Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, 14, (2023): 285-297

https://doi.org/10.25185/14.13

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Entrevista

 

Sobre las reliquias del pasado: entrevista a Enrique Moradiellos

 

 

Enrique Moradiellos

Universidad de Extremadura, España

negrin@unex.es

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-8480-5292

 

Guzmán Marisquirena

Universidad de Montevideo, Uruguay

gmarisquirena@correo.um.edu.uy

ORCID iD: https://orcid.org/0009-0008-3892-1303

Recibido: 15/03/2023 - Aceptado: 27/6/2023

 

 

Enrique Moradiellos García (Oviedo, 1961) es un historiador español, Doctor en Historia por la Universidad de Oviedo, catedrático en la Universidad de Extremadura e integrante de la Real Academia de la Historia en España. Entre los ejes principales de su trabajo se encuentra el periodo entre las guerras mundiales y la guerra fría, fundamentalmente en España, centrándose en la Guerra Civil y el franquismo. Asimismo, sus reflexiones sobre la metodología y la teoría de la historia representan parte importante de su contribución historiográfica. En 2017 fue honrado por el Ministerio de Cultura de España con el Premio Nacional de Historia de España por su libro Historia mínima de la Guerra Civil española (2016). Entre sus obras también se destacan: Las caras de Clío: una introducción a la historia (1991), El oficio de historiador (1994), La perfidia de Albión. El gobierno británico y la Guerra Civil española (1996), La España de Franco (1939-1975): política y sociedad (2000) y 1936. Los mitos de la guerra civil (2004). Esta entrevista presenta sus reflexiones sobre la investigación histórica, su utilidad y lineamientos teóricos principales, así como parte de su formación como historiador y sus postulados metodológicos a la hora de realizar sus trabajos.


 

Guzmán Marisquirena [G. M.]: Profesor Moradiellos, estoy muy agradecido de recibirlo hoy para conversar acerca de su recorrido en el área de la investigación histórica.  Usted posee gran experiencia dentro del mundo académico y se ha enfocado en diversas líneas de investigación. ¿Por qué quiso dedicarse a la historia y por qué considera que es necesario estudiarla?

Enrique Moradiellos [E. M.]: Es una pregunta pertinente, porque yo creo que la autobiografía que uno se hace a partir de cierto tiempo es una ventana al pasado inescapable, porque tú mismo te ves que ya no eres el que eras, pero sigues siendo en parte aquel que fuiste. Yo creo que siempre tuve una pequeña vocación por las cosas del pasado, que puede deberse al interés familiar por cosas del pasado, «¿dónde estaban los abuelos?», «¿cuándo habían ido a Cuba?», «¿cuándo habían vuelto?», cosas de ese tipo, y creo que también por la ciudad en la que vivo, que es una ciudad con un patrimonio histórico cultural muy relevante. Me llamaba la atención los monumentos del prerrománico, cuando íbamos a la cueva de Tito Bustillo, una cueva prehistórica del treinta mil antes de nuestra era, entrabas casi por tu casa porque no había mucho control en los años sesenta (me llamaba la atención que dijeran que allí habían vivido hombres de las cavernas y que habían pintado aquellas figuras) y la propia catedral de Oviedo.

Creo que fue un poco el entorno, interés familiar y quizá predisposición vocacional. Creo que desde muy joven me interesó la historia y me gustó mucho Egipto, supongo que en aquella época, que coincide con la llegada a España del templo de Debod (regalado por el régimen de Nasser al general Franco por la ayuda con la presa de Asuán) y que suscitó un enorme interés, también me afectó. Uno de los primeros viajes que hice fuera de mi ciudad, fue con mi padre a conocer el templo de Debod en Madrid, tendría escasamente nueve o diez años. No sé si eso contesta, pero es lo que puedo yo retrospectivamente ver. A mí me gustó desde un principio la historia y luego viví tiempos de transición. Soy el pequeño de cuatro hermanos, que me llevan bastante edad porque tengo diferencias de seis años respecto al más pequeño, y ellos vivieron la transición política. Yo a la cola de ellos también. La transición política es un momento donde está cambiando el sistema institucional y la cultura política de tu país. Tú ves esos cambios que obedecen a juegos de fuerzas, a partidos, a programas, a doctrinas y eso alimenta un poco el olfato histórico.

