doi: https://doi.org/10.25185/7.7
Artículos
La explosión verde neogranadina y Montebello: paisaje y jardín en La otra raya del tigre
The Green Explosion
from New Granada and Montebello: Landscape and Garden in La otra raya del tigre
A explosão verde de Nueva
Granada e Montebello: paisagem e jardim em La otra raya del tigre
Yessica
Andrea Chiquillo Vilardi1
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-3914-0329
1 Universidad Nacional de Colombia, Colombia
ychiquillo@unal.edu.co
Resumen:
En este artículo estudio la novela La otra raya del tigre (1975) del escritor colombiano Pedro Gómez Valderrama. Esta obra, enmarcada dentro de la literatura de viajes, dialoga con los imaginarios de la Colonia, la narrativa de los diarios y crónicas de viajes de los siglos XVIII y XIX, los tópicos clásicos literarios y la desacralización y naturalización del entorno salvaje (montañas, mar, grutas, selva) promovidas por la Ilustración. Para el análisis de las configuraciones espaciales que allí se dan me concentré en dos escenarios narrativos específicos: Montebello y la selva neogranadina. Estudio ambos escenarios a la luz de los conceptos de jardín y paisaje, respectivamente. Analizar estos escenarios permite comprender las condiciones específicas de estos espacios imaginados y dar cuenta de la dimensión geográfica de la representación de un territorio en la literatura (geopoética). Finalmente, considero Montebello como la concreción de un locus amoenus. En cuanto al paisaje neogranadino, está asociado al tópico del locus horridus. En La otra raya del tigre la construcción estética del paisaje depende de tres procesos claves: la contemplación, la imaginación y los desplazamientos del viajero.
Palabras clave: Literatura de viajes, paisaje, jardín, Literatura colombiana, Pedro Gómez Valderrama.
Abstract:
In this paper I took as an object of study the
novel entitled La otra raya del tigre (1975) by Colombian writer Pedro
Gómez Valderrama. This work, classified in the genre of Travel Literature, it
is built up with the imaginaries from the Colonial Period, the characteristic
narratives of travel journals from 18th and 19th centuries, classic literary
topos, demystifying and naturalization of the wild (mountains, sea, caverns)
promoted by The Enlightenment. In order to analyze the configuration of the
places, I focused on two specific settings: Montebello and New Granada
landscape. I used the notions of landscape and garden to study those settings,
respectively. Analyzing these settings allows to comprehend the specific
conditions of imaginary places and, besides, to notice the geographic dimension
of the representation of a territory on literature (Geopoetis). Finally, I
consider Montebello such as a locus amoenus. In the other hand, New
Granada landscape is related to locus horridus. In La otra raya
del tigre the aesthetics construction of landscape depends on three
key procceses: contemplation, imagination and explorer’s journey.
Keywords: Travel Literature, landscape, garden, Colombian Literature, Pedro
Gómez Valderrama.
Resumo:
Neste artigo, tomo como objeto de estudo o romance La otra raya del tigre (1975), do escritor colombiano Pedro Gómez Valderrama. Este trabalho enquadra-se no literatura de viagens, o diálogo com o imaginário da Colônia, a narrativa dos diários e viagem dos séculos XVIII e XIX, os clássicos temas literários e desmistificação e naturalização de ambiente selvagem (montanhas, mar, cavernas, selva) promovido pelo Iluminismo. Para a análise das configurações espaciais que ocorrem lá, concentrei-me em dois cenários narrativos específicos: Montebello e a paisagem de Nova Granada. Ambos os cenários eu estudo, respectivamente, à luz dos conceitos de jardim e paisagem. A análise desses cenários nos permite entender as condições específicas desses espaços imaginados e dar conta da dimensão geográfica da representação de um território na literatura (geopoética). Finalmente, considero Montebello como a concreção de um locus amoenus. Quanto à paisagem neogranadino, está associada ao tópico locus horridus. Na La otra raya del tigre a construção estética da paisagem depende de três processos principais: contemplação, imaginação e viagem do explorador.
Palavras-chave: Literatura de viagem, paisagem, jardim, literatura colombiana, Pedro Gómez Valderrama.
Recibido: 08/03/2019 - Aceptado: 01/09/2019
«Dijo
que cuando lo dejó el barco en Santa Marta,
se sintió físicamente perdido entre la selva,
ahogado por la explosión verde»
Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre
«Somos
los artistas de la visión
que aparece delante de nosotros»
Raffaele
Milani, Paisaje y pensamiento
Desde la primera página de La otra raya del tigre (1975) se plantea el impacto que la naturaleza genera en su protagonista, Geo von Lengerke. Este alemán en exilio surca el Atlántico y decide adentrarse en la selva de la República de la Nueva Granada en el año 1852. Con la mente poblada de lecturas románticas de Alexander von Humboldt en su recorrido por América, elige este destino como en busca de una tierra prometida. Allí pretende encontrar al buen salvaje, allí creerá volver a un estado primigenio del hombre fundido con la naturaleza. En aquella estadía tropical, Lengerke encarna una dialéctica con el espacio que me interesa explorar en este artículo. Su peregrinaje es clave porque visibiliza el paisaje neogranadino, da lugar a descripciones espaciales producto de la contemplación e intervención de aquella tierra desconocida. Más adelante, una vez se instala en un punto geográfico elevado del Estado soberano de Santander, erige su propia concepción de paraíso, un castillo al que llamará Montebello, lugar recluido que analizaré a la luz del concepto de jardín.
Detenerse en estos escenarios presentes en la novela de Gómez Valderrama es clave para comprender las condiciones específicas de aquellos espacios imaginados y, de manera más general, para dar cuenta de la dimensión geográfica que tiene la representación de un territorio en la literatura. Fijarse en el ordenamiento de los lugares en un texto es tarea de la geopoética o, en palabras de Fernando Aínsa, de «una aproximación a la geografía desde un punto de vista literario»[1]. El crítico uruguayo se sirve de la geografía como metáfora del espacio. Si un mapa es una representación abstracta (e incompleta) de un lugar real y concreto, así mismo opera la descripción de un lugar en la literatura. Al respecto, Aínsa hace una importante distinción entre el lugar real y el lugar hecho palabras: «El paisaje habitado y construido es topos, y una vez este paisaje es descrito, trasvasado a la literatura, se convierte en un logos»[2], es decir, en un espacio imaginado. Cabe precisar que la imagen resultante de este proceso descriptivo no es objetiva: «hay siempre una representación del espacio que organiza la realidad en función de la perspectiva que la guía»[3]. Esto implica que la naturaleza retratada (descrita, pintada, dibujada) es un punto de vista: está condicionada por el sujeto que la contempla (que viene con un determinado aparato ideológico, visión de mundo, creencias, prejuicios...). Lo anterior, desde luego, aplicará para los abordajes analíticos sobre el paisaje y jardín.
