11th Constitutional Court. Ruling of 22-2-2021.

Abstract: A critical analysis is made of the ruling that accepts the action for protection of constitutional rights of Ana Estrada declaring inapplicable, as unconstitutional, the article of the Criminal Code that criminalizes mercy killing (which prohibits euthanasia).

The supposedright to euthanasiais considered implicit in therespect for the dignityof the “human person”. However, it ends up reducing dignity to factual freedom, denying the equal dignity of every human person, basing euthanasia on the perception of unworthiness.

This article distinguishes inherent dignity, equal for every human being, and dignified free acts, pointing out that only the latter are the exercise of the right to freedom. It identifies being or personal existence and life of a human being. From this, the minimum duty of respect for dignity, for life or prohibition to kill, and the minimum essential content of the right to life are considered interchangeable. It concludes the primacy of the right to life over the right to liberty. 

Key words: euthanasia, right to life, person, dignity, human rights, inalienability, freedom.

 

 

Comentário sobre a decisão relativa à eutanásia.

Acção Amparo de Ana Estrada Ugarte, contra o Ministério da Saúde, Ministério da Justiça, e o Seguro Social de Saúde Peruano.

Tribunal Superior de Justiça de Lima, 11º Tribunal Constitucional. Sentença de 22-2-2021.

Resumo: Realizou-se uma análise crítica da sentença que abarca a ação de amparo de Ana Estrada declarando inaplicável, como inconstitucional, o artigo do Código Penal que tipifica a morte por homicidio misericordioso (que proíbe a eutanásia).

O supostodireito à eutanásia” é considerado no “respeito pela dignidade” da “pessoa humana”, que é estabelecido pela Constituição como o “objetivo supremo da sociedade e do Estado”. Mas acaba por reduzir a dignidade à liberdade factual, negando a igualdade de dignidade a cada pessoa humana, baseando a eutanásia na percepção da indignidade.

Na análise crítica é feita uma distinção entre dignidade inerente, igual para todos os seres humanos, e atos livres dignos (aqueles que respeitam essa dignidade), salientando que apenas estes são o exercício de um direito à liberdade. Identifica-se ser ou a existência pessoal e a vida de um ser humano. De este modo, considera-se intercambiável o dever mínimo de respeitar a dignidade, o dever mínimo de respeitar a vida ou a proibição de matar, e o conteúdo mínimo essencial do direito à vida. Disto deduz a supremacia do direito à vida sobre o direito à liberdade.

Palavras-chave: eutanásia, direito à vida, pessoa, dignidade, direitos humanos, inalienabilidade, liberdade.

 

 

1.    La sentencia

En sentencia del 22-2-2021, la Corte Superior de Justicia de Lima, 11er. Juzgado Constitucional, resolvió una acción de amparo solicitada por Ana Milagros Estrada Ugarte contra el Ministerio de Salud (MINSA), Seguro social de Salud (EsSalud) y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (MINJUSDH), por la que se dispuso:

1.   Se inaplique el artículo 112 del Código Penal para el caso de la actora, de modo que los sujetos activos del delito allí previsto (homicidio piadoso) no puedan ser procesados si los “actos tendientes a su muerte” se practican “de manera institucional y sujeta al control de su legalidad, en el tiempo y oportunidad que lo especifique, en tanto ella no puede hacerlo por sí misma” (parte resolutiva, 1).

2.   Se ordena al MINSA y a EsSalud que conformen “Comisiones Médicas interdisciplinarias, con reserva de la identidad de los médicos y con respeto de su objeción de conciencia, si fuere el caso, en un plazo de 7 días”, una que establezca un “protocolo” y otra “que cumpla con practicar la eutanasia”, “mediante la acción de un médico de suministrar de manera directa (oral o intravenosa) un fármaco destinado a poner fin a su vida, u otra intervención médica destinada a tal fin” (parte resolutiva, 2).

3.   Se declaró improcedente la pretensión de que se ordene al MINSA “emitir una Directiva que regule el procedimiento médico para la aplicación de la eutanasia para situaciones similares…” (parte resolutiva, 5).

La demanda alega una “enfermedad incurable, progresiva y degenerativa, llamada polimiositis”, que tiene desde los 12 años, y que la ha llevado a estar en silla de ruedas desde los 20 años y a un “estado de dependencia alta en los últimos 12 meses”. Está en un programa “clínica en casa”, con “médicos, psicólogos y nutricionistas”, y señala que “ello significa que ha perdido su intimidad y privacidad”.

No manifiesta aún su voluntad de poner fin a su vida, sino que el amparo lo promueve para que “el procedimiento solicitado” se ejecute “dentro de los diez días hábiles contados a partir del momento en que ella manifieste su voluntad de poner fin a su vida” (I. PARTE EXPOSITIVA: DEMANDA). Incluso, considera que “si yo tuviera el ‘permiso’ del Estado para morir, estoy segura que esos procesos infecciosos no serían así de terribles y los llevaría en paz, con esperanza y libertad” (II. FUNDAMENTOS DE HECHO, § 3).

En cuanto a los fundamentos de derecho, considera que la norma penal lesiona el “derecho fundamental” “a una muerte digna”, “a la dignidad”, “a la vida digna”, “al libre desarrollo de la personalidad” y constituye una “amenaza cierta a no sufrir tratos crueles e inhumanos” (I. PARTE EXPOSITIVA: DEMANDA. B).

La sentencia tiene una fundamentación extensa, en la que se manifiestan muchas contradicciones. Por la extensión de este artículo, nos limitaremos a comentar las más relevantes.

2.       Construye un derecho para inaplicar un derecho fundamental y una prohibición penal

Se reconoce que el derecho a la vida es un derecho fundamental, y que éste es el bien jurídico tutelado con el delito de homicidio piadoso.

Frente a este derecho a la vida, se “construye” un supuesto “derecho a la eutanasia”, que denomina también como “derecho a una muerte digna”.

Se reconoce que no existe un enunciado normativo positivo, ni legal ni constitucional, que recoja este derecho. Entonces, lo construirá a partir de otros derechos fundamentales, acudiendo a dos argumentaciones vinculadas y contradictorias que justificarían esta “construcción”.

Por un lado, invoca una supuesta laguna u oscuridad y el principio de inexcusabilidad, según el cual el juez debería crear la norma para el caso concreto.

Y, por otro lado, señala paradójicamente que sí existe una norma clara en el Código Penal, pero que corresponde realizar el control difuso de su constitucionalidad. Pero en la Constitución no encontrará tampoco el enunciado normativo positivo que establezca el derecho a la eutanasia.

Esta “construcción” judicial de un “derecho”, en violación de una ley penal y de un derecho fundamental como el derecho a la vida, contraría la separación de poderes y el estado de Derecho.

La sentencia hace lo que dice que trata de evitar:

el Juez desarrolla interpretaciones forzadas de la norma constitucional para no cumplir, o no acatar las leyes que dicta el legislativo; tal vez porque no las comparte, porque su moral o su ideología particular lo inclinan a una contradicción con las leyes vigentes…” (§ 77)[1].

3.    Pretende derivar el derecho a la eutanasia de la dignidad inherente de todo ser humano, y concluye negando esa dignidad.

A partir de

otros derechos fundamentales, como el derecho a la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, el derecho a la integridad y a no sufrir tratos inhumanos y degradantes y la valoración de la autonomía de la persona (…), se construye el derecho a la eutanasia, al suicidio asistido y a la eutanasia activa directa… (§ 149).

Pretende primero deducir el derecho a disponer de la propia vida (“derecho a la eutanasia” o “a una muerte digna”) a partir del principio de la dignidad inherente de todo ser humano.

Nos detendremos ahora en el análisis de esta argumentación, porque es la cuestión central. Después continuaremos con una descripción más resumida de la consiguiente fundamentación de la sentencia.

En realidad, como veremos, este principio fundamental de la dignidad llevaría a concluir lo contrario: el carácter inherente del derecho a la vida y, por lo tanto, su irrenunciabilidad e inviolabilidad o carácter absoluto.

En los hechos, la sentencia terminará admitiendo que los casos en que afirma que habría un derecho a la eutanasia son precisamente situaciones en las que se considera que la vida humana no es digna, quebrando por tanto el principio de la igual dignidad inherente de todo ser humano.

3.1. ¿Qué es el derecho a la dignidad?

3.1.1. Lo que dice la sentencia

La sentencia no dice con claridad qué significa “derecho a la dignidad”.

Se habla del “respeto a la dignidad” de la “persona humana” como “fin supremo de la sociedad y del Estado” (artículo 1 de la Constitución peruana: Perú, 1993).

Se afirma que, si bien

la dignidad, como derecho, se ha tomado principalmente desde la óptica de la razón, sin embargo, este derecho, es tan inherente al ser humano que son tan dignos aquellos que poseen razón, como aquellos que la han visto afectada, por alguna discapacidad; fundamento que es recogido por la Convención de los derechos de las personas con discapacidad; no sin reconocer que la razón, es la medida o referencia del uso del derecho a la dignidad, la autonomía, la libertad y muchos otros derechos, pues solo en el momento que se es consciente de todo ello, puede el ser humano hacer uso total y efectivo de estos derechos, pero que debe promoverse el uso y defensa de la autonomía, también de las personas con discapacidad. (§ 179)

Y se concluye que “Ana Estrada” “seguirá siendo digna para todo efecto en nuestra sociedad y el Estado, más allá de su discapacidad y aún de la eventual pérdida de su raciocinio” (§ 179).

Si la explicación terminara aquí, podría colegirse que la dignidad es una cualidad inherente a todo ser humano, que lo constituye en fin supremo de la sociedad y del Estado. Por ser una cualidad inherente a la condición humana, sería objetiva: común a todo ser humano, “por ser humano”[2]. Ello determinaría que la sociedad y el Estado deben tener como fin supremo a todo ser humano: es decir, que deben valorarlo como fin, no como un medio que vale según una finalidad según la cual se lo valora. Esta es la noción de dignidad que surgiría del texto constitucional.

También se agrega una noción sobre qué es lo específico del ser humano: su racionalidad. Y se aclara que esta racionalidad es considerada como potencialidad propia de la especie humana: si alguien pertenece a una especie racional, aunque en ese momento no esté actualizando esa potencialidad (quienes han visto el ejercicio de su razón afectado por alguna discapacidad, o aún no han llegado al grado de desarrollo que les permita tal ejercicio), es humano, tiene dignidad humana. Es racional la especie animal a la que pertenece, por más que esa persona concreta no tenga uso efectivo de su razón.

Hasta aquí, la sentencia es plenamente compartible. Pero sorprende cómo continúa su razonamiento.

Después de afirmar que Ana Estrada seguirá siendo digna, aunque pierda su raciocinio, afirma:

Pero, en la medida que su razón es el referente o medida de sus derechos, debe reconocerse también su autonomía y su autopercepción de su dignidad, pues la dignidad, si bien es inherente a la persona, desde el derecho y desde el respeto de la sociedad, es también un bien que debe ser percibido por la propia persona, que debe ser dirigido por ella misma para que realmente exista. (§ 179)

¿Qué significa que su razón es el referente o medida de sus derechos? ¿Y cuál sería el objeto de este derecho a la dignidad”? La primera cuestión la abordaremos a continuación y, la siguiente, al concluir el análisis que aquí comenzamos.

3.1.2.     El concepto de dignidad inherente presente en la Constitución y en los instrumentos internacionales de Derechos Humanos.

Es correcto afirmar que la razón humana es la regla o medida de los derechos, pues es en ella donde se descubre qué corresponde a cada persona como derecho y como deber. Pero la razón particular de cada uno no crea el derecho, sino que lo descubre (cuando puede descubrirlo); y, aunque no lo descubra (por ejemplo, porque no tiene desarrollado el ejercicio de su razón o porque el mismo está impedido por alguna incapacidad), sigue existiendo algo que le corresponde: por ley positiva o por ley natural (por su condición humana). Un bebe, un incapaz, no tienen autonomía como para auto percibir su dignidad y, sin embargo, como ésta es inherente a su condición humana, son dignos. Su dignidad existe realmente, aunque ellos no la perciban. Y los demás, que pueden percibir esa dignidad, “dotados como están de razón y conciencia”, tienen el deber de tratarlo como otro yo, fraternalmente, como alguien que es fin último de la sociedad y del Estado, como alguien digno, fin en sí, con un valor que no depende de la valoración que se haga de él, sino que, por ser lo más valioso, debe ser valorado.