G. M.: A lo largo de su formación académica debe haber recibido la orientación y el apoyo de diversos docentes e investigadores. ¿Cuáles fueron aquellos que más influyeron en su carrera?

E. M.: Creo que he tenido el privilegio de tener muy buenos profesores. En el nivel de la secundaria –tengo que subrayarlo porque creo que son claves para suscitar o refrendar vocaciones– tuve buenísimos profesores de humanidades que me estimularon el amor en general por las humanidades, por la literatura, por la lengua española, por el inglés, como segunda lengua que estudiaba, y desde luego por la historia y la filosofía. Esos eran mis dos grandes profesores de secundaria y los que más recuerdo. Luego puedo estar seguro de que tuve profesores muy buenos en la Universidad de Oviedo. Medievalistas como Ruiz de la Peña, arqueólogos y prehistoriadores como Javier Fortea. Sobre todo, yo creo que en la universidad me influyó muchísimo el profesor Gustavo Bueno, catedrático de filosofía. Me enseñó a pensar críticamente, a ver la trascendencia que tienen las palabras como guía de acceso a los conceptos y la necesidad de ser riguroso, solvente, lógico, claro y preciso, al modo cartesiano, para hablar con propiedad de una disciplina humanística. Luego ya avanzado en la carrera, probablemente ya segundo o tercero de carrera cuando tienes dieciocho o diecinueve años, recibí el influjo mediado por la lectura personal del hispanismo británico; en particular del profesor Paul Preston, que había publicado por aquellos años que yo entraba a la universidad (entré en el año 1979 y él había publicado en 1978) su gran libro sobre la crisis de la segunda República entre 1931 y 1936. Fue una forma de historia, una manera de narrar y explicar, que a mí me cautivó. En parte porque integraba un movimiento historiográfico, como estudiante, donde predominaba las visiones estructuralistas o funcionalistas, sea de impronta marxiana o sea analista (de la escuela de Annales), que orillaba mucho la historia política que llamarían epifenoménica, la espuma de las potentes olas, en la metáfora bonita pero muy equívoca de Fernand Braudel. A mí me gustaba aquella historia de hombres de carne y hueso; de por qué un sistema democrático, como el republicano, fracasó en el contexto de la crisis de las democracias en la Europa de los años treinta.

Si tuviera que mencionar solo a dos serían claramente el profesor Gustavo Bueno por su impronta filosófica, que es trascendente a las disciplinas. Uno de los grandes males que yo entiendo de nuestra formación es que han eliminado, de una manera tan radical, la formación filosófica en los historiadores y en los humanistas, como para hacernos incapaces de valernos intelectualmente. No es posible pensar sólidamente, racionalmente en términos científicos, sin atención a los matices, a las dimensiones filosóficas de los conceptos de los juicios y los razonamientos. En el plano propiamente historiográfico subrayo el magisterio de Paul Preston, que luego fue mi supervisor de tesis, el equivalente a director de la tesis doctoral, y un maestro muy querido durante casi todo un lustro en la Universidad de Londres.