Montebello
Con el ánimo de establecer su morada, Lengerke empieza su gran proyecto Montebello: una hacienda que contiene una casona tan imponente que la gente de los pueblos aledaños se referirá a ella como ‘El castillo’. Instala su fortaleza en lo alto de las montañas, limitando con la selva y el río Magdalena. La ambición de este proyecto se evidencia en todas las fuerzas reunidas que se requirieron para hacerlo realidad:
«Nunca tampoco se habían empleado allí
tantos obreros, porque no solamente estaban los que excavaban y los que erigían
los anchísimos muros, a la manera española, sino también los que
despejaban de monte la considerable área que en derredor de la casa formaría los
jardines rodeados de muros y el área del poblado feudal»[4]
Podemos notar que Montebello se emparenta con la tipología de los jardines medievales, pues es un lugar cerrado, rodeado de muros, protegido. Los portales y muros anchísimos son una muestra de su dominio, poder y riqueza. Pero otra intención que aflora con este cercamiento es su necesidad de soledad, a pesar de que más adelante será interrumpida por las dinámicas del pueblo artificial que creó en derredor del castillo. Este lugar cumple con varias de las características compositivas y funcionales del jardín. Ante todo, es una creación del hombre, un punto en la cima de las montañas agrestes que representa la superación del entorno salvaje.
Otras de las funciones de Montebello podemos explicarlas a la luz del texto Jardinosofía de Santiago Beruete, donde el autor señala: «No olvidemos que un jardín conspira para atraparnos, que es una estrategia cuidadosamente urdida para seducirnos e, incluso, llegar a hacernos olvidar la realidad»[5]. Precisamente esta morada imposible, incompatible con el entorno neogranadino en donde se erige, busca un distanciamiento: alejar a Lengerke de la realidad, protegerlo de las contingencias de las guerras civiles del siglo XIX, de las trifulcas entre liberales y conservadores, artesanos y comerciantes. Y a medida que esa casona amurallada lo aleja de aquella realidad turbulenta, también lo aproxima a épocas y lugares inalcanzables. Como un jardín, estimula las fantasías escapistas de Lengerke, pues «encierra una nostalgia de los orígenes y, en este sentido, es una nostalgia espiritual»[6]. Es nostalgia de Europa, de Bremen, de todas las ciudades que habitó en el Viejo Mundo. Así como «el jardín es la parcela más pequeña del mundo y es por otro lado la totalidad del mundo»[7], Montebello también representa una totalidad, la del mundo occidental. Este lugar amurallado encierra los sueños afiebrados del extranjero, la nostalgia del hogar europeo que dejó atrás: «Montebello es la realización de un sueño, la materialización de su nostalgia de Europa. Aquí se quedará, en ese rincón andino que es Santander, pero tiene que darle albergue a sus fantasmas, a su cultura, a su necesidad de grandeza, a sus placeres, a su más íntimo ser»[8].
Como todo proyecto que surge de la nostalgia, Montebello adquirió una fisonomía muy peculiar. El hecho de que haya sido construido con el fin de que Lengerke se sintiera como si no hubiese abandonado Bremen, influyó en su arquitectura onírica. Dicha arquitectura es planteada por Gaston Bachelard en La poética del espacio (1997) como el albergue de los sueños del morador y está relacionada con la necesidad del hombre de materializar la casa natal en otros lugares. Cabe precisar que Bachelard está pensando en espacios que no tienen geografía, en lugares que perviven en la interioridad del individuo: “la casa natal está físicamente inscrita en nosotros”[9]. Dada esta idea, el impulso nostálgico que mueve a Lengerke es proyectado en sus demás aposentos, pues adondequiera que vaya querrá siempre materializar su primer hogar. Esta necesidad de arraigo le da al castillo una naturaleza heterogénea, híbrida:
«Hay entonces una especie de sincretismo cultural que va, retazo por retazo, armando esa casa deseada, esa casa soñada [...] Montebello es una casa mestiza, producto de la unión de América y Europa. Una casa híbrida con alma de castillo gótico, llena de objetos que van poblándola de naturalezas distintas»[10].
Para complementar el análisis de este lugar ficcional es necesario acudir a otro concepto, el de heterotopía. Para Beruete las heterotopías, al contrario de las utopías, son lugares físicamente localizables que «tienen el poder de yuxtaponer en un único sitio varios espacios en sí mismo incompatibles»[11]. Lo anterior implica disrupciones en el flujo temporal. Precisamente con Montebello vemos esta intención de contener en un mismo espacio diversos lugares y épocas: «Así, como en este punto se encuentra la selva y la cordillera, la roca y el árbol, van a encontrarse el pasado y el futuro»[12]. Allí, por ejemplo, conviven un piano traído de Hamburgo, dos estatuas de mármol traídas de Italia, un cañón de la batalla de Sedán y un pletórico caimán arrancado de las aguas del río Magdalena. En esta suerte de heterotopía, Lengerke podía embriagarse con las notas musicales de Mozart, Beethoven, Berlioz; embelesarse con las formas barrocas de las estatuas, el recuerdo de la victoria del imperio de Prusia y exhibir un animal como recuerdo de los peligros de la selva tropical que, en un principio, logró dominar. Dichas presencias heterogéneas también están proyectadas en la composición ecléctica del jardín: «los balcones que dan a los jardines parecen abrirse a un mundo feérico de flores de otros países, a un verano en el Rin, o en las laderas de los Alpes»[13]. Aquel vasto jardín que descendía por la montaña se refleja en el espejo instalado en un salón de la casona, acaso como un medio para multiplicar las dimensiones de su imperio. Así mismo, dicho jardín intenta encarnar algunos de los aspectos que conforman el tópico clásico del paraje ameno:
«Ya sobre las paredes blancas comenzaban a trepar las enredaderas, las buganvillas voluptuosas, los distantes resucitados del jardín. Un sombrío de árboles conservados alrededor de la construcción le daba frescura apacible en medio del tórrido clima. A lo lejos parecía en verdad un castillo soberbio, en torno al cual se iban recogiendo las ovejas de las casas del pueblo, concebido para rodear apaciblemente la casa prócer del héroe, del príncipe»[14].
