doi: https://doi.org/10.25185/6.4

Estudios

 

«Quiero despertarlos»: el gabinete del doctor Artaud

«I want to wake them up»: the cabinet of doctor Artaud

«Quero acordarmos»: o armário do Dr. Artaud

 

Francisco González Fernández1

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-1391-6646

1 Universidad de Oviedo

mailto:frangon@uniovi.es

 

Resumen:

La vida de Artaud fue un periplo por las instituciones mentales que dejó profundas huellas en su concepción artística. Desde que entró en contacto con el cuerpo médico y se relacionó con sus psiquiatras se apropió del lenguaje y de las técnicas de estos, llegando a atribuir al poeta la función de terapeuta de una sociedad enferma y decadente a la que solo un arte que recurriera a una crueldad funcional podría curar. Operación quirúrgica, peste y descargas eléctricas son algunas de las metáforas a las que recurrirá para ilustrar la manera de despertar a un público que parecía haber sido hipnotizado por el diabólico doctor Caligari o por su avatar, Adolf Hitler. La figura del Fürher, a quien Artaud siempre afirmó haber conocido personalmente, constituyó para él una especie de doble siniestro que parecía haber desvirtuado sus propias ideas sobre el Teatro de la Crueldad. Frente a unos espectáculos hipnóticos que predisponían a las masas a aceptar una política higienista, racial y eugenésica de una crueldad desconocida, Artaud buscó en la medicina los medios para sanar a una colectividad que había perdido el sentido de la vida y cuyos individuos vagaban por el mundo como si fueran sonámbulos.

Palabras claves: Artaud, teatro de la crueldad; cine; Hitler; psiquiatría, electricidad.

 

Abstract:

Artaud’s life was a constant journey through mental health institutions that left a profound impact on his artistic sensibility. Since he got in touch with the medical establishment and with his own psychiatrists, he appropriated their language and techniques, to the point of conferring the poet with the role of therapist for an ill and decadent society that could only be cured and healed by a functionally cruel art. Surgical procedures, plague and electroshock are some of the metaphors he utilized to illustrate the way to wake the audience up from the mesmerizing slumber caused by diabolical doctor Calgary or his avatar, Adolf Hitler. The fürher figure, who Artaud always said to have met in person, was for him a sinister double of sorts that seemed to have distorted his own ideas about the Theatre of Cruelty. In the face hypnotic spectacles that persuaded audiences to accept a hygienist, racial and eugenic politics of a cruelty not known before, Artaud looked into Medicine to provide the tools to heal a collectivity that had lost its sense of life and whose individuals sleepwalked around the world.  

Key words: Artaud; theatre of cruelty; film; Hitler; psychiatry; electricity.

 

Resumo:

A vida de Artaud foi uma viajem por instituições mentais que deixaram traços profundos em sua concepção artística. Desde que entrou em contato com o corpo médico e se relacionou com seus psiquiatras, ele se apropriou de sua linguagem e técnicas, atribuindo ao poeta o papel de terapeuta de uma sociedade doente e decadente, na qual apenas uma arte que segure a crueldade funcional pode curar. Operação cirúrgica, peste e choques elétricos são algumas das metáforas que ele usará para ilustrar como acordar uma audiência que parecia ter sido hipnotizada pelo diabólico Dr. Caligari ou seu avatar, Adolf Hitler. A figura do Fürher, que Artaud sempre alegou ter conhecido pessoalmente, constituía para ele uma espécie de duplo sinistro que parecia ter distorcido suas próprias idéias sobre o Teatro da Crueldade. Diante de espetáculos hipnóticos que predispunham as massas a aceitar uma política higienista, racial e eugênica de uma crueldade desconhecida, Artaud procuro na medicina os meios para curar uma comunidade que havia perdido o sentido da vida e cujos indivíduos vagavam pelo mundo como se fossem sonâmbulos.

Palavras-chave: Artaud, teatro da crueldade, cinema, Hitler, psiquiatria, eletricidade.

 

Recibido: 28/03/2019 - Aceptado: 26/06/2019

 

 

Un descenso en picado en la carne impide llamar a la crueldad a casa, la crueldad o la libertad.

El teatro es el patíbulo, el cadalso, las trincheras, el horno crematorio o el asilo de enfermos mentales.

La crueldad: los cuerpos masacrados[1].

                                                  

 

0. Introito

Mediados de mayo de 1932, al final de una tarde lluviosa, en el Romanischès Café de Berlín. Un interior inmenso, espantosamente neo-romántico, crudamente iluminado. El espacio está dividido en dos salones por sólidas columnas babilónicas. Del elevado techo cuelgan poderosas lámparas modernistas. La decoración algo kitsch contrasta con el ambiente bohemio que se respira en el local. Voces y ruido de jarras de cerveza. Cuando se abre el telón, un hombre solitario de unos treinta y cinco años está sentado en una de las numerosas mesas de mármol. Está absorto escribiendo febrilmente en una pequeña libreta. Entra un individuo repeinado, de algo más de cuarenta años: medio flequillo sobre la frente, bigote angosto y cuadrado, del tipo cepillo; viste una larga gabardina que le hace aun más bajo. Busca un sitio donde sentarse y de repente, al ver frente a él al escritor, se detiene en seco. Después de observarle un rato fijamente se acerca con resolución a su mesa.

 

el hombre del bigotillo: Buenas tardes, caballero. Disculpe que me dirija a usted sin haber sido presentados, pero creo haberle reconocido. ¿No es usted por ventura el renombrado actor francés Antonin Artaud?

el hombre de la mesa (levantando despacio la vista del cuaderno): Así es.

el hombre del bigotillo: ¡Cuánto honor! Tuve el gusto de verle hace unos años interpretar al revolucionario Marat en el cine, en el soberbio Napoléon de Abel Gance. Tengo que decirle que la expresividad de su interpretación supuso para mí una auténtica conmoción, incluso me sirvió de ejemplo.

artaud: Nada podría usted decirme que me agradara más, señor. ¿Se dedica también a las artes dramáticas?

el hombre del bigotillo: En cierto sentido, podría decirse que sí.

artaud: Pero siéntese, por favor. Disculpe mis modales… ¿A quién tengo el gusto…? Su cara no me es tampoco desconocida. Un momento… ¿No es usted…?

el hombre del bigotillo (Sentándose frente a Artaud): Sí, mi nombre es Hitler. Adolf Hitler.

 

No sigamos. Sería un error por mi parte prolongar esta escena ficticia, teniendo en cuenta que Artaud (1896-1948) repudiaba el teatro verbal, el arte dramático que otorga al lenguaje el predominio sobre las demás expresiones escénicas, y contar su hipotético encuentro con Adolf Hitler como si lo hicieran Yasmina Reza o más aun Jean-Claude Brisville se me antoja un acto de traición a su concepción del Teatro de la Crueldad. No por ello resulta menos cautivador el encuentro entre el líder del partido nazi y el actor francés, y estoy convencido —dada la costumbre que este último tenía de buscar confidentes en su entorno, como ya lo hiciera en su formidable correspondencia con Jacques Rivière o con sus sucesivos psiquiatras— de que habría sido de gran interés poder escuchar desde la mesa de al lado lo que Antonin Artaud y Adolf Hitler se habrían dicho, o lo que se dijeron. Porque, aunque esta conversación pudiera parecer poco probable e incluso inverosímil, dista mucho de haber sido imposible.

 

1.  Artaud y Hitler, frente a frente

Antonin Artaud no sólo sostuvo a lo largo de su vida que se había entrevistado en cierta ocasión con Hitler, también acabó considerándole como un impostor que se había adueñado de su Teatro de la Crueldad. Se podría, a la luz de su historial psiquiátrico, desestimar este recuerdo sin más miramientos, atribuyéndolo a uno de los muchos delirios de que fue víctima a lo largo de su vida, pero al asumirlo y examinarlo como si fuera real surge por contraposición la singular naturaleza médica de su teatro. Frente a un espectáculo de masas en el que el individuo quedaba fascinado y subyugado por las palabras y los gestos del líder, predispuesto así a aceptar los actos más abominables en nombre de una política higienista, racista y eugenésica acorde con toda una ingeniería social, Artaud había concebido la crueldad como un medio terapéutico que debía actuar sobre el cuerpo y la mente de la colectividad para que cada individuo pudiera despertar a la vida auténtica. El teatro, el cine, la poesía, cada una de estas expresiones artísticas, eran para Artaud unos instrumentos con los que operar sobre el cuerpo social occidental que llevaba tanto tiempo espiritualmente enfermo. En contraste con este arte sanador y regenerador, con este teatro crudo y doloroso como una intervención quirúrgica, que aspiraba a galvanizar a las momias que caminaban por cada ciudad creyendo estar vivas, los espectáculos trascendentes nazis ocultaron bajo una alfombra kitsch la formidable crueldad profiláctica ejercida en los campos de concentración y de exterminio. Y al responsable de semejantes ceremonias, a este siniestro usurpador, Artaud aseguraba haberlo conocido en la capital germana.

Entre 1930 y 1932, Artaud estuvo al menos en tres ocasiones en Berlín para actuar en sendas películas a las órdenes de los directores L’Herbier, Pabst y Poligny. Cada día, al terminar el rodaje, le gustaba pulsar la vida cultural berlinesa frecuentando, al igual que hacía habitualmente en el barrio parisino de Montparnasse, los cafés y cervecerías de la ciudad. Durante estas estancias se relacionó con numerosos actores, directores y dramaturgos, descubriendo así el teatro vanguardista de Piscator, Meyerold, Apia y Reinhardt. Existen testimonios fehacientes de que Hitler, que había comenzado su aventura política como agitador político de cervecerías, se dejaba ver de vez en cuando por el Romanischès Café, donde se sabe que también había estado Antonin Artaud. El encuentro entre el futuro canciller alemán y el actor francés no deja por lo tanto de ser plausible, y más teniendo en cuenta que el propio Artaud siempre sostuvo que se había visto con el líder nazi en este establecimiento.

