JUAN ARANA - ¿COMO SE PRODUJO LA PERSONALIZACIÓN DE LA MATRIZ BIOLÓGICA DEL HOMBRE? - doi: https://doi.org/10.25185/5.2

 

Juan Arana

Universidad de Sevilla

Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid

jarana@us.es

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-8028-7210

 

Recibido: 30/08/2018 - Aceptado: 27/11/2018

 

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Arana, Juan. “¿Cómo se produjo la personalización de la matriz biológica del hombre?”
Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 5, (2019): 29-51.
https://doi.org/10.25185/5.2

 

 

¿Cómo se produjo la personalización
de la matriz biológica del hombre?

Resumen: El artículo estudia los rasgos que definen la autoconciencia humana. Revisa la continuidad evolutiva que se registra en el surgimiento del hombre como especie. Trata de establecer las bases para compatibilizar la gradualidad que hay en el origen y funcionamiento de la autoconciencia con la discontinuidad metafísica que existe entre ella y las formas naturalizables de conciencia, cuyas características son objeto de un estudio comparativo.

Palabras clave: conciencia intencional, autoconciencia, hombre, naturalismo.

 

How did the personalization of man’s biological matrix take place?

Abstract: The paper studies the traits that define human self-consciousness. It goes over the evolutionary continuity that is recorded in the emergence of man as a species. It tries to establish the bases in order to make compatible the graduality that exists in the origin and functioning of self-consciousness with the metaphysical discontinuity that exists between it and the naturalizable forms of consciousness, whose characteristics are the object of a comparative study.

Keywords: intentional consciousness, self-consciousness, man, naturalism.

 

Como foi a personalização da matriz biológica
do homem produzida?

Resumo: O artigo estuda os traços que definem a autoconsciência humana. Verifica a continuidade evolutiva registrada no surgimento do homem como espécie. Procura estabelecer as bases para compatibilizar a gradualidade que existe na origem e funcionamento da autoconsciência com a descontinuidade metafísica existente entre ela e as formas naturalizáveis ​​de consciência, cujas características são objeto de um estudo comparativo.

Palavras-chave: consciência intencional, autoconsciência, homem, naturalismo.

 

El qué y el cómo de la conciencia

Quien conozca los trabajos que he acometido en torno al tema de la conciencia[1] considerará una osadía la propuesta que voy a exponer, puesto que hasta el momento he sostenido que la esencia íntima de la conciencia escapa a las aptitudes indagatorias de la ciencia natural y, si me apuran, incluso de la metafísica. En otras palabras: soy de los que piensan que la presencia y efectividad de la conciencia es tan evidente, como misterioso el entramado causal que la sostiene. Notarán sin embargo que esta afirmación ya supone por mi parte una primera maniobra defensiva, puesto que, si realmente se nos escapara el porqué de la conciencia, nada más natural que concentrarnos en el cómo. Y entre las vertientes del cómo, pocas más interesantes que la del advenimiento de la conciencia en una estirpe concreta de las muchas que poblaron a lo largo de los eones la superficie del planeta Tierra.

Por otro lado, además del interés objetivo del asunto, atiendo a una urgencia teórica imperativa, porque un examen —incluso superficial— de las evidencias disponibles certifica que el rasgo fenoménico más destacado en la génesis de la conciencia es la continuidad. Muchos defienden que en el reino de la vida hay una gradación insensible desde las formas más ciegas e incapaces de hacerse cognitivamente cargo de sí mismas hasta las más despiertas y lúcidas, esto es, las que práctica y teóricamente rozarían el tipo de conciencia que poseen los humanos. Y no sólo reivindican la presencia de continuidad interespecífica, sino que postulan también continuidad genética. Según ellos, la conciencia habría despertado muy lentamente dentro del género homo y de cada una de las especies que lo integran. Incluso sostienen que hay una continuidad ontogénica, porque se da una gradualidad parecida en la aparición de la conciencia dentro de cada ser humano en particular —lo que solemos llamar adquirir el uso de razón— e incluso en el advenimiento y disipación de los estados conscientes, o sea, en la pérdida o ganancia puntual de la conciencia.

Esto último es algo que, como tantos otros, he podido constatar repetidamente en mí mismo y en mis semejantes. Tuve la satisfacción de asistir a mi padre en su extrema vejez. De hecho, la vida se le fue muy lentamente y casi diría que murió el día que no supo cómo despertar. A menudo le observaba y comprobaba con qué facilidad pasaba del estado consciente al inconsciente y viceversa: entornaba levemente los párpados y ya se había ido; un mínimo respingo de la cabeza y estaba de nuevo conmigo. Dicen que Winston Churchill comentaba humorísticamente: “Dejar de fumar es la cosa más fácil del mundo: yo lo he hecho miles de veces”. Con tanta mayor justicia podría decirse lo mismo de perder y recuperar la conciencia.

Por consiguiente, acepto sin reparos la tesis de la continuidad fenoménica (es muy importante subrayar el adjetivo en esta frase). A mi juicio, el error se produce cuando se confunde la continuidad fenoménica con la solubilidad cognitiva. O, dicho de modo más llano: el hecho de que una cosa parezca transformarse en otra sin aparentes rupturas, no implica que lo que sirve para explicar la primera valga también para entender la segunda. Desde una concepción realista del conocimiento, la teoría ha de explicar la verdad de las cosas sin adulteraciones, porque la realidad no se oculta, sino que se manifiesta en sus fenómenos. Sin embargo, las relaciones entre estos tres planos (realidad, fenómeno, teoría) son suficientemente ricas para que sea innecesario postular la identidad de lo real con el fenómeno. Tampoco la teoría tiene que coincidir al ciento por ciento con él. Otra cosa sería caer en un sospechoso antropomorfismo, consistente en postular que las cosas son exactamente como se nos aparecen. No es obligado, ni siquiera aconsejable, que nuestros conceptos y principios reproduzcan sin la menor elaboración teórica sus correlatos sensibles.

 

Continuidad fenoménica y discontinuidad metafísica

Mi tesis, en resumidas cuentas, es la siguiente: acepto que la aparición de la conciencia humana en este planeta no se tradujo en acontecimientos externos claramente detectables por un observador atento. Asumo que —visto desde fuera— sería particularmente arduo señalar el lugar y momento donde surgió. Considero muy probable que no haya forma de establecer una diferencia neta entre los procesos cerebrales que acompañan a la conciencia de los que —estando bien presentes y siendo con frecuencia de altísima importancia biológica nos pasan desapercibidos. A pesar de este triple reconocimiento, sostengo que lo que Chalmers denominó hard problem, en realidad es un impossible problem, o sea: que no hay itinerario practicable para establecer una continuidad teórica que refleje y dé cuenta de estas continuidades fenoménicas.

