Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 14, (2023): 29-62.
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Estudios
La Iglesia y el relato histórico sobre la nación católica
uruguaya a principios del siglo XX
The Church
and the history of the Uruguayan Catholic nation at the beginning of the 20th
century
A Igreja e o relato histórico da nação católica uruguaia no início do século XX
Yanelin Brandon
Universidad de la República, Uruguay.
ORCID
iD: https://orcid.org/0009-0002-4643-5088
Recibido:
30/04/2023 - Aceptado: 25/08/2023
Resumen: El presente artículo analiza las concepciones sobre la nación y el Estado sostenidas por la Iglesia Católica entre 1900 y 1930. Con este fin, se abordan los discursos eclesiásticos en torno a los orígenes de la nación y la organización estatal a la luz de las tensiones particulares que la Iglesia y el Estado uruguayo atravesaron a principios de siglo. Las fuentes para esta investigación son los manuales de Historia escritos por el Hermano Damasceno (HD) y las pautas arzobispales publicadas en el Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Montevideo. Se busca reconstruir los significados de los conceptos de nación católica y Estado tutelar a partir de los condicionamientos que el proceso de secularización provocó en la Iglesia. La propuesta apunta a un estudio interdiscursivo que permita una lectura comparada de temas y enfoques recuperados por los autores con el fin de lograr el reconocimiento de la institución eclesiástica ante la nueva realidad jurídica surgida en 1919.
Palabras claves: Historia – Iglesia - nación católica – Estado
Abstract: This article analyzes the idea of the nation and
the State held by the Catholic Church between 1900 and 1930. For
that purpose, the ecclesiastical discourses on the origins of the nation
and the organization of the state are addressed in light of the particular
tensions that the Church and the Uruguayan State went through at the beginning
of the century. The sources for this research are the History manuals written
by Brother Damascene (BD) and the archiepiscopal guidelines published in the
Ecclesiastical Bulletin of the Archdiocese of Montevideo (in Spanish). The
article seeks to reconstruct the meanings of a Catholic nation and a tutelary
State from the conditioning that the secularization process caused in the
Church. The proposal aims at an inter-discursive study that allows a
comparative reading of the themes and approaches recovered by the authors in
order to achieve recognition of the ecclesiastical institution in the face of
the new legal reality that emerged in 1919..
Keywords: History – Church – Catholic nation
– State
Resumo: Este artigo analisa as concepções de nação e de Estado sustentadas pela Igreja Católica entre 1900 e 1930. Para tanto, abordam-se os discursos eclesiásticos sobre as origens da nação e da organização do Estado à luz das tensões particulares que a Igreja e pelo Estado uruguaio no início do século. As fontes para esta pesquisa são os manuais de História escritos pelo Irmão Damasceno (HD) e as orientações arquiepiscopais publicadas no Boletim Eclesiástico da Arquidiocese de Montevidéu. Busca reconstruir os sentidos dos conceitos de nação católica e Estado tutelar a partir do condicionamento que o processo de secularização provocou na Igreja. A proposta aponta para um estudo interdiscursivo que permita uma leitura comparativa de temas e abordagens recuperadas pelos autores a fim de alcançar o reconhecimento da instituição eclesiástica diante da nova realidade jurídica surgida em 1919.
Palavras-chave: História – Igreja – Nação católica – Estado
Introducción
El presente artículo analiza
las concepciones sobre la nación y el Estado sostenidas por la Iglesia Católica
entre 1900 y 1930. Se pretende abordar los discursos eclesiásticos a la luz de
las tensiones particulares que la Iglesia y el Estado uruguayo atravesaron a
principios de siglo. Las fuentes para esta investigación son las ediciones de
1913 y 1923 del Ensayo de Historia Patria
de HD y el Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Montevideo entre
1918 y 1930. El objetivo es observar los relatos acerca del rol de la religión
católica y los sacerdotes en el origen de la nación para dimensionar el lugar
que pretende ocupar la Iglesia en el nuevo Estado aconfesional.
El historiador Gerardo
Caetano plantea que en este período se produjo la gestación de dos matrices que
debatieron la cuestión nacional: la matriz abierta asociada al batllismo y la
cerrada o conservadora[1].
Esta indagación apunta a examinar los componentes que dieron significado a esta
segunda matriz desde el punto de vista eclesiástico. Al decir de Roger Chartier,
“cada serie de discursos debe ser comprendida en su especificidad… relacionada
con los principios de regularidad que la ordenan y la controlan”[2].
Con estas miras, y desde un análisis interdiscursivo de las narraciones, se propone
relevar los temas que aparecen con mayor recurrencia en los textos para dar
cuenta de los aspectos contemplados en la construcción de la matriz nacional
católica.
El arco cronológico del
abordaje cuenta con dos etapas claramente diferenciadas: 1) aborda los últimos
años del proceso de secularización hasta 1919, cuando la nueva constitución
nacional consagra la aconfesionalidad del Estado a través de su artículo 5[3];
2) incluye los primeros años en que la Iglesia debe pensarse a sí misma conviviendo
con un Estado que ya no reconoce al catolicismo como religión oficial. En todo
este período los manuales reconstruyeron la historia nacional a partir de la
presencia y/o ausencia de la Iglesia Católica en los relatos de los hechos que
marcaron la construcción de las nociones de nación, Estado y ciudadanía. Los
textos originados en el marco eclesiástico fueron los de HD, autor que no
realizaba cambios significativos en sus interpretaciones históricas más allá de
la numerosa cantidad de ediciones de sus libros.
Es dable recordar que
ya en 1901 Monseñor Mariano Soler advertía que el nuevo siglo acarrearía una
convivencia compleja entre la Iglesia y el Estado al señalar la mayor cercanía
entre “masones, liberales y protestantes”[4].
Para posicionarse frente a esta alianza, la Iglesia procuró la unión de la
nación católica a través del reconocimiento de su acción histórica en la
construcción de la patria. No era esta una preocupación menor en tiempos de
festejos de los centenarios de acontecimientos que marcaron la independencia
nacional cuando la institución buscaba que el Estado reconozca sus aportes.
En la academia se
debatían los orígenes de la nación uruguaya y el rol de la Iglesia en los
procesos históricos. El historiador Eduardo Acevedo Vásquez (1916) destacaba la
importancia de las invasiones inglesas en los movimientos revolucionarios por
la independencia mientras recordaba a la Iglesia por sus vínculos con el sector
conservador pro monárquico[5]. Estos
debates historiográficos junto al proceso secularizador fueron claves para que
la institución no fuera convocada por el Estado para las conmemoraciones.
Desde estos marcos, se
ha organizado el trabajo en tres apartados. En una primera instancia se
contextualiza la producción de los discursos históricos a estudiar para
establecer sus conexiones con la realidad percibida por la Iglesia. Posteriormente,
se abordan los relatos sobre los orígenes coloniales de la nación y la
participación de los sacerdotes a favor de la independencia. Por último, se
definen las características del Estado tutelar que desde el Boletín se aconseja
organizar para conservar la existencia de las corporaciones tradicionales de la
patria.
El proceso de secularización y la importancia de la educación católica
El proceso de
construcción institucional del Estado uruguayo de la segunda mitad del siglo
XIX fue paralelo a la reorganización estructural de la Iglesia Católica que
buscaba reafirmar su poder sobre los fieles y profesionalizar al clero nacional
bajo los lineamientos de Roma. En este período, se destaca la figura de
Monseñor Jacinto Vera –vicario apostólico desde 1859 y primer obispo de
Montevideo (1878-1881)- quien depositó su confianza en los padres jesuitas para
la creación y dirección del primer Seminario Conciliar y afianzó el vínculo de
la Iglesia local con la Santa Sede bajo el papado de Pío IX. Con el afán de
defender el propio ámbito de acción y en ello, de marcar los límites entre la
órbita política y sagrada, los enfrentamientos entre la Iglesia y el Estado
fueron frecuentes, especialmente en torno a la educación. La reforma escolar de
José Pedro Varela instrumentada a partir del Decreto-Ley de 1877 buscó
instituir una instrucción laica en las escuelas del Estado. Sin embargo, sólo
se logró que aquellos padres que no quisieran que sus hijos participaran de
rituales católicos tuvieran la libertad de no hacerlo[6].
Fue la resistencia católica la que determinó la aprobación de un texto con una
dirección diferente a la planteada originalmente.
El proceso de
secularización -entendido como confinamiento de lo religioso al ámbito privado[7]-
había generado reclamos eclesiásticos por la pérdida de varias de sus funciones
tradicionales. No obstante ello, las decisiones oficiales que encendían las
alarmas eran aquellas que no reconocían la autonomía eclesiástica en los
asuntos considerados internos. A finales del siglo XIX
se aprobaron leyes que disponían el control de sus casas (ley de conventos de
1885), que interferían en la vida familiar (ley de registro civil de 1879 y de
matrimonio civil de 1885) y se adoptaron medidas que limitaban el crecimiento
eclesiástico (el decreto de 1901 impedía el arribo de religiosos europeos al
país, no se designaron obispos en las sedes sufragáneas de Melo y Salto hasta
1919). A todo el ello, el triunfo electoral del batllismo profundizó el proceso
de reformas y restringió con mayor radicalidad el accionar de la Iglesia con la
creación de nuevas formas de instrumentación de la caridad, la secularización
de la asistencia pública[8]
(creación de la Asistencia Pública Nacional en 1910[9]) y
la eliminación de los contenidos religiosos en la educación de gestión estatal
(1909). Además, se aprobaron cambios que preocuparon a las familias católicas: la
ley de divorcio de 1907 y el control sobre la enseñanza de gestión eclesiástica
al designar al Dr. Serafín Ledesma como inspector (1908). Si bien el momento
culminante de este proceso fue la Constitución Nacional de 1919 que establecía
un Estado sin religión oficial, las críticas y debates en torno a la enseñanza
católica y el rol educador de sus miembros continuaron en la década de 1920[10].
El Estado batllista había dado los pasos necesarios para la expansión del
sistema educativo medio: liceos en las capitales departamentales, enseñanza secundaria
y preparatoria para mujeres, y liceos nocturnos para estudiantes trabajadores[11]. Con
una educación de gestión estatal gratuita en sus diferentes niveles, para el
ala radical del batllismo ya no debía existir una educación adoctrinante como
la que llevaba adelante la Iglesia[12].
El libro de Julio César Grauert y Pedro Ceruti Crosa sobre Los dogmas, la enseñanza y el Estado apuntaba a ello en 1927.