G. M.:  Nombró la analogía de la espuma de Fernand Braudel, una reflexión interesante, ¿por qué la encuentra errada?

E. M.: Creo que la historia, en primer lugar, diría don Gustavo Bueno, es un proceso fenoménico que se despliega en el tiempo y el espacio. Pero quien dice «sociedad», dice individuos que componen unas relaciones de interdependencia que trascienden su propia individualidad, pero que se ejercitan a través de sus individuos. Quiero decir que la sociedad no es ni un ser humano gigante ni una mera agregación de individuos como piezas de una máquina. La prueba de que es algo más es que los individuos nos constituimos como tales solo después de estar socializados. Como diría José Ortega y Gasset en un magnífico estudio que hizo en los años treinta, «no existe el individuo auto generado». No hay ningún Robinson Crusoe que nazca en la isla y tenga ya un idioma natural. Hay uno que llega a la isla con su bagaje, lo cual le permite seguir pensando e incluso sobrevivir, porque tiene técnicas aprendidas. El individuo auto generado es pura extracción teorética inexistente, siempre tenemos individuos socializados. En primer lugar, por imperativo natural, los niños y la crianza de los seres humanos necesitan cuidados de progenitores, sean sus padres u otros, que le lleven adelante, al menos en esos dos primeros años cruciales donde estamos como monos inmaduros ya en el mundo. Segundo porque al nacer, al tiempo sabemos que no somos únicos, que hay quienes nos antecedieron y recibimos de ellos el bagaje de, por ejemplo, la lengua, de saberes, de conocimientos, de prácticas, destrezas que nos permiten desenvolvernos. Solo soy yo porque hay otros que me han precedido y me han generado. Por lo tanto, eliminar al individuo de la agencia, de la operatividad, del factor humano que explica la historia me parece un grave horror. Aquellas explicaciones que había del modo de producción feudal y uno nunca leía las discusiones entre el papado y el imperio, las dos espadas de la Edad Media; o el modo de producción esclavista y uno no tenía que saber quién era Pericles ni la crisis de la democracia en Atenas eran perspectivas horrorosas que podrían parecer muy coherentes, muy lógicas, inexorables, pero que eran falsas porque no explicaban el devenir real de la vida humana. La vida humana es siempre la de una especie compuesta por individuos singulares, eso sí, en términos de relación de interdependencia que trascienden a cada uno de ellos.

Por lo tanto, a mí me gustaba la historia, en un momento en que la escuela de Annales, e incluso el marxismo, había desterrado la política al ámbito de las estructuras epifenoménicas marginales. En el fondo para unos el determinismo geo climático-demográfico y para otros el determinismo económico eran el tesoro, el arge, de la propia explicación histórica, la causa causati. Creo que eso no existe, porque la historia es un proceso de factores muy diversos en los cuales también influye el puro azar. Ortega y Gasset decía que para estudiar a un hombre había que tender a su vocación, a su circunstancia y a un elemento de azar. La vocación será lo que tú quieres y te propongas, la circunstancia es lo que los límites te permiten contextualizar y el azar es a veces ese factor determinante que hace que estés en el momento justo, en la ocasión determinada y encima hayas preparado las disponibilidades para aprovechar el momento. No hay posibilidad de eliminar ese componente de azar. Por decirlo de otra manera, puede que un ladrillo, decía Isaiah Berlín, hubiera caído a Lenin antes de abril del año 1917 y no hubiera escrito las tesis de abril, pero el proceso revolucionario en Rusia estaba en marcha. Hubiera acaso si no Lenin, Stalin oTrotski, hecho algo parecido. Desde luego no hubiera sido todo como fue, pero algo parecido, algo similar, algo de carácter convulso, dramático, incluso sangriento hubiera pasado. Por lo tanto, no soy braudeliano. Creo que las estructuras son marcos de actuación de individuos y de grupos, porque el individuo opera como grupo. Que un general de división pueda decir a trecientos mil hombres «muévanse a la derecha y ataquen por este flanco» es algo que lo puede hacer ese general de división, como individuo y como cargo, oficio, como hombre que puede dictar una orden y ser seguido por principio de obediencia y de disciplina por miles de soldados. También un dirigente sindical, a veces también incluso un profesor universitario. Por lo tanto, yo creo que si eliminamos la individualidad en la agencia histórica estaremos eliminando una posibilidad de comprender más y mejor los propios fenómenos históricos.

G. M.: Sí pensamos en la forma de valorar esa individualidad podríamos pararnos en los estudios micro históricos, como el caso de Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos.