Que sea en principio admisible lo que defiendo se podría argumentar de muchas maneras. Usaré algunos ejemplos matemáticos para empezar mi alegato. En efecto: son los matemáticos los que más y mejor han explorado la constelación conceptual de la continuidad, especialmente desde que desarrollaron el cálculo infinitesimal y el análisis. Sin embargo, también han creado ramas enteras —como la topología— y teorías pujantes —como la de catástrofes— que estudian y explican precisamente cómo nace la discontinuidad en el seno mismo de la continuidad. Una familia de curvas, por poner el caso más trivial, puede agrupar una infinitud de ellas que contienen al principio un segmento rectilíneo, el cual empieza a doblarse y su curvatura aumenta gradualmente hasta que la línea se cierra sobre sí misma, pasando de abierta a cerrada, o incluso se escinde en dos, dando lugar a una recta y una circunferencia donde al principio tan solo había una recta. Es fácil comprobar que la naturaleza no tiene ninguna dificultad para imitar esas morfogénesis continuas de la discontinuidad: un río, pongamos por caso, puede discurrir rectilíneamente por una llanura, hasta que el cauce empieza a arquearse y da lugar a un meandro que al término de su evolución escinde en dos el curso inicial y genera cosas que antes no existían, como ínsulas o lagunas residuales. Cuando la curva de la corriente de agua es tan pronunciada que está a punto de cerrarse sobre sí, la continuidad cede su puesto de súbito a algo nuevo, que sorprenderá al espectador desprevenido.

No pretendo, sin embargo, llevar demasiado lejos la metáfora ni requiero que este tipo de procesos guarde alguna semejanza con el tema de la conciencia. Solo deseaba argüir que las relaciones entre continuidad y discontinuidad son más complejas de lo que a primera vista —esto es, fenoménicamente— parece. En lo tocante a los ejemplos alegados, en el fondo las diferencias son más significativas que las semejanzas. Tanto en el caso de las curvas como en el de los meandros la discontinuidad advenida es superficial, en el sentido de que antes y después hay líneas en un caso, y encauzamientos hídricos en el otro. Pero aún allí las rupturas de antiguas continuidades y simetrías varían en entidad y significado. Sin pretender aportar una demostración rigurosa, encuentro que tiene menos transcendencia la creación de un bucle que la aparición de dos figuras donde antes había una, o el desdoblamiento de la corriente alrededor de una isla, que la conversión de lo que era parte de un río en una laguna estancada. Pues bien, siguiendo el curso de esta idea —y con el fin de mostrar la plausibilidad de lo que defiendo— se podría desplegar una escala de discontinuidades, desde las que afectan de un modo muy accidental a lo que se modifica, hasta las que implican cambios tan profundos que afectan a la identidad de los términos involucrados.

 

La continuidad entre física y biología

Mi tesis es que la discontinuidad representada por la conciencia humana frente a las conciencias pre- o posthumanas está en el extremo más alto en la escala que acabo de esbozar. Enseguida desarrollaré esta conjetura, pero antes permítaseme una reflexión de carácter propedéutico. Cuando hablamos de la continuidad o discontinuidad de un proceso, en el fondo simplificamos una dualidad que de un modo u otro se hace presente: la continuidad sólo puede apreciarse sobre el telón de fondo de la discontinuidad y recíprocamente. Los naturalistas insisten en la continuidad de la conciencia humana respecto a otras formas y modos del mismo concepto. Los espiritualistas en cambio no quieren renunciar a la irreductible discontinuidad de una a otras. Pero la relevancia teórica de ambas posturas sólo resulta significativa cuando renuncian a tener razón de modo exclusivo y excluyente. Lo más probable es que los dos partidos aciertan, aunque desde luego no en la misma proporción. Lo importante es dónde ponemos el acento de la continuidad y de la discontinuidad, porque, a fin de cuentas, ninguna de las dos puede subsistir aislada, sino reforzándose mutuamente contra la noción contraria y complementaria.

Dicho lo cual no debiera caber ninguna duda sobre la posición que ocupo: defiendo que hay una discontinuidad esencial o metafísica entre la conciencia que posee el hombre y la que se puede atribuir, sin incurrir en equívocos, a cualquier otro candidato del que tengamos noticia fehaciente en el horizonte cósmico.

A estas alturas de la historia, pocos estarán disconformes con la tesis de que nuestro estatuto aquí abajo no es el de un recién llegado o un mero transeúnte. Precisamente eso es lo que vuelve interesante y problemática la posición teórica que sustento, porque de acuerdo con ella no hay discontinuidad en la génesis ni en las primeras manifestaciones de nuestra conciencia. Por tanto, mi estrategia va a consistir en diferenciar cómo se predica la conciencia de nosotros y de los restantes entes mundanos hasta hoy conocidos o ideados. Dependo tanto más de la validez de esa distinción, cuanto que no reivindico para la vida una discontinuidad pareja. Todo lo contrario: aunque me parezcan inconfundibles los rasgos que distinguen una entidad viva de otra privada de tal prerrogativa, me inclino a reconocer que hay una continuidad esencial entre lo que antiguamente llamábamos reino inorgánico y el orgánico.

Soy consciente de que no es la posición más usual entre los que defienden la irreductibilidad de lo humano a lo natural, pero puedo invocar el apoyo de autores importantes y de inequívoca filiación como, por ejemplo, el mismo Tomás de Aquino cuando afirma: “basta la virtud de los cuerpos celestes para la generación de algunos animales imperfectos de la materia ya dispuesta”.[2] Interpreto aquí la “virtud de los cuerpos” (celestes o terrestres, eso no resulta tan importante) como sinónimo de los dinamismos naturales que, actuando con homogeneidad en todo el orbe, sentarían la radical continuidad de la vida con el resto de la realidad cósmica.

