CAROLINA PORLEY - Hispanismo y coleccionismo artístico en Uruguay (1910-1940).
Las pinacotecas de Félix Ortiz de Taranco y Fernando García Casalia  
doi: https://dx.doi.org/10.25185/3.5

 

 

Carolina Porley*

Universidad CLAEH (Uruguay)

caro.porley@gmail.com

ORCID iD: http://orcid.org/0000-0003-0664-7211

 

 

Hispanismo y coleccionismo artístico en Uruguay (1910-1940). Las pinacotecas de Félix Ortiz de Taranco y Fernando García Casalia

Hispanism and art collecting in Uruguay
(1910-1940) The pinacotheques of Felix Ortiz
de Taranco and Fernando García Casalia

 

Resumen: Se aborda el surgimiento de dos importantes pinacotecas de arte español reunidas en Montevideo por los empresarios y coleccionistas Félix Ortiz de Taranco (1866-1940) y Fernando García Casalia (1887-1945), las cuales fueron cedidas al Estado en la década de 1940 y hoy forman parte del patrimonio artístico público. Se desarrollan los elementos que intervinieron en la formación de dichos conjuntos: el impacto del Hispanismo como corriente cultural sobre el consumo artístico del período y la relación entre el mercado del arte y el ascenso económico y social de inmigrantes de origen peninsular. A partir de fondos documentales hasta ahora no utilizados por el investigador, se estudian ambas pinacotecas privadas, marcando similitudes y diferencias en los modelo de consumo cultural de sus propietarios, y analizando algunas obras emblemáticas de las mismas.

Palabras clave: Hispanismo, coleccionismo, mercado del arte, patrimonio artístico, Félix Ortiz de Taranco, Fernando García Casalia

 

Abstract: The article studies two important Spanish art collections gathered in Montevideo by the businessmen and collectors Félix Ortiz de Taranco (1866-1940) and Fernando García Casalia (1887-1945). These galleries were bequeathed to the Uruguayan state in the 1940s, and today have become part of the country’s artistic heritage. The article analyzes how these private galleries were formed, and the impact that Hispanism as a cultural movement had on the art consumption of the period. It also explores the relationship between the local art market and the economic and social development of Spanish immigrants. Both collectors’ cultural consumptions models are examined by comparing their collections, analyzing some emblematic paintings and exploiting documentary sources which had had not been previously researched.  

Keywords: Hispanism, collecting, art market, artistic heritage, Félix Ortiz de Taranco, Fernando García Casalia

 

*  Carolina Porley (Montevideo, 1979). Licenciada en comunicación (Universidad Ort), docente de Historia (IPA) y magíster en Historia, Arte y Patrimonio (Universidad de Montevideo).Trabaja como crítica de arte y periodista cultural en Brecha y es docente de Historia del Arte en educación media y en el posgrado en Historia del Arte y Patrimonio de la Universidad CLAEH. Su área de investigación es el coleccionismo público y privado de arte en Uruguay.

ORCID iD: http://orcid.org/0000-0003-0664-7211

 

Recibido: 15/08/2017 - Aceptado: 07/03/2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En las primeras décadas del siglo XX, Montevideo como otras ciudades hispanoamericanas, fue escenario de la revalorización de la cultura española y del peso de las raíces coloniales en la conformación de la identidad nacional, en un proceso que dejó atrás la hispanofobia inicial de la intelectualidad americana decimonónica. Hacia 1910 el Hispanismo era una de las narrativas culturales e identitarias que permearon la producción intelectual, literaria y artística, así como el consumo cultural de la época. En ese contexto se explica la formación de importantes pinacotecas privadas de arte español, que luego vía legado o donación pasaron a dominio público, al punto que hoy la española es la segunda nacionalidad (luego de la uruguaya) con mayor presencia en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV).[1] En esa configuración inicial tuvieron gran importancia los ingresos procedentes de las colecciones de Félix Ortiz de Taranco (1866-1940) y Fernando García Casalia (1887-1945), cedidas al Estado en 1942 y 1945 respectivamente.

Para entender la formación de dichos conjuntos debe considerarse en primer  lugar los procesos introspectivos y de reafirmación identitaria, vividos tanto en España como en Hispanoamérica. En la península, la pérdida de las últimas colonias americanas en 1898, y la crisis económica y política del reino, marcó el surgimiento de una promoción de intelectuales –la generación del 98– que creyó necesario reafirmar la identidad española junto a un relanzamiento de las relaciones con sus ex colonias. Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, Ramón del Valle Inclán, Ramiro de Maeztu, entre otros, hurgaron en la esencia de la hispanidad, y buscaron proyectar una nueva España a partir de una renovada confianza con América.

Esa impronta fue asumida como estrategia de política exterior, a partir de la promoción del hispanoamericanismo como instrumento para recimentar el intercambio político, cultural y comercial con América. Según Isidro Sepúlveda Muñoz, esa relación tuvo una importancia “mucho más trascendente, profunda y complementaria entre ambas partes que la mantenida por el resto de las metrópolis con sus antiguos territorios coloniales, (…) al extremo de utilizarse de reforzamiento de la identidad nacional”. América resultó lugar “donde insertar las fuerzas productivas desocupadas a través de la emigración, mercado deseado y cortejado con desigual fortuna, valor añadido del peso específico de España en la política internacional, cultura propia con la que intercambiar ideas y productos”. [2]

En ese marco, en 1910 se dispuso el fomento del intercambio cultural con América mediante un programa para que pensadores y científicos españoles viajaran al continente a dictar conferencias. Se financió la apertura en universidades americanas de centros de estudios de la cultura española, y se subsidiaron otros creados a instancias de la inmigración peninsular. Hasta el estallido de la guerra civil en 1936, se produjo un intercambio cultural sin precedentes desde la Independencia.  El impulso fue tal que “podría hablarse incluso de un intento de ‘reconquista espiritual’ de América”, según ha señalado Rodrigo Gutiérrez Viñuales.[3]

En Hispanoamérica, el período comprendido entre las décadas de 1910 y la de 1930, está signado por la celebración del primer centenario de vida independiente, conmemoración que estuvo acompañada de una fuerte discusión sobre la esencia de la nación. Los países procesaron relecturas de su pasado, que cuestionaron el modelo civilizatorio asumido en el último tercio del siglo XIX. Se bregó por rescatar las raíces nacionales, revalorizando herencias locales y reafirmando tradiciones que se sentían como propias. El cosmopolitismo pasó a sentirse como una estrategia modernizadora  centrífuga, deshistorizante, e incluso alienante, con un alarmismo que dependía de la postura más o menos conservadora de los intelectuales que articulaban esos discursos.

Así surgieron nuevas narrativas identitarias y culturales que rescataron la “vieja barbarie”, como el hispanismo, el criollismo y el indigenismo, contribuyendo a la construcción de un imaginario nacional a partir del pasado y no de espaldas a él.[4]

Ya en 1900, José Enrique Rodó (1871-1917) cuestionó en Ariel el enfoque dominante de ver al colonialismo ibero como una herencia maldita. Acusando el impacto de la intervención estadounidense en la guerra de independencia cubana, denunció las intenciones conquistadoras del vecino del norte, y advirtió sobre el peligro de aceptar la superioridad de ese modelo utilitarista y materialista y pretender imitarlo (lo que llamó “nordomanía”).[5]

A partir de entonces, el rescate de la tradición hispana –así como de las otras tradiciones– va a asumir distintas modalidades, vinculadas a estrategias también distintas de inserción en la modernidad., ya que se distinguen en los intelectuales americanos posicionamientos más o menos reaccionarios o abiertos al influjo exterior. En ese sentido,  no hay un hispanismo sino varios hispanismos. En el Río de la Plata, por ejemplo, puede identificarse un hispanismo reaccionario y autoritario presente en el pensamiento nacionalista de los argentinos Manuel Gálvez o Leopoldo Lugones,[6] y otras vertientes más liberales y abiertas al mundo, como la que puede identificarse en algunos sucesores uruguayos de Rodó.