Lengerke quiere proveerse de un paraje hermoso y umbrío. Las ovejas y las cabras —que también son mencionadas en la obra— son un elogio a la vida campestre y, como animales apacibles, ayudan a recrear una atmósfera de paz y tranquilidad. Aquí, sin embargo, la presencia del agua, representada en el estanque donde reposa el caimán, no está emparentada con aquella ambientación apacible: al contrario, produce pavor y una especie de veneración hacia el dueño cuyo poder fue capaz de enclaustrar a una bestia salvaje. Hay además debajo de la casa una cava secreta construida por amigos alemanes destinada a servirle al protagonista como refugio en tiempos de guerra. Además de estas medidas de seguridad, la ubicación inaccesible de Montebello cumple otro papel importante: otorgarle libertad. A su morada solo pueden ingresar los que hayan sido invitados y, una vez dentro, no estarán sometidos a la moral de la sociedad neogranadina; la única religión que profesarán será la del libertinaje y la voluptuosidad. Su castillo será, desde luego, el escenario de legendarias fiestas dionisíacas[15].
Montebello también despierta en Lengerke un afecto filial, como si al contemplar aquella construcción estuviera contemplando su rostro: «Lengerke miraba crecer su fábrica con íntimo orgullo, con la más alta complacencia depositada en aquellos muros». Ciertamente en aquella casa él intentaba contener todo lo que le recordara a su propio ser: «Dijo un día que le parecía estar construyéndolo dentro de él mismo, pero todos sabían que al construirlo copiaba lo que estaba dentro de él»[16]. Sus fantasías, sueños e ideales estaban proyectados en aquella tamaña construcción.
La ubicación axial de Montebello
Son muchas las alusiones respecto a la ubicación central de Montebello. Sabemos, por ejemplo, que todos los caminos que pretende construir este alemán con ínfulas de colonizador conducen a su imperio: «Lengerke extendió la red de su castillo por el occidente de Santander. El castillo, Montebello, era el ombligo genial del cual se desprendían los caminos y sus aventuras»[17]. ¿Pero qué hay detrás de aquella intención de volver Montebello el centro del mundo habitado?
Volviendo al concepto de jardín, es preciso detenernos en el significado de su ubicación central. Mario Satz se refiere al jardín como una forma de materializar la nostalgia del paraíso. Siguiendo a Mircea Eliade, Satz resalta que la ubicación de los paraísos siempre será axial, es decir, que «constituye un centro, un nódulo de gracia, lo que significa que desde su interior todo equidista de todo y el cielo está tan cerca de la tierra que las estrellas se pueden tocar»[18]. Esta cualidad axial también la encarna Montebello, cuya ubicación, además de simbolizar una tierra prometida, está relacionada con el deseo de Lengerke de querer dominarlo todo con la mirada. Sin embargo, el hecho de que para él su castillo fuera el centro del mundo habitado, no quiere decir de ningún modo que este se encontrara efectivamente el centro de la selva de Santander, pues como lo plantea Fernando Aínsa, la selva como logos es ilimitada y laberíntica porque carece de centro. Por tanto, aquello que el colonizador considera como ‘centro’ es en realidad una construcción subjetiva que parte de una experiencia muy limitada. En este orden de ideas, «el centro del mundo está donde el hombre ha decidido abrir un claro en la selva y significar el espacio»[19]. Es así como este inmigrante alemán cree observar todo su imperio desde un torreón:
«aquí, en este sitio, desde donde puede verse todo Santander, desde donde se ve el Magdalena, desde donde, al otro lado, se alzan los farallones de la cordillera, y se llena el mundo de este cielo azul que nadie va a poderme disputar»[20].
Con lo anterior, notamos cómo Montebello cumple varias funciones relevantes de un jardín: 1) es una representación simbólica de poder; 2) su ubicación central o axial también es simbólica; 3) al considerar el castillo como una heterotopía, la presencia de objetos provenientes de distintos lugares cobra importancia en la confluencia de flujos temporales y, a su vez, hace que su morador se sienta dueño del mundo y, finalmente, 4) la impresión de albergar una totalidad —el mundo occidental— hace de este lugar una especie de microcosmos.
Paisaje neogranadino
En comparación con el jardín, el sentido estético del paisaje es tardío. Solo hasta principios del siglo XVIII hubo una sensibilidad hacia la belleza intrínseca del mar, las montañas, las grutas y la selva. Esta invención del paisaje estuvo de la mano con la desacralización y naturalización del entorno salvaje promovida por la Ilustración. Por su parte, la valoración estética del paisaje surgió gracias a la sensibilidad romántica hacia la naturaleza[21]. Al respecto, en La otra raya del tigre es constante la alusión al paisaje desde una mirada romántica a la que también hay que sumarle el trasfondo ideológico de la Colonia.
La descripción del paisaje que intenta emular la novela corresponde a la tradición de las crónicas y diarios de viaje del siglo XVIII y XIX, las cuales despiertan el interés por explorar tierras desconocidas, por descubrir el secreto que entrañan las tierras no occidentales. El imaginario colonial que se tenía del Trópico cobra aquí importancia: el énfasis en los mosquitos, la exuberancia vegetal, el calor, la insalubridad del ambiente, los indefinibles obstáculos y peligros que representa el camino:
«La selva de las orillas aparecía densa y apretada, con un verde distinto, en medio de la malsana quietud del calor, que sólo rompían el ruido de las calderas del barco al aproximarse, y el de las palas de las ruedas al batir el agua amarilla, que hacían salir bandadas de pájaros de colores y provocaban el chillido de micos enemigos»[22].
Así mismo, las adjetivaciones pertenecen a este imaginario colonial: las aguas son agresivas, penosas, el cielo es injurioso. Todos los elementos del entorno y la manera como son descritos aluden a un mundo de barbarie. ¿Cuál es el trasfondo ideológico que soportaba tales adjetivaciones? Recordemos que en el siglo XVIII el clima era considerado por varios naturalistas europeos como un factor importante para explicar la ‘inferioridad’ de las especies. En lo que respecta a los animales y plantas, el conde de Buffon sustentaba que las criaturas oriundas del continente americano eran «definitivamente distintas y en muchos casos inferiores, siendo ésta una consecuencia de su clima húmedo que tiene como efecto su degeneración; es decir que para el naturalista francés la humedad del clima resta vigor y empequeñece a los seres vivos»[23]. De esta manera, el calor de Trópico y su influjo sobre los seres organizados se volvió un tema de discusión científica. De ahí que científicos como el neogranadino Francisco José de Caldas se esforzara luego por encontrar en la presencia de los pisos términos una solución: si bien no objetó las tesis de los reputados naturalistas europeos como Buffon, las matizó «por la enorme variedad de climas que ofrecen las cordilleras americanas. Gracias a su altura en el trópico existen climas idóneos o incluso mejores que los climas europeos para el florecimiento de la cultura y la civilización»[24].
