https://doi.org/10.25185/12.3

 

Estudios

 

 

«Curiales» y «cismáticos»: la romanización y la controversia eclesiológica en el Perú (1855-1857)

«Curialists» and «Schismatic»: the Romanization and the Ecclesiological Controversy in Peru (1855-1857)

«Curiales» e «cismáticos»: a romanização e a controvérsia eclesiológica no Peru (1855-1857)

 

 

Rolando Iberico Ruiz

Pontificia Universidad Católica del Perú, Perú.

ribericor@pucp.pe

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-2967-4036

 

Resumen: El estudio analiza la controversia eclesiológica entre sectores católicos ultramontanos y liberales-galicanos en torno a la noción teológico-canónica de la Iglesia y el papado a mitad del siglo XIX en el Perú. Esta pugna ideológica sucedió en el marco político abierto en 1855, al final de la revolución liberal y 1857. La situación política permitió a los ultramontanos exponer abiertamente sus ideas a favor de la romanización institucional y teológica de la Iglesia. Estos encontraron resistencia en el sector católico de liberales-galicanos, en cuyas ideas confluían teorías políticas liberales y galicanas. El debate se dio en el marco global de cambios al interior del catolicismo que propugnaba una renovada autoridad jurídica y doctrinal del papado. Esta romanización teológica fue central para la imposición de los ultramontanos que eran los voceros del giro teológico dirigido desde Roma. El artículo analiza las posturas político-teológicas en torno a la Iglesia y al papado, los dos principales temas del debate eclesiológico, y los enmarca en los cambios decimonónicos liderados por Roma, que concluyeron con el afianzamiento del ultramontanismo y el giro romanizador en el Perú.

Palabras claves: ultramontanismo, liberalismo-galicanismo, romanización, Perú siglo XIX, eclesiología.

 

Abstract: The study analyzes the ecclesiological controversy between Ultramontane Catholic and Liberal-Gallican sectors on the theological-canonical notion of the Church and the Papacy in mid-19th century Peru. This ideological dispute occurred during the tumultuous years between 1855, at the end of the Liberal Revolution and 1857. The political situation allowed the Ultramontanes to openly expose their ideas in favour of the institutional and theological Romanization of the Church. They met with resistance from the Catholic Liberal-Gallicans sector, whose ideas converged with Liberal and Galician political theories. The controversy moved within the framework of changes in Global Catholicism that reinforced the juridical and doctrinal authority of the Papacy. This theological Romanization was central to the imposition of the Ultramontanists who were the spokesmen for the theological turn directed from Rome. The article analyses the political-theological positions on the Church and the Papacy, the two main themes of the ecclesiological debate, and frames them in the 19th-century changes led by the Papacy, which ended with the entrenchment of Ultramontanism and the Romanizing turn in Peru.

Keywords: ultramontanism, liberalism-gallicanism, romanization, Peru 19th century, ecclesiology.

 

Sumário: Este estudo analisa a controvérsia eclesiológica entre setores católicos ultramontanos e liberais-galicanos em torno da noção teológico-canônica da Igreja e do papado a meados do século XIX no Peru. Esta luta ideológica ocorreu no marco político que se abriu em 1855, no final da revolução liberal e em 1857. A situação política permitiu aos ultramontanos expor abertamente suas idéias em favor da romanização institucional e teológica da Igreja. Eles encontraram a resistência do setor católico liberal-galicano, cujas idéias convergiram com as teorias políticas liberais e galegas. O debate ocorreu dentro da estrutura geral de mudanças dentro do catolicismo que defendia uma renovada autoridade jurídica e doutrinária do papado. Esta romanização teológica foi central para a imposição dos ultramontanistas que foram os porta-vozes da virada teológica dirigida a partir de Roma. O artigo analisa as posições político-teológicas sobre a Igreja e o papado, os dois temas principais do debate eclesiológico, e as enquadra no contexto das mudanças do século XIX lideradas por Roma, que terminaram com o aprofundamento do ultramontanismo e a reviravolta romanizante no Peru.

Palavras-chave: ultramontanismo, liberalismo-gallicanismo, romanização, Peru século XIX, eclesiologia.

 

Recibido: 08/06/2022 - Aceptado: 15/09/2022

 

Introducción

El Concilio Vaticano II (1962-1965) es considerado como el sínodo de la renovación eclesiológica, cuyas raíces se encuentran en los movimientos teológicos del siglo XX. Por ello se afirmó que el siglo XX era la centuria de la Iglesia, no obstante, como resalta el teólogo francés Yves Congar, el siglo XIX fue ya un tiempo de una importante renovación eclesiológica.[1] Para el Perú, y América Latina, la recuperación del siglo XIX para los estudios eclesiológicos retoma la complejidad del recorrido teológico decimonónico construida al compás de la caída del antiguo régimen y las independencias, la secularización del poder civil y la emergencia del sistema representativo y la centralización institucional del poder eclesial en Roma.[2]

La historiografía ha recuperado el tema de las controversias eclesiológicas decimonónicas como factores claves para comprender la transformación de la Iglesia católica en el mundo occidental y latinoamericano. Procesos como la romanización, la institucionalización jurídica, la clericalización, la emergencia del culto al Papa, la centralidad de la misa y las devociones y la expansión de la teología ultramontana han sido estudiados tanto para Europa como para América Latina. Estos procesos tuvieron un impacto en la forja de la identidad teológica de la Iglesia como en la oposición a procesos culturales y políticos considerados una amenaza para los privilegios eclesiales. La emergencia de esta identidad eclesial ultramontana desencadenó conflictos internos de carácter teológico como «guerras culturales» contra el liberalismo político y los procesos de modernización.[3] En este marco historiográfico se estudia la controversia eclesiológica peruana.

A partir del estudio de la controversia eclesiológica acontencida en Lima, entre 1855 y 1857, el artículo analiza el impacto de la romanización de la teología católica decimonónica en el catolicismo peruano y la imposición de la visión eclesiológica ultramontana. Durante el periodo de estudio, a través de la prensa, se produjo una controversia en torno a las definiciones teológicas del papado y la Iglesia católica. En este proceso, los clérigos ultramontanos fueron actores claves en la difusión de nuevas ideas teológicas que defendían la primacía jurídica y dogmática del papado y la necesidad de una Iglesia centralizada en Roma, autónoma y libre del poder civil. El ultramontanismo contó con el aval explícito de la Sede Apostólica desde el pontificado de Gregorio XVI,[4] quien en su juventud fue un comprometido ultramontano.

En las antípodas de los ultramontanos se encontraban un sector católico al que se denomina en este artículo como liberales-galicanos, pues en sus posiciones teológicas y políticas confluían ideas liberales como la tolerancia de cultos junto a principios teológicos galicanos y regalistas como la comprensión de la Iglesia como una institución estatal. Las ideas de los liberales-galicanos tenían sus raíces en las teologías del siglo XVIII surgidas en España y Francia, principalmente. En este grupo heterogéneo se encontraban algunos presbíteros y laicos, pues estos últimos hasta mediados del siglo XIX recibían formación teológica y canónica.

Tanto el ultramontanismo como el liberalismo-galicanismo constituían dos posturas teológicas en el Perú de mitad del siglo XIX. Eran un signo de la diversidad teológica surgida de las teologías políticas de la Europa del antiguo régimen. Las teologías jansenita y galicana se sustentaban en la alianza entre el poder civil y el poder eclesiástico. Sin embargo, la revolución francesa y su lenguaje político de la libertad, la soberanía del pueblo, la ciudadanía, entre otros conceptos políticos modernos, hicieron eclosionar la armonía ideológica entre el estado absolutista y las Iglesias locales.[5]

En el caso del Perú, la independencia, hija de los nuevos valores políticos, socavó progresivamente la relación entre el emergente estado republicano y la Iglesia, que era ante todo una institución propia del estado colonial. En este sentido, los primeros años luego de la independencia fueron una etapa de surgimiento y definición de las fronteras institucionales entre la república y la Iglesia, no sin conflictos ni ambiguedades.[6] En estos conflictos, Roma promovió un proceso de centralización institucional y jurídica conocido como la romanización que tensó las disputas a favor de la postura ultramontana y la autonomía institucional y jurídica de las Iglesias católicas locales.

El artículo ubica la controversia eclesiológica en el marco de la romanización que fue la clave para la imposición teológica de los ultramontanos y su comprensión de la Iglesia católica y del papado. El término eclesiología se refiere a la teología sobre la Iglesia respecto a su identidad, su organización interna y sus relaciones con lo externo a la institución eclesial. Tanto ultramontanos como liberales-galicanos tenían una eclesiología propia.

El estudio ubica primero el contexto y a los actores de la controversia. En la siguiente sección, se analiza la controversia de manera sistemática para presentar con mayor detalle y claridad los dos temas de la controversia eclesiológica: la definición teológica de la Iglesia y el papado. El artículo cierra con un balance sobre el impacto de la controversia en la forja de la identidad del catolicismo peruano decimonónico.