Tal el caso del escritor Gustavo Gallinal (1889-1951). Miembro de una familia adinerada, de políticos y filántropos católicos, fue un estudioso y sucesor de Rodó (para Real de Azúa, era “el que más título tenía para serlo”).[7]  En 1920 dedicó su ensayo “Reliquias de la tradición”,[8] a reflexionar sobre el valor de la herencia hispana. Parte de los sentimientos antiespañolistas de Juan Bautista Alberdi (1810-1884) y sus colegas de generación, que justificó al enmarcarlos en una previsible actitud de autoafirmación nacional en los difíciles tiempos que siguieron a la independencia. Y recorda cómo al final de su vida Alberdi buscó “lavar” su alma “de toda antigua enemistad” con la tierra de sus padres, mostrando su empatía con ese sentimiento:

Íntimas voces, alzándose de las más recónditas hondonadas de mi espíritu, voces de seculares afectos, de heredadas creencias, me sugirieron sentimientos parecidos cuando visité, en un repliegue de las montañas asturianas (…) el rincón que fue cuna de los hombres de mi sangre (…) Viví en íntima comunión con aquella tierra. Amé su humilde vida presente y los rastros de las pasadas generaciones. Sentí su historia anudarse a la mía, prolongándola. No la historia de diplomacias y de guerras (…) sino la otra, la callada, la que sólo saben quiénes la van tejiendo con sus vidas, (…) historia sin deslumbrantes nombres (…), y que es, en verdad, el jugo y la sustancia de la “gran” historia. Aprendí a ensanchar el concepto de la patria para que él comprendiera también ese pedazo de tierra mezclada con las cenizas de mis mayores. Esta es la razón personal por la cual consagraré gustoso mi pluma a avivar el culto bien comprendido de esa tradición espiritual española. [9]

Se ve así el hispanismo de Gallinal como un lugar de pertenencia, un componente tanto de su identidad personal (familiar) como colectiva (“aprendí a ensanchar el concepto de patria para que comprendiera ese pedazo de tierra mezclada con las cenizas de mis mayores”). El escritor uruguayo se refiere al “culto bien comprendido” de la tradición española, para evitar que su postura sea entendida como impulso reaccionario, y para diferenciarla de otros hispanismos que consideraba más estrechos:

Después de una oscura labor de zapa realizada con la propagación de una cultura importada y derramada sin discernimiento ni selección desde los centros oficiales educadores sobre el pueblo, hemos visto atacadas sin rebozo las instituciones de la sociedad (…) Cómplice de esto ha sido el cosmopolitismo que contribuye a adormecer con el halago material la conciencia ciudadana. El nacionalismo que ambicionamos ahora, tendría un sentido más alto, a la vez que un correctivo para su faz estrecha y exclusiva, en la vinculación espiritual con los pueblos hermanos hispanoamericanos y con el tronco de historia y de tradición de donde derivan y tomaron su savia (….) Habría que luchar para afirmar el alma nacional, para asimilar los silenciosos aluviones del cosmopolitismo que acabarían por borrar los rasgos de originalidad y los nobles caracteres de raza de nuestro pueblo.[10]

 

En esa aspiración conciliadora de Gallinal entre tradición y modernidad –afirmar el “alma nacional” para “asimilar los silenciosos aluviones del cosmopolitismo”– se ve la influencia de Rodó, quien en Ariel bregó por una “veneración piadosa del pasado” armonizada con “el atrevido impulso hacia lo venidero”.

Ahora, ¿cómo ese pensamiento hispanista se manifestó en el campo artístico local, impactando en las preferencias estéticas y el consumo cultural? Es decir, ¿cómo esa reestimación de las raíces hispanas impactó en la circulación de obras de arte español y la formación de pinacotecas hispanistas?

Para responder estas interrogantes, hay que considerar los elementos presentes en la configuración de la oferta y la demanda del arte español. Para empezar el peso de la comunidad española en la sociedad uruguaya y su accionar de promoción de la cultura peninsular. También el rol jugado por actores del mercado del arte (galeristas, marchands, críticos) contribuyendo a promover el gusto por una estética costumbrista, como la que predomina en las pinacotecas que son objeto de nuestro estudio.

En Uruguay unos 64.500 españoles llegaron al país entre 1866 y 1912, sobre un total de 230.000 inmigrantes que arribaron en el período. En 1908, y de acuerdo al censo de ese año, el 30 por ciento de la población extranjera era española (de un millón de habitantes, 180.000 era extranjeros y 55.000 españoles).[11] Para Carlos Zubillaga el flujo de inmigración española a Uruguay fue de tal intensidad y frecuencia que la colonia peninsular se constituyó en “un protagonista inexcusable de la sociedad uruguaya, manteniendo en el seno de ésta una influencia cimentada más que en su peso demográfico en sentido estricto (no desdeñable), en la compleja inserción en el tramado socio-económico (sobre todo del espacio urbano)”.[12]

El asociativismo español –inicialmente pensado para la asistencia social, económica y sanitaria de los inmigrantes de modo de facilitar su inserción en la sociedad– incluyó entre sus objetivos la difusión de la cultura y el arte peninsular. Una de las instituciones más importantes, fue la Institución Cultural Española (ICE), creada en agosto de 1919 a semejanza de su par porteña, con el objetivo de “dar a conocer y difundir (…) las investigaciones y estudios científicos, literarios y artísticos que se realizan en España, en cuanto puedan constituir una expresión del saber y de la actividad mental en todos los órdenes de la cultura”.[13]  Entre sus acciones destaca la apertura de una cátedra de cultura española en la Universidad, realizada con apoyo del gobierno peninsular.

Vale recordar que así como el mundo del hispanismo es diverso, también dentro del asociativismo español se distingue un crisol de instituciones que reflejan las tensiones políticas internas en España. Zubillaga distingue las instituciones de perfil más españolizante (como el ICE, el Club Español, la Asociación Española de Socorros Mutuos) de las étnicas (que representan las identidades regionales, en especial la gallega, vasca y catalana). Asimismo se distinguen instituciones realista y otras republicanas, las cuales jugarán un rol clave tras el estallido de la guerra civil en 1936.

La promoción de la cultura española en el periodo, incluyó, como se dijo, la llegada de pensadores españoles a dictar conferencias. Entre 1919 y 1936 pasaron por la ICE 20 pensadores, entre ellos los filósofos Eugenio D’Ors y Manuel García Morente, la pedagoga María de Maeztu y el arqueólogo e historiador del arte Manuel Gómez Moreno. Éste último, ofreció varias conferencias en Montevideo en 1922.