En La otra raya del tigre se bosqueja un panorama de la selva gracias a la voz narradora omnisciente del Abuelo, quien hace un paneo a medida que Lengerke avanza en su peregrinar por la República de la Nueva Granada. Esta mirada se detiene principalmente en la topografía accidentada, las montañas, las variaciones del cielo, los colores de la selva, el río, la temperatura. Aunque no se detiene en la especificación de los árboles, sí expresa el efecto que produce su sobreabundancia, aquella ‘explosión verde’ que hizo sentir físicamente perdido al protagonista apenas arribó al puerto de Santa Marta. También se destaca el componente zoológico en la descripción del entorno natural:
«El barco seguía avanzando pausadamente, había que subir la cubierta y tratar de divisar los papagayos, los micos, los caimanes varados en la arena, los jabalíes, las plumas asombrosas de las garzas, las flechas de los loros. De pronto, todo pareció aquietarse, el sol comenzaba a caer, no quedaban sino los mosquitos, los jejenes que consumaban su maravillosa agresión sobre la piel de los viajeros»[25].
En este inventario de animales hay tanto criaturas que producen asombro, admiración; como aquellas que representan una amenaza para el viajero. En contraposición con la atmósfera que recrea el jardín, aquí la selva, lugar donde pululan tigres y serpientes, sobresale como un medio hostil, una naturaleza indomable que le impone sus leyes al hombre; cualidades que coinciden con el tópico literario del locus inamoenus o también llamado locus horridus. Observamos estas alusiones a la selva como entorno enemigo, por ejemplo, en la escena en que Lengerke va remontando en un vapor las aguas del río Magdalena, con otros viajeros a bordo entre los que se encuentran el Padre Alameda, las señoritas Santa Cruz y Madame Nodier:
«A veces el rugido de un tigre ponía el alerta en el paisaje; otras veces, creía oír el sedoso resbalar de las culebras, y la Nodier soñaba que invadían el barco, que la envolvían y la apretaban como nadie antes lo había hecho»[26].
La idea de la selva como espacio enemigo no se alimenta únicamente de peligros reales que el viajero pueda enfrentar en el recorrido, también de miedos infundidos por el mismo entorno desconocido, miedos imaginados. Los tripulantes, acosados por los mosquitos y el bochorno infernal, a medida que penetran la selva experimentan distintas maneras de ver la naturaleza. Sus impresiones transitan entre el asombro y el pavor desmedido: «es la visión subjetiva del ser humano la que transforma un escenario paradisíaco en infernal [o viceversa]»[27]. Por tanto, la selva no es la misma para todos. En la novela, los trabajadores que extraen el caucho y la quina de las selvas tienen una percepción muy distinta a la del indio, y la percepción de este último se distancia de manera considerable de aquella construida por los colonizadores, comerciantes y exploradores. Este último grupo se caracterizará por su anhelo de querer domar, dominar, medir, clasificar, inventariar la selva. En cambio, hay algo en común entre los obreros y los indios: reconocen la imposibilidad del hombre de dominar la selva. Y esta es la perspectiva que adopta el narrador omnisciente de la novela: no se refiere a la selva como el reino del hombre, sino como el reino del caimán y el tigre.
En su propuesta de geopoética, Aínsa acude a un corpus de novelas latinoamericanas cuyas historias se desarrollan en la selva tropical. El tratamiento literario de este topos evoca un mundo cerrado y misterioso «que provoca adhesión o rechazo, cuando no ambas sensaciones entrelazadas en un sentimiento confuso y difícil de expresar»[28]. Aquel sentimiento de confusión es lo que Beruete denomina como lo sublime: «la ambivalente emoción que provocan las tierras vírgenes y los grandes espacios naturales no sometidos al hombre: un deslumbramiento no exento de horror»[29]. Esto es, en otras palabras, un placer mezclado de espanto. Los miedos infundidos que refuerzan el tópico del locus horridus son muy frecuentes en otras obras literarias colombianas que tienen como escenario principal la selva tropical. Tal es el caso de la novela El País de la Canela del escritor William Ospina. En esta obra ambientada en el siglo XVI, un narrador autodiegético le habla sobre sus experiencias atravesando la selva amazónica a un joven que tiene la intención de emprender un viaje en busca de aquel inmenso río. Con el fin de disuadirlo de su empresa, el narrador hace énfasis en el horror de la selva, en los efectos psicológicos que aquella estadía llena de penurias dejó en él y en los demás hombres que hicieron parte de la obsesiva y fracasada expedición en busca de un bosque de árboles de canela cuyas coordenadas solo se encontraban en la enfebrecida imaginación de los conquistadores. La percepción del protagonista acerca de la selva hace énfasis en el miedo y los peligros que lo acecharon:
«Después de atravesar sus dominios tardamos mucho en volver a ser nosotros mismos, nos persiguen sus aullidos, sus zumbidos, su niebla, una humedad que repta por los sueños, que invade las casas donde dormimos aunque ya nos encontremos en ciudades remotas. Estarás a salvo en el día, pero en la noche, alrededor de tu sueño, crecerán follajes opresivos, sonarán cascadas y arroyos, rugirán cosas ciegas en los tejados de las torres, el aire de las alcobas se llenará de vuelos fosforescentes y de cosas negras con hambre, cosas que afilan sus dientes en la tiniebla»[30].
Tal es el horror que la expedición por la selva amazónica engendró en el protagonista que, incluso estando lejos de aquel lugar, los recuerdos lo persiguen y atormentan en sueños.
Secularización de la montaña
Atravesar la selva neogranadina se vuelve una suma de innumerables obstáculos que pueden hacer flaquear al viajero. La voz narradora del abuelo es testigo de esta sucesión de peligros que Lengerke encuentra a su paso y lo acompaña como una deidad que lo ve todo desde las alturas:
«El abuelo siguió el viaje de Lengerke. Le vio llegar al puerto de Botijas, le siguió por los tremedales, le vio luchar con las adversidades del pantano y de la roca, le vio adaptarse, como un gato que ejerce sus siete vidas, a los peligros del transmonte de la cordillera» [31].