Esto no implica, sin embargo, que la ciencia natural haya sido capaz de descubrir todos los ‘secretos’ de la vida, ni que vaya a conseguirlo en un futuro más o menos próximo. Tampoco es previsible que desvele todos los arcanos de la materia inerte. Mi posicionamiento no es científico ni cientificista, sino meramente filosófico: descansa en el postulado de que, por inmensa que sea la diversidad de los vivientes, maravillosos los detalles de su anatomía y fisiología, perfectos sus movimientos y adaptaciones, todo lo que hemos averiguado de ellos y razonablemente esperamos aprender en el futuro puede expresarse en el lenguaje de las reglas y las normas. Pertenece a lo que —como pequeña contribución personal a la babelización de la cultura— he propuesto llamar nomológico. Serán todo lo admirables que se quiera el colorido de las mariposas, el instinto predador de los murciélagos o las habilidades natatorias de las marsopas, pero hasta ahora no hay en ellos nada que desborde la capacidad de los que redactan manuales de biología para formularlo preceptivamente. Y aunque la historia suele deparar muchas sorpresas, también confirma con frecuencia los pronósticos razonables. Mi apuesta es que en el futuro nada encontraremos en microbiología, zoología o botánica que no admita ser expresado en el lenguaje de las ‘leyes de la vida’. Añadiremos nuevos cánones, pero no tendremos que recurrir a la mística para caracterizar nuestros más inesperados hallazgos. Basta y sobra con que sea así para confirmar la tesis de la continuidad fundamental de las formas vivientes. Ello explica por qué desde el siglo XIX la teoría de la evolución y desde el XX la bioquímica han conseguido una tan abundante y aún no agotada cosecha de resultados.

El misterio de la conciencia

En todo lo relativo a la vida todavía hay muchos vacíos teóricos y casillas sin rellenar, pero a mi juicio pertenecen más a la categoría de ‘enigmas pendientes de descifrar’ que a la de ‘misterios sin posible solución’. Lo de la conciencia, no obstante, sí que es un misterio, y de primera magnitud. De hecho, hay consenso entre los estudiosos, incluso por parte de los que sostienen posiciones más reductivistas, sobre la inaccesibilidad, hoy por hoy, de una explicación satisfactoria de la conciencia. Como de modo particularmente gráfico afirman Edelman y Tononi:

¿Qué ocurre en el cerebro cuando tenemos un pensamiento? Pese a los avances de la neurociencia, no podemos ocultar el hecho de que todavía no sabemos la respuesta a esta pregunta con suficiente detalle. Algunos dirían incluso que la respuesta es: “No tenemos ni la más remota idea”.[3]

¿Cómo se ha llegado a este punto muerto? La solución más fácil hubiera sido encontrar que la vivencia consciente es el resultado específico de una localización o agrupación funcional dentro del cerebro u otras partes del sistema nervioso central. Pero,

Pese a afirmaciones ocasionales de lo contrario, nunca se ha demostrado de manera concluyente que una lesión de una porción restringida de la corteza cerebral conduzca a la pérdida de la conciencia.[4]

Y es que la dificultad no consiste, como pensaba el ingenuo materialismo decimonónico, en conseguir tocar con la punta del bisturí la localización del alma, sino salvar el abismo ontológico que separa la acción física de la acción mental:

Como ya hemos argumentado, suponer que ciertas propiedades locales de las neuronas puedan revelarse tarde o temprano como la clave del misterio de la conciencia es completamente insatisfactorio. ¿De qué manera podría una localización específica del cerebro, con un modo particular de descarga o a una frecuencia específica, conectada a ciertas otras neuronas, o que exprese un compuesto bioquímico específico o un gen particular, dotar a una neurona de la notable propiedad de dar origen a una experiencia consciente? Los problemas lógicos y filosóficos de la hipostización asociada a estas suposiciones son evidentes, como filósofos y científicos han hecho notar repetidas veces. La conciencia no es ni una cosa ni una simple propiedad.[5]

Salvo los muy obcecados, quienes bregan con el desafío de naturalizar la conciencia acaban asumiendo a la corta o a la larga que su intento desemboca en un callejón sin salida. Por eso, tras prometer en los títulos de sus publicaciones la solución definitiva, acaban matizando que en realidad sólo se proponían esclarecer la dimensión ‘neurológica’ del problema:

Recuérdese que ni Koch ni yo nos proponemos explicar cómo aparece la conciencia. No estamos tratando de hallar la solución de lo que David Chalmers ha dado en llamar ‘el problema nuclear’, a saber, la determinación del modo en que fenómenos fisiológicos que acontecen en el cerebro se traducen en lo que nosotros experimentamos como conciencia. Lo que estamos buscando es una correlación, una forma de mostrar de qué modo se corresponden los fenómenos cerebrales y las experiencias subjetivas, sin identificar el paso intermedio y crucial de cómo un fenómeno es causa de una experiencia. Las asambleas neuronales no ‘crean’ conciencia; constituyen, más bien, indicadores de grados de conciencia.[6]

¿Epifenomenismo?

Se entiende entonces el atractivo del epifenomenismo,[7] puesto que alivia del modo más conveniente la incómoda situación de quienes dejan sin cumplimentar una parte esencial de su empeño teórico. Permite abrir este pequeño diálogo íntimo: “¿La dimensión subjetiva, personal e intransferible de la conciencia? ¡Bueno, sí! Tal vez quede eso fuera del marco teórico que propongo, pero no debe, no puede ser, tan importante, si se escapa de él…”. Por gracia o por desgracia, no está nada claro que sea legítimo desentenderse de ella y diagnosticar su irrelevancia. No lo es, ante todo, por la incontrovertible consideración de que constituye el aspecto más característico del complejo psiconeurológico del que forma parte. El filósofo Henri Bergson formuló a este respecto hace cien años una advertencia crucial: mantener viva la conciencia no es algo que salga gratis al organismo; tiene un coste biológico y energético importante. Por consiguiente, si fuera algo inútil o redundante, ya se habría encargado la selección natural de eliminarlo.[8] A pesar del tiempo transcurrido, sigue sin recibir una respuesta satisfactoria. El cerebro consume un 20% de la energía utilizada por todo el cuerpo humano, y se sabe que la actividad cerebral se intensifica notablemente cuando la conciencia se enciende.

