Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 15,
(2024): 211-238. https://doi.org/10.25185/15.9
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es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de una licencia
de uso y distribución Creative Commons Attribution (CC BY 4.0.) https://creativecommons.org/licenses/by/4.0
Artículos
Sofía Petrovna, una ciudadana ejemplar (Lydia Chukóvskaia, 1967/1988):[1] el colapso físico, moral y psíquico de una madre durante el Gran Terror estalinista
Sofía Petrovna (Lidia Chukovskaya,
1967/1988): the physical, moral and psychic collapse of a mother during the Great
Stalinist Terror
Sofía Petrovna (Lydia Chukovskaya, 1967/1988): o colapso físico, moral e psíquico de uma mãe durante o Grande Terror estalinista
Adolfo Calero Abadía
Universidad Metropolitana de Caracas, Venezuela.
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-3874-1069
Recibido: 13/03/2023 - Aceptado: 31/7/2023
Resumen: El presente artículo revisa analíticamente el personaje de Sofia Petrovna en la novela Sofia Petrovna, una ciudadana ejemplar (Lydia, Chukóvskaia, 1967/1988) en el contexto de las persecuciones policiales acometidas por el régimen estalinista entre 1935 y 1938 conocidas como el Gran Terror. Esta novela, escrita clandestinamente durante dicho periodo, relata la lucha de Sofia por conocer el paradero de su hijo Kolia, arrestado sin motivos aparentes; la estéril determinación de esta madre de Leningrado frente a la monstruosa burocracia soviética y su propia estigmatización al ser familiar de un enemigo del pueblo, son factores que constituyen no solo la trama ficcional de esta obra, sino también la crónica silenciada de millones de mujeres soviéticas martirizadas hasta la indigencia o la muerte por los órganos judiciales y policiales de la URSS, incluyendo a la propia autora, quien perdió durante las purgas a su esposo, el físico Matvéi Bronstein.
Palabras clave: Sofia Petrovna, Gran Terror, estalinismo, Stalin, Lydia Chukóvskaia
Abstract:
This article
analytically reviews the character of Sofia Petrovna in the novel Sofia
Petrovna (Lidia, Chukovskaya, 1967/1988) in the
context of the police persecutions carried out by the Stalinist regime between
1935 and 1938 known as the Great Terror. This novel, written clandestinely
during that period, recounts Sofia's struggle to find out the whereabouts of
her son Kolia, arrested for no apparent reason; the sterile determination of
this mother from Leningrad in the face of the monstrous Soviet bureaucracy and
her own stigmatization as a relative of an enemy of the people, are factors
that constitute not only the fictional plot of this work, but also the silenced
chronicle of millions of Soviet women. martyred to the point of destitution or
death by the judicial and police bodies of the USSR, including the author
herself, who lost her husband, the physicist Matvei Bronstein, during the
purges.
Keywords: Sofia Petrovna, The Great Terror,
Stalinism, Stalin, Lidia Chukovskaya
Resumo: Este artigo analisa a personagem de Sofia Petrovna no romance Sofia Petrovna, uma cidadã exemplar (Lydia, Chukovskaya, 1967/1988) no contexto das perseguições policiais realizadas pelo regime stalinista entre 1935 e 1938 conhecido como o Grande Terror. Este romance, escrito clandestinamente naquele período, narra a luta de Sofia para descobrir o paradeiro de seu filho Kolia, que foi preso sem motivo aparente; a determinação estéril dessa mãe de Leningrado diante da monstruosa burocracia soviética e sua própria estigmatização como parente de um inimigo do povo, são fatores que constituem não só o enredo ficcional desta obra, mas também a crônica silenciada de milhões de Mulheres soviéticas, martirizadas até a miséria ou a morte pelos órgãos judiciários e policiais da URSS, inclusive a própria autora, que perdeu o marido, o físico Matvei Bronstein, durante os expurgos.