Si resaltar la espiritualidad española frente al materialismo de las naciones avanzadas, fue uno de los rasgos más claro del pensamiento hispanista, en materia artística se procuró enaltecer la expresividad y el carácter trascendental del arte peninsular frente a la frialdad y formalismo de otras escuelas europeas. Tal lo expresado por Gómez Moreno en una de sus conferencias:

España ha sido en la Edad Moderna una nación fanática, y pobre del pueblo que no tenga un fanatismo, sea en el orden que sea (…) Para creer, para sentir, para tener espíritu, para reflejar el espíritu en obras de arte, es menester que el corazón y que la conciencia estén removidos y que haya una vida intensa espiritual (…) Mirad la literatura de Francia y de Italia en ese mismo período; mirad sus artes; estudiadlo todo con la mayor intensidad que podaís ¡qué desilusión! ¡Qué poco se encuentra con vida! Toda Francia gira alrededor de tradiciones clásicas, de recetas; sobre un concepto plenamente falto de espíritu, de sentido de realidad; completamente vacío, académico. En Italia, los manieristas, los eclécticos, (…) hoy sobre ellos pesa la sanción más cruel, la del olvido.[14]

 

Esta exaltación del espiritualismo español está presente en la obra de varios escritores uruguayos, como el ya citado Gallinal o Carlos Reyles (1868-1938), autor de la célebre novela El embrujo de Sevilla (1922). Ésta fue valorada en la época como una exaltación del alma sevillana. La minuciosa descripción que hace Reyles del baile y canto flamencos, el toreo y las festividades de semana santa, merecieron grandes elogios. Unamuno afirmó que “jamás se ha hablado del alma española con tanta profundidad”. Gálvez la definió como “obra maestra” y Enrique Larreta confesó: “Estoy embriagado con el libro, que reputo como el más hermoso, hondo y fuerte que se ha escrito sobre la hechicera Sevilla”.[15]

Con respecto a la obra literaria de Gallinal, vale considerar sus crónicas de viaje en Tierra española (1914), donde destaca tanto la sobriedad como el sentido de trascendencia y espiritualidad del paisaje y pueblo español, como lo muestra su relato de Zamora:

Durante un día he vagado por sus callejas tortuosas, desniveladas, que trepan desde la margen del  Duero sobre la roca que es su firme soporte, se extienden arriba y ensanchan en calles discretamente remozadas y bajan luego la contraria cuesta, rebosando del amurallado recinto para cubrir la vecina loma del pardo y vetusto caserío. Apenas se encuentran en ellas lugares bellos y pintorescos como para que ante ellos se detenga el viajero, pero la misma gravedad uniforme que reviste el conjunto le comunica cierto austero encanto, el mismo que tienen la dilatada monotonía de su campiña y los campesinos que cruzan por las calles y caminos al paso lento de sus cabalgaduras, embozados en oscuras capas.[16]

 

No es difícil reconocer paralelismos entre ese texto del uruguayo y algunos antecedentes de la Generación del 98 como El alma castellana de Azorín o En torno al casticismo de Unamuno.

Tanto Gallinal como Reyles citan al describir a sus personajes a los pintores de la tradición realista y tenebrista española (como José de Ribera, el Greco, Francisco de Zurbarán, Diego de Velázquez), que pueden considerarse antecedentes de la pintura moderna costumbrista que logró gran circulación en el Río de la Plata en las primeras décadas del siglo. Precisamente dos de los pintores españoles con mayor éxito comercial en el período abordado fueron Ignacio Zuloaga (1870-1945) y Julio Romero de Torres (1874-1930, ambos vinculados a esa tradición pictórica y referentes plásticos de la generación del 98, y ambos presentes en las colecciones que analizaremos aquí.

Por otro lado, y tal como ha estudiado Ana María Fernández García,  desde fines del siglo XIX funcionó un dinámico mercado de arte rioplatense en el que circulaban obras y artistas españoles.[17] Ese circuito se vio favorecido por el accionar de los marchands y galeristas que contribuyeron a la generación de un gusto por el arte moderno costumbrista procedente de España. Entre otros se resalta el rol de José Artal y Mayoral (1862-1918), quien entre 1897 y 1913 organizó 24 exposiciones en Buenos Aires que exhibieron obras de más de 150 artistas españoles, la mayoría en muestras en la galería Witcomb. Dicha oferta encontró una demanda que se explica en parte por la existencia de un “mercado étnico”, fruto del ascenso económico y social de numerosas familias de origen español. Ese “coleccionismo inmigrante” encontraba en la adquisición de obras españolas un modo de vindicación de su propia nacionalidad ya que le recordaban los ecos de su tierra natal. Asimismo el arte español gozó de prestigio entre la élite criolla, gracias a la legitimación que alcanzó vía Francia (por ejemplo en artistas como Zuloaga, radicados temporalmente en París), que seguía siendo el paradigma cultural de referencia de los sectores acomodados.

Tanto Félix Ortiz de Taranco como Fernando García pertenecían a ese mercado étnico. El primero nació en España, el segundo era montevideano hijo de gallego. Ambos eran exitosos comerciantes, dedicados a la importación de ultramar, y banqueros, compartieron silla en el directorio del conservador Banco Comercial.

Procedentes del Portazgo de Vilaboa, los tres hermanos Ortiz de Taranco –Félix era el del medio– llegaron a Montevideo, como tantos otros, huyendo de la penuria económica. Primero llegó José, en 1972, quien luego de realizar diversos trabajos, consiguió en 1876 un puesto en el comercio de importación Brito, Seijo y Cía. Allí logró ascender hasta alcanzar una buena posición económica, lo que lo decidió a hacer venir de España a su hermano Félix (quien arribó en 1880) y Hermenegildo (1885). Los tres trabajaron allí hasta que en 1892 abrieron su propio comercio: la Casa Taranco y Cía. [18]

Casado con Elisa García de Zúñiga –procedente de una familia patricia–, con quien tuvo nueve hijos, a lo largo de su vida Félix estuvo involucrado en algunas de las principales instituciones del asociativismo español: fue fundador en 1919 de la ICE e integró las direcciones del Centro Gallego y del Sanatorio Español. Paralelamente mantuvo una estrecha relación con la península, contribuyendo con la Asociación Pro Escuelas Populares Gratuitas de Galicia. Su contribución fue tal que en 1928 el rey Alfonso XIII lo nombró Caballero Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.

Por su parte, Fernando García fue además de comerciante y banquero, un industrial, dedicado a la fabricación de cigarrillos. A su vez tuvo una actuación pública (fue vicepresidente del Banco Hipotecario, edil, miembro del Comité de Fiestas de la comuna capitalina, entre otros cargos). Fue el tercer hijo, de seis, del matrimonio formado por Rosa Casalia Ginesta, “perteneciente a una antigua y distinguida familia oriental” e Hipólito García Barros, un inmigrante gallego, que llegó al país en 1866, y que logró en pocos años una holgada situación económica, primero a partir de su negocio de importación, fundado en 1868 y que Fernando continuó, y luego con su actuación bancaria (Crédit Foncier de l‘Uruguay, Banco Español del Río de la Plata y Banco Comercial).[19]

Fernando García no tuvo directamente actuación en el asociativismo español, pero su padre fue un referente del mismo: presidió el Club Español y el Sanatorio Español, e integró la directiva del Centro Gallego. Pese a haber alcanzado una fortuna considerable, y de haber tenido actuaciones importantes en los más selectos organismos culturales (integró la directiva del Teatro Solís entre 1915 y 1935), Hipólito nunca llegó a ser totalmente aceptado por la familia de su esposa: “Mi abuelo logró hacer fortuna pero igual la familia de mi abuela no lo quería nada a Hipólito porque lo veían como un nuevo rico. Mi bisabuela decía que era un gallego bruto, que no era de familia como ella”. [20]

 Tanto Félix Ortiz de Taranco como Fernando García formaron o procedieron de uniones entre los que Pierre Bourdieu distingue como los “herederos” (familias de origen patricio) y los “recién llegados” (“nuevos ricos”).[21] Esa configuración es clave para entender el carácter de los coleccionistas y su necesidad de adquirir “bienes enclasantes”, como son las obras de arte, necesarios para lograr un prestigio y posición social que coronaran sus logros materiales.

En esa necesidad de encumbración social, ambos procuraron un lugar en los círculos más selectos, que en la época se identificaban con entidades como el Banco Comercial. Se trata de una filiación no solo empresarial, sino también ideológica. En setiembre de 1936 ambos se encontraban en el directorio de dicho banco, y acompañaron la creación de la Unión Nacional Española, organización local que apoyó el alzamiento de los nacionales contra la república española.  Asimismo, ambos firmaron la carta de adhesión a la junta del gobierno rebelde instalada en Burgos, escrita por el presidente de Banco Comercial, José Irureta Goyena, y firmada por 285 personalidades, incluidas tres ex presidente del banco y cinco de los siete miembros que entonces integraban el directorio de la entidad.