Por otro lado, el hecho de que la conciencia misma no esté indisolublemente ligada a unos eventos físicos particulares, de que pueda ‘transmigrar’, no de un cuerpo a otro, pero de una localización cerebral a otra, o de un conjunto de localizaciones a otros,[9] ya debe ponernos en guardia frente a la actitud que trata de obviarla. Los defensores de la versión fuerte de la inteligencia artificial aportan una evidencia extra: para ellos la conciencia sólo es una propiedad relacionada con la reflexividad o recurrencia de los programas de tratamiento de la información que implementan de modo electroquímico los cerebros y electrofísico los computadores electrónicos. En el primer caso (la conciencia cerebral) es completamente oscuro cómo se suma la función consciente a la dinámica neuronal, porque se nos escapan los detalles finos de ésta última.[10] En el segundo caso (el de la supuesta conciencia computacional) resulta por el contrario meridianamente claro que la actividad subyacente es algorítmica o —si lo queremos decir más crudamente— maquinífera, de manera que es por completo incompatible con la posibilidad de agregar nada ‘personal’ al proceso. Por consiguiente, se podría definir la conciencia como lo que se pierde cuando se transfiere la mente del cerebro a un ordenador, puesto que, mientras la conciencia, digamos, ‘cerebral’ posee el rasgo de la irrepetibilidad, la postulada conciencia ‘computacional’ sería, como todo lo ligado a la computación, esencialmente clónica: podría copiarse a voluntad, de manera que reducir la conciencia humana a ella daría pie a la paradoja de los muchos ‘yos’, sobre la que ha llamado la atención, entre otros, Roger Penrose.[11] Las graves objeciones que este autor ha opuesto a la interpretación cibernética de la mente humana,[12] y de las que no tengo noticia hayan sido satisfactoriamente resueltas,[13] inciden precisamente sobre la capacidad de la conciencia humana para resolver los bucles semánticos que descuadran cualquier estrategia algorítmica, y que claramente apuntan hacia los aspectos autorreferenciales y supuestamente epifenoménicos de la conciencia.

Así pues, aunque no hay obstáculos invencibles para efectuar una comprensión nomológica de la vida, sí los hay —y no es previsible que desaparezcan— para extender ese mismo tipo de comprensión a la conciencia. O lo que es equivalente: el origen y la evolución de la vida encierran a lo sumo un conglomerado de enigmas; lo de la conciencia es un misterio en toda regla. El único indicio que en apariencia lleva a pensar lo contrario es la ya mentada continuidad de los fenómenos conscientes, sobre el que tratan de hacerse fuertes los autores naturalistas. Así lo hace Paul Churchland:

Surge la misma lección cuando consideramos la inteligencia consciente. Ya hemos visto cómo la conciencia y la inteligencia existen en diferentes grados, se extienden a lo largo de un amplio espectro. Sin duda la inteligencia no es exclusiva de los seres humanos: millones de otras especies la presentan en alguna medida. Si definimos la inteligencia crudamente como la posesión de un conjunto complejo de respuestas apropiadas al medio cambiante, entonces hasta la humilde patata presenta una cierta astucia inferior. Aquí no surgen discontinuidades metafísicas.[14]

Que haya o no discontinuidades metafísicas es lo hay que decidir ahora. Antes de entrar en detalles, diría que, en efecto, la aparente continuidad fenoménica es el indicio más convincente de que no hay discontinuidad metafísica; mientras que la desesperante falta de acierto para dar una explicación satisfactoria de la conciencia humana con los medios de la ciencia natural es la mayor evidencia en contra. Habiendo elegido la opción humanista, mi principal problema es explicar cómo puede darse continuidad fenoménica donde hay discontinuidad metafísica. La tarea del naturalista, en cambio, sería mostrar por qué es tan difícil —cuando no imposible— aclarar el fenómeno de la conciencia humana desde su propia óptica. La dejo gustosamente en sus manos para aplicarme a lo mío.

Es importante señalar que estoy libre de cualquier pretensión de monopolizar la oposición al naturalismo en el tema de la conciencia, por lo que un eventual fracaso sólo sería mío y no de la opción teórica que he elegido. Más todavía: encuentro que muchos enemigos del materialismo eligen una vía opuesta a la que sigo, porque, en lugar de reivindicar la exclusividad de la conciencia para el hombre, aceptan que hay una continuidad —incluso casi metafísica— entre la conciencia humana y la animal, con la salvedad de que para ellos tanto una como otra escapan a las posibilidades de la materia ‘bruta’ y de la ciencia natural que la estudia. Consideran, ¿cómo decirlo?, que el espíritu permea amplias capas de la realidad mundana. A su juicio, si no es posible hacer una física de la conciencia, al menos sí se podría intentar una especie de hiperfísica.

El representante más destacado de esa tendencia es por supuesto Teilhard de Chardin, autor que respeto porque tuteló los inicios de mi propia carrera filosófica, pero del que me aparto en este punto, porque considero una grave equivocación pretender seguir esquemas científicos o paracientíficos para abordar los asuntos relacionados con la conciencia, y llegar incluso a proponer leyes al respecto, como la archiconocida ley de complejidad-conciencia.[15]

 

A mi juicio, un error muy habitual entre los pensadores opuestos al naturalismo es creer que se puede encontrar una alternativa ‘científica’ que no sea ‘materialista’, o que es posible desarrollar una física ‘diferente’ abierta a la libertad, o que frente a las leyes que nos ‘determinan’ habría otras que nos permitirían cierta autonomía. En círculos de la filosofía francesa de fin de siècle abundó este tipo de ‘experimentos’ a la cabeza de los cuales hay que colocar seguramente al propio Bergson que consideraba su —por otra parte admirable— Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia como un trabajo estrictamente científico. No es extraño que acabara, junto con William James[16] y tantos otros, confraternizando con los que se dedicaban al estudio de los fenómenos psíquicos paranormales.[17]

Discrepo de todos ellos porque minusvaloraron la riqueza de recursos que tiene el materialismo científico para metamorfosearse: pensaban que la dificultad provenía del tipo de teoría que en su época acaparaba el paradigma de lo científico, en particular, de la mecánica newtoniana. Al parecer creían que el único materialismo posible es el mecanicista, a pesar de que a aquellas alturas ya florecían junto a él materialismos químicos, electromagnéticos y evolucionistas, y luego han ido tomando el relevo tantos otros como modas epistémicas han eclosionado hasta el día de la fecha.

Recuerdo que en conversaciones privadas de principios de los años 70 Leonardo Polo insistía en que la cibernética había venido a poner punto y final a cualquier forma de materialismo. “Es incompatible —argüía— con el lugar central que esta ciencia otorga a la noción de información, que es forma pura desposeída de materia…” Yo no me atrevía a replicarle, aunque empezaba a sospechar que las versiones más recientes del materialismo operan con un concepto de materia que no tiene nada que ver con la potencia aristotélica, sino con determinaciones formales férreamente sometidas a un tipo específico de legalidad. Por ello, la versión fuerte de la inteligencia artificial es en último término una suerte de materialismo informático, que congela los productos del espíritu cosificándolos para volverlos accesibles a sus métodos.