El contexto de la controversia y sus actores: los liberales-galicanos y los ultramontanos

La controversia se produjo en la confluencia de dos procesos, uno nacional y otro global. A nivel nacional, en 1854, se inicia una revolución conocida en la historiografía como liberal. La Revolución de 1854 se había organizado a partir de la alianza entre diversos grupos liberales y el caudillo poco ideologizado Ramón Castilla, quienes bajo el estandarte de la «moralidad» se alzaron en armas para capturar el poder. Los grupos liberales eran críticos de las instituciones republicanas, incluida la Iglesia católica y, por ello, plantearon un programa político reformista para lograr el «progreso» nacional, lo que incluía principalmente la eliminación de los privilegios corporativos (diezmos, capellanías, y fueros principalmente), la aprobación de la tolerancia religiosa y la subordinación de la Iglesia al estado.[7]

En este sentido, las reformas plantearon la pregunta sobre qué lugar debía ocupar la Iglesia católica en la república. Las respuestas las plantearon los liberales-galicanos, herederos de la teología galicana y del proyecto reformista liberal, y los ultramontanos, miembros de las jerarquías de la Iglesia y a favor de la romanización eclesial. También se involucraron otros sectores liberales que se reconocían católicos, y sectores minoritarios y radicales como el encabezado por el chileno Francisco Bilbao.[8] Por ello, la revolución de 1854 se convirtió en una plataforma política para la controversia político-teológico entre los liberales católicos con tendencia galicana y los católicos ultramontanos. Ambos sectores polemizaron a través de publicaciones periódicas como El Católico, de tendencia ultramontana, y el El Católico Cristiano, una publicación de corta duración ligada a los liberales galicanos. Las controversias adquirieron una relevancia política y teológica en el debate público que se extendió hasta 1860, cuando tras un quinquenio sacudido por las disputas ideológicas se promulgó la Constitución 1860. No obstante, lo más destacado de la controversia teológica se produjo entre 1855 y 1857.

Esta coyuntura de controversia eclesiológica debe entenderse dentro de una corriente al interior catolicismo romano por adaptarse, oponerse y negociar con los valores de la modernidad política y la secularización de las instituciones políticas y sociales.[9] Desde Roma, se impulsó un proceso de transformación institucional que buscaba la centralización del poder en la Sede Apostólica sustentada en la defensa de una autoridad absoluta del pontífice. De igual manera, la secularización de la autoridad civil y la defensa del derecho estatal a intervenir en asuntos eclesiales impulsó a muchos clérigos y obispos a defender la exclusiva autoridad del papado sobre las Iglesias locales. Para ellos, esta actitud era la manera más adecuada de defender los fueros eclesiásticos frente al poder civil, que no era necesariamente confesional. Este proceso centrípeto, conocido como la romanización, fue promovido por el papado y fue favorecido, no sin conflictos internos y resistencias, por las Iglesias locales y sus autoridades.

En el caso peruano, los actores del conflicto teológico confesaban de sí mismos ser católicos y defensores de los intereses de la Iglesia. En el primer grupo se encontraban los liberales-galicanos. El nombre compuesto recoge las tendencias teológico-políticas de este grupo liberal. Los liberales de tendencia galicana defendían valores liberales como la tolerancia de cultos, la eliminación de fueros especiales como el eclesiástico y la forma republicana sin mella de una postura respecto de la Iglesia que hundía sus raíces en las teologías políticas del siglo precedente.[10]

Para este sector liberal, bajo el manto de teologías políticas como el regalismo borbónico y el galicanismo y el jansenismo franceses, la Iglesia era una institución central en la vida pública (res publica) cuya relación se media en los términos del patronato y el vínculo entre ambos poderes, el civil y el eclesiástico. Asimismo, la Iglesia tenía un carácter nacional, es decir autónomo jurídica y políticamente del papado y la curia romana. Ellos consideraban que el patronato sobre la Iglesia, que era entendida como una institución estatal, provenía del derecho regio defendido arduamente en el siglo XVIII por Carlos III.[11] Las tesis regalistas y galicanas se consolidaron como una teología política donde la Iglesia era definida como una gran comunidad, el orbe cristiano, compuesto de reinos católicos sujetos solo en lo espiritual al papado y a cada rey en lo temporal.[12] En esta perspectiva teológica fueron educadas las élites políticas y eclesiales en España y América hispánica.

El regalismo borbónico bebió de las teologías galicanas y jansenistas provenientes de Francia. Ambas teologías, a nivel eclesiológico, consideraban que la autoridad del papa era solo ministerial y estaba sobrevalorada jurídicamente frente a la de los obispos. El papa no tenía poder para intervenir en los asuntos de gobierno y disciplina de las Iglesias locales ni en la designación de obispos. Por ejemplo, en el sínodo de Pistoya, reunido en el norte de Italia en 1786, los jansenistas italianos ratificaron doctrinas episcopalistas que defendían la autonomía absoluta de los obispos frente al papado y la autoridad infalible en temas de doctrina y derecho del Concilio sobre toda la Iglesia, incluido el romano pontífice.[13] Estos principios eclesiológicos estaban asociados a la teología política regalista y galicana. Estas ideas fundamentaban la autoridad del poder civil sobre la Iglesia local y, con ello, las prerrogativas civiles sobre la disciplina eclesiástica.

En el Perú, el sector liberal-galicano estaba formado por intelectuales y hombres de estado, clérigos y laicos. Los primeros años de la república tuvieron como principales protagonistas a los liberales-galicanos quienes tenían una concepción de la Iglesia como una institución funcional al estado e independiente de Roma. Su principal arma fue la defensa del patronato estatal sobre la Iglesia. Los liberales-galicanos, además, promovieron la autoridad del estado para reformar la Iglesia y anclaban sus ideas eclesiológicas en el cristianismo primitivo donde cada Iglesia local gozaba de autonomía.[14]

A mitad del siglo XIX, en el grupo de clérigos liberales-galicanos destacaron Francisco de Paula González Vigil y el canónigo arequipeño Juan Gualberto Valdivia, quienes gozaban de autoridad intelectual en el Perú de entonces. Ambos eran conocidos por sus ideas a favor del liberalismo y la independencia de la Iglesia respecto de Roma y la curia romana. Entre los laicos destacaron los hermanos Pedro y José Gálvez, quienes cumplieron roles durante el quinquenio de 1855 a 1860 como ministro de estado y parlamentario, respectivamente. Igualmente, Francisco Javier Mariátegui, un liberal del tiempo de la independencia fue un gran defensor del patronato y la autonomía de la Iglesia local respecto de la curia romana. El sector liberal galicano no conformó una asociación al interior de la Iglesia, pues se sentían parte del orbe católico que no se restringía, de acuerdo con sus ideas, a la pertenencia institucional a la Iglesia mediante el sacerdocio.

Por su parte, los ultramontanos representaban a un sector conformado mayoritariamente por clérigos, en su mayoría jóvenes formados en ideas teológicas vinculadas a la romanización. Estas nuevas ideas habían entrado en la formación religiosa gracias al arzobispo limeño Francisco Javier de Luna Pizarro (1845-1855), quien reformó la educación teológica del Seminario de Santo Toribio, excluyendo autores regalistas, galicanos y jansenistas del currículo.[15] De igual manera, el clérigo ultramontano Bartolomé Herrera Vélez, rector del Colegio de San Carlos, destacado centro formativo limeño del siglo XIX, reformó el sistema educativo en el mismo sentido.[16] Para los ultramontanos promotores de la romanización, la reforma de la educación del clero fue el vehículo para la promoción de sus ideas teológicas y políticas. Los ultramontanos contaban con el respaldo de Roma desde donde se fortaleció la postura teológica a favor de la unidad institucional, jurídica y dogmática de la Iglesia católica alrededor del papado y la Sede Apostólica.

En el Perú, el sector ultramontano coincidía con el sector liberal galicano respecto a que la Iglesia tenía una función pública en la vida republicana, aunque las discrepancias provenían de los modos de esta función pública. Para los ultramontanos, la república debía conservar su confesionalidad mediante la exclusión de otros cultos, una postura que los acercaba al regalismo borbónico, pero con una Iglesia católica independiente en términos jurídicos e institucionales del aparato estatal. La Iglesia tenía en el pontífice a su máxima autoridad y era él quien podía establecer la forma de vínculo entre la Iglesia y el naciente estado. Por ello, los ultramontanos peruanos fueron defensores del concordato entre el estado peruano y la Sede Apostólica como la única manera de legitimar concesiones como el patronato y garantizar los derechos eclesiásticos. Este sector se encontraba en transición entre el regalismo político y el ultramontanismo teológico.

En el plano teológico defendían la primacía doctrinal y jurídica del papado y la autoridad de este sobre el conjunto de los obispos. Aunque defendían la autoridad máxima del obispo en su diócesis y respecto de la autoridad estatal. Para ultramontanos peruanos como José Ignacio Moreno (1767-1841), el ultramontanismo era «la de todos los siglos», es decir la defensa de la infalibilidad del papa y la oposición al «realismo eclesiástico» en temas doctrinales correspondía absolutamente a la auténtica tradición de la Iglesia.[17] Por ello, los ultramontanos se sentían con la autoridad de hablar de temas eclesiológicos, pues se consideraban realmente en la línea de la auténtica tradición e historia eclesial, elementos del magisterio eclesiástico que se estaba construyendo en este proceso global de romanización de la teología.[18]

En el caso peruano, los ultramontanos estuvieron liderados por el presbítero limeño Bartolomé Herrera. A él se sumaron jóvenes sacerdotes como Pedro José Tordoya, Francisco de Orueta, Manuel Antonio Bandini, Mateo Aguilar, Juan Ambrosio Huerta, Francisco Solano de los Heros y Luis Guzmán. Algunos como Tordoya colaboraron con la revolución de Castilla de 1854, pero el giro liberal de la Convención nacional de 1855 lo convirtió en un defensor del ultramontanismo desde su escaño en el parlamento. Otros clérigos cumplían roles en la Iglesia como Huerta quien era rector del Seminario de Santo Toribio y editor de El Católico. Varios de los clérigos mencionados coronaron su carrera eclesial con el nombramiento episcopal como fue el caso de Bartolomé Herrera, Pedro José Tordoya, Francisco Orueta y Manuel Antonio Bandini.[19] La pertenencia al sector ultramontano fue clave para el nombramiento episcopal, pues el deán Valdivia, propuesto para la sede de Cuzco en 1856 por Ramón Castilla, fue rechazado por la Sede Apostólico por su filiación liberal y galicano.[20]

Papado e Iglesia a debate: la controversia eclesiológica entre liberales-galicanos y ultramontanos

La controversia eclesiológica giró en torno a la forma de la Iglesia, es decir, cómo se definía la Iglesia en términos teológicos y a la manera de su organización jurídica e institucional.[21] La diferencia entre liberales-galicanos y ultramontanos acusa una heterogeneidad eclesiológica dentro del catolicismo peruano de mediados del siglo XIX que decantará a favor de los ultramotanos. Estos últimos descalificaron a sus contrarios calificándolos de «cismáticos» y «herejes» y de ser unos «hijos desnaturalizados» de la Iglesia, por oponerse a la primacía del papado. De igual manera, los liberales-galicanos acusaban a los ultramontanos de ser unos «curialistas» por favorecer el poder de la curia romana sobre la Iglesia peruana, al favorecer la romanización.