Palavras-chave: Sofia Petrovna, Grande Terror, Stalinismo, Stalin, Lidia Chukovskaya
1. Introducción: El Gran Terror que nació en Leningrado
Desde que asumió el
control total en 1929, Iósif Stalin había moldeado la disciplina represiva que
haría de la Unión Soviética un Estado policial bien articulado, con
informantes, delatores y agentes posicionados en todos los sectores de la
sociedad. Fábricas, escuelas, universidades, residencias comunales, oficinas…
ningún espacio público o privado escapaba a la vigilancia del NKVD,[2] que funcionaba bajo el principio rector de
prevenir la conspiración trotskista-capitalista agazapada en cualquier casa de
barrio.[3] Dicho estado policial se fortaleció con la
participación de una sociedad en su doble rol de víctima y cómplice, pues a la
vez que era perseguida, operaba como agente delator en las precarias
intimidades de la vida familiar y vecinal; entonces, y en palabras de Donald Rayfield, se pensaba que quien «[…] no corría con la
jauría, se convertía en una presa a la que los perros despedazaban tarde o
temprano».[4]
Aunque el régimen
estalinista siempre se resguardó en la represión, esta alcanzó picos notables
que marcaron subperiodos de extrema crueldad. Sin duda, la ola represiva de
mayor envergadura fue la conocida como Gran Terror o Gran Purga, una inmensa
acción policial dirigida por la NKVD con miras a desenmascarar «elementos antisoviéticos y trotskistas» camuflados dentro del sistema. Esta purga se
originó en 1934 con el asesinato de Serguéi Kírov (Jefe del Gobierno en
Leningrado) y alcanzó su culmen entre 1937 y 1938, con los llamados Procesos de Moscú, verdaderas
campañas propagandísticas y judiciales contra importantes miembros del PCUS, [5] el Ejército Rojo, el aparato burocrático y,
finalmente, toda la sociedad soviética. Estos juicios causaron estupor no solo
en la URSS, sino en el resto de una militancia comunista internacional que,
como expone Karl Schlögel, se encontraba perpleja al
observar que estos acusados
[…] no eran «enemigos del poder soviético» […] —ingenieros, directores de fábrica, «gente de antaño», de la época anterior a 1917—, sino revolucionarios, compañeros de lucha de Lenin, conocidos dirigentes del Partido, antes de que se pusieran del lado de la oposición a Stalin. Y ahora, a todos ellos debía vérseles como asesinos, conspiradores y terroristas que habían planeado derrocar a la cúpula dirigente del país soviético con violencia y por propia mano. Aún más desconcertada se mostraba la opinión pública ante las autoinculpaciones y las confesiones[6] de hombres que, antes de la Revolución, habían luchado en la clandestinidad, que habían pasado largos años en el exilio o en el destierro y que se habían negado retractarse de sus ideas bajo las condiciones más difíciles.[7]
Oficialmente, los
Procesos de Moscú buscaron garantizar la seguridad e integridad de la nación
condenando a los culpables de actividades hostiles contra la Unión Soviética
dirigidas desde el extranjero, al tiempo que representaba una profilaxis social
dirigida a consolidar el ansiado tránsito del socialismo al comunismo. Sin
embargo, dichas purgas también pretendían completar la tarea iniciada entre
1928 y 1933 cuando, una vez derrotada la facción izquierdista del Partido (liderada por Trotski, Zinóviev
y Kámenev), Stalin quiso establecer una sola línea
política que rigiera desde el centro del Partido hacia todos los demás estamentos
como defensa, economía o educación, algo solo posible suprimiendo la disidencia
en todos los sectores sociales y encumbrando su propia figura patriarcal
mediante un profuso culto a la personalidad[8] que, según explica Toby
Clark, «[…] estaba a la misma escala y grado de extravagancia que el dedicado a
Hitler y Mussolini, aunque no tiene ninguna base en la ideología marxista».
