JUAN F. FRANCK - LA SUBJETIVIDAD DE LA PERSONA HUMANA Y LAS NEUROCIENCIAS - doi: https://doi.org/10.25185/5.1

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mateando

Pedro Figari (1861-1938)

Lápiz sobre papel

9,5 x 19 cm., sin firma.

 

 

PROEMIO

 

La subjetividad de la persona humana
y las neurociencias

The subjectivity of the human person
and the neurosciences

A subjetividade da pessoa humana
e as neurociências

 

Una nota frecuente desde hace un tiempo en el pensamiento contemporáneo es la cooperación interdisciplinar para abordar las cuestiones fundamentales. Las diversas ciencias y la filosofía se abren cada vez más a perspectivas y aportes complementarios. Ese mutuo enriquecimiento es tanto más importante cuanto más hondos sean los temas que enfrenta la investigación científica, en particular la pregunta por lo que somos, inseparable de la cuestión de la identidad personal. En el ser humano el qué no está completo sin el quién, indicador ya no de propiedades, cualidades o funciones, sino de la tan huidiza como irrevocable subjetividad, por la que esas cualidades adquieren su mayor sentido.[1] Al margen del indudablemente beneficio en términos generales que la cooperación ha significado para ambas, ella misma genera a veces solapamientos y extrapolaciones apresuradas –erróneas la mayoría de las veces– en ambas direcciones: de las ciencias hacia la filosofía y de la filosofía hacia las ciencias.

Entre las exageraciones en el campo de la filosofía, ha sido muy criticada una interpretación del famoso experimento mental del cerebro en una cubeta (brain-in-a-vat). Según ella, podríamos llegar a ser un cerebro en un balde lleno de agua, estimulado eléctricamente de manera directa de tal modo que el cerebro diera lugar por sí solo a toda la experiencia que habitualmente atribuimos a nuestra vida en el mundo, un mundo que no existiría. La inferencia es deficiente por varias razones. En primer lugar, alguien debió haber puesto el cerebro en el balde, y ese alguien sería ya distinto del cerebro, no una representación suya. Una persona que lo acomoda junto con el balde, que llena de agua, que lo conecta a una fuente de electricidad, que a su vez debe ser activada de determinada manera por científicos o gente capacitada para hacerlo. También haría falta irrigar sanguíneamente ese cerebro y proporcionarle el oxígeno necesario, además de las sustancias gracias a las cuales puede ejercitar sus funciones. Y para tener una experiencia idéntica de las cualidades sensibles, la perspectiva de las cosas y la relación con las otras personas, no una vaga y difusa imitación, lo más probable es que haya que reproducir hasta el último detalle el mundo tal como lo conocemos. Es decir, que el cerebro y nuestra experiencia son como son porque el primero está en un cuerpo como el nuestro y la segunda se debe a la existencia de un mundo como el que conocemos.[2] Paradójicamente, por consiguiente, las condiciones necesarias para llevar a cabo el experimento harían que solo se pueda inferir de él lo contrario de lo que se intentaba.

En el ámbito particular del que se ocupa este número, el entusiasmo generado por las investigaciones neurocientíficas fue tal que despertó afirmaciones como “somos nuestro cerebro”,[3] “eres tus sinapsis, ellas son lo que tú eres”,[4] “no eres más que el comportamiento de una vasta asamblea de células nerviosas y sus moléculas asociadas”.[5] Sin embargo, es justo reconocer que son numerosas las voces más sobrias y cautelosas, tanto del ámbito de la ciencia, como de la filosofía y de la cultura en general. Lo cierto es que los métodos de la neurociencia no dan para tanto. El electroencefalograma (EEG) registra pulsos eléctricos generados en las neuronas. El tomógrafo por emisión de positrones (PET) detecta las variaciones del incremento del flujo sanguíneo responsable del transporte del oxígeno que requiere la actividad neuronal. El resonador magnético funcional (fMRI) mide la resonancia que producen los átomos de hidrógeno del agua presente en el flujo sanguíneo. Lo hace por medio de sensores colocados alrededor de la cabeza, que registran los rayos gamma producidos en la colisión de los positrones emitidos por un isótopo radiactivo introducido en el flujo sanguíneo con electrones del cuerpo del mismo sujeto. Por lo tanto, son métodos indirectos de medición, ya que detectan una actividad por la energía consumida al realizarla. Además, lo hacen a partir de un determinado umbral de intensidad, mientras que perfectamente otras variaciones menos notables podrían ser también relevantes.