Para la Iglesia todo el
proceso de secularización era considerado regresivo dado que restringía su
accionar sobre las poblaciones en tiempos de aluvión inmigratorio. La pérdida
de espacios sólo podía acarrear intranquilidad y el auge de ideologías
extranjeras. Por estas razones, asumió como deber moral profundizar la unidad
cristiana y sobre todo, convocar a los fieles para visibilizar sus obras
sociales. En todo ello, la educación católica de los jóvenes fue una de sus
apuestas más importantes. Monseñor
Mariano Soler advertía en 1905 al clero sobre los peligros de la impiedad que “penetra
más profundamente en la juventud y en las masas populares, [ya que…] la
indiferencia religiosa extiende su dominio de una forma pavorosa hasta entre
los fieles”[13]. El
púlpito, las aulas católicas y los manuales surgidos de ellas debían mancomunar
el discurso eclesiástico para no perder fieles. El liderazgo arzobispal era
necesario para liderar este proceso pero el fallecimiento de Soler en 1908 fue
un duro golpe.
Desde el colegio
Sagrada Familia se empezaron a editar una serie de manuales para sus
estudiantes. Las autorías se repartieron entre los hermanos de acuerdo a sus
intereses, en el caso de los textos de Historia se encargó el Hermano
Damasceno. HD[14] llegó al
Uruguay desde su Francia natal en 1891 para ser parte de la misión educativa de
la congregación en el barrio de la Aguada. Desde su arribo se dedicó a la
actividad docente en primaria y en los cursos de ingreso a la universidad para
los que escribió textos de historia nacional en acuerdo a los contenidos que
trabajaba y a los programas oficialmente aprobados. Sus libros contaron con una
gran cantidad de ediciones, traspasando el ámbito de su colegio hacia otras
instituciones confesionales y de gestión estatal. Así publicó por la editorial Barreiro
y Ramos el Ensayo de Historia Patria (1901,
diez ediciones), el Curso de Historia
Patria (1903, el libro I tuvo catorce ediciones mientras que el libro II
alcanzó las dieciocho), la Cronología de
la Historia Patria (1913) y la Historia
Americana (1926). El Compendio de Historia Nacional fue
publicado por primera vez en 1943 por Monteverde y Palacio del Libro con un
total de cuatro ediciones, la última en el año que falleció su autor en 1957. Para
su elaboración lo guiaba la doble noción de constituirse en mediador y autor
que debía considerar el conocimiento histórico exigido en el ámbito académico y
las aspiraciones de la Iglesia Católica[15].
HD[16]
se formó académicamente dentro de la congregación. Los primeros dos años de
noviciado los cursó en la casa madre en Belley mientras que el resto de sus
estudios los continuó en el colegio. Las disciplinas exigidas eran: religión,
gramática y literatura, historia, matemática, geografía, ciencias, filosofía y
cultura estética[17]. Fueron
estos aprendizajes los que le permitieron llevar adelante su práctica de
enseñanza y su producción escrita.
Sus obras surgieron de
la necesidad de contar con manuales que se ajustaran a la población católica
del colegio en tiempos donde primaban los discursos secularizados y
positivistas sobre el devenir histórico del Uruguay. Debido al creciente
anticlericalismo los hermanos escribían sus libros bajo seudónimos para evitar
posibles críticas[18], en su caso asumió las siglas HD por las que
fue conocido en el ámbito cultural.
Los libros estaban
dedicados a relatar los procesos históricos nacionales desde los orígenes
coloniales hasta los años inmediatos a la edición. Los manuales cuentan con dos
tipos de letras: las de mayor tamaño son utilizadas para el cuerpo de texto
mientras que en las notas al pie puntualizaba datos e interpretaciones de los hechos
con una letra menor. Esta estructura permitía que sus libros pudieran ser
leídos en varios niveles educativos desde Educación Primaria a los cursos de
ingreso a la Universidad. Inspirado en los manuales franceses de Víctor Duruy,
el Abate Drioux, Gustavo Ducoudrey y Monseñor Daniel, utilizó lecturas y
testimonios, juicios críticos, presentación breve de debates historiográficos,
mapas y representaciones (copias de pinturas famosas e imágenes) que
reafirmaron o matizaron algunas de sus afirmaciones. De esta forma, el Ensayo de Historia Patria constituye una síntesis cronológica de la
historia política - militar cuyo objetivo principal consistía en plantear el
devenir del Uruguay desde sus orígenes coloniales hasta los tiempos
contemporáneos. Para ello, se presentan los acontecimientos de forma ordenada y
concatenada por lo que cada hecho tiene una o varias causas que explican el
proceder de los héroes nacionales en ellos. Por su parte, los sectores
subalternos son mostrados cual masa informe, obediente al caudillo por su
prédica y compromiso con el bien común.
Se han encontrado
indicios de la utilización de estos libros en liceos de gestión estatal. El
programa para primer año de Enseñanza Secundaria de 1912 proponía para la
historia nacional el “Compendio de Historia Patria” de HD –al que refería como
“Hermano Damián”-[19].
Años después, en las sugerencias de manuales para los programas de Secundaria
que aparecen en el informe de actuación de Claudio Williman de 1915, se
mencionan: el “Ensayo de Historia Patria de HP” para 1er año junto a otros
libros para otros cursos[20].
Por su parte, los liceos departamentales informaban en 1915 sobre la compra de
libros para sus bibliotecas, listado en el que aparecen veinte ejemplares de la
“Historia Patria de HD”[21].
Esta presencia de HD era observada con recelo por las autoridades pues la
producción de manuales para las aulas estatales era potestad de educadores y
académicos vinculados a su estructura institucional.
Por su parte, el Boletín Eclesiástico de
la Arquidiócesis surge a partir del interés de la Curia por contar con un medio
de información oficial. Iniciada su publicación en 1918, se editaba mensualmente
para dar a conocer a sacerdotes y hermanos las actividades realizadas en el
país, las directrices que llegaban desde Roma, y la situación y estrategias de
la Iglesia a nivel internacional[22]. Si
bien los diarios y las revistas católicas no eran nuevos -ya en la segunda
mitad del siglo XIX existían medios de prensa que ponían al corriente a la
población de los acontecimientos nacionales y las noticias eclesiásticas-, en
este caso se apuesta por un instrumento que buscaba instruir a la clerecía
acerca de las formas de actuar y de los discursos a brindar en las parroquias.
Los manuales de HD así
como el Boletín cuentan con contenido performativo dado que estructuran,
ordenan y sintetizan bajo la égida de una construcción de sentido oficialista. En
necesario mencionar que cada texto tiene su propio sentido: el manual según el investigador Agustín Escolano Benito
– fundador del Centro Internacional de la Cultura Escolar en España (CEINCE)- constituye
una “representación del conocimiento académico que las instituciones
transmiten, un cierto modelo reductivo de la ciencia y de la cultura dispuesto
conforme a los órdenes y géneros textuales identificados”[23].
De esta forma, no sólo son el resultado de las exigencias programáticas sino
también, reflejan al medio sociocultural que los aprueba y utiliza. Por otro
lado, la revista de la Curia tenía la función principal de actualizar la
información sobre los acontecimientos recientes y con ello, generar insumos
para la proyección de políticas eclesiásticas. No obstante ello, en tiempos de
festejos por los centenarios de la patria, los datos sobre los hechos
históricos a conmemorar eran recurrentes.
El relato sobre los orígenes de la patria
La historiadora
Ariadna Islas consigna que “la nación se conforma durante un proceso histórico
que tiene como premisa la constitución del Estado, siempre que se entienda
nación como un conjunto de ciudadanos regidos por las mismas leyes, que se
reconocen como tales y se vinculan por lazos de identidad como pertenecientes a
ella”[24]. A principios del siglo XX la cuestión
nacional se dirimía sobre matrices diferenciadas. Bajo la égida de una
concepción cosmopolita, los batllistas apostaban a formar una sociedad política
enlazada a su organización territorial sin tener en cuenta los diferentes
credos ni etnias sino proyectándose hacia la concreción de valores modernos[25]. Por su parte, la Iglesia mira hacia el pasado
sintiéndose partícipe de un origen colonial en el cual reconocía la preexistencia
de una nación católica pequeña pero ligada por sus valores cristianos y
relacionamiento social.
Desde la matriz
católica, la obra de HD narra los acontecimientos ordenados en tres etapas: la
colonia, la independencia y la república -no podemos dejar pasar por alto el
título del segundo apartado del libro en el cual rescata el objetivo de
independencia como tema relevante frente a otros posibles como revolución o
guerra-. Para trabajar los orígenes de la patria, su obra dedica varias páginas
a los dos períodos considerados clave: la colonia y la primera etapa
revolucionaria.
La sociedad colonial
de Montevideo, concebida desde una égida hispano católica, fue presentada a
través de los avatares de la vida cotidiana pautada por el accionar del Cabildo
y de las órdenes religiosas. En este marco, así como a los cabildantes les
correspondían las decisiones políticas, el clero se dedicaba a su misión
civilizadora, término que era asimilado a los logros de pacificación y
convivencia. De esta forma, se exaltaba la función educativa y disciplinadora
de la religión:
El pueblo español era esencialmente
religioso [...] A este pueblo guerrero y profundamente cristiano, pertenecían
la mayoría de los primeros vecinos de Montevideo.
Eran, pues, fervientes cristianos. Profesaban gran respeto y cariño a los
ministros de Dios, y asistían con una piedad ejemplar, lo mismo las autoridades
que el pueblo, a todas las fiestas religiosas que se celebraban en la noble
ciudad de San Felipe.[26]
Entre las órdenes
religiosas residentes HD destacó a franciscanos y jesuitas y en ellas
recuperaba la conquista pacífica basada en ideales católicos y la noción de
laboriosidad, valores necesarios para educar poblaciones prósperas. Para
cumplir con este fin, no sólo fue imprescindible el trabajo misional del clero
con los indígenas sino también la prédica en el púlpito, así como la obra
educativa en las escuelas. Estas actividades cotidianas hacían de la labor
eclesiástica una tarea fundamental para acompañar el orden impuesto por las
autoridades locales. Para el Hermano, el cabildo fue una institución clave dado
que allí “nació y se desarrolló el espíritu republicano en las colonias
españolas. Por ello, fueron llamados con razón la ‘cuna de la independencia”[27].
De esta forma se había constituido el binomio institucional que habría pautado
los orígenes de los ideales republicanos atravesados por el orden, la moral y
la participación política de sus habitantes.
En su obra se
comprueba la convivencia armónica entre sacerdotes y autoridades de gobierno en
los espacios públicos durante este período[28].
