Humanidades: revista
de la Universidad de Montevideo, nº 15, (2024): 23-48.
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Estudios
Lectura y sabiduría
Reading and wisdom
Leitura e sabedoria
Jorge Peña Vial
Universidad de los Andes, Chile
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-1066-2318
Recibido: 24/05/2023- Aceptado: 13/9/2023
Resumen: No es lo mismo información, conocimiento y sabiduría. Tampoco son lo mismo instrucción y cultura. Anhelamos un saber que integre unitariamente la verdad, el bien y la belleza. Es eso lo que se aprende en la escuela de los clásicos, la escuela total. Esas obras plantean las cuestiones cruciales con paradigmática agudeza e inigualable hondura. Pero hay obstáculos en la cultura actual para la lectura de los clásicos. La “magia de la lectura” se enfrenta a otras magias más poderosas. La principal razón para leer es apelar a un entretenimiento cualitativamente superior. Tras una fenomenología de la lectura se aborda el profundo impacto de la obra sobre el lector.
Palabras clave: información, sabiduría, buen lector, clásicos
Abstract: Information, knowledge and wisdom are not the same. Nor
is instruction and culture the same. We long for a knowledge that unitarily
integrates truth, good and beauty. That is what is learned in the school of the
classics, the total school. These works pose the crucial questions with
paradigmatic optics and unequaled depth. But there are obstacles in the current
culture for reading the classics. The "magic of reading" confronts
other, more powerful magics. The main reason to read is to appeal to qualitatively
superior entertainment. After a phenomenology of reading addresses the profound
impact of the work on the reader.
Keywords: information, wisdom, good reader, classics.
Resumo: Conhecimento e sabedoria não são a mesma informação. Nem educação e cultura
são a mesma coisa. Ansiamos por um conhecimento que integre unitariamente
verdade, bondade e beleza. Isso é o que se aprende na escola dos clássicos, a
escola total. Essas obras colocam as questões cruciais com nitidez
paradigmática e profundidade inigualável. Mas existem obstáculos na cultura de
hoje para a leitura dos clássicos. A "magia da leitura" enfrenta
outras magias mais poderosas. A principal razão para ler é apelar para um
entretenimento qualitativamente superior. Após uma fenomenologia da leitura,
aborda-se o impacto profundo da obra no leitor.
Palavras-chave: informação, sabedoria, bom leitor, clássico
El artículo
pretende exponer las principales razones y motivos que diversos autores han
proporcionado para fomentar una verdadera pasión por la lectura, una pasión que
aspire a lo que tentativamente hemos llamado “sabiduría de los clásicos”,
aquellos que superan la prueba del tiempo. El predominio absoluto de la cultura
de la imagen en la que se mueven niños y adolescentes hace imperioso dar
razones que fundamenten la promoción de hábitos lectores y promuevan una “actitud
culta ante el saber”.
1) Instrucción y Cultura
“¿Dónde se
encuentra el conocimiento que hemos perdido con la información? ¿Dónde se
encuentra la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento”? se pregunta T.S.
Eliot en el Coros de La Roca.
Es necesario distinguir, saber discernir entre información, conocimiento y
sabiduría. Estamos saturados de información y se accede a ella con facilidad,
rapidez y eficiencia. Se habla de carreteras de la información, de
navegaciones, y allí, disponibles, banco de datos, cúmulo de conocimientos
archivados y al alcance de todos. Pero su omnipresencia es meramente virtual.
Poco significan si no se dispone de un auténtico saber capaz de discriminar
-ante esa marejada informativa- la información relevante de la accesoria, y si
se carece de estructuras y hábitos cognoscitivos arraigados capaces de
articular esa información, jerarquizarla e integrarla de modo unitario. No sólo
se debe saber discriminar y estructurar esos abundantes datos cognoscitivos,
sino que es necesario incorporarlos y asimilarlos personalmente. Es culta la
persona que participa vitalmente en aquello que conoce, y en este sentido, se
opone a la mera instrucción informativa.
La cultura alude a una asimilación cualitativa, interna, personal del
saber: “es la participación vital del sujeto en aquello que conoce”[1]. Por el contrario, la instrucción
es de índole cuantitativa, externa e impersonal, aumenta por extensión no en
profundidad, y está afectada por una dispersión carente de integración
unitaria. La mera acumulación de conocimientos, si no están incorporados y
asimilados de modo personal, no hace a una persona culta. Es un saber que
prontamente se olvida porque no afecta nuestro modo de ser y no repercute en
nuestro modo de ver el mundo. Por ello es posible que una persona posea una
abundante instrucción y, paradójicamente, no ser culta. A la inversa, se puede
tener una escasa instrucción y, a pesar de ello, ser culto. Cada vez es menos
raro encontrarse con personas que disponen de una altísima educación superior,
llenos de perfeccionamientos y postgrados, de una especialización técnica
especializada y sofisticada, y, sin embargo, no ser cultas, pese a su alto
grado de instrucción. Por el contrario, a veces quedamos conmovidos y
gratamente sorprendidos ante personas de escasísima educación, pero tan cabales
en su humanidad, tan atinados en sus juicios y tan certeros en su apreciación
de la realidad que la de muchos hombres colmados de instrucción y rebosantes de
erudición. No disponen de mayores conocimientos pero tienen sabiduría, no gozan
de una adecuada instrucción, pero tienen un sentido innato de la realidad y de
las cuestiones últimas capaces de iluminarla. Todo parece sugerir que la actual
educación, con su prodigioso despliegue informático, técnico y audiovisual,
está produciendo en masa hombres instruidos, pero no cultos[2]. En este sentido la inteligencia
artificial puede ser instruida mas no culta.
“¿Dónde se
halla la sabiduría que hemos perdido por el conocimiento?” La mucha información
no conduce al saber y los abundantes conocimientos no necesariamente desembocan
en sabiduría; muchas veces, incluso, constituyen un obstáculo. Se suele lamentar
la ausencia de sabiduría ante las urgentes cuestiones éticas levantadas por los
prodigiosos conocimientos en torno a la materia (energía atómica), de la vida
(genoma), y del pensamiento (neurociencias), que golpean a nuestra conciencia y
a nuestras avanzadas ciencias. Y apreciamos como las ciencias, sin sabiduría,
andan errantes, sin norte ni brújula, con grave peligro de tornarse
autodestructivas o de desencadenar imprevisibles efectos perversos. A su vez
las humanidades, sin sabiduría, avanzan raudamente hacia la inhumanidad y la
barbarie, como lo hemos comprobado tristemente en el siglo que hemos dejado
atrás. Necesitamos una andadura en sabiduría si no queremos correr el riesgo de
estallar por los aires. Anhelamos una cultura sapiencial, un saber impregnado de
sabiduría que integre unitariamente la verdad, el bien y la belleza, aspiración
común presente en el arte clásico y cristiano. En ellos es difícil aislar y
separar las consideraciones propiamente estéticas de las no estéticas. Casi
todo lo que Platón dice del arte concierne a su consumo por parte de los
espectadores o lectores, formulado en términos no estéticos, sino que
atendiendo a sus efectos morales, pedagógicos y políticos. En este sentido anhelamos
una cultura, filosofía y literatura que estén a la altura de unos tiempos ya
sedientos de sabiduría.