Stalin inició su culto personalista deificando la imagen de Lenin para,
seguidamente, colocarse a su diestra como heredero y continuador, imitando con
ello el modelo propagandístico zarista aún vigente en la consciencia colectiva
rusa. Así, Stalin fue retratado «[…] como un patriarca benevolente, acompañado
a menudo de obreros, soldados o políticos, a los que dedicaba su atención
paternal y sus sabias palabras».[9]
Stalin se veía a sí
mismo como un zar socialista de visión incuestionable incluso desde la
perspectiva marxista-leninista, de allí su inquina hacia los militantes que
exhibían las más fuertes convicciones bolcheviques, aquellos quienes lucharon
junto a Lenin y los jóvenes de consciencia socialista pura. En realidad, Stalin
comprendía que, pese a su incontestable triunfo en el XV Congreso del Partido,
los veteranos del PCUS seguían representando el último escollo para alcanzar el
poder total,[10] por lo que se propuso cortar «[…] en la carne del Partido para asegurarse de
que solo sobrevivieran los elementos “sanos”».[11] Según su visión, la Revolución había
concluido: la URSS no necesitaba más revolucionarios, sino especialistas,
burócratas, trabajadores y, ante todo, disciplina. El Partido debía orientar la
consciencia de sus militantes, evitando así caer en debates que erosionaran su
unidad mientras los enemigos del Estado tramaban mil conspiraciones dentro y
fuera de sus fronteras. Las disidencias de izquierdistas, derechistas,
anarquistas, socialdemócratas disfrazados y, en general, de todos los no
comprometidos con la unidad que representaba la línea oficial del Partido,
debían ser suprimidos por el bien de
todos.
Un ejemplo del peligro
agazapado en dicha disidencia interna había sido, sin duda, el asesinato del camarada Kírov, quien recibió un disparo
mortal el 01 de diciembre de 1934 cuando se dirigía a su oficina en el
Instituto Smolny, sede del gobierno. El autor
material fue capturado e identificado como Leonid Nikoláev,
un perturbado mental miembro del Partido que aparentemente tenía rencores
personales contra Kírov. Sin embargo, el tal Nikoláev
parecía ser solo la mano ejecutora de una conspiración más profunda, cuyos
impredecibles alcances demandaban una pesquisa urgente de elementos
antisoviéticos. Aunque el 21 de diciembre de 1934 «apareció una declaración
oficial» afirmando que Kírov había sido asesinado por una camarilla zinovievista ya identificada, lo cierto es que el trasfondo
de este crimen ha quedado sin dilucidarse; solo existen versiones, teorías e
indicios más o menos conexos que apuntarían a hacia Stalin como principal
beneficiario político del infame deceso.[12]
Así, desde diciembre
de 1934 y durante todo el año 1935 se desató la Gran Purga en Leningrado: todos
los comités y agrupaciones del Partido se activaron mediante la carta secreta
enviada por el Comité Central del PCUS titulada «Lecciones
acerca de los hechos relacionados con el aciago asesinato del camarada Kírov», con
la cual se ordenaba buscar conspiradores en todos los niveles de la
organización estatal, desde las asociaciones juveniles y estudiantes como el Komsomol (juventudes del PCUS) hasta las cooperativas y los
koljoses.[13] Fue una purga traumática para esta importante
ciudad y representó, sin duda, el inicio del Gran Terror que pronto se
desataría en todo el territorio soviético. Miles de militantes del Partido
fueron arrestados sin derecho a comunicación, juzgados sumarialmente y
condenados a la pena capital. Las familias buscaban con angustia a sus
parientes detenidos en las sedes policiales y la fiscalía, lugares frente a los
cuales hacían colas interminables durante días para obtener alguna información.
