DOCTRINA

 

Diego Gamarra Antes

Universidad Católica del Uruguay (Uruguay)

diego.gamarra@ucu.edu.uy

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-0902-786X

 

Recibido: 06/06/2024 - Aceptado: 21/08/2024

 

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Gamarra Antes, Diego. (2024). Constitución uruguaya y “laicidad”: el Estado no sostiene parcialidad alguna. Revista de Derecho, 23(46), Artículo e461. https://doi.org/10.47274/DERUM/46.1

 

Constitución uruguaya y “laicidad”: el Estado no sostiene parcialidad alguna[1]

 

Resumen: Se propone un estudio sobre la laicidad en la Constitución uruguaya. Pese a que el término laicidad no se incluye en su articulado, se realiza una interpretación de las disposiciones que refieren a la neutralidad del Estado y de sus funcionarios en materia religiosa, ideológica, política, de creencias o de aspectos de conciencia en general. Se asume así un sentido amplio del concepto de laicidad -no el meramente alusivo a la materia religiosa- a efectos de contemplar las diferentes formulaciones constitucionales relacionadas bajo una necesaria consideración sistemática y teleológica. En ese sentido, se realiza fundamentalmente una interpretación del artículo 5 -sobre aconfesionalidad y neutralidad religiosa del Estado- y del artículo 58 de la Constitución -sobre servicio a la Nación, neutralidad y prohibición de proselitismo de los funcionarios, concibiendo como bases comunes de ambas disposiciones a la libertad y al deber estatal de igual consideración y respeto ante los distintos posicionamientos no nocivos de los individuos.     

Palabras clave: laicidad, neutralidad del Estado, prohibición de proselitismo

 

Uruguayan Constitution and “secularity”: the State does not support any faction

 

Abstract: The paper refers to secularity in the Uruguayan Constitution. Although the word secularity is not included in its articles, an interpretation is made of the provisions referring to the neutrality of the State and its officials in religious, ideological, political, belief or conscience matters in general. Thus, a broad meaning of the term secularity is assumed -not merely alluding to religious matters- to contemplate the different related constitutional formulations under a necessary systematic and teleological consideration. In this sense, an interpretation of article 5 -on religious neutrality of the State- and article 58 of the Constitution -on service to the Nation, neutrality and prohibition of proselytism of civil servants- is made, conceiving as common bases of both provisions the freedom of individuals and the State duty of equal consideration and respect for their different non-harmful positions.    

Keywords: secularity, neutrality of the State, prohibition of proselytism

 

Constituição uruguaia e “laicismo”: o Estado não apoia nenhuma fação

 

Resumo: Propõe-se um estudo do laicismo na Constituição uruguaia. Embora o termo não conste dos seus artigos, faz-se uma interpretação das disposições que se referem à neutralidade do Estado e dos seus funcionários em matéria de religião, ideologia, política, crenças ou aspetos de consciência em geral. Assume-se, assim, um sentido amplo do termo laicismo -não aludindo apenas a questões religiosas- de modo a contemplar as diferentes formulações constitucionais conexas sob uma necessária consideração sistemática e teleológica. Neste sentido, é feita fundamentalmente uma interpretação do artigo 5.º - sobre a não confessionalidade e neutralidade religiosa do Estado - e do artigo 58.º da Constituição - sobre o serviço à Nação, a neutralidade e a proibição de proselitismo por parte dos funcionários públicos -, concebendo a liberdade e o dever do Estado de igual consideração e respeito pelas diferentes posições não prejudiciais dos indivíduos como as bases comuns de ambas as disposições.    

 

Palavras-chave: laicismo, neutralidade do Estado, proibição de proselitismo

 

 

1. Introducción

La palabra laicidad no es utilizada en la Constitución uruguaya vigente –la de 1967 con las enmiendas plebiscitadas en los años 1989, 1994, 1996 y 2004- (la “CU”) ni fue empleada en ninguna de las Constituciones previas[2]. La tarea de analizar su reconocimiento y alcance a partir de la interpretación de disposiciones constitucionales, necesaria como contribución dogmática bajo la investigación en que este trabajo se enmarca[3], presupone la determinación convencional del alcance que se le va a conferir al término.

La expresión laicidad es ambigua. Así, se la relaciona exclusivamente con la separación o exigencia de neutralidad estatal respecto del fenómeno religioso -en un sentido estricto o propio- o, alternativamente, como neutralidad estatal respecto de cualquier otra manifestación individual de aspectos controversiales de conciencia o de creencias. En este último caso, además de los posicionamientos religiosos, se comprenderían otros como los filosóficos, políticos, ideológicos o de conciencia que, por diferencias de convicción y en el ejercicio de su libertad, dividen a los individuos que conforman una comunidad en parcialidades -laicidad en un sentido amplio o lato-.

Por su parte, debe tenerse presente que se trata de una expresión con considerable carga emotiva (véase Nino, 2010, p. 269), como resultado de tensiones históricas de poder -sobre todo en su faceta de actitud estatal ante la religión-, que se refleja en diferentes acepciones o concreciones del mandato de neutralidad o imparcialidad estatal, indefectiblemente ligado a la idea de laicidad, que constituye en abstracto la nota o propiedad indisputada del concepto, su núcleo de claridad o de certeza.

Así, la neutralidad es susceptible de ser concebida como un postulado de necesaria abstención estatal (en un sentido negativo) o bien como uno que eventualmente admite cierta actividad o adopción de medidas activas en tanto supongan consideración plural e igualitaria de todas las posiciones y perspectivas religiosas -también las políticas, ideológicas, filosóficas o de conciencia si se asume una concepción amplia del término-, incluidas las tesis negadoras o escépticas (en un sentido no absolutamente negativo). Nótese que no se denominó a esta última alternativa como positiva, porque se reconoce potestad en determinados casos para optar por medidas de acción, pero ellas no son necesariamente debidas, resultando la abstención también una opción disponible y, en ocasiones, incluso una solución necesaria. Una dosis de abstención parece inevitable.

Por su parte, y en relación con la carga emotiva que viene de mencionarse, en ocasiones se ensayan construcciones que postulan una diferenciación conceptual entre laicidad y laicismo, en buena medida con la finalidad de atribuir a la primera de ellas carácter valioso y a la otra connotación negativa (Cagnoni, 1988, p.19; Ruocco, 2019, p. 650, 659 y ss.; Barbé Delacroix, 1988, p. 25). Otros autores los manejan indistintamente, como sinónimos (Gros Epiell, 2006), e incluso hay quienes repudian la distinción (Da Silveira, 2012, p. 27, nota 13), lo que evidencia una relativa indeterminación o carácter polisémico de ambas expresiones (Durán Martínez, 2012, p. 271).

Ante la ausencia de formulaciones constitucionales que refieran al término laicidad, vale insistir, la estipulación sobre el significado del concepto no tiene otro propósito que delimitar el objeto del presente trabajo, comprendiendo más o menos disposiciones relevantes según la definición que se adopte. En ese sentido, por razones de sistematicidad constitucional se asumirá aquí una concepción amplia de la laicidad, a efectos de considerar todos los artículos que efectivamente existen en la Constitución uruguaya vigente y que refieren a la neutralidad estatal en los siguientes sentidos: (i) respecto de cualquier posicionamiento al servicio de parcialidades o actitud proselitista -incluidos, pero no limitados a los de carácter religioso- (artículo 58 de la CU) y (ii) específicamente respecto de las manifestaciones religiosas como subespecie de aquellas (artículo 5 de la CU). Puede asimismo invocarse, como justificación adicional, que la concepción escogida parece asentada en la cultura uruguaya y constituye una de las peculiaridades que la caracterizan (véase Korzeniak, 2008, p. 348).

Su concepción exclusivamente abstencionista o no necesariamente abstencionista (negativa o no absolutamente negativa, según se apuntó) resulta más controversial. No se justifica metodológicamente un posicionamiento de antemano sobre el punto, sino que una definición al respecto debe en este caso alcanzarse como resultado de una interpretación de las disposiciones previamente referidas.

En definitiva, lo que aquí se propone es principalmente realizar una interpretación de dos formulaciones constitucionales -los referidos artículos 5 y 58-, sin perjuicio de la referencia a otras disposiciones necesarias para contribuir a determinar su sentido bajo una apreciación sistemática y teleológica.

Identificados con criterio de amplitud los textos relevantes, facilita la tarea centrarse en lo que ellos disponen en vez de adentrarse en discusiones semánticas sobre los disputados conceptos de laicidad y laicismo (Cajarville, 2008, p. 338-339; Durán Martínez, 2012, p. 272). Es eso y no otra cosa lo que se pretende desarrollar en este trabajo de dogmática constitucional.

           

2. El Estado no sostiene religión alguna

a. El artículo 5 de la Constitución. Consideraciones introductorias

El artículo 5 de la CU es idéntico en su redacción al artículo 5 de la Constitución de 1934 que, a su turno, es prácticamente igual al mismo artículo de la Constitución 1918[4]. Fue esta última la que determinó un cambio significativo en la historia constitucional uruguaya en materia de relacionamiento entre el Estado y las religiones. En efecto, vino a reconocer expresamente a la libertad de cultos -como tal- y a explicitar la ausencia de una religión atribuible al Estado, en contraste con su Constitución predecesora -la fundacional de 1830- que no reconocía la referida libertad a texto expreso -aunque se podía derivar su consignación matizada de otras disposiciones más abstractas- y establecía que la religión del Estado era la Católica Apostólica Romana.

La solución de 1918, con la salvedad previamente indicada -véase nota 3-, fue reiterada en las Constituciones subsiguientes de 1934, 1942, 1952 y también así figura expresada en el artículo 5 de la Carta vigente. La formulación se divide en cuatro oraciones. La segunda de ellas es la que aquí mayormente interesa, en su consideración conjunta con la cuarta, de modo que la atención se centrará en su interpretación y las restantes se mencionarán tan solo tangencialmente.