Son varios los testimonios escritos que nos ha dejado de este encuentro el dramaturgo. Así, en plena guerra, el 3 de diciembre de 1943, Artaud le dedicó de su puño y letra al dictador alemán un ejemplar de las Nuevas Revelaciones del Ser, volumen que quería hacerle llegar a través de los médicos del sanatorio mental de Rodez donde le estaban administrando un interminable tratamiento por electrochoques: «A Adolf HITLER en recuerdo del Romanischès café en Berlín una tarde de mayo de 1932 y porque ruego a DIOS que le otorgue la gracia de recordar todas las maravillas con las que ese día ÉL os GRATIFICÓ (RESUCITÓ) EL CORAZÓN»[2]. Ya en 1939, al inicio de la Segunda Guerra Mundial, le había dirigido a Hitler uno de sus famosos sortilegios —escritos de intención performativa, agujereados con lápiz y quemados con un cigarrillo, cuyo objeto era alcanzar al destinatario en todo su ser— en el que había aludido a su antigua entrevista:

 

Sortilegio a Hitler

Ville-Evrard

HITLER

Canciller del Reich

Alemania

Estimado Señor,

Le había enseñado en 1932 en el café de l’Ider en Berlín, una de esas noches en que nos conocimos y poco antes de que tomase usted el poder, las barreras (que yo había) establecido en un mapa que no era sólo un mapa geográfico, frente a una acción de fuerza dirigida en cierto número de sentidos que usted me designaba. —

¡Levanto hoy, Hitler, las barreras que había colocado!

Los Parisinos necesitan gas.

Suyo soy.

Antonin Artaud

 

P.D.           Por supuesto, estimado Señor, esto es apenas una invitación: es sobre todo una advertencia.

Si le place, como a cualquier Iniciado, no tener esto en cuenta, mejor para usted. Yo me protejo.

¡Protéjase!

La purulencia de los iniciados franceses ha alcanzado el paroxismo del espasmo, pero esto ya lo sabe usted[3].

 

 

Sostiene Jacob Rogozinski, que no es casual que Artaud le dedicara a Hitler sus Nuevas Revelaciones del Ser después de haberle enviado este sortilegio, pues «podría incluso decirse que toda la serie de los sortilegios y de los escritos de la locura le estaba destinada, como si el Fürher fuese a la vez su objetivo y su testigo, su co-firmante»[4]. El Hitler al que Artaud da forma en su imaginación es una especie de artista nigromante, y el hechizo anterior viene en este sentido a prolongar el prefacio que había escrito en 1931 para su traducción de El monje de Matthew Lewis, donde confesaba hallarse en manos de charlatanes, brujos, magos y echadores de cartas cuya visión de la realidad carecía de límites racionales, y donde destacaba las «barreras morales y físicas» que este novelista inglés había levantado en sus páginas frente al movimiento natural del amor. Según Artaud, en alguna escena Lewis se había despojado incluso de su aparente romanticismo confiriéndole a su obra «el aspecto de un sondeo en todos los bajos fondos del azar y de la suerte, revestido del más centelleante aspecto metafísico»[5]. Ropaje éste, como tendremos ocasión de ver, con el que Artaud volvería años más tarde a adornar a Adolf Hitler.

Pero en ningún sitio expone con más detalle su curioso encuentro con Hitler como en la carta que le escribió a Pierre Bousquet desde Rodez el 16 de mayo de 1946. Al final de esta misiva, después de manifestar su empatía con la deportación que Bousquet había sufrido, después de comparar la reclusión en campos de concentración nazis con el destino que les habían reservado asimismo a individuos como él en sanatorios psiquiátricos donde se realizaba la operación de secuestrar al individuo de su propio cuerpo, el escritor terminaba así narrando a su amigo su entrevista con el Führer:

Hitler practicaba esta operación [del maleficio] a lo grande. — A decir verdad, él mismo no se llamaba Hitler, porque Hitler no es un nombre que en yugoslavo, en moldo-valaco, en checo, pueda ponerse en el plano de hip-hip hurra, aleluya, hosanna, de profundis, en una palabra, una especie de exclamación que pueda ponerse en ese plano cuando el apellido no se pone.

Me olvidé de su apellido, pero me encontré con él en Berlín en 1932 en un café al que le habría gustado ser el Dôme en Montparnasse pero que no lo lograba, y que se llamaba el Romanischès café. — Café de los Romaníes. — Porque el susodicho Hitler se había hecho pasar por un susodicho gitano.

Yo trabajaba en una película sin importancia llamada Tiro al alba. Había trabajado en otra a lo largo del año anterior cuyo recuerdo me agrada más y que se llamaba la Ópera de los cuatro centavos y en la que había recibido la visita de un policía que me asustó y que luego resultó ser un amigo y me hizo escupir sobre el hitlerismo. Pero el auténtico Hitler del Romanischès Café dijo en cambio que quería imponer el Hit-lerismo como se impondría el hip-hip-hurraismo, y como se ha querido crear un día Eurasia (Europa Asia). Todo el repertorio, etc. Le dije que estaba tocado del ala por tener ideas como ésta. Y que por lo demás, le conocía desde hacía tiempo como un susodicho iniciado, es decir como un megalómano hechizador, y uno de los tipos más completos de la raza de los que tienen la intención de dirigir a los pueblos no por actos, sino únicamente por ideas, quiero decir por movimientos como magnéticos de ideación, quiero decir ondas psíquicas, etc… De ello resultó una pelea en el curso de la cual el susodicho Hitler llamó a la policía para detenerme. Y la policía vino en efecto y en la pelea tomó mi defensa contra este repugnante moldo-valaco que después tomó el mando de Alemania bajo el supuesto nombre de Hitler. Porque este Hitler, el Hitler de la Historia, era en realidad un moldo-valaco, es decir el hijo de una raza de antiguos ahorcados por sus tenebrosos manejos sobre la respiración de los antiguos muertos.[6]

Hitler, al igual que Napoleón y otras figuras megalómanas, es a menudo el protagonista de los delirios de sujetos psicóticos, y a la luz del sortilegio que Artaud pretendía enviarle y de este relato disparatado —en el que puede apreciarse la huella, tal vez involuntaria, de los hermanos Marx, cuyo «surrealismo» tanto le gustaba al escritor—, no es de extrañar que el doctor Ferdière, quien trataba por entonces al dramaturgo, pensara que todo era producto de la imaginación de Artaud, una simple fabulación fruto de sus problemas psiquiátricos. Aunque la escena parece haber sido sometida a una especie de torsión mental, obra probablemente del delirio, hay sin embargo en la insistencia y precisión del encuentro en un café berlinés un rastro de autenticidad, como si a pesar de haber sucedido de manera totalmente distinta, Hitler y Artaud hubieran coincidido de algún modo en el mismo lugar. No es de todas formas la verdad histórica de este encuentro, de la que probablemente nunca se podrá estar seguro, lo que me interesa aquí resaltar, sino su valor simbólico. De hecho, a través del Hitler al que Artaud retrata dirigiendo a las masas con movimientos magnéticos de ideación, con ondas psíquicas, llegando incluso a atribuirle la capacidad de devolver la respiración a los difuntos, es probable que estuviera expresando veladamente su propia frustración por no haber logrado crear con éxito un teatro que galvanizara a un público que de tan amodorrado parecía estar muerto.

El 12 de julio de 1946, cuando la aterradora realidad de los campos de exterminio ya había salido a la luz, Artaud publica en la revista La Rue un breve texto titulado «El Teatro de la Crueldad y la Anatomía», que es en realidad una especie de manifiesto poético cargado de violencia verbal, donde acusa a todos aquellos que, no contentos con ignorar el teatro que él reivindicaba antes de la guerra y cuyo éxito habría podido en su opinión evitar tantos horrores, habían hecho que le encerraran en un sanatorio mental por sus ideas revolucionarias. Cada frase de este poema extraordinario —en el que convergen de algún modo el periplo vital y la aventura artística de Artaud, en el que destila la esencia misma de sus ideas dramáticas— rezuma una cruel amargura, la pesadumbre de ver cómo, mientras fracasaba su salvífico teatro, otro «dramaturgo» se había apropiado de él y lo había sacado fuera de los escenarios extendiéndolo al mundo entero. Y es que para el poeta marsellés el teatro nunca había servido para describir al hombre, sino «para constituirnos un ser de hombre que pudiera permitirnos avanzar por el camino, vivir sin supurar y sin apestar»[7]. Pero el teatro moderno se había convertido en una marioneta desgarbada, y a estas alturas ya no era para Artaud más que un viejo fulminato cuyo poder de detonación había quedado reducido a simples explosiones de alegría o llanto que se transmitían desde el escenario hasta el público. Constatar esta triste y dramática realidad resucita en Artaud toda su rebeldía y trae una vez más a la palestra, a modo de invocación, al propio Hitler:

Y es entonces cuando regresa mi delirio, mi delirio de reivindicador nato.

Porque desde 1918, ¿quién —y no era en el teatro— sondeó en “todos los bajos fondos del azar y de la suerte”, sino Hitler, el impuro moldo-valaco de la raza de los simios innatos?

¿Quién se mostró sobre el escenario con un vientre de tomates rojos, frotado con inmundicias como con un detergente de ajo?[8] ¿Quién mediante incisiones de aserraderos rotatorios perforó en la anatomía humana porque se le había dejado el sitio libre en todos los escenarios de un teatro nacido muerto?

¿Quién al declarar utópico el teatro de la crueldad fue a hacerse serrar las vértebras en las puestas en escena de las alambradas?[9]

El presente pasaje, especialmente en el original francés, es una perfecta muestra de la dificultad que entraña la escritura de Artaud. No es posible, en efecto, entender su discurso sin estar provisto de una suerte de escalpelo con el que abrir la superficie del lenguaje, su forma misma, para intentar llegar, bajo esta epidermis y a través de las capas más profundas, hasta sus entrañas. Hay que prestar atención, afinar el oído, si se quiere apreciar la melodía que emana del poético entrechocar de las palabras y que contrasta con el ruido chirriante y mecánico surgido del teatro de operaciones en el que Hitler convirtió todo el planeta. Porque, según lo que puede leerse en estas líneas, este simio (singe) innato, este gran imitador, no hizo más que suplantar al propio Artaud y pervertir su teatro transformando el mundo entero en un escenario (scène) que producía el sonido y el efecto de una sierra (scie), un inmenso aserradero (scierie) en el que se practicaban hondas y crueles incisiones en la anatomía humana, en el tronco mismo del individuo para alcanzar la médula de su ser, para terminar, después de haberle inmovilizado al otro lado de una cerca de alambre de espinos, por convertirlo en un vegetal.

