doi: https://doi.org/10.25185/10.7
Artículos
Arte, estética y robots: para una filosofía de la interacción[1]
Art, aesthetics and robots: a philosophy of interaction
Arte, estética e robôs: uma filosofia da interação
Adrián Pradier
Universidad de Valladolid, España.
adrian.pradier@uva.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5546-4238
Resumen: El concepto de interacción es clave para el desarrollo contemporáneo de la robótica social. Se discute, sin embargo, la conveniencia de una definición que atienda los éxitos de programación del robot y amenace con menoscabar su integración como dimensión elemental de la naturaleza humana. Conforme a una definición proveniente de la filosofía analítica, en la que no se devalúa el horizonte definitivamente humano del concepto de interacción, se realiza un rastreo del arte robótico como territorio de experimentación inocuo en el que se aplica la normativa estética, con independencia, por lo tanto, de otros intereses relacionados con la utilidad o la aplicación industrial. Se presta atención particular sobre aquellos casos orientados a la interacción máquina/humano, y se aplica, finalmente, una jerarquía de niveles de interacción a la que sigue una serie de conclusiones provisionales.
Palabras clave: interacción, arte interactivo, arte robótico, estética, función.
Abstract: The concept of interaction is key
in the contemporary development of social robotics. We do discuss, however, the
convenience of a definition that prioritizes the robot’s programming successes
and threatens to undermine its integration as an elemental dimension of human
nature. Based on a definition from analytical philosophy, in which the
definitely human horizon of the concept of interaction is not devalued, we
carry out a «search in the field of robotic art» as a harmless territory for
experimentation in which aesthetic regulations are applied. independently,
therefore, of other interests related to utility or industrial application.
Special attention is paid to those cases oriented to machine / human
interaction, and we finally apply a hierarchy of levels of interaction, which
is followed by a series of provisional conclusions.
Keywords: interaction, interactive art, robotic art, aesthetics, function.
Resumo: O conceito de interação é uma das chaves para o desenvolvimento contemporâneo da robótica social. No entanto, a conveniência de uma definição que aborda os sucessos de programação do robô e ameaça minar sua integração como uma dimensão elementar da natureza humana é discutida. A partir de uma definição da filosofia analítica, em que o horizonte definitivamente humano do conceito de interação não é desvalorizado, examinamos o campo da arte robótica como um território de experimentação inócua em que regulações estéticas são aplicadas, independentemente, para portanto, de outras. interesses relacionados com a utilidade ou a aplicação industrial. É dada especial atenção aos casos orientados para a interação máquina / humano e, por fim, é aplicada uma hierarquia de níveis de interação, seguida de uma série de conclusões provisórias.
Palavras-chave: interação, arte interativa, arte robótica, estética, função.
Recibido: 01/05/2021 - Aceptado: 29/06/2021
1. Introducción
El horizonte de la interacción fluida es uno de los retos más importantes de la ciencia robótica contemporánea y, en particular, de la robótica autónoma social. El objetivo de los diseñadores de robots pasa por favorecer la inmersión de sus dispositivos en la vida cotidiana. Ésta es, de hecho, una de las principales diferencias entre los ejemplares autónomos y los sociales: mientras que aquellos no tienen por qué interactuar con agentes humanos –al menos, no necesariamente y no en todas las tareas–, en los segundos sucede que o bien la interacción es condición de posibilidad de la tarea, o bien es la propia tarea.
La creación de este tipo de robots precisa, según los ingenieros Takayuki Kand y Hiroshi Ishiguro, la superación de tres obstáculos: (1) el problema del procesamiento del entorno y la toma de decisiones en el mismo; (2) el desarrollo de humanoides que puedan trabajar en entornos cotidianos sin generar rechazo o incomodidad; y (3) el desarrollo de funciones para interactuar con las personas,[2] que es, de hecho, «el tema más importante para la interacción humano-robot».[3] A este tercer punto se dedica este estudio.
El interés filosófico de la interacción con robots reside en la necesidad de una definición que no sólo satisfaga las condiciones necesarias para un trato eficiente con las máquinas, sino que sobre todo no genere al mismo tiempo una devaluación del propio concepto en el ámbito de la naturaleza humana, a imitación de lo que ha sucedido con el concepto de «inteligencia» en su aplicación artificial. Alfredo Marcos, quien últimamente ha propuesto la denominación de sistemas de control delegado (CoDe) en lugar de la muy controvertida inteligencia artificial (IA), piensa, a este respecto, que la tarea filosófica no versa sobre «deformar al [ser humano] para que encaje en un mundo presuntamente dominado por inteligencias mecánicas, sino de poner las segundas en el marco de la vida humana, fuera del cual dejan de funcionar, dejan incluso de ser».[4] En esta misma línea no debería partirse de un concepto deflacionado de interacción: se trata, primero, de comprender el fenómeno en su versión más excelente y reconocible para el hombre.
El reto, por lo tanto, es doble: es, de un lado, ingenieril, consistente en la implementación en los robots aspectos definitorios de los seres humanos para mejorar sus tareas sociales; de otro lado es filosófico, en la medida en que se el objetivo consiste en custodiar críticamente la integridad de la naturaleza humana, en sus complejidades y entresijos más profundos, también el relativo a la interacción.
El territorio de investigación elegido es el artístico, en concreto, el arte robótico interactivo. La razón estriba en que la praxis artística promueve, por su propia naturaleza, la adopción de una actitud distintiva del resto de actitudes que favorece, entre otras cosas, el abordaje de los artefactos de una forma especial, en una clave desinteresada en la que, por lo que afecta al arte robótico, el estatuto de usuario cambia por la condición de espectador o participante: del uso pasamos al juego. Esto abre la posibilidad de una consideración estética de los robots, tanto desde la perspectiva de su producción, como desde el horizonte de su recepción: el arte robótico habilita de este modo un camino relativamente inocuo en la exploración de la interactividad entre humanos y robots,[5] alternativo a las agendas institucionales de investigación y en el que los agentes creativos pueden trabajar con independencia de criterios utilitarios. En otras palabras, las obras que estudiemos pueden ser evaluadas exclusivamente no en virtud de sus fines interactivos, sino de su función interactiva.[6] Estas condiciones de partida pueden poner de manifiesto aspectos interesantes para la ingeniería robótica, abrir territorios no explorados para los diseñadores o plantear, en suma, cuestiones centrales para la filosofía.
El trabajo se divide en dos partes. Se analizan en primer lugar algunos trabajos pioneros del arte robótico, atendiendo al cumplimiento de dos criterios técnicos indispensables: la autonomía comportamental del artefacto y la búsqueda artística de la interacción humano/máquina. En este sentido, y aun cuando hagamos mención de otras propuestas basadas en mecanismos reactivos no comportamentales —arte cinético— o en dispositivos robóticos de radiocontrol, el objetivo consiste en analizar aquellos casos en los que es posible aislar el fenómeno de la interacción como principal propósito artístico. Seguidamente, se discute brevemente el concepto en clave analítica, se adopta una versión fuerte del mismo que observe las dos cautelas anteriormente expuestas y se aplica una jerarquía de niveles, que servirá para calificar las distintas propuestas estudiadas, amén de otras futuras. Por último, se ofrece una serie de conclusiones provisionales, en la esperanza de que animen otros trabajos y líneas de investigación.