La primera oración consigna la libertad de cultos, como una especificación de la libertad, con carácter general regulada en los artículos 7 y 10 de la Constitución, y cuyo ejercicio se relaciona con la libertad de expresión (artículo 29 de la CU) y eventualmente con otros derechos como los de reunión y asociación (respectivamente artículos 38 y 39 de la CU) o con la libertad de enseñanza (artículo 68 de la CU) (Cajarville, 2008, p. 334-335; Vázquez C., 1988, p. 140, Ruocco, 2019, p. 667). Quizás convenga meramente apuntar que la libertad religiosa y de cultos es un presupuesto de la neutralidad Estatal en la materia. De más está decir, si alguna o todas las religiones y sus prácticas resultasen impuestas o vedadas, ello supondría un pronunciamiento estatal de carácter parcial, según el caso, por alguna religión o por una postura no religiosa.

Por su parte, la tercera oración es inocua en la Constitución vigente, pues refiere a una solución histórica de reconocimiento del dominio o propiedad de los templos de la Iglesia Católica, exceptuándose las capillas destinadas al servicio de asilos, hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos, que con anterioridad a la vigencia de la Constitución de 1918 fueron financiados con fondos del erario nacional[5].

Como se anticipó, la expresión cardinal a efectos de este estudio es la contenida en la proposición segunda del artículo 5 de la CU que reza lo siguiente: “El Estado no sostiene religión alguna”. La expresión es contundente en sentar una organización estatal aconfesional -en un sentido definitorio- y, a la vez, es razonable adscribir a ello una exigencia de neutralidad en la actuación del Estado ante el fenómeno religioso. Así, aunque su relación es notoria, puede respectivamente distinguirse entre laicidad-separación y laicidad-neutralidad (Vázquez Alonso, 2012, p. 369, 370 y 424 y ss.). En constituciones de matriz liberal e igualitaria la primera es determinante de la segunda -por mera aplicación del principio de igualdad- y, a su turno, la segunda resulta en algún punto necesariamente resentida sin la primera.

En el sentido de aconfesionalidad, cabe apuntar que desde una perspectiva histórica efectivamente supuso la consolidación y consagración constitucional de una “separación” de la Iglesia Católica, aunque, bajo la vigencia de la Constitución de 1967 -de base liberal y republicana- y transcurridos más de cien años de tal definición en 1918, lo cierto es que resulta en buena medida extraño e innecesario.

En el segundo sentido referido, se argumentará que resulta más convincente la concepción de un modelo de neutralidad no absolutamente abstencionista[6], pero sin dejar de reconocer lo controvertible del punto y, por tanto, la existencia de cierto margen para su determinación legislativa. En definitiva, no se trata de otra cosa que la igual consideración y respeto de los diferentes posicionamientos ante el fenómeno religioso -atendiendo al culto como nota característica-, que no es más que una manifestación de la igualdad ante las diferentes opciones no perniciosas que en cualquier materia los sujetos libremente escogen de conformidad con sus preferencias o convicciones.

 

b. Sobre la polémica oración segunda del artículo 5 de la Constitución: “El Estado no sostiene religión alguna”. 

Más allá de la primera aproximación que viene de realizarse, es necesario interrogarse algo más sobre el sentido del precepto. ¿Qué significa que el Estado no sostiene ninguna religión?, ¿se refiere al Estado como asociación o comunidad política, al Estado como persona jurídica o al Estado como conjunto de personas jurídicas? ¿En qué sentidos una entidad puede “sostener” una religión? Para ensayar respuestas a las preguntas formuladas es necesario interpretar los términos de la oración conforme el método lógico, sistemático y teleológico, generalmente admitido para la interpretación de disposiciones constitucionales (Jiménez de Arechaga, 1991, p. 134 y ss.; Esteva, 2008, p. 261 y ss.; Cassinelli, 2010, p. 285; Risso Ferrand, 2014, p. 239-283; Gamarra, 2018, p. 195-196).

Así, ante todo se impone atribuir un sentido a la palabra “Estado” y a la expresión “no sostiene religión alguna”, en consideración sistemática y en sintonía con los fines trazados por la Constitución concebida como unidad.

Si se prescinde de la influencia histórica en la apreciación -lo que tiene particular sentido tratándose de disposiciones de la Constitución de 1967[7]-, lo cierto es que resulta por lo menos curioso que se pretenda atribuir a una comunidad plural -como conglomerado de individuos diversos y con desacuerdos- una determinada religión o la ausencia de ella. En términos descriptivos es lisa y llanamente falso, a lo sumo podría serlo de una mayoría de personas en determinado momento. Es igualmente llamativo, un verdadero exceso de la analogía con los individuos que supone la ficción de la personalidad jurídica, que se pretenda asignar un posicionamiento religioso a una persona jurídica -Estado en sentido estricto- o a un conjunto de ellas -Estado en sentido amplio-.

Los primeros seis artículos de la Constitución, que conforman la Sección I denominada de “De la Nación y su soberanía”, son definitorios del Estado-Nación como comunidad política jurídicamente organizada. Así, se mencionan sus elementos característicos bajo la teoría clásica en el artículo 1 -territorio y población- y en el artículo 4 -poder público-. En lo que aquí interesa, el artículo 5 se encuentra en la referida Sección y es el primero de la Constitución en el que es utilizada la palabra Estado[8].

Precisamente, el término “Estado” conforma la expresión objeto de la interpretación que aquí principalmente interesa desarrollar, como se apuntó, afirmándose a su respecto que no sostiene religión alguna. En la misma disposición seguidamente se establece que reconoce el dominio de la Iglesia Católica de los templos construidos con fondos del Erario Nacional, lo que lo posiciona nítidamente como un sujeto de derecho, más precisamente, como una persona jurídica que formula una declaración de reconocimiento de un derecho ajeno. Así, de las diferentes acepciones en la que en la Constitución se utiliza la voz Estado en un sentido jurídico, como persona jurídica o conjunto de personas jurídicas, en el artículo 5 parece aludirse a la concepción más estricta -al Estado como persona pública mayor-.

Pese a ello, la precisión que viene de realizarse no tiene mayores implicancias. Los diferentes Entes Autónomos o Servicios Descentralizados son, según el caso, creados o desarrollados en sus competencias por actos legislativos -que suponen actuación del Estado en sentido estricto- y si bien los Gobiernos Departamentales tienen una mayor regulación constitucional, definitivamente la cuestión religiosa excede la materia departamental, no existe referencia alguna a la religión ni a las confesiones en las normas que los regulan y no podría por ley -como acto del Estado en sentido estricto- adicionarse una definición en ese sentido. Máxime considerando la libertad de cultos establecida en el artículo 5, la igualdad de consideración y respeto y el artículo 58 de la Constitución, que veda con carácter general cualquier actividad al servicio de parcialidades -incluidas las religiosas- en el ejercicio de la función pública.

Probablemente el punto más polémico en la materia consista en el alcance del giro “no sostiene religión alguna”, que se predica expresamente respecto de la persona pública mayor, sin perjuicio de la extensión que viene de mencionarse respecto de los restantes sujetos estatales.

Lo primero que llama la atención es que se trata de una aserción, no de un enunciado prescriptivo. Así, el tenor literal más riguroso, conduce a considerar la formulación como una norma definitoria de una característica del Estado, su aconfesionalidad, por oposición a un Estado confesional, como lo fue el uruguayo durante la vigencia de la Constitución de 1830, que establecía que su religión era la Católica Apostólica Romana. Asumida la referida interpretación, de todas formas, es razonable sostener que implícitamente se veda la actuación Estatal que suponga una desnaturalización de la característica referida.

Por su parte, el verbo sostener tiene diferentes significados (véase Ruocco, 2019, p. 668 y 669; Lorenzo, 1988, p. 156). Entre ellos, cabe destacar a las acepciones segunda y cuarta de la palabra en el Diccionario de la Real Academia Española, que respectivamente consignan lo siguiente: (i) sustentar o defender una proposición -como sinónimo de defender, manifestar, declarar o proclamar, entre otras-, o (ii) prestar apoyo, dar aliento o auxilio -como sinónimo de amparar, acompañar, tutelar, proteger-.

Por su parte, también puede resultar controvertible el sentido de la voz “religión”. En rigor, una religión es un conjunto de creencias acerca de alguna divinidad y únicamente en un sentido amplio podría identificarse con la organización o sujeto -contingente- que genera sus dogmas y gestiona sus cultos.

Si se interpreta estrictamente la palabra religión, de las acepciones posibles del verbo “sostener” previamente expuestas, la que cobra más sentido en su combinación es la de defender una proposición -las creencias así se formulan y exteriorizan-. Así, resulta natural defender, proclamar o manifestar un conjunto de creencias, mientras que no lo resulta tanto dar auxilio o apoyo a un conjunto de creencias. Parecería que en este último caso el empleo del término es más adecuado para referir a sujetos y no a convicciones o creencias.

Cajarville Peluffo ha entendido que debe considerarse la expresión en clave de prescripción y que, a efectos interpretativos, donde dice “no sostiene” debe leerse “no debe sostener” o “no puede legítimamente sostener”. Seguidamente indica que no sostener ninguna religión supone no sustentar, prestar apoyo, alentar, auxiliar o dar lo necesario para el mantenimiento de religión alguna (Cajarville, 2008, p. 339) (véase también en términos muy similares, Semino, 2011, p. 225). En ese sentido, luego afirma que lo que se restringe es el fomento o auxilio de la actividad religiosa -de una, de varias o de todas las religiones- y que la oración final del propio artículo 5 -que dispone la exención impositiva inmobiliaria a los titulares de templos destinados al culto de religiones- debe considerarse una excepción a la regla que el mismo establece (Cajarville, 2008, p. 340) (en el mismo sentido Cassinelli, 2002, p. 112)[9].