La ingeniería social que preconizaban y practicaban los dirigentes nazis encontró en la jardinería y en la medicina sus principales arquetipos, y para librarse de los piojos y de las malas hierbas que, según ellos, eran millones de seres humanos había que recurrir a fuertes medidas profilácticas, higienistas y eugenésicas si se quería construir un mundo impoluto, puro y limpio. En un escenario espectacular, Hitler, ese siniestro discípulo del Ubú de Alfred Jarry, no podía sino mostrarse ensangrentado («vientre de tomates rojos»), frotando su cuerpo como con un detergente (persil) de ajo, hecho con basura, con desperdicios, con desechos, casi tan inmundo como el jabón que sus secuaces, según se decía, elaboraban con grasa humana, con los restos de los cadáveres una vez llevada a cabo la limpieza étnica. Al olor a jabón de Marsella que se desprendía del Teatro de la Crueldad –tachado de utópico y en consecuencia desprestigiado y arrinconado como una extravagancia, a pesar de no haber dejado nunca Artaud de reivindicar su eficacia como medio de curación de los males del hombre– se había impuesto el aroma nauseabundo de un detergente industrial que con su presunta inmaculada blancura trataba de limpiar las huellas de su auténtica crueldad.

Después de tantos manifiestos escritos en los años treinta que parecían haber caído en oídos sordos, «El Teatro de la Crueldad y la Anatomía» aparece al término de la Segunda Guerra Mundial como un aviso para el futuro inmediato, todavía vigente hoy en día: «Para cuándo ahora la nueva guerra sórdida por dos monedas de papel de zurullos»[10]. Es también un acta forense, una constatación del fracaso de un teatro en el que Artaud había depositado todas sus esperanzas de regeneración espiritual del ser humano; un teatro mítico y solar, originario, en el que el hombre pudiera reencontrar su lugar en el Universo. En mayo de 1933, es decir, tan sólo unos meses después de que Hitler se convirtiera en Canciller del Reich, Artaud concluía uno de los capítulos de El teatro y su doble, dedicado al teatro y la crueldad, con esta advertencia premonitoria: «Se trata ahora de saber si, en París, antes de los cataclismos anunciados, se podrán encontrar suficientes medios de realización, financieros y otros, para permitir que semejante teatro viva, y éste resistirá de todos modos, porque es el futuro. O si hará falta un poco de sangre verdadera, enseguida, para manifestar esta crueldad»[11]. El Teatro de la Crueldad como antídoto contra el horror verdadero que estaba a punto de convertir al planeta entero en un inmenso cadalso.

Como buen echador de cartas que era, Artaud acertó en ambos sentidos en sus dramáticas predicciones: si a corto plazo su teatro fue un auténtico fiasco, por falta de medios económicos y de público, al final resultó ser el futuro al convertirse desde los años cincuenta El teatro y su doble en la biblia de las vanguardias dramáticas, determinando el devenir del teatro, influyendo en Jerzy Grotowski, Peter Brook, Peter Weiss, Tadeusz Cantor, el Living Theatre o La fura dels Baus, y de forma indirecta en las artes escénicas en general; también acertó al vaticinar el cataclismo que estaba a punto de abatirse sobre el mundo entero, incluso puede decirse que se quedó corto, pues fueron verdaderos ríos de sangre los que desembocaron en un océano furioso azotado por una maldad de una naturaleza desconocida hasta entonces: racional, sistemática, eficaz, en una palabra, moderna, tal como evidenció Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto[12]. Para Artaud, existía en el teatro una mínima posibilidad de hacer frente a esta marea de crueldad, pero el teatro de su tiempo, el clásico, el psicológico, el vodevil, había «nacido muerto», repetía fórmulas agotadas hasta la saciedad; hablaba, en el mejor de los casos, de un mundo cuyos mitos y personajes ya no significaban nada para el público de la época —sostenía entonces Artaud que si «la muchedumbre actual no entiende ya Edipo Rey, me atrevería a decir que la culpa es de Edipo Rey y no de la muchedumbre»[13] — o bien, en el peor de los casos, resultaba tan insustancial como la cáscara vacía de una nuez.

 

2.  Por un nuevo teatro anatómico

Para Antonin Artaud el teatro no era en absoluto un lugar de esparcimiento y diversión, sino una suerte de templo en el que se oficiaba una ceremonia experimental de la que el público había de salir regenerado y curado en su espiritualidad. La exactitud casi matemática que imponía en sus representaciones era propia tanto de un holocausto como de un experimento científico, sabedor de que en realidad no existe solución de continuidad entre el acto sacrificial y la experimentación, de que, como acertó a explicar Roberto Calasso en La ruina de Kasch, «el experimento es un sacrificio del cual ha sido eliminada la culpa»[14]. Deseoso de devolver al teatro sus orígenes sagrados sin renunciar a crear un espectáculo renovador, Artaud preconizaba un Teatro de la Crueldad –término al que daba el sentido de exactitud y crudeza, no de sadismo sanguinolento– organizado con el rigor de un ritual y que a la vez descansaba sobre metáforas médicas y quirúrgicas. Hasta el final de su vida defendió la necesidad de transformar en cuerpo y alma al ser humano como en un quirófano. Así, en Para acabar con el juicio de Dios, la emisión que creó para la radio en 1947 pero que fue finalmente censurada, aspiraba todavía a cambiar al hombre:

-Haciéndolo pasar una vez más, pero la última sobre la mesa de autopsia para rehacerle su anatomía.

Digo bien, para rehacerle su anatomía.

El hombre está enfermo porque está mal construido.

Hay que decidirse a desnudarlo para rascarle

ese animalito que le pica mortalmente,

dios,

y con dios,

sus órganos.

 

Porque atadme si queréis,

pero no hay nada más inútil que un órgano.

Cuando le hayáis hecho un cuerpo sin órganos,

entonces lo habréis librado de todos sus automatismos

y devuelto a su auténtica libertad.

                       

Entonces le volveréis a enseñar a bailar al revés

como en el delirio del vals de las verbenas

y este revés será su auténtico derecho.[15]

 

 No hay para Artaud posibilidad de regeneración si no se pasa antes por la mesa de operaciones o de autopsia, no se puede acabar con Dios y con todas las instituciones que causan el mal sin intervenir escalpelo en mano. Por ello, pero también por el desasosiego y pavor que Artaud pretendía provocar recurriendo a los medios y gestos escénicos más eficaces, no sería desatinado vincular hasta cierto punto su teatro con los espectáculos que llenaron los anfiteatros de los siglos xvi y xvii.

Como es sabido, en los antiguos teatros anatómicos se llevaban a cabo disecciones de cadáveres de criminales ajusticiados que resultarían hoy intolerables, pues estos espectáculos truculentos estaban abiertos a un público variado que esperaba divertirse saciando su curiosidad a cambio del importe de la entrada.[16] Esta ceremonia de disección estaba organizada, según David Le Breton[17], en tres momentos fuertes: la ejecución pública del condenado, la lección de anatomía realizada sobre su cadáver durante los días sucesivos y finalmente un banquete que reunía al cuerpo médico y a los notables de la ciudad, para cerrar las festividades. Porque la disección era, en efecto, un auténtico espectáculo, tan morboso como mundano: para responder a la fascinación que suscitaba, las autoridades hicieron construir salas específicas, anfiteatros en cuyas gradas cada cual se colocaba en función de su rango social para tener la mejor visión posible sobre el cadáver situado en el centro de la sala. Este carácter frívolo y teatral del espectáculo anatómico queda perfectamente reflejado en una de las más famosas comedias de Molière, El enfermo imaginario, cuando Thomas Diafoirus invita a su amada Angélique a acudir a la disección de una mujer, a lo que la criada de aquella responde que «la diversión será agradable. Los hay que ofrecen una comedia a sus amantes: pero ofrecer una disección es algo mucho más galante»[18].

Un espectáculo mundano, así pues, pero de gran relevancia histórica porque con él se había abierto una nueva era de la ciencia, simbolizada por la publicación de la Fabrica de Vesalio, pasando además a ocupar el hombre un nuevo lugar en el Universo: al ser un cuerpo diseccionado —acto que exigía la convicción de que el hombre como tal estaba ya ausente de esa corteza vacía—, el ser humano dejaba de estar unido al mundo, de ser un microcosmos que reflejaba el macrocosmos, dejaba de ser sagrado. Esta visión experimental del cuerpo siguió su curso con el desarrollo creciente de la ciencia, llegando incluso a alcanzar siglos más tarde un grado aberrante con el nazismo; en su delirante ideología, los médicos nacionalsocialistas no dudaron en ningún momento en experimentar con hombres, mujeres y niños vivos, al estar convencidos de que éstos, por su condición racial, no pertenecían a la humanidad más que unas ratas o unos piojos: el ser humano —determinada clase de ser humano— no era ya para ellos más que materia, un envoltorio vacío y prescindible una vez concluido el experimento. Se podía con toda legitimidad, sin cargos de conciencia, perforar su anatomía «mediante incisiones de aserraderos rotatorios», mecánicamente, como si se laminara el tronco de un abeto.

Para Artaud, por el contrario, el hombre era un todo, un microcosmos que reproducía a pequeña escala el macrocosmos en el que vivía, tal como revelaban los mitos, las doctrinas esotéricas y las culturas arcaicas y exóticas que tanto le fascinaban. El problema crucial de la modernidad, según él, era que el hombre estaba desconectado de su cuerpo, como si le hubieran serrado la médula espiritual y no respondiera ya a ningún estímulo: exiliado de sí mismo, lo estaba también del mundo en el que vagaba sin habitarlo. Por ello, el teatro era para Artaud una sala de operaciones donde había que reparar a los muertos vivientes, un teatro anatómico liberador, sin alambradas, en el que el cadáver no era despellejado, analizado, atomizado para ser desechado una vez concluido el espectáculo de la ciencia, sino exaltado, reactivado, resucitado. Artaud pretendía que el escenario fuera un crisol en cuyo interior, al encarnarse «la poesía en el espacio» mediante la alquimia dramática del actor, pudiera renacer el ser humano en toda su plenitud; un quirófano que revelaba la realidad en toda su crudeza y que, al igual que el del esotérico doctor Frankenstein de Mary Shelley, requería mancharse las manos y hundir el «escalpelo» hasta el fondo del alma con medios teatrales para que los pacientes (actores y espectadores) despertaran al fin, de golpe, de su interminable letargo, para que todos aquellos zombis que deambulaban por el mundo creyendo estar vivos pudieran recobrar una existencia plena y auténtica.