Más allá del trabajo en las reducciones, los curas fueron mostrados como
profesionales respetados por su misión, principalmente en su función
sacramental y de colaboración en la solución de los problemas de la ciudad. A los
franciscanos se los describió guiando pueblos indígenas, en la capellanía de la
guarnición militar, en la administración de escuelas y como educadores,
asistiendo a los fieles, celebrando misa y en actos de caridad. Por su parte, hasta
1767, los jesuitas fueron mostrados conciliando a las partes en levantamientos
armados de indígenas contra españoles, predicando la paz entre los pueblos,
dirigiendo y defendiendo las reducciones de indígenas.
En cuanto a la función
educativa y las actividades de caridad, HD recuperó las colaboraciones privadas
que asistieron al clero en la gestión. Fueron ejemplos de estos casos, la obra
de las Hermanas Domínicas en la instrucción gratuita de niñas, el Hospital de
Caridad promovido por Francisco Antonio Maciel -ciudadano católico y “padre de
los pobres”-, y el Hospicio de San Francisco creado por sacerdotes y legos de
esta orden (de esta última institución rescata los donativos de diversos
montevideanos y autoridades civiles, los que lograron hacer exitosa esta
experiencia y contribuir a que no se convirtiera en una carga para la ciudad).
En todas estas
actividades, las órdenes religiosas no se mostraban formando parte del
entramado político ni eclesial –ni diocesano, ni virreinal, tampoco
estatal-español, mucho menos dentro de la estructura eclesiástica pontificia-.
En todo caso, la clerecía se adaptaba a los desafíos locales y se ajustaba a
las autoridades españolas sin una dependencia clara ni concreta en el relato.
El patronato real parecía no existir y la división entre las esferas del poder
político y sagrado funcionaba sin mayores dificultades.
Este espacio de
convivencia se vio interrumpido por el proceso de revolución de independencia
donde el relato cronológico pauta el devenir de los acontecimientos. En este
derrotero, la liturgia de la Iglesia (celebraciones religiosas, las misas y la
administración de sacramentos) y la acción de sus colectivos observan un
notorio descenso en su presencia discursiva. Cauteloso en el relato, HD
desdibuja al clero en el acontecer revolucionario mientras que lo inserta en
aquellos acontecimientos que implican el diálogo, la negociación, la
representación del pueblo o la demostración de un gesto ilustre.
Por su parte, la
Iglesia ya no está representada por sus órdenes sino por sus individualidades,
actuando no como representantes eclesiásticos sino en su compromiso político de
colaboración con su localidad y en comunión con el tejido social de su comunidad.
A partir de ello, se describe a los sacerdotes en su adhesión al régimen
españolista o en su opción revolucionaria, asumiendo la responsabilidad de interpretar
los intereses de sus ciudades y de convertirse en delegados de sus feligreses. En
este sentido, se resquebraja el pacto político eclesiástico, para los
historiadores Roberto Di Stefano y Loris Zanatta se quiebra el “régimen de
cristiandad” instituido durante la colonia y resquebrajado durante las
invasiones inglesas[29].
En este marco, el
obispo de Buenos Aires, Benito Lué y Riega (1753-1812) fue recordado en su
opción conservadora a través de su discurso en el cabildo abierto del 22 de
mayo de 1810: “mientras existiera en España un pedazo de tierra mandado por
españoles, ese pedazo de tierra debía mandar en las Américas; y mientras
hubiera un solo español en las Américas, ese español debía mandar a los
americanos”[30]. Para
Damasceno, esta era una declaración que no representaba a los miembros de la
Iglesia rioplatense sino constituía un gesto que demostraba la distancia entre
la autoridad diocesana y la mayoría de sus subalternos.
Contrariamente a esta
postura, relata el accionar del clero en la región y la Banda Oriental quienes
no se sintieron llamados a cumplir con el mensaje político de la autoridad
diocesana. De esta forma menciona el compromiso revolucionario de los
franciscanos con el artiguismo, situación que había provocado la expulsión de la
orden de la ciudad de Montevideo por el virrey Francisco Javier de Elío el 24
de mayo de 1811: “eran decididos partidarios de la Revolución, y la ayudaban en
cuanto podían haciendo propaganda secreta y mandando aviso a los libertadores
de lo que ocurría en la ciudad”[31].
El estallido
revolucionario encontró a los jesuitas prohibidos en el territorio
hispanoamericano, situación que en su interpretación, perjudicó profundamente a
la causa monárquica. El autor sostenía que si los jesuitas no hubieran sido
expulsados del territorio de las Misiones Orientales en 1767 por decisión de
Carlos III, los españoles hubieran contado con una congregación que les hubiera
sido fiel a su causa. De esta forma, coloca en un sitial de particular
relevancia al exilio del reino español, decisión que finalmente afectó el
desenlace revolucionario. La ausencia de los jesuitas les impidió a los
españolistas contar con un ejército de indígenas misioneros, “así perdió el Gobierno español 30.000
soldados obedientes, aguerridos y fieles hasta la muerte…”[32].
Entre las figuras con
trascendencia regional destaca al Deán Gregorio Funes (1749 – 1830), mencionado
en el relato en su calidad de representante de Córdoba. A Funes se lo localiza
en Buenos Aires a finales de 1810 por motivo de su participación en el gobierno
revolucionario junto a otros once diputados de las provincias. La dirigencia
porteña -enfrentada entre saavedristas y morenistas (bandos políticos formados
a partir de los liderazgos de Cornelio Saavedra y Mariano Moreno)-, debatió el lugar que estos
líderes tendrían en el gobierno de la Junta de Buenos Aires, defendiendo Mariano
Moreno el derecho de estos representantes a integrar el Poder Legislativo. El
Deán rebatió esta propuesta sosteniendo que era necesaria la participación de
los doce en el gobierno de la Junta, posición que triunfó finalmente –sin
contar con delegados de la Banda Oriental- y con ello, la defensa por la
descentralización de la representación política[33].
Otro aporte de Funes, no mencionado por Damasceno, fue su alegato a favor del
ejercicio del patronato por la Junta porteña, declaración realizada junto a
Juan Luis de Aguirre bajo criterios regalistas[34].
El fallecimiento de Moreno y la asonada del 6 de abril de 1811 fueron los
motivos recuperados para explicar el ascenso de Saavedra al poder, teniendo
como consejero a Funes.
La centralización y
descentralización del poder nuevamente toma protagonismo al exponer la
actividad en la Banda Oriental del Padre “patriota” José Manuel Pérez
Castellano (1734-1814) en el Cabildo abierto de 1808, cuando Montevideo se
separó del gobierno político de Buenos Aires. En este sentido, el sacerdote
fundamentaba la fórmula revolucionaria en carta al Obispo:
Los españoles americanos somos hermanos de los españoles de Europa… Los de allí, viéndose privados de nuestro muy amado Rey el señor don Fernando VII, han tenido facultades para proveer su seguridad y defender los imprescriptibles derechos de la Corona, creando juntas de gobierno que han sido la salvación de la patria y creándolas casi a un mismo tiempo y como inspiración divina. Lo mismo sin duda podemos hacer nosotros, pues somos igualmente libres.[35]
Disuelta la Junta de
Montevideo, aborda la creación del Partido Nacional por parte de un grupo de
patriotas entre los que figuraban Fray José Benito Lamas (1787 – 1857) y el
cura de Florida Santiago Figueredo (1781 – 1832), a ellos se fueron sumando otros
sacerdotes destacados: Dámaso Antonio Larrañaga (1771 – 1848) junto a párrocos
de Colonia, Paysandú, Canelones y San José. En el otro bando, se encontraban
los realistas representados por el madrileño Fray Cirilo de Almeida y Brea
(1781 – 1872) quien fuera encargado de la redacción de “La Gaceta” hasta la
rendición de Montevideo en 1814[36].
Es de notar que escaso número de sacerdotes citados en el bando realista.
Los acontecimientos
históricos fueron interpretados entonces, a manera de lucha entre quienes se
identificaban con el bien común de la patria bajo una lógica descentralizadora
-los miembros del clero estaban en este sector-, y aquellos orientales o
extranjeros que detentaban aspiraciones centralizadoras -los portugueses (y
luego brasileros), el gobierno de Buenos Aires, la Logia Lautaro[37] y los caudillos locales atraídos por estas
influencias-. En esta puja, estaban en juego dos preocupaciones centrales para
la Iglesia a principios del siglo XX: 1) el respeto a las instituciones locales
que existían previamente a la conformación del Estado. A su entender, apostar a
los centralismos gubernamentales no permitía el libre funcionamiento de las
corporaciones tradicionales que identificaban a los pueblos. 2) el sentido de
la libertad, concepto en disputa entre liberales y la Iglesia. Para los liberales
el despliegue de la libertad individual era pilar fundamental del crecimiento
de las naciones. Las autoridades católicas sostenían que el individuo debía
entender su libertad en el entramado comunitario por lo que el bien común debía
ser el objetivo de las personas que integran la nación. De esta forma, la guía
sacerdotal era imprescindible para mantener los valores convivenciales que
sostenían la unidad de la sociedad[38].
Vinculados al proyecto
político artiguista de descentralización, cinco de los delegados orientales a
la Asamblea Constituyente de 1813 de Buenos Aires eran miembros del clero (en
un total de seis). Esta cantidad sufrió variaciones, dado que el presbítero D.
Dámaso Gómez Fonseca (1763 – 1829) había sido elegido anteriormente, sin el
concurso del prócer. Para describirlos, HD permite que el historiador Héctor
Miranda[39]
se convierta en la voz de reconocimiento, una forma de darle voz a la academia en
el destaque de la labor clerical. Los delegados son presentados en el siguiente
orden: Dámaso Antonio Larrañaga, Francisco Bruno de Rivarola (1752 – 1825), los
presbíteros Mateo Vidal (montevideano, 1780 - 1855) y Marcos Salcedo (“argentino”)
–a ellos se sumó un oriental con formación militar, Felipe Cardoso-. Para HD
estos cuatro integrantes de la Iglesia “sabían hermanar el amor a Dios, base de
todos los amores, con el amor a la Patria, para producir el más sólido y
verdadero de los patriotismos”[40].