Sí, la dignidad es “un bien que debe ser percibido por la propia persona”: tiene ese deber, en la medida en que tal percepción sea un acto libre. Si no puede, porque está impedido por el dolor o la enfermedad, no hará un acto libre, y por tanto, esa falta de percepción de su dignidad no será un acto indigno. Pero la sociedad en su conjunto, y quienes, como el médico, no están condicionados en su percepción, saben que es humano y, por tanto, digno; y en consecuencia, tienen el deber de respetar su dignidad y derechos humanos.

Este concepto de dignidad como inherente a la condición humana, y no dependiente del concreto ejercicio de la razón, es el que está presente en los instrumentos internacionales de derechos humanos, como la Convención Americana de Derechos Humanos que en su artículo 1° señala que “es persona todo ser humano” (OEA, 1969), el artículo 1° de la Declaración Universal de Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948) que señala que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”, y reconoce que, “dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Es decir: todos los seres humanos están dotados de razón y conciencia: ya cuando nacen (aunque no tienen ejercicio de su razón y conciencia); y tienen una igual dignidad esencial, y por eso, iguales derechos derivados de esa condición humana. Luego, el uso de su razón y conciencia es lo que les permitirá descubrir que los otros humanos son iguales (hermanos), y que, por eso tienen deberes hacia los demás, que se corresponden con aquellos derechos.

Así, pues, la dignidad no es un derecho, sino el fundamento de la obligatoriedad de todo derecho: como cada ser humano, por serlo, es fin supremo de la sociedad y del Estado, debe ser valorado, respetado. De este deber de respeto y valoración surgen todos los deberes: en la medida en que cada persona necesita de la sociedad (de los demás) para poder desarrollarse plenamente, los demás deben valorarlo haciendo las acciones y omisiones que sean necesarias para que cada persona pueda lograr ese desarrollo, en la medida de su necesidad y según la capacidad y posición relativa del obligado. Según, entonces, esa medida y en virtud de esa dignidad es que surgen los derechos subjetivos (lo que uno recibe de los demás) y los deberes correspondientes (lo que debe hacerse por ellos).

Todo ser humano, por serlo, es digno: tiene una dignidad inherente, intrínseca, esencial; y por ser digno, tiene derechos; y, frente a él, las demás personas tienen los correspondientes deberes. No hay un derecho subjetivo determinado, sin un concreto deber de todos o de determinadas personas. 

Las acciones conscientes y libres siempre están guiadas por el deber de respetar esa dignidad propia y de las demás personas. Cuando respetan esa dignidad, respetan los derechos que derivan de ella. Y, en ese sentido, también las acciones son dignas: adecuadas a esa dignidad sustancial de la persona. Pero también podrían ser acciones indignas: aquellas que no respetan esa dignidad, al no respetar los derechos-deberes que emergen de ella.

La primera acción digna (acorde con la dignidad) es la de reconocer esa dignidad: si no se percibe la dignidad, no se puede valorar al sujeto digno, ni actuar en consecuencia (cumplir con los deberes correspondientes a sus derechos).

La dignidad esencial, inherente, no se pierde: mientras se sea humano, se es digno. Pero las acciones conscientes y libres pueden ser indignas, no reconocer esa dignidad. Si alguien, libremente, desconoce la dignidad de otra persona, ésta no deja de ser digna, pero aquél no respetó su dignidad, no se comportó humanamente (“fraternalmente”, como dice la Declaración Universal de Derechos Humanos -en adelante, DUDH): lo indigno es la acción de quien incumple su deber, no la persona cuyo derecho es violado.

3.2.    ¿Cómo se deriva el “derecho a la eutanasia” a partir de la “dignidad”? (Análisis crítico).

Seguidamente, la sentencia hace un razonamiento de difícil intelección:

Así, la discapacidad y el sufrimiento por causa de la enfermedad y la discapacidad puede afectar el derecho a la dignidad, pero solo en su faz de la autopercepción, mas no en la faz externa; por consiguiente; debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad fáctica y jurídica. (§ 179).

Si se parte de que la dignidad es “inherente al ser humano”, no se entiende por qué, el hecho de que alguien no perciba su dignidad podría determinar que esa dignidad realmente no exista. Y, por consiguiente, no se entiende que pueda concluirse que “debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad fáctica y jurídica”. Analicemos los pasos de este razonamiento confuso e incorrecto:

3.2.1.     Primer paso: la discapacidad, la enfermedad y el sufrimiento pueden condicionar y hasta determinar fácticamente la percepción de la propia dignidad

Se parte de la afirmación de un hecho real: la discapacidad y el sufrimiento causados por esa incapacidad o por la enfermedad pueden condicionar y hasta determinar fácticamente la percepción de la propia dignidad.

Se aclara que esa percepción es un hecho subjetivo: que se da en el interior del sujeto.

Hasta aquí, estamos de acuerdo. No está en discusión que, en el plano fáctico (en el plano de lo que en los hechos sucede), se da esta autopercepción de indignidad, y que la causa o concausa de este hecho es otro hecho: la discapacidad, y el sufrimiento causado por ella o por la enfermedad.  Y tampoco está en discusión que esta percepción se da en la subjetividad, en el interior de esa persona.

3.2.2.     Segundo paso: se afirma que la dignidad debe ser percibida por la propia persona para que realmente exista

3.2.2.1.       ¿Sería entonces una dignidad inherente al ser humano?

Aquí ya no estamos de acuerdo. Esta es una afirmación opuesta a la formulada antes: la dignidad es inherente al ser humano. Y se aclaró que, “son tan dignos aquellos que poseen la razón, como aquellos que la han visto afectada por alguna discapacidad” (§ 179). Reiteramos: si la dignidad es inherente al ser humano, si, como dice el artículo 21 del Código Civil “Son personas todos los individuos de la especie humana”  (Uruguay, 1994, octubre 19), entonces, si alguien es ser humano, es “persona”, no “cosa”. Si es humano y no se autopercibe como “digno”, como “fin supremo de la sociedad y del Estado” (como señala en su artículo 1º la Constitución peruana -Perú, 1993), no por ello deja de ser digno, un “fin en sí”. Y lo es, para toda la sociedad y para él mismo.

3.2.2.2.       ¿Sería “dignidad” = valor absoluto, intrínseco?

Como explica Kant (2012), que cada ser humano sea persona significa que “no posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio, sino un valor intrínseco: la dignidad” (p. 44). Las “cosas” tienen un valor relativo o “precio”: su valor depende de que sean valoradas para otros fines; las personas, en cambio, tienen un valor absoluto o “dignidad”: generan, en las personas, el deber de valorarlas como fines, no como medios para otra finalidad. Las cosas valen porque son valoradas; las personas deben ser valoradas porque valen, con un “valor interno absoluto” o “dignidad”.[3] 

Si hay una realidad digna, ésta debe ser valorada por quienes tienen la capacidad de entender esa realidad (conocer, con su razón, que ese ser es digno porque es humano) y de actuar libremente en relación con ella, valorándola según su dignidad.[4] Alcanza con ver a un ser humano, para saber que es humano y que hay que valorarlo.[5]

3.2.2.3.       Dignidad, libertad y deber

El deber emerge, como de su fuente, de la dignidad, a través de la inteligencia que descubre que está ante un ser digno y que, por ello, en el juicio de la conciencia, indica a la propia persona, a su voluntad, que, en su actuar libre, debe valorar a ese ser porque es un valor o fin supremo.

El deber es inherente a las acciones libres: soy libre porque mi inteligencia me indica cómo debo actuar, porque descubre que yo y las demás personas somos dignos: por serlo, la razón, en el juicio de la conciencia, me señala que debo hacer aquello que sea conveniente para conservar y desarrollar mi ser y el de las demás personas, y que no debo hacer aquellas acciones que me (o los) perjudiquen. Si no tuviera inteligencia, o si no pudiera descubrir que yo soy digno (que debo elegirme como fin) y no pudiera saber qué acciones son convenientes para desarrollarme, no podría ser libre: no podría moverme a mí mismo a actuar, porque no tendría el móvil, la fuerza motriz, para hacerlo.

Claro que, quien no se perciba a sí mismo o a los demás como dignos, no se sentirá obligado por esa dignidad. Es más: si no percibe a los demás como dignos, no puede entender que los demás tengan derechos (que son la concreción o expresión de esa dignidad), ni que él tenga deberes correspondientes a esos derechos. Y si no percibe su propia dignidad, no podrá entender que tiene derechos (que expresan esa dignidad) ni que los demás tengan los correspondientes deberes hacia él.

Y, como carecerá del móvil de la propia dignidad, carecerá también de libertad. No hay nadie menos libre que aquel que considera que no vale nada. ¿Qué puede elegir, como un medio para él, si él no vale, si él mismo no es un fin? De allí que es muy dudoso que sea libre y, por tanto, culpable, imputable, quien no se considera humano, persona, digno. 

En este sentido, podría entenderse la afirmación que estamos criticando: “la dignidad debe ser percibida por la propia persona para que realmente exista”, pero agregamos: para que exista como una realidad operativa, como un móvil del actuar humano. Pero es una afirmación casi tautológica: la dignidad debe ser percibida por el propio sujeto libre, para que exista como realidad percibida y, por tanto, para que puede operar como móvil de su actuar, en ese sujeto libre.

3.2.2.4.       Distintos sentidos y ámbitos de la dignidad, la libertad y el deber

Estamos en el plano de la motivación interna del actuar, que es el plano propio de la ética. En el plano del derecho, que también regula las acciones libres, no se consideran éstas desde la perspectiva del mismo sujeto que actúa (de lo que es conveniente para su desarrollo), sino desde la perspectiva de las otras personas, a quienes esa persona necesita y que, a su vez, necesitan de ella para lograr el pleno desarrollo de sus potencialidades. (Éste es el fin inmediato de toda sociedad: el bien común, o conjunto de condiciones para que todos y cada uno de sus miembros puedan desarrollarse plenamente como persona[6]). La persona no es una mónada aislada y autosuficiente, es un ser social, que se realiza socialmente, dando y recibiendo. Precisamente porque es un ser único, insustituible, con un valor supremo, de dignidad, es fin de la sociedad y del Estado; pero esta sociedad o Estado es el conjunto de todos esos seres iguales en dignidad que, por ello, deben valorarse recíprocamente como tales: son seres con deberes recíprocos y, por tanto, con derechos recíprocos.

En este plano de las acciones libres en las que se afectan los deberes y derechos recíprocos, el criterio con el que se juzgan tales acciones no es la conveniencia de una acción al propio sujeto que actúa (su bondad o maldad ética), sino el valor social de la misma. Se considera la acción en su aspecto más objetivo, en lo que sirve o perjudica al fin de la sociedad: al bien común: a esas condiciones requeridas para que todos y cada uno puedan lograr su pleno desarrollo. Una acción debida jurídicamente, es una acción que corresponde al bien común: una acción justa: que es debida como carga de lo que una persona debe hacer para ese bien común de la sociedad, y que corresponde a otros como derecho, como la parte en que ese bien común beneficia a ese sujeto o al conjunto de la sociedad.

En este plano jurídico, la dignidad requerida para tener derechos es la dignidad objetiva, la que surge de la mera condición de ser humano. Si es humano, es sujeto de derechos: tiene todos los derechos humanos. Es lo que afirma categóricamente el artículo 1° del Pacto de San José de Costa Rica: “persona es todo ser humano” (OEA, 1969). Que se auto perciba o no como digna, no cambiará su condición de persona, no cambiará su estatus jurídico: su posición relativa respecto de los demás miembros de la sociedad. Seguirá siendo “sujeto de derechos”, no “objeto de derechos”: seguirá siendo “persona”, no “cosa”. Tendrá dignidad, no precio. Tendrá, para la sociedad, un valor absoluto, no relativo: deberá ser valorada por ser lo más valioso; no tendrá valor según que sea valorada o no valorada, con mayor o menor intensidad, por muchos, o por pocos, o por nadie: todos deben valorarla, aunque, de hecho, fácticamente, no la valoren.