E. M.: Sí perfectamente. Creo que además la microhistoria, llamada y teorizada por la microhistoria italiana o ejercida de hecho, la teníamos y la seguimos teniendo. El estudio de Georges Duby sobre El domingo de Bouvines, cosas que se han hecho en España, Perú y México son microhistoria, a veces sin etiquetarse de esa manera, porque tienen reducido el marco temporal y el marco espacial y los individuos que van a hablar. De hecho, una gran microhistoria, que es una tradición fabulosa de la historiografía universal, es la biografía. La biografía es tan importante. El mundo occidental, por no hablar de otros también, vive de una gran biografía coral escrita a cuatro manos que son los evangelios que narran la historia de Jesús de Nazaret. La historiografía romana clásica abunda en imágenes de obras, como la de Plutarco sin ir más lejos, o por ejemplo la historiografía cristiana con Eusebio de Cesarea y la vida de Constantino. La propia biografía tiene punto de vista privilegiado para atender esa evolución a veces azarosa de los fenómenos humanos en su contexto existencial y vivencial. Por eso esta es una de las perspectivas que más trato de desarrollar, porque me parece más útil para explicar la finitud de cada una de las vidas humanas.

G. M.: Para continuar me gustaría conocer más acerca de su metodología de trabajo ¿Cómo describiría el proceso que realiza para ejecutar la transición de la fuente al texto?

E. M.: Yo me reclamo bastante tradicional, porque creo que la tradición cuando existe durante siglos y siglos es porque tiene una función. Hay un principio funcionalista que dice que lo que ha existido y se mantiene en contextos tan diversos, historiográficamente muy distintos, es porque cumple alguna función. Creo que el principal elemento que hay que considerar metodológicamente, desde los griegos pasando por la escuela de Gotinga, todos los ilustrados y la escuela alemana de principios del XIX, es aprender lo que llamaban los clásicos la heurística, el descubrir. Si queremos estudiar algo del pasado, tenemos necesariamente que partir de las reliquias del pasado, de aquellas trazas, huellas, vestigios y herencias que deja el pasado, porque es pasado, tiempo ido, acabado, perfecto. Por cierto que investigar, que es lo que hace la historia en su proceso de investigación, es seguir las huellas del pasado. Literalmente, in vestigare. Vestigio en latín es «la huella que deja una pisada», por ejemplo, sobre un suelo arenoso, o en una playa. Ves las huellas y concluyes de la forma de la huella, de plantígrado, de perro, de hombre o mujer con pie grande o pequeño, que alguien estuvo allí, es lo que ha dejado, es lo que te permite dar el salto del hecho material fáctico, esa huella, a la pisada de alguien que caminó. Seguir las huellas, investigar, requiere en primer lugar sustantivar, depurar, cotejar, elevar a la categoría de prueba demostrativa lo que es una simple reliquia del pasado, presente en nuestro tiempo. Son las ventanas para mirar el pasado, a distancia, pero solo a través de ellas. Esas huellas, trazas, exigen a veces técnicas especiales para comprenderlas, porque en principio no se separan mucho de lo que tenemos circundantemente en nuestro entorno. Alguien dice equivocadamente «las pirámides son un producto del pasado o son pasado». No. Las pirámides son muy presentes, si te das un golpe contra una de ellas te sale un coscorrón enorme como si te lo das contra una pared. Son hic et nunc, pero proceden del pasado, están gestadas en un tiempo previo. Son el resto que el tiempo pasado nos ha dejado para poder aprenderlo, conocerlo y sobre ellas, elevándolas a la categoría de prueba, construir nuestro esquema explicativo que dé cuenta y razón de su presencia. ¿Cómo surgieron?, ¿cómo han llegado a nosotros?, ¿qué función cumplían?, ¿quiénes las hicieron?, ¿cuándo y dónde?, ¿para qué?.Todas esas preguntas clásicas, que son las que investiga, encuesta, exige la historia.

 

La heurística exige muchas técnicas. No hay manera de entender el registro arqueológico sin estudiar algo de arqueología y saber que es la estratigrafía, por ejemplo. No hay manera de entender la epigrafía romana sin saber algo de latín y de epigrafía. No hay manera de saber nada de la Edad Media sin saber leer una letra gótica, por ejemplo, o saber algo de diplomática. No hay manera de entender la historia moderna, por ejemplo, de los virreinatos españoles, sin saber entender la letra procesal o cortesana que desde el siglo XVI, XVII y XVIII escriben aquellos señores que envían informes, noticias, cartas desde las Indias a la península o de la península hacia las Indias. En la época contemporánea, no hay manera de leer nuestra documentación, por ejemplo, sin saber un segundo idioma, que ya faculta a la mente para ver el mundo no creyendo que Dios fue creado en castellano y hablando como hablo yo, por naturaleza, sino que hay muchas formas expresivas que no siempre son concordantes y el ejercicio de traducción es el primero, probablemente, que te hace ver la complejidad del mundo. Pues este tipo de técnicas me parece que es esencial. Una persona que no domina esas técnicas nunca podrá dar el salto a la segunda instancia del oficio del historiador. Quiero decir que un arqueólogo que no haya hecho trabajo de campo y arqueología, no va a poder trabajar bien. Un clasicista que no sepa leer griego o latín, lo hará mal. Un medievalista que no sepa leer un calculario o un diploma medieval, lo hará muy mal.