Como coleccionistas, Félix Ortiz de Taranco y Fernando García tenían varios puntos en común, pero también varias diferencias en sus modelos de consumo cultural.  Si bien ambos lograron formar conjuntos importantes de pintura española costumbrista –incluso compartiendo algunas firmas, como la de Zuloaga–, constituyen casos distintos de coleccionismo artístico.  Para empezar hay una cuestión de tamaño. La colección de Ortiz de Taranco es de medio centenar de piezas pensadas todas para decorar su residencia, mientras que Fernando García formó una pinacoteca de 350 obras. Por otra parte, García era un coleccionista compulsivo, de todo tipo de objetos: desde carruajes a monedas, mates de plata, cajas de música, relojes, armas y armaduras, placas estereoscópicas, entre otros objetos.

En lo que respecta al modelo de consumo, el perfil de Ortiz de Taranco es más tradicional y conservador, mientras que el de García es más moderno. Como se verá a continuación estas modalidades pueden encontrar parte de su explicación en la historia de vida de los coleccionistas.

 

La colección Taranco: “que no sea todo extranjero”

 

 

Hall principal del Palacio Taranco. A la izquierda, la escultura Bailaora de Mariano Benlliure, y detrás el óleo Retrato
de Félix Ortiz de Taranco
de Miguel del Pino. Derecha: Bergantiñana de Fernando Álvarez Sotomayor

 

Entre 1917 y 1940 Félix Ortiz de Taranco reunió en Montevideo una colección de arte de 52 obras europeas de los siglos XV al XX, entre pinturas, grabados, tapices y esculturas, pertenecientes a artistas franceses, holandeses, alemanes, italianos y españoles. La excepción la constituyó el óleo Rapto de una blanca de Juan Manuel Blanes, única pieza de un artista uruguayo. La española era la nación más representada en la colección, con 19 obras que iban de un San Roque atribuido a José de Ribera (1591-1652), a obras contemporáneas como el luminoso Al agua (1909) de Joaquín de Sorolla (1863-1923), la pieza más moderna de la colección.

Félix estaba al frente del exitoso negocio familiar cuando en 1908 encargó a los arquitectos franceses Charles Girault y León Chifflot, la construcción de la residencia familiar, conocida como “Palacio Taranco” –hoy Museo de Artes Decorativas–. Finalizada en 1910, su construcción y amueblamiento supuso para sus dueños una especie de punto de llegada, materialización y vitrina de su ascenso social, y su legitimación como una de las familias con mayor capital no solo económico sino cultural de la época.

Se trata de una lujosa residencia de grandes dimensiones (ocupa una manzana de la Ciudad Vieja de Montevideo, frente a la Plaza Zabala), finas terminaciones y costosos materiales, en donde tanto el edificio como el mobiliario y la decoración interior reflejan el enorme peso del modelo cultural francés en el gusto y sensibilidad estética de los sectores acomodados de entonces. Y dentro de ese gusto francés predominaba la estética neobarroca, por sobre las corrientes novedosas de la época. La casa Krieger de París fue la responsable de ejecutar el mobiliario de acuerdo con los diseños previstos por los arquitectos y consentidos por los propietarios, y tanto la pinacoteca como las esculturas fueron pensadas íntimamente en relación a la residencia, como surge de las cartas enviadas por Félix a los intermediarios y artistas a los que compró directamente obra.[22]

De la lectura de la correspondencia del coleccionista se deduce la importancia dada a la coherencia estética del conjunto (edificio, mobiliario, decorados, obras de arte) al punto que Félix se tomaba el trabajo de explicar el tipo de diseño que prefería para los marcos de las pinturas adquiridas, para que éstos no desentonaran (“nada  del estilo Art Nouveau” aclaraba).

Tras su muerte en 1940, la familia vendió al Estado el inmueble y decidió donar el mobiliario y colección de arte con la condición de que se constituyera en el lugar un Museo de Artes Decorativas de modo de mantener unido el legado cultural de los Taranco.

Félix destinó un par de años a interiorizarse sobre pintura y escultura, priorizando finalmente en el momento de las adquisiciones obras de autores de escuelas consagradas. De la lectura de sus cartas, surgen sus intereses y gustos, que podemos ubicar como típico de un consumo cultural cosmopolita y tradicional, según la tipología propuesta por Marcelo Pacheco.[23] Félix procuró adquirir obras de arte pertenecientes a “buenas firmas antiguas” o de autor desconocido pero de escuelas consagradas del arte europeo, preferentemente originales, así como copias de obras emblemáticas. En una carta fecha el 9 de diciembre de 1920 y dirigida al gerente del Commers und Privat Bank Aktiengesellschaft de Hamburgo, pidió que oficie de intermediario con “expertos y especialistas” en “tapicerías murales antiguas y cuadros antiguos”, ya que le interesaba adquirir “alguna colección de tapices, de 3 o 4 metros cuadrados cada uno, y 3 o 4 cuadros de buenas firmas antiguas, de la escuela flamenca y otras. Se desean obras buenas y cuya autenticidad sea cierta, pero naturalmente no de un precio fabuloso”.

La colección representa una apuesta a lo ya consagrado, reflejando un gusto conservador si pensamos que fue formada ya avanzado el siglo XX. Incluyó varias copias de esculturas antiguas, clásicas y helenísticas (El discóbolo, El gladiador vencido), así como un conjunto de óleos, en su mayoría retratos, de autores italianos, franceses y holandeses. Destaca una Virgen atribuida a Domenico Ghirlandaio (1449-1494), así como varias piezas flamencas como Escena de cacería de Peter Snayers (1592-1667), Paisaje de invierno de David Teniers (1610-1690) y Retrato de un sabio de Bartholomeus Van der Helst (1613-1670). También había retratos de autores  italianos y franceses del siglo XVIII.

En la colección de arte español, se constata un marco temporal más amplio, con obras contemporáneas al coleccionista, reflejando una apuesta más arriesgada. Félix le dio un gran valor a la adquisición de obras españolas. Según explicó en una carta de octubre de 1917 destinada a un intermediario en Madrid, procuraba que “no sea todo extranjero”. Pidió “ofertas de cuadros modernos, Zuloaga, Sorolla, [Francisco] Pradilla, y algunas copias de primer orden de Velázquez”. De este último adquirió un tapiz de la Rendición de Breda, que encargó a la Real Fábrica de Tapices de Madrid en 1918.

Pese a haber llegado a Uruguay con solo 14 años, Félix consideraba a España su nación. Cuando decía que no quería que todo fuera extranjero, se refería a que no fueran todas obras italianas, francesas u holandesas. Su colección de arte español debe ser entendida entonces como un gesto de autoafirmación identitaria, y de contribución a la difusión del arte español en Uruguay, en sintonía con el hispanoamericanismo que promovía el gobierno peninsular. Sus comunicaciones con algunos de los artistas a los que compró obra, da cuenta del reconocimiento a su aporte. Cuando en 1918 escribió a Sorolla solicitándole fotografías y precios de obras, el artista le envió el material y finalmente el coleccionista se decidió por el óleo Al Agua. Cuando llegó el envío, además del cuadro pedido, Sorolla le obsequió un segundo óleo (La sonrisa) que le dedicó en agradecimiento a su contribución al arte español. 

La colección hispanista de Ortiz de Taranco presenta una estética costumbrista, con representaciones de personajes y paisajes característicos, capaces de comunicar la esencia del pueblo español, que era la suya propia. El Pastor místico de Ignacio Zuloaga (1870-1945), es un buen ejemplo del interés romántico por el sentido espiritual y a la vez trágico de los tipos humanos presentes en la España más profunda, como los que describía Gallinal en sus crónicas citadas. El óleo, también conocido como Peregrino y que dialoga en la colección con el San Roque atribuido a Ribera, fue pintado por el artista vasco en Segovia, en 1907.[24]  El campesino está retratado con un atuendo humilde, descalzo, y una expresión nerviosa, representando el misticismo español, que tanto pintó este artista.