El afamado
y reconocido Harold Bloom debió sufrir la proximidad de la muerte para
decidirse escribir un libro cuyo título ya es de suyo elocuente ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Este
destacado académico deja de lado su desbordante erudición para hablarnos de
aquellos libros capaces de otorgarla. Nos dice: este libro:
“surge de una necesidad personal, que refleja la búsqueda de una sagacidad que pudiera consolarme y mitigar los traumas causados por el envejecimiento, por el hecho de recuperarme de una grave enfermedad y por el dolor de la pérdida de amigos queridos (…) A lo que leo y enseño sólo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría. Las presiones sociales y las modas periodísticas pueden llegar a oscurecer estos criterios durante un tiempo, pero las obras con fecha de caducidad no perduran. La mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad, discernimiento. La mortalidad acecha y todos aprendemos que el tiempo siempre triunfa”[3].
Se esté abierto o cerrado a la trascendencia, reconoce que todos
anhelamos la sabiduría. La cultura estará impregnada de sabiduría si mantiene
un contacto vivo con las fuentes metafísicas y teológicas que nos proporcionan
los grandes libros que han forjado la cultura occidental.
El término
“cultura” procede de una metáfora agrícola. La tierra puede ser cultivada o
permanecer inculta. Cultura es entonces cuidado, cultivo del espíritu. No puede
extrañar que el vocablo “culto” se refiera también a la alabanza de Dios, y en
general, a lo divino. Fernando Inciarte ha llamado la atención sobre el
parentesco entre el arte, el culto y la cultura como lo denota el idioma alemán
con las palabras Kunst, Kult, Kultur[4]. Y Alejandro Llano considera que
“la cultura tiene primordialmente que ver con la perfección humana de la persona. Lo cual implica, a su vez, que la mujer y el hombre son sujetos capaces de perfeccionamiento: es más, que ante ellos se presenta ineludiblemente una tarea, consistente en lograrse a sí mismos, pero no sólo ni principalmente en aspectos aislados y adjetivos de su existencia, sino sobre todo en aquello que más radicalmente son, a saber, en cuanto personas. La cultura es un avance del hombre hacia sí mismo: un crecimiento de lo humano del hombre[5].
Ese crecimiento
de lo humano se alcanza cuando se accede al tesoro que nuestro patrimonio
cultural dispone de intuiciones, tradiciones, discursos, relatos, ficciones,
figuraciones plásticas, normas y sentimientos, sin los cuales no se sabe vivir,
o no se es capaz de vivir con intensidad.
2) Leer los clásicos y elegirlos
Grandes
relatos de autores han forjado la identidad de razas, pueblos y naciones:
Homero, San Agustín, Dante, Cervantes, Shakespeare. Tenerlos en cuenta es tener
presentes la tradición central de Occidente. Sus componentes son
cronológicamente pasados, pero el horizonte que con ellos se erige resulta del
todo presente, formando una nueva calidad temporal que podríamos llamar, con
palabras de Eliot, “the pastness of the present”
o “the presentness of the pass”[6]. La tradición central y canónica de
Occidente “no se deja guiar más que por una norma selectiva: lo mejor. Su sueño
es el sueño de lo mejor, entregarnos lo mejor de lo que hicieron los mejores”[7]. Suele atacársela por ser
conservadora, olvidando que ella sólo retiene lo mejor.
Frente a la
crisis de la educación y un verdadero eclipse cultural, una solución es
estudiar con el debido cuidado las obras fundamentales que los más grandes
talentos han dejado tras de sí. La lectura de esas obras es el cauce ordinario
de la vida del espíritu. Es lo que propone Alejandro Llano:
“La lectura de los grandes libros es el único camino para lograr la formación armónica y completa, imprescindible especialmente para el universitario que realmente quiera serlo, con independencia de la carrera que estudie y de la profesión que llegue a desempeñar […] ¿Cómo lograr que los estudiantes universitarios no acaben sus carreras sin haber leído un diálogo de Platón, La Eneida de Virgilio, las Confesiones de San Agustín, la Comedia de Dante, El Quijote, algunos dramas de Shakespeare, los Principia Mathemathica de Newton, las novelas de las hermanas Bronté, La democracia en América de Tocqueville, El extranjero de Camus o, por ir más cerca, El Danubio de Claudio Magris”[8]. A esto es lo que Leo Strauss, el gran filósofo político, denomina “educación liberal”. De hondo contenido humanista se nutre de la cultura clásica –especialmente la griega y latina- por su noble simplicidad y su grandeza serena que permite “una visión tan libre de la radical estrechez del especialista como de las brutalidades del técnico, las extravagancias del visionario o las vulgaridades del oportunista”[9].
En nuestro
actual marco cultural, la tradición carece de autoridad, y pretender dictámenes
sobre lo que merece ser leído y excluido, o establecer cánones consagrados, ya
no goza de prestigio. Se busca la experiencia individual autónoma que es reacia
a cualquier consejero cultural. Por esto, si queremos beber de las fuentes de
esos relatos que constituyen la elaboración culta de la propia identidad,
debemos elegir, y ojalá aconsejarnos por la vera
traditio. Hay que saber escoger a nuestros
amigos, procurar cuidar The Company we keep[10], siguiendo el título del libro de
Wayne Booth, pionero de una ética de la ficción.
Porque, a fin de cuentas, una cultura es una suerte de sistema neuro-vegetativo
que riega, a través de sus canales, la vida real con lo imaginario y lo
imaginario con la vida real.
Si la
llamada tradición ya no ejerce esa función discriminadora estamos llamados a
escoger, y leer es elegir. Pero ¿cómo se escoge? Jean Guitton
nos ofrece algunas reglas de elección, una negativa y otra positiva que son
interesantes, aunque pueden ser matizadas :
“La primera, la resumiré con esta palabra: No leas nunca prosa todavía fresca. No leas un libro que acaba de salir. Pero deja al tiempo, que es el gran seleccionador, el cuidado de cumplir su trabajo silencioso, que consiste en eliminar al mediocre. ¿Qué es un clásico? Es un libro que todavía se imprime y que no cesa de aparecer, que acaba incluso de reaparecer. No leas pues, ya que tú dispones de poco tiempo, si no los libros que han pasado la prueba del tiempo, los que han aparecido al menos hace tres años. Luego aquellos de hace treinta años. Luego aquellos de hace treinta siglos, y encontrarás a Homero. El segundo principio será: lee sólo lo que te emociona”[11].
Para Guitton la emoción es aquello que llega al fondo del alma. Más
crítico y categórico es el colombiano Nicolás Gómez Dávila: “Nuestra atención a
las letras contemporáneas decrece con los años, no porque los sentidos se
emboten, sino porque hemos visto varias literaturas contemporáneas sucederse
las unas a las otras, dejando meramente un puñado de aciertos problemáticos
entre un acervo colosal de basura”[12]. En este sentido son insuperables
los consejos de Italo Calvino:
“Tu clásico –nos dice en uno de ellos- es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizá en contraste con él”. Lo importante es ese efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como moderna. Siempre la actualidad, aunque sea trivial, es el punto donde debemos situarnos. Para poder leer los clásicos hay que establecer desde donde se lee. En este sentido agrega Calvino: “Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo”[13].
Jorge Luis Borges en “Sobre los clásicos”[14] concluye: “Clásico no es un
libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro
que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con
previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Si los clásicos son los libros que
el fervor y la lealtad de varias generaciones de lectores han salvado de la
ruina y el olvido, eso indica que han resistido la prueba del tiempo.