2. Los inicios de la escultura robótica interactiva y la búsqueda artística de la autonomía
El año 1978, la crítica y experta en arte contemporáneo Jasia Reichardt publicó un célebre libro titulado Robots: Fact, Fiction, and Prediction, en el que tomaba como objeto de estudio los robots como nuevos objetos de arte. El interés había nacido diez años antes durante su labor como comisaria de la importante exposición Cybernetic Serendipity (Londres, Institute of Contemporary Arts). El evento –que no fue el único de sus características, pero sí el que recibió más apoyos, participantes y atención mediática–, logró reunir en un mismo espacio a un variopinto e influyente grupo de expositores: una parte de los creadores digitales más importantes del momento y, en buena medida, exploradores de nuevos territorios artísticos –arte digital, arte informático y arte robótico–; obras ya expuestas de artistas consagrados como Nam June Paik, Nicholas Schöffer o James Seawright; músicos de vanguardia; ingenieros de distintas disciplinas; matemáticos y programadores; grandes corporaciones empresariales y prestigiosos institutos de investigación.[7]
Cybernetic Serendipity no fue del agrado de todos. Entre sus debilidades se ha señalado la falta de fondos estables de la exposición; la poca o nula inversión en la informatización del evento;[8] o la entusiasta aceptación del uso artístico de los ordenadores y la nula presencia de una reflexión sobre sus aplicaciones. Sobre este particular, Rainer Usselman ha indicado que el frenesí de los años sesenta por los avances tecnológicos, así como el propio ambiente sociopolítico que se respiraba en Inglaterra, eran factores relevantes que favorecían un ensalzamiento acrítico de la tecnología, al tiempo que desanimaban una reflexión que permitiera «revelar su agenda oculta o, por supuesto, su verdadero potencial».[9] Así, mientras que de un lado se defendía la autonomía de la creatividad artística e ingenieril, con arreglo a una legalidad específica y, por tanto, con independencia de intereses relativos a su aplicación en otros campos, también existía una corriente crítica, muy escorada ideológicamente, que echaba en falta un trabajo de mayor hondura reflexiva sobre las implicaciones presentes y futuras de la tecnología digital, conforme a los parámetros de su propia historia.
Sin escamotear el valor explicativo de tales condicionantes, conviene objetar que el propósito de Reichardt no era mostrar una historia reciente de la tecnología digital, como tampoco una historia crítica de la tecnología, sino propiciar un encuentro de naturaleza expositiva, con aires de taller e intercambio, en el que pudieran explorarse, de forma desinteresada, «las conexiones entre la creatividad y la tecnología –y la cibernética en particular–, los vínculos entre los enfoques científicos o matemáticos, las intuiciones y los impulsos más irracionales y oblicuos asociados con la creación de música, arte y poesía».[10] De ahí que en la reflexión trazada en Robots: Fact, Fiction and Prediction, Reichardt se limitara, también, al abordaje del objeto, sentido y alcance de aquellas prácticas artísticas que, ya en Cybernetic Serendipity, integraban procesos de automatización o se concebían directamente como dispositivos artísticos interactivos, basados en la incipiente tecnología de la robótica autónoma.[11] En particular, y por su influencia posterior y repercusión en la memoria colectiva, destacaban dos obras: S.A.M. (1968) y The Senster (1970-1974),[12] ambas del escultor cibernético Edward Ihnatowicz (1926-1988).
S.A.M., acrónimo de «sound-activated mobile», fue el primer trabajo relevante de Ihnatowicz, expuesto en Cybernetic Serendipity a propuesta de la misma Reichardt. Se trataba de una enorme flor plateada de cuatro pétalos ovoides, sostenida sobre una estructura vertical y articulada de piezas de aluminio, que evocan una especie de columna vertebral. A su vez, cada una de estas vértebras se activaba mediante un sistema de pistones hidráulicos que permitían al dispositivo girar de un lado a otro o inclinarse hacia adelante y hacia atrás. Dos servoválvulas electrohidráulicas movían la columna en dirección a los sonidos recogidos por unos micrófonos en el centro de la flor y conectados a un circuito integrado de reconocimiento sonoro. A simple vista parecía una escultura de arte cinético, salvo que era capaz de responder directa y motivadamente a lo que sucedía a su alrededor a través del sonido: gozaba, por lo tanto, de «control positivo de su propio movimiento».[13] De esta forma se daba un salto cualitativo frente al arte móvil tradicional, en cualquiera de sus variantes más habituales, bien fuera movido por aire –e.g. Alexander Calder, Anthony Howe–; motores –e.g. Jean Tinguely, Derek Hugger–; o fuerzas de tracción externas al propio mecanismo –e.g. Theo Jansen, Ivan Black–.
El principio artístico aplicado consistía en que toda elección plástica debía resultar del reconocimiento previo de una rutina, lo que terminaba afectando a toda decisión creativa posterior. Este método liberaba de la «responsabilidad de la apariencia real de la forma» al estar «dictada por su función»,[14] que, en este caso, era un simple movimiento dirigido, motivado sonoramente, y en todo caso autónomo, inspirado, por cierto, en los movimientos de cabeza de una leona en el zoo de Londres. En palabras del propio Ihnatowicz, «[imagina que] fueras a una galería de arte y hubiera una pieza que tan sólo se volviera a mirarte en cuanto entraras…».[15]
Este tipo de instalaciones artísticas planteaba un rango de experiencias estéticas hasta ahora nunca descritas, pero también nuevos procedimientos para el mundo del arte y, sobre todo, puntos de vista innovadores que redefinían la relación entre el arte y el espectador, al que se situaba «en el meollo de la tecnología».[16] A diferencia de las artes plásticas tradicionales, cuya presencia ante un espectador era la condición necesaria más elemental para iniciar el juego contemplativo, la relación ahora integraba también la propia reacción de la obra de arte, por simple y sencilla que ésta fuese, como parte de su círculo lúdico: dicho de otro modo, ahora no sólo era el espectador quien se mantenía a la expectativa, puesto que S.A.M., de alguna manera, también estaba programado para mantenerse a la expectativa del propio espectador. Contribuía así no sólo a la evolución de las artes plásticas y, en particular, del arte cinético, sino que favorecía la emergencia de una nueva manera de entender la relación arte/espectador, que a su vez repercutía sobre la conceptualización de la robótica autónoma y los procesos de interacción con sus futuros usuarios. Por otro lado, y más allá de las genuinas preocupaciones asociadas al diseño, montaje y escenificación de S.A.M., Ihnatowicz descubrió muy pronto «que el movimiento, la percepción y la interacción corporizadas en un sistema artificial eran las preocupaciones centrales de su trabajo».[17]
The Senster fue la evolución de S.A.M.[18] En este caso se trataba de un proyecto encargado por la empresa Philips para su centro de exposiciones Evoluon en la ciudad de Eindhoven. Fue, sin duda alguna, una de las propuestas de mayor impacto mediático, más estudiadas y conocidas. El artefacto estaba compuesto de una gran estructura de acero movida por un servosistema hidráulico cerrado. La forma se asemejaba a la de una enorme pinza de langosta fijada al suelo sobre tres patas. La elección del diseño respondía nuevamente al objetivo prioritario de satisfacer una función –movimiento direccional y motivado por el par sonido/movimiento–, a la cual el artefacto debía responder, en relación a S.A.M., con una fluidez y apariencia de vida mayores: «Los crustáceos se mueven por medio de bisagras, mientras que la mayoría de los animales se mueven por pivotes, que son más difíciles de reproducir en ingeniería».[19]
El dispositivo reaccionaba a su entorno a través de dos tipos de entrada de información: de un lado, un sistema de radar que le permitía observar y registrar cualquier tipo de movimiento a su alrededor; de otro, un sofisticado canal de sonido direccional, en el centro mismo de la pinza. El procesador que emitía las órdenes al brazo hidráulico era un ordenador Philips P9201, programado para reaccionar ante tres tipos de eventos: sonidos moderados y bajos, hacia los cuales se desplazaba la cabeza del dispositivo, expresivo de interés y atención; sonidos altos, frente a los cuales el brazo articulado se replegaría hacia atrás, para indicar sorpresa; y movimientos rápidos, que obligarían al dispositivo a seguir a la fuente del sonido. Asimismo, y en estado de reposo, The Senster permanecía atento al movimiento de su propio servosistema hidráulico cerrado: «En la tranquilidad de la madrugada la máquina habría sido encontrada cabeza abajo, a la escucha del ruido tenue de sus propias bombas hidráulicas».[20]
Debido a la acústica del espacio en el que se instaló, a la cantidad de visitantes del centro y a la variedad de sonidos, entre accidentales y provocados, el comportamiento de The Senster era ciertamente impredecible dentro de los márgenes de su autonomía motora y actitudinal, en contraste, ciertamente estrecha y sencilla. Pese a ello, los espectadores reaccionaban de forma muy intensa, vívida y emocional ante la obra:
Senster provocaba
la clase de reacciones que uno podría esperar de la gente que intenta
comunicarse con una persona o un animal. Se parecía más a una criatura orgánica
capaz de evaluar los mensajes enviados, y responder a ellos. […]. Esta suerte
de confusión se halla todavía en sus comienzos. A medida que las máquinas
empiecen a simular más convincentemente todos los aspectos del comportamiento
humano, el espectador tendrá que hacerse más consciente de los procesos
involucrados.[21]
Antes de S.A.M. y The Senster existieron precedentes memorables de arte robótico que no alcanzaron, sin embargo, el grado de sofisticación que había logrado Ihnatowicz, como tampoco fueron recogidos en el estudio de Reichardt. No así en la exposición de 1968, donde sí figuró, por ejemplo, la propuesta del francohúngaro Nicolas Schöffer (1912-1992): CYSP-1, acrónimo de CYbernetics & SPatiodynamic. Al igual que The Senster, CYSP-1 había sido patrocinada por Philips, que suministró al artista los componentes para el cerebro electrónico y le proporcionó ayuda material y recursos humanos especializados para encarar su diseño.