Como se ve, hemos distinguido diferentes sentidos y diferentes planos en los que se habla de “dignidad”:

    Un sentido sustantivo o principal, por el que el término “digno” se aplica al sujeto digno: en este sentido, se afirma que cada ser humano tiene una dignidad inherente. Y un sentido derivado de éste, por el que el término “digno” se aplica a las acciones libres que respetan la dignidad del sujeto digno.

    Un plano ontológico, real u objetivo. En este plano, es digna, en sentido propio, una realidad que es de determinada manera: el ser humano; a este modo de ser se le aplica el término “digno” porque, por tener ese modo de ser, esencia o naturaleza (es decir, de modo inherente o intrínseco), es un ser digno (tiene el estatuto o categoría ontológica de persona): es lo más valioso, o un valor o fin supremo para la sociedad.

    Un plano lógico, perceptivo o subjetivo: es la percepción racional de esa realidad ontológica a la que, en sentido principal, se le aplica el término “dignidad”. Este plano de la percepción se regula por el plano de la realidad: si se ajusta a lo real, la percepción es verdadera. Pero es posible, fácticamente, que no se ajuste: que un ser digno (que es el único que puede percibir la realidad y juzgar si tal percepción se ajusta o no a aquella) no perciba su dignidad. A esta representación o percepción de la dignidad se la denomina “dignidad auto percibida”.[7]

    Un plano ético: refiere, en primer lugar, al sentido derivado del término “digno”: se predica la cualidad de “dignas” a aquellas acciones conscientes y libres que respetan la dignidad ontológica de las personas: la del propio agente y la de las otras personas a las que esas acciones pueden  afectar. Este plano supone la existencia del primero, y la posibilidad fáctica del segundo: si la persona no fuera realmente digna, no habría deber de valorarla como tal; y, si una persona no puede percibirse a sí misma o a los otros como dignos (por ejemplo, porque no tiene desarrollada su inteligencia, o está impedida en su ejercicio), no puede verse obligada internamente por ese deber ético de respetar esa dignidad en sus acciones libres. También en la ética se habla de la dignidad en sentido propio: de la dignidad del sujeto ético. En este caso, coincide con el concepto ontológico de dignidad. Es el presupuesto real u ontológico de la ética, pues no puede haber acciones libres (que es la realidad regulada por la ética) si no hay un sujeto capaz de acciones libres, es decir, una persona, un sujeto digno.

    Un plano jurídico: se aplica el término “digno”, en sentido principal, a los seres humanos, en cuanto “sujetos de derechos” (o “persona” en sentido jurídico), porque, por el sólo hecho de ser humanos, tienen un valor supremo según el cual las demás personas tienen un deber y, por eso, ellos tienen derechos. El deber es el de valorar o querer que esas personas sean y que sean todo lo que pueden ser, y el de hacer (acciones u omisiones) lo que necesiten para ello. El primer deber (para todos) será un no hacer: el deber de no matar a esa persona, de no perjudicarla, de dejar que se desarrolle libremente. Los deberes de hacer, en cambio, se tendrán según la posición relativa de cada persona (los padres, por ejemplo, deben alimentar y educar a sus hijos, quienes hayan acordado una prestación a  favor de una persona, deben cumplirla, y la sociedad debe actuar para que se concreten y cumplan esas necesidades de cada uno - que constituyen sus derechos-, por parte de quienes tengan el deber correspondiente). Estas acciones u omisiones son debidas por los demás como parte de su aporte al bien común, fin de la sociedad. Y esas mismas acciones u omisiones debidas son derecho para ese sujeto, como parte de lo que le corresponde -como beneficio- del bien común de la sociedad. El fin de la sociedad es crear las condiciones para el pleno desarrollo de todos sus miembros, porque cada uno de ellos es el fin supremo de la sociedad, porque tiene ese valor supremo inherente: porque tiene dignidad de persona. Y como la sociedad está formada por todas las personas, todas ellas son el fin de la sociedad (tienen una dignidad en la que se fundamentan sus derechos) y, a la vez, todas ellas, en sus acciones libres, tienen deberes con los que cumplen el derecho de los demás, respetan la dignidad de los demás, poniéndolos como fin de la sociedad.

      También en el plano jurídico, el término digno se aplica, en sentido derivado, a las acciones libres, en la medida en que respetan la dignidad personal. Es decir: las acciones libres son dignas jurídicamente, cuando respetan los derechos que expresan la dignidad de las personas, lo que corresponde a ellas por ser dignas. Es indigna, contraria a la dignidad de la persona sujeto de derechos, la acción que no respeta esos derechos. Toda acción libre contraria a un derecho es una violación a la dignidad jurídica de la persona, a lo que a ésta corresponde como tal. No es, por tanto, un ejercicio del derecho a la libertad, sino una violación de derecho, violencia antijurídica. Como analizaremos en el apartado correspondiente a la libertad, ésta no sólo debe respetar los derechos ajenos, sino también aquellos derechos propios que, por ser expresión de la dignidad del agente, por derivar de su condición humana, son irrenunciables. Éstos no sólo corresponden a su directo beneficiario, como derecho, sino también a la sociedad, en cuanto ésta tiene el deber de regir las conductas hacia el bien común, haciendo que se cumplan los derechos que forman parte esencial de ese bien común. Que se respete la igual dignidad de todas las personas no sólo es en interés o beneficio de esa persona, sino de toda la sociedad que requiere, como primer condición y regla para su existencia y para lograr ese bien común, que se ordene respetar esa igual dignidad, y que se hagan cumplir, en la medida posible, los deberes que esa dignidad exige.

      En el plano jurídico, la dignidad tiene una dimensión externa o relacional. Es el fundamento de todas las relaciones sociales, y de la existencia misma de derechos y deberes que configuran esas relaciones. La dignidad es el fundamento del derecho, en dos sentidos.

-     En primer lugar, el derecho supone una relación entre sujetos con igual dignidad, para que pueda darse esta recíproca correspondencia de derechos y deberes: la dignidad del otro es aquí también el fundamento del que emerge el deber de uno; y a su vez, el deber presupone la existencia de un sujeto inteligente y libre que puede conocer la dignidad del otro y la propia dignidad, para sentirse obligado por ese deber. Si no fueran personas (dignos) no podrían tener derechos ni deberes: ni positivos, ni naturales. El hecho de ser persona, la dignidad de persona, es el fundamento de todos los derechos: es el supuesto que posibilita tener derechos y deberes.

-     Y a su vez, esa igual dignidad inherente a la condición humana determina que tengan iguales derechos inherentes a esa condición. El hecho de ser persona (ser humano) es el título que otorga todos los derechos inherentes a la condición humana, y los correspondientes deberes. Todo ser humano, y la sociedad en su conjunto (el Estado) tienen el deber de respetar la condición de persona: la dignidad y los derechos humanos que expresan esa dignidad. Por eso la persona es el fin de la sociedad y del Estado. Éste no otorga esos derechos, porque son inherentes, intrínsecos a la condición humana: sólo los reconoce, y tiene el deber de respetarlos y garantizar su cumplimiento.

      Como el derecho es una relación entre sujetos, la dignidad que los vincula es considerada en su faz externa: en la perspectiva del otro que queda obligado por la dignidad de su semejante. En este sentido, estamos de acuerdo con la afirmación de la sentencia: que alguien no se perciba como digno sólo afecta a la autopercepción de la dignidad (a la dignidad en el plano lógico; e incluso, por lo dicho respecto a la falta de libertad que ello podría implicar, a su incidencia en el plano ético), pero no afecta a la dignidad en su faz externa: en el plano del derecho, que es el plano relacional, los otros seguirán con el mismo deber que surge de esa dignidad objetiva u ontológica, que ellos sí pueden percibir y por la que sí están obligados ética y jurídicamente.

3.2.3.     Tercer paso: salto del plano fáctico perceptivo al plano preceptivo-normativo, de la “faz interna” a la “faz externa” de la dignidad.

La sentencia, luego de afirmar que la discapacidad y el sufrimiento causado por ella o por la enfermedad pueden afectar la dignidad en su faz interna, es decir, “sólo en su faz de la autopercepción, mas no en la faz externa”, da un salto sin fundamento lógico, afirmando que: por consiguiente, debe existir un espacio de disposición de su titular, en uso de su libertad fáctica y jurídica” (§ 179).

En este razonamiento hay varias falacias y contradicciones.

3.2.3.1.       Salto del plano fáctico al normativo

Primera falacia: desde la perspectiva normativa, tanto jurídica (ámbito de las acciones externas) como ética (que comprende las acciones internas además de las externas), lo que se debe hacer no depende de lo que, en los hechos, se haga: del plano meramente fáctico, no se puede deducir un deber ser.

Sólo de la percepción de un modo de ser en el que se encuentre ínsita una finalidad, puede derivarse un precepto, un mandato de la inteligencia a la voluntad. La percepción de un ser como digno (como valor máximo) implica percibirlo como fin, y por eso, de ella se deriva un precepto; la percepción de sí mismo como fin, es lo que permite tomarse a sí mismo como fin de su acción y, por tanto, dominar sus acciones, dirigirlas, autodeterminarse a partir de ese fin propio, que es en lo que consiste la libertad. Sin percepción de la dignidad, no hay espacio alguno para la libertad.

Si yo no percibo mi propia dignidad y quiero matarme, atento contra mi dignidad en su fase interna, en el ámbito de la ética. Por su objeto, esa acción interna es contraria a mi dignidad (justamente, implica rechazar mi carácter de ser digno). Por su objeto, por lo que se elige con esa acción, no es una acción ética, conveniente a lo que yo soy (ser humano). El querer matarme es una acción indigna desde la perspectiva ética.

Querer matarse no es manifestación de la propia dignidad, sino de lo contrario: de que uno considera que no es digno.

Así lo explica Kant (2008): “El hombre no puede enajenar su personalidad mientras haya deberes, por consiguiente, mientras viva; y es contradictorio estar autorizado a sustraerse a toda obligación(p. 282, énfasis añadido).  Es más, señala que, si fuera lícito el suicidio, caerían todos los deberes, caería la propia moral:

Destruir al sujeto de la moralidad en su propia persona es tanto como extirpar del mundo la moralidad misma en su existencia, en la medida en que depende de él, moralidad que, sin embargo, es fin en sí misma; por consiguiente, disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (homo noumenon), a la cual, sin embargo, fue encomendada la conservación del hombre (homo phaenomenon).” (Kant, 2008, pp. 282-283, énfasis añadido)

Y aclara que el hombre “no debe renunciar a su dignidad, sino mantener siempre en sí la conciencia de la sublimidad de su disposición moral, y esta autoestima es un deber del hombre hacia sí mismo(Kant, 2008, 299, énfasis añadido).

También señala Kant (2012):

Alguien que por una serie de infortunios quede sumido en la desesperación y experimente un hastío hacia la vida todavía se halla con mucho en posesión de su razón como para poder preguntarse a sí mismo si acaso no será contrario al deber para consigo mismo arrebatarse la vida. Que compruebe si la máxima propuesta para su acción pudiera convertirse en una ley universal de la naturaleza. Su máxima sería ésta: “En base al egoísmo adopto el principio de abreviarme la vida cuando ésta me amenace a largo plazo con más desgracias que amenidades prometa”. La cuestión es si este principio del egoísmo podría llegar a ser una ley universal de la naturaleza. Pronto se advierte que una naturaleza cuya ley fuera destruir la propia vida por esa misma sensación cuyo destino es impulsar el fomento de la vida se contradiría a sí misma y no podría subsistir como naturaleza, por lo que aquella máxima no puede tener lugar como ley universal de la naturaleza y por consiguiente contradice por completo al principio supremo de cualquier deber. (p. 127, énfasis añadido)   

3.2.3.2.     Salto de la faz interna (autopercepción) a la externa (plano jurídico)

Segunda falacia: si la autopercepción sólo afecta la dignidad en “su faz interna”, no en la “faz externa”, no se entiende por qué debería incidir en el ámbito jurídico.