Hoy se sabe que cerca de 50 mil habitantes de la antigua capital zarista y
alrededores fueron víctimas de ejecuciones por parte de la NKVD, en lo que se
ha denominado el martirologio de
Leningrado.[14]
Particularmente cruel
fue la situación de las mujeres de los arrestados: madres, esposas, hijas y
hasta abuelas a quienes la ausencia repentina y prolongada de sus hombres
las arrojó al martirio del sistema judicial soviético. Inmersas en un ambiente
de miedo, delación y mezquindad, estas mujeres indefensas enfrentaron la
brutalidad de un enorme Estado que las había clasificado a ellas y a sus
familiares como enemigos del pueblo soviético. Orlando Figes explica que
[…] tal como Stalin entendía el tema, la familia era colectivamente responsable de la conducta de cada uno de sus miembros. Si un hombre era arrestado como «enemigo del pueblo», su esposa era automáticamente culpable, porque si no lo había denunciado, se suponía que compartía las opiniones de su esposo o que había tratado de protegerlo. Como mínimo, era culpable de no haberse mostrado suficientemente vigilante y alerta. Stalin consideraba que la represión de los familiares era una medida imprescindible para eliminar de la sociedad a los descontentos.[15]
Según Álvaro Lozano Cutanda, el resentimiento de estos «descontentos», los
familiares, representaban para Stalin el germen de una futura conspiración basada
en la venganza personal, aún peor que la política. Por ello, instó al politburó
del PCUS a emitir «[…] una resolución en julio de 1937 en la que las mujeres de
los condenados eran enviadas a los campos por un periodo de ocho a diez años.
Los niños menores de quince eran enviados a los terroríficos orfanatos
soviéticos, para los mayores de quince, el Estado decidía “individualmente”», lo
que significaba […] que eran enviados al gulag.[16] Ese
mismo año, el temible Comisario del Pueblo de Interior Nikolái Yézhov (1895-1940) reveló la
supuesta existencia de una gran conspiración antisoviética que se proponía
suprimir el socialismo y reinstaurar el capitalismo en Rusia.[17] En ello estaban implicados los sospechosos
habituales: trotskistas, zinovievistas, derechistas,
burócratas, rusos y extranjeros militantes del Partido, generales del Ejército,
minorías de todo pelaje… una gama tan amplia que prácticamente hacía recaer la
sospecha sobre toda la sociedad soviética, la cual quedó «[…] sometida a una
enorme tensión y sin garantía alguna de defensa frente a las arbitrariedades
policiales. Muchas eran las personas que, en previsión de lo que podía ocurrir,
se hacían acompañar siempre de una pequeña maleta con los enseres más
indispensables».[18] No en vano, el propio Stalin le expresó al
dirigente comunista búlgaro Georgi Dimitrov durante un brindis por el vigésimo
aniversario de la Revolución de Octubre (07 de noviembre de 1937): «Aniquilaremos a todos estos enemigos, aunque
sean viejos bolcheviques, aniquilaremos a todos sus seres queridos, a toda su
familia. Aniquilaremos a todos aquellos que atenten contra la unidad del estado
socialista tanto de obra como de pensamiento (sí, de pensamiento), para que
sean aniquilados hasta las últimas consecuencias todos los enemigos, tanto
ellos como su clan».[19] Como consecuencia, millones de personas fueron
arrestadas y represaliadas utilizando el método de la campaña propagandística,
consistente en seleccionar un tipo específico de enemigo del pueblo para
que fuera desenmascarado y denunciado. La metodología resultó altamente
efectiva, pues el temor a coincidir con las características del enemigo del
pueblo de turno aconsejaba denunciar a otros sin dilaciones, sobre todo