El funcionamiento básico se basaba en el homeostato, un dispositivo estático anterior diseñado por el neurólogo inglés William R. Ashby en 1948, para ilustrar las dimensiones y procedimientos seguidos por el cerebro humano en sus comportamientos adaptativos. El diseño del homeostato le permitía, a partir de cualquier configuración de partida, «reconfigurarse de modo aleatorio, esto es, sin ninguna secuencia de instrucciones especificada “desde afuera”, hasta encontrar una condición de equilibrio dinámico con su medio, esto es, un estado estable».[22] Debido a su potencial en otros campos, sus fines didácticos e ilustrativos pronto fueron superados por el valor que albergaban sus principios teóricos para el desarrollo de la robótica autónoma. Y es aquí donde se ubica CYSP-1, una especie de torre sostenida por una sólida base rodante que albergaba el procesador, el cableado y los circuitos integrados. En virtud de la intensidad de la luz y del sonido, las variaciones cromáticas, el silencio o la oscuridad, CYSP-1 respondía con movimientos giratorios sobre sí mismo y de locomoción. Paralelamente, el robot estaba equipado con un conjunto articulado de dieciséis placas policromadas colocadas en su parte superior que giraban sobre sus propios ejes en virtud del movimiento general del dispositivo.
Jack Burnham, otro prestigioso pionero en el ámbito de la crítica de arte con base en las nuevas tecnologías, recaló en el detalle de que al recibir «estímulos ambiguos», la respuesta de CYSP-1 se volvía relativamente impredecible, lo que generaba en los espectadores una mayor impresión de «organismo» vivo.[23] Este incremento en la aleatoriedad comportamental del robot recordaba algunas de las conductas más llamativas de las «tortugas» robóticas del pionero británico William Grey Walter, un prestigioso neurofísico que en 1948 había dado a conocer al mundo los primeros robots móviles autónomos de la historia: Elmer, acrónimo de «ELectro MEchanical Robot», y una segunda versión más avanzada, Elsie, acrónimo de «Electro Light-Sensitive with Internal and External stability».[24] En ambos casos, se trataba de artefactos capaces de una primitiva automoción, basada en el fototropismo positivo ante fuentes de iluminación moderada, negativa en caso contrario.[25]
Pese a que los avances de Schöffer sean innegables –aunque ya en su día fueron sutilmente cuestionados, por ejemplo, por Rosalind E. Krauss[26]–, S.A.M. y The Senster constituyeron un antes y un después en el territorio del arte robótico, fundamentalmente por cinco motivos:
(1) Las obras de Ihnatowicz no eran dispositivos que reaccionaran de forma no correlativa a los estímulos exteriores aleatorios basados en fuerzas de tracción –como en el caso del arte cinético tradicional– o a fuerzas mecánicas motorizadas –como en el caso de las piezas de Jean Tinguely–.
Por otro lado, (2) gozaban de plena autonomía comportamental frente a otras propuestas artísticas con presencia de robots operados por radiocontrol. En esa línea se encontraban, por ejemplo, el primitivo Robot K-456 (1946), de Nam June Paik; Tortoise (1966), del artista francés François-Xavier Lalanne; o R.O.S.A.B.O.S.O.M., acrónimo de Radio Operated Simulated Actress – Battery or Standby Operated Mains, de Bruce Lacey (1965), también expuesta en Cybernetic Serendipity.
Al mismo tiempo, (3) Ihnatowicz introdujo un elemento clave en el diseño de sus obras, a saber, la prioridad de la función frente a la preocupación formal, lo que constituía, de hecho, un paso elemental en el desarrollo de la cibernética y, más adelante, de la robótica autónoma.
Además, (4) tanto S.A.M. como The Senster eran esculturas robóticas capaces de responder ante determinados estímulos de su entorno que, junto al resto de rasgos, las situaba muy por encima de otro tipo de propuestas responsivas o reactivas. De hecho, los estudios de Ihnatowicz permitieron confirmar que «la moción y la percepción son interdependientes, un tópico importante para la inteligencia artificial».[27]
Y, por último, (5) ambos robots podían no sólo discriminar ciertas entradas de información y reaccionar ante ellas en virtud de tipo o intensidad –particularmente The Senster–, sino que su propio diseño les permitía responder de manera direccional, cosa que, por ejemplo, no sucedía en el caso de CYSP-1.[28]
3. Definición de interacción y jerarquía de respuestas en el campo del arte robótico autónomo
Un elemento común del que participan los proyectos artísticos estudiados consiste en la búsqueda de una interacción cada vez mayor con los agentes humanos. Sin embargo, no disponemos todavía de una definición de interacción, que es tanto como decir que carecemos de una serie de condiciones de satisfacción cuyo efectivo cumplimiento nos permita discernir entre aquellos dispositivos abiertos a o condicionados por la interacción de aquellos otros que no lo son. Sin embargo, a los efectos de cumplir las condiciones que trazamos de partida, sólo puede servirnos una estrategia que no menoscabe el concepto de interacción humana y, por tanto, el uso que hacemos del mismo.