La interpretación que viene de presentarse es razonable, pero supone la adopción de varias opciones interpretativas no explicitadas o no del todo desarrolladas, como la relectura en clave prescriptiva de un enunciado asertivo, la preferencia por un determinado sentido de la voz “sostener”, la ausencia de especificación del significado asignado a los términos “Estado” y “religión” y, según considero, una determinación de un contexto normativo particularmente acotado.

Es perfectamente admisible una lectura alternativa que postule que la expresión “El Estado no sostiene religión alguna” no es otra cosa que la definición por un Estado aconfesional, que no defiende ni proclama como suya ninguna religión -en contraste con la definición constitucional pasada de 1830- (véase Durán Martínez, 2012, p. 278). Si pretenden derivarse de ello algunas prescripciones, no deberían ser otras que las siguientes: (a) la prohibición de aludir a una religión como oficial, de reconocer a autoridades religiosas potestad para la toma de decisiones estatales, la ilegitimidad de disponer desde el Estado la realización de actividades religiosas, de culto, celebraciones, de implementar templos estatales y contratar o designar sacerdotes, pastores, rabinos u otros referentes religiosos para que desempeñen funciones como tales -eso sería indudablemente adoptar alguna religión y constituye el núcleo de certeza de la expresión en cuestión-; (b) un mandato más abstracto de neutralidad, imparcialidad o de tratamiento igualitario de las diversas posiciones de las personas en materia religiosa, que no necesariamente supone abstención en todos los casos. Nótese que la preferencia o discriminación en el trato también puede razonablemente concebirse como la “adopción” implícita de alguna religión o bien de la posición arreligiosa o antirreligiosa.

El reconocimiento de la libertad de cultos y el tratamiento igualitario postulado impide que el Estado pueda establecer restricciones a sujetos exclusivamente por su condición religiosa, más allá de las dispuestas con generalidad y que les resulten aplicables en virtud de otras características. Sin embargo, como bien sostiene Cajarville, podría llegar a admitirse, como excepción, el desarrollo de algunas conductas generalmente vedadas si se realizan en el marco de un culto[10] (Cajarville Peluffo 2008, p. 336). Es decir, no sería desigualitario considerar la nota propia de la actividad religiosa, que en lo que refiere a conductas externas no es otra que la realización de cultos -así lo exige la consignación específica de tal libertad-, a efectos de remover razonablemente prohibiciones. De más está decir, en la medida en que ello se disponga sin diferenciación entre religiones.

Con idéntico criterio, estimo que tampoco sería desigualitario establecer, con dicho alcance, auxilios económicos a efectos de posibilitar o facilitar el desarrollo de cultos, en atención a su carácter propio o característico y al reconocimiento de su libertad.

La diferenciación de los supuestos mencionados no se justifica. Remover o excepcionar una prohibición o conferir una ayuda supone en cualquier caso posibilitar una actividad -jurídica o materialmente-. La exclusión de este último escenario, postulada por Cajarville o Cassinelli, se funda en un particular significado atribuido a la expresión polisémica “no sostiene religión alguna”, que resulta excluyente del auxilio, pero que no es el más adecuado desde una perspectiva literal y prescinde de consideraciones sistemáticas y teleológicas. 

Desde una mirada contextual, la oración final del artículo 5 no sería una excepción, sino una manifestación de tratamiento neutral ajustada a la regla en cuestión, en la medida en que no supone desarrollar actividad religiosa como tal[11] y no se trata diferenciadamente a ninguna religión, sino que se establece la exoneración tributaria, por igual, respecto de todos los sujetos titulares de templos consagrados al culto de las diversas religiones (en similar sentido Ruocco, 2019, p. 669).

Podría alegarse que ello supone una desconsideración de eventuales organizaciones que asuman posiciones antirreligiosas o arreligiosas, pero, por definición, estas no desarrollan prácticas de culto o ritos. En relación con ese punto no se trata de situaciones estrictamente equiparables, en la medida en que, naturalmente, no requieren de un local especial o adicional para ello[12]. Así, en todo lo que no refiere a la situación de los templos destinados al culto, que es una nota propia de las religiones, no existen distinciones constitucionales con otros sujetos. Los inmuebles de titularidad de organizaciones religiosas destinados a la enseñanza, a la discusión de las posiciones o doctrinas o a la administración, entre otros posibles usos diversos de la celebración de cultos, definitivamente no resultan comprendidos por la exoneración de la oración final del artículo 5[13].

En fin, conforme el método generalmente admitido de interpretación de disposiciones constitucionales, desde una debida aproximación sistemática que aspire a la armonización de las diferentes formulaciones, no parece atinado realizar una interpretación aislada de dos oraciones de un mismo artículo, para luego, sin que ningún término de ellas refiera a un carácter excepcional, postular que existe contradicción entre ellas y, por tanto, que deben considerarse como regla y excepción, por su respectiva generalidad y concreción y por consignarse ambas en un mismo acto jurídico -lo que impide el eventual recurso a la jerarquía o temporalidad para dirimir la contienda-.

Ante un enunciado que admite lecturas alternativas razonables -y vaya que lo admite-, los otros enunciados constitucionales -en este caso curiosamente uno contenido en el mismo artículo- deberían oficiar como parámetro de esclarecimiento, prefiriéndose la conciliación y no el conflicto.

Por su parte, si bajo una aproximación también sistemática y teleológica se tienen en cuenta los fines constitucionales de libertad y de igualdad de los individuos, consignada a su turno expresamente la libertad de cultos -e implícitamente la libertad religiosa que la comprende-, no parece justificarse una interpretación que por defecto le confiera un tratamiento diferente del asignado a otras especificaciones de la libertad, como la de pensamiento y política -incluso en lo que refiere a las opciones de afinidad partidaria-, la de conciencia, la ideológica o cualquier otra. Si se acude a la ampliación de las disposiciones que ofician como parámetro de apreciación contextual, considerando además de las propiamente constitucionales a las contenidas en Derecho Internacional de los Derechos Humanos, lo cierto es que tanto el artículo 12 de la Convención Americana de Derechos Humanos como el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos sientan una regulación común a la libertad religiosa y de conciencia -y a sus manifestaciones-, lo que también contribuye a desestimar la tesis de su consideración diferencial.  

Es igualmente deleznable y reñido con la Constitución que el Estado esté al servicio de una religión, de un partido político o de una organización particular de cualquier naturaleza. Su deber es orientarse al interés general -no al de parcialidades- (artículo 7 de la CU), el de sus funcionarios -como se desarrollará- es servir a la Nación (artículo 58 de la CU) y ello exige conferir igual consideración y respeto a las singularidades no nocivas para terceros de las personas definidas en ejercicio de su libertad (artículos 8 y 10 de la CU). No deberían ser diferentes las alternativas de conducta estatal en los supuestos reseñados, pues, ante la ausencia de un texto contundente que así lo disponga no tiene sentido postular una distinción.

En fin, aunque no se consigne expresamente en tales términos, tan cierto como que el Estado no sostiene religión alguna es que el Estado no sostiene parcialidad alguna -ideológica, política, gremial, sindical o de cualquier otra especie-. Ello no excluye la potestad de auxiliar, facilitar o adoptar otra clase de medidas activas respecto de ellas, en tanto no supongan el desarrollo estatal de la actividad, concurran razones de interés general, sean igualitariamente concebidas y no supongan proselitismo en los términos del artículo 58 de la Constitución -que más adelante se analizará-.         

Debe tenerse presente que la tesis no absolutamente abstencionista -preferida por las razones expuestas- admite la legitimidad de ciertas medidas de acción, plurales e igualitarias, pero no se inhibe ni descarta la abstención como “medida”. Es decir, la postura necesariamente abstencionista -que impone un deber absoluto de no hacer- impide alternativas de acción, pero no se postula aquí la solución inversa, es decir, la imposición absoluta de un hacer específico. Así, bajo la concepción ensayada, más allá de la restricción que refiere a la explicitación de una religión oficial o al desarrollo de actividad religiosa como tal -que supone un deber específico derivado de la expresión “no sostener religión alguna”-, no se establece un deber de hacer ni uno de no hacer concreto del Estado a partir del mandato de neutralidad, sino un deber abstracto de respeto de la libertad religiosa -con reconocimiento del culto como particularidad de las religiones- y de tratamiento igualitario de las distintas confesiones o posiciones de los individuos sobre la religión.

Sobre esas bases, en lo que refiere a las medidas disponibles, se le confiere al Estado potestad y se lo faculta para actuar o para no hacerlo -con discrecionalidad- en consideración de las circunstancias. Por supuesto que la abstención puede ser una opción perfectamente legítima, en ocasiones posiblemente la única que permita asegurar la igual consideración y respeto y ello, vale insistir, deberá apreciarse considerando las circunstancias fácticas en un determinado momento. Las únicas medidas efectivamente activas y de facilitación en la materia, indisponibles para el Estado -incluso a través de su actividad legislativa formal-, vienen determinadas por la propia Constitución en la aludida oración final del artículo 5.

Por último, más allá de que me resulta más convincente la interpretación del precepto previamente defendida, no puede dejar de reconocerse el carácter controversial de su significado y la razonabilidad de ambas lecturas. De ello se sigue el reconocimiento de margen al legislador (Gamarra, 2018, p. 321 y ss.) para determinar una u otra solución de neutralidad en atención a los escenarios de cada tiempo.