 

3.  Crueldad entre bambalinas

La figura de Hitler, que recorre como una corriente alterna su obra desde 1932, tiene en el pensamiento de Artaud un papel ambiguo: tan pronto el dramaturgo invoca al Führer para darle consejos o para rogarle que venga a rescatarle de las garras de los psiquiatras de las instituciones mentales donde está retenido contra su voluntad; tan pronto le responsabiliza de todos sus males. Unas veces siente que Hitler le ha robado sus ideas, otras se diría que es él quien ha buscado inspiración en sus espectáculos de masas. Hitler es para Artaud una especie de doble en el que reconoce algunos de sus propios rasgos, pero que, al mismo tiempo, como buen döppelganger que es, surge para apoderarse de todo lo suyo hasta suplantar su identidad, hasta ocupar su lugar en el escenario mundial y llevar a cabo un siniestro y antitético remedo del Teatro de la Crueldad. Pero la meta de este impostor no es ya liberar al hombre, despertarlo de su existencia aparente, sino rebajarlo a una simple entidad abstracta, numérica, sumergida en una masa admirativa sin rostro o, si el individuo carece de la suficiente entidad racial, convertirlo en un trozo de carne con el que experimentar antes de aniquilarlo y reducirlo a cenizas.

A. Artaud / A. Hitler: misma inicial en el nombre, mismo número de letras en el apellido; una casualidad nada gratuita dentro de la visión mágica de la realidad del poeta surrealista. En un libro sobre la impronta de la guerra en Artaud, Florence de Mèredieu halla asimismo en la teatralidad un punto de convergencia entre ambos personajes: «Cierta locura teatral, un sentido de la ópera y de la exageración (y hasta de la amplitud y del énfasis del gesto) se encuentran en los destinos y las obras de Artaud y en lo que uno no se atreve a llamar las “obras” de Hitler»[19]. Artaud y Hitler: dos expertos en el ejercicio de la crueldad, dos maestros del espectáculo moderno. Como ya mostrara Walter Benjamin, el fascismo propugnaba «la estetización de la política»[20], y Hitler, según confesaba él mismo, se consideraba antes un artista que un político. Pintor fracasado en su juventud, más dotado, según le hicieron saber en la Academia de Bellas Artes de Viena, para la arquitectura que para los pinceles, él mismo supervisaría los grandes proyectos que ejecutaría su ministro de armamento, el arquitecto Albert Speer, en Nuremberg y Berlín, y él mismo se encargaría de concebir el diseño del Tercer Reich. Pero Hitler se tenía también por un hombre de letras, incluso, como señala Peter Adam, «desde 1920, en vez de poner “pintor” detrás de su nombre, ponía “escritor”. Leía con voracidad y trató de escribir una obra de teatro»[21]. No parece que la terminara, pero en el ejercicio de la política encontró el terreno abonado para desarrollar sus mediocres dotes dramáticas.

Es sabido que Hitler ensayaba cuidadosamente sus discursos ante el espejo, como atestiguan las famosas instantáneas que de él tomó Hoffmann en su estudio fotográfico, en las que imita, con sus gestos y posturas, el histrionismo de los actores del cine mudo para conseguir hipnotizar a las masas de fieles que acudían a sus mítines y para provocar en ellos una especie de trance colectivo. Con él como actor y maestro de ceremonias, con Albert Speer y Leni Riefenstahl como escenógrafos, cada mitin se convertía en un acontecimiento sobrecogedor, un acto dramático y mítico que seguía una estricta y calculada liturgia: el discurso de Hitler, una suerte de gran monólogo teatral, de parlamento, era la parte central de un espectáculo colectivo en el que nada se dejaba al azar, en el que el ritmo y las pausas del discurso y del discurrir del acto eran perfectamente medidos, en el que los movimientos de la multitud eran coreografiados como un ballet, en el que la escenografía, con sus símbolos, con sus hogueras, con sus efectos de luces, con su música, con sus coros, componían un conjunto dramático que recuperaba unas formas que a ningún alemán resultaban ajenas.

La nacionalización de las masas, como ha mostrado George L. Mosse en un libro así titulado, que llevaron a cabo los nazis fue posible porque éstos supieron apropiarse y empaparse de una tradición del espectáculo que tenía más de un siglo de antigüedad: no sólo la ópera wagneriana a la que Hitler consideraba como el espectáculo por excelencia y que, a través de los mitos germánicos, los símbolos y los festejos, fue clave para resucitar un nacionalismo emocional y religioso, sino también el Teatro del Futuro y el Thing, de donde los nazis tomaron el escenario no convencional, la coreografía, la participación colectiva, la sencillez formal y el culto a la nación. Pero, dado que estas representaciones eran insuficientes como marco para la formación de masas, los nazis se inspiraron también en los movimientos políticos colectivos, en los grandes festejos y en espectáculos como los típicos musicales americanos que tanto le gustaban a Hitler. Los actos multitudinarios de esa religión secular que fue el nazismo siguieron así una liturgia que procedía de unas expresiones colectivas y de unos espectáculos que el público alemán conservaba todavía en la retina: «La puesta en escena seguía siendo familiar: el espacio sagrado, los edificios que lo rodeaban, los efectos luminosos, las banderas y las llamas. El lema “Ningún espectador, sólo actores” se puso en práctica tanto mediante la creación de una atmósfera de culto compartida como a través de la participación activa»[22]. Y de este modo el país entero se convirtió en un escenario: «Toda Alemania se transformó en un teatro, el teatro de Hitler, con un público cuya asistencia estaba siempre garantizada»[23]. Y esta teatralización de la sociedad sería tan omnipresente bajo el nazismo, se infiltraría en tantos aspectos de la vida, que al menos en una ocasión la llegaron a aplicar incluso en un campo de concentración.

Uno de los episodios más dramáticos (en el doble sentido del término) de esta teatralización se vivió en el gueto de Terezin (Theresienstadt), una ciudad fortificada de las cercanías de Praga en cuyo interior los nazis habían reagrupado a judíos sobre todo de Bohemia y de Moravia, pero también del resto de Europa, para explotarlos antes de enviarlos a los campos de exterminio de Auschwitz, Chelmo o Treblinka. Terezin: una antesala del infierno, un lugar de tránsito en el que las condiciones de vida eran ya de por sí aterradoras, pues los judíos aquí recluidos estaban hacinados, malnutridos y se pudrían de miseria. Pero de cara al exterior, oficialmente, Terezin fue una ciudad-modelo que el Führer había ofrecido a los judíos para que prosiguieran con su vida con toda comodidad. Theresienstadt fue un escaparate internacional que trataba de ocultar el horror que se vivía en la trastienda del nazismo, y a finales de 1943, cuando empezaba ya a intuirse la realidad de los campos de concentración y de exterminio, el partido nacionalsocialista autorizó a una delegación de la Cruz Roja a visitar Terezin para acallar las crecientes voces de indignación internacionales y mostrar de este modo las supuestas excelentes condiciones ofrecidas a los judíos.

Terezin se convirtió así en un gueto Potemkin, una población embellecida para su exhibición, pues para preparar la visita de estos testigos oficiales se construyeron falsos comercios, jardines para niños, se reabrió el teatro, se procuró, en fin, remodelar el espacio a imagen de una ciudad normal. Claro está, con el objeto de reducir la superpoblación del gueto y de conservar únicamente aquellos individuos que estaban más sanos y presentables, un gran número de sus habitantes fueron previamente enviados a Auschwitz. El escenario estaba listo para que pudiera «ejecutarse» la representación, aunque para ello los actores, es decir los propios judíos del gueto, que habían sido engatusados con falsas promesas, cuando no directamente coaccionados, tuvieron que ensayar el encuentro hasta el más mínimo detalle. Es fácil imaginar la angustia que sintieron estos actores improvisados, condenados como estaban a representar una vida cotidiana de la que apenas tenían ya recuerdo, y que corrían el riesgo además de ser descubiertos en cualquier momento si a un niño se le ocurría gritar que el Emperador estaba desnudo.

Visto desde dentro, el espectáculo no podía ser más trágico, y no sorprenderá por tanto que en su obra maestra Austerlitz el novelista alemán W. G. Sebald convirtiera Terezin en el agujero negro que había engullido todo el pasado de su protagonista, o que Juan Mayorga se inspirara en la visita de la Cruz Roja para escribir esa obra de teatro en el teatro que es Himmelweg. Y es que aquel día, el 23 de julio de 1944, Terezin fue el escenario de una obra dramática de una crueldad poco habitual. Y, a juzgar por los resultados, la función fue todo un éxito, pues los delegados, como se recoge en el informe oficial, no vieron nada raro a su alrededor, se pasearon por una ciudad tranquila donde había conciertos y espectáculos, donde los niños jugaban en los parques como en cualquier lugar del mundo libre. En ningún momento vislumbraron en las miradas de todos aquellos desdichados actores, dirigidos entre bambalinas por sus guardianes, una sombra de inquietud o una petición de ayuda para que les sacaran de aquella sórdida situación. Esta singular ceguera del Comité Internacional de la Cruz Roja resulta casi inverosímil, y causó verdadera consternación a Claude Lanzmann cuando al entrevistar en 1979 a Maurice Rossel, jefe de aquella delegación, este le aseguró que no había tenido la menor sospecha de que todo aquello fuera una farsa y que, en consecuencia, no veía por qué razón tendría que arrepentirse de haber firmado su informe. El documental en el que Lanzmann convirtió esta entrevista, de obligado visionado, y gracias al cual lo sucedido en Terezin es mundialmente conocido, se titula muy oportunamente Alguien vivo pasa, sin duda porque en esta representación teatral a cielo abierto el único ser vivo que aún caminaba — aunque más ciego que Edipo— era el propio Maurice Rossel, pues los demás actores no vivían ya realmente, tan sólo hacían como que vivían, simulaban una existencia de la que habían sido desterrados, eran muertos vivientes que representaban una farsa, y a los que un paso en falso habría condenado a ser deportados a Auschwitz donde habrían acabado de convertirse en cadáveres ambulantes, donde en realidad, a pesar de todo, terminaron sus días.[24]

 

4.  Ceremonia alienante / teatro terapéutico

Con sus mítines, sus Juegos Olímpicos, sus ciudades-modelo, su cine y su propaganda, Hitler transformó la realidad de los alemanes en un formidable espectáculo que conseguía anestesiar a su multitudinario público, no adormeciendo sus sentidos sino saturándolos de estímulos cuidadosamente elegidos, impidiendo semejante pantalla fantasmagórica que se vieran «las puestas en escena de las alambradas» donde se les «serraban las vértebras» a millones de seres humanos. No era fácil, desde luego, resistirse a los cantos de sirena de esta prematura «sociedad del espectáculo», y el propio Artaud, cuando llegó a Berlín, poco después de que Hitler congregara a más de 200.000 personas en Nuremberg, bien pudo interesarse por unos actos «teatrales»capaces de aglutinar a toda una muchedumbre entusiasmada por participar en una liturgia secular. Es cierto que Artaud conocía, probablemente de primera mano, los trabajos vanguardistas de Max Reinhardt en los que se buscaba fundir al público con los actores en una actuación total, pero cuando el escritor francés empieza a concebir su teatro como un auténtico espectáculo de masas, precisamente a partir de 1932, tras su supuesto encuentro con Hitler en el Romanischès Café, la imagen que ofrece de las quiméricas representaciones de su Teatro de la Crueldad evoca en cierto sentido aquellos mítines multitudinarios.