Esta visión negativa de las adversidades de la roca y los peligros de la cordillera refuerza el tópico del locus horridus asociado a la montaña. Sin embargo, en esta novela el deseo de Lengerke de construir caminos y puentes para conectar comunidades aisladas por la topografía violenta y la maleza —además de todas las intenciones de usufructuar la tierra que tal deseo guardaba— se distancia un poco de este tópico literario. En su ánimo de civilizar, sus exploraciones en el monte permiten un mejor acercamiento a la montaña. Esta óptica narrativa dialoga con el cambio de sensibilidad que se dio durante el siglo XVIII: la evolución de la ciencia geográfica y las tentativas del alpinismo contribuyeron a una secularización de la montaña[32]. Esto tiene que ver con «el surgimiento de un nuevo tipo de exploración científica que puso en marcha un programa de clasificación y ordenamiento de la naturaleza a escala global»[33]. Asimismo, la figura del explorador científico adquiere un lugar importante en este proceso de secularización del mundo. El explorador de la época se destaca por ser un hombre letrado, perteneciente a la aristocracia como también a
«las élites sociales y científicas de Europa. Equipados con un arsenal de instrumentos diseñados para la recolección de información sobre geografía, sobre los recursos naturales, el clima y los habitantes de cualquier lugar del planeta, estos personajes y sus aparatos encarnan el poder de la “civilización”, de la ciencia y la tecnología europeas»[34].
Lengerke se convierte en símbolo de progreso y civilización, intentará domar la selva o lo que Beruete llama la primera naturaleza: «el territorio en estado salvaje, intocado por la mano del hombre, puro y virginal»[35]. Aunque los peligros de la montaña eran inminentes, el deseo por explorar lo desconocido no cesaba. Este espíritu de observación que encarna Lengerke bajo la figura del explorador/colonizador influye en la manera como contempla este elemento natural en particular:
«En la selva del río, todo es verde. Aquí en la cima, es rojizo y violeta, es azul como las olas distantes de un mar. Aquí desaparece la llanura, parece como si alguien hubiera arrugado la tierra. Las montañas desnudas, cabras, espinos y hierba pobre, abren entre sí los profundos abismos. La selva libertina, la montaña ascética. En la montaña, el paisaje queda detrás del hombre, y sin embargo no hay un sitio que pueda contenerse en un cuadro» [36].
Del pasaje anterior, muchas cosas llaman la atención. Por un lado, la descripción del escenario elevado y pedregoso, con vueltas y precipicios, lo podemos relacionar con la simbología religiosa de la ascensión (locus almus). Sin embargo, este ascenso a la montaña que emprende el protagonista está despojado de todo valor espiritual. Aquí la verticalidad y el ‘ascetismo’ de la montaña no tienen una equivalencia teológica. Llegar a la cima, lejos de acercarlo a la morada de los dioses, lo convierte a él en un dios: desde lo alto podrá vigilar todo su imperio. Construir un castillo en la cima de un paisaje austero y desnudo va en contra de las leyes naturales, lo cual también es una muestra significativa de su poder: «Las tierras se iban pelando, iban desapareciendo las vegetaciones, no quedaba sino la roca, y allá arriba, entre rebaños de cabras, nubes y espinos, la casona, el castillo, la morada del hombre alemán»[37]. Por otro lado, hay una descripción de los elementos paisajísticos (cabras, espinos, hierba pobre) y la gama de colores (rojizo, violeta, azul) que solo es posible gracias al distanciamiento que ofrece el punto geográfico elevado: la lejanía se vuelve clave para poder apreciar una suerte de totalidad del paisaje y, sin embargo, el mismo observador es consciente de que este no se puede contener. Es así como la selva desborda la mirada de quien la explora y lo aplasta con su inmensidad: «El río serpentea, rodeado de selva, cortado más arriba por las rompientes del rápido. Hacia el Sur se tiende la visión ilímite, bordeada por las grandes montañas»[38]. Esta idea de la visión ilimitada o la imposibilidad de contener el paisaje en un solo cuadro, también se desarrolla en el siguiente pasaje de la novela:
«Lengerke miraba, se emborracha de colores, de las mutaciones asombrosas del río, de la naturaleza que no podía encerrarse en un cuadro porque quedaría reducida a los manchones verdes; entraban en el reino del bagre, los colores de los peces al amanecer eran azules y rosas y violetas, pero caía el sol y rebotaba tres veces sobre el agua y comenzaba entonces el reino verde del Caimán»[39].
Aquí notamos cómo la perspectiva del distanciamiento permite una observación total de la selva, pese a que se pierdan los detalles y la nitidez –de ahí la mención de los manchones verdes–. En suma, la selva tropical se convierte en una suerte de paisaje imposible debido a sus tamañas dimensiones que parecieran ser enmarcadas tan solo por el horizonte brumoso de las montañas.
El paisaje y los viajes
En esta novela los viajes son materia importante en la concepción del espacio. El movimiento y las transformaciones internas que se dan en Lengerke van de la mano con las distintas percepciones que le generan los lugares transitados. Raffaele Milani plantea esta relación entre la construcción del paisaje y el desplazamiento: «El descubrimiento estético del paisaje surge de descripciones que cambian con la mudanza de lugar del observador, con sus subidas y bajadas, con sus desplazamientos a pie, a caballo o en automóvil; una movilidad que multiplica los “efectos” de los puntos de vista»[40]. Precisamente el motor de aquella variabilidad del paisaje neogranadino son los viajes: «...la materia del viaje es tan extraña que dos viajes por el mismo camino jamás son iguales»[41]. Así como los lugares cobran vida con el tránsito de los paseantes, la sensibilidad estética del paisaje se enriquece con dichos desplazamientos. A medida que avanza Lengerke en sus caravanas, se van sumando las imágenes que entretejen el paisaje neogranadino:
«Lengerke, al paso lento y firme de la mula, observa las profundidades que abren el amplio valle, las cimas que ascienden frente a él. Un paisaje nunca visto para sus ojos de extranjero, de europeo desterrado; paisaje titánico [...] el extranjero ve pasar las imágenes como una sucesión indefinida de paisajes, altos caminos, curvas retorcidas, valles profundos»[42].