El escenario de las disputas teológicas y canónicas fue la prensa. Por un lado, los ultramontanos emplearon El Católico. Periódico religioso, filosófico, histórico y literario cuyo primer número se editó el 5 de mayo de 1855 con el objetivo de «sostener la causa santa del catolicismo, contra los furiosos ataques de que hoy es blanco».[22] El periódico se imprimía en las instalaciones del Seminario de Santo Toribio utilizando una imprenta traída por Bartolomé Herrera de su viaje diplomático a Roma entre 1852 y 1853.[23] Los editores afirmaban que El Católico deseaba «vindicar á la Iglesia Católica de las calumnias que se la prodigan tal vez por hijos desnaturalizados».[24] Los «hijos desnaturalizados» eran los católicos liberales-galicanos quienes empezaron en mayo de 1855 una publicación propia titulada El Católico Cristiano. Periódico patriótico, americano y humanista. El periódico tuvo una duración de un año y medio. Desde esta plataforma se dirigieron a los editores del «Católico Curial» para defender su postura política y teológica.[25]

De esta manera, en el escenario peruano, de manera local se dieron los ecos de una controversia eclesiológica de talla internacional. Durante el siglo XIX, las eclesiologías católicas de origen galicano, jansenista y regalista colisionaron violenta y progresivamente con las tendencias ultramontanas que campeaban en Roma desde la crisis revolucionaria francesa y que se consolidaron durante el pontificado de Pio IX.[26] En Francia, la teología ultramontana hizo su aparición con la renovación litúrgica, mientras que en Alemania, en las facultades de teología.[27] La progresiva romanización de la teología se sustentaba en la defensa de la infalibilidad pontificia y la autoridad del papado sobre toda la Iglesia católica. Las disputas teológicas entre ultramontanos y liberales-galicanos en el Perú se enmarcaron dentro del avance de la romanización y la progresiva desaparición de la pluralidad eclesiológica decimonónica a favor de la teología ultramontana de sello romano.

Forjando una teología del papado: entre la autoridad papal y la autoridad del concilio

Durante el Concilio de Trento se había intentado imponer dogmáticamente la supremacía del papa sobre los obispos. Sin embargo, la oposición de prelados franceses y españoles evitó que se reconociese la supremacía pontificia sobre la Iglesia.[28] No obstante, el siglo XIX, la vertiente legal y dogmática de la teología del papado tuvo su mayor desarrollo histórico. En torno al papado se discutieron dos temas fundamentales. El primero fue la infalibilidad del papa cuando se pronunciaba dogmáticamente ex cathedra, es decir sobre su posibilidad de declarar dogmas de fe y el límite teológico de sus pronunciamientos. Un segundo tema concernía la relación dogmática y jurídica con los otros obispos, pues los ultramontanos más radicales defendían el episcopado universal del papa en el cual los obispos eran delegados de la autoridad jurídica papal. Ambos temas fueron objeto de la controversia eclesiológica entre los ultramontanos y liberales-galicanos del Perú.

En el asunto de la infalibilidad pontificia, los ultramontanos peruanos lo expresaron como la primacía del papa entendida como la autoridad jurídica y doctrinal del pontífice sobre toda la Iglesia católica. Esta autoridad se sustentaba en el poder apostólico heredado de San Pedro apóstol, el primer pontífice de acuerdo la tradición. Ellos indicaron que san Pedro «siempre y en todas partes ejerció la suprema primacía y el poder monárquico entre los demás apóstoles. El Papado, investido por derecho de sucesión con la dignidad de San Pedro, lo ha sido también siempre con la plenitud de su poder».[29] Esta interpretación jurídica de la exclusiva autoridad apostólica del papado sobre el resto de los obispos tenía consecuencias sobre la fórmula de la infalibilidad pontificia.

La autoridad apostólica proveniente de San Pedro y, en última instancia de Jesucristo mismo, conducía a la conclusión necesaria de la infalibilidad. Para los ultramontanos, el papa estaba «dotado de una estabilidad original en la , está encargado del supremo poder para definir las reglas ciertas de la y de las costumbres». En un mundo desestructurado por la caída del sistema de antiguo régimen y la pérdida de la autoridad sagrada, la infalibilidad pontificia emergía como la única fuente de «estabilidad original». En ese poder infalible radicaba una esperanza para un mundo en crisis.

A decir de los editores de El Católico, el romano pontífice era «la primera cátedra, la cátedra única en la cual sola conservan todos [obispos y fieles] la unidad».[30] Para defender su postura afirmaron defender la doctrina del Concilio de Florencia reunido en 1439 que señaló la plena potestad de gobierno y de enseñanza del pontífice en tanto «ostenta el primado sobre toda la tierra y es el sucesor de Pedro, el vicario de Cristo, cabeza de la Iglesia universal, a quien Cristo ha confiado la «potestad plena» para regir y gobernar la Iglesia entera». Cabe señalar que legitimidad eclesiológica del Concilio de Florencia fue ampliamente discutida desde el Concilio de Trento. Solo durante el siglo XIX, y gracias al ultramontanismo se aceptó la ecumenicidad del Concilio de Florencia.[31] La defensa del Concilio de Florencia permitía anclar la infalibilidad papal en la tradición misma de los concilios y de la historia de la Iglesia. De esta manera, la infalibilidad no se trataba de una novedad teológica, sino de un elemento propio de la tradición e historia eclesiástica.

En las antípodas de los ultramontanos, los liberales-regalistas de El Católico Cristiano cuestionaron la legitimidad ecuménica del Concilio de Florencia. Ellos señalaron que «no hay en la tierra un juez supremo e infalible en materia de fe».[32] La infalibilidad del romano pontífice era inaceptable, pues en tanto hombre se encontraba sujeto al error. Para demostrar su postura emplearon la historia eclesiástica como prueba al colocar como ejemplo la errónea condenación del sistema copernicano hecha por el papa Paulo V.[33]

En contraposición a la doctrina de la infalibilidad pontificia, los editores de El Católico Cristiano encontraban en el conciliarismo una fuente de autoridad para toda la Iglesia. Esta doctrina defendía que la máxima autoridad de la Iglesia era ella misma reunida en concilio y que el pontífice mismo debía someterse a la autoridad conciliar.[34] Así afirmaban los liberales-galicanos que «un Concilio aprueba lo que condena un Papa; y condena lo que un Papa aprueba».[35] En esta línea conciliarista, señalaban que «los Papas erraron y que erraron en materia de . Errarán pues en puntos que no son de : y como en todo se quieren meter; como no se hace un arreglo en materia política, civil ó económica en que no quieran tener parte, y disponerlo y arreglarlo á su antojo […]».[36] Por tanto, de acuerdo con los liberales-galicanos, la historia de la Iglesia y la tradición eclesiástica cuestionaban seriamente la supremacía pontificia. Ellas revelaban la mutabilidad de la institución papal y la Iglesia, muy al contrario de la comprensión de historia y tradición eclesiásticas de los ultramontanos. Para estos últimos, la historia y la tradición legitimaban la inmutabilidad de sus posturas eclesiológicas.

Si el pontífice podía errar en materia de fe, entonces para los liberales-regalistas era posible considerar a un papa hereticus como ya señalaba el Decreto Graciano, una de las fuentes jurídicas más importante durante el medioevo.[37] De esta manera, ante la herejía cometida por un papa solo quedaba el concilio como órgano de suprema autoridad de la Iglesia con potestad de juzgar y corregir los errores del papa.[38]

El ejemplo de los liberales-galicanos permitió a los ultramontanos aclarar que la infalibilidad pontificia solo correspondía exclusivamente a los temas de fe. Como muestra de ello, citaban el caso de la supresión de la Compañía de Jesús ordenada por el papa Clemente XIV en 1773. La supresión de los jesuitas había sido un error y el acto como el breve de extinción no eran infalibles. Sobre este asunto señalaban que «cuando el Papa habla en controversias de hecho, y que no están coligadas con las cuestiones dogmáticas, puede errar si enseña como un doctor privado; mas no cuando procede deffiniens ex cathedra»: por tanto, «todos los teólogos católicos están por la infalibilidad del papa deffiniens ex cathedra».[39] Este suceso les permitió definir el exclusivo sentido doctrinal de la infalibilidad pontificia y se distanciaban de las posturas más duras del ultramontanismo europeo que abogaban por una infalibilidad absoluta del papa en lo temporal y espiritual.[40]

Para el sector ultramontano, la defensa de la infalibilidad papal era constitutiva de la identidad católica. No era admisible discrepar sobre este punto eclesiológico como lo hacían los liberales-galicanos. Solo un grupo ajeno a la Iglesia católica o en clara ruptura con ella podía considerar negar la infalibilidad pontificia. Por ello, los editores de El Católico señalaron que «no se ofenderán los editores de «El Católico Cristiano» si privamos a su periódico de un título que no le compete, título que insultan las doctrinas que defiende, ellas de suyo le dan el nombre, El Cristiano Cismático».[41] Al no compartir la auténtica y única doctrina católica tal como la entendían los ultramontanos peruanos, los liberales-galicanos eran considerados como «cismáticos» al quebrar la unidad doctrinal del catolicismo. Asimismo, la apelación de «cismáticos» era un claro descalificativo teológico y eclesial contra el sector católico liberal-galicano. Solo se podía hacer teología y ser miembro de la Iglesia aceptando la infalibilidad pontificia.