Una primera distinción la suministra Aaron Smuts, quien, al objeto de discriminar propuestas realmente interactivas de aquellas que no lo son, establece la diferencia elemental, y que podemos aplicar al territorio de la robótica, entre «algo que es interactivo y algo que es meramente responsivo».[29] Es obvio que la interacción implica algún tipo de respuesta –por cuanto es, en realidad, un cierto tipo de «responsibilidad» (responsiveness)[30]–. Pero es preciso analizar el tipo de respuesta ofrecida para confirmar, en efecto, el potencial interactivo de la misma: cualquier reacción, por el hecho de sucederse de manera correlativa, consecutiva o causal, no implica que exista una relación interactiva. El planteamiento de Smuts parte así de una versión fuerte de la interacción, basada en el modo como los propios sujetos la definen en su praxis cotidiana. Bajo este punto de vista, la forma más típica de interacción viene dada por el modelo conversacional, en el que alguien dice o comenta algo, y alguien responde con una «cuestión relevante, comentario, crítica, o elaboración».[31]
Cuando hablamos cotidianamente de interacción solemos referir así un cierto tipo de comportamiento colaborativo en el que los agentes se involucran y en el que ha de existir forzosamente un territorio común de trabajo a medio camino entre el control y la aleatoriedad: si controláramos completamente la situación, hasta el punto de predecir o, incluso, intervenir de forma determinante sobre las respuestas, no diríamos que estamos interactuando, sino más bien dirigiendo o manipulando; si, por el contrario, nos expusiéramos ante un comportamiento completamente aleatorio, no susceptible de control o predicción alguna, por más que la puesta en marcha de sus eventos dependieran de nuestras acciones de inicio tampoco podríamos hablar exactamente de interacción. En caso contrario, cualquier tipo de respuesta comportamental a una acción previa constituiría garantía suficiente para una interacción exitosa. Y, sin embargo, «uno puede repetidamente responder a algo, como rocas que caen al azar de un acantilado, sin interactuar con ello. Aunque parezca ser el caso, un acantilado no responde a la posición de nadie debajo y ajusta las rocas que caen a su ubicación».[32]
Si pensamos en escenarios en los que la interacción es necesaria para el buen funcionamiento de un proceso, por ejemplo, la impartición de una clase de Filosofía –donde el diálogo ha de ser constructivo, mutuamente enriquecido y colaborativamente desarrollado–, también resulta más fácil imaginar casos «patológicos» en los que se colapsa cualquier tipo de interacción:
Si alguien se niega a responder nuestras
preguntas y suelta un non sequitur tras otro, entonces no diríamos que
estamos interactuando con esa persona. Aunque podamos causar reacciones
espasmódicas, cuando alguien responde de una manera aparentemente aleatoria no
interactuamos con él; no decimos que interactuamos con una locura abyecta. En
el extremo opuesto del espectro, si una persona sólo repite nuestras preguntas,
traduce nuestra habla a otro idioma o ladra una vez por cada sílaba que
pronunciamos, entonces, nuevamente, no diríamos que tiene lugar una interacción
exitosa.[33]
Si tan sólo aplicamos este criterio, la capacidad de interacción de los dispositivos de Cybernetic Serendipity, también los de Ihnatowicz, se puede redefinir como una simple capacidad de respuesta ante ciertos eventos que, debidamente registrados a través de los receptores adecuados (input), permiten la generación de un tipo de respuesta física, previamente contemplada por el diseñador y mecánicamente dispuesta para desplegarse de una cierta manera (output). Además, es posible controlar la respuesta del robot hasta tal punto que ésta se vuelva completamente predecible, lo que neutralizaría por completo el sentido profundo de la interacción: en realidad, interactuar con algo, en mucha menor medida con alguien, implica que la interacción acabará generando el reconocimiento de ciertos patrones de conocimiento que, en el mejor de los casos, devendrán simultáneamente en una pérdida del carácter impredecible y la ganancia de cierto control. Dicho de otra manera, en el aprendizaje de las rutinas de un objeto o de un animal se interactúa, en algún grado, hasta que ganamos control, pero la posibilidad de incrementar nuestro control del objeto revela que es la novedad «la fuente de la mayoría de las formas de interactividad».[34]
Una interacción cuyos resultados se vuelven completamente predecibles, en la que no hay propiedades o respuestas emergentes novedosas, disruptivas o imprevisibles, se colapsa y pasa a convertirse en manipulación o, simplemente, dominio: quizá por ello los propios pioneros del arte cibernético, en palabras de la profesora de arte moderno y contemporáneo Katja Kwastek, se refirieran a sus obras como «cibernéticas», «responsivas» o simplemente «reactivas»:[35] al mismo tiempo y de forma inversa, una interacción cuyos resultados se vuelven completamente impredecibles también se colapsa y pasa a convertirse en incertidumbre, cuando no en desconcierto.
Las sospechas en torno al concepto de interacción y su posible devaluación tanto en los contextos del arte digital, robótico en particular, como en el ámbito de la programación robótica, giran en torno a la necesidad de registrar y cualificar sus niveles, tarea que puede arrojar mucha luz sobre el tipo de relación entre los agentes humanos y los robots, al mismo tiempo que mejorar las relaciones de sociabilidad entre ambos. A este respecto, «una de las preocupaciones cruciales del arte robótico es la naturaleza del comportamiento de un robot: ¿es autónomo, semi-autónomo, responsivo, interactivo, adaptativo, orgánico, adaptable, telepresencial, o de otra clase?».[36] Para responder a esta cuestión son varias las propuestas, sin que exista, no obstante, un acuerdo generalizado entre ellas.
Claudia Giannetti, por ejemplo, estableció en 2002 tres tipos de «sistemas» en virtud del grado de interacción propuesto por los artistas: (1) sistemas mediadores, capaces de una «reacción puntual, simple, normalmente binaria a un programa dado»; (2) sistemas reactivos, consistentes en las injerencias realizadas «en un programa a través de la estructuración de su desarrollo en el ámbito de las posibilidades dadas»; y, por último, (3) sistemas interactivos, donde la interacción es «de contenido, en la que el interactor dispone de un mayor grado de posibilidad de intervenir y manipular las informaciones audiovisuales o de otra naturaleza (como las robóticas) o, en sistemas más complejos, generar nuevas informaciones».[37]
La división, pese a su buena acogida sobre todo en contextos de crítica artística, resulta confusa, sobre todo en el ámbito de los sistemas interactivos donde los mismos dispositivos despliegan niveles distintos de participación, rangos diferentes de autonomía y una variedad de escenarios que, al cabo, resulta demasiado compleja para ser abordada en un solo dominio y desde una sola categoría.
Mucho más eficiente es la propuesta de la Profa. Kerstin Dautenhahn,[38] de la Universidad de Waterloo. Su perspectiva contempla, de un lado, dos variables elementales: los hipotéticos comportamientos del dispositivo (R) y las interpretaciones plausibles que el sujeto humano haga de los mismos (H); y, de otro lado, y conforme al trazado de las variables, plantea cinco escenarios posibles de interacción.
El primer nivel recoge un escenario en el que no hay interacción alguna, por lo que el robot es cualificado por el agente como un objeto cualquiera. Desde el punto de vista artístico, en este nivel se incluyen instalaciones artísticas en las que el espectador tiene que vérselas con cierto tipo de objetos, entre los cuales existen algunos dispuestos a la manipulación que, sin embargo, pueden ser obviados o directamente desestimados por el espectador. Si el objetivo es que éste los manipule en espera de una respuesta o reacción, la obra de arte naufraga.
Pese a no ser expresamente un caso de arte robótico, disponemos de un ejemplo muy ilustrativo de este tipo de fracasos en la obra Metaplay (1970), una de las primeras versiones del «entorno responsivo» (responsive environment)[39] creado por el artista norteamericano Myron Krueger. Metaplay se exhibió por primera vez en la Memorial Union Gallery de la Universidad de Wisconsin en 1970. Los participantes entraban en la galería, donde había desplegada una pantalla de proyección, y simultáneamente eran grabados por una cámara que enviaba las imágenes a un monitor de control situado en otro recinto. Los espectadores se veían proyectados en la pantalla al mismo tiempo que el artista, desde el monitor de control y a través de una tableta de datos analógicos, dibujaba objetos y escribía palabras que se superponían sobre las imágenes proyectadas gracias a un mezclador. El dibujo, por lo tanto, podía ser cambiado en paralelo a las reacciones y respuestas de los jugadores.
Sin embargo, el propio Krueger constató tras
la primera intervención que los espectadores apenas recalaban en la posibilidad
interactiva que ofrecía el espacio, pues para ello hubiera sido preciso (1) que
lo interpretaran como tal e, incluso con anterioridad, (2) que la propia
invitación interactiva se convirtiera en el centro neurálgico de la propuesta.
Para lograr ambos propósitos, en palabras de Claudia Giannetti, resultaba
imprescindible «subordinar los intereses puramente estéticos a la creación de
una relación interactiva entre el observador y la obra. Con otras palabras:
introducir el parámetro control», lo que afecta a los campos de la «percepción», la
«exhibición» y la «estructura».[40]
En síntesis, los espacios interactivos que condicionan la experiencia artística
a la propia interacción, bien con ellos mismos, bien con dispositivos específicos
–por ejemplo, robots–, han de ser presentados como tales, lo que obliga a la
definición del alcance y de las normas de juego que ha de seguir el espectador.
Este análisis añade un dato interesante para la
propia robótica: han de suministrarse normas de juego.