Los colores que muestran las imágenes no corresponden evidentemente a colores reales percibidos, sino a códigos fijados de antemano que reflejan la actividad registrada, y son además resultado de un promedio estadístico de la información obtenida, a menudo en un número menor de casos del que sería necesario para hacer generalizaciones altamente confiables. Los estudios son realizados en circunstancias artificiales y en condiciones simplificadas y controladas, no en acciones cotidianas de la vida real, ya que, por una parte, es imposible reproducir la complejidad de la conducta de las personas en el laboratorio o frente a la computadora y, por otra, es inviable monitorear la actividad cerebral durante todo el tiempo en el que intervienen factores decisivos para explicar una conducta o una decisión. Tampoco podemos soslayar la existencia de los ‘falsos positivos’, además del margen de error, posiblemente mayor del que pensamos.[6]

Por supuesto, nada hay reprochable en el empleo de métodos indirectos ni de la estadística, pero para animarse a hacer afirmaciones contundentes sobre la naturaleza de la mente se debería tener en cuenta con qué clase de información se cuenta. En términos del psiquiatra británico Raymond Tallis, seguimos siendo testigos de una cierta neuromanía, la idea de que “nuestra conciencia… nuestra personalidad, nuestro carácter, el mismo ser persona, son idénticos a la actividad en nuestro cerebro”.[7] Un neuromaníaco “presupone que la cercana correlación entre un evento A y un evento B significa que son esencialmente lo mismo”.[8] Es decir, no solo que el arte, la ciencia, la filosofía, la religión y toda nuestra conducta pueden explicarse únicamente en términos de actividad neural, sino que son esa misma actividad. Alfredo Marcos ha señalado con justeza que esa enorme expectativa puesta en la ciencia del cerebro podría dar paso fácilmente a un igualmente inadecuado neuroescepticismo. Para evitar los movimientos pendulares entre el entusiasmo y la desazón sugiere pensar en modo-co, en lugar de en modo-su: en lugar de querer sustituir una forma de conocimiento por otra, suprimir una disciplina en aras de otra, incluso suplantar o superar tecnológicamente la naturaleza humana, lo razonable sería buscar formas de colaboración y cooperación, buscar las convergencias y la con-causalidad entre distintos factores.[9]

No hay necesidad de elegir entre la filosofía y la neurociencia, o entre la neurociencia y la psicología, o entre la psicología y la filosofía, mucho menos de ejercer especie alguna de imperialismo epistemológico. Es de la esencia de la filosofía intentar que nada importante ni verdadero quede fuera de nuestra comprensión del mundo y del hombre, pero eso no debe interesar solamente al filósofo, sino a cualquier persona pensante. Por esa razón, cuando muchos científicos hacen consideraciones que exceden los límites de su ciencia, lo hacen siguiendo una legítima exigencia de la misma racionalidad, que se abre naturalmente a la totalidad. La dificultad está en querer ver el conjunto desde una metodología restringida.

La falacia mereológica

Entre los más relevantes trabajos interdisciplinares de los últimos años que vinculan las neurociencias con la filosofía se cuenta el del neurólogo australiano Max Bennett y el filósofo oxoniense Peter Hacker, cuya preocupación principal es la confusión conceptual que advierten en muchos científicos y en filósofos que escriben sobre neurociencia. Les reprochan cometer una falacia mereológica, que consistiría en atribuir a las partes lo propio del todo. En este caso, atribuir predicados mentales o psicológicos a una parte del organismo, mientras que el sujeto natural de tales predicados es el animal o la persona como un todo. Por ejemplo, expresiones tan comunes en cierta literatura como “el cerebro piensa”, “el hipocampo recuerda”, “el hemisferio izquierdo interpreta” u otras semejantes, implican la falsa atribución a un órgano o a una parte de él de lo que es propio del ser vivo como totalidad. El problema es que mientras entendemos perfectamente qué significa que una persona piensa, recuerda, interpreta, decide, imagina, etc., no es posible hacernos una idea de lo que sería para el cerebro, menos aún para una neurona o para un grupo de neuronas, hacer cualquiera de estas cosas. Referidas a un órgano particular, esas expresiones no tienen sentido y no se podría diseñar un experimento para comprobarlas. Solo cabe realizar una clarificación conceptual, ya que “el cerebro no es un sujeto lógicamente apropiado para predicados psicológicos”.[10]

Los autores articulan esta crítica siguiendo a Ludwig Wittgenstein en su concepción de la filosofía como análisis del lenguaje. Sin embargo, van más allá y entienden que la verdad o falsedad de una afirmación es decidida por la ciencia, mientras que la filosofía se ocuparía de determinar qué expresiones tienen sentido.[11] Es verdad que el lenguaje avisa cuando un pensamiento es confuso, no solamente cuando son violadas reglas sintácticas, sino también cuando una palabra o expresión no son correctamente empleadas. No es lo mismo decir que la actividad eléctrica ha aumentado en una región cerebral determinada y decir que la corteza cerebral decidió realizar un movimiento. Pero la filosofía no se desentiende de la cuestión de la verdad, y aunque por supuesto le interesa, no menos que a la ciencia, clarificar los conceptos y el uso de los términos, el abordaje lingüístico tiene sus límites. Esto se ve particularmente cuando Bennett y Hacker desestiman la relevancia que para el conocimiento de lo mental tiene la llamada perspectiva de primera persona, la que un sujeto tiene sobre sus propios estados de conciencia.