Así, en el artículo anteriormente citado de mayo de 1933, en el que terminaba advirtiendo que ante los cataclismos que se avecinaban acabaría corriendo la sangre de no permitirse la existencia de un teatro como el de la Crueldad, Artaud decía estar convencido de que «la muchedumbre piensa primero con los sentidos» y que sería por tanto absurdo tratar de dirigirse a ella con el entendimiento, como lo pretende el teatro psicológico. Por este motivo, «el Teatro de la Crueldad se propone recurrir al espectáculo de masas y buscar en la agitación de las grandes masas, si bien impulsadas una contra otra y convulsionadas, un poco de esa poesía que existe en las fiestas y en las muchedumbres, los días, hoy demasiado escasos, en que el pueblo baja a la calle»[25]. De forma práctica, Artaud trataba de «resucitar una idea del espectáculo total, donde el teatro sabrá recuperar del cine, del music-hall, del circo y de la vida misma, aquello que desde siempre le ha pertenecido». En consecuencia, «el primer espectáculo del Teatro de la Crueldad girará en torno a preocupaciones de masas, mucho más urgentes y mucho más inquietantes que las de cualquier individuo»[26]. Es posible, pues, que Artaud encontrara también en las ceremonias nazis, en las que se estaba gestando el sangriento cataclismo que él mismo vaticinaba, y de las que oyó sin duda hablar durante sus estancias en Berlín, una imagen inspiradora, pero en negativo, del teatro terapéutico que preconizaba y frente a las cuales se presentaba como un remedio homeopático.

Ahora bien, una de las razones que condenaron al Teatro de la Crueldad al fracaso fue probablemente el deseo de Artaud de regenerar al hombre y recomponerlo en la unidad de su ser interviniendo paradójicamente sobre una masa carente de toda individualidad. Visto con la distancia que concede el paso del tiempo, su teatro parece estar dividido entre el espectáculo total y ese otro teatro que se realizó en secreto dentro de los propios campos de concentración, y que no pretendía ser una mera distracción, sino, como mostrara Robert Antelme en La especie humana, el único medio gracias al cual los presos, a pesar de haber sido reducidos a la categoría de unas bestias de carga, todavía podían decirse a sí mismos: «han podido desposeernos de todo, pero no de lo que somos. Existimos todavía»[27]. En aquellos desvencijados barracones el teatro era más auténtico y vivo que en ninguna otra parte, más esencial, pues a través de un acto modesto, sin parafernalia alguna, hacía acto de presencia la propia condición humana. El dramaturgo Armand Gatti descubrió precisamente el teatro, lo que habría de ser en lo sucesivo para él el teatro, en el campo de Linderman donde estuvo preso, al asistir a una representación que, a pesar de las severas prohibiciones, tres rabinos realizaban de barracón en barracón, una obra de teatro que giraba alrededor de tres expresiones: Ich bin, ich war, ich werde sein (Yo era, yo soy, yo seré), y en la que no había espectadores, ni actores, pues «todos estábamos unidos en el seno del propio miedo. Ellos lograban trascender el horror que se sufría, devolvernos, a través del teatro, nuestra dignidad de hombres»[28].

Para Artaud, quien nunca dejó de comparar su internamiento en instituciones psiquiátricas —en condiciones higiénicas y alimenticias lamentables debido a las restricciones de la guerra— con la reclusión en un campo de concentración[29], el teatro era, antes que nada, un espacio creado para que el hombre pudiera resurgir y manifestarse en toda su plenitud. Pero la operación que pretendía acometer en el escenario, para curar los males del mundo occidental recuperando la unidad espiritual perdida, mostraba el fatal inconveniente de tener que realizarse sobre un público multitudinario, sobre un cuerpo masivo al que había que resucitar. Si era relativamente fácil encontrar imágenes eficaces —patrióticas, míticas, nostálgicas— para adormecer e hipnotizar a las masas durante el espectáculo, como sabían hacer perfectamente Hitler y sus secuaces, mucho más difícil resultaba en cambio conseguir crear las condiciones adecuadas para que todo el público despertara de su letargo y pudiera emerger el ser en toda su verdad. Una cosa era anestesiar o aplicar un tratamiento de choque al cuerpo social saturando sus sentidos para así, una vez insensibilizado, mejor poder manipularlo y amputar su moral, y otra cosa muy distinta intentar operarle con un bisturí metafísico para hacer reaccionar a cada individuo. Si Artaud aún quería salvar a su paciente mostrándole y haciéndole sentir desde el escenario el dolor en toda su crudeza, Hitler no hacía más que presidir un fastuoso tanatorio repleto de entusiastas zombis en cuyo interior no se veía ningún rastro de crueldad porque la habían barrido bajo una suntuosa alfombra.

 

5.  Apestar el escenario

Al igual que en cualquier rito iniciático, la crueldad es una parte esencial del teatro de Artaud porque sin ella el hombre no podría regenerarse y cambiar de naturaleza, abandonar su miserable condición y acceder a la vida verdadera, en resumen, sería incapaz de despertar a la realidad: «Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo, no es posible el teatro. En el estado de degeneración en el que nos encontramos, por la piel es por donde se hará entrar la metafísica en las mentes»[30]. Si los ritos de paso, a los que tanto debe el teatro de Artaud, giran en torno al sufrimiento no es por sadismo ni mucho menos debido a una supuesta barbarie de sus participantes, sino para garantizar la cohesión social y en parte, como ha mostrado Nicholas Humphrey, para que los individuos sean capaces de empatizar con aquellos que sufren y así entenderles, pues «para comprender al hombre hemos de comprender el dolor, y para comprender el dolor hemos de haberlo sufrido en nosotros mismos»[31]. Artaud quiso que el teatro fuera una experiencia vicaria y que sus espectadores pudieran entrar en un frenesí de sufrimiento al sentir lo que sucedía en la sala, al hacer surgir nuevos mitos y nuevos símbolos que hablaran al hombre de su tiempo. En un mundo moralmente enfermo, mortalmente herido, el teatro se presentaba a sus ojos como el único lugar donde quedaba alguna posibilidad de curar al hombre. Sólo aquí podía Artaud, el eterno paciente, convertirse en el médico y chamán capaz de galvanizar a toda una colectividad de muertos vivientes. Ante la plaga que asolaba al mundo occidental, de la que la Peste parda, el nazismo, no era sino una imagen hiperbólica y grotesca, sólo el teatro, por la inmediatez de los cuerpos en escena, estaba en condiciones de hacer que un acontecimiento resultara tan radical, sobrecogedor y contagioso como una epidemia.

Al parecer, en fecha tan temprana como 1920, durante una breve estancia en casa de sus padres, Artaud había tenido la idea de montar en Marsella –ciudad en la que en 1720 se había registrado la última plaga de peste en suelo francés– un espectáculo en el que le habría gustado precipitar a los espectadores en un estado similar al que provoca una epidemia de esta enfermedad. Aunque no llevó a cabo este proyecto, con el tiempo la peste se convirtió para él en el doble por excelencia de su concepción dramática, en una imagen que desarrolló y escenificó en una conferencia ofrecida en 1933 en la Universidad de la Sorbona y que incluyó en El Teatro y su Doble. El símil no podía ser más pertinente porque la peste, debido a su gran poder de contagio, obliga a cerrar las puertas del espacio urbano en el que irrumpe convirtiéndolo en un escenario en el que las personas dejan caer las máscaras sociales y se muestran tal como son, en toda su cruda realidad. Como ya antaño había sugerido Sófocles en Edipo Rey, la peste es también un lenguaje secreto y mítico, la expresión que utiliza la naturaleza para transmitir al individuo y a la colectividad la terrible verdad reprimida. Y para Artaud el teatro esencial está hecho para vaciar abscesos, así como la peste es la revelación «de un fondo de crueldad latente por el cual se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu»[32]. Pero es también una crisis que puede purificar a toda una colectividad, que trae un delirio que exalta todas las energías y que posee un innegable poder catártico. La peste es, en fin, el otro nombre que Artaud da al Teatro de la Crueldad.

Si quiere regenerar la sociedad, si quiere renovar y curar la vida, el teatro no puede hacerlo desde el sosiego, debe lograr que los espectadores se remuevan en sus asientos física y espiritualmente, como si les fueran administradas descargas eléctricas. Como he señalado antes, cuando Artaud acuña la expresión «Teatro de la Crueldad» para designar el arte dramático con el que sueña, no está pensando en montar un espectáculo necesariamente sangriento o sádico: «Se puede imaginar perfectamente una crueldad pura, sin desgarro carnal. Y hablando filosóficamente, ¿qué es por lo demás la crueldad? Desde el punto de vista espiritual, crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable, determinación irreversible, absoluta»[33]. Artaud emplea asimismo la palabra crueldad «en el sentido de apetito vital, de rigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de este dolor inevitable sin el cual la vida no podría ejercerse»[34]; en consecuencia, el director de escena de semejante teatro se tendrá que convertir en «una especie de demiurgo (…) que debe cultivar en el campo físico una búsqueda del movimiento intenso, del gesto patético y preciso, que equivale en el plano psicológico al rigor moral más absoluto»[35]. Un demiurgo gnóstico que opera sobre la materia imperfecta, un cirujano metafísico al que no puede temblarle el pulso.