Entre los datos
biográficos Héctor Miranda recupera la figura de Larrañaga. Menciona su origen
montevideano y sus estudios en el Colegio de los Padres Franciscanos para
remitirse tangencialmente a otros cursos sin referir a las instituciones ni a
las fechas en que por ellas transitó, pero sí a las ciudades donde se formó:
Buenos Aires y Córdoba. La ordenación de Presbítero fue conseguida en Río de
Janeiro (sin mencionar la autoridad que brindó el reconocimiento). Entre su
actividad política sintetiza la capellanía del ejército montevideano en la
reconquista, fue miembro del cabildo abierto de 1808 y participante de la Junta
de Gobierno surgida en ese año. Su curiosidad científica y sus conocimientos
sobre la naturaleza fueron otros motivos de destaque. El sacerdote Francisco
Bruno de Rivarola, oriundo de Buenos Aires, fue reconocido por su lazo de
amistad con el prócer uruguayo y su función de informante de las circunstancias
políticas porteñas. Por su parte, de los presbíteros Mateo Vidal y Bruno
Salcedo, Miranda brinda muy pocas referencias revolucionarias debido a su
escasa trayectoria hasta 1813. En el texto de HD este aspecto es considerado
sustancial para comprender la falta de real compromiso de Salcedo por la causa
descentralizadora al aceptar ser delegado por el Congreso de la Capilla Maciel.
El auge del artiguismo
entre 1815 y 1816 fue estudiado desde dos focos de atención: el pueblo de
Purificación y Montevideo. En ambos espacios se organizaron las autoridades
(Artigas / Cabildo-Fernando Otorgués/Miguel Barreiro) a partir del
establecimiento del orden que permitió el asentamiento y cierto crecimiento de
las localidades. En los dos lugares, el acompañamiento de los miembros del
clero al proyecto artiguista estuvo vinculado a la educación: la creación de la
Biblioteca Nacional y las escuelas de la patria. En el Ensayo se resaltó particularmente la figura de Pérez Castellano por
la donación en diciembre de 1814 de su biblioteca, de una construcción y las
rentas para la biblioteca pública. Colaborador en el proyecto, Dámaso Antonio
Larrañaga se convirtió en su primer director.
La escuela de
Purificación gestionada por Fray Benito Lamas, fue observada con éxito a través
de las apreciaciones del Cabildo de Montevideo. La ciudad había expulsado a los
franciscanos y con ello se redujo el número de aulas. La escuela pública que
funcionaba era la del maestro Pagola, muy criticado por implementar “doctrinas
contrarias al sistema”. Por este
motivo, se solicitó a Lamas que sustituyera a este maestro[41].
Para documentar esta solicitud, HD cita parte de la carta de Artigas al Cabildo
fechada el 12 de noviembre 1816 y recuperada por Isidoro de María, autor de
quien transcribe las apreciaciones finales que se adjuntan al documento:
Irán los Reverendos Padres Otazú y Lamas, en virtud de la utilidad que V.S. manifiesta en el informe… Y, sin embargo de serme tan preciosos para la administración del pasto espiritual de los pueblos que carecen de Sacerdotes, me desprendo de ellos porque son útiles a ese pueblo, ya que V.S. manifiesta la importancia que ellos darán al entusiasmo patriótico. Si el Padre Lamas es útil para la escuela pública, colóquesele y exhórtesele al Reverendo Guardián y a los demás Sacerdotes de ese pueblo para que en los púlpitos convenzan de la legitimidad de nuestra justa causa, animando a su adhesión, y con su influjo penetren a los hombres de más alto entusiasmo para sostener su libertad […] la escuela que también se llamó de la Patria, uniendo a la enseñanza de las primeras letras, la educación cívica, el amor a la libertad y al suelo patrio, que tuvo un apóstol ferviente e instruído en el Padre Lamas.[42]
En el texto de HD, la
religiosidad de José Gervasio Artigas adquiere relevancia en varios momentos de
su vida: en su educación franciscana, por el asesoramiento que solicita a sacerdotes
durante la revolución y porque asigna a eclesiásticos obras culturales y
educativas. Posteriormente, puede ser percibida en el Paraguay, tiempo en el
que demostró caridad cristiana hacia sus contemporáneos. Es de aclarar que
estas descripciones no se realizan para otros caudillos.
Con la invasión portuguesa
y el dominio luso-brasileño los sacerdotes desaparecen del relato que adquiere
un fuerte contenido militar. El recibimiento de Federico Lecor fue enfocado en
los actos del cabildo de Montevideo, mientras sintéticamente refiere al Te Deum
en el templo mayor por la incorporación de la provincia al Reino de Portugal.
En los tiempos de la Cisplatina los miembros de la Iglesia parecen no haber
participado en la política, siendo solamente nombrado en esta etapa Dámaso
Antonio Larrañaga por su voluntad de unirse a Portugal y su participación en el
Congreso[43].
Hacia el final del
capítulo dedicado a la independencia en la edición de 1923, HD realizó
puntualizaciones específicas correspondientes a la Iglesia y al movimiento
revolucionario. En la síntesis destacó la necesidad de independencia del clero
oriental de la diócesis de Buenos Aires[44]
recuperando el nombramiento de Larrañaga como vicario de Montevideo a partir de
1824 tras la visita de Monseñor Muzzi a la ciudad. Esta consagración se vio
reafirmada en la víspera de la Jura de la Constitución el 17 de julio de 1830,
cuando la Asamblea segregaba por ley la Iglesia nacional de la de Buenos Aires[45].
Asimismo, remarcó la
acción militante de los curas durante el proceso revolucionario artiguista para
lo que citó un artículo publicado en el diario “El Bien” por el historiador
Raúl Montero Bustamante.
La Historia – dice- ha sido ingrata con ese poderoso factor de la independencia nacional. El clero patricio que confundió sus abnegados y heroicos esfuerzos con los de los guerreros, espera aún su reivindicación. En los análisis biográficos donde se narran las acciones de nuestro romancero heroico, hay muchas páginas en blanco que llenar con los nombres de aquellos ministros de Dios, cuyas manos ungidas ayudaron a modelar en el barro primitivo las formas de la Patria Oriental. […] En realidad, ellos fueron los precursores; antes que los caudillos y los guerreros convulsionaran la campaña de la tranquila colonia, su palabra, su influencia, su consejo, habían labrado el espíritu de las masas. El clero patricio reclama esa gloria; él fue el factor que preparó la tierra donde había de germinar la libertad. Artigas y sus jefes encontraron en ellos sus aliados y sus hermanos de ideal.[46]
De esta forma, se comienza
a recuperar la acción revolucionaria de quienes utilizaron sus púlpitos como
escenarios de discursos por la libertad, entre ellos rememora al vicario Tomás
Gomensoro y el domínico Fray Marcelino Pelliza en Soriano; el cura vicario de
Guadalupe (Canelones) Doctor José Valentín Gómez; el oriental Don Santiago
Figueredo del curato de Florida; el presbítero Silverio Antonio Martínez y Don
Ignacio Maestre de Paysandú; Gregorio Gómez en San José; Juan José Jimenez en
Minas; Enrique Peña en Colonia; el capellán del primer ejército oriental
presbítero Manuel Antonio Fernández; Fray José Benito Lamas; el Padre
Larrañaga; Manuel Pérez Castellano, Manuel Barreiro; los capellanes presbítero
Gadea y el Padre Martínez; junto a una nueva generación de sacerdotes que
acompañaron el proceso de 1825 entre los que menciona a Larrobla (presidente en
la Asamblea de Representantes de la Florida), Torres Leiva, Solano García,
Feliciano Rodríguez, Lorenzo Antonio Fernández, que junto a los que ya contaban
con experiencia desde las primera horas revolucionarias como Jimenez y Gadea,
Redruello, Larrañaga y Lamas, acompañaron a los líderes de la independencia.
Asimismo, Montero Bustamante apunta que
no deben olvidarse “otros nombres aún de sacerdotes ignorados, que junto con la
palabra de Dios, sembraron la idea de la patria en las masas campesinas de la
tierra uruguaya”[47].
Entre ellos se
reconoce además la acción de Fray Juan de Ascarza que, durante el asedio a
Montevideo por José Rondeau en 1814 y al vivir la ciudad una situación de
emergencia alimentaria, pidió limosnas entre las familias para obras de caridad
auxiliando de esta forma a 3000 personas con alimentos[48].
Estas páginas
relativas a las actividades desplegadas por los sacerdotes en el proceso
revolucionario, vienen acompañadas del recuerdo de la Jura de la Constitución
en Montevideo el 18 de julio de 1830. Entonces, los militares desfilaban en el
acto celebrado y realizaban el gesto de besar el símbolo de la religión
cristiana que en palabras de HD “en aquel solemne y conmovedor instante
histórico era también símbolo augusto de la redención de la patria del inmortal
Artigas”[49].
En las conmemoraciones
organizadas para festejar el centenario de la patria, la Iglesia exigió ser
reconocida como institución en el devenir de la historia nacional, mientras
reconfiguraba su identidad católica en el marco del alejamiento de la oficialidad.
La relevancia que brinda HD al clero patriota en la edición de 1923 es mayor
que en 1913. De una edición a otra agrega a los miembros de la Iglesia que
participaron en la Asamblea Constituyente, añade un apartado sobre la
religiosidad de Artigas y el listado de curas que acompañaron el proceso
revolucionario. En 1913 cerraba el capítulo independentista solamente con la biografía
de Pérez Castellano como ejemplo de sacerdote patriota.
La narración de
Damasceno tiene su correlato en los discursos históricos que el arzobispado de
Montevideo realizaba en la década de 1920.
El Boletín Eclesiástico publica las orientaciones que Monseñor Aragone pauta
para los sacerdotes y hermanos. La
prédica aparece en diversas oportunidades desde 1919, siendo la exhortación
arzobispal de mayo de 1925 un documento clave para el abordaje de las
conmemoraciones por los Centenarios entre 1925 y 1930.
La revista rememoraba el liderazgo de José
Artigas y su triunfo en la batalla de Las Piedras en 1811, la hazaña de los
Treinta y Tres orientales, la Asamblea del 25 de agosto de 1825 y las batallas
de Rincón[50] y
Sarandí (1825). Además, subrayaba la importancia de la Constitución de 1830, un
“documento admirable por su patriotismo y sensatez”[51].
La fecha del 25 de agosto[52]
fue especialmente recuperada todos los años durante los fastos por los cien
años, como una instancia especial, no sólo por su contenido declarativo, sino
como motivo de valoración de la acción pública del clero patriota.
Esa página luminosa de nuestra historia, que es, y será siempre, un timbre de legítimo orgullo para los hijos de Uruguay, lo es también, doblemente, para nosotros, Sacerdotes, y para toda la familia cristiana; porque así como es verdad innegable que el sacerdocio católico fué siempre el más poderoso auxiliar en todos los prolegómenos de la independencia americana, así también es una verdad incontrastable que nadie podrá borrar jamás de la memoria y del corazón de los orientales, la figura simpática del Presbítero Larrobla, que presidió en el local del curato de Florida, la inolvidable asamblea del 25 de agosto de 1825.[53]
En este sentido, Aragone sostenía en 1925
que la República “sintió, en grado quizás superior a otros pueblos del
continente, el influjo poderoso e irresistible de la Iglesia, al realizarse el
largo y difícil proceso de su emancipación”[54].