Como se dijo Zuloaga fue uno de los plásticos vinculados a la Generación del 98 que mayor reconocimiento alcanzó en el Río de la Plata, sobre todo a partir de la Exposición Internacional del Centenario de Buenos Aires de 1910 donde fue el artista más representado con 36 obras. “Al momento del Centenario argentino, Zuloaga era el artista más representativo del espíritu ‘noventayochista’. El paisaje de Castilla y sus habitantes eran tema recurrente en su pintura, en la cual trascendía por encima de todo el sentimiento de la ‘España Negra’, deprimida y degradada por el paso de los siglos”.[25]

Ese mismo año, 1910, el pintor vasco había participado en la Exposición Internacional de Bellas Artes de Santiago de Chile donde la obra que luego adquirió Ortiz de Taranco fue exhibida y reproducida en el catálogo oficial, con el nombre de Un trovador moderno.[26]

Del escultor Mariano Beillure (1862-1947) la colección de Ortiz de Taranco incluía dos esculturas, la Danza Andaluza y Los primeros pasos, destinadas al salón principal de la residencia, según el documento “Inventario del moblaje y obras de arte del Palacio Ortiz de Taranco”, fechado en 1942, y reproducido por Lerena Acevedo.[27] La primera también conocida como Bailaora muestra con gracia el escorzo envolvente de una bailarina flamenca. La obra refleja la seducción, el misticismo y la gracia de la joven gitana, la fuerza primitiva, triste y a la vez seductora del alma andaluza, de la que habla Carlos Reyles en El embrujo de Sevilla. Estos aspectos se comprueban en el relato que el propio Benlliure hizo de su encuentro con la joven retratada.

Fue en Cádiz, hace algunos años. Yo estaba con unos amigos de paso por Tanger y nos metimos en un café (…) Como es natural, había tablao flamenco y las bailaoras eran dos, madre e hija. Bailaban por turno y la que descansaba aprovechaba para dar de mamar a un niño que al parecer criaban entre las dos, y que era hijo de la más joven. La mayor no tenía aún los 40 años y la más joven no parecía tener más de 15 (…) Cosas de gitanos, era triste y pintoresco a la vez, pero con una gran fuerza primitiva. Toda la noche me la pasé tomando apuntes, intentando aprisionar el giro rápido de su falda, el ritmo ondulante de sus flecos (…) agoté un cuaderno y siempre me sorprendían nuevas actitudes, de un plasticismo y ritmo sugerentes (…) Era el propio instinto de la danza. Le hice repetir pasos y cuando me di cuenta de que estaba rendida quise recompensarla y no aceptó, sólo quiso ver lo que había dibujado y mientras se lo explicaba se quedó dormida.[28]

 

Campesinos del granadino José María López Mezquita (1883-1954), representa personajes populares de la campiña española, con sus pañuelos, sombreros y faldas características, y cierto tono afligido, pero que no adquiere el carácter de una crítica social, sino de una reivindicación de un tipo humano característico, custodio de la esencia de la identidad hispana. Lo mismo puede decirse de la Bergantiñana de Fernando Álvarez Sotomayor (1875-1960): una campesina de la localidad gallega, de rostro adusto, y cuya robusta figura es matizada por un folclórico pañuelo rojo.

Claro que en su ejercicio introspectivo, los artistas españoles mostraron entones dos “caras” de España aparentemente opuestas pero coexistentes. La que reflejaba principalmente la obra de artistas como Zuloaga, una España introvertida, tradicional y rural, “negra”; y la España mediterránea más abierta al mundo, aireada y luminosa, representada por artistas como Sorolla.

Al Agua, de 1909, integra la serie que el valenciano dedicó a la playa como nuevo escenario de ocio y disfrute social de la burguesía. La obra es de una modernidad tanto formal como conceptual, resalta en el conjunto de la colección. Los dos niños en la orilla reflejan la apertura de España contrastando con su cara más introvertida. La pincelada ligera y expresiva, que desatiende la línea y los detalles, y la gran luminosidad de la obra,  marca el punto máximo de acercamiento del coleccionista a la pintura moderna.

La estética del luminismo español está presente también en otras obras como los dos paisajes del catalán Eliseo Meinfrén y Roig (1858-1940), y la marina de Baldomero Galofre (1849-1902), de veleros en un mar embravecido, un cielo nublado, y una luz plateada, a partir de pinceladas marcadas.

Además de los mencionados, la colección de Ortiz de Taranco incluía obras de Francisco Pradilla (1848-1921) y Ramon Tusquets (1837-1904), así como una pintura de Mariano Benllliure dedicada al coleccionista, y un cuadro del arquitecto noruego andalús, Alejandro Christophersen (1866-1946), autor de la remodelación de la quinta familiar en Melilla. Es interesante porque si bien en 1908 Félix eligió el lujo del modelo cultural francés para su residencia en el centro histórico de la ciudad, en su estancia rural de las afueras de Montevideo –remodelada y ampliada en los años 20 y 30–, y que llamó El Portazgo (en homenaje al pueblo natal), eligió una arquitectura de inspiración andaluza, con un patio sevillano, decorado con azulejos de la firma Mensaque Rodríguez y Cía.

 

 

    

San Roque (230x130 cm), José de Ribera (atribuido) y
Pastor místico (200x146 cm), Ignacio Zuloaga (Col. Palacio Taranco)

 

    

       Al Agua (150x100cm) de Joaquín Sorolla, 1909 y
Marina, (30x19cm) Baldomero Galofre, (Col. Palacio Taranco).

 

La Colección de Fernando García: raíces hispanas de una identidad individual y colectiva

 

Fernando García (3ero. desde la izq.) ensaya con la banda municipal en la sala de su apartamento del Edificio García. Detrás suyo,
Las romerías de San Isidro, de M. Domínguez y a la derecha Esperanza de Romero de Torres (fotografía gentileza de Susana Nunes García)

 

Al morir en 1945, Fernando García dejó a la Intendencia de Montevideo su quinta de Carrasco, con sus edificaciones, carruajes, fino mobiliario y colecciones de objetos culturales y simbólicos, bajo la condición resolutoria de que el Parque se destine al recreo del pueblo, y con la condición expresa que se denomine Parque Fernando García, lo que efectivamente ocurrió (el Museo y Parque Fernando García existe actualmente). Al  Estado nacional legó su pinacoteca “compuesta en su mayoría de telas del pintor nacional Juan Manuel Blanes, Eduardo de Martino y Diógenes Hecquet, como también de Goya, Mariano Fortuny, Eduardo Rosales, Ignacio Zuloaga, Julio Romero de Torres, etc. (…) bajo la condición resolutoria de que en el término de dos años se inaugure una sala que llevará mi nombre colocando en ella los retratos al óleo de mi esposa y mío, pintados por don Miguel A. del Pino, que también integran dicha colección”.[29]

Si bien en su pinacoteca de 350 obras, había una mayoría de piezas de autores uruguayos (incluyendo 152 obras de Juan Manuel Blanes, la mayor colección particular reunida de este artista), la nacionalidad más representada, en cantidad de artistas, era la española con 40 obras de 24 pintores peninsulares entre ellos Zuloaga, Mariano Fortuny (1838-1874), Eduardo Rosales (1836-1873), Julio Romero de Torres (1874-1930), Manuel Domínguez (1840-1906), Hermen Anglada Camarasa (1873-1959), Mauricio Flores Kaperotxipi (1901-1997), Ricardo Urgell (1873-1924), José Benlliure (1855-1937), Ulpiano Checa (1860-1916), Luis Maristany (1885-1964), además de un pequeño óleo atribuido a Francisco de Goya (1746-1828).