La dimensión jurídica de la libertad, como vimos, refiere a la faz externa de la dignidad: un acto libre, para que sea un derecho (un ejercicio de la libertad como derecho), debe respetar la dignidad, debe respetar los derechos que expresan esa dignidad. Los derechos expresan todas las acciones u omisiones que corresponden a una persona, en cuanto debidas; y son debidas porque son acciones libres que respetan esa dignidad: porque valoran a ese ser como lo más valioso, como digno.

En la medida en que la decisión interna de querer matarse se convierta en una acción externa de darse muerte, y más aún si solicita a otro que le dé muerte o lo ayude a darse muerte, se pasa del plano sólo ético al plano jurídico. En este caso, se atenta contra la dignidad como fundamento de los derechos y los deberes correspondientes a esos derechos (deberes jurídicos).

3.2.3.3.       Se considera digno tratarse como cosa indigna

Por último, se incurre en una clara contradicción.

La disposición de sí mismo, en el sentido de no valorarse como fin supremo y, consecuentemente, auto eliminarse como “cosa” sin valor, puede responder a una libertad fáctica, pero no a una libertad ética o jurídica. Tanto la ética como el derecho exigen al acto libre el respeto a la dignidad personal; y el tratarse como cosa disponible, descartable, desechable, sin valor, es lo contrario a respetar la dignidad.

Es verdad que, en muchos casos, hay una libertad fáctica para darse muerte, y también para solicitar a otro que le dé muerte o lo ayude a darse muerte, y también para que este otro lo haga. Este “espacio de disposición” para el “uso de su libertad fáctica” existe, y no es posible evitarlo de modo absoluto.

Pero no hay ningún fundamento en la dignidad de la persona para que deba existir ese “espacio de disposición”: ni en el plano ético, ni en el plano jurídico. La dignidad exige lo contrario: que se deba valorar la propia vida, el propio ser, la persona, su existencia, como lo más valioso, como “fin supremo de la sociedad y del Estado”.

Por lo tanto, esa dignidad exige, desde el punto de vista ético, que uno tenga el deber de querer su existencia, querer su ser, querer ser y querer ser todo lo que pueda ser, según su esencia o naturaleza (que es la de un ser mortal). Por eso, el deber de querer vivir es el primer deber ético: querer vivir hasta la muerte natural. No se debe querer matarse ni que otro lo mate, porque implicaría no querer vivir hasta la muerte natural, implicaría negar la dignidad, al querer que alguien (yo u otro) no valore mi ser, mi existencia, mi vida, al punto tal de querer que no exista.[8]

Y, desde el punto de vista jurídico, la dignidad de la persona, el hecho de que, por ser humana sea persona en sentido jurídico (titular de derechos), determina el deber de todo ser dotado de razón y conciencia de valorarlo como digno, como fin último de la sociedad y del Estado, fin que se debe respetar en todas las acciones conscientes y libres. Y el primer deber será el de un no hacer: no matar, porque no es posible querer o valorar algo y querer que no sea, y hacer algo para que deje de ser. Y por eso, el primer derecho será el correspondiente derecho a seguir viviendo hasta la muerte natural.

3.2.4.     Crítica: el derecho a una muerte digna es el mismo derecho a la vida.

¿Hay, entonces, un derecho a una muerte digna? Sí: es parte del derecho a la vida. Si el derecho a la vida es el derecho a vivir hasta la muerte natural, la muerte natural es parte esencial del derecho a la vida. Es el derecho a morir sin que me maten. Porque si hay alguien que me da muerte mediante un acto voluntario, con ese acto voluntario estaría queriendo mi muerte, que es lo mismo que querer que no viva, no querer mi vida, no querer mi existencia, mi ser: alguien que no me estaría valorando como lo más valioso, que me estaría tratando no como persona, sino como cosa, y como cosa que nadie valoraría, que tendría, entonces, un precio inferior a “0”: no valdrían la pena los esfuerzos, los gastos, las molestias o el sufrimiento que deberían hacerse para que yo siga existiendo. Sería cosa sin valor, desechable, descartable.

Obviamente, esa percepción de mi vida, de mi ser, como algo sin valor, sin dignidad, sería una percepción errónea: ontológicamente, objetivamente, realmente, yo seguiría siendo un individuo de la especie humana (artículo 21 de nuestro Código Civil: Uruguay, 1994, octubre 19), un “ser humano” (como dice el artículo 1º del Pacto de San José de Costa Rica: OEA, 1969), y, entonces, como tal, sería “persona”, tendría todos los “derechos inherentes a la personalidad humana” (artículo 72 de la Constitución uruguaya: Uruguay, 1967): y si tengo todos los derechos humanos, ello se fundamenta en que los demás tienen el deber de respetar todos esos derechos, tienen el deber de valorarme porque Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (DUDH, art. 1º): todos tienen la misma “dignidad intrínseca”[9] y “derechos iguales e inalienables” (DUDH, Preámbulo), por lo que tal dignidad y derechos no podrán perderse, mientras siga siendo ser humano.

Como se ve, no es una opinión más entre las múltiples visiones antropológicas que son admisibles en una sociedad democrática pluricultural. Como señala el Preámbulo de la DUDH:

    “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” es la “base” de “la libertad, la justicia y la paz en el mundo”;

    “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”.

    Es el conjunto de “los pueblos de las Naciones Unidas” quien ha reconocido (no creado), estos derechos, y ha proclamado “su fe en los derechos fundamentales del hombre” y “en la dignidad y el valor de la persona humana” que está en la base de esos derechos, como fuente de su obligatoriedad.

    Es esta comunidad internacional la que ha proclamado “una concepción común de estos derechos”, a pesar de la multiplicidad de culturas, creencias, convicciones religiosas, filosóficas, jurídicas y políticas de quienes participaron en la redacción y aprobación de esa declaración.

    Son ellos quienes han considerado que es “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho”.

No es una opción válida, respetuosa de los derechos humanos, la opción de un Tribunal o de un Legislador que considere que hay vidas (seres humanos) a las que está prohibido matar, que tienen un derecho a la vida absoluto e irrenunciable, tutelado por la ley, consideradas como valores fundamentales de la sociedad y por eso protegidas por la ley penal en los delitos de homicidio y asistencia al suicidio…, y otras vidas (otros seres humanos) respecto a las cuales la ley otorga un permiso para que puedan ser matados o ayudados a darse muerte, cuyo derecho a la vida es relativo (depende de que ellas se valoren) y renunciable, que quedan desprotegidas por la ley, que no se consideran valiosas para la sociedad y, por ello, es justificado el homicidio y la ayuda al suicidio si previamente renunció a vivir… A los que menos protección necesitan, se los protege; a los más vulnerables, a los “eutanasiables” (con enfermedades terminales, o con una incapacidad o un gran sufrimiento físico o moral), a los más necesitados de ayuda, alivio, protección, valoración, compañía, a quienes tienen condicionada la percepción de su dignidad por el sufrimiento y la enfermedad…, se los desprotege; la sociedad -a través de la ley-, en vez de hacerles sentir la valoración que necesitan, acrecienta su autopercepción de disvalor señalándoles que, para la sociedad, su ser, su existencia, su vida…no vale nada, y menos que nada: se la puede descartar, eliminar… sólo hace falta que él acepte que no vale nada y solicite ser eliminado.

Está en juego la noción misma, el reconocimiento mismo de los derechos humanos. Si un ser humano no tiene derecho a la vida, primer derecho humano, es porque no existen derechos humanos, derechos de todos los seres humanos, que obliguen a todos los seres humanos, a toda sociedad, Estado y comunidad internacional. Si una sociedad no reconoce este derecho humano fundamental no sólo a una persona sino a todo un grupo de personas (los “eutanasiables”), aun basándose en que es la mayoría de la sociedad la que considera que no existe tal derecho y el correspondiente deber respecto a estos casos (a estas personas), no por eso modificaría ese derecho humano: no puede la voluntad humana modificar la naturaleza humana, sólo puede no respetarla o respetarla; crearía un “derecho positivo” (puesto por la voluntad humana), contrario a un derecho natural, a un derecho humano. Como señala Spaemann (1998),

 …la idea de derechos humanos se diferencia de la idea de derecho positivo precisamente porque determinaría aquel mínimum que es sustraído a la arbitrariedad de un poder legislador. Sin esta pre-positividad no tendría ningún sentido hablar de derechos humanos, porque un derecho que puede ser anulado en cualquier momento por aquellos para los que ese derecho es fuente de obligaciones, no merece en absoluto el nombre de derecho. (p. 82)

Tampoco dependen los derechos humanos de la propia voluntad del sujeto. A pesar de que él no se valore, no perderá su dignidad inherente: mientras sea humano, será digno. Y ello, justamente, es lo que determinará que la acción de darle muerte, la acción del legislador o la del juez por la que afirmen que es lícito darle muerte, y la acción de solicitud de eutanasia o asistencia al suicidio del propio “eutanasiable” sean indignas, contrarias a la dignidad de esa persona. (Con la salvedad que ya señalamos respecto a esta última acción: en la medida en que no sea una acción libre, no puede ser juzgada como digna o indigna).

Y es que la dignidad en sentido principal o sustantivo refiere a esa dignidad ontológica, inherente a la condición humana, que determina que un ser humano siempre será digno, siempre será persona, por el sólo hecho de ser humano; pero la dignidad, en sentido derivado, refiere a las acciones libres que respetan esa dignidad.

El morir, que es un verbo pasivo, puede ser producido por hechos no libres, o por acciones conscientes y libres en las que se procura dar muerte, quitar la vida. Obviamente, una acción libre, positiva, que tiene como finalidad inmediata (como objeto) quitar la vida, es contraria al deber de no matar, y al derecho de ese ser a seguir viviendo hasta la muerte natural. Será una acción contraria a la dignidad de ese ser, una acción que no tendrá como finalidad que ese ser sea, y que sea todo lo que puede ser según su esencia (que es lo que exige su dignidad). Será una acción violatoria del primer derecho y del primer deber derivados de la dignidad de la persona: el derecho a la vida y el deber de no matar. Será una acción contraria al primer principio de la vida social y democrática: la igual dignidad de toda persona, su carácter de fin último de la sociedad y del Estado.

Como señala la ley uruguaya de Derechos de los pacientes, hay un derecho a “morir con dignidad”, Ley 18.335, artículo 17:

Todo paciente tiene derecho a un trato respetuoso y digno. Este derecho incluye, entre otros a: (…) D) Morir con dignidad, entendiendo dentro de este concepto el derecho a morir en forma natural, en paz, sin dolor, evitando en todos los casos anticipar la muerte por cualquier medio utilizado con ese fin (eutanasia) o prolongar artificialmente la vida del paciente cuando no existan razonables expectativas de mejoría (futilidad terapéutica)…. (Uruguay, 2008, agosto 26)

Morir dignamente exige morir rodeado de acciones dignas: como primera condición, una omisión: no ser matado, morir de muerte natural (ello excluye la eutanasia y el suicidio); en segundo lugar, exige ser acompañado, ayudado, aliviado, valorado, respetado en las propias convicciones: ello excluye la futilidad terapéutica, y exige los cuidados paliativos.

La primera exigencia es absoluta: siempre es posible no hacer una acción libre que tenga como objeto, como finalidad, matar a un ser inocente. Si no fuera posible, no sería una acción libre. Es, como señala John Finnis (1992), un absoluto moral, pues “identifican acciones incorrectas, no acciones correctas; son normas negativas que resultan válidas siempre y en toda ocasión” (p. 33).