La cosa cambia en el segundo nivel, donde el dispositivo se mueve de manera aleatoria o, en cualquier caso, «de una manera no correlacionada con las reacciones del humano»,[41] por lo que este último pasa a la atribución de propiedades, en primer lugar, de una cierta autonomía de comportamiento, normalmente informada por un programa que, a su vez, expresa un protocolo de acciones específico (input). En este sentido, la interacción es mínima –por no decir completamente nula– debido a la aleatoriedad de movimientos y la imposibilidad de control por parte del espectador.
El segundo nivel de interacción no implica que no puedan abrirse territorios interesantes, aunque la participación del espectador sea menor. De hecho, pese a que en el ámbito estrictamente robótico este nivel de interacción pueda contribuir a que se pierda el interés, esta circunstancia puede ir en favor del propio sentido estético de una propuesta artística. Aquí se ubicaría, por ejemplo, la instalación The Grim Reaper (2013) de Banksy.
El 1 de octubre de ese año el artista británico inició una residencia en la ciudad de New York de un mes de duración, bautizada como Better Out than In e inmortalizada en el documental Banksy does New York (Chris Moukarbel, 2014). Además de los conocidos graffitis con esténcil, Banksy propuso tres eventos en un solar vallado de la calle Houston, donde se ubicaba el antiguo establecimiento Billy’s Antiques & Props, propiedad del televisivo Billy Leroy. Especialmente nos interesa la enorme instalación de un autómata animatrónico, ataviado con el atuendo de la Parca, subido a un auto de choque que se movía al ritmo de (Don’t Fear) the Reaper, probablemente el tema más famoso de la banda estadounidense Blue Oyster Cult (Agents of Fortune, 1976). La muerte es así representada como una entidad vacía de sentido, danzarina e imprevisible, en una modernización popular y tecnológica de las Danzas de la Muerte, donde la guadaña está siendo sustituida por un auto de choque que gira sin control.
El éxito de la propuesta consiste, justamente, en la falta total de autonomía comportamental del robot –se trata, a efectos prácticos, de un muñeco– y la determinada indeterminación de su rumbo. En esta concepción artística de la Parca, una fuerza telúrica, ciega e irracional, potencia siniestramente festiva, primordial y, sobre todo, impredecible, ni es posible la interacción, ni tendría sentido.
El tercer nivel señalado por Dautenhahn recoge la influencia expresa del agente humano sobre el comportamiento del robot, aunque sólo sea aplicable en aquellos casos en los que aquel no atiende a la misma: en otras palabras, el grado de interacción se basa en la repuesta del robot ante nuestra mera presencia, pero su repertorio de movimientos permanece sin cambios. Es aquí donde se sitúa la mayoría de los ejemplos que hemos visto en la segunda sección del trabajo, lo cual puede resultar controvertido: a efectos prácticos, hay notables diferencias comportamentales entre ellos. Mientras que CYSP-1 es absolutamente reactivo, S.A.M. o The Senster, aun participando de esta condición, ofrecen al espectador situaciones en las que el carácter impredecible de su comportamiento –dentro de lo que sus rangos de autonomía programática permiten expresar–, unido a su capacidad direccional, son suficientes para favorecer en el espectador experiencias muy potentes de apariencia de vida.
Pero, en todos los casos casos, el tipo de interacción máquina/espectador resultante, por intensa que resulte, se construye siempre sobre una simulación que devaluaría el valor de la interacción si la consideráramos de un nivel equivalente, semejante o simplemente próximo al humano/humano. Ello no resta interés estético a las propuestas, aunque la redefine. En realidad, la experiencia de este nivel de interacción y su valor estético, señala Kwastek, «vienen determinadas no sólo por el potencial real del sistema de interacción, sino también por la interpretación y los significados que el destinatario les atribuya».[42] El valor de las propuestas consiste, en realidad, en la propia libertad del jugador a la hora de hacer como si, en efecto, el artefacto fuera consciente y estuviera vivo. El reconocimiento expreso de esta dimensión lúdica es lo que libera, de hecho, el concepto de interacción de simplicidades que amenacen con devaluarlo: se juega como si fueran, de hecho, interactores válidos, pero siempre en la consciencia de que no lo son.
Uno de los artistas que más ha trabajado sobre estas «ilusiones de sensibilidad»[43] ha sido el australiano Simon Penny, cuyas obras se sitúan en este tercer nivel de interacción. Su obra más conocida, Petit Mal (1993), es una de las más representativas. Se trata de un simple y elegante sistema robótico, reactivo y autónomo; dotado de una estructura de doble péndulo a la que van acopladas dos ruedas, una a cada lado; equipado con un conjunto combinado de sensores ultrasónicos y piroeléctricos, que le permiten localizar a los espectadores; y movido por un pequeño motor, con sistema giro y frenado. La programación es muy sencilla: sigue a los humanos que percibe y se aleja si se aproximan demasiado.
Su éxito fue arrollador durante sus giras de exposición entre 1989 hasta 1995. Pero lo más sorprendente de sus exhibiciones no es su trayectoria relativamente impredecible –en realidad, su comportamiento, como en todos los casos estudiados, es muy predecible–, sino las reacciones de los espectadores, basadas en la empatía, en la consiguiente evocación de afectos en Petit Mal y en un deseo de interactuar más profundo que el que la máquina, en realidad, podía satisfacer… salvo en un escenario claramente ficticio, lúdico e ilusorio, construido por el propio espectador, y en el que, de hecho, adquiere su sentido toda la propuesta:
Una de las conversaciones sobre Petit Mal, tan persistente veinte años después como cuando fue exhibido por primera vez, se centra sobre cuestiones de empatía y evocación de afecto. Se observaba constantemente que las personas que interactuaban con Petit Mal rápidamente desarrollaban una relación casi afectuosa con el dispositivo. Si bien muchas aplicaciones interactivas, incluso los sistemas corporizados (embodied) inducen participación o compromiso, rara vez inducen un sentido de cuidado o preocupación por los personajes, agentes, etc., incluso en el caso de mascotas digitales.[44]
El cuarto nivel implica un salto cualitativo. Los movimientos del robot y del ser humano se coordinan, al menos ocasionalmente, pero no de una forma mimética: al contrario, «el humano se da cuenta de que puede influir en el robot cuando realiza los movimientos adecuados, puede modificar o “entrenar” su comportamiento individualmente», de tal forma que la relación establecida entre ambos «se construye y necesita “atención”», hasta el punto de que el robot es susceptible de ser aceptado como «compañero de interacción»:[45] de nuevo, por tanto, la interacción depende de la propia aceptación del sujeto humano.
En este punto encontramos dificultades a la hora de buscar ejemplos provenientes del mundo del arte. No así en el campo de la robótica. Un ejemplo clásico lo protagoniza Cog (1993-2003), diminutivo de cognition, diseñado por Rodney Brooks, director del Artificial Intelligence Laboratory entre 1997 y 2003 y, entre 2003 a 2008, del Computer Science & Artificial Intelligence Laboratory; y Lynn Andrea Stein, profesora asistente y, después, profesora adjunta del mismo laboratorio entre 1990 y 2000. Se trataba de un robot móvil y autónomo, fijo, diseñado sin cubierta textural y equipado con cabeza, brazos y torso móviles.
Partiendo de que la interacción social típicamente humana se funda sobre «nuestra capacidad visual para percibir y determinar la atención visual de otros»,[46] el objetivo era implementar, a través de rutinas de trabajo repetitivas, la idea del «aprendizaje» por parte de los robots, de tal forma que su comportamiento diera un salto de gigante en relación, por ejemplo, a inestimables precedentes como The Senster. En sus rutinas de trabajo Cog aprendería, poco a poco, a dirigir su visión hacia objetos móviles; a prestar atención focalizada y a registrar las novedades, con lo que ganaba control sobre su entorno; y, desde un punto de vista orgánico y corporal, a mover sus brazos en correlación con sus ojos. La diferencia elemental consistía en el registro, el reconocimiento visual y en la memoria, aspectos que The Senster no contemplaba entre sus componentes.