considerando que, según el Artículo 58 del código penal soviético,[20] la condición de testigo no denunciante
equivalía a ser cómplice del criminal. La denuncia volcaba la catástrofe sobre
el denunciado, quien veía su hogar allanado en mitad de la noche o era
arrestado mientras caminaba por la calle, todo lo cual precediendo el inicio de
una causa judicial que contemplaba en la confesión del imputado la prueba
definitiva. Se trataba del Confessio est regina probatiorum o «la confesión es la prueba reina», un principio medieval enmarcado en la
llamada Doctrina Andréi Vyshinski, en reconocimiento a su creador, Fiscal
General de la URSS entre 1935 y 1939, es decir, durante el Gran Terror. Con
esto, «[…] el tribunal se atiene a la
conclusión de que la forma más elevada de encontrar la verdad no es la prueba
material, sino la confesión de los acusados».[21] Con la aplicación de este principio
premoderno, el régimen pretendía que la confesión del acusado probara su culpabilidad, relevando así a
la Fiscalía de tener que compilar un corpus probatorio amplio y suficiente. De
allí la importancia de los interrogatorios y las autocríticas en la URSS. Así,
según explica Enrique Fernández Vernet, traductor y editor de Archipiélago Gulag, «[…] la doctrina Vyshinski
sentaba las bases jurídicas para la fabricación de procesos. Según Vyshinski, el juez no debía establecer la verdad absoluta,
sino la probabilidad de los hechos. Era posible dictaminar culpabilidad incluso
sin haber quedado demostrada la intención de cometer daño, así como condenar a
un ciudadano por un delito cometido por otros, aunque él mismo no hubiera
tomado parte e incluso si no tenía conocimiento de los hechos. La confesión era
considerada prueba irrefutable».[22] Esto se recrudeció al imponerse las cuotas de
arrestados que el propio Yézhov había prefijado para
cada región del territorio soviético, lo cual provocó que la NKVD detuviera
aleatoriamente a cualquier persona sin previa denuncia o investigación.[23] El gran volumen de arrestados y la premura por
condenarlos obligó a la práctica de
la tortura durante los interrogatorios, con técnicas combinadas que incluían
palizas, interrupción del sueño, simulaciones de ejecución o amenazas a
familiares, entre otras.[24]
La enorme repercusión
del Gran Terror se evidencia en el lugar que ocupó dentro de la literatura, ya
que diversas obras recrean o aluden a este infame momento de la historia
soviética, tales como las novelas Moscú-Frontera (Moskva-Hranice, 1937) de Jiří Weil, El caso Tuláyev
(L’ affaire Touláev, 1947) de Victor
Serge y, sobre todo, Sofia Petrovna, una ciudadana ejemplar (Sofya Petrovna, 1967), de Lydia Chukóvskaia. Otro
ejemplo lo constituye la poeta Anna Ajmátova (quien
sufriera los arrestos de su hijo y de su primer y segundo esposo); ella misma
relata así el origen de su célebre poemario Réquiem (1963):
En los terribles años de la yezhovzvina
[purgas dirigidas por Yézhov], pasé diecisiete meses en las filas frente a las
cárceles de Leningrado. Un día, alguien me reconoció. Entonces, una mujer de
labios morados que ocupaba su lugar detrás de mí y que, por supuesto, jamás
había escuchado mi nombre, pareció despertar del letargo en el que
permanecíamos sumidas y me preguntó al oído (porque allí todos hablaban en voz
muy baja): «¿Y
usted podría describir esto?». Yo repuse:
«Sí, puedo».
Entonces una especie de sonrisa se deslizó por lo que alguna vez había sido su
rostro.[25]
Este era el panorama
en la Unión Soviética para cuando Lydia Chukóvskaia
inició la redacción de Sofia Petrovna, una ciudadana ejemplar.