Si esto es así, la segunda instancia es lo que llamarían los clásicos la hermenéutica. La primera nos sirve para responder a cuestiones fácticas del tipo, «¿cuándo se construyó la Vía de la Plata?» que corta de norte a sur de Sevilla a Gijón, la Hispania romana y pre romana. Ahí se puede responder sí, no o dudarlo. Esa labor es clave para que el historiador pueda hacer con firmeza el salto al segundo campo, que es el de la hermenéutica, que permite interpretar el sentido, dotar de significado a estas reliquias con las cuales compongo un discurso explicativo que crea un pasado histórico imaginado. Es un salto muy difícil donde se ve la maestría del historiador en cuanto a seguir el instinto del anticuario, del archivero o del paleógrafo. Hay que tener esa base, pero hay que trascenderla, no hay que quedarse ahí, no hay que editar solo fuentes, hay que trabajar con las fuentes. Trabajar quiere decir componer relatos narrativos con pretensión explicativa que se atengan al principio de veracidad o de verosimilitud y siempre que soporten con pruebas reveladoras ese carácter verídico.

Eso es la historia, una narración que parte del qué al por qué, que parte del dato heurístico a la interpretación hermenéutica, sabiendo siempre que la interpretación hermenéutica es más o menos, no un sí o un no tajante; que la noción de verdad en la interpretación no es la misma que la prueba fáctica. En la prueba fáctica podemos, inmediatamente, ver al fabulador o falsario. La Vía de la Plata no puede ser anterior al siglo II antes de nuestra era y empieza a estar plenamente constituida en el siglo II después de nuestra era, cuando Roma ha conquistado toda la península. ¿Quién comandó las naves que iban hacia América sin saber que iban hacia América, y llegaron el 12 de octubre del año 1492 a ese puntito que eran las Bahamas? Pues no era Américo Vespucio, era Cristóbal Colón, por la prueba fáctica. Ahora bien, ¿qué significó para la historia de la humanidad el encuentro con ese continente inexplorado? ¿Que significó para la destrucción de la cosmovisión religiosa de base bíblica que creía que el mundo estaba en torno al mar del medio de la tierra, el mare medi tarrae, Mediterráneo? Pues significó una revolución tremenda. Ahora bien, la explicación de este segundo salto no es lo mismo que la otra. Las explicaciones pueden ser más complejas, a veces más indeterminadas, sus franjas de verdad menos precisas, menos terminantes. Esto hay que saberlo claramente, porque la ineludible subjetividad del aspecto interpretativo no elimina la historia como saber racional, demostrativo y probatorio, pero limita sus capacidades explicativas y no lo hacen igual que la matemática y que la lógica.