Los clásicos
no envejecen, son incombustibles, y ni siquiera el vocerío de los medios de
comunicación, tantas veces centrados en lo frívolo y superficial, consiguen
apagarlos del todo. “Es clásico –dice la última definición de Calvino- lo que
persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible
se impone”[15]. Leer un clásico es encontrar una
voz amiga, quizás distante pero sorprendentemente vivaz. “Los libros que
llamamos clásicos por su belleza y profundidad, por su inteligencia y lenguaje,
revelan, a pesar de su frecuente contenido dramático y aun trágico, una íntima
armonía interior en el intelecto que los engendró, y en el lector que los
recrea con un placer reposado y hondo”[16]. Pero José Miguel Ibáñez constata
una seria dificultad: los lectores están de tal modo prisioneros en el remolino
y agitación de la actualidad, la política o las exigencias del trabajo, que
fácilmente se aburren cuando sus mentes son exigidas por aquel otro ritmo, más
hondo y espiritual, más puro y vital, que es propio de las complejas
estructuras del lenguaje artístico. Se requiere un aprendizaje de ese ritmo más
sereno y profundo de los clásicos porque los obstáculos a superar no son pocos.
3) Obstáculos para la lectura
Es una pena
que cauces potenciales de cultura como lo son internet y la televisión, sean
con frecuencia canales de lo más degradado que producen las factorías del
entretenimiento comercializado. Se suele decir que vivimos en la sociedad de la
información, que Mister Google está sustituyendo a la
Biblioteca. Más exacto sería decir que entramos en la era de la evaluación de
la información. Y para ello se requiere de un sólido saber, de verdadera
cultura que sepa discriminar la información relevante e integrarla en un marco
de ideas que la torne inteligible y comunicable. La información sólo tiene
valor para el que sabe qué hacer con ella: dónde buscarla, cómo seleccionarla,
qué valor tiene la que se ha obtenido y cómo conviene utilizarla. Sólo así no
seremos unos consumidores dóciles y pasivos de los medios informativos.
Sabremos relativizar las informaciones, las opiniones dominantes “políticamente
correctas”, y hacernos usuarios cultos de los canales informativos
Acosados
por la abundancia de informaciones y mensajes pareciera aconsejable
desconectarse de tanta actualidad y demasiada, llamémosla así, infobasura. Entre
tanta información, estrépito, chismorreo y chisporroteo de imágenes, puede
ocurrir que los libros, que exigen ese ritmo más sereno, quedaran un tanto
apagados, y nosotros demasiado desasosegados para demorarnos en las palabras
escritas. Sin embargo, la lectura sigue siendo –a pesar de todas las
sofisticadas tecnologías de comunicación- el fundamental medio educativo. Leer
a fondo y en silencio puede volverse difícil en un mundo asolado por el ruido y
abrumado por una inmensa e indigerible masa de informaciones urgentes,
angustiosas, vocingleras y triviales. El contexto puede ser desfavorable, pero
eso no impide luchar por lo que creemos una vida más digna y valiosa. El
conocimiento de la historia, de la poesía y de la larga tradición cultural de
Occidente es necesaria para una vida examinada, según la máxima socrática.
Gozan de
excesivo prestigio palabras como “innovación”, “nuevos emprendimientos” y a
todo lo que da paso a las tecnologías del futuro, mientras que la rememoración
de los tesoros culturales del pasado o las grandes teorías especulativas suenan
un tanto obsoletas. Disciplinas que, hasta hace bien poco, constituían el
núcleo de la enseñanza universitaria han quedado prácticamente abandonadas. Las
lenguas clásicas, la filosofía, la historia, la literatura no pasan de ser un
componente ornamental de un entrenamiento que se considera unívocamente
dirigido a la capacitación profesional en cuestiones técnicas, sanitarias,
jurídicas o empresariales. Y modas pedagógicas únicamente centradas en
competencias suelen despreciar lo único común que posee la cultura occidental:
la cultura clásica y la inspiración cristiana.
Lo que
Marina denomina “la magia de la lectura”[17] se enfrenta con otras magias muy
poderosas: el cine, la televisión, los juegos de computador, los tablets, las
redes sociales. En teoría todas podrán convivir, pero en la práctica no es
posible, y no sólo por falta de tiempo, sino porque las otras magias utilizan
una competencia desleal. La televisión se ha convertido en la gran disuasoria
de los libros. Se ha demostrado que la televisión promueve aprendices pasivos:
fomenta una pasividad tentadora y confortable, un letargo acogedor. Es un
espejismo de actividad, más que actividad. En la información visual la
comprensión de la imagen es rápida, emocional y pasiva. Se captan las imágenes,
los gestos, las situaciones, los dibujos con gran rapidez. Producen una gran
satisfacción emocional, porque las imágenes presentan una información cálida.
Ante la imagen cinematográfica se da una participación más vívida y penetrante,
con toda la precisión de nuestras percepciones. Con ironía alude a este sujeto
Pedro Salinas: “Este hombre ha sellado el pacto infernal que le propuso
arteramente el demonio de las imágenes: «Entrégame tu facultad de leer, y yo,
en canje, te colmaré de seductoras estampas en negro o en color, paradas o en
movimiento; que esa es la vida de verdad, vista con tus ojos y no interpretada
a través de los embelecos de la letra»”[18]. Sin embargo, la participación que
se da en la lectura, si bien menos inmediata y directa, al intervenir los
centros superiores del cerebro responsables del lenguaje, implican una mayor
mediación racional más rica y más profunda. Por eso es necesario adiestrar para
afrontar ese ritmo más sereno de la buena lectura para que no se torne un
quehacer arduo y desangelado.
Un
obstáculo frecuentemente esgrimido por hombres absorbidos por las exigencias
del trabajo profesional es que carecen de tiempo. A duras penas les da para
leer el periódico y si acaso las noticias del telediario. Pennac
sale al paso de esta socorrida objeción:
“Nadie tiene jamás tiempo para leer. La vida es un obstáculo permanente para la lectura. El tiempo para leer es siempre tiempo robado. El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo para vivir. ¿Quién tiene tiempo para estar enamorado? Pero ¿se ha visto alguna vez que un enamorado no encuentre tiempo para amar? La lectura es como el amor, una manera de ser. El problema es si me regalo o no la dicha de ser lector”[19].
Entre los
hombres prácticos, dinámicos, cuyo dios es la acción abunda esta especie de neoanalfabeto como lo denomina Pedro Salinas. En el
mundo sobran ideas y lo que se necesitan son hombres activos, audaces,
acometedores, incansables, que lanzándose a iniciativas innovadores funden
empresas y erijan factorías que aumenten la riqueza nacional, sin perjuicio de
la propia. Se les verá constantemente dando instrucciones a secretarias y
subordinados, y pendiente del cordón umbilical del adulto de nuestros días, el
celular. Su Dios es la acción. Nunca se ha hecho nada con teorías. Tildaría de
loco a quien le dijera que las teorías de Freud o Marx, presentes en un libro,
han desencadenado un vendaval de acción, como puede testimoniar cualquier hijo
de vecino que haya oído hablar de la historia del mundo en los últimos 80 años[20].
4. Los clásicos: la escuela total
En la
enseñanza de los clásicos la atención del lector ha de ponerse sobre lo bien
que el autor supo decir lo que quería decir, sobre el papel decisivo del “cómo”
hablar para alumbrar una idea. Al leerlos no solamente debemos detenernos en el
valor de sustancia humana que contienen, sino igualmente apreciar que ese
contenido está irremediablemente unido a la forma lingüística en que nace y que
es una y la misma cosa que ella. Por eso Pedro Salinas sostiene que
“leer con atención profunda los clásicos es entrar en contacto con gentes que supieron pensar, sentir, vivir más altamente que casi todos nosotros, de manera ejemplar; y darnos cuenta de cómo ese pensar y ese sentir fueron haciéndose palabra hermosa. Los clásicos son una escuela total; se aprende de ellos por todas partes, se admira lo entrañablemente sentido o lo claramente pensado, en lo bien dicho. Y cuando nos toque a nosotros, en nuestra modesta tarea del mundo, la necesidad de hacer partícipes a nuestros prójimos de una idea o de un sentimiento nuestros, esos clásicos que leímos estarán detrás, a nuestra espalda, invisibles pero fieles, como los dioses que en la epopeya helénica inspiraban a los héroes, ayudándonos a encontrar la justa expresión de nuestra intimidad”[21].