Las otras, exigen un comportamiento positivo, según la posición relativa y la posibilidad del obligado. Sin duda, la sociedad, actualmente, tiene la posibilidad de prestar esa ayuda, acompañamiento, alivio y valoración, a través de los cuidados paliativos. Por ello, es más grave la respuesta social de ofrecerle darle muerte, en lugar de ofrecerle (y asegurarle) los cuidados paliativos, que es la ayuda que objetivamente (y subjetivamente, aunque no lo perciba) necesita.[10]

3.2.5.     Conclusión: de la dignidad, se derivaría el “derecho a ser indigno”

¿En qué consistiría entonces elderecho a la dignidadque invoca la sentencia, como para incluir elderecho a la eutanasia”?

Ya vimos que el Tribunal reconoce que “el derecho ha desarrollado un avance al reconocerle dignidad a las personas con cualquier discapacidad…” (§ 95). Pero, por otra parte, señala que

una persona con pérdida de sus capacidades cognitivas (con Alzheimer avanzado, por ejemplo) podría no tener una percepción de su propia dignidad, empero, no es pura compasión o beneficencia la que debe tener el sistema jurídico y la sociedad respecto de esta persona, sino reconocerle, auténticamente, su dignidad. Sin embargo, esa misma persona, antes de ingresar a esa situación, cuando aún hace uso de su razón y aunque fuere parcialmente, sentirá que, en esa situación futura, habrá perdido su dignidad, porque la medida de su propia percepción de dignidad será su estado de conciencia y razón. (§ 95)

No obstante, luego dirá que, aunque “el uso de la razón” “es la mejor referencia de su propia dignidad, sin embargo, esta dignidad trasciende a la razón porque es inherente a la persona humana, sea cual fuere su condición o capacidad”. (§ 97)

Entonces, si, como afirma la sentencia, “…la dignidad es inherente a la persona humana, aun cuando esté afectada, en ese punto, su propia autopercepción” (§ 89), ¿por qué concluye, en sentido contrario, que se debe respetar “lo que ella considera una condición digna” (§ 82)?

Si la dignidad “es inherente a la persona humana, sea cual fuere su condición o capacidad”, ¿cómo podría estar sujeta a una condición digna”? ¿Qué condición puede hacer que un ser humano pase a ser indigno, deje de ser persona y pase a ser cosa disponible? Si tal condición existiese, ¿la dignidad sería inherente a la condición humana, o a otra condición de ese sujeto? ¿Y qué sería ese sujeto no digno, disponible, si es un ser vivo y no es humano? ¿De qué especie sería ese individuo, sino de la especie humana?

No hay una respuesta para esto. Porque, además, debería ser un ser capaz de decidir libremente, capaz de realizar actos jurídicos de la mayor relevancia, como lo es el renunciar a todos sus derechos y a su misma condición de sujeto de derecho. Tendría que ser un ser sin dignidad, que no sea persona, pero que a la vez sea persona, libre, capaz de realizar actos jurídicos que modifiquen su propio estatus jurídico, pasando de “persona” a “cosa”.

Señalemos, como síntesis del análisis crítico de este apartado:

    La dignidad no es propiamente un derecho, sino  que, en su sentido principal o propio, es el fundamento de todos los derechos: es el valor supremo inherente a todo ser humano por el hecho de ser humano, que origina los deberes de todas las personas (incluyendo al conjunto de la sociedad o Estado y a la propia persona sujeto de esa dignidad).[11] Esta dignidad es inherente a todo ser humano que es, por ello, persona, fin en sí, “fin supremo de la sociedad y del Estado” (Perú, 1993, art. 1º), con valor absoluto (que debe ser valorado siempre por ser lo más valioso); no: “cosa” con valor relativo de medio o precio (que vale si es valorado).

    Si se considera la dignidad en un sentido derivado, aplicado a las acciones libres, éstas son dignas (adecuadas a la dignidad de la persona) cuando valoran y respetan la dignidad de las personas (de sí misma y de las demás personas).

    Admitir que no hay deber de no matar a un ser humano es igual a admitir que ese ser humano no tiene dignidad.

4.    Termina “fundando” el derecho a la eutanasia en una libertad que no tendría el deber de respetar la dignidad y los derechos humanos irrenunciables.

Entonces, sin el fundamento de la dignidad, acude al derecho a la libertad o a la autonomía.

Esta libertad se consagrará como.  un derecho a no ser digno: a no considerarse digno y a que los demás no lo consideren digno. Se estaría afirmando: “Mi dignidad exige que pueda renunciar a ella”. A lo que habría que contestar: una vez que lo hagas, ¿en qué se fundamenta tu derecho a ser muerto? Si no eres digno, no eres persona, no eres sujeto de derechos: no puedes tener derechos.

Por otra parte, no todos tendrían tal “derecho” “fundado en la libertad”: paradójicamente, sólo lo tendrían aquellos que antes se reconoció que tienen su libertad fácticamente condicionada o determinada por la enfermedad, la incapacidad o el dolor: los “eutanasiables[12]. Para los que, en los hechos, son más libres (los sanos y autónomos), su libertad no será suficiente para quitarle dignidad a su ser, para hacer que su vida carezca de valor: la sociedad considerará que sus vidas valen (son aparentemente dignas), mientras que las otras no valen, son una carga que no hay más remedio que respetar si ellos quieren seguir viviendo.

En los hechos, lo que se estará valorando no es ni la libertad (pues a los más libres no se les reconoce su libertad de renunciar a su vida), ni la vida o la dignidad de la persona (pues la vida de unas personas es valorada, y la de otras personas, no). Lo que se valorará es lo que la persona pueda aportar para la sociedad; y lo que se considerará un disvalor es lo que la sociedad tenga que hacer para ayudarla.

Entonces, no se valorará a la persona como fin, sino como un medio para la sociedad, según su aporte, su autonomía, su salud.

Se alegará que se valora la libertad como parte integrante esencial de una vida humana y, por tanto, a las personas que sean más libres.

Pero la libertad no será un valor condicionado al respeto de la dignidad: no será la libertad conforme a derecho. El valor supremo no sería la igual dignidad inherente de todo ser humano, sino la libertad fáctica. Se reemplazaría el respeto a la igual dignidad de todos por el respeto a la diferente libertad fáctica de cada uno: la discriminación según la ley del más fuerte, en lugar del deber de solidaridad y protección al más débil; el imperio de la fuerza, en lugar del imperio del derecho.

Volviendo a la última objeción planteada en el final del apartado anterior: ¿cómo concilia la sentencia la “dignidad inherente a la persona humana” (§ 89) y que se pueda determinar cuándo a una persona se la puede matar porque se la considera no digna, según lo que ella (y previamente la sociedad, por la ley) determinó “lo que ella considera una condición digna” (§ 82)? ¿Cómo concilia el principio de “dignidad inherente a la persona humana” y la admisión -jurisprudencial o legal- de que puede haber una persona humana para quien “…la vida no merece la pena vivirla…” (§ 108)?

Para intentar esta conciliación, divide al ser humano en “ser humano” y “libertad”. Habría un ser, llamado “libertad”, que sería capaz de decidir si él mismo es ser humano (“persona”) o “cosa”. En efecto, como la dignidad es inherente al ser humano, para decidir si uno es digno, debe tener la capacidad de decidir si es humano. Ese ser que decide sería la “libertad”. Claro que no se aclara qué sería esa libertad antes de decidir que es digno y, por tanto, ser humano; ni tampoco, se dice qué sería esa libertad luego de decidir que no es digno, que no es humano. Veamos cómo lo expresa la sentencia: “el ser del hombre, aquello que lo hace ser lo que es, no es la razón, sino la libertad…”; de allí concluye que el hombre “determina su dignidad o hace que la dignidad le sea inherente, porque no lo hace objeto, sino fin” (§ 98). Es decir: si la libertad se trata a sí misma como fin, se hace un ser digno, un ser humano, una persona; si la libertad se trata a sí misma como objeto, esa libertad es un ser no digno, una cosa, no un ser humano, una persona.

A continuación, “aclara” que la libertad

es también inherente al ser humano y la libertad significa la autonomía de tomar decisiones, incluso la de vivir. Vivir así, no es un deber, ser libre sí lo es y en esa medida puede proyectar su vida, también su muerte. (§ 99)

Estamos de acuerdo en que la libertad es inherente al ser humano, es parte de lo que le corresponde por ser humano. Pero ya explicamos que el ejercicio fáctico de la libertad (lo que, en los hechos, se puede elegir) no siempre coincide con el ejercicio ético y jurídico de la libertad (lo que se debe elegir); y vimos que si no hubiera una libertad ética (si no hubiera algo que conviene elegir, según lo que la inteligencia puede percibir), no habría tampoco libertad fáctica (no podría elegir, porque no sabría qué le conviene elegir, ni si le conviene elegir). Y también vimos que, si uno no es digno, tampoco puede elegir (¿por qué elegir algo en cuanto conveniente a mí, si yo no valgo como para elegirme como fin de mis acciones?) Y que, por tanto, todo ejercicio de la libertad tiene un deber ético y, en la medida en que somos seres sociales, también un deber jurídico, si tal acción es no sólo interna sino externa, de modo que afecta a la convivencia social. Y que ambos deberes suponen como primer deber la valoración de la propia dignidad, y la de los demás.

Entonces: sí: tenemos la libertad fáctica de tomar decisiones, incluso la de vivir o no vivir; y ello es expresión de mi dignidad humana: puedo tomar decisiones porque soy libre; pero en virtud de esa misma dignidad que posibilita que sea libre, puedo fácticamente realizar acciones que respeten esa dignidad: acciones dignas, debidas; o puedo fácticamente realizar acciones contrarias a esa dignidad: acciones indignas, indebidas, contrarias a la ética y al derecho.

Vivir sí es un deber: es el primer deber. Es el primer deber para conmigo mismo (deber ético), pues debo valorar mi ser, mi existir, mi vida, porque es digna, fin (valor) supremo. Y es el primer deber para con los demás, con el resto de la sociedad, y con algunas personas más particularmente: deber jurídico, que corresponde al derecho de los demás. Ellos no tienen derecho a disponer de mi vida, porque soy persona, pero tienen el deber de valorarme y tratarme como fin supremo de la sociedad y del Estado. Y este deber no es una “carga” en el sentido negativo que podría entenderse a primera vista: el cumplimiento de ese deber les permite a ellos también (no solamente a mí) desarrollarse plenamente como seres humanos, seres personales que no sólo tienen la potencialidad de recibir y aceptar libremente como un don la ayuda, sino de dar, de darse, de entregarse a sí mismos como don hacia los demás y, de esa forma, se desarrollan plenamente como humanos.

Este deber de vivir es el supuesto de todos los demás deberes que tenemos como seres sociales. Si pudiera (con derecho a ello) no vivir, podría (con derecho a ello) dejar de cumplir todos mis deberes. Tendría el derecho de incumplir mis deberes que, por tanto, no serían deberes. 

¿Ser libre es un deber? Es una realidad, y el supuesto de todos los deberes. Pero no es un deber ser libresi por ello se entiende ejercer la libertad en cualquier sentido”, también contra la dignidad de las personas: contra los derechos ajenos que expresan esa dignidad, o contra los derechos propios que, por estar ligados de modo inherente a esa dignidad, son irrenunciables (son parte del orden público de la sociedad). En este caso no sólo no sería un deber, sino que sería el ejercicio de la libertad en violación de los deberes éticos y/o jurídicos que le son inherentes.

Digamos como conclusión crítica de este apartado, relacionándolo con el anterior:

    La libertad es una manifestación de la dignidad de la persona.

    Toda persona, por serlo, es “dueña de su ser”, no en el sentido de “dominio de una cosa”, de “propiedad sobre una cosa”: porque las “cosas” tienen valor de medio, valor relativo, que depende del querer (de la valoración, de la libertad) de las personas, mientras que la persona es fin en sí, valor máximo o absoluto, que no vale porque se la valore, sino que se la debe valorar (guía las acciones libres haciéndolas debidas) porque es lo más valioso.

    Ser dueño de su ser no implica que le sea lícito (ética y jurídicamente) disponer de su ser, quitarse la vida: su ser, su vida no es cosa disponible, sino persona que, por ser lo más valioso (digno) debe ser valorada: debe valorarse.