2. Víctima del Gran Terror
Lydia Chukóvskaia (Helsinki, 1907 - Moscú, 1996), fue hija del
por entonces célebre escritor infantil Korney Chukovski y editora de libros para niños en Leningrado. En
su hogar se vivía por y para la literatura, resultando habituales las visitas
de conocidos escritores y artistas a quienes la pequeña Lydia veía departir
naturalmente con sus padres. Durante su juventud en los años 20, se encontró
bastante ajena al terremoto político que estremecía Rusia; deseaba considerarse
a sí misma como una artista apolítica
en medio de aquel clima en exceso politizado, idea que se trastocó cuando las
autoridades bolcheviques ordenaron su deportación por unos meses a Sarátov
(Volgogrado), al haber quedado implicada en la distribución ilegal de panfletos
contrarrevolucionarios que una amiga suya había escrito subrepticiamente en la
máquina de escribir de su padre. De regreso a Leningrado, Chukóvskaia
se convirtió en una prometedora escritora y editora de literatura infantil, rivalizando incluso con su propio padre;
fue entonces, a finales de los años 20, cuando se enamoró y casó en segundas
nupcias con el físico judío Matvéi Bronstein, pionero ruso en investigaciones de vanguardia
occidental tales como las teorías cuánticas y gravitatorias. Sin embargo, en
1937, durante el Gran Terror, Matvéi fue arrestado e
incomunicado, salvándose Lydia de correr suerte similar al encontrarse fuera de
Leningrado. Desde entonces, Chukóvskaia inició el
largo peregrinaje que ya habían emprendido miles de mujeres de toda la URSS por
cárceles, legaciones policiales y fiscalías buscando información sobre la causa
judicial y el paradero de Bronstein y, como la gran
mayoría de sus antecesoras, nunca supo de qué acusaban exactamente a su esposo;
solo pudo conocer que lo habían condenado a diez años sin derecho a correspondencia
y, finalmente, que había muerto: «[A
Lydia Chukóvskaia] le tocó familiarizarse con el
mundo paralelo de las mujeres que hacían cola durante días enteros ante las
comisarías y otros organismos estatales para obtener noticias de los detenidos.
Así conoció a Anna Ajmátova, a cuyo hijo también
habían arrestado. Cuando su padre se enteró de que frecuentaba a la poeta, le
dijo: «¡Espero que entiendas que debes
apuntar cada palabra que te diga!».[26]
Este periodo significó
para Chukóvskaia un verdadero descenso al infierno:
el Estado le arrebató a su hija Yelena, no lograba
obtener empleos estables y tampoco podía relacionarse socialmente con
normalidad debido al estigma de estar casada con un enemigo del pueblo. Paulatinamente, y siempre vigilada por la NKVD,
Chukóvskaia regresó a la actividad literaria y,
cuando Stalin murió en 1953, ya poseía una reputación estable como escritora y
editora. En 1957, ya denunciados los crímenes estalinistas, Chukóvskaia
recibió el certificado que rehabilitaba
la honorabilidad de Matvéi Bronstein;
pero no sería hasta 1990, en el marco del glásnost,
cuando la autora pudo consultar el expediente de su esposo y así obtener
algunas certezas. Entonces, leyó el acta que redactara el Comisario del Pueblo
encargado del arresto: «Bronstein, Matvéi Petróvich, arrestado en calidad de criminal peligroso,
tiene que ser enviado al departamento del NKVD en Leningrado». Entre esos documentos, apareció uno firmado
por Matvéi negando todas las acusaciones, así como
también el acta de juicio sumarial y de ejecución. Había sido asesinado el 18
de febrero de 1938, en virtud del artículo 58-8-11 del Código Penal y sepultado
en la fosa común de Levashovo, un erial al norte de
San Petersburgo usado como vertedero de cadáveres para la NKVD.[27] Después de la Segunda Guerra Mundial, Chukóvskaia se erigió en defensora de los intelectuales
rusos perseguidos por el comunismo, entre ellos Anna Ajmátova
–su amiga íntima-, el físico Andréi Sájarov y los
escritores Mihail Zoshchenko,
Iósif Brodski y Alexandr Solzhenitzyn.
Esto le valió pasar décadas bajo vigilancia de la KGB (otrora NKVD) y repudiada
por la intelectualidad oficialista soviética, resentida a causa del retrato que
hiciera de ella en su segunda novela, Inmersión,
un sendero en la nieve (Spusk pod vodu, escrita en los años
50 pero publicada en la URSS apenas en 1988), donde una escritora es testigo de
la cobardía y mezquindad de la intelligentsia
socialista mientras medita sobre el asesinato político de su esposo.
Inevitablemente, Chukóvskaia pagaría el precio de
desafiar al sistema y, en 1974, casi ciega y condenada al más severo
ostracismo, acabó expulsada de la Unión de Escritores Soviéticos.[28] Sin embargo, en 1990, con la URSS a punto de
derrumbarse, la autora recibió el premio Andréi Sájarov
al Valor Cívico, en reconocimiento a su ejemplar oposición moral y artística al
totalitarismo comunista.