La lectura de los clásicos griegos y latinos
nos otorga la facultad de relativizar sanamente nuestra particular visión
moderna de las cosas. Se accede a los lugares comunes, a los topoi de nuestra cultura. Desde y sobre esos
cimientos, sean bienvenidos los multiculturalismos. Pero debemos tener en
cuenta que hoy los jóvenes nada saben de mitología, no han leído a los clásicos
griegos y latinos, ni la Biblia, las Confesiones
de San Agustín y menos la Divina
Comedia. Así les es difícil entender un poema de Eliot o de Rilke si en
cada poema hay dos o tres implícitos procedentes de los clásicos o de las
Escrituras. No se trata de incurrir en vanas erudiciones sino impedir que la
alta cultura devenga petrificación arqueológica por su lejanía y por no saber
conectarlo con el presente.
¿Cuáles son
los grandes relatos que han permitido esa elaboración culta de la propia
identidad? La respuesta es breve: su capa más profunda la pusieron la Biblia
judeocristiana y los griegos. Todo lo que vino después se edificó sobre estos
cimientos y guarda alguna relación con estos orígenes fundacionales. El crítico
literario canadiense Northrop Frye
denomina a la Biblia El gran Código[22]. Asimismo. George Steiner:
“Todos nuestros demás libros, por diferentes que sean en materia y método, guardan relación, aunque sea indirectamente, con este libro de los libros (…) Todos los demás libros, ya sean historias, narraciones imaginarias, códigos legales, tratados morales, poemas líricos, diálogos dramáticos, meditaciones teológico-filosóficas, son como chispas, muchas veces lejanas, que un soplo incesante levanta de un fuego central (…) La Biblia determina, en buena medida, nuestra identidad histórica y social. Proporciona a la conciencia los instrumentos, a menudo implícitos, para la remembranza y la cita (…) No hay otro libro como éste; todos los demás están habitados por el murmullo de ese manantial lejano (hoy en día, los astrofísicos hablan del «ruido de fondo» de la creación)”[23].
El corpus
bíblico se halla en el centro de una galaxia de comentarios e interpretaciones,
y su densidad y fuerza de gravitación son casi inconmensurables.
Es un
recurrido tópico establecer que las dos raíces y fuentes de Occidente son
Atenas y Jerusalén, la filosofía y la Biblia. Leo Strauss y pensadores
cristianos han enfatizado la y de la
conjunción; Chejov, Levinas acentúan la o de la disyunción. Es en San Agustín,
siguiendo la huella de Platón, que el cristianismo logra la primera gran
síntesis en el S.IV para consolidarse en el siglo XIII con Tomás de Aquino.
Benedicto XVI reafirma con fuerza esta venturosa e indispensable conjunción que
marca la identidad occidental.
5. Razones para leer
La razón
fundamental que esgrime José Miguel Ibáñez para incentivar la lectura es una
sola: el puro placer que proporciona.
“Si se me pregunta por qué leer y releer hoy a los clásicos, mi primera respuesta no tiene nada de académica ni pedagógica, y sí mucho de hedonista y pragmática. Yo respondería que debe emprenderse esa lectura, en primer lugar, por puro y simple placer, por gusto y entretenimiento, por las mismas razones -corregidas y aumentadas– que nos hacen tomar un best-seller o una novela policíaca y enfrascarnos vorazmente en su lectura. El comienzo puede ser difícil, pero, tras un mínimo adiestramiento, la prosa de Cervantes o de Santa Teresa nos puede producir un placer intelectual comparable a la más apasionante lectura de nuestros días. Es un error sentir a los clásicos alejados infinitamente de nuestra sensibilidad, están muy cerca de ella, y yo diría que un proceso no muy largo ni muy tedioso de educación puede salvar con relativa facilidad las barreras iníciales”[24]. Se apela a un entretenimiento cualitativamente superior.
Sin embargo,
esa no es la única razón, aunque puede ser la principal. La lectura frecuente
es el mejor medio que tenemos para adueñarnos del lenguaje y de sus creaciones.
Es el gran instrumento, el obvio instrumento. La riqueza léxica, la
argumentación, la explicación, la expresión de los propios sentimientos, la
comprensión de los ajenos, la libertad de pensamiento, se adquieren a través de
la lectura. Creemos necesario fomentar el placer de leer para adueñarse del
lenguaje y facilitar su apropiación. La pregunta - ¿por qué hay que leer? -
queda sustituida por otra más profunda: ¿por qué y para qué necesitamos
adueñarnos del lenguaje? José Antonio
Marina ofrece tres razones decisivas: 1) “porque nuestra inteligencia es
lingüística; 2) porque el fondo de nuestra cultura es lingüístico; 3) porque
nuestra convivencia es lingüística[25]”.
Hablamos a
los demás, pero continuamente nos estamos hablando a nosotros mismos. “El
hombre es un diálogo interior”, escribió Pascal. Ese intercambio íntimo con
nosotros mismos es continuo a través de ideas, intuiciones, reflexiones,
preguntas, impresiones y constantemente vamos comentando lingüísticamente lo
que experimentamos. El lenguaje no es sólo un medio para comunicarnos con los
demás, sino para comunicarnos con nosotros mismos. La reflexión es ese
mecanismo lingüístico de la inteligencia por la cual nos volvemos sobre
nosotros mismos y analizamos nuestras creencias, sentimiento o acciones. Y todo
eso lo hacemos mediante las palabras. Necesitamos de las palabras para aclarar
nuestro confuso mundo emocional, y en este sentido, las palabras es la gran
iluminadora de nuestra intimidad.
No hace
falta leer a Wittgenstein (“los límites de mi lenguaje son los límites de mi
mundo”) para sostener la identidad de lenguaje y pensamiento. Y en un bellísimo
ensayo Pedro Salinas sostiene:
“El lenguaje es necesario al pensamiento. Le permite cobrar conciencia de sí mismo (…) El pensamiento se orienta hacia el lenguaje como hacia el instrumento universal de la inteligencia [Wittgenstein no lo consideraría instrumento, sino que lo contiene]. El lenguaje está delante del pensar humano que quiere expresarse como un teclado verbal. ¿Qué haría frente al teclado de un piano, una persona que conociese sólo los rudimentos de la música? En cambio, el buen conocedor de las teclas, de sus recursos inagotables, las hará cantar músicas nuevas, con acento propio. Así el hombre frente al lenguaje: todos lo usamos, sí, todos tenemos un cierto saber de este prodigioso teclado verbal. Pero sentiremos mejor lo que sentimos, pensaremos mejor lo que pensamos, cuanto más profundo y delicadamente conozcamos sus fuerzas, sus primores, sus infinitas aptitudes para expresarnos […] No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua”[26].
Como se
puede apreciar, es conveniente relacionar la lectura con el desarrollo de la
inteligencia. Una persona muda puede ser muy inteligente, porque posee un
lenguaje interior, pero una inteligencia muda es la negación de la
inteligencia. Nuestra inteligencia es lingüística y nuestra cultura también lo
es. Nuestras relaciones sociales, familiares, afectivas, políticas se trenzan
con mimbres lingüísticos. O también se destrenzan.
