Estudios
«El
espíritu de asociación católica lo está invadiendo todo»: Joaquín Larraín
Gandarillas en Estados Unidos (1851–1852)[1]
«The spirit of
Catholic association is invading everything»: Joaquín
Larraín Gandarillas in the United States. (1851-1852)
«O espírito da associação católica está invadindo
tudo»:
Joaquín Larraín Gandarillas nos Estados Unidos
(1851–1852)
Matías Maldonado Araya
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile.
mimaldonado1@uc.cl
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-5173-968X
Resumen: El catolicismo estadounidense fue un ejemplo para la Iglesia
Católica en las repúblicas latinoamericanas durante el proceso de expansión y
romanización que experimentó en la segunda mitad del siglo xix. Sin embargo, hasta la fecha se han
realizado escasas investigaciones que indaguen de manera específica en esta
relación de admiración. Este estudio analiza las impresiones obtenidas por el presbítero
chileno Joaquín Larraín Gandarillas durante su estadía en Estados Unidos, entre
septiembre de 1851 y junio de 1852. El artículo está basado principalmente en
la correspondencia inédita de Larraín con el arzobispo de Santiago, Rafael
Valdivieso y con el futuro obispo de Concepción, Hipólito Salas, disponibles en
el Fondo de Gobierno del Archivo del Arzobispado de Santiago. Se argumenta que,
en la perspectiva de Larraín, el rasgo más atractivo del catolicismo
estadounidense eran sus asociaciones, las cuales, una vez transplantadas en
Chile, podían actuar como barrera para detener la expansión de las ideas
revolucionarias que en 1851 provocaron la más grave crisis política desde la
Independencia.
Palabras clave: ultramontanismo, catolicismo, romanización, asociaciones católicas, Chile.
Abstract: American Catholicism was a model for the Catholic Church in the
Latin American republics during the expansion and Romanization that it
experienced in the second half of the 19th century. However, there has been
little research explicitly investigating this relationship to date. This study
analyzes the impressions of the Chilean priest Joaquín Larraín Gandarillas
during his stay in the United States between September 1851 and June 1852. The
article is based mainly on Larraín's unpublished correspondence with the
archbishop of Santiago, Rafael Valdivieso, and the future bishop of Concepción,
Hipólito Salas, both available in the Government Collection of the Historical
Archive of the Archbishopric of Santiago. It is argued that, in Larraín's
perspective, the most attractive feature of American Catholicism was its
associations, which, once transplanted in Chile, could act as a barrier to stop
expansion of revolutionary ideas, which in 1851 provoked the most severe
political crisis since Independence.
Keywords: ultramontanism, catholicism, romanization, catholic associations, Chile.
Resumo: O catolicismo estadunidense foi um exemplo
para a Igreja Católica nas repúblicas latino-americanas durante o processo de
expansão e romanização que experimentou na segunda metade do século XIX. Porém,
até hoje, escassas pesquisas foram realizadas para indagar de forma específica
sobre essa relação de admiração. Este estudo analisa as impressões obtidas pelo
presbítero chileno Joaquín Larraín Gandarillas
durante a sua estadia nos Estados Unidos, entre setembro de 1851 e junho de
1852. O artigo está baseado principalmente na correspondência inédita de
Larraín com o arcebispo de Santiago, Rafael Valdivieso, e com o futuro bispo de
Concepción, Hipólito Salas, ambas disponíveis no Fundo de Governo do Arquivo do
Arcebispado de Santiago. Argumenta-se que, segundo a perspectiva de Larraín, a
característica mais atraente do catolicismo estadunidense eram as suas
associações, as quais, uma vez transplantadas para o Chile, poderiam atuar como
barreira para deter a expansão de ideias revolucionárias que em 1851 provocaram
a crise política mais grave no país desde a independência.
Palavras-chave: ultramontanismo, catolicismo, romanização,
associações católicas, Chile.
Recibido:
17/05/2022 - Aceptado: 21/09/2022
Introducción
La creación
de los modernos Estados latinoamericanos dividió a los actores eclesiásticos.
Mientras los obispos y las congregaciones religiosas fueron mayoritariamente
hostiles al movimiento independentista, un sector del clero secular se mostró
en ocasiones abiertamente comprometido con el proceso.[2]
Sin embargo, el balance general indica que las instituciones eclesiásticas se
debilitaron, pues numerosas diócesis estuvieron vacantes por décadas, el clero
secular descendió a la mitad, los conventos fueron abandonados o expropiados y
los seminarios, cerrados.[3]
La vacancia de las sedes era sin duda el problema más común y urgente. Durante
el pontificado del papa Gregorio xvi
(1831–1846), la Santa Sede erigió nuevas diócesis y nombró obispos para
las vacantes, además de designar representantes pontificios en el continente
para estrechar los lazos entre las diócesis americanas y Roma.[4]
Estos nombramientos fueron usualmente objetados por los gobiernos republicanos,
quienes retuvieron las bulas de institución o algunas de sus cláusulas en
nombre del patronato que pretendieron heredar de la Corona.[5]
Si bien la tensión jurídica entre los gobiernos republicanos y la Santa Sede no
se resolvió rápidamente, se establecieron soluciones de compromiso que
permitieron reorganizar las diócesis tras el proceso independentista.
Desde
mediados de siglo, esta reorganización sentó las bases para una expansión de
las estructuras eclesiásticas. Una nueva generación de obispos fundó o reformó
los seminarios diocesanos, como el de Santo Toribio de Lima, restaurado por el
arzobispo Luna Pizarro en 1847; el de los Santos Ángeles Custodios de Santiago
de Chile, cuyo proceso de reforma comenzó desde 1844 o el de Buenos Aires,
creado por el obispo Escalada en 1857. Los obispos promulgaron una copiosa
normativa con el objetivo de disciplinar, uniformar y regular tanto al clero
secular como a las actividades de su diócesis, compilada, por ejemplo, en el Boletín
Eclesiástico del arzobispado de Santiago de Chile o en el Repertorio
eclesiástico de la diócesis de Salta. Impulsaron la creación de publicaciones
periódicas, como La Revista Católica en Chile, El Redactor
Eclesiástico y El Católico en Perú o La Relijión de Buenos
Aires. Fomentaron el retorno de los jesuitas y la implantación de
congregaciones religiosas extranjeras, como los lazaristas, las Hijas de la
Caridad, las religiosas del Sagrado Corazón de Jesús y las Hermanas del Huerto,
entre muchas otras. Lideraron la creación de asociaciones laicas, como las
conferencias de San Vicente de Paul en Santiago y Buenos Aires o la Sociedad
Católico–Peruana.[6]
Esta expansión
fue el rostro más visible del proceso de construcción, con mayor o menor éxito
según la república que se considere, de una Iglesia centralizada y jerárquica,
diferente de las muy autónomas instituciones eclesiásticas propias del período
colonial.[7]
Simultáneamente, los obispos que guiaron esta consolidación estrecharon sus
vínculos institucionales y simbólicos con el Papa, tras décadas de
incertidumbre sobre la relación entre las desorganizadas diócesis americanas y
la Santa Sede, la cual vivió su propio proceso de reorganización tras el ciclo
revolucionario liberal de 1848. Esta nueva relación de las Iglesias
latinoamericanas con Roma se estableció sobre la convicción ultramontana según
la cual la autoridad papal estaba sobre la de los gobiernos nacionales, obispos
y concilios, en las amplias materias que se consideraron propias de
jurisdicción pontificia. La romanización o el giro ultramontano de la Iglesia
en América Latina en la segunda mitad del siglo xix
fue un proceso exitoso e irreversible, sobre todo desde 1870 en adelante.[8]
Sin
embargo, Roma no fue la única fuente de la cual bebió la expansión de la
Iglesia en América Latina. Se ha estudiado el rol central que tuvo París como
polo de atracción intelectual, editorial y misionero.[9]
Sabemos también que la experiencia de las iglesias belga, irlandesa y chilena
fueron seguidas con atención por los católicos latinoamericanos, pero esta
relación no ha sido investigada en detalle.[10]
Gracias a los trabajos de Francisco Ramón Solans conocemos la admiración que
provocó el catolicismo estadounidense en algunos miembros del clero
latinoamericano y, específicamente, chileno.[11]
Este trabajo se orienta en esta última dirección. Se argumenta que algunas
instituciones del catolicismo estadounidense fueron modélicas para un actor
central de la Iglesia chilena no solo por las ventajas eclesiásticas que
tendría su implantación, sino también por el rol político que podían jugar en
detener la expansión de las ideas revolucionarias que habían amenazado el orden
político chileno en 1851.