El quinto nivel de interacción añade al anterior la capacidad de «dar forma al comportamiento del robot»,[47] o sea, de que el robot no sólo aprenda rutinas o trabajos concretos, sino de que interactúe con el usuario de una manera mucho más eficiente. Es aquí donde se ubican proyectos como Sophia, la inteligencia artificial, a día de hoy, más potente del mundo diseñada por Hanson Robotics.
Es aquí donde los intereses del arte y la ingeniería difieren. De hecho, resulta llamativo que la interacción de nivel cinco no haya sido objeto de la práctica artística con robots. Los motivos no están claros: quizá se deba a una limitación técnica o presupuestaria –ya no vivimos tiempos de poderosos mecenas como Philips–; o, tal vez, a medida que el juego artístico se aproxima más y más a una simulación completa de la vida humana, el espectador de obras de arte pierde su interés y, por ello, no resulta un camino sugerente para la exploración artística de la interacción, salvo, quizás, en los contextos del show business. De hecho, es allí donde artilugios como Sophia, diseñados precisamente para la interacción social, han encontrado sus cinco minutos de gloria… al menos, hasta el nuevo y apasionante challenge de turno en la red social de moda.
4. Material para unas conclusiones provisionales.
La búsqueda del arte interactivo procuraba un cambio del estatuto del espectador desde una posición originariamente activa, pero contemplativa, hacia un nuevo ejercicio definido por la participación. La diferencia frente a otro tipo de prácticas consistía en la presencia del robot autónomo y social como evento estético. Esta nueva circunstancia permitía centrar la relación artística entre artefacto y espectadores desde la copresencia física y la mutua y expresa influencia, lo que legitimaba, en buena medida, un discurso sobre la interacción y abría, al mismo tiempo, la necesidad de su definición y cualificación jerárquica.
Sin embargo, es evidente que, incluso en sus estratos más altos, la interacción nunca es total, debido a las propias limitaciones de la inteligencia artificial y a que, en última instancia, depende en todo caso del sujeto humano la concesión de ese derecho: ser interactúa con el robot si el humano así lo decide. La pregunta por el objeto, sentido, niveles y alcance de la interacción robótica en el contexto artístico nos permite evidenciar que los robots, industriales o domésticos, sociales o no, comparten con el arte la misma necesidad de usuarios y espectadores que conviertan en funciones cargadas de significado lo que, de otro modo, sólo serían efectos físicos: en caso contrario, tanto Sophia como The Senster se convierten en trastos inútiles, generadores de efectos, más o menos sofisticados, pero incapaces de superar la cualificación ontológica de una silla, una mesa o un jarrón. En palabras de Alfredo Marcos, que ha relacionado esta limitación ontológica con el relato Mecanópolis, de Miguel de Unamuno, «el día en que el protagonista aparece por la ciudad, los movimientos de las máquinas, simples efectos hasta entonces, comienzan a ser funcionales». La introducción del «punto de vista humano cambia incluso su ontología: un pedazo de metal que gira sobre otro, por ejemplo, pasa a ser la rueda de un tranvía».[48] De ahí que sea más sorprendente, a este respecto, la vida de una humilde planta urbana que nace de las grietas de una acera cualquiera, que la persistencia material a lo largo del tiempo de un robot social, condición que no garantiza su propia subsistencia: se conserva bien; tardan en envejecer sus componentes; parece que el tiempo no pasara para él –y, en cierto sentido, no lo hace–; pero los propósitos de programación lo anclan tan definitivamente a la interacción con los seres humanos que su apariencia de vida es tan interesante como la de una batidora en el cajón de la cocina. Escindidos de su función, «pierden también su rango ontológico, dejan de ser lo que eran».[49] En realidad, el encanto estético de los dispositivos orientados hacia la interacción depende de su capacidad para abrir espacios de juego en los que, en todo caso, es el sujeto humano el que decide o no entrar a jugar.
Por otro lado, como quiera que las máquinas no son capaces, en sentido estricto, de inteligir,[50] tampoco son capaces, con base en ello, de interactuar de forma que se satisfagan plenamente las condiciones del modelo conversacional propuesto por Aaron Smuts y que aquí adoptamos. A guisa de ejemplo, del mismo modo que soy capaz de sacrificar la presencia física de mis alumnos; de mirar a través de una cámara y de imaginar cómo toman notas en sus dormitorios, cómo están escuchando o ignorando lo que digo; también soy, sin embargo, incapaz de impartir los mismos contenidos ante un grupo presente y actual de androides perfectamente equipados para simular un grupo de estudiantes, si antes no son capaces de superar sus propios patrones de programación y, por ejemplo, aburrirse sincera y espontáneamente, y no sólo por su ciega obediencia a una programación. Hablar de interacción real en esa situación, sin que se devalúe su concepto y, con ello, la propia naturaleza humana, no tiene sentido alguno por contraintuitivo que resulte.
Parece evidente que sin alguien que interprete los movimientos de la máquina, sean físicos o conversacionales; sin espectadores que conscientemente jueguen y den sentido a lo que están haciendo; sin atención humana que dote de contenido a los efectos y los convierta en funciones, el robot, por eficiente que sea en su capacidad de simular, será tan sólo un dispositivo en expectativa de destino. De hecho, los propios artistas, en lugar de trabajar en la línea de la interacción de nivel cinco, parecen más interesados en ponerla en cuestión, y así como Petit Mal permitió confirmar nuestra tendencia al cuidado de aquello que se aparece temeroso y huidizo, es plausible imaginar posiciones artísticas en las que se intenta desmontar, precisamente, el éxito, también aparente, de artefactos robóticos orientados a la simulación interactiva.
Una buena ilustración la hallamos en Be Right Back (2013), primer episodio de la segunda temporada de la serie británica de ciencia ficción Black Mirror. El capítulo, dirigido por Owen Harris y escrito por Charlie Brooker, se centra en la vida de Martha (Hayley Atwell), una joven que pierde a su pareja, Ash (Domhnall Gleeson), en un accidente de tráfico. Una amiga de la pareja informa a Martha de que existe la posibilidad de contratar un nuevo servicio en línea que puede contribuir a superar el duelo. El producto consiste en una especie de chatbot capaz de simular, a partir de la presencia virtual del propio Ash en redes sociales, foros, mensajería, etc., una especie de sustituto virtual de acompañamiento en el duelo –prácticas que, de hecho, hace tiempo que dejaron de ser ficticias–. En cierto momento Martha solicita, a partir del material audiovisual facilitado por ella misma a la empresa, un robot autónomo, social, físico, dotado de una potente inteligencia artificial, capaz de simular casi perfectamente a su antigua pareja. Y, sin embargo… la secuencia final del capítulo nos muestra al androide encerrado en el ático, soportando bien el paso del tiempo, pero completamente inútil: ni Martha fue capaz de superar los límites del juego; ni el propio robot fue capaz de satisfacer sus más hondas necesidades –la aceptación, para empezar, de la insustituibilidad de las vidas–.