Esto es lo que yo entiendo que son las dos grandes tareas del historiador metodológicamente: dominar la parte heurística de aquella materia que quiere estudiar, conocer lo que llamamos fuentes informativas. La palabra fuente es una metáfora muy graciosa, hídrica. ¿Por qué una fuente? ¿por qué no surtidor o un manantial? Una vez hemos acudido a fuente lo dejamos, pero de hecho son documentos. Documentum es mostrar, mentum es el sufijo latino que implica un método probatorio para ejercer la función. El documento es aquello que informa sobre un aspecto del pasado, puede ser la arqueología, un texto escrito, una tradición oral, o la toponimia de un territorio. Todo ello heurísticamente un historiador debe dominarlo, porque cuanto más amplía su función en este campo mayor posibilidad de éxito tendrá su salto interpretativo. Y hay que hacer las dos cosas en la historia. Pongo a veces el ejemplo de que cuando encontramos un cráneo fracturado de un combate medieval (es un caso real), tan históricamente pertinente es ese cráneo fracturado por el golpe de algún objeto, por ejemplo, una masa medieval, como la propia masa (que a veces no la encontramos allí) o la mano del hombre que la utilizó, el guerrero que también ha desaparecido. Tenemos que postular sobre ese dato, unas interpolaciones que son gnoseológicamente pertinentes, incluso inexcusables. Son los fantasmas del pasado que nos permiten dar cuenta y razón de por qué este señor murió allí con todo su casco medieval aplastado por un golpe que le ha deformado no sólo el cerebro sino el casco que tenía encima. Tanto la masa como el soldado que llevaba la masa son elementos determinantes para explicar el resultado final, la muerte de un guerrero en un combate. Creo que este ejemplo permite ver cómo hay que tener imaginación histórica. La imaginación es un elemento determinante de la parte hermenéutica y las personas que carecen de imaginación carecen de vocación histórica, porque no pueden ver de repente el foro romano y tener idea de lo que debió ser aquello que ahora son simples ruinas y a veces no levantan nada más que un metro, pero que nos permitirían pensar a lo grande en la Roma republicana.

G. M.: Como usted dijo, el estudio histórico se concentra en trabajar con fuentes primarias. Ahora bien, también se incluye bibliografía auxiliar. Considerando las lógicas que rigen a la investigación ¿cómo logra el equilibrio entre ambas a la hora de realizar sus trabajos?

E. M.: Pues creo que te lo va dictando la propia investigación. Las lógicas de investigación tienen su propio mecanismo interno de evolución y lo mejor para un historiador es aclimatarse a esa dinámica. Empiezas tu investigación bajo unos presupuestos, pero no pueden ser fijos ni cerrados. Se ha dicho muchas veces, creo que lo decía Marx, que el orden de investigación es exactamente inverso al orden de exposición. La introducción es lo último que escribimos. Primero van casi que las conclusiones y el desarrollo y luego vuelves, en una suerte dialéctica de progresos hacia las cosas y regresos hacia las teorías que hacen del propio trabajo intelectual, a veces tan divertido, a veces tan inquietante, tan desafiante. Yo empezaba a hacer una cosa y resulta que después de ver lo que he visto, pues no me sale lo que esperaba, he cambiado, tengo que alterar la estructura de capítulos, de desarrollo argumentado, de mis razonamientos, de mis argumentaciones, incluso al final, en ese introito que es el prefacio y el prólogo, voy a decir cosas que jamás hubiera esperado que tuviera que decir. Eso es ser esclavo, y muy buen esclavo, siervo de la lógica de la disciplina, que exige abrir el «viaje a Ítaca» sin saber dónde te va a llevar.