Causa pena
oír hablar a gente joven recurriendo a socorridas muletillas, cuando no al
infaltable comodín grosero que cumple todas las funciones gramaticales
(sustantivo, verbo, adjetivo) y a gestos expresivos que serían más propios de
un primate de bajo rango. Al expresarse pugnan en el intento de decir algo
inteligible y coherente. No nos hiere su deficiencia por vanas razones de bien
hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica. Nos duele mucho más
adentro, nos duele en lo humano.
“Una de las mayores penas que conozco es la de encontrarme con un
mozo joven, fuerte, ágil, curtido en los ejercicios gimnásticos, dueño de su
cuerpo, pero cuando llega el instante de contar algo, de explicar algo, se transforma
de pronto en un baldado espiritual, incapaz casi de moverse entre sus
pensamientos (…) ¡Pobrecito dicen los mayores, cuando ven a un niño que llora y
se queja de un dolor, sin poder precisarlo! «No sabe dónde le duele». El hombre
que mal conozca su idioma no sabrá, cuando sea mayor, dónde le duele, ni dónde
se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los
poetas, pueden definirse como los seres que saben decir mejor que nadie dónde
les duele”[27].
6. Fenomenología del lector y el impacto de la obra artística
Para el
buen lector -lo sabe por experiencia- la lectura de una obra de arte, la
exposición a la belleza de la forma es cautivante, peligrosa, profundamente
perturbadora[28]. La obra abre las puertas de nuestra alma y
literalmente se enseñorea de nuestro psiquismo, imaginación, memoria y
afectividad. Todo ello en el entendido de que se trata de un buen lector y que
estamos en presencia de una verdadera obra de arte. C. S. Lewis realiza una
notable fenomenología para discernir entre el buen lector y el mal lector que
pertenece a la mayoría[29]. Según Lewis, para el buen lector
-el que siempre anda buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y
concentra en ella toda su atención- la lectura de una buena obra es una
experiencia tan trascendental, que sólo admite comparación con la experiencia
del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo.
Ya no son los mismos; conservan un recuerdo constante y destacado de lo que han
leído; los episodios y personajes de los libros les proporcionan una especie de
iconografía de la que se valen para interpretar el mundo o resumir su propia
experiencia. Al mal lector, la mayoría, no le ocurre esto. No comprenden que se
arme tanta alharaca con los libros; cuando terminan un cuento o novela no les
ocurre nada semejante. Leen, pero lo abandonan con rapidez cuando descubren
otra manera más "útil" de pasar el tiempo, o la reservan para los
viajes, para las enfermedades, los raros momentos de obligada soledad o para
inducir al sueño. La diferencia esencial, establecida por Lewis, entre el mal
lector y el buen lector, es que el primero usa
el arte mientras el segundo lo recibe.
El mal lector usa el cuadro o lo narrado como un arranque automático para
ciertas actividades imaginativas y emocionales del sujeto. Se hace algo con
ello; no todo uso es necesariamente perverso, vil o pornográfico, sino que
también puede ser noble y elevado como leer para aumentar la cultura, conocer
historia o incrementar el vocabulario y el saber. Pero sea el uso que sea,
vulgar o noble, no se tiene una adecuada actitud hacia la obra de arte que
exige ser tomada como valiosa de suyo y fin en sí misma. Las Tres Gracias de Boticelli valen por
sí mismas y es del todo derivado que se usen para hablar del mito griego
o la época renacentista. La forma no debe ser un auxiliar para el ejercicio de
nuestras propias actividades, sino que su presencia deberá ser la que determine
profundamente nuestra sensibilidad, imaginación y afectividad. El buen lector
se toma en serio las palabras, su interna tensión de claridad y belleza, es
sensible al estilo, relee, no se limita a los hechos narrados y a saber “qué
sucedió después”; experimenta en sí mismo la fuerza y la coacción de las
palabras; éstas no se limitan a indicar, sino que literalmente tienen color,
sabor, textura. Las palabras parecen imponernos su voluntad y nos guían hacia
los ámbitos más recónditos del psiquismo humano o permiten hacernos palpar el
horror del Infierno de Dante o la Metamorfosis de Kafka. Leer bien es
experimentar la fuerza de realidad y el poder que las palabras ejercen sobre
nosotros. Por ello doy por supuesto que hay impacto en el lector cuando se
trata de una buena obra y quien lee es un buen lector. Demás está decir que esa
disciplinada recepción de la obra sólo la resisten aquellas obras que
verdaderamente merecen el nombre de artísticas; asimismo, las grandes obras
literarias o artísticas se resisten a un uso inadecuado de ellas. Es más,
muchas de ellas (La Divina Comedia,
Fausto) no invitan o proponen una buena lectura, no sólo la suponen, sino
que, para poder apreciarlas, simplemente la exigen y de alguna manera la
imponen.
“Leer bien -dirá Steiner- significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico (Dostoievski habla de él). De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansía un brusco despertar. Así debiera ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un lapso, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo puede ser capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”[30].
Es una supina ingenuidad, contraria a la
evidencia de los hechos, tomarse a la ligera el profundo impacto ético y vital
que supone en el buen lector una obra de arte. Sólo merecen ser tomadas en
serio las obras que operan en nosotros esa transformación, las que nos abren a
nuevas dimensiones de la realidad, o las que la hacen más “habitable” y
permiten dar voz a nuestros anhelos y necesidades interiores. El resto
pertenece a lo que Steiner denominó despectivamente «pornografía de la
insignificancia».
Las obras,
designémoslas clásicas, permiten ver por nosotros con más precisión y variedad,
afinan nuestra conciencia con más experiencia humana y sus voces penetran en
los recovecos de nuestra propia sensibilidad configurando nuestro modo de
conocer e interpretar la realidad.
“En la medida en que un hombre o una mujer son susceptibles a la poiesis, al significado hecho forma, están abiertos a las incursiones y las apropiaciones por parte de agentes de deleite o tristeza, de seguridad o miedo, de ilustración o perplejidad, cuyos modos de operación se hallan, en última instancia, más allá de la paráfrasis. (..) La «otredad» que entra en nosotros nos hace otro [...] La épica y la lírica, la tragedia y la comedia, la novela ejercen la autoridad más penetrante sobre nuestra conciencia. Por medio del lenguaje somos «traducidos» del modo más marcado y perdurable”[31].
Somos en
verdad “traducidos”, se les presta voz a nuestros sueños y fantasmas, a
nuestras aspiraciones íntimas y universales. Se nos dice “lo que nos pasa”,
reconocemos nuestros anhelos y afanes cristalizados en esas palabras que no
sólo son un espejo de la verdad sino también la forma vital e inagotable de
ésta. A este tema alude Jacques Maritain cuando
escribe: “El arte y la poesía suscitan los sueños del hombre, sus recónditos
anhelos, y le revelan algo de los abismos que existen en el propio hombre. El artista
no lo ignora”[32].
Cuando la lectura es algo más que fantaseo,
evasión imaginaria o un apetito indiferenciado emanado del tedio, la lectura es
un modo de acción. Se permite la entrada a personajes y situaciones que
acometen y asedian nuestra ciudadela interior ejerciendo un contundente señorío
sobre nuestros deseos, imaginaciones y anhelos. Creo que fue Yeats el que dijo
que la belleza era irrefutable; en este sentido se puede decir que el artista
es una fuerza incontrolable. Los hombres que quemaban libros sabían lo que hacían,
y al hacerlo estaban haciendo un grotesco homenaje, pero homenaje, al fin y al
cabo, a la fuerza del arte. Se podrá decir que la censura no funciona y por su
constitutiva torpeza no conviene que la haya, pero otra cosa es negar el fuerte
impacto de la obra, ya sea enriquecedora o degradante[33].