En definitiva, el materialismo de ayer ha evolucionado hacia el naturalismo de hoy. Para conseguir lo que pretende da lo mismo el tipo de entidad que se declare fundamental y la clase de dinamismo a que esté sometida, siempre que acate dócilmente algún tipo de explicación legal, que constituye el arma por excelencia de la ciencia natural. Las únicas leyes compatibles con la presencia de factores espirituales son las que el espíritu impone hacia fuera, o acata para sí libremente. Por tanto, no hay que empeñarse en redondear las agudas esquinas de la ciencia natural ni ablandar la dureza de sus perfiles, porque lo que se consigue entonces —en el mejor de los casos— es desvirtuar nuestro discurso (dándole un aire pseudocientífico) y —en el peor— meter al adversario dentro de casa. Lo aconsejable es detectar los límites de lo científico (o sea: de lo nomológico), no sobrepasarlos y ensayar para lo que está más allá de ellos otro tipo de aproximación.

 

Más allá de lo nomológico

Es justamente lo que pretendo hacer a continuación. Para tener éxito tendré que caracterizar en primer lugar la conciencia naturalizable, propia de los restantes seres vivos del planeta Tierra y de los artilugios técnicos para los que se reclama algún tipo de conciencia. Frente a ella estará la conciencia no naturalizable, privativa del hombre y otros hipotéticos seres racionales cuya existencia no es descartable a priori. He llamado sin especial originalidad “conciencia meramente intencional” a la primera y ‘autoconciencia’ o conciencia propiamente dicha a la segunda. Los nombres son lo de menos, pero es crucial caracterizar los conceptos como conviene.

Sostengo que hay conciencia meramente intencional cuando la entidad que la posee es capaz de recibir cualquier tipo de información y reaccionar a ella de un modo predeterminado (lo cual no excluye cierta dosis de azar). Me parece que la definición es suficientemente clara. Desde luego no encierra ninguna característica que la hurte a la capacidad explicativa de la ciencia natural y considero que cuadra perfectamente con cualquier fenómeno consciente que hayamos registrado entre los vivientes, así como en cualquier arquitectura informática que pueda llegar a articularse en serie o en paralelo.

Aunque precisa, es una noción tan amplia que abarca cualquier cosa que sea capaz de interactuar de modo rutinario. Por ejemplo, cabe decir que una piedra ‘es consciente’ de que llueve cuando se moja y que una bacteria ‘es consciente’ del ph del medio en que pulula cuando es capaz de moverse dentro de él hacia donde su valor le resulta más propicio. También, por supuesto, es aceptable concluir que una cebra ‘es consciente’ de la proximidad de un león hambriento observándola e incluso que un bonobo ‘es consciente’ de que hay un naturalista estudiándolo y esperando algo de él, lo cual no deja de tener su interés, porque si acierta a comportarse como se espera de él recibirá un par de plátanos.

Ahora bien, ¿cómo sé —especialmente en el último caso— que tan solo hay de por medio una conciencia meramente intencional? En realidad no lo sé. Presumo además que la ciencia todavía tiene que averiguar muchas cosas para disipar todas las dudas que suscita la conciencia de las cebras e incluso de las bacterias (asumamos que con las piedras el éxito ha sido completo). Pero en realidad no necesito que la ciencia haya resuelto todas esas cuestiones, puesto que mi indagación es meramente prospectiva. Lo decisivo, insisto, no es lo que la ciencia explica hoy, sino lo que logrará explicar algún día. No por ello conviene adelantar especulaciones gratuitas, sino detectar cuáles son los límites objetivos del modelo explicativo. Los de la ciencia, ya lo he dicho, son los del punto de vista nomológico. Todo lo formulable en términos de “si se dan tales y cuales condiciones, entonces existe tanta posibilidad de que ocurra esto o lo otro”, puede ser incorporado al esquema teórico de la ciencia natural o de sus legítimas prolongaciones. No veo ningún obstáculo de principio para que la conciencia de piedras, bacterias, cebras y bonobos rechace por principio ser entendida así. Mi supuesto es obviamente compartido por todos los partidarios del naturalismo, aunque ellos afirman contra mí que se puede dar un paso más y aplicar la misma estrategia de investigación a la conciencia humana.

 

La autoconciencia

¿Y por qué no? Para responder a eso tendré que caracterizar primero el concepto de conciencia humana o autoconciencia. Cometería un error imperdonable si pretendiera hacerlo con la misma exactitud que antes, porque definir algo con precisión ya es dar un paso decisivo hacia su naturalización. Siguiendo a Popper, diría que la definición debe de ser siempre clara, pero sólo conviene que sea además precisa cuando la entidad a la que se aplica tiene rasgos de identidad netos y contrastados. Pretender, por ejemplo, definir con precisión la calvicie, implicaría decidir el número exacto de pelos que debería perder el rey de España para quedarse calvo.

En La conciencia inexplicada he descrito la autoconciencia como la autotransparencia sobrevenida a la mera conciencia intencional en el caso del hombre. ¿Cómo sé que de hecho se da? Es una de las pocas cosas de las que puedo estar completamente seguro en mi propio caso, porque la introspección psicológica me lo certifica en directo, en la medida que es condición de posibilidad de sí misma. Que cada uno de nosotros extienda esa prerrogativa a los restantes seres humanos que gozan un estado y condiciones de salud normales constituye un ejemplo de ejercicio responsable de la epistemología del riesgo. Se trata desde luego de una apuesta, pero podemos empeñar en ella todos nuestros caudales sin temor a perderlos. En cambio, sería simplemente temerario extender la cobertura del envite a los monos antropoides: por ímprobos e inteligentes que hayan sido los esfuerzos de tantos estudiosos de la inteligencia animal, no han conseguido objetivar el menor indicio concluyente de que haya algo parecido a la autotransparencia en los más avispados chimpancés, gorilas u orangutanes.[18]

¿Por qué prefiero hablar de autotransparencia en lugar de reflexividad? En ambos casos se trata de metáforas relacionadas con la luz, pero la reflexión alude a un proceso de ida y vuelta, un salir de sí hasta tropezar con un elemento extraño y reflectante que devuelve la corriente consciente hacia su lugar de origen. Metáfora por metáfora, me parece más adecuada la autotransparencia, porque apunta a una propiedad intrínseca del proceso consciente, una característica inmanente que lo cualifica de principio a fin.

Aunque sea con mucha impropiedad, podría alegarse que hay reflexión cuando un mamífero o un robot se miran en el espejo y reconocen como propia la imagen que ven allí. En cambio, no hay separación de elementos ni posible confusión de la autotransparencia con acciones físicas comparables. Cualquier analogía que probemos para ella será incompleta. Cabe, por ejemplo, pensar en un flujo laminar que se vuelve turbulento: en su seno aparece una cantidad innumerable de pequeños remolinos, como si cada una de sus partes espejeara y volviera sobre sí sin la ayuda de ningún elemento extraño. Sin embargo, la imagen se quiebra enseguida, puesto que lo primero que hacen las aguas que así discurren es volverse turbias y perder cualquier rasgo que tenga que ver con la transparencia.