En su opinión, el dolor o tener la intención de hacer algo tienen como referencia una conducta externamente observable: gritos, gestos o expresiones como “me duele” o “quiero hacer esto o aquello”. Su argumento es que si su referencia fuera una experiencia intransferible del sujeto, no podríamos identificarla, porque en ese caso sería solamente accesible al sujeto que tiene esa experiencia, pero la conducta y las expresiones verbales sí son perceptibles por los demás. Llegan a afirmar que no habría “ninguna experiencia distintiva llamada ‘tener una intención’”.[12] Mi dolor y mis intenciones se distinguirían de los de otra persona no porque cada uno tendría una experiencia propia, sino porque en cada caso cada uno se comportaría de un modo determinado, proferiría determinadas expresiones o realizaría determinados gestos.

Parece, sin embargo, bastante intuitivo que decir “tengo un dolor” indica principalmente una experiencia de dolor, manifestada o no externamente mediante signos y el comportamiento. Mover los brazos, ir al dentista y gritar “me duele” son una cosa; el dolor de muelas es algo distinto de todo eso. Que la experiencia sea intransferible en su realidad propia no quiere decir que no pueda comunicarse mediante el lenguaje. Y aunque una persona de gran capacidad empática advierta la situación de otra mejor que ella misma, la experiencia de estar en esa situación es propia de cada persona.

Las brechas explicativas

El reconocimiento de la peculiaridad de la perspectiva de primera persona se muestra en diversos argumentos. Uno muy conocido es el llamado ‘argumento del conocimiento’, que Frank Jackson desarrolló en dos etapas mediante sendos experimentos mentales.[13] El segundo de esos experimentos es el famoso de Mary, una brillante científica confinada desde pequeña en una habitación donde todos los objetos se ven en blanco y negro, incluyendo las pantallas en las que trabaja. Se especializa en la neurofisiología de la visión y adquiere todos los conocimientos posibles sobre los órganos de la vista, las longitudes de onda correspondientes a cada color, etc. En un momento Mary es liberada y puede ver el cielo y los árboles. La pregunta es si adquiriría de ese modo algún nuevo conocimiento del azul o del verde. La respuesta parece ser afirmativa, ya que la experiencia de ver los colores no es un dato adicional de óptica o de física, sino un tipo diverso de conocimiento.

Este y otros argumentos apuntan en la dirección de señalar la llamada ‘brecha explicativa’, que recoge la idea de que no podemos explicar por qué determinados procesos neurales originarían o estarían acompañados por estados mentales de tal o cual naturaleza, sin negar tampoco la estrecha asociación entre lo neural y lo mental.[14] Tanto la célebre pregunta de Thomas Nagel –¿cómo es ser un murciélago?[15]– como el no menos discutido problema duro de la conciencia, de David Chalmers,[16] recogen la misma problemática y hablan a las claras de una heterogeneidad, no necesariamente oposición, entre lo físico y lo mental. De cualquier forma, la conclusión de que lo difícil es explicar la conciencia o lo mental, mientras que lo material se puede dar por bien conocido, sugiere una cierta primacía o excelencia epistemológica de las ciencias físicas, las cuales aún no habrían encontrado una explicación satisfactoria de la existencia de la mente. Tanto la materia y mente son realidades evidentes, casi hechos brutos, y las damos por sentadas, aunque no tengamos una definición exacta de ellas ni conozcamos todas sus propiedades ni sus relaciones recíprocas. Los problemas aparecen cuando queremos explicar exclusivamente las propiedades de una a partir de las propiedades de la otra.

Estos argumentos y observaciones encuentran aplicación tanto en la conciencia animal como en la del hombre, pero la conciencia humana presenta una característica única, que no sólo hace más ‘duro’ el problema, sino que añade una nueva brecha, exigiendo un nivel de análisis que la ciencia difícilmente esté en condiciones de abordar.

Si la experiencia sensitiva –la percepción de los colores, del dolor, etc.– son un problema para la explicación naturalista, el conocimiento objetivo ofrece un obstáculo aún mayor. Es una cuestión insoslayable para todo intento explicativo, ya que siempre supondrá el observador, el que formula una teoría, hipótesis o explicación.[17] Sostener que una afirmación es verdadera, o falsa, implica reconocer principios –lógicos, matemáticos y otros– universal y atemporalmente válidos, implícitos en todo uso de la razón pero inexplicables si únicamente la ciencia tuviera a su cargo el inventario del universo y si la evolución debiera explicar la obtención de niveles de perfección cada vez mayores. El naturalismo, que epistemológicamente solo acepta la ciencia como forma de conocimiento y ontológicamente restringe lo existente a lo espacio-temporal, es incapaz por lo tanto de dar cuenta de ninguna ley física. De ahí que exista un naturalismo liberal, que mantiene la inviolabilidad de las leyes naturales pero acepta tanto la existencia de entidades matemáticas, como de posibilidades y modos, por ejemplo al deliberar sobre qué hacer.[18] De esa manera reconoce que hay entidades que escapan al sistema causal del universo, un paso imprescindible para sostener el libre albedrío y la responsabilidad moral. La pregunta que se puede hacer a este naturalismo liberal es si es posible admitir esas entidades sin admitir también algo que trascienda lo espacio-temporal.