Pero atendiendo a los principios y postulados, algunos de ellos tan evidentes como buscar siempre la verdad, no tener anteojeras (al menos los que seas conscientes) y no salir a defender una causa, sino a buscar la razón de las cosas. Spinoza decía, y creo que es una máxima que debemos respetar, que hay que emprender estas investigaciones no para juzgar en calidad de denunciante, de fiscal o de abogado defensor, ni siquiera de juez de una causa, una persona, una institución, un fenómeno, sino para comprender por qué fue. Esto lo aplicó a Hitler uno de sus primeros biógrafos, Eder Hart Jacker, que tuvo que defenderse de intentar comprender racionalmente al hombre que era por antonomasia la maldad humana. Empieza diciendo que él no entiende que deba hacer, en calidad de historiador, un juicio perentorio de culpabilidad irremisible sobre Hitler, que ya está, es evidente, no necesita cargarse tintas. El Estado racista alemán fue verdaderamente criminal y genocida y Hitler fue el impulsor, el máximo hacedor y valedor de aquello. Ahora bien, ¿por qué seis millones de alemanes, que no eran previamente nazis, se convirtieron en nazis? ¿Por qué sabemos que tantos votantes que eran de la Democracia Cristiana o incluso del Partido Socialista cambiaron su voto entre el año 1928 y el año 1933? Algunos sindicalistas, como descubrió el Partido Comunista, que habían estado con ellos cuando el régimen les dio clases, casa, alimentación, trabajo –porque descendió el desempleo de unos siete millones a poco más de ninguno en solamente tres años– ¿por qué cambiaron? Eso es lo que me interesa, no demonizar a Hitler, no hacerle el gran Satán. Entre otras cosas porque creo, con Hanna Arendt, que la maldad, para hacerse presente y terrible, no necesita un gran hombre. Necesita un hombre banal, un Eichmann, un funcionario mediocre. Las dictaduras nunca las edifica un hombre solo, por mucho que sea teóricamente su poder. Detrás de él hay miles, a veces millones de hombres. De Stalin se decía que era un tirano que dirigía un régimen de naipes y Hitler creía doctrinariamente que golpeándolo el comunismo caería como como ese castillo de naipes. Sin embargo, el régimen se sostuvo, había apoyo popular, hubo compromiso de millones de soviéticos, ucraniano, rusos, bielorrusos que apoyaron al régimen en su peor momento y pudieron defenderse y contratacar. Pasó lo mismo con el franquismo. Me temo, y no quiero meterme en berenjenales, pero es como cuando se dice «cuatro coroneles crearon una junta militar en Argentina». Lo dudo, porque cuatro coroneles, por mucho que sea su poder, no pueden movilizar una fuerza. Hay mucho más detrás. Burocracias del Estado, sectores de la opinión pública, movilización de los posibles adversarios, graves crisis de sus antagonistas que dieran la oportunidad perfecta, etc. ¿Eso quiere decir justificar? No justifico nada, explico. Justificar es hacer justicia, pero explicar es dar cuenta y razón de por qué algo terrible sucede, aunque sea moralmente sacrílego, absolutamente rechazable. La historia a veces es un catálogo tremendo de penalidades y de calamidades no de moralidades, porque los hombres lamentablemente no son ángeles, en ese caso no habría historia.

G. M.: Alejándonos de la metodología y acercándose a la reflexión sobre la narración y la veracidad, con respecto a la creación de relatos históricos, ¿cuál es el sentido de responsabilidad en lo que escribe el historiador?

E. M.: Eso vale desde Heródoto y Tucídides hasta Ranke y Niebuhr, y seguimos hoy. Hay una responsabilidad en el texto.  El texto que escribes, la explicación histórica sobre cualquier fenómeno del pasado humano sea de la más antigua prehistoria o de la reciente historia contemporánea, sea de un país, de un individuo, de un fenómeno, de una corriente cultural, exige primero la integridad del respeto a la verdad –en las pruebas y en los testimonios– y la voluntad de hacer las cosas claras y diáfanas, pero buscando solamente la verdad. Creo que Tácito lo explicó muy bien y su máxima a mí me parece que sigue estando presente, aunque él no la cumpliera. Porque esto es lo bueno de estas máximas, que permite incluso ver si tú la aplicas o si se puede desmontar en qué momento las violastes. Hay que escribir historia bona fides, con buena fe interpretativa, de partida. Sine ira et studio, sin encono partidista o sectario (no voy a defender esta causa) et studio, con reflexión meditada, con los codos sobre la mesa para pensar y repensar esos materiales y esas visiones a la hora de ejecutar la narración escrita u oral que va a dar cuenta de ese paso a lo que estoy explicando. Bona fides sine ira et studio, es un compromiso deontológico. Que no se respete, habla de la carencia del ministro sobre el ministerio. La historia pretende esto, el historiador pude pretender otras cosas de paso. Puede pretender ser el profeta de una causa y ser aclamado por sus seguidores, puede pretender ser el intelectual orgánico a la contra o dentro del sistema, puede pretender sencillamente sobrevivir y dar algo de dinero para llevar adelante su familia o puede pretender coger un oficio que es muy divertido (porque leer historia no es hacer de contable de una empresa). Pero es distinto el finis operis, el fin de la obra en sí, del finis operantis decían los clásicos y hay que distinguirlo. El fin de la medicina es curar un cáncer, el fin del médico que te está curando el cáncer puede ser ganar mucho dinero para tener un yate. Da lo mismo, son perfectamente conciliables, porque la disciplina sin oficiantes no existe, pero el oficiante ejerce la disciplina, se adapta, se aclimata a sus dinámicas. Incluso a ser señalado como mal ejerciente, incumplidor de algún precepto, mal historiador, falsario en algunos casos y hemos tenido historiadores sectarios al servicio de una causa y lo mismo me da que sea estatal o sea revolucionaria, estás al servicio de una causa. No digo que sea exactamente lo mismo en cada contexto, pero digo que someterte a un dictamen es hacer lo que los clásicos decían de la filosofía ante la teología servidora de otra causa. La filosofía debe ser libre para explorar sus propios límites, para encontrar sus contradicciones y sus aporías, igual que el historiador e igual que la disciplina de la historia. Solo florece en la libertad de expresión, de investigación, de ocurrencia, de juicio. Porque cuando no, y eso lo hemos visto, la historia es una suerte de propaganda edulcorada. Y cuando es propaganda tiene el mérito que tiene la propaganda, sirve a sus fines en este momento, pero deja de servirnos cuando sea conveniente al poder público autoritario o no que le está demandando. Creo que un historiador debe saber que ejerce la función “a la contra” cuando es preciso y con la corriente cuando es conveniente, pero no sometido necesariamente a ellos.