El Teatro de la Crueldad es conocimiento, necesidad, vida, acción y agitación, una toma de conciencia desgarradora y extrema que «actúa finalmente sobre nosotros a semejanza de una terapéutica del alma»[36]. En este sentido, el Teatro de la Crueldad es un teatro catártico: no porque pretenda liberar mediante el razonamiento y la reflexión al hombre de sus pasiones a través de la tragedia, como prescribía Aristóteles, sino porque quiere despertar en el público, mediante el desarreglo de todos los sentidos, la lucidez necesaria para que cada cual descubra en su interior la verdadera condición humana. En el universo dramático con el que soñaba Artaud, el yo individual debía revelarse a sí mismo en un proceso colectivo que liberara las fuerzas ocultas del hombre. Y actuar implicaba en este caso entrar en una especie de trance, en un tiempo fuera del tiempo que remedara la muerte, una suerte de agonía, como cuando la vida de un enfermo pende de un hilo, para que el público pudiera a su vez contagiarse, sentir en todos sus nervios, con toda su sensibilidad, lo que sucedía en el escenario.

El propio Artaud, precisamente el mismo año en que Hitler accedió al poder, ejemplificó la forma en que el actor tenía que actuar para lograr contagiar a su público, cuando ofreció su famosa conferencia sobre el teatro y la peste. Anaïs Nin, amiga suya por aquel entonces, cuenta en su diario de qué manera, ante la mirada atónita del público de la Sorbona, Artaud escenificó su propia agonía mientras exponía sus ideas: «Su rostro estaba contorsionado de angustia; sus cabellos, empapados de sudor. Los ojos se le dilataban, se le tensaban los músculos, y sus dedos pugnaban por conservar su flexibilidad. Nos hacía sentir que tenía la garganta seca y ardiente, el sufrimiento, la fiebre, la quemazón de sus entrañas. Estaba torturado. Gritaba. Deliraba. Representaba su propia muerte, su propia crucifixión»[37]. Pocos entendieron lo que estaban viendo, y, después de contener un tiempo la respiración, casi todos los presentes se echaron a reír y a silbar hasta que después de un rato terminaron abandonando la sala. Ya en la calle, profundamente afectado, Artaud se desahogaría con Anaïs Nin: «Siempre me quieren oír hablar de, quieren escuchar una conferencia objetiva sobre “El Teatro y la Peste”, y yo lo que quiero es darles la experiencia misma de ello, la peste misma, para que se aterroricen y despierten. Quiero despertarlos. No se dan cuenta de que están muertos. Su muerte es completa, como una sordera, una ceguera. Lo que yo les mostré es la agonía. La mía, sí, y la de todos los que viven»[38].

Para Artaud, el teatro era la peste misma y cada actuación una oportunidad para inocular y propagar un bacilo revelador en aquellos individuos que creían estar vivos, aunque sólo vivieran ya por inercia. Por ello, en su tragedia Los Cenci, que estrenó en el teatro de las Folies-Wagram en mayo de 1935 y donde puso a prueba las ideas de su Teatro de la Crueldad, escenificó precisamente esta inercia de los vivos haciendo que sus actores se movieran en torno a determinados ejes, de forma mecánica, como auténticos zombis. La idea de que los demás estaban muertos era una obsesión en Artaud: «Yo, hombre vivo, soy una ciudad asediada por el ejército de los muertos»[39]. No es casual, por tanto, que Jordi Soler, en la novela que ha dedicado al patético periplo católico de Artaud por Irlanda, representara al poeta durante una recepción de escritores pidiéndole a André Frank: «Diles que son cadáveres y que jamás resucitarán de entre los muertos»[40]. Una frase que se repite como una letanía a lo largo de sus páginas hasta el punto de conformar el título de este espléndido relato.

 

6. Tratamiento de choque para zombis

El mundo, le diría Artaud a Anaïs Nin un tiempo después de su conferencia en la Sorbona, está «corrompido y lleno de fealdad. Está lleno de momias. Decadencia romana. Muerte. Quería un teatro que fuera como un tratamiento de shock, para galvanizar a la gente, conmocionarla hasta hacerla sentir»[41]. El teatro como laboratorio del doctor Frankenstein, como gabinete del doctor Caligari lleno de somnámbulos, como experimento en el que la ciencia moderna se funde con la antigua alquimia en una obra poética capaz de galvanizar el cuerpo que yace en medio del anfiteatro. Y es que desde que en 1913 el joven Antonin había descubierto cerca de su casa la escritura poética en la farmacia de Léon Franc, donde tenían lugar reuniones literarias a las que asistía con asiduidad; desde que había visto diseminados en ella tantos poemas en medio de medicamentos y de frascos de ungüentos, la poesía se había convertido para Artaud en un pharmakon, una droga que podía ser tanto un veneno como un remedio.

Aunque ya con cuatro años había sido tratado de los síntomas de una posible meningitis, es en 1915 cuando Artaud entra en estado de depresión y empieza a sufrir dolores físicos que ya nunca le abandonarían. Sus padres consultan entonces al doctor Grasset, especialista de renombre en enfermedades nerviosas, que diagnostica neurastenia aguda y recomienda un tratamiento que habría de llevar a Artaud a pasar los cinco años siguientes en clínicas privadas para neuróticos y enajenados, alternando con estancias en centros de salud donde tomaría por primera vez opio para aliviar sus dolores. Artaud penetra de esta forma en el sistema psiquiátrico del que ya nunca saldrá del todo. Cuando en 1920 decida finalmente subir a París para emprender una vida artística, su salud mental será encomendada al doctor Toulouse. Aunque partidario de la eugenesia, tan en boga en los años 30 no sólo entre los nazis, este eminente psiquiatra promovió una profunda renovación de las instituciones mentales y procuró sacar a los enfermos de los manicomios o al menos cambiar el trato que se les reservaba. Acorde con esta visión abierta del enfermo, en cuanto el doctor Toulouse tuvo constancia del talento de Artaud le animó a escribir e incluso le nombró secretario de la revista Demain que él mismo dirigía y en la que publicaría poemas, críticas literarias y reseñas de arte. El esquema quedaba así fijado para siempre, pues Artaud pasaría prácticamente el resto de su existencia rodeado de médicos que se interesarían por su salud y por su genio creativo: en los años treinta el doctor Allendy tomará el relevo, y ya entre 1943 y 1946 en el asilo de Rodez los psiquiatras Latrémolière y Ferdière tendrán un papel decisivo en su vida y en su obra. El gabinete médico, como antes la farmacia, se convertirá para Artaud en una especie de taller de la escritura doliente.

La vida de Artaud fue un periplo por los pasillos del templo de la medicina, pero, al igual que hiciera en tantos otros ámbitos, al entrar en contacto con el cuerpo médico y relacionarse con él se apropió de su lenguaje, de sus instrumentos e incluso de sus técnicas para transformar todo ello en metáforas de su escritura y de su teatro. Invirtiendo los papeles, pero acorde con una corriente de higienización de la política y de la cultura muy presente en aquella época, el paciente que Artaud era pretendía convertirse en el cirujano del cuerpo social. Una de las metáforas a las que recurre con más insistencia para ilustrar tanto la singularidad de su pensamiento como el tipo de impacto que quiere causar sobre su público es la terapia mediante corriente eléctrica. Ya en 1924, en una de las cartas que le escribe a Jacques Rivière, el editor de la Nouvelle Revue Française al que no había tardado en convertir en su confidente psicológico, le explica a éste que siente que una voluntad asedia su ser de forma intermitente y le produce sacudidas «con una electricidad imprevista y repentina, con una electricidad repetida»[42]. Los poemas que escribe entonces, incluidos en El ombligo de los limbos y en El Pesanervios, son fragmentarios, de estilo telegráfico, como si tratara de detener el flujo tormentoso de su pensamiento: con una escritura eléctrica y electrizante, Artaud intenta romper todas las barreras para que su pensamiento pueda fluir libremente y mezclarse con la propia vida más allá de los límites de un libro, de un volumen. Y el cine, en el que por esa misma época depositaba aún grandes esperanzas de renovación, era para él en este sentido un excitante único que actuaba «sobre la materia gris del cerebro directamente» y del que destacaba por encima de todo el «poder de galvanización» que tenía sobre los espectadores[43].

A este respecto, como ha destacado Florence de Mèredieu[44], la visión que Artaud tenía del cine era en gran parte deudora del interés que la medicina prestaba en esa época al séptimo arte. No en vano los doctores Toulouse y Allendy, los dos psiquiatras que entre 1920 y 1936 se ocuparon de la salud de Artaud, y con los que éste conversaba de los temas más variados, vieron en el cinematógrafo una nueva técnica de exploración psicológica. Como a ellos, a Artaud le atraía el poder alucinatorio de unas imágenes que sentimos como reales, le fascinaba ese medio que provocaba, según Toulouse, un fenómeno análogo al de la sugestión hipnótica. El propio cine no había dejado desde sus inicios de expresar en muchas películas su increíble poder narcótico. En este sentido, no ha de extrañar que Artaud admirara tanto la interpretación que el actor Conrad Veidt había hecho del somnámbulo Cesare en El gabinete del doctor Caligari (1920) de Robert Wiene[45]. Esta obra maestra del expresionismo alemán, cuya historia es una alegoría del inquietante poder sugestivo del propio cine, pero también, como ilustrara Kracauer en De Caligari a Hitler, una premonición de la fascinación hipnótica que ejercería el Fürher sobre las masas[46], influyó significativamente en Artaud. Además de impactarle su estética onírica y la paradójica expresividad del hieratismo de Veidt, Artaud debió quedar impresionado por esta película en la que el doctor Caligari, un titiritero demente y cruel, mantenía hipnotizado a un individuo al que de día exhibía en el escenario de la feria, pero al que dejaba salir de su ataúd por las noches para cometer sus crímenes; un titiritero que en última instancia resultaba ser el director de un manicomio en el que precisamente permanecía recluido el protagonista que nos había estado contando hasta ese momento esta extraña fábula. Así pues, toda la película no era más que la fantasía de un loco, a no ser que el protagonista estuviera cuerdo y fuera en realidad objeto de la maquinación final del diabólico y demente doctor Caligari disfrazado de jefe del sanatorio.