Conviene recordar, por último, que los niveles de interacción cuatro y cinco eran ya territorios conocidos en el ámbito de la robótica social mucho antes de Sophia. Habría que remontarse varias décadas atrás en el tiempo, hasta 1966, dos años antes de la construcción de S.A.M. y cuatro antes de la exhibición de The Senster, para descubrir a ELIZA, una inteligencia artificial diseñada por el profesor del MIT Joseph Weizenbaum (1923-2008), capaz de procesar lenguaje natural y responder de manera coherente en el contexto de una conversación. El objetivo de ELIZA consistía en parodiar las terapias relacionales y, en particular, el modelo de terapia centrada en el cliente (client-centered therapy) del psicoterapeuta Carl Rogers, un tratamiento no invasivo, no directivo, focalizado sobre las «proposiciones del paciente antes que en la introducción de cualquier cosa que pudiera ser erróneamente tomada como conclusiva o diagnóstica».[51]
La función del programa, que ejecutaba con sorprendente eficiencia, consistía en dialogar fluidamente con agentes humanos, hasta el punto de que éstos debían creer que, en efecto, estaban comunicándose con un interlocutor al otro lado de la pantalla. Los registros de las conversaciones entre ELIZA y algunos de los pacientes, recogidos por el propio Weizenbaum, indican un grado de intimidad y emoción ciertamente altos. Sin embargo, el auténtico interés no reside en aquellas personas que fueron «engañadas», sino en aquellas otras que, aun siendo conscientes de la condición artificial del dispositivo –tal es el caso de la propia secretaria de Weizenbaum–, «interactuaban con ELIZA como si fuera un terapeuta humano».[52]
Sabían que se trataba de un artefacto. ¿Por qué, entonces, seguían hablando y se sentían, en efecto, escuchados, atendidos, cuidados? ¿Se trata de una propiedad emergente del software? ¿O es, más bien, una necesidad muy humana de escribir, de verbalizar, de cristalizar el dolor de la incertidumbre, la incomprensión, el desconcierto? En realidad, programas como ELIZA –y, posteriormente, A.L.I.C.E. (1995), acrónimo de Artificial Linguistic Internet Computer Entity, o SmarterChild (2000)– eran jugados por una razón de orden estético, señalada por Hegel en sus Lecciones sobre la Estética: a menudo sucede que «el artista», dice, «acometido por el dolor, mitigue y atenúe para sí mismo la intensidad de su propio sentimiento mediante la representación de éste», de ahí que «ya en las lágrimas hay un cierto consuelo», pues puede el hombre, al menos, «exteriorizar de modo inmediato lo que era sólo interior».[53]
Los usuarios de ELIZA, convertidos en jugadores –y, más exactamente, en dramaturgos de sus propias vidas– abren, aplicando un pacto de ficcionalidad, el mismo espacio inocuo que el arte robótico abría en sus experimentos, sólo que en este caso la función se habilita para la verbalización, el testimonio, la confesión. Pero, en última instancia, se trata nuevamente de un espacio que, pese a su intensidad emocional, no cambia su condición ficticia, ilusoria y lúdica, algo que, por el momento, afectará a todo dispositivo robótico que aspire a la interacción con agentes humanos. Desde este punto de vista, el juego interactivo sobre el que descansa la dinámica de tales objetos ha de ser resituado en términos de «reacción» o «respuesta», tal vez participativa, pero nunca del todo «interactiva»: no podemos equipararnos a la máquina, por cuanto esto supondría una rebaja en la consideración de nuestra naturaleza. Podemos jugar con ella, a tiempo de que también logremos detectar, en ese espacio inocuo, prácticas perversas o elusivas de responsabilidades. Terminamos así con unas palabras de Luc Julia, responsable del equipo de desarrollo de SIRI para Apple, que en su último libro, L’intelligence artificielle n’existe pas, escribe que «no hay, en las máquinas, inteligencia, puesta en cuestión o sentido crítico […], todas las responsabilidades y desafíos incumben al hombre».[54]
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Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo
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El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.
Editores responsables Mariano Asla: masla@austral.edu.ar ; Alfredo Marcos: amarcos@fyl.uva.es
[1] Esta publicación se vincula al Proyecto de Investigación «Arte y Transformación Social (A&TS)» (PIUNA-2020) financiado por la Universidad de Navarra y desarrollado en el GIR «Estética y Arte Contemporáneo», coordinado por el Dr. Ricardo I. Piñero Moral, Catedrático de Estética y Teoría de las Artes.
[2] Takayuki Kand, y Hiroshi Ishiguro, Human-Robot Interaction in Social Robotics (Boca Raton: CRC Press, 2013), 5.
[3] Kand y Ishiguro, Human-Robot Interaction in Social Robotics, 7.
[4] Alfredo Marcos, “La inteligencia artificial y el efecto Toy Story”, Proyecto SCIO Red de investigaciones filosóficas José Sanmartín Esplugues, acceso el 20 de abril de 2021, https://proyectoscio.ucv.es/actualidad/la-inteligencia-artificial-y-el-efecto-toy-story-por-a-marcos/.
[5] Relacionado con este tema guarda el terreno del «valle de lo siniestro», una hipótesis de trabajo indicada por primera vez en 1970 por Masahiro Mori, que no trabajaremos en este artículo, al tratarse de una reacción concreta en situaciones muy específicas de interacción. Por si fuera de interés, he trabajado este asunto en otro lugar, véase Adrián Pradier, “Robótica, estética y antropología: problematizando el diseño antropomórfico”, en Hombre y lógos. Antropología y comunicación, coords. José Manuel Chillón, Ángel Martínezy, y Pablo Frontel (Valladolid: Fragua, 2019), 305-319.
[6] Sobre la distinción estética que adopto entre utilidad y funcionalidad, Glenn Parsons y Allen Carlson, Functional Beauty (Oxford: Oxford University Press, 2008).
[7] Jasia Reichardt, ed., Cybernetic Serendipity: the computer and the arts. A Studio International special issue (London: Studio International, 1968), 6-7; Brent MacGregor, “Cybernetic Serendipity Revisited”, en C&C ‘02: Proceedings of the 4th Conference on Creativity & Cognition, Loughborough, United Kingdom, October 13-16 (New York: Association for Computing Machinery, 2002), 13.
[8] Jack Burnham, “Art and Technology: The Panacea that Failed”, en The Myths of Information: Technology and Postindustrial Culture, ed. Kathleen Woodward (Madison: Coda Press, 1980), 205.
[9] Rainer Usselmann, “The dilemma of Media Art: Cybernetic Serendipity at the ICA London”, Leonardo 36, nº 5 (2003): 394-395. La propia Jasia Reichardt tuvo que hacer frente a numerosas críticas personales, entre ellas la del artista alemán afincado en Londres, Gustav Metzger, quien había criticado la exposición muy duramente en los siguientes términos: «Un sinfín de información sobre los ordenadores que componen haikus, ni una pista de que los ordenadores dominan la guerra moderna; […]. Nos enfrentamos a esta perspectiva: mientras que cada vez más y más científicos están investigando las amenazas de la ciencia, los artistas están siendo conducidos al interior de un parque infantil tecnológico; […]», en Gustav Metzger, “Automata in History”, Studio International 177, nº 907 (1969): 108. Para un balance de las principales críticas vertidas entre 1968 y 1971 contra la exposición Cybernetic Serendipity y su comisaria, Jasia Reichardt, véase Christoph Klütsch, “The summer 1968 in London and Zagreb: starting or end point for computer art?”, en C&C ‘05: Proceedings of the 5th conference on Creativity & Cognition (New York: Association for Computing Machinery, 2005): 109-110.
[10] Jasia Reichardt, “Cybernetics, art and ideas”, en Cybernetics, Art and Ideas, ed. J. Reichardt (London: Studio Vista, 1971), 11.
[11] Los primeros robots móviles autónomos datan de 1948, de la mano del neurofísico británico William Grey Walter, quien diseñó los dispositivos ELMER –«Electro MEchanical Robot»– y ELSIE –«ELectro Light-Sensitive with Internal and External stability»–; posteriormente, la primera empresa de robótica autónoma y reprogramable, Unimation, fue fundada por George Devol y financiada por Joseph Engelberger en 1964.
[12] Para una información detallada de sus tres grandes proyectos, de los que aquí solo abordamos SAM y The Senster, véase Alexander Zivanovic, “SAM, The Senster and The Bandit: Early Cybernetic Sculptures by Edward Ihnatowicz”, en Proceedings of the Symposium of the Robotics, Mechatronics and Animatronics in the Creative and Entertainment Industries and Arts (Hatfield: Society for the Study of Artificial Intelligence and the Simulation of Behaviour, 2005), 102-108.
[13] Edward Inhatowicz, Cybernetic Art: a personal statement (Londres: autopublicación, 1986), 5.
[14] Inhatowicz, Cybernetic Art: a personal statement, 5-6.