3. Peripecia de una novela clandestina
Sofía Petrovna, una ciudadana ejemplar, fue escrita entre finales de 1939 y comienzos
de 1940, cuando Stalin recién había suspendido las purgas, pero Chukóvskaia aún no conocía el paradero de su esposo. La
autora redactó la novela en un cuaderno escolar que escondía celosamente,
sabedora de lo que podía representar la incautación de un testimonio como ese:
la transmutación a la literatura de su propia vivencia y la de miles de mujeres
rusas. En tal sentido, la preservación del manuscrito original y sus fallidas
intentonas editoriales repitieron el trance experimentado por otras obras de
aquellos tiempos.
Poco antes de la
invasión nazi a la URSS, Chukóvskaia realizó una
lectura clandestina de Sofía Petrovna,
hecho que llegó a oídos de la NKVD y alertó a la autora sobre la necesidad de
que un amigo de máxima confianza cuidara el manuscrito; después, este amigo, a
punto de morir por inanición en el cerco de Leningrado, le entregó el
manuscrito a su hermana para que se lo regresara a Chukóvskaia,
lo cual ocurrió en 1944. Posteriormente, durante el deshielo de Jruschov a inicios de los
años 60, el original mecanografiado estaba listo para editarse, pero nuevas
directrices del Partido que reinstauraban la censura en la literatura
detuvieron el proceso; Chukóvskaia demandó con éxito
a la editorial, pero solo fue compensada económicamente sin que se publicase la
novela. En tal sentido, resulta elocuente el alegato del abogado de la
editorial quien, sin pretenderlo, parece justificar con sus argumentos la
necesidad histórica de una novela como Sofia Petrovna:
Ciudadanos jueces, si no han leído Sofía Petrovna, les diré que la obra tiene virtudes y defectos. Pero no necesitamos hoy esta novela. Plasma el desagradable fenómeno de los tiempos del culto a la personalidad [de Stalin], pero se trata únicamente de una fotografía; la novela no analiza este fenómeno. Desde la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich de Solzhenitsyn recibimos un aluvión de manuscritos sobre este tema. Pero los estamos devolviendo a sus autores. No fuimos nosotros mismos los que nos dimos cuenta de que los manuscritos tenían que ser devueltos; recibimos instrucciones de que, para nosotros, comunistas, no hay necesidad, y sobre todo ninguna ventaja, en limitarse a criticar ese período… el libro de Chukóvskaia, dada su arremetida ideológica, no puede ver la luz… ¿Qué sentimientos evoca la novela Sofía Petrovna? Un pensamiento nos asalta: ¿dónde estábamos todos nosotros? Nos embarga una sensación de desesperanza. No hay que abrir viejas heridas y echarles sal.[29]
Todo esto despertó el ávido interés de los lectores soviéticos, cuyo apetito por la literatura crítica hacia el sistema se había exacerbado, como bien expresó el abogado de la editorial, con la aparición de El doctor Zhivago (Dóktor Zhivago, Boris Pasternak, 1957) y Un día en la vida de Iván Denísovich (Odin den' Ivana Denisovicha, Aleksandr Solzhenitsyn, 1962). Así, el hecho de que «[…] the conditions in the Soviet Union would not sufficiently changed for its publication to be possible, it therefore became, early in the sixties, one of the first and most widely distributed works in samizdat».[30]
En 1965, aparece en
París una versión en ruso no autorizada de Sofía
Petrovna con el título La casa
abandonada y con diferentes nombres para los personajes. Aunque poco
después (1967) se publicó en EE.UU. con el título y los personajes originales,
no fue hasta 1988 cuando se publicaría en la Unión Soviética, tal como
ocurriera con una gran cantidad de autores censurados y perseguidos desde los
tiempos de Stalin.