Difícilmente pudo Artaud olvidar esta película que en tantos aspectos anticipaba los largos años que pasaría en instituciones mentales, donde no dudaría en acusar a sus médicos de tenerle sometido a sus hechizos. Su relación con los psiquiatras no podía en efecto ser más ambigua: les acusaba de todos sus males, de la pérdida total de su capacidad intelectual, de ser unos nigromantes que se habían apoderado de su vida, pero a la vez ejercían sobre él tal fascinación que siempre trató de aplicar sus procedimientos a la pantalla y a los escenarios, como si a pesar de ser un paciente se viese a sí mismo como un terapeuta. No es casual en este sentido que Artaud haya encarnado a Jean-Paul Marat en el Napoleón de Abel Gance (1927). De hecho, ante los rumores que habían llegado a sus oídos sobre cambios en la asignación de los personajes de la película, Artaud le recordó al director que quería a toda costa interpretar el papel tan característico y destacado de Marat, y no otro. Semejante empeño no era gratuito, escondía una fascinación por un personaje que, antes de convertirse en el temido revolucionario que nos describen los libros de Historia, era médico de renombre y un científico que había publicado varias investigaciones relevantes sobre la luz, el fuego y la electricidad, interesándose especialmente por el uso terapéutico de esta última energía, tal como se puede comprobar en su Memoria sobre la electricidad médica publicada en 1784. Un aspecto este que atrajo sin duda al Artaud que veía en el cine, como ya tuvimos ocasión de señalar, la posibilidad de galvanizar a los espectadores. Encarnar a este médico y revolucionario que muere en circunstancias tan dramáticas era sin duda una perfecta ocasión para ensayar sus ideas sobre la naturaleza electrizante del cine.

La escena de la muerte de Marat, concebida en clara contraposición al ascetismo hagiográfico del célebre cuadro de Jacques-Louis David, es un prodigio de interpretación y de montaje en el que un juego de abanico y cortina articula una compleja dinámica de la mirada. Sumergido en la bañera, en la que pasaba horas para aliviar los picores que le causaba una enfermedad dermatológica, el Marat de Artaud parece estar poseído por algún espíritu diabólico: no deja de gesticular y cada uno de sus ademanes resulta repulsivo. Sediento de sangre, el dirigente jacobino escribe con su pluma sentencias de muerte mientras saborea una taza de café que regurgita al entrar Charlotte Corday en su cuarto. En El Pesanervios, Artaud aseguraba que «Toda escritura es una cochinada»[47]. Nunca fue esta afirmación tan patente como en esta ocasión: el chorro de café que Artaud-Marat deja escapar de su boca es tan negro como la tinta que emana de su pluma, pero es también la premonición de la sangre que está a punto de brotar de su pecho cuando la joven le clave el puñal que lleva escondido en el escote tras un abanico. Pluma y puñal no son aquí más que dos versiones de un mismo instrumento. No asistiremos al asesinato propiamente dicho, pues Artaud-Marat ha mandado correr la cortina; sólo descubriremos su resultado cuando la descorran para acudir en su ayuda. Lo singular de la convulsa escena en la que apresan a Charlotte Corday es que el cadáver de Artaud-Marat, a pesar de la inmovilidad que se le supone, nunca está en la misma postura ni tiene el mismo gesto cuando lo enfoca la cámara; cada plano sucesivo nos lo muestra en una actitud distinta, con una mueca diferente, como si nuestra mirada lo estuviera galvanizando. No existe aquí una verdadera agonía, tan sólo observamos un cuerpo sin vida cuyos músculos y nervios parecen sufrir la acción de descargas eléctricas consecutivas. Lógico e irónico final para un médico que había pretendido curar a sus pacientes valiéndose de la electricidad, pero que había acabado sentenciando a sus enemigos a morir bajo la cuchilla del doctor Guillotin.

A lo largo de toda su vida artística, Artaud no dejó de emplear imágenes eléctricas para expresar su concepción del cine, del teatro y de la escritura. En este sentido, pertenece a la misma tradición que los poetas románticos, los cuales, imbuyéndose de los trabajos científicos de Galvani, Mesmer o Volta, habían sostenido la existencia de un fluido vital eléctrico del que la criatura del doctor Frankenstein de Mary Shelley es el resultado más acabado y conocido[48]. Pero Artaud tenía también en mente aplicaciones mucho menos fantasiosas que conocía de primera mano. En efecto, es muy probable, como sugiere Florence de Mèredieu[49], que se inspirara para su poética en los tratamientos por corriente galvánica que los médicos administraban a los pacientes para la reeducación muscular desde la Primera Guerra Mundial. Las descargas galvanizantes eran muy dolorosas y su aplicación perseguía vencer la inercia del cuerpo del paciente, despertar sus miembros lisiados. En un teatro que tenía la pretensión de curar al hombre occidental del estado de postración en el que se encontraba, que se presentaba como una terapia del alma, la crueldad desempeñaba un papel similar al de una descarga estimulante. Artaud quería que su poesía fuera electrizante, que el cine explotara su poder galvanizante y que el teatro fuera un tratamiento eléctrico de urgencia. Sin embargo, no logró el éxito que anhelaba y por toda recompensa solo recibió en propia carne los rigores del medio con el que había pretendido curar a los demás.

Desde 1870 se había demostrado que corrientes eléctricas suficientemente intensas sobre el córtex podían desencadenar la aparición de una crisis epiléptica: Ugo Cerletti, el neurólogo italiano que descubrió el método de la terapia electroconvulsiva, creía que existía entre la esquizofrenia y la epilepsia algún tipo de relación inversa, pues había observado que los epilépticos esquizofrénicos parecían menos esquizofrénicos después de un ataque. Por ello, decidió reemplazar el uso del cardiazol por la corriente eléctrica para provocar un efecto similar al de un ataque de epilepsia. En 1938, después de poner a punto su técnica en el matadero municipal de Roma —en vísperas de que Europa se transformara a su vez en un gigantesco matadero y de que millones de seres humanos fueran tratados y aniquilados como ganado—, Cerletti realizó el primer experimento sobre un individuo alcohólico de cuarenta años que sufría de «psicosis esquizofrénica». Había nacido una terapia de choque revolucionaria para el tratamiento de psicosis graves por convulsiones mediante estimulaciones eléctricas que pronto sería de uso general en las instituciones psiquiátricas. Y Artaud fue uno de los primeros pacientes en probar esta novedosa y demoledora terapia caracterizada por llevar al enfermo a un estado extremo para poder curarle.

Hay en el destino de Artaud una cruel ironía que no pasó desapercibida a Susan Sontag: «Artaud se concibe a sí mismo como un médico de la cultura, y como su paciente más penosamente enfermo. [...] El hombre que habría de ser devastado por repetidos electrochoques durante los últimos tres de nueve años consecutivos que pasó en hospitales para enfermos mentales propuso que el teatro administrara a la cultura una especie de terapia de shock»[50]. A imagen y semejanza de aquel hijo de un carpintero que acabó fatalmente sus días clavado en una cruz de madera, Artaud terminó martirizado por los efectos de la energía con la que quería salvar a los hombres. Su cruz particular fue la camilla sobre la que le administraron los numerosos e interminables tratamientos de electrochoque en los sanatorios de Ville-Évrard y Rodez. Él, que había querido galvanizar a su público para sacarle del letargo en el que vivía, tuvo que sufrir en su cuerpo los efectos dramáticos de la terapia electroconvulsiva, quedando a menudo hundido en un estado comatoso, próximo a la muerte: «Cada aplicación de electrochoque me ha sumido en un terror que duraba varias horas más cada vez (…) sabía que una vez más perdería la consciencia y que durante un día entero me vería ahogarme dentro de mí mismo sin lograr reconocerme, sabiendo perfectamente que estaba en algún sitio pero dónde demonios y como si estuviera muerto»[51]. Estas descargas nada tienen ya de metafóricas ni se parecen a aquella voluntad ajena que interrumpía el flujo de su pensamiento y que le había descrito a Jacques Rivière como una electricidad imprevista y repentina. En una de las numerosas cartas en las que se quejaba a su médico del tratamiento del electrochoque que recibía, él mismo señalaba la diferencia con aquella antigua sensación:

El electrochoque, Sr. Latrémolière, me desespera, me quita la memoria, adormece mi pensamiento y mi corazón, hace de mí un ausente que se sabe ausente y se ve durante semanas persiguiendo a su ser, como un muerto al lado de un vivo que ya no es él, que exige su aparición y en cuyo interior no puede entrar. Con la última serie me quedé durante todo el mes de agosto y el de septiembre en la imposibilidad absoluta de trabajar, de pensar y de sentirme ser. Ello me devuelve cada vez aquellos abominables desdoblamientos de la personalidad sobre los que escribí la correspondencia con Rivière, pero que en aquella época eran un conocimiento perceptivo y no las angustias como bajo el electrochoque. (Carta del 6 de enero de 1945 al doctor Jacques Latrémolière)[52].

El electrochoque convierte a Artaud en un zombi, en una momia, en un sonámbulo incapaz de pensar y de escribir. La terapia galvanizante producía crueles dolores, pero pasados sus efectos, el paciente volvía a su estado de consciencia habitual. El electrochoque, en cambio, transforma al individuo en un muerto viviente que vaga sin sentido, desposeído de su ser y de sus palabras. Como apunta Michel Onfray, los 46 electrochoques que le infligen en Rodez entre 1943 y 1946 no hacen sino agravar su enfermedad con visibles consecuencias, especialmente en el habla y en la escritura:

La sintaxis de Artaud se deshace al mismo tiempo que la electricidad descompone su cuerpo –un cuerpo, entonces, por desgracia para él, con órganos. Entra en la glosolalia como otros entran en la religión, golpeado por el rayo, y los decadentes admiran esta patología como si fuera un lenguaje de los dioses cuando es la prueba de la descomposición de una lengua, la de un artista de gran altura, a través de los choques. ¡Que es tanto como convertir la llaga producida en un rostro por el cáncer en una señal de genio![53].