Este actor
central es Joaquín Larraín Gandarillas, miembro de las Facultades de Teología y de Humanidades de la Universidad de
Chile, decano de la Facultad de Teología, diputado de la República, rector del
Seminario Conciliar, obispo auxiliar, vicario capitular y primer rector de la
Universidad Católica de Santiago, entre muchas otras responsabilidades menos
visibles. La bibliografía sobre su desempeño en estas tareas es amplia pero, en
general, apologética y pobremente basada en fuentes primarias.[12] Este trabajo, que investiga su estadía en
Estados Unidos entre septiembre de 1851 y mediados de junio de 1852, está
basada en la correspondencia que estableció con el arzobispo de Santiago,
Rafael Valentín Valdivieso, y con el futuro obispo de Concepción, José Hipólito
Salas, contenida en volúmenes inéditos disponibles en el Archivo del
Arzobispado de Santiago.[13] El trabajo con estos relatos de viajes
exige una breve consideración previa. Carlos Sanhueza informa que cierta
historiografía ha mirado con desconfianza estos intercambios epistolares por el
carácter impresionista, subjetivo y parcial de la información que contienen.
Sin embargo, destaca que estos relatos constituyen un lugar privilegiado para
investigar las percepciones, deseos y prejuicios de los emisores, sobre todo
cuando se trata de textos que se escribieron sin tener en mente su publicación,
como es el caso de las cartas que analizamos en este trabajo.[14]
Este
artículo tiene tres secciones. La primera describe la trayectoria académica y
eclesiástica de Larraín previa a su llegada a Estados Unidos, en el contexto de
la temprana expansión y romanización de la Iglesia Católica chilena. La segunda
sección analiza el primer contacto decepcionante con el colegio jesuita de
Georgetown para luego estudiar, en la sección final, la impresión que le
provocaron tanto el primer concilio plenario de Baltimore como las asociaciones
de caridad y las congregaciones femeninas de vida activa, que lo llevaron a
reflexionar sobre el papel político que podían cumplir en el convulsionado
contexto chileno.
La joven promesa ultramontana
Nacido en
una acaudalada familia de Santiago, Joaquín Calixto Larraín Gandarillas cursó
las humanidades y las materias teológicas y jurídicas en el Seminario
Conciliar, donde rápidamente obtuvo el puesto de profesor de Legislación.
Mientras realizaba sus estudios, colaboró con los futuros obispos Valdivieso y
Salas en la creación de La Revista Católica (1843), primera expresión de
la prensa católica moderna, en la cual se publicaban los decretos y edictos de
la jerarquía, traducciones de artículos y noticias de periódicos europeos y
latinoamericanos y polémicas con los puntos de vista de la prensa liberal, lo
que habla de un circuito intelectual y editorial donde ya eran habituales la
controversia y el disenso público.[15] Tras aprobar los exámenes
correspondientes, obtuvo en 1844 los grados de bachiller en Teología y
licenciado en Leyes en la Universidad de Chile.[16] El reglamento indicaba que
uno de los requisitos para la obtención del grado de licenciado era la
presentación de una memoria de un tema a elección. Larraín defendió en la suya el
derecho del papa a instituir obispos en las naciones católicas, una tesis polémica
en la disputa –a veces abierta, comúnmente soterrada– sobre el derecho de
patronato de la república. Larraín sostenía en su tesis que el proceso de
institución de un obispo comprendía la presentación, la confirmación y la
consagración. Reconocía que el papa había concedido a algunos soberanos el
derecho de presentar a un candidato idóneo para el episcopado, pero que el
pontífice se reservaba para sí la facultad de confirmar al presentado, acto mediante
el cual se convertía al presentado en un obispo. La consagración, concluía, debía
ser realizada por otro obispo en comunión con el papa. Desde su punto de vista,
el derecho del papa a confirmar a los obispos garantizaba la unidad de la
Iglesia, pues cualquier autoridad eclesiástica o secular que interviniera en la
institución de los obispos volvía a la cristiandad un conjunto de sociedades
independientes entre sí. El joven abogado ultramontano terminaba su memoria
objetando la pretensión de los gobiernos de intervenir en lo que consideraba un
derecho exclusivamente papal, mediante lo cual asumía una clara posición en el
debate jurídico del momento.[17]
Tras un
período de dudas vocacionales, Larraín fue ordenado presbítero en marzo de
1847. Junto al curso
que enseñaba en el Seminario, predicaba y confesaba en la iglesia de la
Compañía de Jesús; enseñaba Religión en el Instituto Nacional, la institución
educativa ejemplar de la república y dirigía una escuela gratuita para clérigos
minoristas que no podían cursar sus estudios en el Seminario. Fue incorporado
por decreto a la Facultad de Teología de la Universidad de Chile en 1851, pero
no pudo realizar el tradicional discurso de incorporación porque cinco días
después de su nombramiento se embarcó a Estados Unidos con sus hermanos menores
Ladislao, José y Guillermo, su sobrino Manuel José Irarrázabal y el joven Isidoro
Errázuriz. Los viajes
de chilenos a Europa y Estados Unidos a mediados del siglo xix tuvieron diversas razones, como la
formación intelectual, el exilio, la búsqueda de aventuras y la representación
política y diplomática.[18]
En este caso, las fuentes no revelan el motivo original del viaje, pero sí
sabemos que se planificó a raíz de una necesidad no especificada de Manuel José
Irarrázabal, del cual Larraín había sido nombrado su tutor legal tras la
temprana muerte de su padre en 1848.[19] Una carta del arzobispo Valdivieso a Larraín
indica que «U. sabe que no
era la perfección de su instrucción científica lo que motivaba esta medida;
sino consideraciones de otro género […] Me he fijado únicamente en su sobrino,
porque el solo ha entrado como principal en el proyecto, los demás forman en
parte accesoria».[20] Si bien no sabemos en qué
consistían tales «consideraciones de otro género», conocemos que el viaje y la estadía de
Larraín, sus hermanos y su sobrino en Estados Unidos fueron financiados con el
patrimonio de la familia Irarrázabal Larraín. Por otra parte, Isidoro Errázuriz
había sido expulsado del Instituto Nacional por haber participado en
manifestaciones públicas a favor del general José María de la Cruz, candidato
presidencial de los liberales para las elecciones de 1851. Su abuelo, Ramón Errázuriz, escribió
a su amigo Manuel Carvallo, ministro plenipotenciario de Chile en Estados
Unidos, para que ubicara a su nieto en un colegio de Washington, sugiriéndole
evitar una institución jesuita. Errázuriz aprovechó el viaje de Larraín para confiarle
a su nieto, a pesar de las ideas conservadoras y la afinidad con los jesuitas
del presbítero. La confianza que generaba el prestigio de su familia fue
probablemente más importante que sus opiniones doctrinales y políticas.[21] Los
jóvenes se dirigieron a Estados Unidos con el objetivo de perfeccionar su
educación pero, como ya señalamos, la motivación primera nos es desconocida.