Vale insistir, lo que está indisputadamente vedado por la Constitución es profesar una religión oficialmente o realizar actividad religiosa estatal y proferir un trato desigualitario -preferencial o discriminatorio- entre quienes profesan unas u otras religiones o entre quienes las niegan o repudian -que no es otra cosa que proyección en la especie del principio de igualdad, de la libertad de conciencia, de religión y de cultos-. Fuera de ese entendimiento elemental, de conformidad con el principio democrático y, de su mano, con la deferencia a la actuación legislativa, no cabría la declaración jurisdiccional de inconstitucionalidad de una ley que se pronunciase por una neutralidad en el sentido de la necesaria abstención estatal, que no desconozca las medidas constitucionalmente dispuestas, desde luego, o por una lectura tolerante de medidas positivas igualitarias más allá de ellas respecto de todas las posiciones religiosas -reconociendo la peculiaridad del culto como fenómeno- y de las negadoras de la religión.

           

3. El Estado no sostiene parcialidad alguna. Servicio a la Nación e ilicitud del proselitismo de cualquier especie en el ejercicio de la función pública.

Corresponde ahora realizar una interpretación del artículo 58 de la Constitución. En la primera oración del inciso primero establece que “Los funcionarios están al servicio de la Nación y no de una fracción política”. En la segunda oración dispone que “En los lugares y las horas de trabajo, queda prohibida toda actividad ajena a la función” y, luego agrega, “reputándose ilícita la dirigida a fines de proselitismo de cualquier especie”. Por su parte, el inciso segundo del artículo dispone que “No podrán constituirse agrupaciones con fines proselitistas utilizándose las denominaciones de reparticiones públicas o invocándose el vínculo que la función determine entre sus integrantes” [14].

La prohibición de tareas ajenas a la función pública durante su ejercicio, del proselitismo de los funcionarios y la exigencia de su servicio a la Nación -al interés general de la comunidad- y no al de parcialidades o fracciones -aunque se alude únicamente a las políticas-, son concreciones de un mandato de neutralidad en el ejercicio de la función pública indispensable para la orientación del Estado al bien común -de la colectividad toda- como fin último.

Según concibo, desde la perspectiva referida, el artículo 58 se funda en cuatro razones más específicas: (i) la especial posición del Estado a través de sus agentes frente a los individuos a los que políticamente representa y sirve, el respeto de sus opciones libres y la tutela de la igualdad -como en el artículo 5 en materia religiosa-, (ii) la relación funcional y las diferentes posiciones jerárquicas entre los funcionarios, evitando injerencias o afectaciones a la conciencia moral y cívica de los subordinados -como se establece, con carácter general, en el artículo 54 respecto de obreros y empleados-, (iii) la eficiencia en el desarrollo de las funciones y, por último, (iv) una pretensión de que los funcionarios, que en su inmensa mayoría permanecen aunque cambie la orientación política de los gobiernos, sean serviciales al desarrollo de la gestión en el sentido democráticamente escogido.

Recientemente analicé la disposición que aquí interesa como elemento central de una ponencia que resultó publicada por la Cámara de Representantes (Gamarra, 2022). Por razones de brevedad, recapitularé los puntos centrales y, sin perjuicio de alguna reflexión adicional, me remitiré en lo demás al trabajo previo sobre el tema.

El artículo 58 de la Constitución se dirige a los funcionarios públicos, regula su conducta en tanto tales y, por tanto, el primer desafío interpretativo consiste en atribuir sentido a la expresión “funcionarios” para delimitar así el alcance subjetivo de la disposición. En este sentido, ante una concepción constitucional amplia de funcionario público (Sayagués Laso, 2002, p. 256 y 257, Martins, 1993, p. 531; Delpiazzo, 2005, p. 343 y 344) y ausencia de distinciones en la formulación, cabe concluir que se refiere a todos ellos, independientemente de la función estatal que desempeñan -administrativa, legislativa o jurisdiccional-, del mecanismo de designación o elección, de su carácter de carrera, político o de particular confianza, de su vinculación estable o en virtud de relaciones a término.

Cabe detraer de la interpretación de la formulación un deber genérico de servir a la Nación y, luego, tres prohibiciones o deberes de no hacer de los funcionarios públicos que suponen en algún sentido concreción de aquel.

En primer lugar, se afirma que los funcionarios están al servicio de la Nación y no de una fracción política. Se trata de una derivación respecto de los funcionarios públicos, de la normativa constitucional que sienta la soberanía nacional, el propósito estatal último de interés general y la forma republicana de Gobierno -artículos 4, 7, 72 y 82 de la CU- que, a su turno, supone respeto de la libertad de los individuos y tratamiento igualitario -artículos 7, 8 y 10 de la CU-.

También en este caso -como en la oración segunda del artículo 5-, más allá de la deficiencia en la formulación, tiene sentido concebir que no se pretende meramente describir sino prescribir el servicio de los funcionarios a la comunidad toda y no a parcialidades. Si bien en un sentido negativo es cierto que únicamente se esclarece que no están al servicio de fracciones políticas -probablemente por tratarse de uno de los supuestos patológicos más frecuentes, por la mediación de los partidos en las democracias representativas-, el servicio a la Nación que se postula en primer término descarta en un régimen liberal e igualitario el servicio a cualquier clase de parcialidad.  

En segundo lugar, se prohíbe la realización de actividades ajenas a la función en los horarios y lugares de trabajo, es decir, mientras se desempeñan como funcionarios y -aunque se trata de un supuesto de remota ocurrencia- se prohíben las actividades particulares en las oficinas o recintos estatales incluso fuera del referido ejercicio. La restricción mencionada es de justificación difícilmente cuestionable. Si un individuo es designado o elegido para realizar una función, lo que debe hacer es desempeñarla y no otra cosa, debe servir a la comunidad y no utilizar su posición en beneficio de algún grupo o de sus intereses privados. Una exigencia de tales características es elemental y resulta esperable también en la contratación de trabajadores o en el arrendamiento de servicios por parte de empleadores del sector privado.

La tercera prohibición refiere a las actividades proselitistas -también en las horas y lugares de trabajo[15]- y es en cierta medida innecesaria porque se encuentra subsumida, no solo en el deber de servir a la Nación, sino también en la prohibición que viene de mencionarse. Se trata de una prohibición más específica, a lo sumo con eventual impacto de esclarecimiento y énfasis, en tanto, como se apuntó, se veda con generalidad la actividad ajena a la función y la actividad proselitista es extraña a ella. El proselitismo es el celo por captar partidarios o adeptos a una doctrina, parcialidad o facción y no es concebible el desarrollo de cualquier actividad estatal con tal propósito, al servicio de parcialidades y no de la colectividad. Pueden existir actividades ajenas a la función no proselitistas -también prohibidas-, pero toda actividad proselitista es ajena a la función pública -vale insistir, al servicio de todos-.

Podría matizarse esta afirmación si se concibe como una excepción lo previsto en el artículo 71 de la Constitución, concretamente en lo que refiere a la exigencia de especial atención a la formación del carácter moral y cívico de los alumnos en la enseñanza oficial. Debe tenerse presente que se refiere al carácter, es decir, a la formación de una aptitud o actitud más que a la capacitación en saberes. De todas formas, más allá de lo indicado, una presentación de contenidos es inevitable y parecería que no se pretende en este caso una posición de neutralidad.

Una educación en ciudadanía, aunque idealmente informativa de la realidad en toda su complejidad, supone cierto compromiso con una moral y civismo objetivado a través del ordenamiento jurídico uruguayo. Fundamentalmente a partir de las bases axiológicas establecidas en la Constitución y, destacadamente entre ellas, los mínimos necesarios para determinar la dignidad que se expresan como derechos fundamentales y la concepción democrática y republicana del Gobierno -con énfasis en la participación política-. En ese sentido, parece que efectivamente se prefiere una doctrina, pero con la salvedad de que resulta razonablemente atribuida a toda la comunidad -a la Nación- en tanto contenida en su pacto común fundamental[16].

 Por último, en relación con la prohibición de proselitismo, más allá de su relativa claridad en abstracto, pueden ocurrir discrepancias en su interpretación en concreto -en el marco de casos-[17]. Así, puede resultar discutible si una acción en principio trivial, como portar una prenda o un símbolo alusivo a una parcialidad, puede considerarse o no dirigida a captar adeptos. Según el tipo de función de que se trate una misma conducta puede ser valorada de diferente forma. A modo de ejemplo, no debería ponderarse de la misma manera la situación de un docente de primaria y la de uno universitario o la de un funcionario que se relaciona con público y la de uno que no lo hace.

Pueden generarse también dificultades al definir el alcance de la restricción por problemas de delimitación espacial y temporal del desempeño de la función derivados del uso de tecnologías, por la posibilidad del trabajo desde el hogar u otros lugares particulares o por la efectiva accesibilidad en redes digitales más allá de un horario delimitado.

Asimismo, resultan complejos ciertos casos en los que la escisión del ejercicio de la función -por su propia naturaleza- y la vida particular no se presenta siempre con nitidez. Tal es el caso de funcionarios electos o políticos que ejercen la representación de la Nación y del Estado. En dichos casos, a su vez, se genera la dificultad adicional de su identificación con partidos políticos que defienden determinados principios y que deben implementar programas de gobierno, que resultaron la base del debate en campaña con otras parcialidades y que encarnan un posicionamiento ideológico. Representan a la colectividad en su conjunto y deben actuar de conformidad con el interés general, pero no puede soslayarse su elección por una parte y su concreta forma de apuntar a su consecución. Otro supuesto particular es el de aquellos funcionarios que además ejercen función jurisdiccional, de los que destacadamente se espera una actitud de imparcialidad por resultar de la esencia de su actividad.