Salvo esa última pintura, que sin duda es la más emblemática de la colección, la mayoría de las obras pertenece a aristas del último tercio del siglo XIX, y primeras décadas del XX, por lo que se trata de una pinacoteca más moderna y por eso más audaz, que la de Ortiz de Taranco. Este perfil se confirma si se atiende el conjunto de toda la colección de arte donde hay obras de varios uruguayos modernistas como Pedro Blanes Viale (1879-1926), Carlos María Herrera (1875-1914) y Carlos Federico Sáez (1878-1901), e incluso de artistas vanguardistas como Rafael Barradas (1890-1929) y Pedro Figari (1861-1938).

A diferencia de Ortiz de Taranco, Fernando García formó su colección adquiriendo piezas que circulaban en el mercado rioplatense, comprando en galerías y exposiciones (sobre todo en Witcomb), en muestras organizadas por instituciones del asociativismo español (como el Centro Gallego y el Club Español), o a través de intermediaros. En menor medida el coleccionista compró obras directamente a los artistas. Por ejemplo, las tres obras compradas a Maristany integraron la exposición del pintor catalán realizada en 1929 en el Club Español de Montevideo. Asimismo algunas de las adquiridas al vasco Flores Kaperotxipi, habían sido exhibidas a fines de 1938 en el Centro de Euskal Erría. Por otra parte, el óleo Saboyano, de Rosales, fue comprado en Buenos Aires, a un precio que mereció una nota del diario porteño La Razón. Esa obra, como el imponente Los contrastes de la vida de Fortuny fue adquirida en Witcomb, fue un importante dinamizador del mercado de arte español. También el circuito montevideano, y las galerías e intermediarios locales permitieron al coleccionista hacerse de cuadros emblemáticos, como el óleo Tentación de Zuloaga comprado en 1938. La obra integró la muestra de piezas que el comerciante e intermediario de obras de arte César Scarabello exhibió en 1937 en el Salón Maveroff, la primera galería profesional de arte que existió en la capital uruguaya y que realizó numerosas exposiciones individuales y colectivas de artistas españoles. [30]

La ubicación que el coleccionista asignó a las obras españolas dentro de su apartamento en el moderno Edificio García –un rascacielos, a escala montevideana, ubicado sobre la principal avenida, 18 de Julio–, arroja pistas sobre la importancia dada a las mismas. [31] La sala social de su residencia estaba por entero dedicada al arte español. Allí había 12 obras: Tentación de Zuloaga, dos paisajes de Mariano Barbasán, las tres piezas de Romero De Torres, el óleo atribuido a Goya, el Fortuny, el Rosales, los paisajes de Galofre y el de Anglada Camarasa. Asimismo, en su dormitorio, tenía Zoco Argelino de Benlluire, y los retratos suyo y de su esposa, realizados por el sevillano Miguel del Pino (1890-1973), entonces radicado en Buenos Aires, quien también realizó un retrato post mortem de Félix Ortiz de Taranco y de su viuda en 1945 y 1946.

Se trata de una pinacoteca con obras modernas costumbristas, donde prima la representación de paisajes pueblerinos, personajes típicos, escenas que muestran tradiciones de los distintos regionalismos españoles, punto en común con la Colección Taranco, pese a tener mayor cantidad y diversidad de artistas.

Así las tres obras del cordobés Romero de Torres, Salomé,  Retrato de Conchita Saavedra y Esperanza, muestra el misticismo y sensualidad de la mujer andaluza, o las pinturas de Flores Kaperotxipi, las características de los hombres y paisajes vascos. Otras obras describen festividades, como Las romerías de San Isidro, de Manuel Domínguez (1839-1906), o Los contrastes de la vida, de Fortuny. Esta última es una de las piezas más importantes de la colección. Registrada originariamente como Un entierro en carnaval, muestra una escena callejera en Granada, donde una muchedumbre con grotescas máscaras y coloridas prendas y panderetas, festeja el carnaval, bailando en la calle, bajo la nieve. Atravesando la escena, aparece el cortejo del entierro de una joven. El ataúd no lleva la tapa permitiendo ver el rostro amarillento de la chica con sus manos cruzadas en actitud religiosa. El cuerpo, que es llevado por hombres oscuros, parece hablar con su rigidez al pueblo enloquecido, marcando el contraste del hieratismo de la muerte frente al dionisíaco festejo de la vida.

Los contrastes de la vida de Fortuny era uno de los óleos españoles más apreciados por García. El lugar dado a la obra (en la sala social de su apartamento), el hecho de que Fortuny fuera el segundo artista español (luego de Goya) nombrado en su testamento, la presencia en su biblioteca de dos biografías del catalán, y las circunstancias de su compra (a un elevado precio en Buenos Aires), dan cuenta de ello. Se trata de un artista muy valorado entonces en Uruguay. Así lo muestra la atención especial que mereció la obra en el artículo del suplemento de El Día de julio de 1945, dedicado al legado artístico de Fernando García.[32]

La obra fue pintada entre 1870 y 1871 durante una estadía de Fortuny en la provincia andaluza. En 1873 una fotografía tomada en el estudio del pintor en Roma, muestra al artista trabajando y al fondo, a la derecha, se ve el cuadro enmarcado. La obra fue registrada como Un entierro en Carnaval, en el inventario que se hizo de los bienes que dejó el pintor tras su muerte en noviembre de 1874. En abril de 1875, integró la subasta realizada por la viuda, Cecilia de Madrazo, en el Hotel Drouot de París, donde fue vendido en 18 mil francos, un valor tres veces superior al precio de tasación.  García lo adquirió 67 años después, en julio de 1942 en Buenos Aires.

La compra la realizó a través de su amigo Luis D. Álvarez, director de Witcomb y  responsable de varias exposiciones y publicaciones sobre artistas españoles realizadas en Argentina. Junto a la obra, Álvarez le entregó a García la biografía del pintor escrita por Joaquín Ciervo, El arte y el vivir de Fortuny, donde el cuadro aparece con su denominación definitiva. El escritor le dedica un espacio estimable y reproduce la fotografía citada del estudio en Roma.

Otras obras de la colección muestran paisajes típicos de las distintas provincias españolas como el óleo Jardines de Aranjuez de Urgell o el entorno rocoso del Paisaje de Mallorca, de Anglada Camarasa, la pintura más moderna de la colección, y que marca el máximo punto de renovación pictórica al que llegó este coleccionista en su pinacoteca hispanista. Las pinceladas volumétricas y los fuertes colores que aplanan el paisaje llevan la pintura a un estadio cuasi abstracto. Vale recordar que Anglada ejerció enorme influencia en la formación de varios pintores modernistas uruguayos que viajaron a Francia o España en las primeras décadas del siglo XX como Figari, Herrera, Blanes Viale (todos presentes en la colección de García).

García legó junto a su pinacoteca una colección de libros de arte, que incluía 26 referidos a artistas españoles, dos catálogos de muestras de Sotomayor y Sorolla realizadas en 1940 y 1942 en Buenos Aires, que le había obsequiado Luis Álvarez de Witcomb. De estos artistas, tenía además estudios biográficos, por lo que no es arriesgado afirmar que hubiese querido reunir obras de ellos, como lo había logrado su colega Ortiz de Taranco.