Lengerke viaja «con los ojos abiertos para desentrañar el secreto de esta tierra»[43]. Su mirada es clave en la construcción estética del paisaje, pues transforma todo lo que se posa frente a sus ojos. Con el solo gesto de la mirada y de la imaginación, interviene el entorno natural: «Lengerke cree reconocer huellas de paisajes bávaros, memorias del Tirol, cuando ve entre la hierba el agua de un riachuelo que parece venir del deshielo»[44]. Es también una mirada que romantiza la naturaleza: «La catarata del Tequendama, ese ejemplo soberbio del paisaje romántico»[45]. En palabras de Milani, esto es un claro ejemplo de cómo «El hombre, el observador, se convierte ya en artista cuando acepta la naturaleza dentro de un designio de contemplación e imaginación»[46]. Esta contemplación estética del paisaje va también acompañada de un registro afectivo, pues Lengerke se sentirá conmovido cada vez que encuentre en aquel rincón de América un parecido con la tierra que abandonó:
«Ya llega el grupo al final del ascenso a la altura del mediodía, y entra en el paisaje que han venido anunciando los riachuelos y los presentimientos vegetales de Lengerke. “El Alpe”, le dice en singular uno de los arrieros, y el alemán, al comprobar en el verde la similitud sugerida por el nombre, siente como un estremecimiento el peso de la distancia, al pensar que esta altura está enclavada en medio del trópico»[47].
Un paisaje erótico
Ante la pregunta de si puede ser erótico un paisaje, Alain Roger (2007) nos sugiere lo siguiente: si partimos del hecho de que no hay una naturaleza bella per se, sino que su belleza depende de la percepción estética que hace el ser humano de ella, entonces, de la misma manera podemos comprender la posible erotización del entorno natural: «la transformación de un país (asexuado) en paisaje (erotizado) [que] se efectúa sobre todo in visu, por mediación de la pintura, de la fotografía, de la literatura»[48]. Ahora bien, este proceso de erotización “parece efectuarse preferentemente en lo femenino, como si existiera alguna afinidad entre la configuración geográfica y la anatomía de la mujer: curvas y cavidades, línea de gracia hoghartiana, “unir las curvas de las mujeres a las cimas de las colinas” (Cézanne)...»[49].
En La otra raya del tigre este tipo de erotización se da a través de Leocadia, una de las amantes de Lengerke. Este personaje femenino cobra importancia en la novela por su carácter voluptuoso: «Al andar todos la perseguían con los ojos, analizaban expertamente las formas rebosantes en el traje excesivamente ceñido»[50]. Con su aparición, la narración cambia de foco y se concentra en ella, a tal punto de dar la impresión de que la tierra que pisa, todo lo que toca y contempla queda erotizado. Lo anterior lo constatamos en el pasaje de la larga caravana que lleva a cuestas el equipaje de Leocadia, rumbo a la morada del alemán:
“Leocadia se pone en camino. Su séquito de arrieros y peones la lleva hasta Soatá, en un placentero viaje a través de las tierras boyacenses de su niñez [...] Al terminar una subida se llega a una sucesión de lomas como pechos que se prolongan en el horizonte, cubiertas de un verde tímido y un morado distante con el cual el cielo parece ponerse de acuerdo. O bien hay una sucesión de rocas que descienden hacia el fondo de la hoya del Saravita, o suben hacia el llano de Mogotes, o bordean el Hoyo de los Pájaros”[51].
Es clara la afinidad entre la topografía granadina y la anatomía femenina: las curvaturas de la cordillera se asemejan a las curvas de Leocadia. La voz narradora queda ‘contaminada’ de este erotismo que desprende el personaje y dicha contaminación se ve reflejada en las descripciones espaciales. Este fenómeno también se ve reflejado en la descripción de la caída del Tequendama: «Leocadia se embelesa contemplando la blancura, los arco-iris, la vegetación mojada, y oyendo –sintiendo en el útero– el estruendo de la cascada que rueda como un espasmo inmenso sobre los montes abiertos»[52]. Aquí vemos cómo, en palabras de Roger (2007), se cumple el efecto de la metáfora reversible: así como al paisaje se le confieren algunos atributos físicos femeninos, el cuerpo de Leocadia también es descrito con atributos de la tierra.
Sin embargo, cabe aclarar que el proceso de erotización en La otra raya del tigre se da a nivel de toda la narración. No solo se concentra en Leocadia, sino también en otros personajes femeninos y masculinos como Francisca y, principalmente, Lengerke, cuya mirada erotiza el entorno. De hecho, los lugares que él habita cumplen también un propósito erotizante. Esto lo podemos observar en la legendaria hacienda Montebello: todos los objetos que decoran los espacios interiores están dispuestos para ceremoniosas orgías y multiplicar el placer:
«En Montebello, aunque Lengerke no está impedido de ver más allá de los muros, su visión se concentra en el interior de sus aposentos, rodeado de todos sus objetos, que son su refugio. Es su castillo el lugar donde podrá expandir su cuerpo con las andanzas libertinas. Espejos, muebles, estatuas, camas, tocadores: no hay ningún objeto por simple añadidura, muchos se integran a las ceremoniosas orgías y potencian la capacidad de habitar. Es ahí cuando Montebello deviene espacio sadiano»[53].
El aislamiento de estos aposentos es uno de los requisitos fundamentales para crear una atmósfera protectora donde las leyes religiosas ni la moral podrán ingresar, como mencioné más arriba en el apartado sobre Montebello. La explicación sobre la manera como estos escenarios narrativos dialogan directamente como el universo literario del Marqués de Sade la podemos encontrar en el ensayo Sade, Fourier, Loyola de Roland Barthes. Allí habla, además del ‘mobiliario de la depravación’ cuya función es orquestar la escena erótica, sobre la inviolabilidad de los lugares que, desde luego, tiene un propósito claro:
«Establecer una autarquía social. Una vez encerrados, los libertinos, sus ayudantes y sus súbditos forman una sociedad completa, dotada de una economía, una moral, una palabra y un tiempo, articulado en horarios, en trabajos y en fiestas»[54].
Veamos, por ejemplo, la función que tienen los espejos en el universo sadiano: «Al libertino le gusta dirigir su orgía en medio de los reflejos, en nichos revestidos de espejos o en grupos encargados de multiplicar una misma imagen»[55]. Ahora bien, en La otra raya del tigre los espejos cumplen la misma función dentro de la casona: «Las alcobas, con camas inmensas en que navegan las invitadas, soñando en rivalizar con las estatuas apocalípticas, tienen cascadas de linos y opales, espejos que multiplican la cópula, jofainas de porcelana, vasos de noche pintados a mano»[56].