El segundo tema de debate sobre el papado giraba en torno a la relación eclesiológica entre el papa y los obispos. En 1831, José Ignacio Moreno, uno de los primeros ultramontanos peruanos, afirmaba que «la Iglesia universal es una especie de monarquía» por lo que el romano pontífice era el monarca en tanto cabeza de todos los fieles católicos y ejercía un gobierno espiritual entendido como el episcopado universal sobre toda la Iglesia y los obispos.[42] Esta declaración recordaba la autoridad jurídica del papado sobre toda la Iglesia y afirmaba la especial dependencia jurídica y doctrinal de los obispos respecto del papa. De esta manera, el papa se definía como «cabeza visible de la Iglesia» y «príncipe de todos los pontífices [obispos]».[43]

Los obispos eran, por tanto, solo «pastores de las naciones» y «las ovejas de Pedro».[44] El argumento de las «ovejas de Pedro» proviene de la exégesis ultramontana del texto del Evangelio de Juan 21, 15-17, en el cuál Jesús le encarga a Pedro «apacentar sus corderos» y «apacentar a sus ovejas». Los primeros eran los fieles y los segundos, los obispos.[45] Así la relación entre el papa y los obispos tenía un origen divino, en el deseo mismo de Jesús de hacer de San Pedro la cabeza de toda la Iglesia universal, fieles y obispos. El fundamento divino de la supremacía papal justificaba, de acuerdo con El Católico, «la plenitud del poder monárquico» del pontífice y el papel de los obispos en el gobierno de la Iglesia «no como iguales al Papa, sino sometidos á sus leyes y ejecutores de sus decretos».[46]

Sobre el origen de la autoridad de los obispos en sus jurisdicciones y en la Iglesia universal, continuaban los editores de El Católico que

esparcidos por el orbe, ejercen en sus diócesis en virtud de la potestad de órden inherente esencialmente á su dignidad y por la jurisdicción que la Iglesia les trasmite. Reunidos, son llamados á tomar parte en las decisiones de los concilios. Investidos de todos los derechos de la soberanía, tiene el de pronunciar decisiones sobre la , que exigen una obediencia provisional, y dictar leyes sobre la disciplina que obligan las conciencias.[47]

Por tanto, los obispos asumían el papel eclesiológico de ser cabeza de la Iglesia local, su diócesis, debido al orden episcopal, pero su jurisdicción para el ejercicio de su cargo provenía de la Iglesia. Este último punto sometía la autoridad canónica de los obispos bajo la dependencia del papado, quien nombraba o confirmaba a los obispos.

De igual manera, la reunión de obispos en la forma de un concilio les facultaba a pronunciarse sobre cuestiones de fe, pero estás exigían «una obediencia provisional». Por ello, el concilio comportaba una autoridad inferior respecto de la autoridad infalible del pontífice. No obstante, la relación asimétrica entre el papa, los obispos y el concilio, con el pontífice a la cabeza, no significó el desconocimiento de la tradición conciliar y el papel de los obispos. En este sentido, los ultramontanos afirmaron que «si Pedro se dice que es el fundamento de la Iglesia; también está escrito en otra parte que la Iglesia se edificó sobre el cimiento de los apóstoles. aquí establecida la aristocracia episcopal según el plan divino. Dios puso a los obispos para el gobierno de su Iglesia».[48]

Los ultramontanos de El Católico definieron esta supremacía del papado sobre los obispos en términos jurídicos y sobre el concilio en términos dogmáticos como la «soberanía espiritual de la Iglesia» del papa. El sector ultramontano afirmaba que «todos los poderes de la soberanía espiritual se hallan concentrados en el Papa, único jefe supremo de la Iglesia, y la unidad de la ».[49] En el romano pontífice, por tanto, se concentraban los poderes doctrinales y jurídicos de la Iglesia católica universal y local.

En las páginas de El Católico Cristiano, bajo la bandera del conciliarismo, se apeló a la historia eclesiástica para ilustrar la autoridad y la independencia de cada obispo respecto del papado. Como ejemplo se empleó la disputa de los primeros siglos entre el papa Víctor y el obispo de Éfeso, Polícrates. Los temas de la controversia fueron si Éfeso debía seguir el calendario romano para la celebración de la Pascua y sobre si se debía re-bautizar a los herejes y apóstatas sobrevivientes de las persecuciones contra los cristianos. La actitud de resistencia de Polícrates y su negativa a acceder a la autoridad de Víctor mostraban que en la Iglesia de los orígenes cada obispo mantenía su autoridad en su diócesis. Esta situación se dejaba, afirmaba los editores de El Católico Cristiano, «al testimonio, pues, de la Iglesia, y no á la del Papa».[50] Es decir, la autoridad de toda la Iglesia, cuya expresión mayor era el Concilio, era superior a la papa, y cada obispo gozaba de una autoridad doctrinal y jurídica en su diócesis independiente de la supremacía papal.

Uno de los defensores de la autoridad del obispo en su diócesis y de su independencia respecto del papado fue el presbítero Francisco de Paula González Vigil, quien publicó en 1857 un Compendio de la Defensa de la autoridad de los obispos contra las pretensiones de la curia romana.[51] En su libro, González Vigil consideraba que los obispos como sucesores de los apóstoles compartían la misma condición jurídica y doctrinal que el pontífice. Este último tenía solo el primado de honor respecto del cuerpo episcopal y de toda la Iglesia. González Vigil señalaba que «los Obispos son absolutos en sus Iglesias respectivas», por lo que se podría afirmar que el «gobierno de la Iglesia es democrático». Y como consecuencia sostenía, en continuidad con su postura conciliarista, que el «Soberano Pontífice no es juez nato en materia de doctrinas, es por esto mismo incompetente para condenar una obra como errónea o como herética».[52] Es decir, cada obispo era autónomo en su propia jurisdicción y la reunión del cuerpo episcopal lideraba la Iglesia en términos doctrinales y jurídicos.

La postura teológica de González Vigil provocó una dura reacción desde El Católico donde fue acusado de «querer hacer protestantes á los Obispos católicos», porque su teología separaba al papa de los obispos bajo el pretexto de defender los derechos históricos del episcopado.[53] Por ello, el presbítero liberal-galicano fue tildado por El Católico como «protestante», «enemigo de la Iglesia» y «enmascarado destructor» de los derechos eclesiales. Para los ultramontanos peruanos, la actitud de González Vigil era «¡rara y extraña inconsecuencia de un sacerdote católico!».[54]

La eclesiología ultramontana: la Iglesia católica como societas perfecta

La discusión sobre el papado conducía a la discusión sobre la Iglesia misma. De acuerdo con los ultramontanos, la Iglesia católica era una societas perfecta a causa de su participación en la infalibilidad del pontífice. Esta eclesiología tenía sus orígenes en los desarrollos teológicos y canónicos medievales que maduraron en el tiempo posterior al Concilio de Trento.[55] La societas perfecta enfatizaba la realidad visible de la Iglesia como un organismo en igualdad de funciones jurídicas que el poder político, «tan visible como la república de Venecia o el reino de Francia», a decir del cardenal Roberto Belarmino.[56] Sin embargo, la revolución francesa y las crisis de independencias le otorgaron fuerza a la teología de la societas perfecta en medio de un mundo en crisis. De esta manera, el modelo eclesiológico de la societas perfecta logró imponerse progresivamente en el siglo XIX hasta conseguir un espacio dogmático en el Vaticano I mediante la promulgación de la infalibilidad pontificia.[57]

Asimismo, en el caso de los reinos de España, desde los inicios de la colonización gozaban de un patronato regio amplio sobre la Iglesia en América hispana. La autoridad del patronato se resumía en el poder de nombrar obispos, párrocos y otros cargos de la administración eclesiástica. Con el fortalecimiento de los gobiernos absolutistas y las teologías jansenistas y galicanas, que recogían los principios conciliaristas y la supremacía de todos los obispos, entre los siglos XVII y XVIII, la noción de patronato se entendió como poder para reformar la vida interna de la Iglesia.

La eclesiología ultramontana tenía implícita la primacía y la infalibilidad pontificia. Como sintetizaban los editores de El Católico «en las circunstancias más espinosas para ella [la Iglesia] siempre ha habido anhelo por recurrir á Roma. La decisión del Papa ha terminado todas las discusiones, y fijado las creencias».[58] La definición de la Iglesia connotó, por un lado, una comprensión jurídica de la Iglesia con el papa como cabeza visible. Por otro lado, la definición eclesiológica implicó una nueva relación con el estado y el poder civil. Bajo el concepto de societas perfecta, la sociedad perfecta, la Iglesia ultramontana se consideró a sí misma como una sociedad autónoma, inmutable, completa y divina. Una suerte de farol de luz y estabilidad en una sociedad agitada por los cambios políticos.

En agosto de 1855, Bartolomé Herrera, canónigo de la Catedral de Lima, recibió el encargo de redactar la «Exposición del Capítulo Metropolitano» de Lima para justificar la oposición de la Iglesia peruana al debate sobre la tolerancia de culto. En el escrito, Herrera presentó la eclesiología del sector ultramontano donde definía el sentido del término «sociedad perfecta». El documento señalaba que

La más perfecta [sociedad] será aquella, que mantenga los entendimientos y los corazones acordes, en los puntos de mayor interés para la humanidad. […] la sociedad de que hablamos no puede ser otra que la que posea en su seno una autoridad reconocida por divina é infalible, que establezca dogmas invariables, y que guíe las almas al mismo bien sumo, enlazadas por la caridad. Tal sociedad no existe fuera de la Iglesia Católica. Ella es pues la sociedad más perfecta que puede concebirse en el mundo.[59]

La definición de Herrera apuntaba a algunas ideas centrales de la definición de la Iglesia como sociedad perfecta. La primera era la autoridad de origen divino e infalible, en clara referencia al pontífice. La segunda se refería a la capacidad del papa de establecer verdades inmutables. La tercera y última mencionaba la función de la Iglesia de ligar a las personas en la unidad y la fraternidad. Por tanto, la Iglesia, que era la única capaz de reunir estas exigencias, constituía un baluarte divino e infalible contra la sedición, la revolución y la fractura de la armonía. Así, la eclesiología ultramontana enfatizaba la estabilidad y el orden provenientes del mismo Dios.