Prueba de sus palabras, era el papel adoptado por el púlpito durante la
revolución.
casi todos los miembros del clero secular y regular de esos tiempos heroicos fueron los voceros de los derechos del pueblo al goce de su soberanía; ellos eran quienes conservaban vivo y ardiente el fuego del patriotismo, y, en las parroquias y en los conventos, se realizaban frecuentes reuniones patrióticas, productoras de gérmenes de libertad.[55]
En su mensaje, el
arzobispo reclamaba el reconocimiento de los curas de la patria dado que eran
ellos quienes habían logrado unir a los héroes con la población a través de los
mensajes parroquiales y su compromiso político con la independencia. Si bien en
el Boletín no se menciona la tradición colonial ni las identidades en ella
gestadas, se pueden visualizar sus resabios a través de la acción comunitaria del
clero. Asimismo, su colaboración con los héroes y la independencia les aseguró
a los caudillos contar con una feligresía que luchaba junto a ellos.
Con motivo de la conmemoración de los
cincuenta años de creación de la diócesis de Montevideo en 1928, se decretaba
la entronización de la patria al Sagrado Corazón de Jesús[56]-ceremonia
celebrada el 28 de octubre en el santuario del Cerrito de la Victoria-; además
se festejaban los cincuenta años del diario “El Bien Público”[57] y
se celebraba el tercer centenario de los tres proto mártires jesuitas del
Uruguay, Roque González de Santa Cruz, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo[58].
Su exclusión de los
fastos estatales por el Centenario de la Constitución del 1830 motivó el
reclamo de la Iglesia. La Pastoral de abril acusaba de sectarios a quienes la
desvinculaban de la enseñanza del compromiso patriótico. Monseñor Aragone
reivindicaba a la institución como garante del orden y la moral, de la grandeza
social y de las instituciones patrias, por lo que apelaba a la historia
nacional para demostrar estos principios[59].
Unos meses después, en febrero de 1931, se refería nuevamente a este tema al
señalar: “el amor patrio, en efecto, es una virtud religiosa más aún; el
católico de verdad es el modelo perfecto del patriota”[60].
La constitución de
1830 concretaba la formación de una república que aceptaba como religión
oficial al catolicismo. En el discurso eclesiástico, los constituyentes reconocieron
la importancia de la religión en la formación nacional y los aportes del clero
en el proceso histórico. Participar de los festejos estatales por su centenario
era una forma de consolidar su interpretación histórica pero esto no aconteció.
Un Estado tutelar para la nación católica
La Iglesia Católica
sostenía que las personas debían ser educadas desde una concepción integral que
abarcara lo racional y lo trascendente. Este principio constituía un pilar
argumentativo en su idea de que la escuela debía mantenerse bajo la égida eclesiástica.
Los valores católicos constituían guías universales que escapaban a la voluntad
de los hombres dado que eran inherentes al mundo y juzgados por Dios (derecho
natural y divino). Desde esta interpretación, “solo buenos cristianos son
ciudadanos buenos, leales, verdaderos amantes de la patria”[61].
Asimismo, HD
puntualizaba en el Ensayo de 1923 que
todos los avances en materia intelectual y artística generarían progreso para
el país siempre que estuvieran guiados por la moral y la religión. De otra
forma, podrían convertirse en factores disgregadores de la nación[62].
“No lo olviden nuestros gobernantes, y por más que la nueva Constitución haya sancionado la separación de la Iglesia y el Estado, sepan que no podrán impunemente separarse de Dios, prescindir de Él”.[63]
Con el fin de preparar
a las juventudes católicas, en el Boletín de la Curia de setiembre y octubre de
1919 se declaraban una serie de directrices para sacerdotes y hermanos en el
marco del Estado aconfesional. Los objetivos consistían en impulsar la
instrucción religiosa, la liturgia y la historia de la Iglesia, itinerarios de
formación que preparaban para los nuevos tiempos.
De este modo, se consignaba:
Si la cristianización de la escuela ha de ser completa, ha de comprender no sólo la enseñanza del Catecismo y la Historia Sagrada, sino también la de la Liturgia.[64]
Catecismo en las escuelas, dada la importancia de la materia, la necesidad de los tiempos y la práctica de los buenos colegios católicos, debe ser diaria, y por tanto, estar a cargo del maestro… se establece la instrucción semanal de Religión, como un complemento de la enseñanza del maestro, como un trabajo de inspección, por el cual el Párroco vea el estado de preparación religiosa de su escuela.[65]
una instrucción religiosa razonada y consciente para nuestros alumnos mayores, que los pongan en condiciones de defender su fe, y no los entreguen desarmados a merced de las burlas y objeciones del primer charlatán de erudición.[66]
Todas estas pautas
respondían a la preocupación por la expansión de los discursos seculares en los colegios
católicos. Para el arzobispado era imperioso que las instituciones
administradas por eclesiásticos asumieran el despliegue de su confesionalidad y
que esto, definiera su perfil en la sociedad. Sin embargo, la formación
universitaria de los profesores tenía un claro perfil secular que intranquilizaba
a las autoridades por la escasa o nula presencia de lo trascendente en ella–
este era el principal motivo de la arremetida secularizadora, según el
Boletín-, situación que se había extendido aún entre quienes habían asumido
votos sacerdotales, a los que se les acusaba de haber perdido el “celo de los
apóstoles”[67].
no contentos con haber recibido de la Universidad oficial los grados académicos (cosa muy de loar) han copiado de ella la manera de sentir y de pensar en materia de enseñanza, y el espíritu y el alma esencialmente laicos, en el sentido que hoy se da a esa palabra.[68]
A este problema, se
agregaba la inquietud de la Curia por la falta de vocaciones frente a la nueva
realidad (la cantidad de jóvenes que renegaban de su fe católica y los ataques
a la Iglesia por parte de legisladores y tribunales, profesores universitarios
y la prensa anticlerical, eran vistos como causales). El contexto era analizado
en clave de crisis por la pérdida de fe, los “vicios” y corrupción de
costumbres. Para aplacar estos “males” los espacios católicos debían cumplir el
rol fundamental de apostar a la moral y la virtud[69].
Para ello, los colegios eran lugares privilegiados de formación, su escasez se
convertía en un gran escollo para el avance del movimiento católico.
Una de las principales
dificultades de la arquidiócesis eran los magros recursos económicos, dado que
la mayor parte del dinero obtenido era destinado al arreglo y sostenimiento de
los templos. Esta situación generó convocatorias a los fieles pudientes, a
quienes se invitaba a donar bienes y dinero al Consejo Escolar Arquidiocesano
para la fundación de escuelas católicas. Las obras eran consideradas lugares de
preservación del cristianismo que los padres habían inculcado a sus hijos
durante la primera infancia. El Visitador Apostólico José Johannemann,
estimulaba las donaciones para los institutos educativos católicos en 1919:
ahí tenéis los frutos de las escuelas sin Dios, donde se forman esos hombres sin fe ni ley, degenerados que obran tan sólo al impulso del egoísmo más ruin y cruel, dominados por sus pasiones. Desprendéos carísimos fieles, generosamente, de alguna ofrenda para la fundación y sostenimiento de escuelas católicas, para que, en no lejano tiempo, no venga la anarquía, el socialismo o maximalismo, a despojaros de todos vuestros bienes, triste suerte que han corrido millares y millares de acaudalados en Europa y condenados, con sus familias, a la más lúgubre miseria. Con lo que dáis, para escuelas católica, aseguráis vuestra propia posición y fortuna, a más de hacer una obra en beneficio de la niñez, obra de la más caras al corazón de Jesús, el cual os la premiará, en esta vida, bendiciendo y aumentando vuestros bienes y riquezas, y seguramente, con mucha más abundancia en la eternidad.[70]
Los objetivos de la
Curia durante la década de 1920 apuntaban a: 1) Evitar el indiferentismo
religioso de los jóvenes y adultos que, lejos del hogar y de las obras
católicas, no contaban con la instrucción religiosa que le permitiera defender
su fe en el ámbito secular; 2) Promover el despliegue de la libertad que le
permita salvar a la escuela del monopolio estatal; y 3) Organizar a la Iglesia
en la nueva realidad jurídica.
Para obtener estos
logros, se proponía instrumentar la instrucción religiosa en los jóvenes, entre
quienes se apostaba al “estudio de los dogmas y de la moral y estudio de la
apologética, a los cuales es necesario añadir como complemento indispensable,
el estudio de la historia eclesiástica y de la Sagrada Escritura”[71].
De esta manera, se contaría con defensores de la religión y la Iglesia en la
universidad, en los trabajos y en la arena pública.
Cobraba valor el
rescate de la obra misional de la Iglesia como forma de inculcar la moral
católica y el evangelio en las sociedades. Así, se recuperaba la organización y
el trabajo de los misioneros efectuada durante la conquista y colonización del
continente. Las Misiones jesuitas y la acción de los frailes franciscanos se
mostraron como ejemplos a seguir por considerarse focos de civilización
católica[72]. Estos
modelos junto a la enseñanza en las instituciones educativas eclesiásticas eran
formas de difundir el amor a la patria como una manera de amor a Dios:
Debemos amar a la Patria después de Dios, y por los mismos motivos que nos obligan al amor de Dios, ya que la Patria es algo más que la extensión territorial circunscripta dentro de ciertos límites… es algo más que las riquezas que su suelo produce; algo más que sus industrias, por florecientes que ellas sean, y más que sus artes y su comercio y su producción: la Patria es el consorcio civil de un pueblo, viviendo de asiento dentro de determinados límites, y cuyo patrimonio más precioso lo constituyen gloriosas tradiciones, grandezas y triunfos y aun humillaciones y derrotas, en una palabra, el conjunto moral formado por el desarrollo de los hechos, cuyo encadenamiento providencial forma el gran protocolo de ese pueblo, o mejor dicho, su historia.[73]
La tradición de los pueblos tenía para la
Curia un peso sustancial en la interpretación de la evolución histórica frente
a ideologías foráneas tales como el liberalismo y el marxismo. Al primero se lo
criticaba por su individualismo y la concepción del Estado cual representación
absoluta de la voluntad colectiva reglamentada bajo el criterio de utilidad
pública. El marxismo era considerado una ideología determinista y cerrada dado
que no dejaba lugar a la libertad, al entender la evolución de la humanidad
como un sistema que contenía los “gérmenes y condiciones para el desarrollo
fatal de la consiguiente”[74]. A
nivel nacional, se reconocía que el estatismo batllista y su política educativa
cosmopolita habían trazado un camino de repliegue eclesiástico con graves
consecuencias para la cohesión social.