La comitiva
se embarcó en Valparaíso el 26 de julio de 1851. La duración de su estadía en Estados
Unidos era incierta, como se desprende de las emotivas palabras que el
sacerdote dedicó a Hipólito Salas antes de partir: «dentro de pocas horas voy a dejar,
Dios sabe si temporalmente o para siempre, el suelo querido de la patria».[22] Inicialmente, el vapor se
detuvo en Lima, donde el grupo se alojó en el mismo hotel donde residían los
exiliados liberales chilenos Manuel Recabarren, Juan de Dios Pantoja, Luis
Bilbao y su célebre hermano Francisco Bilbao, quien había participado en una
agria polémica con la jerarquía eclesiástica.[23] Por este antecedente, el presbítero
confesó que se sintió obligado a saludar a los hermanos Bilbao, aunque admitió
que luego tuvieron una breve conversación.[24] Larraín visitó la
Biblioteca Nacional, tuvo una amable reunión con el arzobispo de Lima y visitó
al deán Lucas Pellicer, futuro vicario capitular, quien le regaló un número del
periódico conservador La civilización de Bogotá, donde se condenaba la
eliminación del fuero eclesiástico en Nueva Granada. Este tipo de intercambios
permite ver el surgimiento de una temprana red entre los periódicos
ultramontanos y conservadores que se publicaban en las repúblicas
latinoamericanas, red que Larraín se preocupó de expandir durante su estadía en
Estados Unidos y, posteriormente, en Europa. El presbítero estimó que las
opiniones de la jerarquía de Nueva Granada debían ser publicadas en La
Revista Católica, junto a un artículo donde se defendiera la independencia
judicial de la Iglesia y se protestara «con nueva energía contra las impías tendencias
de los rojos de la N. Granada».[25] La
publicación chilena se mantenía atenta a la política eclesiástica del
continente, pues ya se habían expuesto en ella extensos artículos desaprobando
la expulsión de los jesuitas de Nueva Granada.[26]
Tras dejar
Perú, la embarcación atracó en Guayaquil el 13 de agosto. En esta ciudad, el
sacerdote conoció personalmente a Luis Tola y Avilés, corresponsal de La
Revista Católica en Ecuador. Larraín sugirió a Salas la publicación de un
nuevo informe sobre el restablecimiento legal de la Compañía de Jesús en
Ecuador,[27]
aunque el órgano de prensa chileno ya había publicado artículos al respecto.[28] Si
bien en Chile los primeros jesuitas de la era republicana habían llegado en
marzo de 1843, la Compañía no había sido restablecida legalmente.[29] Larraín
insinuó que el nuevo edificio que se quería construir para albergar al
Seminario podía localizarse en la casa de los jesuitas de Santiago, pues las
ordenanzas reales vigentes lo permitían.[30]
El
presbítero reconocía no ser un buen viajero. Consideraba que la vida sobre el
barco era ociosa y monótona; extrañaba a su familia, a sus amigos, al arzobispo
y, sobre todo, temía secarse espiritualmente. Rogó a Salas que rezase por él,
de lo contrario, se lamentaba, «llegaré a E.U. con el corazón más duro que
pedernal».[31]
Estados Unidos
La
supresión de la Compañía de Jesús en 1773 motivó a exjesuitas a fundar
Georgetown College en 1786, con el objetivo de formar al clero que sirviera a
la creciente población católica de la nación. Pero solo fue oficialmente un
colegio jesuita tras la restauración de la Compañía en Estados Unidos en 1804.[32] Esta institución recibió al grupo
liderado por Larraín el 15 de septiembre de 1851. La primera impresión que le provocó
la educación jesuita fue decepcionante:
La ilimitada libertad de que particularmente
gozan los jóvenes en este país, ha obligado a los Jesuitas a renunciar a sus
tradiciones y a tolerar desórdenes que tal vez no se sufren en el más
indisciplinado colegio de Chile. En la capilla, en las clases, no hay respeto a
los superiores, ni moderación, ni buena crianza; en la primera se leen novelas
y cartas, se duerme, echándose sobre las bancas, se conversa, etc., sin reparo;
y en las segundas se grita, juega e insulta a los profesores impunemente. No
puede U. formar idea de la rusticidad y falta de modales de los americanos. He
descubierto que los jóvenes salen cuando y por el tiempo que quieren con grande
facilidad, y algunos abandonan sus camas por la noche para irse a pasear, sin
ser casi nunca descubiertos. Aquí no se da a los grandes castigo alguno: y así
imponen la ley a sus maestros casi siempre. Cuando ya son intolerables, se les
expulsa; pero ha habido caso en que los colegiales amotinados han obligado a
admitir de nuevo a un expulsado.[33]
Opinaba
que, debido al bajo nivel académico y disciplinar de los colegios jesuitas, «ninguno
puede compararse con el Instituto N. o el Seminario de Santiago».[34] Los
jesuitas con los que convivía en Georgetown, además, dibujaron un panorama muy
poco auspicioso del catolicismo estadounidense: salvo tres o cuatro, los
obispos trabajaban poco; el clero secular asumía toda la carga por la
displicencia de los prelados; muchos presbíteros no leían latín; no había
parroquias en las diócesis, sino misiones dirigidas por clérigos que eran
removidos de sus puestos a voluntad del prelado y que los concilios
provinciales promulgaban decretos perjudiciales y, algunos de ellos, no
aprobados por la Santa Sede.[35]
La
inesperada indisciplina del más antiguo colegio católico de Estados Unidos afectó
fuertemente el ánimo de Larraín. Temía que el desorden escolar perjudicara la
salud espiritual de sus hermanos y su sobrino, por lo que se replanteó la
continuidad del grupo en Estados Unido. Dubitativo sobre el camino a tomar, buscó
insistentemente los consejos de su madre y de sus confidentes Salas y
Valdivieso. El escenario ofrecía tres alternativas: permanecer en Estados
Unidos buscando un nuevo colegio para sus tutorados, emprender un viaje a
Europa tras mejores oportunidades o volver a Chile. A pesar de que consideraba
un deshonor volver a Chile tan pronto, declaró que «consultando solo con mi
corazón, me iría inmediatamente a Chile a trabajar cuanto lo permitieran mis
pobres fuerzas».[36] Sin
embargo, resolvió ubicar a Ladislao y José en el colegio de St. John, que posteriormente
fue renombrado como Universidad de Fordham, a pocas millas de Nueva York. Decidió
que, provisoriamente, Guillermo y Manuel continuaran en Georgetown junto a
Isidoro Errázuriz. No obstante, podemos sostener en base a la evidencia que
volver a Chile no era su único deseo.
Esperaba
viajar a Europa y lo hizo saber a sus interlocutores de múltiples formas. Antes
de recibir una respuesta de su madre y el arzobispo, había dado algunos pasos
en esa dirección. En caso de que le aconsejaran viajar, sugirió hacerlo sin sus
pupilos, en compañía de Blas Cañas, antiguo compañero del Seminario, quien
también estaba planificando un viaje a Europa. Expuso razones de diversa
naturaleza para su traslado: podía mejorar su inglés y aprender francés e
italiano; estudiar la organización parroquial en Francia, Alemania, Bélgica e
Italia; conocer el régimen de los seminarios; frecuentar las congregaciones
religiosas y asociaciones de caridad más idóneas para que se instalaran en
Chile y cerrar un acuerdo para cumplir un antiguo sueño del arzobispo: que tres
seminaristas de Santiago fueran a estudiar a la Universidad católica de Lovaina.
La mirada internacional de Larraín confirma que, en el contexto de la
romanización de la Iglesia latinoamericana, los focos de interés eran
múltiples, aunque aún limitados, hasta este momento, a Europa. Larraín exploró
la posibilidad de que seminaristas chilenos cursaran estudios en Europa con el
padre Clément Boulanger, provincial de los jesuitas de la provincia de París, quien
se encontraba en Estados Unidos. Boulanger le sugirió como alternativas el
recién fundado Seminario Pío en Roma (destinado para los seminaristas de los
Estados Pontificios), el Colegio Romano de la Compañía de Jesús y los seminarios
de Saint-Sulpice, Besançon y
Bayona en Francia. De hecho, Larraín le propuso a Valdivieso que si se
inclinaba por aprobar su viaje a Europa, podía reunirse con los eventuales
seminaristas seleccionados y viajar con ellos a Europa en enero o febrero de
1852. Solicitó incluso cartas de recomendación de eclesiásticos europeos
avecindados en Chile, como Megliore Doumer y Luis Federico Chiaissi, para
abrirse paso por las instituciones del viejo continente.[37] No obstante, a pesar de su evidente interés e
impaciencia, afirmó con determinación que se sometía a los dictados de su madre
y del arzobispo antes que a sus propias expectativas.
Las
respuestas no llegaban y Larraín desesperaba: «yo estoy perplejo sobre mi
futura suerte. Ignoro si me llegarán de esa las instrucciones y dinero que
desde octubre tengo pedidas. Ignoro el sentido de las que puedan enviarme.
Ignoro si las revoluciones de Europa permitirán llevar jóvenes a sus colegios.