En algunos número de El Católico del año 1857, cuando la controversia con los liberales-galicanos se ralentizó, se orientaron a profundizar la concepción de la Iglesia católica como sociedad perfecta. Los ultramontanos indicaban que la

 

sociedad católica ha abierto en el mundo dos fuentes inagotables de obediencia y de veneracion: la una pública, la otra secreta. […] La fuente pública de la obediencia y de la veneracion abierta por la sociedad católica es la autoridad de su gerarquía. Hace mil ochocientos años, que el papado, el episcopado, el sacerdocio cristiano, son obedecidos y venerados de la mayor sociedad de los hombres que hay en el mundo, sin necesitar jamás fuerza para inclinar una frente á una voluntad. […] La fuente santa de la obediencia y de la veneracion abierta en el mundo por la sociedad católica, es la confesión […].[60]

La eclesiología ultramontana católica se vinculaba con una doble lectura del aporte de la «sociedad católica» al mundo. La primera consistía en la obediencia y veneración prestadas a la autoridad como elemento articulador de la sociedad humana, y no solo la sociedad divina. La segunda, vinculada íntimamente con la primera, era el sacramento de la confesión, muy probablemente conectado con la obediencia y veneración a las verdades emitidas por la Iglesia. Por tanto, como institución divina, la Iglesia era principio de orden, estabilidad y desarrollo para la sociedad humana.

 

La societas perfecta y su relación con el estado y la sociedad

La perspectiva eclesiológica ultramontana convertía a la Iglesia católica en una institución, societas perfecta, que «corresponde perfectamente a las tres [sic] necesidades ya marcadas de nuestro siglo: de fe, de progreso, de paz y de unión».[61] El encontrar los términos «progreso, paz y unión» asociados a la eclesiología mostraba el interés de los ultramontanos de rechazar toda asociación entre catolicismo y resistencia al progreso, como denunciaban los sectores liberales en el Perú de entonces.[62] Asimismo, la Iglesia otorgaba estabilidad y orden «más apropiado a la naturaleza y necesidades del hombre, esencialmente formado para la sociedad» y, por lo tanto, el catolicismo «eleva sus facultades a un estado sobrenatural y divino, sin anonadar la razón que dentro de sus límites ejerce su imperio».[63] Es decir, la Iglesia era una institución necesaria para la vida pública de la república y la sociedad.

Contra la «obstinación de la moderna filosofía en sostener que el origen de aquella [la Iglesia] es confuso, y que solo a la larga y por una serie de imprevistas circunstancias llegó a organizarse», los ultramontanos peruanos señalaban a la Iglesia como una sociedad «permanente, perpetua».[64] Defendían, de esta manera, la inmutabilidad de la Iglesia católica como institución de origen divino frente a los vaivenes de la realidad republicana y social. Por tal razón, en un mundo en crisis solo quedaban la inmutable autoridad espiritual y doctrinal del papado y la Iglesia.[65] Por ello, la Iglesia católica aportaba orden, estabilidad y visión de trascendencia a la sociedad y al estado.

Para el caso peruano, un tópico frecuente sobre la relación entre la Iglesia y el estado se refería a la identidad católica del país. En pleno debate sobre la tolerancia de cultos en la Convención de 1855, los obispos peruanos y los ultramontanos de El Católico vincularon la eclesiología de la societas perfecta con la identidad católica del estado, pues «entre las naciones, las más perfectas serán las formadas por católicos».[66] De esta forma, se vinculaba la estabilidad, el orden y el progreso de la sociedad perfecta con la propia identidad nacional. Un país católico estaba más cercano de la perfección social. En este sentido, la eclesiología ultramontana peruana reclamaba como necesaria la presencia pública de la Iglesia en la vida del país. Sin embargo, este presupuesto iba contra los principios del estado liberal, o uno en busca de serlo mediante reformas liberales como era el Perú de entonces, que eliminaba posibles competidores como la Iglesia.[67]

Los ultramontanos afirmaban que la estabilidad del estado estaba garantizada si compartía los valores católicos, si la república se reconocía a sí misma como católica. En este sentido, desde una visión utópica, el Cabildo catedralicio de Lima planteó que la catolicidad del estado debía conducir al rechazo de la tolerancia de cultos y la defensa de la libertad de la Iglesia. Afirmaron que

El Perú es, gracias á Dios, una de estas felices naciones [católicas], en que la fijeza de las verdades respecto de Dios y de los hombres, produce el acuerdo de los ciudadanos sobre los principios del derecho, y facilita en gran manera el que se entiendan entre sí sobre los intereses temporales.[68]

De acuerdo con los ultramontanos, la Iglesia era fuente de la unidad del Perú «donde casi no se descubre vínculo de otro género». Por ello, la tolerancia implicaba la ruptura del principio de unidad del Perú que permitía la entrada del indiferentismo religioso y el ateísmo. Ambas eran fuerzas disruptivas del orden nacional. La argumentación de los canónigos recurría a la tesis de la cohesión nacional que la religión otorgaba al Perú y que incluía el aporte de la Iglesia para lograr la perfección del progreso nacional. Los ultramontanos no renunciaban a su relación con el estado, sino que desde su eclesiología consideraban que la Iglesia católica, como societas perfecta, cumplía un rol tutelar en la sociedad y la república. Solo la autoridad de la societas perfecta podía dar sentido al progreso y unidad al país.

       Esta interpretación ultramontana de la relación entre la Iglesia con el estado y la sociedad fue refutada por los liberales-galicanos. A través de la exégesis del Evangelio de Juan 18, 36,[69] los liberales-galicanos defendían la postura teológica de que la Iglesia no debía estar vinculada a los poderes temporales pues no correspondía a su constitución divina ordenada por su fundador. El reino de Jesucristo no era de este mundo, a decir del Evangelio. La sociedad eclesiástica, en el tiempo de la post ascensión, tenía solo una dimensión espiritual. La actitud de Jesucristo estaba ratificada por la historia eclesiástica que mostraba el respeto de la Iglesia por la autoridad civil. En efecto, durante el tiempo de los emperadores romanos «se dio á la religión la forma exterior, que constituye la disciplina de la Iglesia» y nunca «fue desconocida la autoridad de los emperadores para legislar sobre la policía de la iglesia».[70] Por tanto, la autoridad de los emperadores se extendía a la disciplina eclesiástica, es decir a la vida cotidiana y la legislación interna de la Iglesia.

En cuanto a la relación con el estado, la eclesiología liberal-galicana reconocía la supremacía espiritual de la Iglesia, pero otorgando al poder civil la autoridad sobre la disciplina eclesiástica. La eclesiología liberal-galicana se apoyaba en el paradigma regalista-galicano de un estado católico, cuya cabeza era el monarca católico, con derecho a intervenir en la disciplina eclesiástica.[71] Este derecho buscaba garantizar la moralidad pública para la comunidad política y católica. No obstante, era una propuesta en crisis debido a que la caída del antiguo régimen secularizó las bases político-jurídicas del estado. En el Perú, las bases del poder civil no dependían de la autoridad divina, sino de la soberanía del pueblo ciudadano.

Frente a la pretensión de la eclesiología liberal-galicana, los ultramontanos enfatizaron la necesidad de la unión por «ley divina» entre las esferas civil y religiosa, pero reconociendo la distinción de potestades y jurisdicciones. Asimismo, como señalaban los ultramontanos de El Católico respecto a la relación con el estado: «la Religión no condena forma alguna de gobierno racional, supuesto que los gobiernos se han hecho para la Religión, y no la Religión para los gobiernos».[72] Estos matices caracterizan la dimensión política de la eclesiología ultramontana peruana. No se trataba de una separación absoluta de esferas como tampoco la dependencia jurídica de la Iglesia respecto del estado. Igualmente, la Iglesia no validaba ningún régimen especial de organización política, solo buscaba el reconocimiento de sus derechos respecto del estado.

Por tanto, el camino para lograr una relación justa con el poder civil era la firma de un concordato con Roma, en el cual se estipulase la relación de la Iglesia peruana con el estado peruano. Esta solicitud era el culmen de la romanización de las relaciones entre el estado y la Iglesia, pues la política de la Sede Apostólica era no reconocer el patronato a menos que este derecho se otorgase expresamente como una concesión pontifica mediante una bula o la firma de un concordato.[73]

La insistencia ultramontana por la firma de un concordato nacía de la inconsistencia entre los presupuestos teológicos ultramontanos y la relación con el estado en el Perú. Esta resolución era parte integral de la definición de la Iglesia como sociedad perfecta, pues ella no debía depender de ninguna otra institución. Sin embargo, en la práctica la relación con el estado generaba dificultades en cuanto a la disciplina eclesiástica.