Por otro lado, ¿transparente para quién? Cuando hablamos de la luz, siempre hay que contar con la dualidad entre el foco emisor y el observador. Esa dualidad se mantiene en los procesos de conciencia intencional, ya que siempre es posible distinguir entre la percepción del objeto y el efecto que dicha percepción tiene en el sujeto perceptor. Sin embargo, la autoconciencia exige una identidad estricta entre ver y verse. En este caso la dualidad objeto/sujeto es inmanente al proceso cognitivo. Los procedimientos de la ciencia natural colocan sin excepción al sujeto (de la observación, de la experimentación, de la teoría o de la operación técnica) más allá del escenario cognitivo, esto es, detrás de él. Eso explica su incapacidad para estudiar al sujeto en cuanto sujeto, verdadero punto ciego del saber científico, tal como expresó canónicamente Wittgenstein en el Tractatus: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”.[19] No obstante, ese mismo sujeto exorcizado por el naturalismo filosófico comparece como objeto (si bien sólo concomitante) en las vivencias autoconscientes, y además con la mayor evidencia registrada en todo el espectro gnoseológico. La conclusión inapelable es que está ahí, aunque no pertenezca a la competencia de la ciencia natural, esto es, a la dimensión nomológica de la realidad.

 

Los efectos de la autoconciencia

Ahora bien, ¿cuáles son las consecuencias inmediatas de la aparición y presencia de la autoconciencia como elemento de realidad que escapa a la competencia objetivadora de la ciencia natural? La pregunta tiene una respuesta categórica: en un primer momento, ninguna en absoluto. La intuición que tenemos de nosotros mismos es siempre derivada y paralela; nunca podemos colocarnos a nosotros mismos en el foco de la atención, siempre tenemos que mirarnos, por decirlo así, con el rabillo del ojo. Por eso mismo la conciencia nunca figura como protagonista de la acción, siempre permanece en un segundo plano, lo cual parece reducirla de entrada (¡aunque no para siempre!) a un estado de pasividad, de relativa impotencia. Digamos que su presencia es discreta, secundaria en el plano de los efectos, aunque al mismo tiempo aparezca desligada de los vínculos causales habituales y en ese sentido, sea autónoma. Este punto es decisivo, porque explica por qué razón su irrupción rompió la continuidad ontológica de la evolución biológica, pero no la fenoménica. Sencillamente: desde el punto de vista de la selección natural suponía una novedad a corto plazo superflua y gratuita, de manera que no resultó de cambios genéticos, anatómicos o comportamentales, ni tampoco los causó durante mucho tiempo. En cambio, las modificaciones que indujo o reforzó después fueron dramáticas: desarrollo de la corteza prefrontal, potenciación de los circuitos neurológicos relacionados con el lenguaje, surgimiento de la cultura, etc.

Todo esto concuerda con los resultados de la paleoantropología. Hay varias especies de homínidos que a partir de África se desarrollaron y colonizaron gradualmente primero el viejo y luego el nuevo mundo. Se plantea la pregunta de cuándo se produjo la hominización propiamente dicha, si es que tiene sentido plantear así la cuestión. Desde el punto de vista adoptado en este trabajo, sí que la tiene: la hominización es estrictamente idéntica a la adquisición de autoconciencia. No obstante, es difícilmente resoluble la cuestión de determinar la localización y momento preciso en que se produjo. Probablemente nunca se despejarán las dudas al respecto. Hay quien retrasa el acontecimiento hasta la aparición de homo sapiens sapiens y, por ejemplo, niega a los neandertales el privilegio del lenguaje humano (que sin duda es uno de los primeros efectos perceptibles que produjo la conciencia) por un motivo tan frívolo como su incapacidad anatómica para pronunciar algunas vocales.[20] Los autores más informados y sensatos remontan el acontecimiento hasta la época en que aparecen las primeras industrias líticas con el homo habilis e incluso más atrás. Cito como muestra un texto de Rafael Jordana:

El Modo Técnico 1 se encuentra luego disperso por África y Asia, tiene una antigüedad de 2,5 millones de años y se ha transmitido como cultura hasta hace 300 mil años. En mi opinión, quien lo hizo merece llamarse persona.[21]

Eso daría a aquellos adanes y evas[22] un aspecto bastante primitivo para los gustos en boga, pero, francamente, tal extremo es el que menos me preocupa.

 

Autoconciencia y biología

Tras todo lo dicho, voy a dar por establecida la compatibilidad entre la continuidad fenoménica y la discontinuidad óntica en las relaciones entre evolución y conciencia. La evolución biológica que condujo a la aparición del hombre se produjo con una continuidad no tan grande como la que necesita la ortodoxia neodarwiniana,[23] pero sí suficiente para persuadir a los paleontólogos. En su transcurso fueron apareciendo criaturas que mostraban cerebración creciente, así como una capacidad cada vez más rica para asimilar información y desarrollar conductas sofisticadas. Que ello se debiera a una teleología intrínseca al universo, como quiso Teilhard de Chardin, o a tanteos azarosos de las estructuras vivientes, como pretendió Stephen Gould,[24] resulta para mi propósito por completo irrelevante (ni siquiera estoy convencido de que ambas interpretaciones sean incompatibles). El caso es que finalmente surgió la autoconciencia dentro de la estirpe más avanzada en lo que se refiere a las prestaciones que acabo de enunciar. Dado lo inexplicable del fenómeno desde el punto de vista de la causalidad natural, podría haber surgido igual de bien, pongo por caso, en los percebes, pero en tal caso su presencia hubiera pasado desapercibida para cualquier observador externo por los siglos de los siglos. Y es que el orden de los cirrípidos, al que Darwin prestó particular atención, está demasiado atornillado a unos mecanismos conductuales rígidos y la comunicación que tiene con el exterior es demasiado pobre para permitir a la autoconciencia desplegar sus potencialidades. Es como en el cuento de la rana que en realidad era un príncipe encantado por una bruja: por mucho que sufriera por dentro, no podía hacer otra cosa que croar para manifestarlo. Por eso quizá fue algo más que una afortunada casualidad que la autoconciencia despertara en los seres que estaban más abiertos al mundo circundante y poseían una gama de respuestas instintivas particularmente rica y flexible. Lo cual no implica que fueran dóciles a su voz, ni que ésta sonara de entrada alta y clara. Todo lo contrario. Las relaciones entre la autoconciencia y su huésped han sido progresivamente difíciles. No desde el comienzo, por supuesto, ya que al iniciar su andadura no tenía prácticamente nada que decir.