Me tiene pues aquí vegetando sin hacer casi nada de provecho y atormentado por
la incertidumbre del porvenir».[38] Finalmente
llegaron a Georgetown los consejos desde Santiago. Valdivieso proponía tres
alternativas: encontrar otro colegio en Estados Unidos que satisficiera sus
expectativas, confirmar con sus contactos de Georgetown si la situación
política en Europa convenía para un viaje o, en caso que ninguna de las dos
anteriores fuera posible, volver a Chile. El arzobispo trató de persuadirlo
para que viajara a Europa, calmándole por la larga ausencia de la diócesis que
este viaje significaba y exponiéndole múltiples dimensiones del trabajo
eclesiástico cuyo funcionamiento en los países europeos deseaba conocer.[39] La
romanización de la Iglesia chilena era, pues, decididamente global. Por su
parte, Salas reconocía que el conocimiento directo que podía obtener de
colegios, seminarios, personalidades y acontecimientos eran útiles para él,
para la Iglesia y para el país; pero concluía que los peligros tanto de dejar a
sus tutorados en el poco propicio ambiente escolar de Georgetown como de viajar
a un continente aún conmocionado por las revoluciones eran mayores que las
ventajas. De todas maneras, como conocía que el arzobispo se inclinaba por la
realización del viaje, le adjuntó las cartas de recomendación que había
solicitado.[40]
El arzobispo
propuso a Larraín un ambicioso y desorganizado plan de trabajo para su estadía
europea. Deseaba conocerlo todo: las medidas que habían adoptado los seminarios
para mejorar la instrucción y la educación (asignaturas, didáctica, relaciones
entre alumnos y profesores y entre profesores y el obispo); el modo y el grado
en el cual los prelados influían en las opiniones de su clero; el procedimiento
para la entrega de licencias para confesar y predicar; la relación de los
obispos con los regulares exentos y no exentos; la organización de la
administración diocesana; la relación de los obispos con los cabildos y la
conducta de éstos; la relación de los obispos con los regulares; el modo en que
se financiaba a los sacerdotes y el culto en las parroquias; la forma en la que
los párrocos enseñaban, administraban los sacramentos y ayudaban en las
necesidades económicas a su feligresía; los recursos que empleaban para animar
a los fieles a observar la enseñanza de la Iglesia, corregir los vicios y
proteger la parroquia; las relaciones de los obispos entre sí y los medios para
enfrentar la oposición externa. Junto con solicitarle copias de las reglas y
constituciones de las nuevas congregaciones en caso de solicitar su venida a
Chile, le pidió la formación de una estadística de las Iglesias de los países
que visitase, con su organización, los empleados que poseía la admnistración
diocesana con sus respectivos oficios y la relación de la institucionalidad
eclesiástica con las necesidades de la población. Por si esto fuera poco, le
apremió a investigar sobre las casas de orates, introducirse en el círculo de
Montalembert mediante la amistad con el escritor argentino Félix Frías y
explorar la posibilidad de que los escolapios u otra congregación viniera a
Chile a trabajar en la educación primaria.[41] El arzobispo decidió no
avanzar con las conversaciones para enviar a seminaristas a Lovaina u otros
seminarios, ya que la situación política en Chile impedía obtener recursos de
parte del gobierno y, dada la experiencia en Estados Unidos, declaró «tener
mucho miedo que peligre la moral, o por lo menos de que cambie el espíritu, y
no me arriesgo a adquirir datos del entendimiento a costa de los del corazón».[42]
Con la
venia de su madre y el arzobispo, decidió emprender el viaje a Europa en compañía
de su sobrino Manuel, principalmente debido a la fragilidad de su salud y a la
perniciosa influencia que podían ejercer en él sus compañeros de clase. Aun
cuando en principio había manifestado viajar en febrero de 1852, resolvió
retrasar su partida hasta junio, porque aún no había escogido colegio en Europa
para Manuel ni éste había concluido sus estudios de filosofía en Georgetown. Larraín
creía que los gastos de este nuevo viaje debían ser cubiertos por su pupilo,
pues su rol como tutor no podía exigir «estos sacrificios pecuniarios»,[43]
considerando que, por encontrarse en el extranjero, no contaba con su ingreso
anual de 800 pesos y debía gastar en habitación, comida, vestuario, limosnas y
algunos regalos inevitables. Guillermo y José volvieron a Chile en abril de
1852,[44]
Ladislao se quedó en el colegio de St. John y Errázuriz, quien estaba cansado
de la educación jesuita y soñaba con viajar a Europa, debía esperar la decisión
de su abuelo y su apoderado, Manuel Carvallo.[45]
Mientras
esperaba que Manuel concluyera sus estudios para viajar juntos a Europa,
Larraín fue nombrado rector del Seminario Conciliar de Santiago. Valdivieso le
expuso la precaria disponibilidad de personal calificado con la que contaba:
José Manuel Orrego había renunciado a la dirección del Seminario para asumir
como rector de la sección preparatoria del Instituto Nacional; Vicente Tocornal
y José Hipólito Salas eran seguros candidatos para ser presentados como obispos
de Ancud y Concepción respectivamente y el presbítero Pedro Reyes, quien hace
siete meses había sido nombrado decano de la Facultad de Teología, había
fallecido tras contagiarse de disentería. Valdivieso resolvió nombrarlo rector
a la distancia y nominar al jesuita Francisco Colldeforns como rector interino.[46]
Larraín, cuyo interés previo en el Seminario ya ha sido señalado en este
trabajo, propuso inmediatamente dos medidas: por un lado, el cultivo intensivo
de la lengua latina en los cursos de humanidades, mediante el desarrollo de la
oralidad, la escritura y la lectura en latín de las Escrituras, la historia
eclesiástica, el martirologio o extractos seleccionados de los pontífices. Por
el otro, el establecimiento de una clase de Canto Llano, para la cual se
comprometía a adquirir un órgano para la capilla del Seminario durante su
estadía europea. Estaba tan interesado en esta adquisición, que propuso
comprarlo con sus recursos si es que el Seminario no tenía los fondos.[47] Desde
ese momento, jamás dejó de pensar en las reformas que podía implementar en el
Seminario, cuyo gobierno recién pudo asumir presencialmente el 30 de octubre de
1853, más de un año y medio después de su nombramiento.
Un catolicismo audaz
Con el
transcurso de los meses, Larraín cambió su opinión inicial del catolicismo
estadounidense. Reconoció que su crítica inicial al colegio de Georgetown había
sido exagerada y apresurada, aunque no modificó la resolución de viajar a
Europa.[48] Por otra parte, se maravilló con el
crecimiento de los fieles católicos: «El catolicismo progresa en los E. U. en
escala inmensa, merced en principalísima parte a la intrepidez, al santo arrojo
del clero católico para emprender nuevas y nuevas obras cada día».[49] La pobreza de los fieles no impedía
que los obispos iniciaran grandes empresas, como la construcción de catedrales
en Filadelfia, Pittsburg, Charleston, Buffalo y New York, financiadas «con el
óbolo de la viuda del Evangelio».[50] Sin embargo, hubo dos fenómenos de
este popular y expansivo catolicismo norteamericano que llamaron su atención: la
realización del primer concilio provincial de Baltimore y la vitalidad de las
congregaciones femeninas de vida activa.