Conclusiones
Pensar Montebello a la luz del concepto de jardín permitió iluminar muchos aspectos compositivos y funcionales de este lugar ficcional que ocupa un papel protagónico en la novela. El jardín que rodea este castillo tiene una composición ecléctica: no solo incluye elementos típicos de la jardinería europea —como las estatuas de mármol, la diversidad de flores y hierbas, los muros anchísimos que imitan los jardines españoles medievales—; sino que también su arquitectura se adapta a la naturaleza exuberante de América: las voluptuosas buganvillas trepan por los muros del castillo y en el estanque reposa un pletórico caimán, animal en el cual se condensa el imaginario de la selva tropical y, a su vez, se refleja la opulencia del colonizador. Así mismo, el concepto de heterotopía sirvió para comprender mejor la confluencia de diferentes tiempos y lugares que se da en Montebello, lo que también refuerza la fantasía escapista de Lengerke al querer construir esta fortaleza. Por otro lado, su ubicación axial tiene un significado más profundo: hunde sus raíces en la simbología del paraíso. Por último, esta enorme casa del alemán es la concreción de un locus amoenus, pues hay una reapropiación de la naturaleza para convertir la morada en un espacio seguro, tranquilo.
En cuanto al paisaje neogranadino, su atmósfera inhóspita y amenazante está fuertemente asociada al tópico del locus horridus. Esta percepción particular se refleja principalmente en la caracterización del componente zoológico y en el entorno salvaje y virginal que se escapa del control del hombre. Hay, por otro lado, una descripción detallada de la montaña: su altitud es símbolo de poder y, a su vez, otorga una perspectiva total del paisaje. Sin embargo, para el caso de la montaña no se cumple a cabalidad la asociación a un locus inamoenus sino que, al contrario, su descripción en la novela que nos ocupa está íntimamente vinculada con el desarrollo de una nueva sensibilidad durante el siglo XVIII que permitió que este tipo de espacios fueran observados y explorados bajo una luz científica: el deseo de ampliar y conocer en detalle la geografía. En este sentido, la secularización de la montaña hace que el explorador asuma los peligros del trasmonte en aras de tener un conocimiento total del entorno selvático. Por supuesto, este proceso de secularización, producto de una curiosidad científica, también trajo consigo el hecho de que la naturaleza se pensara en términos utilitarios: «Y los caminos: hay algo que le atrae, que le fascina, el trazo audaz, las piedras enormes en escalera, las curvas que se adosan a la topografía violenta, la naturaleza sin domar. Sentirse en un mundo extraño y ajeno, corregir los caminos, descubrir la riqueza»[57]. En La otra raya del tigre la construcción estética del paisaje depende de tres procesos claves: la contemplación, la imaginación y los desplazamientos del viajero. En este sentido, el desplazamiento de Leocadia fue muy ilustrativo: su recorrido a pie y en mula le otorga otro sentido estético al paisaje, uno erotizante. Tanto Montebello como el paisaje neogranadino son escenarios narrativos de una resonancia significativa: parecieran no agotarse con la mirada.
Finalmente, leer con un enfoque de geopoética las obras enmarcadas dentro de la literatura de viajes nos permite dar cuenta de la apropiación de los espacios que se hace desde esta tradición literaria y la manera como enriquece e influye en el imaginario de determinados territorios. Considerando el panorama latinoamericano, esta aproximación de lectura es muy útil para identificar y caracterizar las geografías mentales que construyen los textos literarios, sobre todo aquellos cuya trama se desarrolla en la selva del Trópico y que, además, se alimenta del trasfondo ideológico de la Colonia. En este sentido, es necesario analizar la selva desde el plano de la experiencia, pues su construcción literaria está demarcada por situaciones diferenciadas. Dada esta idea, este topos apenas es transvasado al universo literario adquiere un carácter simbólico, abstracto que vale la pena estudiar. Las novelas, como los mapas, gestan mundos, trazan nuevas realidades: en su pretensión de conocer y domesticar a la naturaleza, de querer contenerla, producen «un territorio limitado y continuo sobre una naturaleza discontinua e ilimitada»[58].
Bibliografía
Aínsa, Fernando. Espacios del imaginario
latinoamericano. Propuestas de geopoética. La Habana: Editorial Arte y
Literatura, 2002.
Aínsa,
Fernando. “La naturaleza se transforma en paisaje en la narrativa
latinoamericana (entrevista con Fernando Aínsa)”. En Resonancias, 2 de
febrero, 2007, http://www.resonancias.org/content/read/635/del-topos-al-logos-propuestas-de-geopoetica-introduccion-por-fernando-ainsa/
Bachelard, Gaston. La poética del espacio.
Trad. de Ernestina de Champourgcin. México:
F.C.E, 1997.
Barthes, Roland. “Sade
I”, “Sade II”. En Sade, Fourier, Loyola. Trad. de
Alicia Martorrell. Madrid: Cátedra, 1997.
Beruete, Santiago. “De la antigüedad al
medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”. En Jardinosofía. Una
historia filosófica de los jardines. Madrid: Turner, 2016.
Chiquillo Vilardi, Yessica. “Cartografías
narradas: análisis de los espacios descritos en La otra raya del tigre de Pedro
Gómez Valderrama”. Tesis de pregrado, Pontificia Universidad Javeriana, 2015.
Gómez Valderrama, Pedro. La otra raya del
tigre. Bogotá: Círculo de lectores, 1978.
Iriarte, Helena. “‘La otra raya del tigre’, de
Pedro Gómez Valderrama”. Cuadernos de filosofía y letras 1, no. 2,
(agosto de 1978): 33-60.
Milani, Raffaele. “Estética del paisaje,
formas, cánones, intencionalidad”. En Paisaje y pensamiento. España:
Abada Editores, 2006.
Montserrat Cots, Vicente. “La montaña: del
locus horridus al locus almus”. Paisaje, juego y multilinguismo: X Simposio de
la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. (Santiago de
Compostela, 18-21 de octubre de 1994), vol. 1 (1996): 239-248.
Montoya, Vladimir. “El mapa de lo invisible.
Silencios y gramática del poder en la cartografía”. En Universitas
Humanística 32, no. 63 (ene.-jul. 2007), http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=79106309
Nieto Olarte, Mauricio. Americanismo y
Eurocentrismo. Alexander von Humboldt y su paso por el Nuevo Reino de Granada.