Sin perjuicio de lo indicado, sobre esas y otras bases, por diferentes razones relacionadas con las características de la función y el poder con el que cuentan, la Constitución específicamente establece una exigencia más intensa de neutralidad de ciertos funcionaris, concretamente vedando determinadas acciones que suponen posicionamientos políticos, sin acotar el constreñimiento al horario y lugar de trabajo -a diferencia de lo establecido en el artículo 58-.

Así, en el artículo 77 ordinal 4° dispone que los magistrados judiciales[18], miembros del Tribunal de lo Contencioso Administrativo y del Tribunal de Cuentas, Directores de Entes Autónomos y de Servicios Descentralizados, militares en actividad y funcionarios policiales, deben abstenerse de cualquier actividad de carácter político -léase político partidario (Cassinelli, 2010, p. 227)- con la excepción del voto. Por su parte, el mismo artículo en su ordinal 5° establece que el Presidente de la República y los miembros de la Corte Electoral no pueden formar parte de comisiones o clubes políticos, integrar órganos directivos de partidos ni, en lo que aquí más interesa, intervenir de ninguna forma en propaganda política de carácter electoral[19].

En los casos que vienen de mencionarse la restricción de proselitismo se amplifica en el entendido de que las funciones referidas exigen una neutralidad respecto de actividades o posicionamientos políticos más allá del ejercicio de la función o, si se prefiere, por concebirse que la función supone una investidura que no cesa salvo en la intimidad, “de tiempo completo”.

  

5. Sobre los artículos 5 y 58 considerados conjuntamente.

 

El artículo 5 de la Constitución se dirige al Estado como persona jurídica -al menos directamente-, veda la alusión a una religión oficial, toda actividad religiosa estatal e impone un mandato de neutralidad exclusivamente en la materia; mientras que el artículo 58 se dirige a los funcionarios del Estado y de otras personas jurídicas estatales, en el ejercicio de sus funciones y, en términos generales, consigna el servicio a la Nación y la neutralidad en alusión a cualquier tipo de parcialidad -incluidas aquellas religiosas-.

Independientemente del diferente alcance subjetivo, en tanto se interpretó la expresión “funcionarios” en un sentido amplio y las personas jurídicas no obran sino a través de las personas físicas -funcionarios- que sirven de soporte a sus órganos, en puridad, la exigencia del artículo 5 -razonablemente derivada de la afirmación de no sostener religión alguna- opera como una especificación de una solución más general, pues se encuentra subsumida en el deber de neutralidad más ampliamente consignado en el artículo 58, con fundamento también en el principio de igualdad y en la libertad de conciencia.

            En efecto, si se considera un escenario contextual completo, lo cierto es que el trato estatal igualitario y de respeto de las opciones no perniciosas de los individuos en ejercicio de su libertad -artículos 7, 8 y 10 de la CU-, tanto como el servicio a la Nación de los funcionarios públicos y del Estado -artículos 4, 58 y 82 de la CU- conforman una parte nuclear del discurso constitucional. Así, el artículo 5 no hace otra cosa que concretar dicha solución en materia religiosa. De más está decir, ello en su postulación central, sin perjuicio de resabios de aspectos sobre titularidad de inmuebles actualmente inocuas -que se mantienen en la disposición constitucional vigente- y de contener una norma de facilitación a través de una exoneración tributaria que, como se vio, conspira contra la lectura que postula un mandato de neutralidad exclusivamente a través de la abstención.

 

6. ¿La laicidad es un principio constitucional? Deber de neutralidad de los funcionarios públicos y del Estado y derecho de los individuos a un tratamiento respetuoso e igualitario de sus convicciones

 

La utilización del término “principio” es en buena medida problemática por la pluralidad de acepciones del término[20] y de propósitos que se persiguen con su invocación. En este caso, a la ausencia de univocidad referida debe añadirse la de la propia voz laicidad, que, como se mencionó, también admite diferentes concepciones.

Pese a ello, no veo mayor inconveniente en denominar “principio de laicidad” a la norma que determina el deber de neutralidad o imparcialidad estatal en materia religiosa o la que establece más ampliamente el deber de neutralidad estatal y de los funcionarios públicos respecto de aspectos de conciencia -de cualquier especie, incluida la religiosa-, respectivamente resultantes de lo dispuesto por los artículos 5 y 58 de la Constitución. Por las razones indicadas introductoriamente y las desarrolladas sobre la relación interpretativa entre las cláusulas constitucionales relevantes, preferí a efectos de este trabajo la alternativa de mayor alcance.

Incluso teniendo en cuenta la contraindicación derivada de su posible concepción más estricta, parece de utilidad referir al “principio de laicidad” a partir de los enunciados referidos, como norma que comprende parte del contenido del principio de igualdad, concretamente para referir al tratamiento estatal respetuoso e igualitario en materia de creencias o convicciones de cualquier índole (en similar sentido véase Richino, 1988, p. 31).

Debe tenerse presente que, en el plano de la normativa legal, el artículo 17 de la Ley N° 18.437 efectivamente refiere a un “principio de laicidad”, concretamente en el ámbito de la educación pública, asumiendo una concepción amplia y de consideración íntegra y crítica en “todos los temas”[21]. De todas formas, lo que aquí interesa es pronunciarse sobre la existencia de un principio “constitucional”, es decir, que tenga fuente en la Constitución como acto jurídico y no en la ley.

Más allá de su alusión como “principio”, que podría concederse en este caso por su difícilmente cuestionable carácter fundamental y axiológico -sin ingresar en discusiones más complejas sobre su naturaleza-, lo relevante es la identificación de disposiciones constitucionales que sientan un deber del Estado y de los funcionarios públicos, que es relativamente abstracto, pero que indudablemente despliega efectos jurídicos y genera consecuencias que conviene brevemente analizar.

Así, la actuación jurídica estatal expedida en contravención del referido deber debe reputarse ilegítima y, por lo tanto, según el tipo de acto de que se trate, resulta susceptible de un diferente tratamiento para su extinción o el cese de su eficacia en algún sentido. Así, en el caso de leyes o Decretos Departamentales con fuerza de ley en su jurisdicción cabe su inaplicación exclusivamente mediante su declaración de inconstitucionalidad por la Suprema Corte de Justicia. En el caso de actos administrativos cabe su revocación administrativa, su inaplicación (por cualquier magistrado u órgano jurisdiccional) o su anulación jurisdiccional (por el TCA).

El incumplimiento del deber de neutralidad -léase de tratamiento respetuoso e igualitario- y de la prohibición de proselitismo por parte de funcionarios en ejercicio de función administrativa supone una infracción que genera la incursión en responsabilidad disciplinaria, resultando de aplicación las sanciones que correspondan de conformidad con los desarrollos infra constitucionales. Nótese que la normativa constitucional sienta un deber y con él la ilegitimidad de la conducta opuesta a la compelida, pero no establece la sanción aplicable, que viene a disponerse en virtud de normativa inferior.

Por su parte, aunque su configuración parece remota, ante un supuesto de ilicitud, de configurarse un daño causalmente ligado al incumplimiento del deber de neutralidad o tratamiento igualitario, podría generarse responsabilidad civil del Estado y de los funcionarios.

Por último, en la medida en que la vulneración del referido deber supone un trato desigual respecto de algunas personas -las que fueron desconsideradas al manifestarse desde el aparato estatal por una preferencia diferente a las suyas-, se configura una vulneración de su derecho a la igualdad -a ser igualmente considerados-[22]. En ese sentido, aplican los remedios generales ante lesiones de derechos. De ser posible, el afectado podría requerir administrativa o jurisdiccionalmente que se considere y confiera similar tratamiento a su posición omitida o, según el caso, únicamente exigir que se remueva la manifestación en beneficio de la parcialidad ajena si es que todavía persiste.

Es de esa manera que el llamado “principio de laicidad”, que no es otra cosa que un deber del Estado y de los agentes estatales a conferir un tratamiento respetuoso e igualitario a los individuos, independientemente de sus convicciones, se encarna en afectaciones puntuales o directas de los sujetos desconsiderados en sus concepciones, posibilitando el ejercicio y tutela jurisdiccional de derechos correlativos o acciones para desencadenar el cese de la ilegitimidad, la eventual reparación de los perjuicios generados por ella o la corrección de los infractores.   

 

7. La “laicidad” con algo, solo algo, más de concreción

Realizada una interpretación en abstracto sobre las disposiciones que refieren a la igualdad de trato y respeto estatal de las diferentes convicciones o creencias de los individuos, es decir, sin disponer ni manifestar preferencias o repudios en virtud de ellas -laicidad en un sentido amplio-, cabe brevemente reflexionar sobre algunas de sus proyecciones algo más concretas en materia de exoneraciones tributarias, de utilización de espacios públicos con fines ornamentales y de homenaje y en la educación pública.

En definitiva, se trata en buena medida de especificaciones del principio de igualdad -ligado al respeto de las opciones individuales no perniciosas-, y cabe en estos casos acudir a las categorías previstas para su valoración, como la apreciación de razones de interés general, la razonabilidad de los criterios de distinción y la proporcionalidad de las medidas. Sin embargo, no se pretende aquí un análisis de casos concretos, que son los que suelen generar mayores disputas. Estimo que todavía cabe realizar algunas reflexiones sobre algunas proyecciones de la normativa constitucional relevante en determinadas materias, pero sin llegar a un análisis tópico.

En ese sentido, aunque un desarrollo completo de cada uno de los temas sugeridos requería un análisis más profundo, incorporando además la normativa subordinada a la Constitución y el manejo de casos, supongo que puede ser de utilidad realizar algunas consideraciones, algo más concretas, pero todavía bajo una mirada constitucional general.  