    Su ser no es algo distinto que ella misma: no es algo, sino alguien: ella misma. Ella misma es digna, lo más valioso y, por ello, debe valorar su ser. Su vida es su ser y, por eso, debe valorar su vida según lo que ella es (una vida humana, que deberá desarrollar para ser todo lo que puede ser, con los límites, también temporales, que le son propios): debe vivir, hasta la muerte natural. Su vida no es algo sin valor, descartable, que pueda eliminar: fácticamente puede, pero tal ejercicio de la libertad no valoraría su dignidad, sería indebido, no sería ejercicio de la libertad-derecho.

    Este ser “dueño de su ser”, esencial a la persona, es inherente: todo ser humano es dueño de su ser, en el sentido de que “no es de otro”: no es “dominio de otra persona” (no es “alieni iuris”: cosa suya – derecho- de otro; sino “sui iuris”: cosa suya -derecho- de sí mismo).

    Este “dominio de su ser” se manifiesta en su libertad: en la posibilidad de dominio de su obrar, porque “el obrar sigue al ser” (el obrar depende del ser, el modo de obrar depende del modo de ser: un pájaro, por serlo, puede volar como pájaro; si vuela, es pájaro; la persona, si domina su obrar -es libre: dueño de su obrar- es porque domina su ser -es persona, dueño de su ser-). Esta posibilidad o potencialidad de dominio del obrar se da, como potencialidad, en la esencia o naturaleza humana, en el modo de ser humano. La tendrá todo ser humano, aunque “actualmente” no la ejerza (por falta de desarrollo u otro impedimento). No tendrá ejercicio de su libertad, pero sí dominio de su ser: no puede “ser de otro”.[13]

    No se debe confundir una manifestación de la dignidad -la libertad- con la dignidad que le da origen -la condición personal de todo ser humano-. Esta manifestación sirve como “fundamento” lógico para descubrir tal dignidad, pero no es el fundamento ontológico: al revés, lo que fundamenta ónticamente la libertad es la dignidad esencial a la persona humana: es el sujeto, el supuesto de la libertad.

    Hay consenso en reconocer (no es un consenso creativo sino cognoscitivo) que todo ser humano es digno, es persona. No hay consenso en cuál sea el fundamento de esta dignidad. Pero tal reconocimiento es suficiente para posibilitar la convivencia pacífica y justa: el derecho, tanto dentro de cada Estado como en la comunidad de las naciones.

5.    El nuevo derecho a la eutanasia no sería un derecho fundamental, sino una libertad limitable.

La sentencia buscaba un derecho fundamental implícito en la Constitución para fundamentar la inconstitucionalidad de la prohibición de la eutanasia. Sin embargo, como vimos, termina acudiendo al derecho a la libertad (derecho cuyo ejercicio claramente está limitado por todas las leyes), aunque intentará revestirlo del carácter inviolable de la dignidad, fundamento de todo derecho. Reconocerá, entonces, que el “derecho a la eutanasia”, o a “una muerte digna” “no llega a ser un derecho fundamental”, sino un derecho derivado de “otros derechos fundamentales de la persona, como la dignidad, la autonomía, la libertad…” (§ 155).

Reconoce la diferencia entre el nuevo derecho y los derechos fundamentales “como la propia dignidad, la libertad, la vida, entre otros…”: éstos “son esenciales, inviolables, reconocidos universalmente y consagrados en el caso de nuestra Constitución de forma expresa o que pueden configurarse por su esencialidad”. “Un derecho fundamental debe ser protegido y promovido” (§ 181).

En cambio, para el Tribunal,

La muerte digna es un derecho derivado de la dignidad; derivado a su vez de la fase interna de autopercepción de la persona humana, a partir del uso de su decisión autónoma, como tal debe ser protegida, pero no podría ser promovida, en tanto que podría afectar la libertad de ejercerla, cuanto por que se genera un conflicto con su deber de proteger la vida. (§ 181)

A pesar de que este nuevo derecho no es esencial, ni inviolable, ni está reconocido universalmente, ni está consagrado en la Constitución de forma expresa, a pesar de que no es un derecho fundamental que deba ser promovido, triunfa en la ponderación al entrar en conflicto con el derecho a la vida que sí tiene todas estas características y que, como esencial (inherente) e inviolable, no es renunciable y obliga al Estado a protegerlo y promoverlo en condiciones de igualdad.

6.    La modificación del derecho a la vida

Para lograr ese triunfo del nuevo derecho sobre el viejo derecho a la vida (tan viejo como la vida humana), y sobre la prohibición absoluta de matar al inocente que ha sido la regla básica de convivencia en toda sociedad y que está claramente tipificada en el delito de homicidio y de ayuda al suicidio, debe previamente modificar el derecho a la vida.

De modo paradójico, la sentencia reconoce implícitamente que el derecho a la vida es irrenunciable.

En efecto, por un lado, reconoce que no hay un “derecho al suicidio”: “El suicidio, no es un derecho, es más bien una libertad fáctica.” (§ 180). Sin embargo, como veremos, considerará que esta libertad fáctica se transforma en libertad jurídica (derecho libertad[14]), fundándose aparentemente en la dignidad, cuando -paradójicamente- la libertad esté condicionada por una situación objetiva que determinaría la indignidad de la vida de esa persona.

Por otra parte, el tribunal reconoce expresamente por qué hay derechos irrenunciables como el derecho a la vida: porque ésta no es un bien sólo para su titular, sino para toda la sociedad: un bien de orden público. Y así, cita

…lo señalado por Manuel Atienza, en el sentido de que, algunos bienes jurídicos, como la propia dignidad, la libertad, la vida humana y demás derechos fundamentales, si bien tienen un portador o titular, esa titularidad no es exclusiva. No es como un bien mueble o inmueble, sobre el que su titular puede disponer e inclusive destruir o donar si así lo desea. Estos son bienes de todos y el Estado tiene obligación de protegerlos, lo cual no quiere decir que sea el Estado su titular, pero en tanto representa a la sociedad, es preciso que respete, proteja y promueva por su esencialidad. Así, es nulo el contrato, (por el interés público), que disponga de la dignidad de la persona aun cuando lo firme su titular, del mismo modo, el que disponga de su libertad, (esclavitud), o disponga la vida. (§ 167)

Este reconocimiento es paradójico porque, luego, la sentencia le reconocerá valor jurídico a la renuncia de la actora a su derecho a la vida en su contenido esencial: el derecho a no ser matada; y considerará no sólo lícito, sino hasta un deber del Estado, darle muerte.

Siempre el derecho a la vida tuvo como contenido mínimo esencial el consecuente deber de no matar al inocente. También en Perú, el derecho positivo tipifica penalmente esa prohibición. Si todos tienen derecho a la vida, está prohibido matar a todos. Sólo se suspende el deber de no matar cuando tal acción es necesaria para defender la vida injustamente atacada: no se ponderan dos derechos o bienes jurídicos y prevalece uno sobre otro: el agresor y el injustamente atacado tienen una vida con igual valor, pero la coacción que es necesaria para hacer cumplir el derecho determina que la acción de dar muerte al agresor sea conforme a derecho, mientras que la del agresor, no. En Uruguay, además, está prohibida la pena de muerte, por lo que la prohibición de matar es absoluta: sólo se puede dar muerte como medio coactivo de defensa actual, individual o colectiva, ni siquiera está permitido como pena. Por eso, dado el carácter absoluto de la prohibición de lo que constituye el objeto del derecho a la vida (“a nadie se aplicará la pena de muerte” -Uruguay, 1967, artículo 26-: a nadie: a ninguna persona, nunca, no importa su condición), invariablemente la Suprema Corte de Justicia ha entendido que el único derecho fundamental absoluto es el derecho a la vida. [15] En el mismo sentido, Massini (2017, p. 169) señala: En rigor, es cierto que no pueden establecerse a priori jerarquías objetivas entre los bienes y derechos humanos, pero con una importante excepción: el derecho a la inviolabilidad de la vida”.[16]

La sentencia modifica la prohibición absoluta del delito de homicidio que tutela este derecho absoluto del derecho a la vida. Sólo estará prohibido el homicidio incondicionalmente, sólo estará tutelado el derecho a la vida como derecho inviolable, irrenunciable, respecto de las personas que tengan una “vida digna”. Estas personas (sus vidas) son protegidas por el Estado como un bien de orden público: no será válido el contrato entre una persona con vida digna y su médico por el que aquella renuncie a su derecho a la vida y le otorgue a aquél un permiso (derecho) para matarlo. El médico igualmente incurrirá en el delito de homicidio.

Pero las vidas de los “eutanasiables” carecerían de valor intrínseco, y sólo deberían ser tuteladas en caso de que su titular no renuncie a ese derecho. Si renuncia, la sociedad no sólo dejará de tener el deber de valorar a esa persona y proteger su vida como lo más valioso, como fin de la sociedad y del Estado, sino que tendrá (según entiende la sentencia) el deber contrario: el de darle muerte o de ayudarlo a darse muerte.

Para justificar este cambio en la valoración de la vida, se alega una distinción entre vida física o biológica y vida espiritual, reduciendo esta última a la libertad de poner fin a la propia vida cuando ésta “no es” “digna”. De esta forma, el derecho a la vida se transforma, según que se trate de una persona sana y autónoma o una “eutanasiable”: los primeros seguirán con un derecho a vivir hasta su muerte natural, y la muerte digna será no ser matados; para los segundos, el derecho a la vida será lo contrario: derecho a ser matado o ayudado a darse muerte.

Habría vidas dignas, y vidas indignas, personas dignas y personas indignas. Vida digna será la vida biológica sana, sin enfermedad o incapacidades graves ni sufrimientos; vida indigna será la del eutanasiable que percibe que su vida es indigna.

¿Cómo puede compatibilizarse esta divorcio entre dignidad y vida?

La vida es el propio ser de un ser vivo (“el ser es para los vivientes el vivir”, dice Aristóteles, en De Anima Libro II, cap. 4); la vida de un ser humano es su propio ser personal: no es una cosa de la que se pueda disponer. Es alguien (ella misma) a quien debe respetar, valorar, como ser digno.

La dignidad de la persona es igual a la dignidad de su ser; y su ser es igual a su vida. Luego, dignidad de la persona es dignidad de la vida. Si la persona tiene un valor supremo, su vida tiene un valor supremo. De allí deriva el deber de todos de respetarla, valorarla, no eliminarla, y el correspondiente derecho: derecho a la vida de un ser digno (un ser humano a quien tal dignidad es inherente) y “derecho” a la dignidad son lo mismo, son inseparables: el mínimo deber exigido por la dignidad es el deber de no matar, y el derecho a no ser matado es el contenido mínimo del derecho a la vida.

Admitir que a una persona se la puede matar sin violar ningún derecho, que hay, por el contrario, un permiso legal para matar (supeditado al permiso convencional del “eutanasiable”), que otorga derecho a matar, derecho que justifica la acción de dar muerte, siendo causa de justificación del homicidio, es admitir que, para la sociedad (para la ley), el “eutanasiable” no tiene derecho a la vida: no tiene dignidad. Por eso se lo puede matar: al sano y autónomo está prohibido matarlo, aunque lo pida, porque su vida vale, tiene dignidad, tiene derecho a la vida. El “eutanasiable”, no.

En resumen, el análisis crítico de la modificación que hace la sentencia respecto al derecho a la vida, se puede sintetizar en las siguientes afirmaciones:

    Para un ser humano (ser vivo), vivir es igual a ser; por lo tanto, el valor supremo o dignidad del ser personal (del ser de un ser humano) es igual al valor de su vida.

    El deber, que de tal dignidad se deriva, el deber de respetar esa dignidad, es igual al deber de respetar, en primer lugar, su vida.

    Si todos los seres humanos tienen igual dignidad inherente, todos tienen igual derecho a la vida, y el consiguiente deber de no matar refiere a todo ser humano.