Existen
riesgos, ningún buen lector puede ignorar que ciertas presencias se vuelven
hipnóticas, obsesivas y crueles. Pero esos riesgos hay que correrlos, sobre
todo por el papel decisivo que juegan los libros en la formación del
adolescente. De otro modo se produce un estrechamiento y muerte prematura de la
imaginación y de la afectividad. Las historias y cuentos narrados a un niño son
tomados en serio; es llamado y convocado por seres a participar de diversas
aventuras en la isla desierta, en la cueva de ladrones, a la Edad Media o para
recorrer los espacios intergalácticos. Spranger, en
su clásica Psicología de la edad juvenil,
decía que la fantasía que se proyecta anhelosamente en las cosas es un medio de
“ampliación de las almas”[34]. En la lectura buscamos una
ampliación de nuestro ser. Queremos ser más de lo que somos; ver por otros
ojos, imaginar con otras imaginaciones y sentir con otros corazones. Hemos
salido de nosotros mismos para entrar en otros caracteres; nos convertimos en
otras personas, con otro temperamento y adoptamos una perspectiva de las cosas distinta
de la nuestra. Esto permite una mayor comprensión de los demás porque
aprendemos a ver el mundo y la realidad con otros ojos. Así lo ve también
Alejandro Llano:
“Todos los mundos posibles se dan cita ante el lector. Quienes adquirieron en la infancia o en la juventud un amor a los libros que los acompañará hasta la ancianidad, son personas que viven muchas vidas. Expanden y enriquecen la suya al entreverarla con la de otros. Su inteligencia crece, su imaginación se agranda. Se pasean por los vericuetos de la historia, por los laberintos de la ciencia, por las maravillas de la fantasía. Tienen una mente educada que les torna capaces de plantearse alternativas inéditas y recorrer sendas inexploradas […] Como yo soy un obsesionado de los libros, un letraherido, como dicen los pedantes, invito a todos los que me escuchan a que adquieran precisamente la manía de leer: que se despreocupen de todo lo demás (que es irreal) para abocarse a los libros, donde se encuentra la verdadera realidad”[35].
Todo esto
lo ha planteado C.S. Lewis con la agudeza que acostumbra y con el trasfondo de
una verdadera antropología:
“Por tanto, leer bien, sin ser una actividad sentimental, moral o intelectual, comparte algo con las tres. En el amor salimos de nosotros mismos para entrar en otra persona. En el ámbito moral, todo acto de justicia y de caridad exige que nos coloquemos en el lugar de otra persona y, por tanto, que hagamos a un lado nuestros intereses particulares. Cuando comprendemos algo descartamos los hechos tal como son para nosotros y nos quedamos con los hechos tal como son. El primer impulso de cada persona consiste en afirmarse y desarrollarse. El segundo impulso consiste en salir de sí misma, en corregir su provincianismo y en curar su soledad. Esto último es lo que hacemos cuando amamos a alguien, cuando realizamos un acto moral o cognoscitivo y cuando «recibimos» una obra de arte. Sin duda este proceso puede interpretarse como una ampliación o como una momentánea aniquilación de la propia identidad. Pero se trata de una vieja paradoja: «el que pierde su vida la salvará»”[36].
La creación
artística es posibilidad de vivir más. Ello es posible en la medida que abre
nuevas dimensiones y perspectivas a una realidad en la que no habíamos reparado
y, por tanto, no se habían “vivido”. Este es el sentido heideggeriano de
expresiones como “el arte redime lo real, lo hace habitable” o cuando decimos
que el arte potencia la vida, la amplifica. Se hace habitable o “vivible” el
dolor y la lucha, la nostalgia y los celos, el amor y la muerte. O, utilizando
palabras de Jacinto Choza,
“lo que yo viví, Bécquer lo ilumina, lo hace permanentemente habitable, lo reduplica y lo pone a mi disposición «liberándome» de ello. Aquí el arte ha abierto cauces para vivir lúcidamente lo que oscuramente se vivenciaba; ha posibilitado el paso de la monotonía o de la opacidad a la novedad radiante. El influjo de la literatura en la configuración de las actividades humanas es este precisamente: hacerlas más conscientes, iluminarlas, simplificarlas y darles cauces para su desarrollo”[37].
Parece
claro el influjo de la literatura en la configuración de mentalidades y
actitudes, en la amplitud y en las atmósferas de los mundos interiores, en la
lógica de potencialidad total que parece presidir los mundos imaginarios. Hasta
el momento se carece de pruebas para poder dictaminar si la exposición
sistemática a obras e imágenes pornográficas, sádicas, violentas o degradantes
tiene o no relación causal con conductas de esas mismas características. En
todo caso,
“los censores, los quemadores de libros y los pornógrafos -ha dicho Steiner- son un testimonio corrupto pero inequívoco sobre la ambigua dominación de los textos sobre la vida. Los efectos son los de una reacción en cadena, tal como los describe la física de alta energía. La sugerencia verbal, las asociaciones tonales o de imágenes liberadas por las formas estéticas generan, a su vez, secuencias ulteriores de formulación análoga, fiel y variante dentro de nosotros. Los deseos dormidos reciben habitación y nombre. Se desarrolla el guion de la posibilidad imitativa. Una verdad radical subyace a la loca prolijidad de Sade, la garantiza. Una vez escritos, la sexualidad y los fantasmas de explotación y esclavitud que siguen ensombreciendo nuestra frágil educación en humanidad no están puntuados”[38].
En
abstracto y desde fuera es difícil adivinar la actitud del lector o espectador;
puede ser verdaderamente contemplativa o estética, meramente pragmática o
animado por diversos móviles e impulsos. En todo caso, la actitud del sujeto
parece ser clave: se puede hacer un uso vil y grotesco incluso de las mejores
obras de arte, aunque lógicamente son las que menos se prestan a esos usos
indebidos. Hay goces que no son del todo contemplativos y estéticos como se
proclaman, sino que subrepticiamente se introduce el sentido del tacto. Lo
propio de la contemplación estética es ser un goce exclusivo de la vista y sólo
de ella, que mantiene la distancia y deja ser con libertad. Lo peculiar de una
mirada no estética es la de un mirar “alargando la mano”, una mirada que se
convierte en abastecedora del deseo, inficionada por el sentido del tacto y
cuya intencionalidad es ahora la posesión y el dominio. Es difícil establecer
reglas generales o una casuística detallada porque lo decisivo siempre radicará
en la actitud del sujeto. Desde fuera y desde reglas abstractas no es posible
penetrar en la interioridad del sujeto y en la intencionalidad de su actitud.
En todo
caso, la actitud e intencionalidad del lector es muy diferente a la del
crítico. Este último voluntariamente adopta cierta distancia frente a la obra
para posibilitar el análisis, la glosa o el comentario crítico. El movimiento
propio de la crítica es el de “retroceder” en el mismo sentido en el que se
retrocede frente a una pintura para contemplarla mejor, para observarla de modo
más objetivo y racionalmente distanciado. El movimiento del lector, en el
entendido de que se trata de una buena obra y una verdadera lectura, es la de
implicarse y participar afectivamente en lo narrado, intenta negar la distancia
que hay entre el texto y él.
Para el
lector, la obra no es un “objeto” externo, un dato que nos es dado, una cosa,
ni siquiera “estética”, que está en el mundo. Steiner sugiere con radicalidad
que se trata de una “presencia real”, con toda la fuerza y carga de este símil
eucarístico, es decir, que se opera una verdadera transubtanciación.