La insistencia por tener un concordato se reforzó cuando la Convención intentó abolir los diezmos y los fueros eclesiásticos. El Cabildo metropolitano de Lima ante el primer intento de abolir los diezmos en setiembre de 1855 alegaba que «para salvar cualesquiera dificultades, que pudieran sobrevenir en las naturales relaciones que hay entre la Iglesia y el Estado, negocie el Presidente de la República y concluya un Concordato con el Soberano Pontífice».[74] De esta manera, la reforma de los privilegios eclesiásticos solo podía ser aplicada con previa autorización del romano pontífice, con quien se debía celebrar un concordato que reconociese el principio ultramontano de una Iglesia «libre, como es libre Dios».[75]

Igualmente, el caso de José Manuel Pasquel, arzobispo de Lima, ilustra la razón del porqué los ultramontanos solicitaban un concordato para ganar libertades jurídicas para la Iglesia peruana. En setiembre de 1855, Pasquel, entonces obispo auxiliar de Lima fue elevado al rango de arzobispo de Lima. Sus bulas de institución firmadas por el papa Pío IX tardaron en llegar. Por tanto, de acuerdo con el derecho eclesiástico romano defendido por los ultramontanos, Pasquel no podía asumir funciones jurídicas como arzobispo. En noviembre, El Católico denunció a la Convención nacional por intentar aprobar un proyecto para que Pasquel, arzobispo electo por el gobierno, asumiera la jurisdicción de la arquidiócesis sin la bula de institución papal.

El periódico ultramontano preguntó: «¿ignorabais [dirigiéndose a los diputados] que no hay patronato sin concordato, porque el patronato viene de la iglesia?».[76] Por tanto, solo el concordato legitimaría el patronato estatal demandado por los diputados de la Convención y defendido como derecho estatal por los liberales-galicanos. Asimismo, la concesión del patronato era solo para presentar obispos y autoridades eclesiásticas, pues el nombramiento era exclusiva atribución del pontífice. Por tanto, en palabras de los editores de El Católico sin el concordato, los obispos seguirían siendo elegidos por «motu proprio» pontificio, o sea a la voluntad del papa, quien debía, como «pastor universal», velar por que sus fieles cuenten con obispos legítimamente nombrados.[77]

Las posturas de los ultramontanos y liberales-galicanos coincidían en otorgarle a la Iglesia un rol en la vida pública del país. Ambos sectores consideraban a la Iglesia como una sociedad con un papel en la esfera pública para legitimar al estado y la sociedad, como señalaban los liberales-galicanos, o para defender la Iglesia y rechazar o legitimar discursivamente al estado y la sociedad, como lo indicaban los ultramontanos. Esta comprensión de la Iglesia calza con la noción de «religión pública» propuesta por José Casanova quien la define como la religión que interviene en la esfera pública para tomar parte de los procesos de disputa, legitimación discursiva y redefinición de fronteras institucionales.[78] No obstante esta general conjunción, las dos eclesiologías políticas se distanciaban radicalmente en cuanto a su comprensión de la Iglesia y su relación con el estado y la sociedad.

Conclusiones

La controversia eclesiológica entre ultramontanos y liberales-galicanos peruanos pone de manifiesto que el catolicismo decimonónico no tenía una unidad doctrinal. Esta se forjó progresivamente. Durante el siglo XIX, la Iglesia católica se encontraba en proceso de definición institucional, teológica, disciplinar y política respecto del estado y la sociedad. La controversia forma parte de este proceso de definición eclesiástica y dio forma a la definición de la Iglesia como una institución jurídica autónoma respecto del estado y la sociedad. Como ha estudiado Roberto Di Stefano, el término Iglesia modificó su definición en el tránsito violento de la caída del antiguo régimen y las independencias al establecimiento progresivo de los estados. Así, la Iglesia durante el siglo XIX pasó a definirse en términos jurídico-políticos en un escenario de creciente secularización.[79] La controversia eclesiológica se inserta en estos proceso de redefinición de la Iglesia.

En el Perú, el escenario de la controversia fue la revolución liberal de 1854. Este particular contexto abrió un tiempo corto pero intenso de intercambios teológicos y políticos entre los sectores católicos ultramontanos y liberales-galicanos. El debate sobre la constitución, que se promulgó finalmente el 16 de octubre de 1856, politizó radicalmente al país y a los grupos católicos. La politización fue el escenario de la controversia eclesiológica y permitió exponer la legitimidad ultramontana apelando a la autoridad del papado y la Sede Apostólica.

Las raíces del escenario local se encontraban en el orden político surgido de las revoluciones atlánticas y de independencia. En el caso de los ultramontanos, su programa político-teológico en el Perú se insertó en la política pontificia de asegurar la independencia jurídica y política de la Iglesia respecto del estado y la sociedad. En las antípodas, los liberales-galicanos, mantuvieron una compresión tradicional de la relación entre la Iglesia y el estado, en la cual la primera formaba parte del aparato grande del poder civil. Por ello, la controversia eclesiológica forma parte del proceso grande de definición institucional de la Iglesia en relación con el poder civil y que encontró en la noción jurídica de societas perfecta una manera de diferenciar y definir las fronteras institucionales respecto del estado.

En paralelo al contexto político nacional, la romanización fortaleció la postura de los ultramontanos peruanos que se sentían validados por el impulso pontificio. Asimismo, el proceso de romanización implicó la deslegitimación de las tendencias teológicas opuestas a la autoridad del papado y defensoras de perspectivas como el conciliarismo.

De esta manera, la secularización de las instituciones civiles y la romanización fueron procesos claves para explicar la forja de la unidad institucional y doctrinal de la Iglesia católica en el siglo XIX. En el Perú, ese proceso implicó el debilitamiento y la casi desaparición de las interpretaciones teológicas que cuestionaban la supremacía pontificia y la independencia jurídico-política de la Iglesia católica. La diversidad teológica fue progresivamente deslegitimada como ocurrió con los católicos liberales-galicanos, a quienes se acusó de «protestantes» y «cismáticos» por oponerse a la eclesiología ultramontana. Asimismo, la Iglesia católica se forjó una identidad asociada jurídicamente con Roma y a la defensa de la autoridad trascendente del catolicismo sobre el estado y la sociedad.

La controversia eclesiológica en el Perú giró en torno a dos temas no resueltos de la eclesiología católica de entonces. El primero era quién gozaba de la autoridad jurídica y dogmática sobre la Iglesia universal, el papa o el concilio. El segundo se refería los términos teológicos y canónicos de la relación entre el papa y los obispos.

Los liberales-galicanos defendían un modelo eclesiológico sustentado en el conciliarismo. El concilio, la reunión del conjunto de los obispos del mundo católico, reunía la autoridad jurídica y doctrinal sobre el conjunto de la Iglesia y tenía el poder de juzgar al papa. Detrás de esta concepción, había también una noción del episcopado, no como dependiente en términos jurídicos y dogmáticos del papado, sino como autónomo. Los obispos gozaban de la misma autoridad doctrinal y canónica que el papa en sus respecticas diócesis y solo le reconocían al pontífice una supremacía de honor.

Opuestos a esta mirada se encontraban los ultramontanos para quienes la infalibilidad pontificia era la única fuente de poder dogmático para Iglesia. El pontífice gozaba además de la supremacía jurídica pues ejercía un episcopado universal, en el cual los obispos parecían delegados pontificios en sus respectivas diócesis. Por ello, la autoridad jurídica de los obispos solo podía ser ejercida después de que la bula papal de nombramiento fuese emitida. La autoridad jurídica de los obispos era ejercida como delegación pontificia, pues el papa gozaba de una suerte de episcopado universal sobre toda la Iglesia. Lo único propio de los obispos era la autoridad doctrinal que la recibían por el acto de la ordenación.

La controversia eclesiológica peruana revela el estado de la cuestión del debate eclesiológico a mitad del siglo XIX y que fueron definidos posteriormente de manera progresiva. El Concilio Vaticano I (1869-1870) definió en la constitución Pastor aeternus la infalibilidad ex cathedra solo aplicable cuándo el pontífice emitía juicios dogmáticos. Se desechó una infalibilidad total que incluyese el ámbito jurídico e incluso el político. Los ultramontanos peruanos se encontraban entre aquellos defensores de una definición de la infalibilidad papal exclusiva sobre asuntos de fe, acorde al espíritu de la teología romana.

La interrupción del Vaticano I, por la ocupación de Roma por las tropas del reino de Italia, no permitió la discusión del documento De ecclesia Christi donde se trataba el asunto de la relación entre el papa y los obispos. Este documento consideraba que la infalibilidad papal era una expresión de la infalibilidad de la Iglesia universal dada por el mismo Dios.[80] Por ello, este tema esperó hasta el Concilio Vaticano II para ser definido en la Constitución dogmática Lumen gentium a partir del concepto de colegialidad episcopal, por el cuál los obispos participan plenamente del gobierno doctrinal y jurídico de la Iglesia, siempre presididos por el papa. En el Vaticano II se definió que la autoridad doctrinal y jurídica les corresponde por el sacramento del orden y no por delegación del papa. Incluso ahora la propuesta el papa Francisco sobre la sinodalidad pondrá nuevamente en debate la noción de infalibilidad, autoridad y la relación doctrinal y canónica entre el papa, los obispos y los fieles. Temas recurrentes de la eclesiología de los últimos doscientos años.

En el caso de la dimensión política de la controversia eclesiológica, los liberales-galicanos defendían el modelo de una Iglesia nacional con los obispos y clérigos como funcionarios del aparato estatal. Además, en razón de la importancia de la Iglesia, la disciplina eclesiástica estaba también regida por el estado. Este sistema representaba la realización de su concepción de Iglesia, pues el catolicismo era crucial para la organización del poder civil y la sociedad. En paralelo a esta visión heredada de las teologías dieciochescas, los liberales-galicanos defendían ideas como la tolerancia de cultos y la supresión de los fueros y diezmos eclesiásticos que rompían el orden sobre el cuál se sustentaba su modelo eclesiológico-político. Esta contradicción hizo insostenible una relación entre los aparatos eclesiástico y estatal, pues el mundo del antiguo régimen había sido desmontado por la revolución política de las independencias.