 

(a) “Laicidad” e instalación de monumentos, símbolos o referencias a parcialidades en los espacios públicos. En principio, en lo que refiere al uso de espacios públicos, podría sostenerse que el mandato de neutralidad puede cumplirse impidiendo su utilización para la instalación de monumentos o símbolos alusivos a cualquier parcialidad o bien, alternativamente, autorizándose respecto de cualquier parcialidad sin discriminación alguna entre aquellas lícitas[23].

Sin embargo, es inimaginable una ciudad sin identidad cultural, sin denominaciones de calles o de plazas, sin monumentos que refieran a su historia, a su cultura, en definitiva, a la construcción de la vida en común de la colectividad. Ello inevitablemente se nutre de parcialidades de opinión o creencias, pues, aunque puedan existir algunos casos de figuras o aspectos que las trascienden, la comunidad se conforma de una pluralidad de partes entre las que suelen existir diversidad y desacuerdos. La primera opción es imposible de concebir en ciudades existentes y es incluso difícil de concebir en ciudades que puedan en el futuro ser creadas.

            Así, la discusión debe fundamentalmente recaer sobre la forma de “asignar” igualitariamente la instalación de monumentos o referencias que aluden a parcialidades en los espacios públicos -en forma más o menos directa-, que no son pocos, pero tampoco son ilimitados, y que tienen diferente valor o niveles de preferencia por su visibilidad, impacto y significación, teniendo además en cuenta los aspectos urbanísticos y las características y entidad de los monumentos.

            En ese sentido, en cualquier procedimiento para definir la instalación de un monumento o símbolo las autoridades competentes -generalmente las Intendencias y las Juntas Departamentales- deberían considerar factores como los referidos y propender a una cierta equidad, en atención a los monumentos o denominaciones existentes y la disponibilidad de espacios razonablemente equiparables para atender a las diferentes parcialidades, idealmente en consulta con ellas.

Aunque la ausencia de todo monumento o referencia a parcialidades en espacios públicos se descartó como solución general, ante supuestos conflictivos y de dificultades de soluciones asimilables para las diferentes facciones en cuestión, por distintas razones, la negativa a la autorización puede resultar una respuesta atendible.

              

(b) “Laicidad” y exoneraciones tributarias. Como se indicó en los epígrafes previos, el artículo 5 de la Constitución establece un supuesto de exención tributaria respecto de los titulares de derechos sobre inmuebles consagrados al culto de cualquier religión. Ello obviamente supone una medida de facilitación de la actividad religiosa consignada constitucionalmente, que tiene una implicancia interpretativa para descartar que la Constitución reniegue de medidas positivas a su respecto, pero su relevancia debe matizarse en tanto el artículo 69 establece con un mayor alcance una exoneración de todo tributo a las instituciones culturales[24], entre las que cabe incluir a las religiosas[25].

La tesis de la inclusión de las instituciones religiosas en la exoneración establecida en el artículo 69, en tanto instituciones culturales, requiere de una mayor justificación. En un sentido amplio es notorio que la voz “cultural” -alusiva a costumbres y tradiciones de una comunidad- comprende a la religión, a tal punto que en la propia Constitución se denomina a sus manifestaciones como “culto”. Sin embargo, es cierto que en una acepción más estricta su referencia puede resultar controvertida.

La instancia de valoración contextual podría en una primera aproximación -ligera- conducir a cuestionar la comprensión de las instituciones religiosas bajo el artículo 69, pues podría estimarse redundante o trivial la exoneración de inmuebles prevista en el artículo 5. Sin embargo, ello no es así por varias razones. La primera de ellas es que la superposición no es necesaria. El artículo 5 de la Constitución exime de impuestos a los titulares de derechos sobre inmuebles destinados al culto, pero puede que ellos no sean instituciones religiosas sino otros sujetos particulares que bajo algún título autorizan su uso a alguna de ellas. La segunda es que, aun asumiendo la existencia de una coincidencia plena, lo cierto es que las redundancias no son problemáticas -como sí lo son las contradicciones normativas- (Nino, 2014, ubicación 1269) y su pretensión de erradicación interpretativa es a lo sumo una razón débil de preferencia, que cede ante otras más fuertes.

Una consideración sistemática más detenida conduce a identificar deficiencias de la lectura excluyente de las instituciones religiosas del elenco de las culturales. Nótese que se establece constitucionalmente la libertad de cultos y un mandato de neutralidad o igualdad, pero lo cierto es que en la tesis bajo análisis se le terminaría confiriendo a los sujetos que estructuran, organizan o facilitan religiones un tratamiento de menor consideración que otros que realizan actividades análogas -asimilables en todo lo que no supone la práctica de un culto-, incluidos los de reflexión filosófica arreligiosa o incluso antirreligiosa -que son incuestionablemente culturales-. Por dicha razón, ante dos interpretaciones literales posibles debe preferirse la que sienta una solución respetuosa de la igualdad y de la libertad religiosa, de conciencia y de cultos.            

 

(c) “Laicidad” y educación pública o enseñanza oficial. Se ensayó previamente una interpretación del artículo 5 que no determina una posición absolutamente abstencionista -excluyente de la facilitación o auxilio- para asegurar la neutralidad estatal en materia religiosa. Sin embargo, se indicó la existencia de un núcleo de certeza de la formulación que impide la realización de actividades religiosas oficiales y se la relacionó además con el artículo 58 de la Constitución que, con mayor abstracción, establece el servicio de los funcionarios a la Nación -y no de parcialidades religiosas, ideológicas, partidarias, sindicales o cualquier otra especie- y que más ampliamente veda el proselitismo de los funcionarios.

Así, en el plano de la enseñanza oficial y gratuita -como se la denomina en el artículo 71 de la Constitución- la posición abstencionista en la materia deviene necesaria. La enseñanza de una religión -tanto como la de una ideología o de una doctrina partidaria- es indefectiblemente proselitista, necesariamente realizada por religiosos o por militantes -que serían en la hipótesis servidores públicos- y ello resulta notoriamente inconciliable con el deber estatal de no sostener ninguna religión -incluso en el sentido más estricto propiciado, de profesarla-, con el servicio de los funcionarios a la Nación en su conjunto y con la prohibición del proselitismo.

Las religiones o ideologías excluyen -por definición- la consideración abierta de posiciones contrarias o críticas, por ello suponen proselitismo y no son conciliables con una concepción plural e íntegra en el abordaje de los temas objeto de estudio que, en desarrollo consistente de los lineamientos constitucionales, los artículos 15 y 17 de la Ley N° 18.473 exigen al referir a la laicidad como principio de la educación estatal.

No cambia la situación si de alguna manera se posibilita la enseñanza de muchas religiones o ideologías, serían todas ellas manifestaciones proselitistas ilegítimas, pero, además, ello tendría dificultades instrumentales incompatibles con un elemental tratamiento igualitario. En un tema tan sensible, de conciencia, convicciones y de formación de menores y jóvenes, si fuesen a considerarse activamente preferencias no deberían excluirse las de nadie y razones pragmáticas impiden organizar tantos cursos como posibles opciones de conciencia de los padres de los alumnos o de los alumnos -en caso de que sean mayores-[26].

La libertad religiosa, la de conciencia y su enseñanza tienen campo fértil e incluso abonado -como lo denota el otorgamiento constitucional de beneficios tributarios- fuera de la esfera pública, a través de instituciones especializadas o incluso en el plano familiar. La solución constitucional no las desampara, desde luego, pero excluye la prestación efectiva desde la enseñanza oficial que, por cierto, ante un panorama como el referido carece de toda justificación. Sería mucho mayor el perjuicio en caso de que se visualice la preeminencia de una posición estatal religiosa o ideológica -nada menos que en la educación de menores y jóvenes-, que la que se genera con la abstención completa. La igualdad de consideración y respeto parece resentirse fuertemente y sin remedio si se perciben preferencias del Estado en la materia.

 

Conclusiones

1.- A efectos del presente trabajo de interpretación constitucional se prefirió no ensayar definiciones sobre el controversial concepto de laicidad -ni de laicismo- sino, ante la ausencia de toda alusión al término, asumir una tesis amplia a su respecto para delimitar extensivamente y con propósito sistemático las formulaciones objeto de análisis. En ese sentido, se propuso fundamentalmente una interpretación de los artículos 5 y 58 de la Constitución vigente, sin perjuicio de otras disposiciones relevantes para una necesaria apreciación contextual y teleológica.  

2.- El artículo 5 de la Constitución, en lo que aquí principalmente interesa, establece que el Estado “no sostiene religión alguna” y dispone una exoneración impositiva de los inmuebles destinados al culto de las religiones, lo que supone una medida constitucional de facilitación de dicha actividad. De los significados de atribución posible a la expresión no sostener una religión, predicada del Estado en una Sección que precisamente refiere a su caracterización, el más convincente es el que deriva de tal aserción una definición no confesional.

Bajo una interpretación en clave prescriptiva, de ello se sigue lo siguiente: (a) que se impide que se proclame una religión oficial y que se realicen actividades religiosas estatales -proselitistas por definición- y (b) que se establece un mandato amplio de neutralidad o tratamiento igualitario en la materia. Es decir, por un lado, se sienta la separación como elemento de la definición del tipo de Estado y, por el otro, la neutralidad como mandato de actuación.

Por razones literales, en tanto el sentido más natural de la expresión “no sostener religión alguna” es el de no profesar o defender una o varias religiones, y también por razones de consideración sistemática -particularmente en virtud de lo dispuesto en el propio artículo 5-, la exigencia de imparcialidad no necesariamente excluye la posibilidad de adopción de medidas estatales activas, desde luego, en tanto sean igualitarias, proporcionadas y no configuren en sí mismas una forma de manifestación religiosa.