Leer bien una obra de arte es, momentánea y provisionalmente, durante el
período que dura la lectura, exponer nuestra identidad y hacerla vulnerable a
las “presencias reales” que la habitan[39].
Hablar de
“presencia real” y de signo o presencia sacramental, es insinuar un sentido
“icónico” diferente y más intenso que el mero signo representativo. Revirtiendo
la idea platónica de que se trata de una
mímesis de tercera mano, Heidegger otorga categoría ontológica a la
presencia estética. Tomando su conocido comentario al cuadro de Van Gogh
relativo a un par de botas gastadas, podemos decir con total naturalidad que
esas botas enmarcadas en el cuadro tienen más “realidad”, intensidad y
necesidad fenomenológica que el par de botas de verdad e infinitamente más que
los datos objetivos procedentes de un análisis químico del material de las
botas. Para Steiner, como vemos, las contigüidades del “lector” con el texto
son de tipo ontológico, mientras que para el crítico son de índole
epistemológica. El lector no se encuentra ni se orienta hacia la objetivización, sino a la implicación en la posibilidad, en
el “como si” de la presencia real.
Para
Steiner una lectura estéril de la obra es la que se queda en la simple
dimensión técnica y prescinde de su dimensión ética. En cambio, una lectura es
buena y fecunda, si se opone a cualquier distancia entre el texto y el
comentario, de modo que el primero se convierte en mero pre-texto para el
segundo. Se trata de una reciprocidad vitalizante en
la que la prioridad siempre radicará antes en la obra que en el comentario.
Reciprocidad,
porque el correlativo dialéctico de la operación de escribir es la de leer y
ambos actos se necesitan mutuamente. Lo que hará surgir esa “presencia real”
concreta e imaginaria procede del esfuerzo conjugado del autor y del lector.
Pero también vitalizante, pues soy yo mismo el que le
presto a esa obra toda su fuerza y energía que simultáneamente me traduce y se
nutre de mí. Como bien lo veía Sartre, la lectura es una creación dirigida, “un
sueño libre”, una credulidad consentida, y a cada paso el objeto literario se
alimenta de la subjetividad del lector: la angustia de Rakolnikoff
es mi angustia, su espera es la que
yo le presto, su odio ante el juez de instrucción es el odio que yo tengo a
través de él, es decir, si mi subjetividad no los hace vivir esos signos y
palabras serían opacos y languidecientes.
“De este
modo, la lectura es un ejercicio de generosidad y lo que el escritor pide al
lector no es la aplicación de una libertad abstracta, sino la entrega de toda
la persona, con sus pasiones, sus prevenciones, sus simpatías, su temperamento
sexual, su escala de valores. Cuando esa persona se entrega con generosidad, la
libertad le atraviesa de parte a parte y transforma hasta las masas más oscuras
de su sensibilidad. Y, como la actividad se ha hecho pasiva para crear mejor el
objeto, la pasividad, recíprocamente, se convierte en acto: el hombre que lee
ha subido a lo más alto. Tal es la razón de que se vea a personas que tienen
fama de duras derramar lágrimas ante el relato de infortunios imaginarios; se
habían convertido por unos instantes en lo que hubieran sido si no hubiesen
pasado su vida ocultándose su libertad”[40].
De modo
semejante a Borges (“Los Grandes Lectores -y él era uno de ellos- son más
escasos que los grandes escritores”), Steiner se definía a sí mismo como un
maestro de lectura, y a contrapelo de las novísimas disciplinas ya sea
críticas, deconstruccionistas o semióticas, consideraba que cualquier buena
lectura paga una deuda de amor: “Me gustaría que, si perduro en las memorias,
el recuerdo que de mí se guarde sea el de un maestro de lectura, alguien que ha
pasado su vida leyendo con los demás [...] Leer es estar dispuesto a recibir un
invitado en casa, cuando cae la noche”[41]. Lo que en términos de C.S. Lewis
es la recepción disciplinada, para Steiner consiste fundamentalmente en un acto
de cortesía propio de quien sabe ser un buen huésped, el que se atiene a las
reglas tradicionales que rigen las relaciones entre el anfitrión y su invitado.
Lo invitamos a que se acomode en la casa de nuestro ser y aceptamos por una
temporada vivir juntos.
Esta
hospitalidad, el abrir de par en par las puertas de nuestro yo a nuestro
invitado, nos torna vulnerables a su presencia y actuación. Incluso puede
llegar a alterar la textura de nuestra conciencia.
“El texto canónico entra en el lector, ocupa su lugar dentro de él por un proceso de penetración, de intimación luminosa cuya ocasión puede haber sido enteramente mundana y accidental -los encuentros decisivos suelen serlo- pero no, o no principalmente, deseada. Los «grandes invitados» entran sin invitación, aunque se les espere [...] Cuando son plenamente aceptados, cuando son recibidos y vitalmente asumidos gracias al recuerdo y el estudio precisos, estos penetradores e intrusos dominantes echan raíces. Se mezclan con el tejido del yo; los textos se convierten en parte de la identidad”[42].
Acontece
que el texto junto con leerlo “nos lee” y nos dice lo que nos pasa. Traduce
nuestras oscuras e intensas vivencias a un lenguaje inteligible, preciso y
luminoso. Y en Presencias reales,
Steiner escribe:
“El arte y la literatura seria son de una indiscreción total. Preguntan por las más hondas intimidades de nuestra existencia (...) En un sentido fundamental y pragmático, el poema, la estatua o la sonata, en lugar de ser leído, contemplada o escuchada, son más bien vividos. El encuentro con lo estético es, junto con ciertos modos de la experiencia religiosa y metafísica, el conjuro más «ingresivo» y transformador a que tiene acceso la experiencia humana. De nuevo, la imagen adecuada es la de una Anunciación, la de «una belleza terrible» (Yeats) o gravedad que irrumpe en la pequeña morada de nuestro cauto ser. Si hemos oído correctamente el aleteo y la provocación de esta visita, la morada ya no es habitable de la misma manera que antes”[43].
Siempre
conservaremos un vivo recuerdo de aquellas obras que mayormente han afectado
nuestro ser y, de algún modo, han contribuido a forjar nuestra identidad. Pero
ser hospitalario conlleva sus riesgos. Perfectamente puede ocurrir que el
invitado no sólo se encuentre a gusto en la casa de nuestro ser, fomente
nuestra amistad y para nosotros ésta sea grata y constructiva de nuestra
identidad, sino que también nos arriesgamos a que cierta noche, una determinada
obra llame a la puerta y el invitado nos desvalije, destruya e incendie por
completo nuestra casa. En la niñez y juventud, cuando los espacios interiores
no están llenos de ideas, prejuicios y principios ni tampoco entrenados para
una recepción estética, su actuación puede ser más intensa -benéfica o corrosiva-
en la forja de la identidad. Es en esos períodos, además, cuando más
indiscriminadamente hospitalarios y vulnerables somos y cuando no discernimos
bien las reales cualidades artísticas de los textos a los que nos exponemos.
Sin embargo, a pesar de estos riesgos, el buen lector siempre conservará,
incluso en plena madurez, esa vulnerabilidad y hospitalidad, tanto a la luz
como a la amenaza, y especialmente mostrará su desvalimiento y desprotección
ante la irrefutable belleza de la excelencia artística.
Somos responsables de los invitados que
albergamos en la morada de nuestro ser y de la actitud que adoptamos tanto
frente a esos que hemos decidido considerar verdaderos amigos más que
huéspedes, como frente a las visitas inesperadas y los visitantes desconocidos.