La Iglesia interpretó
el mundo desde una construcción histórica organicista de la sociedad en acuerdo
con la razón, el derecho natural y las propias “enseñanzas de la Historia”[75].
Así, partió del individuo y su tendencia a la vida comunitaria para entender
los orígenes del hogar y los municipios. Luego de estas organizaciones locales,
se creó el Estado como forma nueva “no para absorber, sino para tutelar y
robustecer más y más la vida de las formas anteriores. En esto está toda su
forma de ser y es éste el único título de sus derechos”[76].
De este modo, se reconstruye la evolución socio-política a partir de diversos
niveles, en donde cada uno de ellos incorpora a su predecesor bajo una
estructura orgánica: el individuo construye su vida junto a otro en el hogar,
el municipio congrega a una serie de familias en su territorio, el paso del
tiempo y el progreso contactó municipalidades y entrelazó la región bajo
intereses comunes pero de orden superior que forjaron la construcción del
Estado[77].
Para la Curia, el
protestantismo y luego la revolución francesa, habían motivado la pérdida de derechos familiares a
favor del Estado[78]. El
liberalismo continuó en esta senda a través de la “moral laica” y el “Estado
soberano”. Partícipe de esta evolución, Francia se había convertido en un mal
modelo a seguir, siendo la ley de divorcio un ejemplo claro de ello[79]
dado que quebraba el hogar, base fundamental de la estructura organicista.
Estos movimientos e ideologías actuaron como efectos disolventes de la unidad
social lograda por la Iglesia desde tiempos medievales.
En el nuevo marco
jurídico era necesario el reconocimiento por parte del Estado de los derechos
de la familia, del municipio y de la región para restringir su ámbito de acción
y evitar los monopolios. A la Curia le competía organizar a los fieles en
función de los ideales cristianos de familia, escuela y propiedad[80].
En esta senda, se había consagrado la patria al Sagrado Corazón de Jesús en
1918 y se realizaban las procesiones del Corpus Christi como agradecimiento
público al Jesús sacramentado.
El Boletín reclamaba
en 1924 la función supletoria del Estado en materia educativa, la libertad de
enseñanza para las instituciones de gestión eclesiástica, el reparto
proporcional de los ingresos estatales percibidos para la educación y la
proscripción de monopolios en centros educativos, grados académicos y diplomas
de capacitación, textos y programas[81]. Por
estos años la enseñanza de gestión católica era cuestionada por su dogmatismo y
algunos sectores reclamaban la instrumentación del monopolio estatal en materia
educativa. Los batllistas Julio César Grauert y Pedro Ceruti Crosa (1927)
denunciaron a las instituciones confesionales por proselitismo. Con este fin,
enumeraron la importante cantidad de horas semanales dedicadas a la enseñanza
“tendenciosa”, a los sermones en la iglesia, el tiempo destinado al catecismo
en las aulas así como el elevado número de feriados religiosos dedicados a la
reflexión[82]. Por
ello, criticaban la existencia de los colegios católicos y exigían al Estado
impulsar una enseñanza que apostara a generar una cultura con base científica y
experimental para la mayor cantidad de niños posible. El Consejero de
Secundaria, Prof. Armando Bocage realizaba estos mismo planteos para la
educación de los jóvenes en 1927[83].
Frente a estos
cuestionamientos, la Iglesia sostenía que su función principal era la
moralización cristiana, considerada sinónimo de progreso y paz. La expansión de
las instituciones católicas era la forma de enfrentar al sectarismo que
pretendía alejar a los hijos de las familias al obligarles a concurrir a
escuelas estatales[84].
La Iglesia pretendía fomentar la militancia de seglares y habilitar una “falange
de propagandistas”[85] que
tuvieran a los sacerdotes como ejemplos, especialmente a los jesuitas que
habían extendido la fe entre bárbaros y herejes. Los modelos a seguir eran los
primeros mártires “uruguayos”, a los que se agregaba el Cardenal Belarmino
(beatificado en 1923 y canonizado en 1930). En este marco, el Padre Faustino Salaberry
(SJ) solicitó a Blanco Acevedo un listado de sacerdotes artiguistas ilustres
para recordarlos con una placa a instalarse en la catedral metropolitana[86].
La placa fue inaugurada el 25 de diciembre de 1930 con discursos de Juan Zorrilla de San Martín
y Monseñor Aragone. Los sacerdotes reconocidos fueron Larrañaga, Lamas, Monterroso,
Pérez Castellano, Peña, Larrobla, Ortiz, Fernández, Gadea, Figueredo y
Gomensoro[87].
Bajo estos parámetros,
HD finalizaba su manual de 1923 pidiendo a Dios que bendiga a la patria y que
la mantuviera “bajo el imperio de las instituciones y las leyes [ya que…] si
puede vivir sin religión la tiranía, sin religión no pueden vivir las
instituciones de libertad, ya que quien a Dios no teme ¿qué razón puede tener
para respetar ningún derecho en sus semejantes, si así le conviene?”[88].
Reflexiones finales
La obra de HD localiza los
orígenes de la nación en el período tardocolonial. A su entender, en estos
tiempos la identidad de los orientales se forjó a partir de la religión
católica y la red de solidaridades tejida por los miembros de la Iglesia. De
esta manera, expone la asociación del clero con las elites urbanas
representadas en el cabildo, vínculo que permitía el funcionamiento de una
sociedad integradora con base en los valores cristianos. Recupera para ello, la
labor misional de jesuitas y franciscanos, la tarea educativa de la Iglesia, la
prédica en las parroquias y la apuesta convivencial de las instituciones.
Por su parte, el
Boletín Eclesiástico no aborda el período colonial para definir a la patria. En
su concepción, la nación es el pueblo que se asocia a partir del reconocimiento
de sus tradiciones, de una historia en común y de una moral que se construye
con sus victorias y derrotas. Esta definición parte del reconocimiento de la
tradición colonial sin nombrarla directamente pues desde la curia se defiende a
los curas patriotas que mantuvieron las redes de relacionamiento originadas con
anterioridad en las ciudades y en las misiones. Para sostener el catolicismo en
la década de 1920 se debe apelar a ese pasado pero ahora sin la cantidad de
sacerdotes necesarios para guiar a las poblaciones; esa tarea en el Uruguay
aconfesional, les corresponde a los jóvenes militantes en la fe.
En cada uno de estos
discursos, las definiciones sobre la patria están ajustadas a los lectores. En
los manuales se procura reconstruir los orígenes en diálogo con la
historiografía que es afín a la interpretación católica para lograr una
narración comprensible para los estudiantes católicos. De esta forma, se
brindan datos sobre los hechos y los protagonistas para colocar el texto en el
marco de una construcción racional pero amparada en la fe en Dios. La revista está
dedicada a los sacerdotes que deben explicar en sus púlpitos que la vida de
hombres y mujeres están sujetas al providencialismo. HD se ubica en el mismo
lugar pero necesita de las causas y las consecuencias concatenadas para explicar
los acontecimientos.
Las coincidencias en ambos
relatos son mayores en los procesos de independencia. Ambos discursos asumen las
participaciones de los miembros de la Iglesia como ejes para el sostenimiento
de las solidaridades que las luchas por la libertad individual habían
desarmado. Es el clero el que continúa solucionando los conflictos y
aconsejando a los líderes con mentalidad corporativa. Por tanto, sigue siendo
la religión el factor fundamental que construye comunidad a través de los
sacerdotes. Esa es la tradición que la arquidiócesis reclama continuar frente a
las ideologías foráneas y al batllismo. En HD esta idea se transmite a través
de la libertad que no pierde de vista el bien común y por supuesto,
corporativo.
Para la Iglesia, el Estado
debe reconocer el consorcio católico que permite el sostenimiento del orden
social y de la paz. El progreso individual no aseguraba prosperidad de la
comunidad ni perfeccionamiento moral, para lograrlo se necesitaba a la Iglesia
funcionando con autonomía. Un Estado
tutelar aseguraba el reconocimiento de las asociaciones e instituciones que
antes de la formación estatal sostenían la maraña de relaciones sociopolíticas
necesarias para la convivencia. Así, el Estado debía evitar los monopolios. La
crítica a la concepción estatal batllista era clara. El Boletín lo plantea
abiertamente al clero mientras que HD menciona la necesidad de que el Estado
respete a las instituciones que lo integran sin darle una denominación
particular a esta definición.
Referencias
bibliográficas
Publicaciones
Periódicas
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1935.
Boletín
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años 1918 – 1930.
Documentación
impresa
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Fuentes manuscritas
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El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.
Editores responsables Susana Monreal: smonreal@ucu.edu.uy; Tomás Sansón Corbo: slbt@hotmail.com
[1] Gerardo Caetano, “Notas para una revisión histórica sobre la cuestión
nacional”, Revista de Historia, N° 3
(1992), 61.
[2] Roger Chartier, El mundo como
representación, (Barcelona: Gedisa, 1992), 61.
[3] Art. 5 de la Constitución de 1919: “Todos los
cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión
alguna. Reconoce a la Iglesia Católica el dominio de todos los templos que
hayan sido, total o parcialmente, construidos con fondos del erario nacional,
exceptuándose solo las capillas destinadas al servicio de los asilos,
hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos. Declara asimismo
exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados actualmente al
culto de las diversas religiones”. En: Gerardo Caetano y Roger Geymonat, La secularización uruguaya (1859 – 1919).
Catolicismo y privatización de lo religioso (Montevideo: Taurus, 1997),
111.
[4] Mariano Soler, “El apostolado seglar...”, 1901, 52, en: Gerardo Caetano
y Roger Geymonat, La secularización
uruguaya (1859 – 1919). Catolicismo y privatización de lo religioso, 86.
[5] Eduardo Acevedo Vásquez, Manual de Historia uruguaya, T. 1. (Montevideo: Imp. El Siglo
Ilustrado, 1ra. edición, 1916), 66-67.
[6] El art. 18 del decreto-ley de 1877 sostuvo
finalmente que “la enseñanza de la Religión Católica es obligatoria en las
Escuelas del estado exceptuándose a los alumnos que profesen otras religiones y
cuyos padres, tutores o encargados, se opongan a que la reciban”, Matías Alonso
Criado: “Instrucción Pública. Su reglamentación administrativa”, Montevideo, Agosto 24 de 1877, en Colección
Legislativa de la República Oriental del Uruguay, Tomo IV: 1873-1878,
Montevideo, Imprenta Rural, 1878, p. 636, en: Susana Monreal, “Libertad de enseñanza en Uruguay. Cuestionamientos y debates (1868 −
1888)”, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, N° 5
(2016), 132.