Nótese que la oración final del artículo en cuestión establece una medida concreta de facilitación -en lo que refiere a los “cultos”- y no tiene sentido postular su excepcionalidad ante la ausencia de toda referencia a tal carácter, en lugar de asumir su valor contextual con propósito esclarecedor ante alternativas interpretativas razonables. A su vez, debe tenerse presente que en la Carta no se establece restricción semejante respecto de otras manifestaciones de conciencia o ideológicas y no tiene sentido determinar innecesariamente una diferenciación en detrimento de la igualdad como fin constitucional.

3.- Al consignarse expresamente la libertad de cultos en la Constitución, y además facilitarse su desarrollo, se reconoce que la práctica de los “cultos” es una nota propia de las religiones que puede ser considerada a efectos de la adopción de medidas estatales favorables para el ejercicio de dicha libertad. Ora contemplando razonablemente excepciones a prohibiciones generales a tales efectos, ora estableciendo alguna clase de facilitación -como en la oración final del artículo 5-. Así, de conformidad con una apreciación igualitaria, cabe apuntar que más allá de los aspectos relativos al culto como característica especial o adicional, no debería distinguirse en ningún sentido a las organizaciones religiosas de otras análogas -como las culturales, en general- en virtud de sus comunes notas restantes.

4.- La interpretación que viene de postularse es la que se estima mejor justificada de conformidad con el método de interpretación de disposiciones constitucionales generalmente admitido, sin embargo, debe reconocerse que se trata de un punto lo suficientemente controvertido -fundamentalmente dada la polisemia de la voz “sostener” y de la expresión “sostener una religión”- como para reconocer margen de apreciación al legislador en su definición.

5.- Por su parte, el artículo 58 se dirige a los funcionarios públicos en un sentido amplio -cuya voluntad es necesaria para conformar la estatal- y establece su servicio a la Nación -a la colectividad en su conjunto y no a parcialidades- vedando en ese sentido cualquier especie de proselitismo. Así, la normativa constitucional, respetuosa de la libertad y de la igualdad de los individuos y sus preferencias, determina que el Estado y sus funcionarios -cuando ejercen como tales- no solo “no sostienen” religión alguna, sino que “no sostienen” parcialidad alguna cualquiera sea su naturaleza. Bajo esta consideración, la oración segunda del artículo 5 no es otra cosa que especificación de una solución constitucional más general.

6.- Aunque carece de consagración como tal en la Constitución, no es infrecuente que se aluda a un “principio de laicidad” con dicha fuente. Por los mismos motivos invocados al delimitar el objeto de este trabajo, no veo inconveniente en así denominar al deber de neutralidad del Estado y de los funcionarios en materia religiosa, ideológica, o de conciencia, derivado de los artículos 5 y 58 de la Constitución, que no es otra cosa que el deber de conferir un trato respetuoso e igualitario de los individuos que libremente y sin nocividad prefieren u adoptan unas u otras.

Ante el incumplimiento de un mandato como el referido, naturalmente, se generan una serie de deberes de autoridades administrativas o jurisdiccionales -de eventual sanción de funcionarios, inaplicación, revocación, anulación o adopción de nuevos actos jurídicos-, y acciones o derechos de los sujetos lesionados en su igualdad, por resultar desconsiderados en sus concepciones.

7.- Por último, se intentó realizar algunas consideraciones con mayor nivel de concreción, todavía bajo una interpretación constitucional general, sin aludir a casos, pero especificando al menos en algo en lo que refiere a ciertas materias que suscitan particular interés.

Respecto de la autorización de instalación de símbolos, monumentos o referencias a parcialidades en el espacio público, en la medida en que es difícil concebir el desarrollo de un pueblo o ciudad sin referencia a su historia y cultura -que supone acción en el tiempo de diferentes parcialidades-, la política de absoluta abstención no parece atendible como solución general, de modo que debe cumplirse con el mandato de neutralidad asegurando un tratamiento igualitario en términos de “asignación” de espacios.

No se trata de un escenario del núcleo duro de los artículos 5 y 58 de la CU, pues no puede inferirse de la instalación plural de múltiples referencias de posiciones religiosas, ideológicas o de opciones negadoras de ellas, ni que el Estado “sostiene alguna religión”, ni tampoco proselitismo de funcionarios públicos. Así, según viene de mencionarse, debe enmarcarse el análisis en la precisión del alcance del mandato de neutralidad. Ante las dificultades reseñadas de la plena abstención, potenciada en pueblos o ciudades que efectivamente se desarrollaron con determinados monumentos o símbolos referentes a parcialidades, se impone una gestión igualitaria de los recursos o espacios. Para ello deberían desarrollarse procedimientos que permitan considerar las instalaciones presentes en la urbanización y la existencia de espacios de similares características para tratar equitativamente a las distintas parcialidades. En caso de que por alguna razón ello no resulte posible o revista demasiada complejidad, la abstención puede resultar una solución perfectamente adecuada.

Respecto de las exoneraciones tributarias, se indicó previamente que el artículo 5 de la CU no supone la restricción de medidas de facilitación o auxilio estatal igualitario de actividades religiosas -necesariamente privadas-, pero lo cierto es que el artículo 69 viene a establecer una solución que efectivamente así lo determina, con mayor amplitud, al disponer sobre el punto respecto de una categoría más abstracta. En efecto, los sujetos que estructuran organizaciones de reflexión filosófica, ideológica, religiosa, política o similares son “instituciones culturales” y resultan, por tanto, beneficiados por la exoneración de todo tributo nacional o municipal -departamental- que la formulación referida establece. La expresión “instituciones culturales” en un sentido amplio comprende a las religiosas y debe sistemáticamente preferirse tal concepción, en la medida en que la alternativa más restrictiva generaría una diferenciación injustificada respecto de otras instituciones asimilables -incluidas, eventualmente, las de reflexión antirreligiosa-.

Por último, en lo que refiere a la enseñanza oficial, la solución constitucional es la indefectible abstención de toda educación religiosa estatal. Por supuesto que ello no impide referencias históricas, geográficas o sociológicas a la religión, pero definitivamente excluye toda enseñanza de religión como tal. No sólo porque impartir cursos con ese contenido supondría “sostener alguna religión” -en cualquier sentido posible de la expresión- en contravención del núcleo de certeza del artículo 5 de la CU, sino porque implicaría también servicio a parcialidades y proselitismo de funcionarios -vedados por el artículo 58 de la CU-. Por cierto, de más está decir, esto último excluye también la enseñanza dogmática de ideologías, de posiciones partidarias y, en general, de convicciones propias de parcialidades de cualquier tipo.

Además de su ilegitimidad por las razones antedichas, lo cierto es que tampoco sería posible implementar una alternativa prestacional, igualitaria, que contemple las convicciones de todos los estudiantes -o de sus padres o tutores-, de modo que también por ello la solución sería violatoria de los artículos 5, 8 y 58 de la Constitución.

 

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Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): el único autor fue responsable de la:

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Editor responsable Miguel Casanova: mjcasanova@um.edu.uy 



[1] El presente trabajo se elaboró en el marco de un proyecto de investigación más amplio, intitulado “El concepto de laicidad en la cultura jurídica uruguaya”, realizado con Gianella Bardazano, Lucía Giudice, Ailén Fernández y Nicolás López, y que contó con financiación de la CSIC. En tanto profesor de derecho constitucional del equipo de investigación acordamos mi asunción de la tarea de revisión bibliográfica de la doctrina publicista en la materia. Sin embargo, no me resistí a hacerlo sin intentar un trabajo dogmático propio y proponer así la interpretación constitucional que concibo mejor justificada. Las opiniones aquí manifestadas son exclusivamente personales, no fueron objeto de discusión ni resultado de un acuerdo con el resto de los investigadores, de modo que es posible que disientan en alguna medida con lo aquí expresado.

[2] Tampoco se aludió ni se alude a palabras similares o derivadas de ella como laico, laica o laicismo en ninguna Constitución uruguaya.

[3] Véase la nota al pie número 1.

[4] La única diferencia entre las disposiciones refiere al alcance de la exención tributaria de templos consagrados al culto de religiones, pues en la Carta de 1934 se suprimió la palabra “actualmente” de la última oración del artículo en cuestión. En virtud de la modificación referida no se acotó la exoneración a unas situaciones concretas -la de los templos consagrados a cultos al momento de entrada en vigor de la Constitución de 1918-, sino que se sentó la exoneración como regla general y abstracta, comprendiendo así también a situaciones futuras.

[5] La actualización del reconocimiento del dominio de bienes de la Iglesia Católica en 1967 hubiese tenido algún impacto si luego de la Constitución inmediatamente anterior de 1952 (vale reiterar, de texto idéntico en su artículo 5), el Estado efectivamente hubiese financiado la construcción de otros templos de la Iglesia Católica y hubiesen existido disputas sobre su titularidad. Por cierto, dicha financiación hubiese sido cuestionable ante el mandato de neutralidad consignado en la Constitución de 1952, salvo en el hipotético supuesto de disposición igualitaria para todas las confesiones o de razones fuertes para la diferenciación -como la afectación de sus bienes principales por una catástrofe o una situación similar-. Por cierto, en el primero de los casos, la sanción de un texto constitucional idéntico en 1967, que establece que el Estado no sostiene religión alguna, generaría una fuerte inconsistencia al únicamente reconocer el dominio a los de la Iglesia Católica. En fin, lo cierto es que nada de ello sucedió y que la reiteración de la oración en cuestión carece de sentido. 

[6] El término neutralidad se utiliza en su sentido natural y obvio, como ausencia de preferencia u opción por alguna de las partes o parcialidades en conflicto, como sinónimo de “imparcialidad”. La disputa entre posiciones versa sobre la posibilidad de ser neutral o imparcial -igualitario- adoptando en ciertos casos medidas activas o únicamente mediante la abstención u omisión. A partir de las distinciones entre modalidades de separación -benévola, neutral u hostil-, algunos autores estiman que la expresión “neutral” únicamente cabe para referir al escenario de un Estado absolutamente abstencionista. Así parece sostenerlo Korzeniak -aunque no es explícito sobre el punto- y Durán Martínez, para respectivamente afirmar o negar que quepa así caracterizar al modelo uruguayo de relacionamiento entre el Estado y las religiones (véase Korzeniak, 2008, p. 343-344; Durán Martínez, 2012, p. 280).