Por tanto, los liberales-galicanos no lograron sostener su postura eclesiológica y política pues apleaban a un estatus quo, el del antiguo régimen, que había desaparecido. El sistema republicano no era católico en sus bases jurídicas e ideológicas, a pesar de que la confesionalidad del estado peruano. La promulgación de la Constitución de 1856, conocida en la historiografía como la constitución liberal, ratificaba la nueva realidad política. La postura ultramontana, por su parte, defendió la total independencia de la Iglesia respecto del estado y la sociedad. El esquema eclesiológico se sustentaba en la teología de la societas perfecta que afirmaba la total autosuficiencia jurídica, disciplinar y doctrinal de la Iglesia. Para la realización de su función salvífica, la Iglesia requería ser reconocida por el estado mediante la política concordataria con la Sede Apostólica. Por ello, la resistencia contra las intervenciones del estado en asuntos de disciplina eclesiástica y de cambio en los privilegios de la Iglesia en la sociedad. Si bien en el Perú, no se logró obtener la firma de un concordato entre la Sede Apostólica y el estado, en 1874 Pío IX por la bula Inter beneficia concedía el derecho del patronato a la presidencia de la república. Era una victoria para el ultramontanismo, pues el patronato no era reconocido como un derecho estatal, mas como una concensión pontificia.

Si bien los ultramontanos compartían la visión eclesial con los liberales-galicanos de que la Iglesia tenía un lugar en la esfera pública y una situación privilegiada protegida por el estado. Como se ha mostrado, las diferencias en términos del fundamento eclesiológico y la concepción de Iglesia los separaba abismalmente. Los ultramontanos ubicaron a la Iglesia en términos teológico-políticos en el escenario del mundo de la pos revolución francesa y de las independencias. El mundo había cambiado y se requería una nueva eclesiología que respondiese al contexto. La infalibilidad pontificia y el modelo eclesiológico de societas perfecta eran la reacción al mundo nuevo.

Finalmente, la controversia permite analizar la particularidad del ultramontanismo peruano. Como se ha analizado, en sus planteamientos eclesiológicos, los ultramontanos mantuvieron una postura moderada respecto de la infalibilidad pontificia y la noción de Iglesia. En este punto, los ultramontanos peruanos se diferenciaban de las otras formas de ultramontanismos existentes en Europa. Así, por ejemplo, en Francia los ultramontanos defendían una infalibilidad pontificia extensiva a todas las declaraciones papales y en Inglaterra, los ultramontanos defendían una infalibilidad mínima y la separación absoluta de la Iglesia católica y el estado.[81]

       La particularidad del ultramontanismo peruano se explica por la convivencia con el estado peruano, que nació confesional y lo fue hasta 1915, así como la influencia de la romanización y la teología romana, defensora de una infalibilidad pontificia limitada y una Iglesia entendida como societas perfecta.[82] De esta manera, los ultramontanos peruanos no buscaron una separación del estado, sino una distinción jurídico-institucional que dejase en claro la autonomía absoluta de la Iglesia. Igualmente, defendieron la sacralidad de la Iglesia y su aporte al progreso al ser una institución forjadora de orden, estabilidad y unidad. En cuanto a la eclesiología, el ultramontanismo peruano aportó a la recepción de la teología de la infalibilidad papal y la sociedad perfecta, reforzando así la romanización del conjunto del cuerpo eclesial peruano. Como afirma Margaret Anderson, el ultramontanismo fue crucial en la configuración e historia del catolicismo decimonónico.[83] A este proceso, los ultramontanos peruanos contribuyeron desde la controversia eclesiológica y la forja de un catolicismo romanizado al interior de la Iglesia y la sociedad peruanas.

 

Referencias Bibliografía

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Iberico Ruiz, Rolando. “«Curiales» y «cismáticos»: la romanización y la controversia eclesiológica en el Perú (1855-1857)”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, 12, (2022): 49-81. https://doi.org/10.25185/12.3

 

El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.

Editores responsables Lucas Bilbao: bilbaolucas@gmail.com; Sebastián Hernández Méndez: s.hernandez.mendez@hotmail.com



[1] Citado en Yves Congar, Santa Iglesia (Barcelona: Editorial Estela, 1965), 11.

[2] La perspectiva eclesiológica decimonónica no debe perder de vista los debates teológicos del periodo colonial fuertemente vinculados al compromiso misiológico de la Iglesia. Cf. José Luis Illanes, “Eclesiología y misionología en el siglo XVIII”, Scripta Theologica 17 (1985): 121-149; Josep-Ignasi Saranyana, Breve historia de la teología en América Latina (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2018), 1-146.

[3] Entre las principales contribuciones se encuentran Jeffrey von Arx, The Varieties of Ultramontanism (Washington, D.C.: The Catholic University of America Press, 1998); Austen Ivereigh, ed., The Politics of Religions in an Age of Revival (Londres: University of London, 2000); Christopher Clark y Wolfram Kaiser, eds., Culture Wars. Secular-Catholic Conflict in Nineteenth-Century Europe (Cambridge: Cambridge University Press, 2003); Francisco Javier Ramón Solans, Más allá de los Andes. Los orígenes ultramontanos de una Iglesia latinoamericana (1851-1910) (Bilbao: Universidad del País Vasco, 2020).

[4] Bartolomeo Alberto Capellari Pagani Gesa, cuyo nombre profeso como monje camaldulense cambió a Mauro Capellari, publicó en 1799 un tratado contra los jansenistas italianos opuestos a la primacía canónica y dogmática del papado sobre la Iglesia. El tratado se titulaba Il trionfo della Santa Sede e della Chiesa contro gli assalti dei novatori, combatutti e respinti colle stesse loro armi dedicado al papa Pio VI. En 1831 fue elegido papa con el nombre de  Gregorio XVI. Gobernó hasta 1846.

[5] Existieron conflictos y resistencias a la alianza entre la monarquía borbónica y la jerarquía eclesiástica colonial. Cf. David Brading, Orbe Indiano. De la monarquía católica a la República criolla 1492-1867 (México: FCE, 1991), 530-552; Víctor Peralta, “Las razones de la fe. La Iglesia y la Ilustración en el Perú, 1750-1800”, en El Perú en el siglo XVIII. La Era Borbónica, ed. Scarlett O’Phelan Godoy (Lima: PUCP, IRA, 1999), 177-204; Gisela von Wobeser, “La Consolidación de vales reales como factor determinante de la lucha de independencia en México, 1804-1808”, Historia Mexicana, LVI, 2 (2006): 373-425.

[6] Para el caso peruano, consultar: Rolando Iberico Ruiz, “La república católica dividida: ultramontanos y liberales-regalistas (Lima, 1855-1860)” (Tesis de licenciatura, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013).

[7] Natalia Sobrevilla, “The Influence of European 1848 Revolutions in Peru”, en The European Revolutions of 1848 in America, ed. Guy Thomson (Londres: ILAS, University of London, 2002), 191-216.

[8] Natalia Sobrevilla, “El proyecto liberal y la Convención de 1855”, en La experiencia burguesa en el Perú (1840-1940), ed. McEvoy Carmen (Madrid-Frankfurt: Iberoamericana-Vervuert, 2004), 224.

[9] Cf. Michael Burleigh, Earthly Powers: Religion and Politics in Europe from the French Revolution to the Great War (Londres: Harper Collins, 2005); Elisa Cárdenas Ayala, Roma: el descubrimiento de América (México: El Colegio de México, 2018); Francisco Javier Ramón Solans, “A Renewed Global Power: The Restoration of the Holy See and the Triumph of Ultramontanism, 1814-48”, en A History of the European Restorations. Volume Two. Culture, Society and Religion, eds. Michael Broers, Ambrogio A. Caiani y Stephen Bann (Londres, Nueva York: Bloomsbury, 2022), 72-81.

[10] Rubén Vargas Ugarte, “Bartolomé Herrera y la lucha contra el liberalismo regalista”, en Biblioteca de la cultura peruana (Lima: Ediciones del Sol, 1963), 531-538; Jorge Basadre, “Para la historia de las ideas en el Perú”, Scientia et Praxis 10 (1976): 5.

[11] Alberto de la Hera, Iglesia y Corona en la América Española (Madrid: Editorial MAPFRE, 1992), 394-396

[12] De la Hera, Iglesia y Corona, 422-428; Christian Hermann, L’église d’Espagne sous le patronage royal (1476-1824). Essai d’ecclésiologie politique (Madrid: Casa de Velázquez, 1988), 129-148.

[13] Josep-Ignasi Saranyana, “La eclesiología de la revolución en el Sínodo de Pistoya (1786)”, Anuario de Historia de la Iglesia 19 (2010): 59-61.

[14] Fernando Armas Asín, “Entre la continuidad y la reforma. Diferenciaciones del liberalismo frente a la religión católica (Perú, 1822-1830)”, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas 5 (2016): 160-164.

[15] Basadre, “Para la historia”, 53.

[16] Antonine Tibesar, “The Peruvian Church at the Time of Independence in the Light of Vatican II”, The Americas XXVI (1970): 367; Ricardo Cubas Ramacciotti, “Herrera como educador: la reforma del Convictorio de San Carlos”, en Bartolomé Herrera y su tiempo, ed. Fernán Altuve-Febres (Lima: Editorial Quinto Reino, 2010), 40-47. 

[17] José Ignacio Moreno, Ensayo sobre la supremacía del Papa, especialmente con respecto á la institución de los obispos, Tomo I (Lima: Imprenta José Masías, 1831), II, 210.

[18] Para una historia de la transformación semático del término magisterio, consultar: Yves Congar, “Pour una historia sémantique du terme «magisterium»”, Revue de Sciences philosophiques et théologiques, 60 (1976): 85-97.

[19] Bartolomé Herrera nombrado obispo de Arequipa en 1859. Pedro José Tordoya nombrado obispo cuando ocupaba el cargo de canónigo arcediano en 1860. En 1875, Tordoya fue trasladado como obispo de Cuzco. Francisco Orueta nombrado obispo auxiliar de Lima en 1855, en 1859 obispo de Trujillo, y nombrado arzobispo de Lima en 1875. Manuel Antonio Bandini nombrado en 1879 obispo auxiliar de Lima y como sucesor de Orueta, arzobispo de Lima en 1889.