Wilfrid Sellars llama “espacio de las razones”[19] a aquel en el que nos colocamos con solo formular una intención o tomar una decisión, ya que ese mismo acto nos expone a la aprobación o la crítica: lo que hacemos puede ser correcto o no, inútil, audaz, inteligente, etc. Todo ello implica una normatividad intrínseca que la razón puede entender: es el ámbito de lo racional objetivo, de lo universal, de la lógica, independiente del deseo y del sentimiento, y al que la razón también se debe acomodar. Es parte del célebre mundo 3 de Popper[20] y también conforma la naturaleza de lo ideal o eidético, que guió a Edmund Husserl en la superación del psicologismo. Husserl ha escrito frases contundentes: “Números, proposiciones, verdades, pruebas, teorías, forman en su ideal objetividad un reino auto-contenido de objetos – no cosas, no realidades, como piedras o caballos, pero objetos igualmente”;[21] “la verdad misma se halla por encima de toda temporalidad, es decir, que no tiene sentido atribuirle un ser temporal, un nacer o un perecer”.[22] Por consiguiente, así como entre lo físico y lo mental existe una brecha explicativa, hay una brecha aún mayor entre ambos, por un lado, y los contenidos objetivos de la razón, por otro.

La interioridad
de la experiencia

La existencia de una dimensión interior de la experiencia ha sido muchas veces ridiculizada, como hemos visto en el caso de Bennett y Hacker, sobre las huellas de Wittgenstein. Otro poderoso antecedente de este rechazo es la famosa crítica de Gilbert Ryle a lo que denominó “la doctrina oficial”, de origen cartesiano.[23] Según ella, la persona humana estaría compuesta de un cuerpo y una mente, de carácter público y externo el primero y de carácter privado e interno la segunda. Mientras que el cuerpo está compuesto de materia, la mente lo estaría de otro tipo de cosa, la conciencia. Sería como un “fantasma en la máquina”, que haría mover las partes corpóreas sin ser detectado. Para Ryle, lo que llamamos mente o alma serían en realidad las acciones y conductas observables de las personas, o sus disposiciones a actuar, pero no habría ningún estado interior, inaccesible a los demás y solo a su sujeto.

También lo que Daniel Dennett llamó ‘teatro cartesiano’ –ese escenario supuestamente interior donde un observador sería testigo de los estados mentales–, y la idea de que ese observador sería una especie de hombrecito u homúnculo, también contribuyeron al desprestigio de la idea de interioridad. En opinión de Dennett, la atribución de subjetividad, o interioridad, e intencionalidad a otros sujetos, sería una estrategia fruto de la evolución para anticipar movimientos y conductas. Sólo estaríamos constituidos por partículas materiales, pero implicaría una enorme capacidad de cálculo saber lo que haría una persona o un animal basándose en el probable comportamiento de esas partículas, y la reacción podría llegar demasiado tarde. Es por eso que asumimos que actuará de una u otra forma, atribuyéndole tal o cual intención o deseo.

No es posible una verdadera fenomenología, un análisis de la propia conciencia, pero sí cabría una heterofenomenología,[24] que consiste en tomar nota tanto de la conducta de los demás como de lo que dicen –invocando intenciones, diciendo “yo”, etc.– pero permaneciendo neutrales sobre la atribución de una experiencia privada, ya que perfectamente podrían ser zombis, robots o loros. Luego podría realizarse una comprobación científica, en tercera persona, de los procesos neurales y biológicos que tuvieron lugar durante esa conducta y esos movimientos. Pero todo sería posible sin suponer una verdadera subjetividad. La intencionalidad no sería real, sino que su atribución sería un atajo lleno de ventajas.

Varias cosas se podrían comentar. La primera es que la atribución de un estado mental o una intención, equivocada o no, es un acto mental en primera persona, que además puede hacerse sin comunicarlo a nadie. En segundo lugar, decirlo a alguien implica un nuevo acto mental de parte del hablante, que no solo emite sonidos en el aire, sino que quiere también comunicar algo. En tercer lugar, el heterofenomenólogo puede abstenerse de atribuir una experiencia privada a otros, pero si no pensara él mismo, no podría siquiera interpretar lo que escucha como expresión de un pensamiento. En cuarto lugar, si hiciera la atribución de intencionalidad por las ventajas que trae, revelaría un verdadero pensamiento en él mismo. En quinto lugar, cualquier cosa que Dennett diga o escriba presupone que cree que hay alguien como él, capaz de entender lo que dice. Finalmente, todos sus esfuerzos por convencernos de abandonar la fenomenología y adoptar su heterofenomenología son otros tantos actos mentales, realizados en primera persona, que suponen ese mismo tipo de acto en otros. Es por eso que una heterofenomenología presupondría la validez de la fenomenología, y si esta se revela irremediablemente falaz, aquella también. Por consiguiente, si los hombres fuéramos zombis, robots o loros, al menos Dennett debería saber que él mismo no es ninguna de esas cosas.