[7] Néstor Da Costa y Mónica Maronna refieren a los diferentes significados
que implica la secularización. Para este trabajo se considera que los usos más
ajustados del término son los mencionados por Joan Estruch: “1. La
secularización como expresión de la creciente decadencia de la religión y su
futura desaparición; 2. Como reflejo de la progresiva mundanización de lo
religioso; 3. Como proceso de autonomización y de independización de la
sociedad frente a lo religioso; 4. Como desacralización del mundo.” (J.
Estruch, El mito de la secularización,
en: Néstor Da Costa y Mónica Maronna, Cien
años de la laicidad en el Uruguay. Debates y procesos (1934 – 2008),
(Montevideo: Planeta, 2019), 29.
[8] Gerardo Caetano y Roger Geymonat, La
secularización uruguaya (1859 – 1919). Catolicismo y privatización de lo
religioso, 90.
[9] Ibídem, 99.
[10] Yanelin Brandon, “¿Libertad de enseñanza? ¿Atentado contra la libertad
de conciencia? Discusiones parlamentarias en torno al uso de los manuales del
Hermano Damasceno en las aulas laicas del Uruguay de primera mitad del siglo XX”,
Revista Estudios, N°42 (2019), 35
[11] Con el fin de ampliar la oferta educativa, en
1911 el presidente Claudio Williman envió un proyecto de ley al parlamento por
el cual impulsaba la creación de liceos departamentales (proyecto que fue
concretándose lentamente debido a problemas presupuestales y escases de
profesores). Además, se creó la Sección Femenina de Enseñanza Secundaria por resolución de la Asamblea General el 8
de mayo de 1912. En 1919 se aprobó la creación de liceos nocturnos y en 1925 de
los preparatorios.
[12] El proceso de secularización ha sido muy
estudiado por la historiografía uruguaya. Entre la extensa bibliografía
destacamos: Gerardo Caetano y Roger Geymonat, La secularización uruguaya (1859 – 1919). Catolicismo y privatización
de lo religioso (Montevideo: Taurus, 1997); Gerardo Caetano (Coord.), Los uruguayos del centenario. Nación,
ciudadanía, religión y educación (1910 - 1930), (Montevideo: Taurus, 2000);
Gerardo Caetano et al., El Uruguay laico.
Matrices y revisiones (1859 – 1934), (Montevideo: Taurus, 2013); Néstor Da
Costa, Repensando lo religioso entre lo
público y lo privado en el siglo XXI, (Montevideo: CLAEH, 2006); Carolina Greising, “El templo de la patria en el Cerrito de la Victoria de Montevideo
(Uruguay) y la devoción del Sagrado Corazón de Jesús. Desafíos de la Iglesia
Católica separada, 1919-1928”, en: Anuario
Digital, Nº 28 (2016), pp. 119-140; Carlos Zubillaga y Mario Cayota, Cristianos y cambio social en el Uruguay de la modernización (1896 –
1919). (Montevideo: EBO, 1988).
[13] Monseñor Mariano Soler, “Memorándum confidencial. Al venerable Clero
Secular y Regular”, 1905, en: Gerardo Caetano y Roger Geymonat, La secularización uruguaya (1859 – 1919).
Catolicismo y privatización de lo religioso, 94-95.
[14] Eduardo Gilbert Perret nació en Cervens –Alta
Saboya- el 8 de octubre de 1874. En 1888 ingresó a la Congregación laical de
Hermanos de la Sagrada Familia de Belley fundada por Gabriel Taborin.
[15] Entre los estudiosos de la historia uruguaya,
recuperó información e interpretaciones de Víctor Arreguine, Julián Miranda,
Orestes Araújo y Eduardo Acevedo Vásquez, para la historia rioplatense generó
acuerdos con Carlos Navarro y Lamarca, Eduardo Madero y Antonio Zinny, entre
otros. Por su parte, entre los padres jesuitas, menciona a Pedro Lozano y José
Guevara quienes dedicaron su labor al estudio de las Misiones al norte de la
Banda Oriental. (Yanelin Brandon, “¿Libertad de enseñanza? ¿Atentado contra la
libertad de conciencia? Discusiones parlamentarias en torno al uso de los
manuales del Hermano Damasceno en las aulas laicas del Uruguay de primera mitad
del siglo XX”, 37). En la construcción del texto narrativo buscó diversos
insumos académicos para que el manual no se circunscribiera solamente a las
voces católicas. Sin embargo, estos autores sólo son citados en aquellos
aspectos que no provocaron disputas con su interpretación de los hechos
históricos.
Fueron pilares
fundamentales de su relato los libros de Francisco Bauzá en especial, la
“Historia de la dominación española en el Uruguay”. Esta obra le permitió
sostener la idea de un pasado remoto identitario a cuya caracterización
amalgamó su relato histórico integrador desde una base cristiana (Tomás
Sansón., La construcción de la nacionalidad oriental. Estudios de
historiografía colonial, (Mdeo.: UDELAR-FHUCE, 2006), 96, 97 y 104.). Para
describir la vida cotidiana y religiosa del Montevideo colonial refirió a la
obra de Isidoro de María, y a Juan Zorrilla de San Martín para exaltar los
sentimientos nacionales.
[16] Son relativamente escasos los estudios que se
han realizado sobre HD. Los artículos que le dedicó Juan E. Pivel Devoto en Marcha (1957), Lincoln Maiztegui Casas
“El Hermano Damasceno: un pedagogo francés para la historia uruguaya”, en: Revista Prisma, N° 20 (2005) y Fernando
Mañé Garzón en el libro Olvidos (2009)
recuerdan particularmente sus aportes como educador. La obra de mayor
despliegue y que contó con la consulta del Archivo HD fue la de Néstor Achigar,
Hugo Varela Brown y Beatriz Eguren Hermano
Damasceno un aporte a la cultura uruguaya (2011).
[17] Néstor Achigar et al, Hermano Damasceno. Un aporte a la cultura uruguaya (Montevideo:
Colegio Sagrada Familia, 2011), 104-105.
[18] Al referirse a sus libros de Historia,
sostiene en sus Memorias: “nuestro Director, el buen y prudente Hno. Nicéforo,
me propuso, en previsión de las críticas que pudiesen venir, firmarlo solo con
mis iniciales”, Hno. Damasceno, “Notes…” en:
Achigar et al, Hermano Damasceno,
156. De esta forma, para los de Historia y Religión utilizó frecuentemente las
siglas HD, mientras que en los de Gramática publicó bajo el nombre de Hugo
Delmonte, para algunos textos de Religión firmó como Eduardo Claret o Eduardo
Peray, y para los textos de Geografía utilizó Pedro Martín o Héctor Durán.
[19] Anales de la Universidad, Montevideo, Año XXI, T. XXVI, N° 94, 1916,
308.
[20] José Claudio Williman, Memoria Universitaria correspondiente a los años 1909 - 1914
(Mdeo.: UDELAR, 1915), 512 – 513. Entendemos que las siglas “HP” responden a un
problema de tipeo.
[21] “sólo deben ser prestados dichos libros a los
estudiantes del Liceo que lo soliciten, debiendo en tal caso la Dirección tomar
las medidas de seguridad que estime necesarias” (28/julio/1915), en: Anales de la Universidad, T. XXVI, N° 93, 1915,
583.
[22] Verónica Leone, “Periodismo católico en
Uruguay”, en: Diccionario de Historia
cultural de la Iglesia en América Latina.
https://www.dhial.org/diccionario/index.php/PERIODISMO_CAT%C3%93LICO_EN_URUGUAY
[23] Agustín Escolano Benito, “El manual escolar y la cultura profesional de los
docentes”, Revista Tendencias Pedagógicas, Vol. 14 (2009), p.
174.
[24] Ariadna Islas,
La liga patriótica de enseñanza. una historia sobre ciudadanía, orden
social y educación en el Uruguay (1888-1898) ( Montevideo: EBO, 2009), 13.
[25] Caetano, “Notas para una revisión histórica sobre la cuestión nacional”, p. 61
[26] HD, Ensayo
de Historia patria, (Montevideo: Barreiro y Ramos), 1913, 151.
[27] Ibídem, 164
[28] Al
respecto, los dos edificios reseñados fueron el Cabildo de Montevideo y la
Iglesia Matriz. Entre las personalidades destacadas que concurrieron a la
consagración del templo, menciona al Padre Juan José de Ortiz –defensor del
proyecto arquitectónico de la nueva construcción-, Manuel Pérez Castellano,
Dámaso Antonio Larrañaga, Juan Larrobla y el Obispo de Buenos Aires, Benito Lué
y Riega; también participaron las autoridades civiles y el pueblo. Ibidem, 215.
[29] Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia
de la iglesia argentina desde la conquista hasta fines del siglo XX, (Buenos Aires: Mondadori-Grijalbo, 2000) 203.
[30] HD, Ensayo de Historia Patria, 1923, 269.
[31] Ibidem, 303.
[32] Ibidem, 266.
[33] Del Deán Funes menciona escasos datos, su
nacimiento en la ciudad de Córdoba, los estudios cursados en la universidad y
su opción por el sacerdocio, profesión que lo llevó a detentar su cargo en la
catedral de su ciudad natal. Destaca también, el compromiso político con su
provincia y puntualiza su labor historiográfica
en el “Ensayo de la Historia Civil de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay”.
Ibidem, 299.
[34] Este principio constituiría un antecedente fundamental para el ejercicio
del patronato de los futuros gobiernos. Valentina Ayrolo, Funcionarios de Dios y de la República. Clero y política en la
experiencia de las autonomías provinciales (Buenos Aires: Biblos, 2007),
57-58.
[35] José Manuel Pérez Castellano, en: HD, Ensayo de Historia Patria, 1923, 255.
[36] Ibidem, 276.