[7] El análisis de los antecedentes de la Constitución de 1918 es sin dudas interesante en un sentido histórico, pero, según concibo, no puede tener incidencia en la interpretación de la Constitución vigente de 1967, que es una Constitución distinta, resultante de una reforma total de su predecesora de 1952. Ello es así, independientemente de que los textos del artículo 5 sean prácticamente idénticos en ambas Constituciones. Sobre la cuestionable relevancia de los antecedentes o “historia de la sanción” en la interpretación constitucional véase Gamarra (p. 2014, 57 y ss.) y de forma más matizada Cassinelli (2010). Sobre el error potenciado de considerar antecedentes de Constituciones pasadas véase Gamarra (2011). De todas formas, si resulta de interés desde la perspectiva de la historia constitucional uruguaya, puede accederse a un estudio de las discusiones y fórmulas en disputa en la Convención Nacional Constituyente de 1917 en Correa Freitas (2018, p. 104-107) o en Algorta del Castillo, E. (1983, p. 503 a 507).

[8] Ha sido así en las diversas constituciones uruguayas desde el cambio de denominación del Estado instrumentado a través del artículo 1 de la Carta de 1918. En efecto, en el artículo 1 de la Constitución de 1918 y de todas las Constituciones subsiguientes, hasta la vigente, se denomina al Estado “República Oriental del Uruguay”, mientras que en el artículo 1 de la Constitución fundacional se lo denominaba precisamente “Estado Oriental del Uruguay”.

[9] Durán Martínez se opone a dicha concepción que denomina de “neutralidad” (Durán Martínez, 2012, p. 280). No creo que quepa así catalogar a la posición que critica, en parte lo que está en juego es precisamente una concepción de neutralidad cono noción nuclear del concepto de laicidad. En fin, más allá de esa discrepancia terminológica, acierta Durán al indicar que del artículo 5 no resulta necesariamente excluyente de medidas positivas. Sin embargo, según concibo, no acierta en todas las implicancias que de ello deriva, sobre todo en materia de enseñanza pública, entre otras cosas, por la exigencia también constitucional dispuesta por el artículo 58.

[10] Con razonabilidad, desde luego, podría referir al uso de alguna sustancia en general restringida, por ejemplo, pero obviamente no a sacrificios humanos.  

[11] La exoneración tributaria supone el fomento o, más precisamente, la facilitación estatal de actividades -sobre todo en las que por ausencia de carácter comercial tienen obstáculos para su financiación-, pero ello definitivamente no significa realización de la actividad, ni siquiera en forma indirecta.

[12] Nótese que la posición antirreligiosa parece ser más fácilmente asimilable a otras de tipo filosófico o de reflexión intelectual, que a las propiamente religiosas.

[13] Más allá de lo indicado, lo cierto es que las disquisiciones realizadas no tienen mayores consecuencias. De conformidad con el artículo 69, como se argumentará -véase infra 6.b-, la nota común de institución cultural determina un mismo tratamiento constitucional en materia de exenciones tributarias.

[14] El artículo 58 de la Constitución vigente reitera en idénticos términos el artículo 58 de la Constitución de 1952. La primera disposición que refirió al carácter servicial de la Nación y a la prohibición del proselitismo se introdujo en la Constitución de 1934 (artículo 57 inciso primero) y rezaba lo siguiente: “Los funcionarios están al servicio de la Nación y no de una fracción política. En los lugares y horas de trabajo la actividad proselitista será ilícita y, como tal, reprimida por la Ley”.

[15] Por supuesto que la restricción referida se encuentra perfectamente acotada y que fuera de los horarios y lugares de trabajo rige en general la libertad, política -de integración y participación de partidos, sectores o grupos políticos- (Gross Espiell, 1969, p. 148), religiosa y de conciencia.

[16] Véase en similar sentido Rotondo (2012, p. 98), Fata (1988, p. 28) y Jiménez de Aréchaga (1991, p. 306).

[17] Sobre interpretación en abstracto y en concreto véase Guastini (2014, p. 33 a 36).

[18] En el caso de los jueces, la ley establece una restricción que abarca más supuestos -formulada con más abstracción- que los que emergen expresamente del artículo 77 ordinal 4° de la Constitución. En efecto, el ordinal 4° del artículo 94 de la Ley N° 15.570, incorporado en la redacción conferida al artículo por la Ley N° 19.830 en su artículo 5, establece que los jueces se abstendrán de “todo comportamiento, acción o expresión que afecte la confianza en su imparcialidad”.

[19] La restricción mencionada en último término genera interrogantes interesantes y tuvo cierta resonancia recientemente, a partir de la defensa de la Ley N° 19.889 por el Presidente de la República Lacalle Pou ante la interposición de un recurso de referéndum para dejar sin efecto varios de sus artículos. Como se indicó, la prohibición del ordinal 5º del artículo 77 refiere a la propaganda, como acción orientada a captar adeptos o seguidores -nótese que coincide con el significado de proselitismo previamente analizado-, exclusivamente en materia de política de carácter electoral. Así, para determinar el sentido de la limitación resulta necesario pronunciarse sobre el alcance del término “electoral”, que admite una acepción estricta -referente a elecciones de cargos públicos representativos a través de partidos- y una más amplia -que referiría también a participación directa en instancias de referéndum o de plebiscito-. Por razones de extensión, no cabe aquí realizar un desarrollo de la fundamentación, pero, por la mayor naturalidad en el uso del término y por razones contextuales y de finalidad, adelanto que entiendo más convincente considerar que se restringe la propaganda política en el marco de elecciones de las que participan partidos. Eso no significa que no pueda resultar vedada otra clase de “propaganda” en virtud de otra normativa constitucional, pues, como se desarrolló previamente, con carácter general se establece la igual consideración y respeto, el servicio a la Nación de los funcionarios y se prohíbe el proselitismo. Según concibo, más allá de la dificultad por la doble condición del Presidente de la República, en tanto Jefe de Estado e integrante destacado de la Jefatura de Gobierno, me parece inconcebible que no pueda discutir y sentar posición sobre su política -en virtud de la cual se postuló como presidenciable- y sobre los actos jurídicos necesarios para su desarrollo, incluso ante propuestas de reforma constitucional o instancias de referéndum, de eso se trata gobernar y rendir cuentas. Distinto es el caso de los ministros de la Corte Electoral -también referidos por el artículo 77 ordinal 5°-. Su función es en parte jurisdiccional y requiere especialmente de confianza en la imparcialidad en su desempeño. Así, aunque se considere que el precepto que viene de mencionarse refiere exclusivamente a la propaganda electoral en un sentido estricto -como se sugirió-, el posicionamiento proselitista de los ministros de la Corte Electoral en el marco de una instancia de decisión colectiva directa como un referéndum o plebiscito, que deben organizar, procesar y eventualmente juzgar, parece inaceptable bajo los artículos generales referidos que exigen igualdad y servicio a la Nación. En ese entendido, tal posicionamiento parcial se encontraría vedado independientemente de lo dispuesto por el artículo 77 ordinal 5°.

[20] Véase al respecto, por muchos, Carrió (1990, p. 210-212) y Atienza y Ruiz Manero (1996, p. 3-4).

[21] El artículo 17 de la Ley N° 18.437 establece lo siguiente: “(De la laicidad).- El principio de laicidad asegurará el tratamiento integral y crítico de todos los temas en el ámbito de la educación pública, mediante el libre acceso a las fuentes de información y conocimiento que posibilite una toma de posición consciente de quien se educa. Se garantizará la pluralidad de opiniones y la confrontación racional y democrática de saberes y creencias”.

[22] Ruocco alude expresamente a un derecho a la laicidad, aunque lo circunscribe al trato no discriminatorio en materia de creencias religiosas o de su ausencia -en el sentido más estricto del término- (Ruocco, 2019, p. 659).

[23] Entiendo que esta última solución es legítima en tanto no contraviene los artículos 5 y 58 de la CU, pues no parece que suponga “sostener una religión”, ni siquiera en el caso de que se trate de un monumento alusivo a una religión -ante una diversidad de usos de espacios por parcialidades de la más distinta naturaleza-, ni proselitismo de funcionarios.

[24] El artículo 69 de la Constitución establece lo siguiente: “Las instituciones de enseñanza privada y las culturales de la misma naturaleza estarán exoneradas de impuestos nacionales y municipales, como subvención por sus servicios”.

[25] Según concibo, así adecuadamente se interpreta en la normativa de menor valor y fuerza que la constitucional, en la medida en que se cumpla con ciertas formalidades. Véase artículo 448 de la Ley N° 16.226 y el Decreto del Poder Ejecutivo N° 166/008 -especialmente su artículo 3-.

[26] En contra Durán Martínez (2012). Según concibo, en su análisis -como siempre sugerente y muy bien fundado- no confiere suficiente relevancia al artículo 58 de la Constitución. Asimismo, adopta una tesis mayoritaria para definir qué religión o religiones podrían enseñarse oficialmente que considero difícil de aceptar en términos igualitarios y que no se condice del todo con la posición que asume acerca de la importancia de la formación en cuestión. Parece más consistente -y proporcionado- bregar por auxilios para asistir a prestadores privados, si es que por alguna razón se estima políticamente que no resulta suficiente con los estímulos tributarios existentes, para no generar exclusiones por pertenecer a una minoría.