El yo o sí mismo
y sus detractores

Según su sentido inmediato, las expresiones ‘yo’ o ‘sí mismo’ tienen como objeto al sujeto mismo que las pronuncia, es decir que en ellas coinciden el sujeto y el objeto. Es lo que llamamos autorreflexión, a la que es además esencial que el sujeto se reconozca inmediata y directamente como lo designado. Por eso, el cerebro no podría ser el autor o sujeto de los pensamientos, porque al decir ‘yo’ se debería hacer presente inmediatamente el cerebro mismo. Sin embargo, hay intentos de hacer emerger el yo de la complejidad de las conexiones neuronales. Son dignos de atención el de Antonio Damasio y el de Thomas Metzinger, el segundo de los cuales es más consistente al negar la realidad del yo si se sostiene su naturaleza neurobiológica.

Para Damasio el yo o self se forma en tres etapas.[25] Primero, el organismo elabora una descripción de sus estados, vinculándolos con regiones específicas del cerebro, formando así una especie de mapa o imagen. Es el proto-yo, resultante de la interacción entre esas imágenes y su fuente en el cuerpo, y que comprende un sentimiento primordial del cuerpo viviente. El cerebro sería una especie de cartógrafo nato, que constantemente genera mapas para mantenerse al tanto de los estados corpóreos. Este mapa neural proporciona a su vez la posibilidad de activar funciones motoras sobre los estados corpóreos.

La segunda etapa es la del yo núcleo, que resulta de otro mapa, generado por las interacciones del propio cuerpo con las cosas del medio. Así, el sujeto se distinguiría de lo que produce las modificaciones y el cerebro introduciría la función del protagonista, innecesario hasta entonces debido al carácter inconsciente de la mayoría de los procesos mentales. La conciencia sería otra función neural, una especie de conductor de procesos, pero uno que la misma función genera, no al contrario. Lo que llamamos introspección y la reflexión no serían algo misterioso ni debido a una realidad inmaterial, sino una forma particular del lenguaje neural habitual, como si el cerebro mismo se introspeccionara generando un nuevo mapa de sus procesos.

La tercera etapa es el yo autobiográfico, que se alcanza cuando la experiencia es integrada en un diseño más amplio que abarca un período considerable de la vida de la persona. Como su articulación es más compleja, es también más frágil y puede alterarse o perderse, como en algunos casos de Alzheimer, en los que se pierde la memoria biográfica pero no el yo núcleo. Esa coordinación sería también un proceso espontáneo, sin necesidad de un agente consciente, y no hay que dejarse llevar por el lenguaje que trata al ‘yo’ como si fuera un objeto. La neurociencia llegará un día a explicar la naturaleza del yo, “la cuestión no es si lo hará, sino cuándo”.[26]

No está de más expresar algo de cautela ante esta propuesta. En primer lugar, las áreas cerebrales se comunican mediante cargas eléctricas e intercambio de moléculas, y las conexiones establecidas tienen también un punto de partida y un punto de llegada distintos. La autorreflexión, sin embargo, exige una muy especial coincidencia o duplicación: que el sujeto y el objeto se identifiquen. Dado que nada en el cerebro puede informarse acerca de sí mismo, el ‘yo’ no puede ser una de sus propiedades o actos. Por otra parte, ser consciente de sí mismo no es tener conciencia del cerebro y nunca ocurre que tengamos conciencia de los procesos neurales cuando se están ejerciendo. Ahora bien, eso es precisamente lo que debería ocurrir si esos procesos fueran el ‘sí mismo’. La idea de mapas e imágenes que emplea Damasio es interesante, pero supone la relación a un observador, que los interpreta. Y puesto que en el cerebro no hay ningún homúnculo observando los mapas, hay que decir que ninguna actividad cerebral explica el mapa en cuanto tal. Los procesos que señala Damasio son seguramente condiciones parciales de la conciencia, pero no la generan.

La posición de Thomas Metzinger es mucho más radical, pero también más consistente con el abordaje exclusivamente neurobiológico. El ‘yo’ sería para él una imagen o una sombra proyectada sobre distintas áreas cerebrales, que compara con una cueva vacía sin nadie mirando la proyección.[27] Sería un estado producido por el cerebro cuando necesita controlar procesos complejos, como planificar una tarea difícil, advertir un peligro remoto, etc. No se trataría de un verdadero yo, sino de un modelo de yo, la representación de un yo sin un sujeto sustantivo, es decir solamente un proceso cerebral específico. El yo no se puede ver entonces, porque es transparente y se confunde con el contenido de conciencia experienciado. Cuando la neurociencia logra correlacionar un proceso neural con la experiencia en primera persona, descubre el objeto-yo, pero como el proceso no tiene conciencia de sí mismo, habría que decir que nunca se realiza una verdadera autorreflexión, que es un rasgo fundamental del yo: “la experiencia en primera persona funciona como un simulador de vuelo total”.[28]

Metzinger se da cuenta de lo contra-intuitivo de su posición, porque de que no haya yoes reales en el mundo se sigue la desconcertante consecuencia de que nadie podría creer en esa teoría. Hasta llega a decir: “Aunque estuviera intelectualmente convencido por esta teoría, nunca sería algo que usted podría creer”.[29] En realidad, nadie podría estar convencido de nada. Pero después de todo, ¿por qué generaría el cerebro una ilusión para destruirla poco después, cuando se daría cuenta de su carácter ilusorio, perdiendo así las ventajas que había ganado al generarla? Sería peor aún, porque desvelar la ilusión en cuanto tal no podría tener lugar sin mantenerla, porque sería siempre un yo el que se daría cuenta de que es una ilusión. ¿Quién podría ser engañado sino? ¿Qué sentido tendría el término ‘engaño’?