Bogotá: Universidad de los Andes, Ediciones Uniandes, 2010.
Nieto Olarte, Mauricio, Historia natural y
política: conocimientos y representaciones de la naturaleza americana.
Bogotá: Biblioteca Luis Ángel Arango, Universidad de los Andes, Universidad
EAFIT, 2008.
Ospina, William. El País de la Canela.
Colombia: Random House Mondadori, 2012.
Roger, Alain. “¿Puede ser erótico un
paisaje?”. En Breve tratado del paisaje, traducido por Maysi Veuthey.
España: Editorial Biblioteca Nueva, 2007.
Satz, Mario. “El paraíso, símbolo y utopía”.
En Pequeños paraísos. El espíritu de los jardines. Barcelona: Editorial
Acantilado, 2017.
Para citar este artículo / To
reference this article / Para citar este artigo
Chiquillo
Vilardi, Yessica Andrea. “La explosión verde neogranadina y Montebello: paisaje
y jardín en La otra raya del tigre”. Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 7 (2020):
193-218.
El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la
investigación que fundamenta este estudio.
Editora
responsable: Mariana Moraes: mmoraes.medina@gmail.com
[1] Fernando Aínsa, “La
naturaleza se transforma en paisaje en la narrativa latinoamericana”, Resonancias,
2 de febrero, 2007, http://www.resonancias.org/content/read/635/del-topos-al-logos-propuestas-de-geopoetica-introduccion-por-fernando-ainsa/
[2] Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2002), 15.
[3] Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2002), 14.
[4] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre (Bogotá: Círculo de lectores, 1978), 92 [énfasis añadido].
[5] Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016), 32.
[6] Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016), 29.
[7] Palabras de Michel Foucault citado por Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016): 27.
[8] Helena Iriarte, “‘La otra raya del tigre’, de Pedro Gómez Valderrama”, en Cuadernos de filosofía y letras 1, no. 2 (agosto de 1978): 43.
[9] Gaston Bachelard, La poética del espacio (México: F.C.E, 1997): 45.
[10] Yessica Chiquillo Vilardi, “Cartografías narradas: análisis de los espacios descritos en La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama” (Tesis de grado, Pontificia Universidad Javeriana, 2015), 62.
[11] Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016), 27.
[12] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre (Bogotá: Círculo de lectores, 1978), 95.
[13] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 113-114.
[14] Pedro Gómez Valderrama, La
otra raya del tigre, 92-93 [énfasis añadido].
[15] Sobre el aspecto de la inaccesibilidad de Montebello ahondaré más adelante, en el apartado titulado Un paisaje erótico.
[16] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 92-93.
[17] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 99.
[18] Mario Satz, “El paraíso, símbolo y utopía”. Pequeños paraísos. El espíritu de los jardines (Barcelona: Editorial Acantilado, 2017), 13.
[19] Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2002), 112.
[20] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 95.
[21] Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016).
[22] Pedro Gómez Valderrama, La
otra raya del tigre, 10 [énfasis añadido].
[23] Mauricio Nieto Olarte, Historia natural y política: conocimientos y representaciones de la naturaleza americana (Bogotá: BLAA, Universidad de los Andes, Universidad EAFIT, 2008), 56.
[24] Mauricio Nieto Olarte, Historia natural y política: conocimientos y representaciones de la naturaleza americana, 66.
[25] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 12-13.
[26] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 13.
[27] Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética, 110.
[28] Fernando Aínsa, Espacios del imaginario latinoamericano. Propuestas de geopoética, 105.
[29] Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016), 30.
[30] William Ospina, El País de la Canela (Colombia: Random House Mondadori, 2012), 58-59.
[31] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 61 [énfasis añadido].
[32] Vicente Montserrat Cots, “La montaña: del locus horridus al locus almus”, en: Paisaje, juego y multilingüismo: X Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada (Santiago de Compostela, 18-21 de octubre de 1994), Vol. 1 (1996).
[33] Mauricio Nieto Olarte, Historia natural y política: conocimientos y representaciones de la naturaleza americana (Bogotá: BLAA, Universidad de los Andes, Universidad EAFIT, 2008), 44.
[34] Mauricio Nieto Olarte, Americanismo y Eurocentrismo. Alexander von Humboldt y su paso por el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Universidad de los Andes, Ediciones Uniandes, 2010), 15.
[35] Santiago Beruete, “De la antigüedad al medievo. El jardín como utopía antes de Utopía”, en Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Madrid: Turner, 2016), 28.
[36] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 93 [énfasis añadido].
[37] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 110.
[38] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 24 [énfasis añadido].
[39] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 14-15 [énfasis añadido].
[40] Raffaele Milani, “Estética del paisaje, formas, cánones, intencionalidad”, Paisaje y pensamiento (España: Abada Editores, 2006), 79.
[41] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 71.
[42] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 25 [énfasis añadido].
[43] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 62.
[44] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 28-29.
[45] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 38.
[46] Raffaele Milani, “Estética del paisaje, formas, cánones, intencionalidad”, Paisaje y pensamiento (España: Abada Editores, 2006), 78.
[47] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 30 [énfasis añadido].
[48] Alain Roger, “¿Puede ser erótico un paisaje?”, Breve tratado del paisaje (España: Editorial Biblioteca Nueva, 2007), 177.
[49] Alain Roger, “¿Puede ser erótico un paisaje?”, Breve tratado del paisaje, 178.
[50] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre, 74.
[51] Pedro Gómez
Valderrama, La otra raya del tigre, 76 [énfasis
añadido].
[52] Pedro Gómez
Valderrama, La otra raya del tigre, 75 [énfasis
añadido].
[53] Yessica Chiquillo Vilardi, Cartografías narradas: análisis de los espacios descritos en La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama, 67.
[54] Roland Barthes, “Sade I”, en Sade, Fourier, Loyola (Madrid: Cátedra,1997), 27.
[55] Roland Barthes, “Sade II”, en Sade, Fourier, Loyola (Madrid: Cátedra,1997), 162.
[56] Pedro Gómez Valderrama, La
otra raya del tigre, 113 [énfasis añadido].
[57] Pedro Gómez Valderrama, La otra raya del tigre (Bogotá, Círculo de lectores, 1978): 27.
[58] Vladimir Montoya, “El mapa de lo invisible. Silencios y gramática del poder en la cartografía”, Universitas Humanística 32, no. 63 (ene.-jul. 2007): 167, http://www.redalyc.org/articu