Conviene enfatizar que, aun cuando hable de conciencia y organismo como si fuesen los polos de una dualidad, en absoluto sugiero ni defiendo un planteamiento dualista. Y no lo defiendo porque la noción de autoconciencia que propongo es radicalmente incompleta desde el punto de vista ontológico: es inconcebible que subsista separadamente. Está muy lejos de consistir en una sustancia encerrada dentro de otra. Sobre su estatuto categorial solo arriesgo decir que se trata de una propiedad no nomológica de un ente dotado —a su vez— de abundantes atributos perfectamente naturalizables.

Por consiguiente, los problemas que hayan surgido entre la autoconciencia y las dimensiones físicas o biológicas de quienes la poseen no dejan de ser conflictos internos, aunque por eso mismo tanto más desgarradores. Supuso una nueva faceta de un hospedador que no la necesitaba ni contaba con ella. Por eso, lo que significó para él fue sobre todo un cúmulo de dificultades y rémoras. En definitiva, un lujo que pudieron permitirse los homínidos del pleistoceno porque eran seres con gran éxito reproductivo que habían conseguido escapar un poco al estrecho cerco de la selección natural. Si se quiere, se trató para ellos de una inversión a largo plazo, porque aquella molesta instancia crítica que retardaba sus reacciones de animal sano y bien integrado, o problematizaba una fórmula vital que hasta entonces parecía discurrir sobre carriles, dio paso a una creatividad insospechada, un caudal de soluciones inéditas que darían a aquellos simios descentrados el dominio absoluto del planeta. Pero ni siquiera le firmaron un cheque en blanco cuando se hizo evidente su utilidad. Se diría que dentro de nuestros refugios y arsenales seguimos añorando la intemperie y la lucha a cuerpo limpio. La conciencia nos ha abierto las puertas de la cueva de Alí-Babá, pero con frecuencia seguimos considerándola un regalo envenenado. Las posibilidades de desarrollar esta idea son infinitas, pero lo que me interesa en este momento es conjeturar por qué se dio esa nostalgia de lo ancestral. Y una vez más encuentro que tiene mucho que ver con la continuidad fenoménica entre los meros animales que fuimos y los racionales que parcialmente somos.

 

Conclusión

Alma y cuerpo no constituyen una dualidad ontológica, pero el ser que los detenta sí que es de alguna manera dual. La adquisición de la conciencia no fue anunciada por un trueno ni un relámpago, pero produjo escisiones internas allí donde se insinuó. En lugar de ponerse a inventar máquinas voladoras, como Leonardos da Vinci de la edad de piedra, los primeros humanos sólo se apresuraron a adquirir la capacidad de dudar: ese fue probablemente el primer fruto de la conciencia, una conciencia seguramente ya despierta pero ignorante de sus propias fuerzas e incapaz de hacer frente por derecho a la bestia pletórica de instintos y recursos que la albergaba. Nuestros antepasados tardaron cientos de miles de años en aprender a partir los pedernales como es debido, seguramente porque tenían muchas cosas que hacer antes de perder el tiempo entrechocándolos. Creo que fue Thomas Edison quien propuso como fórmula de la invención un 5% de inspiración y un 95% de transpiración. En el alba de la especie, los ingredientes se mezclaban al revés: casi todo era transpiración gobernada por la biología y apenas quedaba un resquicio para la inspiración que a ratos perdidos incubaba la conciencia. Sólo cuando consiguió sorprender desprevenido a su anfitrión, inauguró la senda de la cultura y el progreso. Sin embargo, aun hoy en día la autoconciencia sigue siendo tan menesterosa que apenas da un solo paso sin endosar de inmediato lo que de él resulta a la parte de pura biología inconsciente que sigue operativa en el hombre. De un modo dolorosamente consciente aprendemos a conducir o a tocar un instrumento musical y con gozosa inconsciencia nos abandonamos distraídos a los placeres de la conducción y la música. Y es que la ración de saber de nosotros mismos que nos ha sido dada es muy parca: debemos administrarla con parsimonia y juicio. Somos como los habitantes de una casa que poseen para alumbrarse únicamente un débil y tembloroso candil, que en cada momento ilumina una parte mínima del edificio. Para no dilapidar sus virtualidades, la conciencia ha de evitar un estéril enfrentamiento con la dimensión nomológica del organismo, que en el reparto de lo humano se lleva casi todo el pastel. El éxito depende de aprender a colaborar con ella, porque seguirá siendo parte imprescindible de su sustancia, por mucho que quisieran lo contrario los angelismos de antaño, y por mucho que sigan pretendiéndolo los de ahora, es decir, los del transhumanismo.

 

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El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.

 



[1]    Juan Arana, La conciencia inexplicada. Ensayo sobre los límites de la comprensión naturalista de la mente (Madrid: Biblioteca Nueva, 2015); Arana, “¿Existe algo así como una explicación neuronal de la conciencia?”, en Neurofilosofía, eds. Concepción Diosdado, Francisco Rodríguez Valls y Juan Arana (Madrid: Plaza y Valdés, 2010), 203-215; Arana, “¿Y qué es una máquina? Consideraciones críticas sobre las teorías materialistas de la consciencia”, en Asalto a lo mental, eds. Francisco Rodríguez Valls, Concepción Diosdado y Juan Arana (Madrid: Biblioteca Nueva, 2011), 13-44; Arana, “Máquinas e inteligencia”, en Inteligencia y filosofía, ed. Manuel Oriol (Madrid: Marova, 2012), 275-298; Arana, “Máquinas pensantes. Tres ejemplos de tratamiento cinematográfico de un problema antropológico”, en Cerebro, mente, cuerpo, persona. Antropología cinematográfica, ed. Pedro J. Teruel (Barcelona: CEU, 2012), 85-99; Arana, “¿Se puede impunemente naturalizar la conciencia?”, Gaceta de Psiquiatría Universitaria 11, nº 3 (2015): 255-267; Arana, “Prolegómenos a una discusión sobre la naturalización del hombre”, en De simios, cyborgs y dioses, eds. Claudia Carbonell y Lourdes Flamarique (Madrid: Biblioteca Nueva, 2016), 13-27; Arana, “Una interpretación filosófica de la conciencia”, Cultura y Conciencia. Revista de Antropología 2 (2016): 1-25; Arana, “¿Constituye la conciencia el factor diferencial de lo humano?”, Naturaleza y Libertad. Revista de estudios interdisciplinares 10 (2018): 33-54.