[37] Entre quienes fueron generando disidencias
identificó a los sectores o líderes que respondían a intereses
extranjerizantes. La masonería se constituyó según nuestro autor, en uno de los
principales enemigos de los orientales. La logia Lautaro creada en 1812 era
presentada como ejemplo de organización atenta a sus propios intereses y ajena
al bien común de las naciones. Creada por Carlos María de Alvear y José de San
Martín, y de filiación pro monárquica, HD describe la actividad de algunos de
sus integrantes a favor del centralismo porteño, entre los que presenta a
Manuel de Sarratea y Juan Martín de Pueyrredón, proclamados enemigos de
Artigas. En el análisis, el autor relata cómo esta logia fue tomando las
riendas de la revolución, especialmente de la Asamblea Constituyente de 1813 y cómo
sus decisiones atentaron contra la descentralización y el proceso de
independencia oriental –tal es el caso, del apoyo brindado a la invasión
portuguesa de 1816-. (HD, Ensayo de
Historia patria, (Montevideo, Barreiro y Ramos, 1923), 318).
Roberto Di Stefano
y Loris Zanatta agregan al listado del Hermano a algunos clérigos y regulares
preocupados por la marcha de la revolución y por la dirección de la política
eclesiástica. En: Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la iglesia argentina desde la conquista hasta fines del
siglo XX, 212. Por cierto, HD rechaza la filiación religiosa de sus
miembros, incluso agrega que la persecución al proyecto artiguista no sólo se
debe al sistema político implementado sino también al hecho de que Artigas era
“católico ferviente, fue declarado bicho desde los principios”. (HD, Ensayo de Historia patria, 1923), 318.
[38] Sobre este tema ver: Gerardo Caetano (Coord.), Los uruguayos del
centenario. Nación, ciudadanía, religión y educación (1910 - 1930), (Montevideo,
Taurus, 2000); Gerardo Caetano, et al., El Uruguay laico. Matrices y revisiones
(1859 – 1934), (Montevideo: Taurus, 2013); Roger Geymonat (Comp.), Las
religiones en el Uruguay. Algunas aproximaciones, (Montevideo: Ediciones La
Gotera, 2004); Eudaldo
Forment Giralt, “Notas
para la historia de la Filosofía Neoescolástica en el siglo XX”, Espíritu:
cuadernos del Instituto Filosófico de Balmesiana, Año
52, Nº. 128 (2003), págs. 303-316
[39] Héctor Miranda, “Las Instrucciones del Año XIII” [1910], en: HD, Ensayo de Historia Patria, 1923, 333-334.
[40] HD, Ensayo de Historia Patria,
1923, 335.
[41] Orestes Araújo en Historia de la escuela uruguaya (1911) relató la situación de la
escuela de Montevideo: “funcionaba á cargo del Maestro don Manuel Pagola,
nativo de este país, cuando quiso su mala estrella que cayese en serio
desagrado del Cabildo, por sus ideas contrarias al sistema político imperante,
perniciosas á la educación de la niñez que debía formarse en la religión de la
patria libre, que era el voto de los americanos del Sur. Vociferar contra el
sistema era considerado entonces una herejía política punible, que conducía, en
tantos casos ocurrentes, á la Purificación, y que, naturalmente, debía
reputarse más grave ó peligrosa partiendo del Maestro de la escuela pública. En
consecuencia, el Cabildo acordó su separación inmediata de la escuela”. Al
tomar Benito Lamas su lugar en Montevideo, Orestes reconoce no saber quién
quedó a cargo de la escuela en Purificación. Con respecto al destino de Pagola,
sostiene que, a pesar de tener prohibida la facultad de crear escuela, tenía
estudiantes a su cargo de forma particular, entre los que se encontraba el hijo
de Artigas. Fue a petición de José María que el caudillo concedió la potestad
de levantarle la prohibición. (Orestes
Araújo, Historia de la escuela uruguaya,
(Montevideo: El Siglo Ilustrado, 1911), 98 y 101).
[42] Carta de Artigas al Cabildo, 12 de noviembre 1816, en: HD Ensayo
de Historia Patria, 1923, 384-386.
[43] Al referirse a la carrera de Larrañaga, HD
profundiza sobre su vida política durante el período entre 1816 y 1830, para lo
que sintetiza información sin precisar algunas fechas. Al mencionar su
participación en el Congreso Cisplatino acota que junto al político Francisco
Llambí y Jerónimo Pío Blanqui fueron los tres delegados que sostuvieron la
necesaria anexión a Portugal. Entiende que los representantes comprendían que los orientales no contaban
con las garantías necesarias para erguirse como un Estado independiente luego
de la dura guerra contra los portugueses (la incorporación se resolvió el 31 de
julio de 1821). Asimismo, recuerda su interés en la expansión de la educación gratuita al crear la escuela
lancasteriana en 1823 (basada en el método del inglés José Lancaster, este
sistema fue extendido a los diferentes pueblos del país por resolución de la
Asamblea Constituyente de San José en 1826). A partir de 1830 Larrañaga era
mostrado proponiendo el diálogo pacificador entre Lavalleja y Rivera para evitar
la guerra civil (junio de 1830) y consagrándose senador por el departamento de
Montevideo para la primera legislatura. El 14 de agosto de 1832 fue nombrado
Vicario Apostólico y Protonotario Apostólico designado por Su Santidad Gregorio
XVI. (HD, Ensayo de Historia patria, 1923, 381-382, 435 y 524).
[44] Montevideo ya había dejado de responder a la autoridad diocesana desde
la Junta de 1808, momento en que había cesado el pago del diezmo. Desde
entonces, los vínculos fueron muy irregulares. (Roberto Di Stefano y Loris
Zanatta, Historia de la Iglesia argentina,
204).
[45] HD, Ensayo de Historia patria,
1923, 526.
[46] R. Montero Bustamante, en: Ibídem, 526-527.
[47] R. Montero Bustamante, en: Ibídem, 527-528.
[48] Ibídem, 347-348.
[49] Ibídem, 526.
[50] Al amparo de estas directivas, el 24 de
setiembre de 1925 con motivo de la celebración de la Batalla del Rincón, los
Colegios salesianos de Montevideo realizaron un desfile por 18 de Julio hasta
la Plaza Independencia con la presencia de alumnos y exalumnos. Bajo el lema “Homenaje
Salesiano a la Patria”, el folleto-invitación manifestaba: “Ninguna forma más
eficaz de agradecimiento que la de conducir ante el Altar de la patria un
ejército de niños y jóvenes, ciudadanos en flor, vibrantes de amor patriótico y
resueltos a mantener intacto hoy, mañana y siempre, el patrimonio de libertad
secular heredado de los prohombres que supieron conquistarla con su valor y su
sangre”. Al finalizar el acto se entonó
el Himno al Centenario compuesto para esta ocasión. Carpeta Colegios Salesianos,
I.4.55, C. 261, años 1925 – 1946, Curia de Montevideo.
[51] Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Montevideo, N° 80,
mayo/1925, 164.
[52] “Esa fecha, memorable más que ninguna en los anales de nuestra historia,
reclama imperiosamente el tributo constante e invariable de nuestro más
acendrado amor; ya que, el 25 de agosto de 1825, señala, para los orientales,
el día grande y esplendoroso en que, a impulsos de nobilísimos ideales, surge
ya, en forma concreta, el pensamiento brillante de nuestra independencia,
declarada, a la faz del mundo, en la memorable asamblea de la Florida”. Ibídem,
N° 21, junio/1920, 264.
[53] Ibídem, 264-265.
[54] Ibídem, N° 80, mayo/1925, 165.
[55] Ibídem.
[56] Ibídem, N° 121, noviembre/1928, 491- 493
[57] Ibídem, N° 114, marzo/1928, 495.
[58] Ibídem, 496 – 498.
[59] Ibídem, N° 139, abril/1930, 167.
[60] Ibídem, N° 149, febrero/1931, 59.
[61] Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Montevideo, N° 8, Curia
Eclesiástica, mayo/1919, 3.
[62] HD, Ensayo de Historia Patria, 1923, 838.
[63] Ibídem, 838-39.
[64] Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Montevideo,
N° 12, Curia Eclesiástica setiembre/1919, 11.
[65] Ibídem, N° 13, octubre/1919, 8.
[66] Ibídem, 7.
[67] Ibídem, 8.
[68] Ibídem.
[69] Ibídem, N° 14, noviembre/1919, 19-20.
[70] Ibídem, 21-22.
[71] Ibídem, N° 26, noviembre/1921, 34.
[72] Ibídem, N° 33, junio/1921, 9-10.
[73] Ibídem, N° 16, enero/1920, 13.
[74] Ibídem, N° 41, febrero/1922, 60- 61.
[75] Ibídem, N° 42, marzo/1922, 84.
[76] Ibídem, 85.
[77] Ibídem, 85-86.
[78] Ibídem, N° 30, marzo/1921, 14.
[79] Ibídem, N° 31, abril/1921, 10.
[80] Ibídem, N° 29, febrero/1921, 2-3 y 17.
[81] Ibídem, N° 65, febrero/1924, 731-738.
[82] “sabemos de escuelas gratuitas
católicas, donde además de destinarse a diario determinado tiempo para la
enseñanza del catecismo y de la historia llamada sagrada, disminuyendo el
tiempo de las otras asignaturas, una vez a la semana se presenta un sacerdote
que se permite la libertad de ocupar dos o más horas de clase en repasos o
enseñanzas de principios religiosos, malogrando un día precioso para el
aprendizaje de las demás materias”. (julio César Grauert y Pedro Ceruti Crosa, Los dogmas, la enseñanza y
el Estado, (Mdeo. Agencia Gral. De Librerías y Publicaciones, 1927) 178.
[83] “Habría la mayor conveniencia en
que la solución de este problema no se dejara librado a la iniciativa o a los
medios de cada uno, ya que la enseñanza privada es siempre onerosa. Es al
Estado a quien toca preocuparse de ofrecer al joven que no ha de cursar
estudios universitarios, los beneficios de la enseñanza media gratuita”. Armando Bocage, Enseñanza Secundaria.
Tres aspectos de “nuestro” problema, (Montevideo, Biblioteca Galien, 1927), 8.
[84] Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Montevideo, N° 41, Curia
Eclesiástica, febrero/1922, 69.
[85] Ibídem, N° 124, enero/1929, 639.
[86] Pablo Blanco Acevedo reconoce a Dámaso Antonio
Larrañaga, Juan Manuel Pérez Castellano, Juan Benito Lamas, Juan Francisco
Larrobla, José Monterroso, Juan José Ortiz, Lorenzo Fernández, Miguel Barreiro,
Lázaro Gadea, Solano García. Carta del 14 de diciembre de 1930 a Faustino
Salaberry, en: Archivo Pablo Blanco Acevedo, MHN-CAL, Carp. 01328, folios
108-109.
[87] Gerardo Caetano, coord. Los uruguayos del centenario. Nación, ciudadanía, religión y educación
(1910 - 1930) (Montevideo, Taurus, 2000), 64.
[88] HD, Ensayo
de Historia patria, 1923, 843