Baltimore
fue la cuna del catolicismo en Estados Unidos: allí se erigió la Prefectura
apostólica en 1784, la primera diócesis en 1789 y la primera arquidiócesis en
1808. A mediados del siglo xix, ya
se habían erigido seis arquidiócesis en Estados Unidos: Baltimore, St. Louis,
Cincinnati, New Orleans, New York y Oregon, a las que estaban sujetas
veintiséis diócesis sufragáneas y dos vicariatos apostólicos.[51] La
coronación de este crecimiento espectacular fue el primer concilio plenario,
celebrado en Baltimore entre el 9 y el 20 de mayo de 1852. Su inauguración impresionó
a Larraín: «Yo no había
pensado que nuestra santa religión pudiera presentarse con tanto esplendor y
majestad en los E.U. Los protestantes han quedado muy admirados de la belleza
de nuestro culto, y los periódicos de todos los colores religiosos y políticos
unánimemente han declarado que la apertura del sínodo ha sido el más grandioso
espectáculo que se ha presentado en esta tierra».[52]
Larraín no
solo fue un espectador de la solemne apertura, sino que participó como teólogo
en representación del obispo de Richmond, John McGill. La correspondencia no
muestra cuándo y por qué fue invitado al concilio pero, según lo que Larraín comentó
a regañadientes a uno de sus alumnos en el Seminario, el obispo vio que «yo era
un clérigo desocupado entonces y andariego y me confió aquel honroso cargo».[53] Sí sabemos que sentía vergüenza de
participar porque consideraba que poseía una instrucción escasa y un manejo
rudimentario del inglés y el latín.[54] Su pudor no evitó que la
noticia de su participación fuese publicada con orgullo por La Revista
Católica.[55] Los
decretos que emanaron de la asamblea fueron el paso más importante hacia la
uniformidad de la Iglesia Católica en Estados Unidos.[56] Entre ellos, el que más atrajo la atención del
presbítero fue la recomendación de crear seminarios provinciales en vez de
diocesanos, debido principalmente a la dificultad financiera y de personal para
mantener un seminario por diócesis, como indicaba el decreto tridentino. Por
otra parte, a partir de la experiencia de Baltimore, reflexionó sobre la
utilidad de un concilio provincial en Chile, en el cual los obispos discutieran
sobre clero secular, clero regular, seminarios, parroquias, relaciones con el
poder civil y la erección de nuevas diócesis. Específicamente, le parecía que
debía crearse con urgencia una diócesis en Valparaíso, pues creía que la
dedicación de sus habitantes a la actividad comercial y la influencia de los
núcleos protestantes podían amenazar la piedad católica. En este momento de su
viaje, el presbítero juzgaba como una ventaja que el erario financiara la renta
de los obispos y la erección de las diócesis, pero con el tiempo iba a matizar
esta posición regalista.[57]
Pero lo que
le cautivó definitivamente fueron las congregaciones femeninas, como las Hijas
de la Caridad y la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, las cuales tenían a
su cargo hospitales, orfanatos y, lo que le resultó más impactante, escuelas y
academias para niñas y jóvenes en las que se enseñaban idiomas, ciencias y
artes y no tan solo las actividades que tradicionalmente se consideraban femeninas,
como bordar, cantar y tocar instrumentos. La clausura, que era el tipo de vida
consagrada que el sacerdote conocía, estaba reservada solo para aquellas que no
se dedicaban a las tarea educativa. Según la opinión de los jesuitas de Georgetown, «hacen más por la
religión católica estas congregaciones de mujeres que el mismo clero secular y
regular, y que ellas son el
principal instrumento de que la Providencia se ha valido para hacerla conocer y
propaganda, y vencer la herejía».[58] Ignatius Brocard, superior de la
provincia jesuita de Maryland, aseguró a Larraín que las religiosas del Sagrado
Corazón de Jesús habían obrado prodigios con las niñas pobres y adineradas en
Francia, Italia y Estados Unidos. Brocard consiguió que la superiora, radicada
en Nueva York, se comprometiera a realizar las gestiones necesarias con la
Superiora General en Francia para fundar una casa en Santiago.[59] El
interés no era nuevo. Ya en 1844 se habían aprobado fondos estatales para el
viaje de las Hijas de la Caridad de México, pero no fueron suficientes para su
instalación. El político conservador Rafael Larraín Moxó consiguió en su viaje
a Europa una promesa del General de la congregación sobre el viaje de las
religiosas a Chile, pero la promesa tardaba en cumplirse.[60] Mientras estaba en
Georgetown, Larraín Gandarillas escribió al superior de las Hijas de la Caridad
en México para que efectivamente un contingente viajara a Chile.[61] Finalmente,
en marzo de 1854 llegaron las primeras treinta religiosas, acompañadas por dos
lazaristas y un coadjutor, para dedicarse principalmente a labores en el
hospital.[62]
Si bien Larraín
se preguntaba qué dirían las religiosas de Chile de estas modernas
congregaciones femeninas, estaba muy entusiasmado con su instalación en el
país. Imaginaba que «el
establecimiento de las Hermanas de la Caridad, o de las religiosas del Sagrado
Corazón o del Buen Pastor, sería bellísima ocasión para iniciar esta revolución
religiosa en Santiago».[63] Se
aferraba con fuerza a esta revolución religiosa porque desde noviembre de 1851,
en la escasa prensa que informaba sobre Chile, solo se hablaba de otra
revolución.
El viajero
recibió las primeras noticias de los levantamientos armados de La Serena y
Concepción a principios de noviembre, gracias a una inserción en el New York
Herald. Una amplia y variada oposición –compuesta por liberales de la
élite, artesanado urbano, caudillos militares e indígenas– organizó
levantamientos armados en las provincias de Coquimbo y Concepción, que el
ejército nacional logró sofocar no sin dificultad a fines de 1851. El objetivo
principal de estos levantamientos era denunciar el carácter autoritario,
antidemocrático y antirepublicano de la constitución de 1833 y, en particular,
del recién electo presidente Manuel Montt. Si bien ambas insurrecciones expresaron
aspiraciones liberales, también fueron visibles, sobre todo en Concepción, rasgos
aristocráticos y regionalistas.[64] Tras las primeras reacciones de
estupor y preocupación por parte de Larraín, en diversas misivas trazó una
posición política conservadora y autoritaria.
Consideraba
que la obediencia a la autoridad y el respeto a la propiedad eran las bases del
orden social.[65] Particularmente, que la autoridad
garantizaba el orden y era la condición de la libertad y el progreso.[66]
Estas bases, sostenía, se habían deteriorado por la acción del socialismo y el
comunismo.[67] Estados Unidos, por ejemplo, le
parecía una democracia débil, «la patria de la inmoralidad gubernativa y de la
licencia popular, en que el poder público tiene que ser el juguete de los
caprichos de una multitud cuyas pasiones adula».[68] Juzgaba que el escrutinio
público de la conducta de los gobernantes por parte de una ciudadanía ignorante
y ambiciosa era casi incompatible con la obediencia debida a la autoridad
política.[69] Presagiaba que si la revolución
triunfaba en Chile, la religión iba a ser perseguida.[70] Específicamente, temía por
la integridad del arzobispo Valdivieso.[71] Instaba a Hipólito Salas a que predicara al
gabinete que si se consideraba un gobierno conservador, «obren como
conservadores y como gobierno, es decir, mirando a los enemigos que amargan a
la sociedad, y atacándolos cual cumple a los que ella ha confiado sus intereses».[72] Respaldaba cualquier medida del
gobierno de Montt contra los revolucionarios, incluso las más severas.[73] Las
revoluciones, afirmó sin complejos, merecían ser odiadas.[74] Si bien el gobierno podía
sofocar las amenazas, creía que la desobediencia solo podía ser erradicada
mediante la acción organizada de la Iglesia.
Por un
lado, era imprescindible que el clero enseñara la obediencia a la autoridad y
el respeto por la propiedad. Larraín se culpaba por no haber utilizado La
Revista Católica como una tribuna para tales enseñanzas, por temor a que la
revista fuera juzgada por el público como un instrumento político. Sin embargo,
tras los levantamientos de 1851, reflexionaba que estas enseñanzas debían
difundirse a través de misiones, ejercicios espirituales, instrucciones,
prensa, etc.[75] La
Iglesia debía considerar todos los medios posibles para desterrar la revolución
del país, pero Larraín privilegiaba uno sobre todos: la fundación de asociaciones
de caridad.
Estimulado
por el exitoso ejemplo de las congregaciones femeninas en Estados Unidos,
defendió que las asociaciones de caridad podían, simultáneamente, fomentar la
piedad entre sus miembros, aliviar la miseria de las clases populares y
esparcir la influencia de la religión. Estas asociaciones, pronosticaba, quizás
podían convertirse en congregaciones religiosas. Opinaba que lo único que
impedía formarlas era la apatía, la timidez y la pusilanimidad de la Iglesia
chilena, pues «aún en este país de hielo, sin alma, en que tiene tantos
adoradores el dios maldito del oro, el espíritu de asociación católica lo está
invadiendo todo. Las asociaciones religiosas de ambos sexos son aquí el brazo
derecho del catolicismo, no solo para curar la miseria, la enfermedad y la
ignorancia, sino para combatir la herejía y la indiferencia religiosa, que es
la mortal plaga de los E. U.».[76] No
solo admiró el ejemplo de las asociaciones en Estados Unidos. Gracias al
testimonio del provincial de los jesuitas en Nueva York, Clément Boulanger,
conoció la experiencia de las congregaciones femeninas francesas, que tuvo la
oportunidad de conocer personalmente en Europa.