La búsqueda de la distinción era seguramente una de las razones que movieron al coleccionista a formar su importante pinacoteca y sobre todo, a legarla al Estado. El testimonio de los testigos en el juicio por incumplimiento del modo que las sobrinas del coleccionista realizaron contra el Estado en 1973, dan muestra de este interés. Así Emilio Bellas Vázquez, carpintero español que trabajó para García restaurando marcos y bastidores, afirmó que aquel solía afirmar que su pinacoteca “era una de las más importantes de nuestro medio (…) que deseaba que con esa colección que le había costado tantos sacrificios se instalara una sala que llevara su nombre, para que se supiera que, aunque era un industrial y artesano, había sido un hombre culto”. Otra testigo, hija del dentista del coleccionista, agregó que “en oportunidad de haber adquirido un cuadro que era de Goya, con qué orgullo decía que ese cuadro lo perpetuaría; cómo iba a decirse que él, Fernando García, había descubierto un Goya”.[33]

Efectivamente el boceto al óleo atribuido a Goya, Episodio de la invasión francesa, era  una de las piezas emblemáticas de la colección. Se trata de una pintura de estilo romántico en la que el pueblo español es elevado a la condición de héroe. El desamparo y nacionalismo popular durante la llamada guerra de la Independencia (1808-1814), está más que sugerido en la figura de una mujer que sostiene un palo con la mano derecha y carga un bebé con la izquierda. Las pinceladas, fuertes, densas, visiblemente superpuestas en el lienzo apenas componen las figuras, contribuyendo a la tensión de la escena en la que la resistencia popular contrasta con la brutalidad del ejército de ocupación.

El óleo se emparenta a otros más célebres como El 3 de mayo de 1808 en Madrid o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pio así como a la serie de grabados Los desastres de la guerra. La escena de la pintura que tenía García es casi idéntica al grabado Y son fieras de esa serie, donde la mujer que carga al bebé está en un primer plano, iluminada, mientras a su izquierda otra yace herida y una tercera, en el fondo oscuro, cobra fuerza y se dispone a golpear a un soldado francés con una piedra. Si bien en esa serie Goya presenta la brutalidad de ambos bandos, el español y el francés (hay que recordar que el artista simpatizaba con los ideales de la revolución francesa pero que se desilusionó por los estragos del ejército de ocupación), la escena elegida en el grabado y en el óleo que tenía García, editorializa a favor de la heroicidad del pueblo español, frente a la bestialidad del ejército de ocupación.

La autenticidad o falsedad de este boceto al óleo, y asociado a esto su derrotero hasta llegar a Uruguay ha sido tema de preocupación (hasta el día de hoy), y  sin dudas desveló al propio coleccionista.  En el artículo sobre el legado del Fernando García, publicado por El Día en julio de 1945, ya citado, se sostiene que el cuadro se encontraba en Montevideo “desde hace setenta años”:

La pieza más trascendental es una telita atribuida a Goya, pero de tan especiales características que es como si en uno de sus ángulos constase la firma del gran autor aragonés de Los fusilamientos del 2 de mayo de 1808. Citamos ese lienzo del Museo del Prado de Madrid, porque sin duda muy posiblemente la tela que nos ocupa esté pintada por aquellos días no solo porque se llama Episodio de la invasión francesa, sino por todo lo que la integra, sus luces, sus colores y sus rasgos. De esta tela se sabe que ha permanecido en Montevideo desde hace setenta años y que fue comprada a la hija del doctor Strásula, lo cual hace muy poco verosímil la hipótesis de una falsificación –que por otra parte había de ser genial– en unos pocos días del siglo pasado en los que Goya no había alcanzado en el mercado de objetos de arte los precios que ha impuesto después.[34]

Fernando García compró el 25 de enero de 1935, por intermedio de Juan Carlos Garzón, a la “sucesión Estrázulas”, un óleo atribuido a Goya, tal como consta en el recibo de la transacción, que lo presenta como “boceto”.[35] La hija del pediatra Enrique Estrázulas (1848-1905), Dolores Estrázulas de Piñeyrúa, pudo ser quien vendió la obra que su padre, cónsul uruguayo en Nueva York, pudo adquirir en su estadía en París entre 1887 y 1893. Ella tenía una relación cercana con Garzón, quien le ofició de intermediario para la venta de otras obras de arte. Asimismo, poco después de adquirir el Goya, García compró una pintura a otro hijo de Enrique Estrázulas, Jaime, lo que refuerza la posibilidad de que Episodio de la invasión francesa, haya sido adquirida por el médico, diplomático y pintor uruguayo.

El coleccionista procuró verificar la autoría del cuadro. En su biblioteca de arte, figura una biografía y catálogo razonado de la obra del español, publicado por Paul Lafond en 1902.[36] Lafond (1847-1918) fue conservador del Museo de Pau y realizó varios estudios sobre artistas españoles (Velázquez, Ribera, El Greco y Zurbarán). En su catálogo incluye el óleo en cuestión como obra de Goya. La pieza aparece reproducida como Episode de la guerre de l’ Indépendance, con idénticas medidas al cuadro adquirido por Fernando García. Lafond ubica ese óleo en Biarritz como parte de la colección de M. Ch. Cherfils, por lo cual la pieza que pudo adquirir Estrázulas en Francia era un boceto de aquella (como se consigna en el recibo de la compra).

 

 

Episodio de la invasión francesa. (25,5x32cm).Boceto. Francisco de Goya (atribuido), s/f. Legado FG/MNAV.

 

Y son fieras. Serie Los Desastres de la Guerra. Acervo del MNAV

 

El hombre del paraguas (60x88 cm). Mauricio Flores Kaperotxipi s/f. Legado FG/MNAV

 

Los contrastes de la vida (103x177cm), Mariano Fortuny, 1871. Museo Nacional de Artes Visuales/ Legado Fernando García

 

Fotografía del estudio de Fortuny en Roma (h.1873). Los contrastes de la vida aparece a la derecha.

 

Siguiendo el planteo de Jean Baudrillard una colección puede entenderse como “un discurso para los otros pero sobre todo es un discurso para sí mismo”.[37] Como Ortiz de Taranco, Fernando García estimó las raíces españolas de su identidad personal, familiar, al tiempo que formó su pinacoteca en tiempos en los que el país como tal discutía el lugar de la herencia hispana en su identidad como nación.

La cuestión del adn español, estaba presente en el coleccionista tanto en su preocupación por la esencia de su nacionalidad (que era la uruguaya) como en su origen familiar paterno. En 1930 García obsequió a su padre el cuadro Foliada, del pintor Roberto González del Blanco, quien en 1929 había expuesto en el Círculo Gallego. La obra mostraba una fiesta popular gallega, lo que seguramente hizo recordar a Hipólito las tradiciones de su tierra natal. Del mismo modo, al morir en 1945, el coleccionista legó al estado uruguayo su pinacoteca hispanista, probablemente también para reivindicar el peso de las raíces españolas en la conformación de la identidad cultural de los uruguayos.  Esta asociación se refuerza si se considera los vínculos entre los artistas españoles y uruguayos presentes en su pinacoteca: Anglada Camarasa, Zuloaga, Vicente Puig, Barbasán, influyeron en la formación de decenas de plásticos uruguayos entre ellos Blanes Viale, Carlos de Santiago, Carlos María Herrera y Figari, también presentes en la colección.

En este sentido las colecciones de Ortiz de Taranco y García pueden pensarse considerando el vínculo personal que cada coleccionista tuvo con España y Uruguay. Félix era un coleccionista español radicado en Uruguay. El arte nacional era el arte de su patria de origen. Quiso a su patria de acogida, pero su apuesta por el arte español se entiende como su contribución a la “reconquista espiritual” que España pretendía alcanzar entonces en sus antiguos dominios coloniales. 

Por su parte, García tenía una consideración afectiva por España. Era la tierra de su padre, el origen familiar, mientras que Uruguay, era el escenario de la realización y consagración. Su pinacoteca refleja el aporte hispano a la cultura nacional (de Uruguay) que es el verdadero centro de su colección (fundamentalmente a partir del importante conjunto de obras de Juan Manuel Blanes).