7.    La ponderación entre el derecho a la vida y el derecho a la eutanasia: su naturaleza

El conflicto de derechos que realmente se plantea en el caso de la sentencia en análisis se da entre el “derecho” a la eutanasia y el derecho a la vida.

Son dos “derechos” que confluyen en el mismo sujeto. Por un lado, un derecho-libertad de darse muerte y de renunciar a su derecho a la vida, eliminando el deber de no matarlo o de no ayudarlo a matarse por parte de aquel a quien otorgue el permiso o derecho-libertad correspondiente. Por otra parte, su derecho a la vida, con el correspondiente deber de los demás de no matarlo y de no ayudarlo a darse muerte.

Si el conflicto confluye en una persona “no eutanasiable”, el derecho-libertad a la eutanasia o suicidio cederá en favor del derecho a la vida, porque en su caso, su vida es digna (fin supremo, valor supremo).

Si el conflicto se da en una persona “eutanasiable”, según la sentencia, primará el derecho-libertad a la eutanasia o suicidio asistido, porque su vida no sería digna, no sería un bien de orden público.

Por ello, el derecho a la eutanasia no sería un “derecho humano”: pues no todos los seres humanos tendrán este “derecho”[17]: sólo los “eutanasiables”.

Por eso, la sentencia concluye que “el suicidio asistido debe considerarse como una libertad constitucional legislativamente limitable, posición distinta a la posición de la demandante que solicita que se considere como un Derecho Fundamental” (§ 159).  Se “limita” tal libertad (en favor del derecho a la vida con su correspondiente deber de no matar) al no reconocerla a los “no eutanasiables”, y al condicionarla para los “eutanasiables” a un determinado procedimiento, y a que se haga por un médico.

El triunfo de la libertad sobre la vida no se podía fundamentar en el mayor valor de aquella, pues la vida es el supuesto de la libertad: sin vida no hay libertad; y la libertad admite múltiples limitaciones en su ejercicio (toda ley “limita”[18] la libertad), mientras que la limitación de la vida en su núcleo esencial (deber de no matar) supondría su extinción definitiva, sin posibilidad de un ulterior ejercicio o respeto de tal derecho, juntamente con la extinción de todos los derechos. Si en la ponderación debe atenderse, mediante la armonización, a que permanezcan ambos, ello sólo es posible si prevalece la vida. Si se da mayor peso a la vida, se estará también preservando la libertad, pues la persona mantendrá no sólo su vida, sino también su libertad ética y jurídica (capacidad de autodeterminarse eligiendo cualquier acción que no atente contra la dignidad y derechos ajenos y propios irrenunciables); en cambio, si se optara por ponderar la libertad sobre la vida, se atentaría de modo definitivo contra ambos derechos: el sujeto no podría volver a vivir ni volver a hacer ni un acto libre más.

Entonces, la sentencia ensaya una serie de falacias con las que pretende modificar el concepto del derecho a la vida y el de libertad, como vimos en los apartados precedentes.

Cambia el concepto de derecho a la vida, de modo que deja de ser un derecho igual para todos los seres humanos: distingue vidas (personas) dignas y no dignas, y concluye que estas últimas no tendrían derecho a la vida si no quieren vivir. Y ello, a pesar de que, como vimos, considera que no hay derecho al suicidio y que considera que la vida es un bien indisponible por su titular, pues el Estado tiene el deber de respetarla, protegerla y promover su esencialidad. Para los “eutanasiables”, esto no sería aplicable: su vida no sería un bien “de orden público” (Constitución, artículo 10: Uruguay, 1967) o de “interés público”, como señala la sentencia (§ 167): no tendría valor para la sociedad.

Obviamente, no explica cómo puede hacerse prevalecer la libertad frente a un derecho irrenunciable, cuando, por definición, si es irrenunciable es que prevalece frente a la libertad. Ni, menos, explica por qué la ley podría negar el derecho a la igualdad ante la ley, estableciendo esta discriminación entre personas dignas con derecho a la vida irrenunciable y personas indignas, con vidas que no valen la pena ser vividas, con derecho a la vida renunciable.

También se modifica el concepto de derecho a la libertad: su objeto no es el ejercicio de la libertad que respeta la dignidad inherente del ser humano (la propia y la de los demás) y los consiguientes derechos ajenos y propios irrenunciables (los derechos humanos en su núcleo esencial); es la libertad fáctica, que incluye la libertad fáctica del suicidio: ella se convierte en derecho a la eutanasia.

Esta libertad se viste con la apariencia (invocación) de la “dignidad” de la persona: dignidad que paradójicamente se daría cuando es una persona con una vida sin valor (eutanasiable), sin dignidad autopercibida y sin dignidad ante la sociedad y el Estado. Con esta “justificación” basada en la dignidad entendida como derecho a no ser digno y a no ser considerado digno, la libertad fáctica prevalecería sobre el derecho a la vida. Prima la libertad, como expresión de dignidad, por más que esté condicionada y hasta determinada por esa vida indigna (por la enfermedad, la incapacidad o el dolor), y por más que sería una libertad fáctica con la que se estaría negando la propia dignidad y los propios derechos humanos irrenunciables.

Así, en metamorfosis operada por la sentencia, en el caso de los “eutanasiables”, la libertad fáctica sería igual a dignidad, y la vida sería igual a vida no digna (vida sólo biológica, porque no tendría valor intrínseco: por ser “eutanasiable”, la sociedad no la valoraría, y no contaría con la valoración que le daría la libertad del “eutanasiable” de querer vivir).

Entonces, para un “eutanasiable”, según la sentencia, habría que ponderar libertad (=dignidad) y vida (no digna), y debería primar la dignidad (=libertad). Afirma que “la dignidad” “precede al derecho a la vida”: “por encima de la vida biológica, lo que el Estado protege y promueve es la dignidad de la persona, su libertad, siendo su integridad física (la vida biológica), un aspecto de los derechos de la persona humana.” (§ 150). Es decir: el “eutanasiable” tendría sólo una vida biológica, sin valor, porque socialmente no tiene valor, no es de orden público, y también carece del valor que le podría dar su propia libertad. Por lo tanto, tendría una vida sin valor, sin dignidad, a la que está permitido matar y que, incluso, generaría el deber del Estado de obedecer esa libertad dándole muerte o ayudándola a darse muerte. La libertad se convertiría no en un derecho-libertad, sino en un derecho-reclamo[19]: un derecho prestacional, que obliga a una acción concreta del Estado: la acción de dar muerte a un inocente.

También se pretende revestir esta libertad con otra consecuencia de la dignidad humana (reiteramos que todos los derechos humanos son expresión de tal dignidad, y todos los derechos positivos presuponen un sujeto con esa dignidad como para que lo que se le atribuya sea vinculante, debido por los demás: derecho). Respecto del “eutanasiable”, se alega su derecho a “no ser víctima de tratos crueles e inhumanos” (§ 181). Totalmente de acuerdo en que el derecho a la integridad física y psicológica y a la libertad incluyen, como contenido esencial, este derecho y el consiguiente deber de no infligir tratos crueles e inhumanos a una persona. Pero no es esta la situación de la eutanasia: para que haya “tratos crueles” debe haber una acción humana (u omisión de una acción debida), consciente y libre, que sea causa de ese trato. Sería una crueldad de la sociedad tener la posibilidad de aliviar los padecimientos de la actora y no hacerlo: no facilitarle el alivio, los tratamientos, medicamentos, la compañía y la ayuda que necesite (no sólo física, sino también psicológica, espiritual, etc.; y no sólo a ella, sino a su entorno más íntimo), obviamente, respetando su libertad. Esto son los cuidados paliativos que deben ofrecerse como respuesta adecuada a la dignidad de la persona. Así, pues, respecto del Estado, no se debería alegar que éste “no podría tener desprecio del dolor extremo” (§ 181). Se lo compadece, se lo valora, y por eso se lo ayuda: se le deben ofrecer los cuidados paliativos, incluyendo la posibilidad de la sedación paliativa, llegado el caso, para que la persona tenga la certeza de que no será abandonada a su sufrimiento, que éste nunca será insoportable, porque podrá reducirse su estado de conciencia (con el grado de profundidad y la duración o intermitencia que sean necesarios para que no sufra). Pero precisamente porque se lo valora en su dignidad (y eso es lo que más necesita la persona para no sufrir, para no sentirse una carga, un peso para su familia y la sociedad, un valor negativo), se le debe asegurar que se lo acompañará hasta el final, que no se lo dejará sólo en su dolor, y que no se lo eliminará. No es, como dice la sentencia, “impedirle acabar su dolor” señalarle que su vida vale, que es un valor para la sociedad, que está aportando mucho con su sola existencia y con la posibilidad de cuidarlo y acompañarlo, y que por tanto, es ilícito darle muerte. Se debe acabar con el dolor, no con la persona que sufre: se lo debe aliviar, no eliminar: el alivio supone que exista la persona aliviada. Y se puede: el avance de los cuidados paliativos demuestra que esta es la ayuda adecuada, la que necesita la persona, la que es exigida por su dignidad. Esto es lo que manda la “solidaridad con el dolor ajeno” (§ 179).

¿Cómo concluye la ponderación que realiza la sentencia? Considera que “el artículo 112 del Código Penal es, en su caso, excesivo, no es proporcional al derecho que protege, pues afecta derechos fundamentales de esta persona, por lo que debería inaplicarse (§  181).  Es decir: concluye con una nueva contradicción: antes dijo que el supuesto nuevo derecho a la eutanasia no es un derecho fundamental, y reconoció que el derecho a la vida sí es un derecho fundamental irrenunciable; ahora, afirma (sin explicar por qué) que la prohibición de la eutanasia afecta “derechos fundamentales”, y por ello entiende que debe primar este derecho a la eutanasia (derecho libertad -potestad- a renunciar al derecho a la vida, y derecho reclamo de ser matado o ayudado a matarse por un médico) frente al derecho a la vida (prohibición de matar). Termina considerando que lo que es sólo una libertad fáctica, en el caso de los “eutanasiables” pasa a ser un derecho prestacional que elimina la prohibición de matar, el derecho a la vida, el valor supremo -dignidad- de estas personas:

…en casos extremos, como el que nos ocupa, esa libertad fáctica pasa a ser un derecho que permite la limitación de esa obligación de protección del Estado, un límite también a su legitimidad para perseguir el delito y una obligación de viabilizar, dentro de un sistema de garantías y atención prestacional (§ 179).

8.    Conclusión

En conclusión: no es admisible otra concepción de la dignidad humana fuera de la que se ha tenido en cuenta para la construcción del orden de la comunidad internacional y para limitar el poder totalitario del Estado: aquella que reconoce que todo ser humano, por serlo, es digno, es lo más valioso y, por ello, debe ser valorado, respetado, ayudado… Afirmar que a una persona se le puede dar muerte sin violar ningún deber ni ningún derecho es negar esa dignidad a la persona a la que se le puede dar muerte, es negar su derecho a la vida y, con ello, todos sus derechos humanos.

Con la “legalización” de la eutanasia (por vía jurisprudencial o legal), la sociedad daría esta respuesta al problema del sufrimiento, la incapacidad y la enfermedad terminal. A quienes más ayuda, acompañamiento, alivio y valoración necesitan, se les dirá que sus vidas no valen, no son dignas. Y de esta forma, se acrecentará ese sufrimiento y soledad, y se les “venderá” el espejuelo de una libertad para acabar con sus vidas, otorgándole eficacia jurídica a la renuncia a su primer derecho, a una declaración de voluntad condicionada por el sufrimiento y el temor.

Estamos ante una situación análoga a la siguiente: una persona, acuciada por el sufrimiento insoportable que le ocasiona el hambre, pide que lo maten para no seguir sufriendo; y la sociedad, en lugar de darle de comer, le ofrece como solución darle validez a su renuncia a la vida y a su pedido de “ayuda”, y se permite (y en el caso de esta sentencia, ordena) que alguien le dé muerte. Y esto es más grave aun cuando la sociedad actual (a diferencia de lo que pudo ocurrir un siglo atrás) tiene el alimento para darle: los cuidados paliativos.