 

[2]    Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 91, a. 2, ad 2, ed. Francisco Barbado (Madrid: BAC, 1959), 542.

 

[3]    Gerald M. Edelman y Giulio Tononi, El universo de la conciencia. Cómo la materia se convierte en imaginación (Barcelona: Crítica, 2002), 242.

 

[4]    Edelman y Tononi, El universo de la conciencia, 68.

 

[5]    Edelman y Tononi, El universo de la conciencia, 176-177.

 

[6]    Christof Koch y Susan Greenfield, “¿Cómo surge la conciencia? Dos esclarecidos neurocientíficos contrastan sus teorías sobre la actividad cerebral que subyace bajo la experiencia subjetiva”, Investigación y Ciencia (diciembre 2007): 57.

 

[7]    Incluso los neurocientíficos que defienden posiciones prohumanistas sucumben al atractivo de esta presunta “solución”: “Para ser más precisos, la conciencia es la experiencia subjetiva de un estado de actividad acentuada del cerebro, sobre todo la corteza o parte de la misma. Es esta circunstancia la que suscita el conocimiento subjetivo de nosotros mismos y de las funciones cognitivas y emocionales ejecutadas por el cerebro. La experiencia consciente es por definición un fenómeno, o más exactamente un epifenómeno, en el sentido de que simplemente acompaña al estado y las funciones del cerebro. En cualquier caso, sí existe, pero carece de características operantes o incluso de definición operativa, excepto por omisión —esto es, en el sueño”. Joaquín M. Fuster, Cerebro y libertad. Los cimientos cerebrales de nuestra capacidad para elegir (Barcelona: Ariel, 2014), 44.

 

[8]    “Añado que la naturaleza no pudo permitirse el lujo de repetir en lenguaje de conciencia lo que la corteza cerebral ya ha expresado en términos de movimientos atómico o molecular. Todo órgano superfluo se atrofia, toda función inútil se desvanece. Una conciencia que sólo fuese un ‘duplicátum’, y que no actuase, hace mucho tiempo habría desaparecido del Universo, suponiendo que hubiera surgido alguna vez. ¿No vemos que nuestras acciones se vuelven inconscientes en la medida en que el hábito las hace maquinales?”. Henri Bergson, La energía espiritual (Madrid: Espasa, 1982 [1919]), 81.

 

[9]    “De acuerdo con esta imagen, la conciencia no la logra una sola área. No tendría sentido tratar de localizar la conciencia en una única área del cerebro, o calcular la intersección de todas las imágenes que existen en la literatura sobre la conciencia a fin de encontrar el área de la conciencia. La conciencia es un estado que implica la sincronización de larga distancia entre muchas regiones”. Stanislas Dehaene, “Signos de la conciencia”, en Mente, ed. John Brockman (Barcelona: Crítica, 2012), 240.

 

[10]   Que se nos escapen dichos detalles no es algo meramente circunstancial. Dado que rozan (si no sobrepasan) el nivel de las indeterminaciones cuánticas, así como el rango de la sensibilidad a las condiciones iniciales de procesos intrínsecamente complejos, cabría perfectamente postular que tales “detalles finos” son en sí mismos irresolubles.

 

[11]   Véase Roger Penrose, La nueva mente del emperador (Madrid: Mondadori, 1991), 54.

 

[12]   Véase Roger Penrose, Las sombras de la mente. Hacia una comprensión científica de la consciencia (Barcelona: Crítica, 1996).

 

[13]   Por mucho y muy agresivamente que se haya intentado. Véase, por ejemplo, Ray Kurzweil, La singularidad está cerca. Cuando los humanos transcendamos la biología (Berlin: Lola Books, 2012), 520-524; Steven Pinker, Cómo funciona la mente (Barcelona: Destino, 1997), 135-136.

 

[14]   Paul M. Churchland, Materia y conciencia (Barcelona: Gedisa, 1999), 247.

 

[15]   Véase Pierre Teilhard de Chardin, El fenómeno humano (Madrid: Taurus, 1967), 366-368. Igualmente errónea me parece la idea de hablar de una “energía psíquica” que se añadiría a la “física”, con la salvedad de que la primera sería “radial” y la segunda “tangencial” (Teilhard de Chardin, El fenómeno humano, 79-84). La ortogonalidad de dos tipos de energía no garantiza en absoluto su independencia y más bien sirve para alentar las esperanzas de completar la ‘naturalización’ de la que se quiere hurtar al abrazo de la física convencional. También la componente magnética del campo electromagnético es perpendicular a la eléctrica, lo cual no impidió a Maxwell totalizar ambas subordinándolas a sus cuatro ecuaciones. De manera análoga, basta con elevar al cuadrado la parte ‘imaginaria’ de un número complejo para convertirla en ‘real’.

 

[16]   Véase William James, La voluntad de creer (Barcelona: Marbot, 2009), 337-363.

 

[17]   Véase Bergson, La energía espiritual, 61-90.

 

[18]   Véase Antonio Diéguez, Pensamiento conceptual en animales, en Naturaleza animal y humana, eds. Antonio Diéguez y José María Atencia (Madrid: Biblioteca Nueva, 2014), 83-114.

 

[19]   Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 5.632 (Madrid: Alianza, 1973), 165.

 

[20]   Concretamente, la a, la i y la u. Véase Juan Luis Ursuaga y Ignacio Martínez Mendizábal, “El origen de la mente”, Investigación y Ciencia (noviembre 2001): 4-12.

 

[21]   Rafael Jordana Butticaz, La ciencia en el horizonte de una razón ampliada. La evolución y el hombre a la luz de las ciencias biológicas y metabiológicas (Madrid: Unión Editorial, 2016), 143. Hay una discusión detallada del asunto en: Francisco Rodríguez Valls, Orígenes del hombre. La singularidad de lo humano (Madrid: Biblioteca Nueva, 2017).

 

[22]   La disyuntiva entre el mono- y poligenismo es teológicamente una cuestión abierta, al menos de acuerdo con el criterio magisterial de la Iglesia Católica. Véase Antonio Sayés, Teología de la Creación (Madrid: Palabra, 2002), 451-483.

 

[23]   La simbiogénesis de Lynn Margulis está suficientemente reconocida por la comunidad científica y constituye un ejemplo claro de discontinuidad dentro del campo estrictamente biológico. Véase Dorion Sagan ed., Lynn Margulis. Vida y legado de una científica rebelde (Barcelona: Tusquets, 2014).

 

[24]   Stephen Jay Gould, “No hay sentido de la evolución”, Mundo científico 184 (noviembre 1997): 976-979.