La reflexión sobre el profundo impacto que la obra de arte ejerce en la textura
psicológica, moral y espiritual de nuestro yo, la consideración tanto de los
hilos narrativos reales como imaginarios, históricos como ficticios que
confluyen en la forja de nuestra identidad, legitima y hace necesaria una ética
de las ficciones e incluso una ética de lo imaginario.
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Para
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Peña
Vial, Jorge. “Lectura y
sabiduría”. Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 15,
(2024): 23-48. https://doi.org/10.25185/15.2
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Illán: amartinez@unav.es
[1] Gustave Thibon, “Instrucción
y cultura” en Nuestro Tiempo, n°255-256,
Pamplona, (sept-oct., 1975, vol. XLIV).
[2] Cfr: Jorge Peña Vial, “Entre
la actitud culta de los alumnos y las virtudes del profesor” en Estudios
Públicos, n° 93, (verano, 2004): 291-315.
[3] Harold Bloom., ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Buenos
Aires: Taurus, 2005), 13.
[4]Cfr:
Fernando Inciarte, Imágenes, palabras, signos. Sobre arte y filosofía
(Pamplona, Eunsa, 2004).
[5] Alejandro Llano, Cultura y Pasión (Pamplona: Eunsa, 2007),
14. Llano es un destacado filósofo español autor de consagradas obras de
metafísica, filosofía política, teoría del conocimiento y filosofía dela
cultura.
[6] Thomas Stearns Eliot, Notas
para la definición de cultura, (Buenos Aires: Emecé, 1949), 98.
[7] Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad,
(Barcelona: Seix Barral, 1974), 113.
[8] Llano, Cultura y Pasión, 24 y 72.
[9]Cfr:
Leo Srauss, Liberalism, Ancient and
Modern (Chicago, University of Chicago Press, 1995).
[10] Cfr: Wayne Booth, The Company we keep: an ethics of fiction, (C<lifornia, University California Press, 1988).
[11] Jean Guitton, Nuevo arte de pensar (Madrid: Encuentro, 2000) 52-53.
[12] Nicolás Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito, tomo II (Bogotá:
Villega, 2005) 9.
[13] Italo Calvino, Por qué leer los clásicos (Barcelona: Tusquets, 1994), 17-18-19.
[14] Jorge Luis Borges, Otras Inquisiciones (Buenos Aires: Debolsillo,
2011) 390.
[15] Calvino, Por qué leer los
clásicos, 19.
[16] José Miguel Ibáñez Langlois, Introducción a la literatura (Santiago:
Universitaria, 1993), 32.
[17] Cfr: José Antonio Marina y
María Válgoma, La magia de leer
(Barcelona: Plaza&Janes, 2005) 57-69.
[18] Pedro Salinas, La responsabilidad del escritor y otros
ensayos (Barcelona: Seix Barral, 1964) 98.
[19] Cfr: Daniel Pennac, Como una novela (Bogotá: Norma, 1983).
[20]Cfr: Salinas, La responsabilidad del
escritor y otros ensayos, 89-116.
[21] Salinas, La responsabilidad del
escritor, 79-80.
[22] Cfr: Northrop Frye, El gran
código. Una lectura mitológica y literaria de la Biblia (Barcelona: Gedisa,
1981).
[23] George Steiner, Un prefacio a la
Biblia hebrea (Madrid: Siruela, 2004), 13-14.
[24] Ibáñez Langlois, Introducción
a la literatura, 37-38.
[25] Marina,y Válgoma, La magia de leer,
97.
[26]Salinas, La responsabilidad del escritor y otros ensayos, 24-25. El
comentario acerca de Wittgenstein puesto entre paréntesis es mío.
[27] Salinas, La responsabilidad del
escritor, 26-27-28.
[28] Cfr: Jorge Peña Vial, Poética del tiempo: ética y
estética de la narración (Santiago: Universitaria, 2002), 285-294.
[29] Cfr: Clives Staples Lewis,
Crítica literaria: un experimento, trad. Ricardo Pochtar (Barcelona: Antoni
Bosch,1982), 13-33 y 69-75. Todo cuanto se dice respecto al buen lector y el
mal lector sigue lo planteado por Lewis.
[30] George Steiner, Lenguaje y silencio (Barcelona: Gedisa,
2013), 32.
[31] George Steiner, Presencias reales (Barcelona: Destino,
1991), 228 y 230.
[32] Jacques Maritain La responsabilidad del artista (Buenos
Aires: Emecé, 1961), 52.
[33] A los veinte años, Kafka escribía
en una carta: "Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que
nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices?
Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si
fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices.
Pero lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como
la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a
quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser
como un pico de hielo que rompe el mar congelado que tenemos dentro".
En 1904
Franz Kafka escribe una breve carta a su amigo Oscar Pollak en 1904 diciéndole
que los libros que debemos leer son aquellos capaces de transformar nuestra
visión del mundo: Franz Kafka, Cartas (1900-1914) Obras Completas IV, edición
dirigida por Jordi Llovet, trad. de Adán Kovacsics, ed. Galaxia Gutemberg,
2018.
[34] Eduard Spranger, Psicología de la edad juvenil (Madrid:
Revists de Occidente, 1966) 61. "El adolescente no considera el drama
desde el punto de vista meramente estético, sino, ante todo, en cuanto presenta
imágenes de la vida humana que permiten a la fantasía -que se proyecta
simpáticamente- imaginarse a sí misma en las situaciones más diversas,
compartirlas interiormente y ensanchar así el círculo de su vida psíquica
propia"(68).
[35] Alejandro Llano en su discurso
“Leer y vivir” pronunciado en agradecimiento a su nombramiento como Doctor
Honoris Causa por la Universidad de los Andes el 4 de junio de 2014.
[36] Lewis, Crítica Literaria., 108-109.
[37] Jacinto Choza,"Influjo de la
literatura en las actividades humanas" en La supresión del pudor y otros ensayos (Pamplona: Eunsa, 1980), 67. Más adelante
agregaba: "Si el adolescente de que antes hablábamos, con su oscura
vivencia del enamoramiento, en vez de contemplarse en Bécquer se contempla en
Freud, por ejemplo, sacará una idea bien diversa de «lo que le pasa», y los
cauces iluminados y ofrecidos como posibles itinerarios para su vivir serán
igualmente muy distintos" (70).
[38] Steiner, Presencias reales, 235.
[39]“Lee como si -una condicionalidad que define el talante «provisional» de
su actividad- la presencia singular de la vida del significado en el texto y en
la obra de arte fuera una «presencia real» irreductible a la recapitulación
analítica y resistente al juicio en el sentido en que el crítico puede y debe
juzgar (...) La autoridad para hablar de una «presencia real» procede del tropo
platónico o romántico de la «inspiración mántica». El objeto de arte no es un objeto en ningún sentido normal
porque surge del misterio de una entrada extraña, de la embestida del daimon hacia el vacío momentáneo de la
razón e identidad del hombre. La poiesis,
los inventos del poeta o del cantante son imperativos desde fuera. Los
productos del verdadero arte tienen en su interior los vestigios vivos de la
intrusión trascendente. Una variante de este tropo es la de lo sacramental tal
como existe en la lectura y exégesis de textos «revelados»” (Steiner, Presencias reales, 114-115).
[40] Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura? (Buenos Aires:
Losada, 1957), 75.
[42] George Steiner, Lecturas, obsesiones y otros ensayos
(Madrid: Alianza, 1990), 123.
[43] Steiner, Presencias reales, 176.