Estas
estrategias solo iban a tener resultado, según su perspectiva, si el clero
mantenía una estricta neutralidad política. Es decir, debía limitarse a enseñar
la obediencia a la autoridad y el respeto a la propiedad, sin inmiscuirse en
debates que lo convirtieran en un agente político: «es preciso que el pueblo
esté persuadido que los sacerdotes solo hablan en nombre de la religión, que los
oyentes los supongan libres de las pasiones, ajenos de los manejos de los
partidos».[77] Un muy
cercano caso motivaba estas reflexiones: José Ignacio Víctor Eyzaguirre, quien
había sido rebautizado como el abate Sieyès por los políticos e intelectuales
liberales conocidos como los «girondinos chilenos». Según José Victorino
Lastarria, Eyzaguirre era uno de los líderes de la oposición a Montt, pero
rechazaba con vigor las posturas anticlericales de algunos de sus miembros.[78] Su
papel en la guerra civil de 1851 quedó envuelto en el misterio, aunque su
biógrafo indica que en los momentos de mayor agitación política, se había limitado
a ejercer su ministerio sacerdotal.[79] El triunfo de Montt, del
cual era opositor, motivó su decisión de realizar un viaje por el mundo, para
lo cual solicitó las testimoniales correspondientes al arzobispo Valdivieso,
las cuales debían dar fe de las buenas costumbres del sacerdote que se
trasladaba fuera de su diócesis. El arzobispo firmó las testimoniales, pero
agregó que el presbítero salía de Chile ob adjuncta rerum politicarum República (a causa de la situación política de la
República).[80]
Dicho de otro modo, creía que Eyzaguirre había trabado amistad con los líderes
de la derrotada revolución de 1851, por lo cual esperaba que en el extranjero
estuviesen al tanto de las razones de su viaje.[81] Si bien Valdivieso suprimió
esta cláusula tras las súplicas de Eyzaguirre, la relación entre ambos se
deterioró para siempre.[82]
Eyzaguirre emprendió su viaje en marzo de 1852 y en abril ya se encontraba en
Estados Unidos, donde tras muchos desencuentros logró reunirse con Larraín para
viajar juntos a Europa. El arzobispo le sugirió a Larraín que fuera cauteloso
en su trato con Eyzaguirre, no solo por la inclinación política de este último,
sino sobre todo por un complejo asunto interno de la Iglesia chilena. El 12 de
abril de 1851, la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares dispuso la
restauración tanto de la vida en común como de la observancia de las constituciones
en los conventos y noviciados de las congregaciones religiosas en Chile.
Inicialmente, esta reforma debía ser llevada a cabo por los superiores de cada
congregación, pero finalmente la Sagrada Congregación nombró ejecutor de la
reforma al arzobispo Valdivieso. Los provinciales dominico, franciscano,
agustino y mercedario protestaron contra este nombramiento. Valdivieso se
enteró que Eyzaguirre llevaba a Roma cartas de dos de estas congregaciones
religiosas, en las cuales se exponía su malestar por el nombramiento del
arzobispo como ejecutor de la reforma de los regulares.[83]
La neutralidad
política del clero no implicaba, sin embargo, que la Iglesia rechazara las
oportunidades que ofrecía el gobierno. Larraín esperaba que tras la guerra
civil de 1851 el gobierno favoreciera los intereses de la Iglesia, sobre todo
en el ámbito educativo: deseaba que la educación en el Instituto Nacional
estuviera absolutamente confiada al clero, pero como era consciente de la
escasez de personal calificado entre sus filas, se conformaba con el que
gobierno apoyara financieramente a la sección accesoria del Seminario (donde
los estudiantes cursaban las humanidades) y respaldara la apertura de colegios
dirigidos por congregaciones religiosas, como los jesuitas, lazaristas y
sulpicianos.[84] La
Compañía de Jesús aún no gozaba de reconocimiento legal en el país, pero
Valdivieso sugirió al provincial de la congregación que ingresaran al país para
fundar colegios como particulares, para lo cual estaban amparados por la
constitución.[85]
Larraín temía que, como había ocurrido en Nueva Granada, los jesuitas fueran
expulsados después de un engañoso reconocimiento legal.[86]
Si bien Larraín
seguía de cerca los pormenores políticos, eclesiásticos y educativos de Chile,
tenía su propia agenda que cumplir. A fines de mayo dejó Washington junto a su
sobrino Manuel en dirección a Nueva York, donde finalmente se encontró con
Eyzaguirre, el liberal chileno Francisco Echaurren y el destacado político y
eclesiástico ultramontano peruano Bartolomé Herrera, que recientemente había
sido nombrado ministro plenipotenciario ante la Santa Sede. El 12 de junio de
1852, el heterogéneo grupo se embarcó hacia Liverpool.
Conclusión
La estadía de
Larraín en Estados Unidos ocurre en el inicio del giro ultramontano de la
jerarquía de la Iglesia chilena. A diferencia del arzobispo Valdivieso, quien
creció y se educó en una cultura política regalista, Larraín ya había
manifestado posiciones romanistas desde su memoria de 1845. Los referentes de
la Iglesia chilena y latinoamericana en su proceso de expansión en la segunda
mitad del siglo fueron variados: Roma, por supuesto, pero también Francia,
Bélgica y Estados Unidos.
La naturaleza
familiar del viaje de Larraín a Estados Unidos ha sido usualmente ignorada por
la bibliografía, pero no olvidemos que Larraín viajó como tutor de su sobrino y
sus hermanos, financiado, hasta donde las fuentes permiten observar, por el
patrimonio familiar de su sobrino y que parte importante del tiempo que residió
en Estados Unidos fue invertido en ubicar a los pupilos en los colegios
jesuitas y en atender sus necesidades. Sin embargo, el presbítero también
aprovechó de conocer de primera mano el rostro conciliar, educativo y misionero
del catolicismo estadounidense. Este conocimiento fue significativo porque
descubrió la utilidad que podían tener las asociaciones de caridad y las
congregaciones femeninas de vida activa en la erradicación de las tendencias
revolucionarias que habían hecho peligrar el orden político conservador en
Chile. La experiencia estadounidense y la revolución de 1851 en Chile convencieron
a Larraín de la fragilidad del principio de autoridad sobre el cual se erigían
los gobiernos. Por tal razón, el asociacionismo católico debía fomentarse no
solo por el bien de la religión, sino también para asegurar la estabilidad
política y el orden social. El estudio de la expansión y romanización de la
Iglesia chilena y latinoamericana debe considerar los objetivos políticos que
perseguían tanto las instituciones eclesiásticas como los gobiernos que
protegían o restringían las facultades de la Iglesia.
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Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo
Maldonado Araya, Matías. “«El espíritu de asociación católica lo está invadiendo todo»: Joaquín Larraín Gandarillas en Estados Unidos (1851–1852)”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 12, (2022): 21-xx. https://doi.org/10.25185/12.2
El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.
Editores responsables Lucas Bilbao: bilbaolucas@gmail.com; Sebastián Hernández Méndez: s.hernandez.mendez@hotmail.com
[1] Esta investigación se realizó gracias al financiamiento de la
Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID), en el marco del programa
de Doctorado en Historia de la P. Universidad Católica de Chile. El autor agradece los valiosos
comentarios de Sol Serrano, Alejandra Araya González, Eduardo Gutiérrez , Michelle Lacoste y los dos evaluadores anónimos
de la revista Humanidades.
[2] Leslie
Bethell, “La Iglesia y la independencia de América Latina”, en Historia de
América Latina. 5. La independencia, ed. Leslie Bethell (Barcelona:
Editorial Crítica, 1991), 204-205.
[3] John Lynch,
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[4] Francisco
Javier Ramón Solans, Más allá de los Andes. Los orígenes ultramontanos de
una Iglesia latinoamericana (1851–1910) (Bilbao: Universidad del País
Vasco, 2020), 39-41; Ignacio Martínez, “Circulación de noticias e ideas
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nunciatura en la América ibérica (1830–1842)”, Historia
crítica, n° 52 (2014): 78-81.