Evidentemente, el yo, sí mismo o self es un concepto huidizo. Acostumbrados a nombrar las cosas que podemos objetivar y a identificarlas por su apariencia, nos mareamos cuando no podemos señalar algo directamente y ‘a la cara’. Pero sigue siendo verdad que no hay realidad más evidente, ineludible y acostumbrada que la nuestra para nosotros mismos. En esto Descartes estaba en lo cierto. Podremos tener una falsa noción de lo que significa o implica el ‘yo’, pero por errónea que sea esa noción, alguien se estaría equivocando.

Para no forzar a la ciencia ni a la filosofía a decir lo que no pueden, no deberíamos preguntar si el cerebro produce la subjetividad ni cómo lo hace, sino cuál sería la manera más adecuada de entender la relación entre el cerebro y la subjetividad. Probablemente no tengamos aún, o tal vez nunca contemos con términos adecuados para expresar esa relación (base, sustrato, vehículo, condición), pero la dificultad no se resuelve tirando al bebé junto con el agua sucia, como se suele decir en inglés. Al fin y al cabo, como afirma Juan Arana, “querer acabar con el cogito cartesiano es atacar el hueso más duro de roer de todo el repertorio óntico”.[30]

El presente número

Los trabajos que componen este número apoyan de diversa manera la idea de que el ser humano no es únicamente un resultado de la biología. La conciencia, la identidad personal, la libertad, no podrían surgir de la mera complejidad del organismo y requieren una explicación diversa. Las contribuciones comparten una alta valoración del aporte de las ciencias y se sitúan mayormente en el plano de lo que se podría llamar una filosofía científicamente informada. Podríamos dividir los trabajos en dos grupos: uno, que incluye los de Juan Arana y Juan Pablo Roldán, y el otro, que comprende los de Luis Echarte y Juan Esteban Erquiaga, y de Juan David Quiceno. Una cuestión central común a los dos primeros artículos es cómo entender la excelencia de lo humano frente a la biológico, mientras que en los restantes dos el tema es la identidad personal en su relación con la memoria y la narración autobiográfica.

En su artículo “¿Cómo se produjo la personalización de la matriz biológica del hombre?”, Juan Arana subraya la necesidad de articular la continuidad fenoménica que se observa entre las manifestaciones de la conciencia animal y la humana, sin que por ello se deba negar una no menos notable discontinuidad esencial o metafísica. Eso explicaría que algunos aspectos de la subjetividad humana puedan ser naturalizables, es decir estudiados según los métodos de las ciencias naturales, pero el problema surge cuando es confunde la continuidad en lo fenoménico con la solubilidad cognitiva, negando la especificidad de la autoconciencia. Esta es tan real como los objetos de las ciencias naturales, pero no comparece como un objeto para sus métodos e instrumentos. Sus efectos, sin embargo, se muestran en continuidad con lo observable. En el campo de lo que el autor llama ‘nomológico’ se puede colocar todo lo sometido a leyes y estudiable de esa forma. La conciencia humana, en cambio, sería como una débil luz que apareció en algún momento de la evolución, una discreta presencia, que poco a poco va iluminando la habitación a la que llegó, a la que va informando con sus metas e intenciones. Lo que se advierte en la evolución de la vida animal es una ruptura ontológica, pero que no conllevó una discontinuidad fenoménica.

A propósito de esta novedad ontológica, un aporte muy significativo para su abordaje propiamente metafísico es el trabajo de Juan Pablo Roldán, “Tres momentos, una idea. Un concepto filosófico acerca del desarrollo del ser humano presente en la psicología contemporánea”. Mediante tres momentos de la historia de la psicología y de la neurociencia, ilustra la presencia de una tesis filosófica subyacente, a veces implícita, en las concepciones sobre el hombre. La tesis consiste en identificar el ‘orden temporal’ con el ‘orden de naturaleza’, en términos de Tomás de Aquino. Es decir, confundir el orden en el que las distintas perfecciones fueron apareciendo o surgiendo en el universo, con el orden mismo de perfección, de modo que se ve lo primitivo como lo primero también ontológicamente, y lo demás como un desarrollo o una mayor complejidad de eso primitivo. Así, por ejemplo, el ser personal del hombre no sería más que una manifestación de lo instintivo o pulsional, y la razón, una facultad al servicio del mayor desarrollo de lo primitivo. Esa tesis materialista tiene también como consecuencia que la libertad humana sería una ilusión, porque no podría sustraerse más que ilusoriamente a las leyes que gobiernan lo más básico.