[20] Enrique Fernández García, Perú cristiano. Primitiva evangelización de Iberoamérica y Filipinas, 1492-1600 e Historia de la Iglesia en el Perú, 1532-1900 (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000), 381.

[21] El término “forma de la iglesia” lo tomo de Severino Dianich y Serena Noceti, Trattato sulla Chiesa (Brescia: Editrice Queriniana, 2015), 53-55.

[22] “Nuestra conducta”, El Católico. Periódico religioso, filosófico, histórico y literario. Tomo I. Año I. nº 1 (5 de mayo de 1855). En adelante citado como El Católico.

[23] Iberico Ruiz, “La república católica”, 52.

[24] “Nuestra conducta”, El Católico. Tomo I. Año I. nº 1 (5 de mayo de 1855).

[25] “Al Católico Curial el Católico Cristiano”, El Católico Cristiano. Periódico patriótico, americano y humanista. Año 1, nº 2 (19 de mayo de 1855). En adelante citado como El Católico Cristiano.

[26] Roger Aubert, “La géographie ecclésiologique au XIXe siècle”, Revue de sciences religieuses, Tomo 34, 2-4 (1960): 32, 36.

[27] Aubert, “La géographie ecclésiologique”, 22, 29.

[28] Hubert Jedin, Breve historia de los concilios (Barcelona: Herder, 1960), 120.

[29] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”. El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[30] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[31] Klaus Schatz, El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días (Santander: Sal Terrae, 1996), 165.

[32] “Revista de El Católico Cristiano”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 6 (23 de mayo de 1855).

[33] “Al Católico Curial el Católico Cristiano”, El Católico Cristiano, Año 1, nº 2 (19 de mayo de 1855).

[34] Para una historia del surgimiento del conciliarismo, consultar: Francis Oakley, The Conciliarist Tradition: Constitutionalism in the Catholic Church 1300-1870 (Oxford: Oxford University Press, 2008), 20-59.

[35]Errores en el primer artículo del Número 2 del Católico Curial”, El Católico Cristiano, Año 1, nº 2 (19 de mayo de 1855).

[36]Errores en el primer artículo del Número 2 del Católico Curial”, El Católico Cristiano, Año 1, nº 2 (19 de mayo de 1855).

[37] Sobre el Decreto Graciano, consultar: Jean Gaudemet, Église et cité. Histoire du droit canonique (París: Cerf, Montchrestien, 1994), 392-396.

[38] Schatz, El primado del papa, 140.

[39] “El Católico al amigo del Clero que se registra en las columnas del periódico “Comercio” del viernes 6 del presente”, El Católico, Tomo I, Año II, nº 106 (11 de junio de 1856). Destacado en el original.

[40] En Alemania y Francia, los sectores ultramontanos promovían una definición de la infalibilidad total del papa que incluyese todas sus declaraciones. En este sector se encontraban Louis Veuillot con su periódicoL’Univers”, la revistaCiviltà cattolica” de los jesuitas italianos, y algunos jerarcas como Mermillod, cardenal y obispo auxiliar de Lausana y Ginebra, quien llegó a afirmar que el Hijo se había encarnado tres veces: en María, en la eucaristía y “en el anciano del Vaticano”. Cf. Hubert Jedin, Manual de historia de la Iglesia, Tomo VII (Barcelona: Herder, 1978), 986.

[41]Primado del Papa”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 4 (16 de mayo de 1855).

[42] Moreno, Ensayo sobre la supremacía, Tomo I, 56.

[43] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[44] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[45] Esta argumentación había sido sostenida por Moreno, Ensayo sobre la supremacía, Tomo I, 14.

[46] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[47] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)” El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[48] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[49] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[50]Errores en el primer artículo del Número 2 del Católico Curial”, El Católico Cristiano, Año 1, nº 3 (23 de mayo de 1855).

[51] El Compendio era el resultado de un trabajo mayor publicado en Lima entre 1848 y 1849 en seis volúmenes, titulado Defensa de la autoridad de los gobiernos y de los obispos contra las pretensiones de la curia romana. Los volúmenes fueron reeditados en 1856. El arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera denunció la obra Defensa de la autoridad de los gobiernos y de los obispos contra las pretensiones de la curia romana ante la Sede Apostólica. El 10 de junio de 1851, Pío IX excomulgó a González Vigil, quien respondió con una “Carta al Papa” (1851) donde negaba la infalibilidad del papa y defendió las regalías estatales sobre las iglesias locales. Dos años después, el 2 de marzo de 1853 fue nuevamente condenado por Roma.

[52] González Vigil citado en “El Católico al buen sentido. Una serie de artículos o sea una contestación oportuna”, El Católico, Tomo I, Año II, nº 108 (18 de junio de 1856).

[53] “El Pontífice Romano y el presbítero Vigil”, El Católico, Tomo I, Año II, nº 95 (3 de mayo de 1856).

[54] “El Católico al buen sentido. Una serie de artículos o sea una contestación oportuna”, El Católico, Tomo I, Año II, nº 108 (18 de junio de 1856).

[55] Salvador Pié Ninot, “Hacia una eclesiología fundamental basada en el testimonio”, Revista Catalana de Teología IX (1984): 413.

[56] Pié Ninot, “Hacia una eclesiología”, 419-420.

[57] Patrick Granfield, “The Church as Societas Perfecta in the Schemata of Vatican I”, Church History, 48, nº 4 (1979): 431-446.

[58] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”. El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[59]Exposición del Capítulo Metropolitano de Lima a la Convención Nacional, Sobre la exclusión de los falsos cultos y sobre los derechos de libertad y de propiedad de la Iglesia”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 23 (15 de agosto de 1855).

[60]Influencia de la sociedad católica en la sociedad natural en cuanto á la autoridad. (Continuación)”, El Católico, Tomo IV, Año III, nº 191 (18 de abril de 1857).

[61] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[62] Sobre los sectores liberales y la relación con la Iglesia consultar: Sobrevilla, “El proyecto liberal”, 225-246; Alicia Del Águila, La ciudadanía corporativa. Política, constituciones y sufragio en el Perú (1821-1896) (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2013), capítulo 8; Iberico Ruiz, “La república católica”, 48-65.

[63] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[64] “La soberanía espiritual de la Iglesia (Continuación)”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 19 (8 de agosto de 1855).

[65] Émile Perreau-Saussine, “French Catholic political thought from the deconfessionalisation of the state of the recognition of religious freedom”, en Religion and the Political Imagination, eds. Ira Katznelson y Gareth Stedman Jones (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), 156.

[66]Exposición del Capítulo Metropolitano de Lima a la Convención Nacional, Sobre la exclusión de los falsos cultos y sobre los derechos de libertad y de propiedad de la Iglesia”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 23 (15 de agosto de 1855).

[67] Austen Ivereigh, “Introduction”, en The Politics of Religion in an Age of Revival, ed. Austen Ivereigh (Londres: Institute of Latin American Studies, University of London, 2000), 17.

[68]Exposición del Capítulo Metropolitano de Lima a la Convención Nacional, Sobre la exclusión de los falsos cultos y sobre los derechos de libertad y de propiedad de la Iglesia”, El Católico, Tomo I, Año I, nº 23 (15 de agosto de 1855).

[69] El versículo joánico dice: «Respondió Jesús [a Pilato]: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí».

[70]Incompatibilidad de las pretensiones de la curia romana con las libertades y derechos de las naciones. Por M.L.”, El Católico Cristiano, Año 1, nº 2 (19 de mayo de 1855).

[71] “Libertad de cultos”, El Católico Cristiano, Año 1, nº 2 (19 de mayo de 1855).

[72]Cual es el mal que amenaza de muerte a ciertas republicas hispano americanas y cual el remedio para extirparlo”, El Católico. Tomo 2, Año 2, nº 91 (19 de abril de 1856).

[73] Giovanni Iannettone, “Patriotismo y Devoción: La misión de Herrera en Roma”, en Bartolomé Herrera y su tiempo, ed. Fernán Altuve-Febres (Lima: Editorial Quinto Reino, 2010), 66.

[74]Exposición del Capítulo metropolitano de Lima á la Convencion Nacional”, El Católico. Tomo 1, Año 1, nº 26 (5 de setiembre de 1855). La exposición del Cabildo está firmada el 8 de agosto de 1855.

[75]Exposición del Capítulo metropolitano de Lima á la Convencion Nacional”, El Católico. Tomo 1, Año 1, nº 26 (5 de setiembre de 1855).

[76] “El Católico á los Convencionales”, El Católico. Tomo 1, Año 1, nº 51 (24 de noviembre de 1855).

[77] “El Católico á los liberales”, El Católico. Tomo 1, Año 1, nº 60 (27 de diciembre de 1855).

[78] José Casanova, Public Religions in the Modern World (Chicago: University of Chicago Press, 1994), 65-66, 217-219.

[79] Roberto Di Stefano, “¿De qué hablamos cuando decimos “Iglesia”? Reflexiones sobre el uso historiográfico de un término polisémico”, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, nº 1 (2012): 197-222.

[80] Antoine Chavasse, “L’ecclésiologie au Concile Vatican. L’infallibilité d’Église”, Revue des sciences religieuses, tomo 34, 2-4 (1960): 243-245.

[81] Para un estudio sobre las expresiones diversas del ultramontanismo, consultar: Jeffrey von Arx, ed., Varieties of Ultramontanism (Washington D.C.: The Catholic University of America Press, 1998).

[82] Sobre la escuela de teología romana, consultar Aubert, “La géographie ecclésiologique”, 32-35, 36-40.

[83] Margaret Anderson, “The Divisions of the Pope: The Catholic Revival and Europe’s Transition to Democracy”, en The Politics of Religion in an Age of Revival, ed. Austen Ivereigh (Londres: Institute of Latin American Studies, University of London, 2000), 32.