[5] Para el caso argentino, véase Ignacio Martínez, “Circulación”, 84
y, sobre todo, “Usos del patronato en la Argentina (siglo XIX)”, en Catolicismos
en perspectiva histórica. Argentina y Brasil en diálogo, comps. Roberto Di
Stefano y Ana Rosa Cloclet da Silva (Santa Rosa: IEHSOLP Ediciones, 2020), 29-37.
Para el caso chileno, Lucrecia Enríquez, “¿Reserva pontificia o atributo
soberano? La concepción del patronato en disputa. Chile y la Santa Sede
(1810–1841)”, Historia
crítica, n° 52
(2014): 37-42. Una breve indicación sobre el caso peruano en Jeffrey Klaiber, La
Iglesia en el Perú (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad
Católica del Perú, 1996), 74-75.
[6] Ramón Solans, Más allá de los Andes, 44-49; Klaiber, La
Iglesia en el Perú, 67, 106-109; Sol Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la República? Política y
secularización en Chile (1845–1885) (Santiago: Fondo de Cultura Económica,
2008), 69-75, 157-162; Roberto Di Stefano, “La Iglesia, de la reforma
eclesiástica a las leyes laicas”, en Historia de la provincia de Buenos
Aires. De la organización provincial a la federalización de Buenos Aires
(1821–1880). Tomo 3, dir. Ternavasio (Buenos Aires: UNIPE-Edhasa, 2013),
303-306; Ignacio Martínez, “Consolidación de la autoridad episcopal, reforma
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durante la segunda mitad del siglo XIX”, en Jurisdicciones, Soberanías,
Administraciones. Configuración de los espacios políticos en la construcción de
los Estados nacionales en Iberoamérica, coords. Alejandro Agüero, Andréa
Slemian y Rafael Diego-Fernández Sotelo (Córdoba: Editorial de la UNC; Zamora:
El Colegio de Michoacán, 2018), 418-421; Ítalo Domingos Santirocchi, Questão
de Consciência: os ultramontanos no Brasil e o regalismo do Segundo Reinado
(1840–1889) (Belo Horizonte: Fino Traço Editora, 2015), 161-250. Sobre la
reforma de los seminarios, aunque más enfocado hacia fines del siglo XIX, es
muy recomendable Lisa M. Edwards, “Latin American Seminary Reform:
Modernization and Preservation of the Catholic Church”, The Catholic
Historical Review, vol. 95, nº 2 (2009): 261-282; Patricia Londoño, Religión,
cultura y sociedad en Colombia. Medellín y Antioquía 1850–1930 (Bogotá:
Fondo de Cultura Económica, 2004), 63-107.
[7] Serrano, ¿Qué
hacer con Dios en la República?, 24. Véase también Roberto Di Stefano, “¿De
qué hablamos cuando decimos “Iglesia”? Reflexiones sobre el uso historiográfico
de un término polisémico”, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos,
metáforas 1 (2012): 197-222.
[8] Ramón Solans, Más allá de los Andes; Serrano, ¿Qué hacer con Dios
en la República?; Klaiber, La Iglesia, 95-109; Lynch, “Latin America”, 406-409;
Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la Iglesia argentina. Desde la
Conquista hasta fines del siglo XX (Buenos Aires: Grijalbo-Mondadori, 2000), 332-341;
Kenneth Serbin, “Priest, celibacy, and social conflict: A history of Brazil’s
clergy and seminaries” (Tesis doctoral, University of California, San Diego,
1993), 92-102; Edwards, “Latin American Seminary Reform”.
[9] Ramón
Solans, Más allá de los Andes, 55-63; Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la
República?, 83-85.
[10] Londoño, Religión, 350 y Roberto Di Stefano, “La revista La
Relijion (1853–1862) y la formación de un círculo intelectual ultramontano en
Buenos Aires”, en Manifestações do pensamiento católico na América do Sul, eds.
Cândido Rodrigues, Gizele Zanotto y Rodrigo Coppe Caldeira (São Paulo: Fonte
Editorial, 2015), 25-27.
[11] Ramón Solans, Más allá de los Andes, 54-55, 152-156; Ramón Solans,
“De centros y periferias. Una relectura del catolicismo europeo desde el caso
latinoamericano”, Rivista di storia del cristianesimo 17, nº 2 (2020): 324–326.
[12] Se han escrito sobre Larraín dos biografías: Rodolfo Vergara Antúnez, Vida del Illmo. Señor Don Joaquín Larraín Gandarillas (Santiago: Imprenta y Encuadernación Chile, 1914) y Fidel Araneda Bravo, Hombres de relieve de la Iglesia chilena. Don Crescente Errázuriz y don Joaquín Larraín Gandarillas (Santiago: Editorial Difusión Chilena, 1946), 105-265. La Revista Católica dedicó un número a conmemorar el centenario de su nacimiento, con semblanzas y oraciones de carácter panegírico: La Revista Católica 510, 4 de noviembre de 1922, 658-699. Su papel como rector del Seminario concentra la mayor cantidad de trabajos. Recuerdos personales de su rectorado en Crescente Errázuriz, Algo de lo que he visto. Memorias de don Crescente Errázuriz (Santiago: Editorial Nascimento, 1934), 41-241. Véanse también los trabajos, indesmentiblemente apologéticos, de Domingo Benigno Cruz, “La preparación del Seminario de Santiago”, en El Seminario Conciliar de los SS. Ángeles Custodios en el quincuagésimo aniversario de la inauguración de sus actuales edificios. 1857-1907 (Santiago: Imprenta de La Revista Católica: 1907), 5-18; José María Caro, “El Seminario de Santiago en la centuria 1810–1910”, en El Seminario de Santiago de los Santos Ángeles Custodios. Recuerdos. Testimonio de veneración y gratitud de sus ex–alumnos (Santiago: s/n, 1957), 61-69 y Marciano Barrios, El Seminario de Santiago de Chile. Historia de fidelidad (Santiago: Seminario Pontificio Mayor Santos Ángeles Custodios, 2008), 73-90. Su rol como rector de la Universidad Católica de Santiago ha sido estudiado por Ricardo Krebs, Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Tomo I (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 1988), 37-86.
[13] Se han
publicado cartas del obispo Salas a Joaquín Larraín Gandarillas, pero de un
período posterior y en base a material documental del obispado de Concepción.
Véase Javier González Echeñique, “Cartas del obispo don José Hipólito Salas a
don Joaquín Larraín Gandarillas”, Historia 2 (1963): 199-223 y Joaquín
Matte Varas, “Cartas de monseñor José Hipólito Salas a monseñor Joaquín Larraín
Gandarillas (1864–1881)”, Historia 17 (1982): 393-449.
[14] Carlos
Sanhueza, Chilenos en Alemania y alemanes en Chile. Viaje y nación en el
siglo XIX (Santiago: LOM, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana,
2006), 34-39.
[15] Ana María
Stuven, La seducción de un orden. Las élites y la construcción de Chile en
las polémicas culturales y políticas del siglo XIX (Santiago: Ediciones
Universidad Católica de Chile, 2000), 123-128.
[16] Vergara, Joaquín Larraín Gandarillas, 15.
[17] Joaquín
Larraín Gandarillas, “Disertación sobre el derecho que tiene el Romano
Pontífice para instituir los obispos de las naciones católicas”, Anales de la
Universidad de Chile, 1845, 252-276.
[18] Sanhueza,
Chilenos en Alemania, 95-109.
[19] José Miguel
Yrarrázabal Larraín, “La formación de un ciudadano”, Boletín de la Academia
Chilena de la Historia 4 (1934): 28.
[20] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Santiago, 24 de diciembre de 1851)”,
Archivo del Arzobispado de Santiago de Chile [en adelante, AAS], Fondo de
Gobierno [en adelante, FG], vol. 146. Cartas de Valdivieso a varios, f. 131.
[21] Eugenio
Pereira Salas, “Introducción”, en Diario de don Isidoro Errázuriz (Santiago:
Sociedad de Bibliófilos Chilenos, 1947), 10-16.