El primero de los tres episodios elegidos por Roldán es el intento de Cesare Lombroso de encontrar en las características físicas de las personas los rasgos del ‘criminal nato’. El artículo documenta los antecedentes de esa tesis positivista, biologista y evolucionista, en Darwin, von Hartmann y Haeckel, entre otros autores. El segundo momento nos traslada al consultorio de Sigmund Freud, en Viena. En contraste con el optimismo de Lombroso, Freud no consideraba posible orientar la evolución hacia la selección de los mejores rasgos, ya que pensaba que lo primitivo, caótico y violento retornaría inexorablemente, como la Gran Guerra habría atestiguado con creces. El tercer episodio está centrado en el famoso neurólogo Antonio Damasio, cuyo entusiasmo por la filosofía de Spinoza se explica también por ese intento monista de comprender el todo como manifestación de una sustancia única. Las emociones serían formas de restablecer la homeostasis del organismo, y los sentimientos, la conciencia de esas emociones. Spinoza se habría anticipado a ese ‘descubrimiento’ de la biología contemporánea, muy discutible por otra parte, con su comprensión del alma como la idea del cuerpo, es decir de lo pretendidamente superior como manifestación, representación en este caso, de lo inferior. En su documentación de estos tres momentos Roldán ilustra lo pernicioso de querer realizar planes de ‘ingeniería social’ sobre esas bases materialistas.

Los siguientes dos trabajos se centran en la identidad personal, en el rol que en ella juega la memoria y en la naturaleza del yo narrativo. El primero de ellos, de Juan David Quiceno, rescata la noción de ipseidad de Paul Ricoeur, frente a los intentos de entender la identidad personal como fruto exclusivo de la memoria. En la filosofía analítica contemporánea han tenido mucha influencia los argumentos y experimentos mentales de Derek Parfit, para quien el problema de la identidad personal carece de interés e importancia verdaderos. Así, parecería dejar al ser humano a merced de la tecnología y de los sueños positivistas de mejoramiento del hombre. En cambio, para Ricoeur la identidad personal no es una simple identidad numérica, sino que implica actividad, relación con los otros y una búsqueda de sí mismo que se realiza en la configuración narrativa de la propia vida. Lejos de entenderse como una función neurobiológica, la memoria es parte integral de esa trama intersubjetiva y biográfica, en la que se entrelazan por supuesto las propias decisiones.

El segundo de los trabajos que tienen como objeto la identidad personal presenta la particularidad de estar escrito en co-autoría interdisciplinar. Refleja la importancia de que científicos y filósofos se animen a abordar de manera conjunta los problemas más acuciantes. Luis Echarte y Juan Esteban Erquiaga analizan el yo narrativo y distinguen entre el uso deíctico, performativo y constativo del yo. El primero es pre-lingüístico y el más básico de los tres; consiste en la auto-referencia, en el sentido de apuntar con el dedo. El uso performativo puede ser también lingüístico y se caracteriza por la presencia activa en el mundo mediante la conducta. Solamente en el uso constativo el yo busca describirse y así comienza la posibilidad del autoengaño y las deficiencias en el conocimiento de sí mismo. El trabajo analiza numerosos filósofos contemporáneos, pero se centra sobre todo en filósofos de la identidad narrativa, como Alasdair MacIntyre, Charles Taylor y Daniel Dennett. Añade también importantes observaciones sobre el retorno de la consideración de la subjetividad en la clínica psiquiátrica durante el siglo XX, debido notablemente a la fenomenología y a Karl Jaspers.

El conjunto de los artículos constituye una valiosísima contribución al conocimiento de la naturaleza personal del ser humano. Pone de relieve los aportes de la filosofía contemporánea al tema de la auto-comprensión del hombre, subraya la necesaria relación de la persona humana con lo biológico y aporta nociones metafísicas fundamentales para una interpretación adecuada tanto de esa auto-comprensión como de los aspectos físicos y biológicos de la naturaleza humana. Transmite además una alta valoración tanto de la investigación científica como del modo de conocimiento propiamente filosófico, con referencias sumamente iluminadoras a la historia del pensamiento.

 

Juan F. Franck

Instituto de Filosofía, Universidad Austral (Argentina)

jfranck@austral.edu.ar

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-7480-0188  

 

Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo

Franck, Juan F. “La subjetividad de la persona humana y las neurociencias”
Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 5, (2019): 9-25.
https://doi.org/10.25185/5.1

 

 

 

 

El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este proemio.

 



[1] Una presentación sintética de una antropología filosófica enriquecida con aportes de las neurociencias, sumamente útil tanto para científicos abiertos a la filosofía como para filósofos con interés en los avances de la ciencia es el libro de Juan José Sanguineti, Neurociencia y filosofía del hombre (Madrid: Palabra, 2014). Del mismo autor: “Neuroscienza e antropologia”, Nuova Secondaria 36, nº 4 (2018): 40-43.