La respuesta social al problema del sufrimiento y de la enfermedad terminal no puede ser la de permitir matar al enfermo o al que sufre. Permitir que se mate a alguien que no está atacando el derecho a la vida de los demás es negar que esa persona tenga dignidad, derecho a la vida. Y el Estado no tiene potestad para eso. Como ha dicho nuestra Suprema Corte de Justicia, en sentencia 365/2009,

Superando el rol que le asignaba el viejo paradigma paleoliberal, la jurisdicción se configura como un límite de la democracia política. En la democracia constitucional o sustancial, esa esfera de lo no decidible –que implica determinar qué cosa es lícito decidir o no decidir– no es sino lo que en las Constituciones democráticas se ha convenido sustraer a la decisión de la mayoría.  (Suprema Corte de Justicia, 2009, octubre 19)

Los derechos “inherentes a la personalidad humana”, la igual dignidad inherente de todo ser humano, de toda vida humana, su carácter de derecho inalienable e irrenunciable no son otorgados por el Estado, ni puede éste quitarlos.

El Estado, a través del Poder Judicial o del Poder Legislativo, no puede crear supuestos “derechos” que no son otra cosa que la violación de los derechos fundamentales, que faciliten una práctica contraria a la igual dignidad inherente y a los derechos inherentes a todo ser humano. Tiene el deber de protegerlos “por un régimen de Derecho”, como dice la DUDH. Un régimen de derecho que distinga entre “eutanasiables” y no “eutanasiables” para reconocerles o no una dignidad y derecho a la vida irrenunciables… tal régimen, por contradecir esos derechos y principios fundamentales, ingresa en el campo de lo “no decidible”: no sería un régimen de derecho, sino un régimen de facto, en el que se otorga valor jurídico a la libertad fáctica ejercida contra los derechos humanos inalienables, irrenunciables e inviolables. Ni el juez ni el legislador tienen potestad para cambiar el régimen de Derecho construido sobre la base de estos derechos fundamentales, de esta igual dignidad de todo ser humano.

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[1]        En adelante, las citas a la sentencia se harán sólo con el número de párrafo corrido que ella emplea a partir del capítulo “II. FUNDAMENTOS DE HECHO.” El texto irá en cursiva y se indicará el número de parágrafo con el signo “§ seguido del número correspondiente.

 

[2]        Según el Diccionario de la Real Academia Española (RAE, 2014), “inherente” es un adjetivo que significa: “que por su naturaleza está de tal manera unido a algo, que no se puede separar de ello.”

 

[3]        “…el hombre, considerado como persona (…) no puede valorarse sólo como medio para fines ajenos, incluso para sus propios fines, sino como fin en sí mismo, es decir, posee una dignidad (un valor interno absoluto), gracias a la cual infunde respeto hacia él a todos los demás seres racionales del mundo, puede medirse con cualquier otro de esta clase y valorarse en pie de igualdad(Kant, 2008, p. 298, énfasis añadido). 

 

[4]        Por eso, como vimos, la DUDH señala en su artículo 1°, como presupuesto de los deberes, el hecho de que los hombres son “iguales en dignidad y derechos”, y la capacidad que éstos tienen de descubrir esa igual dignidad y derechos, pues están “dotados” “de razón y conciencia”.

 

[5]        A propósito de la redacción del artículo 1° de la DUDH, se destacó el carácter social y empático del ser humano. El representante chino en el comité redactor, Chang, veía que era necesario, para superar la influencia del individualismo y clarificar cómo se conocen los derechos humanos, emplear alguna expresión similar a la  de la filosofía de Confucio “ren”: algo semejante a lo que sería la “empatía”, por la que se tiene “conciencia de un ser humano como yo”, y que Chang consideraba que es un atributo esencial del ser humano. Finalmente, señaló: pienso que la palabra ‘conciencia’ (…) podría ser un buen término. (…) Sugeriría una más cercana a ‘empatía’, que incluya tanto una buena voluntad hacia los semejantes, como que también signifique el carácter innato con el que nazca en el hombre. Mientras encuentre una mejor, aceptaré ‘conciencia’ (Malik, Charles Habib, The Challenge of Human Rights: Charles Malik and the Universal Declaration, ed. Charles Habib Malik, Oxford, Charles Malik Foundation, 2000, p. 70) (Pallares, 2020, p. 215).

 

[6]        Decimos fin “inmediato”, porque el fin “mediato” o último es cada persona (como bien señala el artículo 1° de la Constitución peruana: Perú, 1993). Pero como el ser humano es esencialmente libre, la sociedad no puede tener como finalidad desarrollarlo, pues sólo se desarrolla humanamente si lo hace libremente. Por eso, la finalidad de la sociedad es crear las condiciones para que pueda desarrollarse libremente.

 

[7]        En la medida en que la percepción sea libre, será una acción que puede juzgarse como digna o indigna desde el punto de vista ético (siguiente sentido). Es indigno (contrario al deber ético que surge de la dignidad de la persona) el juicio por el que libremente se desconoce la dignidad de una persona.

 

[8]        Como ya señalamos, este deber ético se nos presenta a través de nuestra inteligencia, que descubre la propia dignidad, ve qué acciones son convenientes a la propia naturaleza, para desarrollar sus potencialidades, y por eso, impera a la voluntad, de modo vinculante, a hacer lo conveniente y a no hacer lo inconveniente a tal naturaleza. Por eso, si la inteligencia no tiene la posibilidad fáctica de descubrir su dignidad o las acciones que son convenientes a su naturaleza, propiamente no habrá acción libre y, por lo tanto, ese querer no será libre ni, consiguientemente, éticamente imputable.

 

[9]        Intrínseca significa que tal dignidad les corresponde por su esencia, por ser seres humanos.  Es el sentido que señala el Diccionario de la Real Academia Española (RAE, 2014) respecto al adjetivo “intrínseco, intrínseca”: “Íntimo, esencial.”

 

[10]      En el caso de Ana Estrada, aparentemente, se le han ofrecido los cuidados paliativos. Seguramente puedan mejorar, de modo de que no los sienta como una violación de su privacidad. Seguramente sean estos cuidados los que han determinado que no pida la muerte ahora. De hecho, afirma que, por el momento, no quiere morir. Contrariamente a lo que alega, el otorgarle un “derecho” a pedir la muerte no la aliviará: impondrá sobre sus hombros una carga más pesada, pasará a sentir la presión de las molestias que ocasiona, su falta de autonomía se hará más gravosa al pensar que la sociedad no valora su vida de modo incondicional, que si estuviera sana sí valdría, que no tiene “derecho” a que la estén cuidando, que estén gastando en ella, e incluso llegará a considerar que es egoísmo querer seguir viviendo (y no una legítima autoestima y derecho a la estima de los demás). Se le estará ofreciendo “un salvavida de plomo”.

 

[11]      Spaemann  (1998) señala, refiriéndose al “concepto de dignidad”: “Este concepto no indica de modo inmediato un derecho humano específico, sino que contiene la fundamentación de lo que puede ser considerado como derecho humano en general” (p. 84).

 

[12]      Con esta expresión, que no está en la sentencia, nos referiremos, brevitatis causa, a las personas que se encuentran en la situación en la que, según esta sentencia (que es la misma que suele ser considerada por las leyes o proyectos de leyes de eutanasia y o suicidio médicamente asistido), sería lícito darles muerte o ayudarlas a darse muerte sin que ello se considere delito de homicidio o de asistencia al suicidio.  Son personas con enfermedades gravemente incapacitantes o irreversibles; en general, se consideran dentro de estas a las enfermedades terminales (aunque no está claro el límite de la “terminalidad”: en este caso de Ana Estrada, no se exige este requisito); y también se incluyen el sufrimiento o dolor físico o moral, de carácter grave o insoportable. En algunos casos, como en la sentencia que ha sentado el precedente de la eutanasia en Colombia, se exigen conjuntamente ambos requisitos: enfermedad terminal y sufrimiento insoportable; en otros, como en el caso del proyecto de ley de Uruguay, se puede dar uno u otro requisito.  En algunos países se exige como condición para ser “eutanasiable” el ser mayor de edad; en otros países, se ha incluido a los menores, con o sin autorización de los padres, según la edad que tengan. Y, en Holanda, hay un proyecto de ley para incluir como “eutanasiable” a los mayores de determinada edad, con sólo la alegación de estar cansados de vivir. (Rachidi, 2020).

 

[13]      Cfr. Hervada (1993, 116).

 

[14]      Un “derecho libertad” es aquel que se tiene “cuando otro sujeto no tiene el derecho de impedir la conducta del titular”, mientras que un “derecho reclamo” es aquel según el cual “otro sujeto jurídico tiene el deber de realizar una acción en favor del sujeto titular” (Massini 2005, pp. 80-81). Es muy conocida la clasificación de los derechos subjetivos que realiza Wesley Holfeld: derechos reclamos, derechos libertades, poderes e inmunidades. Massini, considera que todos pueden incluirse en alguna de las dos primeras categorías. También incluye en esos dos grupos a las potestades y a los privilegios

 

[15]      Así, por ejemplo, la siguiente sentencia de la Suprema Corte de Justicia (2000, diciembre 20):

En primer lugar, corresponde señalar que la Carta reconoce la existencia de variados  derechos fundamentales, pero ninguno de ellos -con excepción del  derecho a la vida (art. 26)- tiene constitucionalmente carácter absoluto, pudiendo en consecuencia ser limitados por el legislador (art. 7, 29, 32, 35, 37, 38, 39, 57, 58 y ss. de la Constitución) (Suprema Corte de Justicia, 2000, diciembre 20, énfasis añadido).

En el mismo sentido, Altieri (2017), cita, a modo de ejemplo, las sentencias de la Suprema Corte de Justicia n° 110/1995, 801/1995, 235/1997, 162/2002, 133/2004, 122/2007, 127/2010, 185/2013 (p. 370).

[16]      A continuación, fundamenta extensamente esta afirmación. Transcribimos sólo algunos pasajes: …el valor básico de la vida [a diferencia de los otros bienes básicos que fundan los restantes derechos humanos] hace referencia directa al modo de existir propio de los entes humanos, que es existencialmente autónomo o sustancial. (…) El hombre, es por lo tanto y en primer lugar, ‘sustancia viviente’ (…) Y es bien claro que, desde una perspectiva filosófica, la perfección radical y raigal de la sustancia es ontológicamente superior a cualquiera de sus determinaciones accidentales… (Massini, 2017, p. 169).

Y, más adelante: …la posibilidad de desarrollo de las perfecciones humanas depende raigalmente del modo de la existencia sustancial del hombre, es decir de la vida humana. Sin vida humana no hay posibilidad de conocimiento, de amistad, de experiencia estética, de vida religiosa, y así sucesivamente…”.  “Pero además (…), la vida tiene un carácter especial en cuanto bien humano básico, ya que reviste una definitividad y una decisividad que no corresponde a los restantes bienes. Efectivamente, un atentado v.gr., contra el bien básico del conocimiento, implica una falta moral grave y la violación de un derecho humano, pero, en la gran mayoría de los casos, ese atentado no impide de modo definitivo todo conocimiento humano (…). En cambio, en el caso de los atentados a la inviolabilidad de la vida, cada atentado -que resulte ‘exitoso’, se entiende- cercena de modo decisivo y definitivo todas las posibilidades humanas de perfeccionamiento. Puede decirse que el atentado a la vida lo es, al mismo tiempo, contra todo el resto de los bienes humanos básicos, ya que su ausencia impide la posibilidad misma de su concreción. (Massini, 2017, pp. 170-171).

[17]      “Derecho”, entre comillas, porque sería el derecho a no tener ningún derecho. Lo cual es una clara “contradictio in terminis”.

 

[18]      Como vimos, la ley, propiamente, no limita la libertad, como capacidad de autodeterminarse, sino que orienta el ejercicio de esa libertad, al señalarle el modo digno o debido de ejercerla, que es el respeto a la dignidad propia (que es lo que funda y posibilita la libertad) y ajena (que funda y posibilita la convivencia social).

 

[19]      Ver nota al pie 11, pág. 21.