[22] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Valparaíso, 26 de julio de 1851)”, Archivo del
Arzobispado de Santiago de Chile [en adelante, AASC], Fondo de Gobierno [en
adelante, FG], vol. 150, Correspondencia del Illmo. Obispo S. J. Larraín
Gandarillas al Illmo. Obispo S. H. Salas. 1842-1883, carta 19.
[23] Stuven, La
seducción, 251-282.
[24] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Lima, 8 de agosto de 1851)”, AAS, FG, vol. 150,
carta 20.
[25] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito
Salas (Lima, 8 de
agosto de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 20.
[26] “Espulsión de los
jesuitas de la Nueva Granada”, La Revista Católica
224, 31 de octubre de 1850, 437-440; “Documentos relativos a la espulsión que sufrieron
los Jesuitas en la Nueva Granada”, La Revista Católica 224, 31 de
octubre de 1850, 440-445 y “Documentos relativos a la espulsión de los jesuitas
residentes en Nueva Granada (conclusión)”, La Revista Católica 225, 4 de
noviembre de 1850, 446-456.
[27] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Vapor Nueva Granada, 13 de agosto de 1851)”, AAS,
FG, vol. 150, carta 21.
[28] “Reconocimiento legal de la Compañía de Jesús en el Ecuador”, La Revista Católica 242, 13 de mayo de 1851, 92 y “Solemne y legal restablecimiento de la Compañía de Jesús en el Ecuador”, La Revista Católica 245, 13 de junio de 1851, 118-122.
[29] Walter Hanisch, Historia de la Compañía de Jesús en Chile (1593–1955)
(Buenos Aires: Editorial Francisco de Aguirre, 1974), 194-200.
[30] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Vapor Nueva Granada, 13 de agosto de 1851)”, AAS,
FG, vol. 150, carta 21. Una transcripción del «Tomo Regio» (1769), contenida en
la Historia eclesiástica, política y literaria de Chile (Valparaíso,
1850) del presbítero José Ignacio Víctor Eyzaguirre, fue leída por Larraín en
el vapor hacia Estados Unidos.
[31] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Vapor Nueva Granada, 13 de agosto de 1851)”,
AAS, FG, vol. 150, carta 21.
[32] Robert Emmett Curran, The Bicentennial History of Georgetown
University. From Academy to University. 1789–1889. Volume I (Washington, D.
C.: Georgetown University Press, 1993), 57-58.
[33] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 23 de septiembre de 1851)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 22.
[34] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Nueva York, 25 de octubre de 1851)”,
AAS, FG, vol. 146. Cartas de Valdivieso a varios,
f. 127-128.
[35] Ibíd.
[36] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Nueva York,
25 de octubre de 1851)”, AAS, FG, vol. 146, f. 127–128.
[37] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Washington, 9 de
noviembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 24 y “Carta de Joaquín Larraín a
Valdivieso (Nueva York, 25 de octubre de 1851)”, AAS, FG, vol. 146, f. 128.
[38] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de enero
de 1852)”, AAS, vol. 150, carta 26.
[39] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Santiago, 24
de diciembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 146, f. 131-134 y “Carta de Rafael
Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Peñaflor, 23 de enero de 1852)”, AAS, FG,
vol. 146, f. 131-134.
[40] “Carta de Hipólito Salas a Joaquín Larraín (Santiago, 23 de enero de 1852)”, AAS, FG, vol.
150, carta 28.
[41] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a
Joaquín Larraín (Peñaflor, 23 de enero de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 133-134.
[42] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Peñaflor,
23 de enero de 1852)”, AAS,
FG, vol. 146, f. 133-134.
[43] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril
de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 31.
[44] Diario, 121, 134, 147.
[45] Diario, 50.
[46] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Santiago, 22
de marzo de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 140.
[47] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Georgetown,
8 de marzo de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 147.
[48] “Carta de
Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de marzo de 1852)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 30.
[49] “Carta de
Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Albany, 2 de junio de 1852)”, AAS, FG, vol.
150, carta 32.
[50] “Carta de
Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Albany, 2 de junio de 1852)”, AAS, FG, vol.
150, carta 32.
[51] Esta breve sección está basada en Peter Guilday, A History of
the Councils of Baltimore (1791-1884) (New York: The Macmillan Company,
1932), 167.
[52] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Albany, 2 de junio de 1852)”, AAS, FG, vol.
150, carta 32.
[53] Domingo Benigno Cruz, “La preparación del Seminario de Santiago”,
en El Seminario Conciliar de los SS. Ángeles Custodios en el quincuagésimo
aniversario de la inauguración de sus actuales edificios. 1857–1907 (Santiago:
Imprenta de la Revista Católica, 1907), 11. Esta cita es reproducida también en
Vergara Antúnez, Joaquín Larraín Gandarillas, 23.
[54] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Georgetown,
8 de marzo de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 147.
[55] “Nuestro amigo don Joaquín Larraín Gandarillas”, La Revista
Católica 271, 12 de julio de 1852, 336.
[56] Guilday,
History of Councils, 178.
[57] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Albany, 2 de junio de 1852)”, AAS, FG, vol.
150, carta 32.
[58] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Georgetown,
23 de noviembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 146, f. 129.
[59] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Georgetown, 5 de enero de 1852)”,
AAS, FG, vol. 146, f. 135.
[60] Sol Serrano,
Vírgenes viajeras. Diarios de religiosas francesas en su ruta a Chile. 1837–1874
(Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2001), 41-42.
[61] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Georgetown,
5 de enero de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 135.
[62] María Paz
Valdés, “Hospitales y modernización: el caso de las Hijas de la Caridad en los
hospitales de Chile (1850-1900)”, Asclepio. Revista de historia de la
medicina y de la ciencia 73, nº 1 (enero-junio 2021): 5.
[63] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas
(Georgetown, 6 de abril de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 31.
[64] Benjamín Vicuña Mackenna, Historia de los diez años de la administración de don Manuel Montt, tomo III (Santiago: Imprenta Chilena, 1862), 23-24; Alberto Edwards, El gobierno de Manuel Montt. 1851-1861 (Santiago: Editorial Nascimento, 1932), 70-71; Sergio Grez, De la «regeneración del pueblo» a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) (Santiago: RIL Editores, 2007), 368-371 y 376.
[65] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de
diciembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 25 y “Carta
de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril de 1852)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 31.
[66] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril
de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 31.
[67] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril
de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 31.
[68] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de
diciembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 25
[69] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril
de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 31.
[70] “Carta de Joaquín Larraín a Rafael Valentín Valdivieso (Fordham, 4
de noviembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 146, f. 124 y “Carta de Joaquín Larraín a
Hipólito Salas (Georgetown, 5 de enero de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 26.
[71] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown 23 de enero de 1852)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 27.
[72] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de
diciembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 25.
[73] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas
(Georgetown, 5 de diciembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 25.
[74] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 23 de febrero de 1852)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 29.
[75] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril de 1852)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 31.
[76] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 6 de abril de 1852)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 31.
[77] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 23 de enero
de 1852)”, AAS, FG, vol. 150, carta 27.
[78] José Victorino Lastarria, Diario político. 1849–1852 (Santiago: Editorial Andrés
Bello, 1968), 48, 74.
[79] Carlos
Silva Cotapos, “Monseñor José Ignacio Víctor Eyzaguirre Portales”, Anales de
la Universidad de Chile 137 (1918): 336-337.
[80] Silva
Cotapos, “Eyzaguirre”, 338 y Ramón Solans, Más allá de los Andes, 53.
[81] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Santiago, 22
de marzo de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 140; Ramón Solans, Más allá de los
Andes, 54.
[82] Ramón
Solans, Más allá de los Andes, 54.
[83] “Carta de Rafael Valentín Valdivieso a Joaquín Larraín (Santiago, 22 de marzo de 1852)”, AAS, FG, vol. 146, f. 140. El decreto de la Sagrada Congregación y el nombramiento de Valdivieso como delegado están disponibles en Boletín Eclesiástico I, 471-476.
[84] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de
diciembre de 1851)”, AAS, FG, vol. 150, carta 25.
[85] Hanisch, Historia,
199-200.
[86] “Carta de Joaquín Larraín a Hipólito Salas (Georgetown, 5 de diciembre de 1851)”, AAS, FG,
vol. 150, carta 25.