[2] Walter Glannon, Brains, Body, and Mind: Neuroethics with a Human Face (Oxford: Oxford University Press, 2011). Evan Thompson, Mind in Life (Cambridge, MA: Belknap Harvard, 2007). Thomas Fuchs, Ecology of the Brain. The Phenomenology and Biology of the Embodied Mind (Oxford: Oxford University Press, 2018). Alva Noë, Out of Our Heads (New York: Hill and Wang, 2010).

[3] Dick Swabb, Somos nuestro cerebro: cómo pensamos, sufrimos y amamos (Barcelona: Plataforma, 2014).2        Walter Glannon, Brains, Body, and Mind: Neuroethics with a Human Face (Oxford: Oxford University Press, 2011). Evan Thompson, Mind in Life (Cambridge, MA: Belknap Harvard, 2007). Thomas Fuchs, Ecology of the Brain. The Phenomenology and Biology of the Embodied Mind (Oxford: Oxford University Press, 2018). Alva Noë, Out of Our Heads (New York: Hill and Wang, 2010).

[4] Así termina Joseph Le Doux su libro Synaptic self. How our brains become who we are (New York: Penguin Books, 2002), 324.

[5]    Francis Crick, La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (Madrid: Debate, 1995), 3.

 

[6] Anders Eklund, Thomas E. Nichols y Hans. Knutsson, “Cluster failure: Why fMRI inferences for spatial have inflated false-positive rates”, PNAS 113, nº 28 (12 julio 2016): 7900-7905. La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos se hizo eco del trabajo en junio de ese año.

[7] Raymond Tallis, Aping Mankind. Neuromania, darwinitis and the misrepresentation of humanity (Durham: Acumen, 2011), 29.

[8] Tallis, Aping Mankind, 85.

[9] Alfredo Marcos, “Neuroética y vulnerabilidad humana en perspectiva filosófica”, Cuadernos de Bioética XXVI, nº 3 (2015): 397-414.

[10] Max R. Bennett y Peter M. S. Hacker, Philosophical Foundations of Neuroscience (Oxford: Blackwell, 2003), 72.

[11] Cfr. Bennett y Hacker, Philosophical Foundations, 399.

[12] Bennett y Hacker, Philosophical Foundations, 103.

[13] Frank Jackson, “Epiphenomenal Qualia”, The Philosophical Quarterly 32 (1982): 127-136. Y también: “What Mary Didn’t Know”, The Journal of Philosophy 83, nº 5 (1986): 291-295.

[14] Joseph Levine, “Materialism and Qualia: the Explanatory Gap”, Pacific Philosophical Quarterly 64 (1983): 354-361. Marcelo José Villar, Qué es el dolor (Buenos Aires: Paidós, 2015).

[15]  Thomas Nagel, “What is it like to be a bat?”, The Philosophical Review 83, nº 4 (1974): 435-450.

[16]  David Chalmers, The Character of Consciousness (Oxford: Oxford University Press, 2010), 8.

[17] Es lo que Howard Robinson llamó la “inevitabilidad de la perspectiva cartesiana”. Howard Robinson, “The unavoidability of the Cartesian perspective”, en Contemporary Dualism. A Defense, ed. Howard Robinson y Andrea Lavazza (London: Routledge, 2014), 154-170.

[18] Mario de Caro y Alberto Voltolini, “Is Liberal Naturalism Possible?”, en Naturalism and Normativity, eds. Mario de Caro y David Macarthur (New York: Columbia University Press, 2010), 69-86.

[19] Wilfrid Sellars, “Philosophy and the scientific image of man”, en Science, perception and reality (Atascadero, CA: Ridgeview, 1991), 1-40. Lamentablemente, Sellars intenta luego explicar las razones a partir de la ciencia misma, pero la expresión es sumamente apropiada.

[20] Karl Popper, Conocimiento objetivo: un enfoque evolucionista (Madrid: Tecnos, 1982).

[21] Edmund Husserl, Phenomenological Psychology. Lectures, Summer Semester 1925 (The Hague: Martinus Nijhoff, 1977), 15.

[22] Edmund Husserl, Investigaciones lógicas. Prolegómenos a la lógica pura, trad. Manuel García Morente y José Gaos (Madrid: Alianza, 1982), 85 (§ 24).

[23] Gilbert Ryle, El concepto de lo mental (Barcelona: Paidós Ibérica, 2005).

[24] Daniel Dennett, Consciousness explained (New York: Back Bay Books, 1991).

[25] Antonio Damasio, Self comes to mind. Constructing the conscious brain (New York: Vintage Books, 2010).

[26] Damasio, Self comes to mind, 263.

[27] Thomas Metzinger, Being No-One: The Self-Model Theory of Subjectivity (London: MIT Press, 2003), 547-558.

[28] Metzinger, Being No-One, 553.

[29] Metzinger, Being No-One, 567.

[30] Juan Arana Cañedo-Argüelles, La conciencia inexplicada. Ensayo sobre los límites de la comprensión naturalista de la mente (Madrid: Biblioteca Nueva, 2015), 37.