Artaud, que había querido curar a los zombis de su época invitándoles a participar en su Teatro de la Crueldad, vio cómo la institución médica, empleando un procedimiento inventado en los mataderos, pretendía convertirle en «una momia de carne fresca»[54] y encerrarle entre los muros de un hospital psiquiátrico cuya asociación mental con un campo de concentración no dejaba de formular expresamente en un lenguaje entrecortado y descompuesto. Allí dentro, alejado para siempre de los escenarios, únicamente provisto de su inseparable lápiz, con el que practicaba acupuntura para aliviar sus dolores de espalda y con el que llenaba con su escritura eléctrica incontables cuadernos, siguió perforando, como con un bisturí, la piel del lenguaje en busca de la energía que el hombre encerraba en su interior[55]. Porque hasta el final, como escribiera el año de su muerte en un poema que tituló una vez más «El Teatro de la Crueldad», Antonin Artaud no dejó de repetir que «el cuerpo humano es una pila eléctrica cuyas descargas han sido castradas y reprimidas», cuando en realidad está hecho «para absorber por sus desplazamientos voltaicos todas las posibilidades errantes del infinito vacío»[56]. Y esta formidable pila no admitía para Artaud ser recargada con otra electricidad que no fuera la crueldad a la que identificaba con un arte vivo y reparador.

 

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González Fernández, Francisco. “«Quiero despertarlos»: el gabinete del doctor Artaud”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 6 (2019): 95-128.

https://doi.org/10.25185/6.4

 

El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.



[1]   Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 22. La traducción de los textos escritos en francés en el original es mía. El presente artículo es fruto de la investigación desarrollada en el proyecto ILICIA. Inscripciones literarias de la ciencia: Cognición, epistemología y epistemocrítica del Ministerio de Economía y Competitividad Ref.  FFI2017-83932-P

 

[2]   Florence de Meredieu, Antonin Artaud dans la guerre: de Verdun à Hitler, (Paris: Blusson, 2014), 222.

[3]   Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 855.

[4]   Jacob Rogozinski, Guérir la vie. La Passion d’Antonin Artaud, (Paris: Les Éditions du Cerf, 2011), 42.

[5]   Antonin Artaud, «Avertissement» a Matthew Lewis, en Le moine, Antonin Artaud (tr.), (col. Folio, Paris, Editions Gallimard, 1966), 10.

[6]   Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1072-1073.

[7]   Antonin Artaud, «Le Théâtre de la Cruauté et l’Anatomie», en Art Press, nº18, 1978, 11 (Edición original en La Rue, 12 de Julio de 1946).

[8]   En el original francés, Artaud emplea el término “persil” que podría designar tanto el perejil – aunque no existe el perejil de ajo – como Persil, la famosa marca de detergente de la multinacional alemana Henkel, que desde los años veinte había conquistado todo el mercado europeo y que debía su nombre a sus ingredientes originarios, el Perborato y el Silicato. Un Persil de ajo, un detergente de ajo, nauseabundo pues, con el que frotar el vientre ensangrentado, concuerda mejor con el contexto de la frase.

[9]   Antonin Artaud, «Le Théâtre de la Cruauté et l’Anatomie», en Art Press, nº18, 1978, 11 (Edición original en La Rue, 12 de Julio de 1946).

 

[10]  Antonin Artaud, «Le Théâtre de la Cruauté et l’Anatomie», en Art Press, nº18, 1978, 11 (Edición original en La Rue, 12 de Julio de 1946).

Al término de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos se convertirán para Artaud en el nuevo peligro para la humanidad: en Para acabar con el juicio de Dios expresaba abiertamente sus temores acerca de los experimentos genéticos del gobierno americano: «Ayer me enteré de una de las prácticas más sensacionales de las escuelas públicas americanas y que hace probablemente que este país se crea a la cabeza del progreso. Parece ser que, entre los exámenes o pruebas a los que someten a un niño que entra por primera vez en una escuela pública, figuraría la llamada prueba del licor seminal o esperma, y que consistiría en pedir a un niño recién llegado un poco de su esperma para introducirlo en un tarro y así tenerlo listo para todos los ensayos de fecundación artificial que podrían más adelante tener lugar. Porque de forma creciente los americanos creen que carecen de brazos y de niños, es decir no de obreros sino de soldados en vista de todas las guerras planetarias que pudieran en el futuro tener lugar y que estarían destinadas a demostrar por las aplastantes virtudes de la fuerza la superexcelencia de los productos americanos», en Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1639-1640.

[11]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 55.

[12]  Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto, trad. de Ana Mendoza, (Madrid: Ediciones Sequitur, 1997).

[13]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 549.

 

[14]  Roberto Calasso, La ruina de Kasch, trad. de Joaquín Jordá, (Barcelona: Editorial Anagrama, 1989), 139.

[15]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1654.

[16]  De hecho, se empezó a cobrar antes por la entrada en los teatros anatómicos que en los teatros dramáticos.

[17]  David Le Breton, La chair à vif : de la leçon d’anatomie aux greffes d’organes, (Paris: Editions Métailié, 2008), 184-186.

[18]  Molière, Le malade imaginaire, en Théâtre choisi, M. Rat (ed.), (Paris: Garnier Frères, 1962), 648.

 

[19]  Florence de Mèredieu, Antonin Artaud dans la guerre: de Verdun à Hitler, (Paris: Blusson, 2014), 241.

[20]  Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Tercera redacción”, en Obras. Libro I/Vol.2, trad. de Alberto Brotons, (Madrid: Editorial Abada, 2008), 85.

[21]  Peter Adam, El arte del Tercer Reich, trad. de Antonio Prometeo Moya, (Barcelona: Tusquets, 1992), 44.

[22]  George L. Mosse, La nacionalización de las masas, trad. de Jesús Cuéllar, (Madrid: Marcial Pons, 2005), 261.

[23]  Peter Adam, El arte del Tercer Reich, trad. de Antonio Prometeo Moya, (Barcelona: Tusquets, 1992), 82.

 

[24]  Robert Desnos, el poeta surrealista francés, que siempre estuvo tan pendiente de la salud de Antonin Artaud, hizo el itinerario inverso: primero lo deportaron en 1944 a Auschwitz y finalmente, después de recorrer varios campos de concentración, acabó, exhausto, muriendo el 8 de junio de 1945 en Theresienstadt. Cuando Artaud se entera en el asilo de Rodez de la muerte de su amigo escribe que «morir demasiado joven es un destino terrible, pero que un poeta muera de tifus en un campo de exterminio es odioso. Y esto no se puede perdonar», en Florence de Mèredieu, C’était Antonin Artaud, (Paris: Fayard, 2006), 824.

 

[25]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 556.

[26]  Ibid., 556.

[27]  Robert Antelme, L’espèce humaine, (Col. Tel, Paris: Gallimard. 1957), 212.

[28]  Armand Gatti y Claude Faber, La poésie de l’étoile, (Paris; Descartes et Cie, 1998), 67.

[29]  Aunque a simple vista esta analogía pudiera parecer exagerada, no lo es en absoluto, como bien recuerda Jacob Rogozinski: «Se sabe que –con excepción de Alsacia– los nazis no aplicaron en la Francia ocupada el programa de eutanasia que ya habían puesto en marcha en Alemania. Ahora también se sabe que, en el contexto de la Ocupación, algunos responsables de los hospitales psiquiátricos franceses no dudaron entre 1940 y 1943 en dejar morir de hambre y de miseria a decenas de miles de enfermos mentales. Sin la ayuda de su madre y de sus amigos, sin su traslado a Rodez, probablemente [Artaud] no hubiera sobrevivido a su internamiento [en Ville-Évrard]», en Jacob Rogozinski, Guérir la vie. La Passion d’Antonin Artaud, (Paris: Les Éditions du Cerf, 2011), 43.

 

[30]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 565.

[31]  Nicholas Humphrey, La reconquista de la conciencia. Desarrollo de la mente humana, trad. de Juan José Utrilla, (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 100.

[32]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 520.

 

[33]  Ibid., 556.

[34]  Ibid., 567.

[35]  Ibid., 575.

[36]  Ibid., 555.

[37]  Anaïs Nin, Diario I (1931-1934), ed. de G. Stuhlmann, trad. de Enrique Hegewicz, (Barcelona: Bruguera,
1984), 242.

[38]  Ibid. 243.

[39]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1378.

[40]  Jordi Soler, Diles que son cadáveres, (Barcelona: Mondadori, 2011), 82.

[41]  Anaïs Nin, Diario I (1931-1934), ed. de G. Stuhlmann, trad. de Enrique Hegewicz, (Barcelona: Bruguera,
1984), 289.

 

[42]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 80-81.

[43]  Ibid., 41.

[44]  Florence de Mèredieu, C’était Antonin Artaud, (Paris: Fayard, 2006), 194.

[45]  Véase, Florence de Mèredieu, C’était Antonin Artaud, (Paris: Fayard, 2006), 205.

[46]  «Caligari es una premonición muy específica en cuanto usa su poder hipnótico para imponer su voluntad a su instrumento, técnica precursora, en contenido y propósito, al manejo del alma que Hitler fue el primero en practicar a gran escala», en KRACAUER, Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, trad. de Héctor Grossi, (Madrid: Paidós, 2008), 73.

 

[47]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 165.

[48]  Véase Richard Holmes, La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo, trad. de Miguel Martínez-Lage y Cristina Núñez Pereira, (Madrid: Turner/Noema, 2012), 414-415).

[49]  Florence de Mèredieu, Antonin Artaud dans la guerre : de Verdun à Hitler, (Paris: Blusson, 2014), 59.

 

[50]  Susan Sontang, “Una aproximación a Artaud”, en Bajo el signo de Saturno, trad. de Juan Utrilla Trejo, Barcelona, Debolsillo/Mondadori, 1981), 52.

[51]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1692.

[52]  Ibid., 962.

[53]  Michel Onfray, La pensée qui prend feu. Artaud le Tarahumara, (Paris: Gallimard, 2018), 23.

[54]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 183.

[55]  Véase Francisco González Fernández, “El lápiz de Artaud”, en Revista de Filología Románica, 2007, Anejo V, 153-164.

[56]  Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1656.