G. M.: Para terminar este encuentro, ¿qué reflexión hace sobre los tiempos históricos actuales y qué consejo le daría a la nueva generación de historiadores?

E. M.: Es una pregunta complicada y muy difícil. Me la han hecho muchas veces con motivo de la pandemia del coronavirus. Recordaría primero que esto nos está enseñando que nada está escrito, ni predeterminado. Que la historia humana está sujeta a imprevistos que pueden ser cataclismos, como una pandemia mundial como esta, cataclismos geo climáticos, cataclismos nucleares por conflictos humanos. Hay que estar abierto a que el futuro no está escrito. El pasado sí y puede ser como faro de referencia. Es como cuando conduces un coche. Tienes que ir mirando la carretera hacia delante, que no sabes lo que te va a venir, pero de cuando en cuando echa una mirada al retrovisor, porque también te sitúa en tu lugar y te hace ver de dónde vienes, por dónde vas y hacia dónde en muchas ocasiones.

¿Qué deben de hacer los estudiantes de historia? Tener mucha curiosidad intelectual, estar abiertos a la incógnita, estar con los ojos muy abiertos y con perspectivas muy claras para tratar de aprender este mundo tan complejo, cada vez más convulso, pero que ya es un marco de escala planetaria unificado. Ahora existe la humanidad como sujeto real, político y operativo. Desde luego, yo le recomendaría lo que Kant recomendaba a todos sus conciudadanos, “atrévete a pensar”. Y pensar a veces es ir a la contra. Un lugar en el que todo el mundo piensa lo mismo es un lugar en que alguien no está pensando, sino secundando a quien lo pensó. Hay que estar un poco abierto a pensar de nuevo las cosas, replantearse, con bases probatorias muchas de esas cosas. Atrévete a pensar como lema kantiano, creo que sigue siendo una máxima. Una segunda, que me encantó leer una vez y recomiendo a mis alumnos, es de Jacob Burckhardt el gran historiador suizo-alemán del siglo XIX. Él recomendaba al marchar de su docencia a sus alumnos una única cosa: tenéis que leer, tenéis que leer y meditar, tenéis que leer incansablemente, infatigablemente. Leer en este mundo donde cada vez hay más opinión recibida y transmitida por vía oral o encapsulada en los caracteres de Twitter, que impiden pensar con profundidad, es una exigencia deontológica para mantener el nivel de complejidad mental necesario para entender la complejidad del propio mundo. Si hubiera que decir dos cosas serían esas, atrévete a saber y lee con profundidad y reflexión, nada más.

G. M.: Profesor Enrique Moradiellos, muchas gracias.

 

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Elton, María. “Dos versiones de razón práctica: Hume y Tomás de Aquino”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 14, (2023): 285-297. https://doi.org/10.25185/14.13