Como se dijo, Ortiz de Taranco procuró coleccionar arte europeo legitimado, con obras pensadas en términos educativos y ornamentales, en diálogo con su emplazamiento, y como reflejo de un gusto por lo exclusivo y suntuario. El modelo cultural (y civilizatorio) es el europeo, con una presencia consolidada de lo francés y una reivindicación de lo español. No hay lugar para lo uruguayo.

En esa mirada tradicionalista, la modernidad de América dependía de la adopción de los patrones culturales, estéticos, políticos y sociales del viejo continente. El óleo de Blanes que integra la colección es la excepción que a su vez confirma la afirmación anterior. Rapto de una blanca, representa a un malón de indígenas a caballo que llevan una cautiva blanca. El tema constituyó un exitoso tópico del arte y la literatura latinoamericanos del siglo XIX, desde la novela de Esteban Echeverría de 1837. La obra muestra el choque cultural y étnico del dualismo civilización-barbarie. El indio aparece como el salvaje usurpador, el que despoja al europeo (invirtiendo la realidad histórica), al cual es preciso apaciguar para poder avanzar. Lo autóctono es el freno al progreso, el cual depende del triunfo del modelo civilizatorio europeo.

Si la pinacoteca de Ortiz de Taranco representa el modelo civilizatorio decimonónico, , que –como se vio– fue impugnado durante el Centenario, la de Fernando García es más reflejo de su época, y como tal representa la inversión de la dicotomía sarmientina. En ella hay un rescate de la tradición y el pasado nacional (incluida la herencia hispana) y una apuesta al arte autóctono, uruguayo, como forma de reafirmación nacional.

 

 

Fuentes

 

archivo epistolar de félix ortiz de taranco. Documentación facilitada por su nieto José Ortiz de Taranco

Legado Fernando García - Carpeta de recibos. Museo Nacional de Artes Visuales, 1945. Documentación digitalizada.

Testamentaria de Fernando García. Archivo Judicial/AGN, nro. de archivo 291, año 1951.

Nunes García, Esther y Susana contra Ministerio de Educación y Cultura. Resolución de testamento y restitución de legado. Archivo Judicial/AGN. Nro. de archivo 1542, Archivado en 1979

Susana Nunes García. Entrevista de la autora. 21 de abril, 2014.

 

 

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[1]   VV.AA., Pintura española en la colección del MNAV, (Montevideo: Ministerio de Educación y Cultural, 2010), 12.

 

[2]   Isidro Sepúlveda Muñoz, El sueño de la madre patria: hispanoamericanismo y nacionalismo, (Madrid: Marcial Pons, 2005), 11.

 

[3]   Rodrigo Gutiérrez Viñuales, “El hispanismo en el Río de la Plata (1900-1930). Los literatos y su legado patrimonial”, Revista Museología, nº 14 (junio 1998), 74.

 

[4]   Cfr. Patricia Funes, Salvar la Nación. Intelectuales, cultura y política en los años veinte latinoamericanos, (Buenos Aires: Prometeo, 2006).

 

[5]   José Enrique Rodó, Ariel, (Buenos Aires: Sopena, 1949, primera edición de 1900), 79-81.

 

[6]   Véase de Eduardo González Calleja, El Hispanismo autoritario español y el movimiento nacionalista argentino: balance de medio siglo de relaciones políticas e intelectuales (1898-1946). (Madrid: Hispania, Revista Española de Historia, 2007, Vol. LXVII, Núm. 226, mayo-agosto), 599-642.

 

[7]   Carlos Real de Azúa, “Prólogo” a Crítica y arte. Tierra Española. Visiones de Italia de Gustavo Gallinal (Montevideo, Colección Clásicos Uruguayos, Montevideo, 1967), X.

 

[8]   Gustavo Gallinal, “Reliquias de la tradición”, en Crítica y arte, 20-24.

 

[9]   Gallinal, “Reliquias de la tradición”, 21

 

[10]  Gallinal, “Reliquias de la tradición”, 24

 

[11]  Carlos Zubillaga, “Asociacionismo español de inmigración en Uruguay”. En El asociacionismo en la emigración española en América, Juan Andrés Blanco Rodríguez (Salamanca: Publicación de UNED-Zamora y la Junta de Castilla y León, 2008), 425- 426.

 

[12]  Zubillaga Asociacionismo español”, 427.

 

[13]  Zubillaga Asociacionismo español”, 486.

 

[14]  Manuel Gómez Moreno, “La pintura. IX Conferencia del profesor Gómez Moreno”, Arquitectura, n°73 (1923), 263-264.

 

[15]  Arturo Torres-Rioseco, Grandes novelistas de la América hispana (University of California Press, 1949), 210.

 

[16]  Gustavo Gallinal, Crítica y arte. Tierra Española. Visiones de Italia, 185.

 

[17]  Cfr. Ana María Fernández García, “Mercado de arte español en Latinoamérica (1900-1930)”. Artigrama, n°17 (2002): 89-111.

 

[18]  Raúl Lerena Acevedo, “Monografía del Palacio Ortiz de Taranco”, Revista Nacional 15, n° 161 (1952): 161-199.

 

[19]  “Don Hipólito García Barros”, Anales 35, nº 144 (1952).

 

[20]  Susana Nunes García, sobrina de Fernando García Casalia. Entrevista de la autora, realizada el 21 de abril de 2014

 

[21]  Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, (Madrid: Taurus, 1998).

 

[22]  Agradezco a José Ortiz de Taranco el acceso al archivo de su abuelo Félix Ortiz de Taranco.

 

[23]  Cfr. Marcelo Pacheco, Coleccionismo artístico en Buenos Aires, 1924-1942, (Buenos Aires: Ateneo, 2013).

 

[24]  Enrique Lafuente Ferrari, La vida y obra de Ignacio Zuloaga, (Barcelona: Planeta, 1990), 502.

 

[25]  Rodrigo Gutiérrez Viñuales, “Ignacio Zuloaga y Hermen Anglada Camarasa. Presencia en el Centenario y proyección en la Argentina”. En El reencuentro entre España y Argentina en 1910. Camino al Bicentenario, (Buenos Aires: CEDODAL-Junta de Andalucía, 2007), 87-92.

 

[26]  Exposición internacional de Bellas Artes de Santiago de Chile, Catálogo oficial Ilustrado, (Santiago, Chile: Imprenta Barcelona, 1910), 145.

 

[27]  Lerena Acevedo, “Monografía del Palacio Ortiz de Taranco”, 197-199.

 

[28]  José Ortiz de Taranco, Historia del Palacio Taranco, (Montevideo: Ediciones de la Plaza, 2004), 128.

 

[29]  Fernando García, Testamentaria, 1951, archivo 291, fols. 60-65, Archivo General de la Nación, Archivo Judicial, Montevideo.

 

[30]  Legado Fernando García - Carpeta de recibos, Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo. Documentación digitalizada.

 

[31]  Legado Fernando García-Libreta inventario, Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo. Documentación digitalizada.

 

[32]  Rodolfo Obregón, “El legado del Sr. Fernando García”, El Día, Montevideo, 15 de setiembre, 1945, 8-9.

 

[33]  Nunes García, Esther y Susana contra Ministerio de Educación y Cultura. Resolución de testamento y restitución de legado, 1979, archivo 1542, fols. 50-52, Archivo General de la Nación, Archivo Judicial, Montevideo.

 

[34]  Obregón, “El legado del Sr. Fernando García”, 8.

 

[35]  Legado Fernando García - Carpeta de recibos. Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo. Documentación digitalizada.

 

[36]  Cfr. Paul Lafond, Goya, (París: Librairie de l‘art ancien et moderne, Baranger, 1902).

 

[37]  Jean Baudrillard, El sistema de los objetos, (México D.F.: Siglo XXI, 1969), 120.