[15] Alexander Zivanovic, “SAM, The Senster and The Bandit: Early Cybernetic Sculptures by Edward Ihnatowicz”, en Proceedings of the Symposium of the Robotics, Mechatronics and Animatronics in the Creative and Entertainment Industries and Arts (Hatfield: Society for the Study of Artificial Intelligence and the Simulation of Behaviour, 2005), 2.
[16] Caroline A. Jones, “Cybercultural Servomechanisms: Modeling Feedback around 1968”, en Art in the Age of the Internet: 1989 to today, ed. Eva Respini (Boston: ICA, 2018), 46.
[17] Boris Magrini, Confronting the machine. An enquiry into the subversive drives of computer-generated art (Berlin: De Gruyter, 2017), 213.
[18] Para una información detallada de The Senster, véase Aleksander Zivanovic, y Stephen Boyd Davis, “Elegant motion: The Senster and other cybernetic sculptures by Edward Ihnatowicz”, Kybernetes 40, nº 1/2 (2011): 47-62.
[19] Jonathan Benthall, Science
and Technology in Art Today (New York: Praeger Publishers, 1972), 80. La
misma idea fue ampliada por el propio artista en Edward Inhatowicz, Cybernetic
Art: a personal statement, 6: «[…] una de las
formas que había desarrollado para SAM tenía un equivalente natural muy próximo
en la pinza de una langosta. Parece que las langostas son unos de los pocos
animales que disponen de articulaciones parecidas a bisagras, muy simples,
entre las secciones de sus exoesqueletos. La mayoría de los animales, incluso los
insectos, tienen articulaciones giratorias complejas que nosotros, como
ingenieros, tendríamos enormes dificultades en construir y en transmitirles
energía. Una pinza de langosta fue inevitablemente la inspiración para la
siguiente pieza, The Senster».
[20] Donald Michie, y Rory Johnston, The creative computer. Machine intelligence and human knowledge (Middlesex: Penguin Books, 1984), 153.
[21] Jasia Reichardt, “Art at large”, New Scientist 54, nº 794 (1972): 292; véase también Jasia Reichardt, Robots: Fact, Fiction and Prediction (London: Penguin Books, 1978), 56.
[22] Nicolás A. Venturelli, “Historia y epistemología de la cibernética temprana: el caso del homeostato”, Revista Argentina de Ciencias del Comportamiento 8, nº 2 (2016): 128.
[23] Jack Burnham, Beyond Modern Sculpture. The Effects of Science and Technology on the Sculpture of this Century (New York: George Braziller, 1968): 341.
[24] William Grey Walter, “An Imitation of Life”, Scientific American 182, nº 5 (1950): 43.
[25] Al mismo tiempo, Elmer y Elsie eran capaces de fijar la posición de los objetos a partir del contacto físico con los mismos, y de mostrar una cierta aleatoriedad en su respuesta ante ciertas situaciones concretas. Por ejemplo, cuando los modelos se crearon por primera vez fueron equipados con un pequeño piloto lumínico indicativo del estado del motor. En palabras del propio Walter, cuando la fotocélula recibía la luz del indicador en un espejo o reflejada en una superficie blanca, «el modelo parpadea y se mueve ante su reflejo de una manera tan específica que, si fuera un animal, un biólogo estaría justificado en atribuirle capacidad de autorreconocimiento» (William Grey Walter, “An Imitation of Life”, 45). De hecho, y a imitación de la taxonomía animal, Walter acuñó el término machina speculatrix para referirse a sus dos tortugas.
[26] Rosalind E. Krauss, Passages in Modern Sculpture (New York: The Viking Press, 1977), 213.
[27] Michie y Johnston, The creative computer, 153.
[28] No así en el caso de Mate (1967), también obra de Bruce Lacey. Era éste un robot programado para girar sobre sí mismo hasta que, una vez detectados los ultrasonidos emitidos por su compañera R.O.S.A., la seguía con el fin de capturarla, lo que a su vez generaba una serie de eventos –emisión de una grabación de gritos femeninos por parte de R.O.S.A., o la expulsión de confeti por parte de Mate, entre otras posibilidades–. Así y todo, Sin embargo, Mate no lograba superar los límites marcados por (1), (3) y (4).
[29] Aaron Smuts, “What is Interactivity?”, The Journal of Aesthetic Education 43, nº4 (2009): 63.
[30] Smuts, “What is interactivity?”, 63.
[31] Smuts, “What is interactivity?”, 63.
[32] Smuts, “What is interactivity?”, 64.
[33] Smuts, “What is interactivity?”, 63.
[34] Smuts, “What is interactivity?”, 64.
[35] Katja Kwastek, Aesthetics
of Interaction in Digital Art (Cambridge: The MIT Press, 2013), 7; véase
también Katja Kwastek, “The Invention of Interactive Art”, en Artists as
Inventors, Inventors as Artists, eds. Dieter Daniels y Barbara U. Schmidt (Berlin: Hatje
Cantz, 2013), 183-185.
[36] Stephen Wilson, Information Arts. Intersections of Art, Science, and Technology (Cambridge: The MIT Press, 2002), 454.
[37] Claudia Giannetti, Estética digital. Sintopía del arte, la ciencia y la tecnología (Barcelona: Associació de Cultura Contemporània L’Angelot, 2002), 113.
[38] Kerstin Dautenhahn, “Embodiment and Interaction in Socially Intelligente Life-Like Agents”, en Computation for Metaphors, Analogy, and Agents, ed. Chrystopher L. Nehaniv (Berlin: Springer-Verlag, 1999), 123.
[39] Sobre el particular, véase Myron W. Krueger, “Responsive Environments”, Proceedings of AFIPTS National Computer Conference 46 (1977): 423-433; para un balance del propio autor sobre las distintas experiencias de los «entornos responsivos», véase Myron W. Krueger, “VIDEOPLACE: A Report from the ARTIFICIAL REALITY LABORATORY”, Leonardo 18, nº 3 (1985): 145-151. La teoría completa se halla en Myron W. Krueger, Artificial Reality (Reading: Addison-Wesley, 1983).
[40] Claudia Giannetti, “Arte humano/máquina. Virtualización, interactividad y control”, en Arte, cuerpo, tecnología, ed. Domingo Hernández Sánchez (Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2003): 215.
[41] Dautenhahn, “Embodiment and Interaction in Socially Intelligente Life-Like Agents”, 123.
[42] Kwastek, Aesthetics of Interaction in Digital Art, 29.
[43] Nathaniel Stern, Interactive Art and Embodiment. The Implicit Body as Performance (Canterbury: Gilphy, 2013), 114.
[44] Simon Penny, “Robotics and Art, Computationalism and Embodiment”, en Robots and Art. Exploring and Unlikely Symbiosis, eds. Damith Herath, Christian Kroos & Stelarc (Singapore: Springer, 2016), 58-59.
[45] Dautenhahn, “Embodiment and Interaction in Socially Intelligent Life-Like Agents”, 123.
[46] Rodney Brooks, Cuerpos y máquinas. De los robots humanos a los hombres robots (Barcelona: Ediciones B, 2003), 107.
[47] Dautenhahn, “Embodiment and Interaction in Socially Intelligent Life-Like Agents”, 123.
[48] Alfredo Marcos, “Información e inteligencia artificial”, Ápeiron. Estudios de Filosofía 12 (2020): 78.
[49] Marcos, “La inteligencia artificial y el efecto Toy Story”.
[50] Sobre el particular, véase Marcos, “Información e inteligencia artificial”, 78.
[51] Jennifer Rhee, The Robotic Imaginary. The Human and the Price of Dehumanized Labor (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2018), 34.
[52] Rhee, The Robotic Imaginary, 33.
[53] Georg W. F. Hegel, G.W.F. Lecciones sobre la Estética, III, A, 3, c, α, trad. Alfredo Brotons Muñoz (Madrid: Akal, 2007), 39.
[54] Luc Julia, L’intelligence artificielle n’existe pas (Paris: Éditions First, 2019), 61.