4. Muerta en vida: el hundimiento físico, moral y psíquico de Sofía Petrovna
Esta novela, verdadero
testimonio en vivo de las purgas,
narra las vicisitudes de Sofía Petrovna desde el inicio del Terror en 1935 y su
posterior avance hasta el fatídico año de 1937. Jefa de redactoras en una
editorial y ciudadana soviética ejemplar, Sofia ha asimilado sin resistencia la
forma de vida soviética a pesar de su origen pequeñoburgués. Además, como
millones de rusos, la propaganda la ha convencido sobre la grandeza del
régimen, un estado garante de la libertad y la ley guiado siempre por la firme
conducción del camarada Stalin. Prueba del indiscutible éxito soviético es su
joven hijo Kolia: guapo, ingeniero en ciernes y,
sobre todo, fervoroso militante del Komsomol, algo
aparentemente muy conveniente cuando el asesinato de Sergéi
Kírov ha desatado una purga en el Partido y la renovación de cuadros parece
inminente y, de hecho, Kolia apoya las purgas, al
considerarlas una respuesta necesaria frente a las amenazas internas y externas
que se ciernen sobre la patria socialista: él pertenece a una generación de
jóvenes sin memoria anterior a la Revolución, convencida fanáticamente de que
«los extranjeros eran espías, de que los hijos de la burguesía y del
campesinado rico o del clero eran rengados, de que todos los presos políticos
eran culpables, de que el NKVD y los tribunales eran infalibles».[31] Aunque
Sofia no comparte ciertas opiniones radicales, se siente tranquila viviendo en
un Estado tan preocupado por la seguridad de sus ciudadanos; sin alarmarse en
exceso, ha oído sobre casos de conocidos a quienes han arrestado, gente
pacífica que, según los órganos informativos, en realidad eran conspiradores y enemigos del pueblo. Como millones de
rusos, Sofia considera la acusación prueba suficiente para una sentencia, pues
el Estado soviético y, sobre todo, el camarada Stalin, son infalibles: «si los
arrestaron, algo habrán hecho». Pero, un día, Kolia
es el arrestado, provocando en Sofia más confusión que angustia. Ella conoce a su hijo y sabe que es inocente;
ella lo crio y lo vio convertirse en un destacado ingeniero que incluso sale
reseñado en diarios oficiales como un notable inventor. Se trata sin duda de un
error, es seguro que confundieron su
nombre con el de un verdadero
culpable, y en cualquier momento lo dejarán libre. Pero algo ocurre, pues el
tiempo pasa y Kolia sigue sin aparecer. Entonces,
angustiada y obsesionada con encontrar a Kolia pero
intimidada por su obligada inmersión en el submundo social de los arrestados
políticos y sus familias, Sofia desciende desde su hasta entonces apacible
existencia: ahora vive rodeada de vecinos hostiles y esquivos que antes solían
apreciarla, al tiempo que pierde su trabajo como jefa de transcriptoras en una
editorial oficial por ser madre de un enemigo
del pueblo. Todo esto le ocurre a esta madre luego de recibir las brutales
respuestas de empleados oficiales y fiscales, quienes se limitan a espetarle
que Kolia «ya había firmado su confesión». Es
culpable, y será deportado. Sin empleo ni ayuda, Sofia comienza a fantasear con
el regreso de Kolia o, al menos, con recibir una carta
suya, evidenciando ya un claro declive mental. No obstante, un día llega la tan
ansiada misiva, en donde su hijo le ratifica que está preso y le pide ayuda
desesperadamente. Así, con nuevos bríos y la carta en su bolso, Sofia se alista
para encontrar la comprensión de alguien, pero al mostrarle la letra a otra
madre de un arrestado, la señora Kipárisova, esta le
dice que debe deshacerse de ese papel, pues si la policía lo encuentra entonces
será ella, Sofia, quien acabe en la cárcel o el gulag. De esta manera, entre el
dolor y el miedo, quema lo único que le une a la suerte de su hijo condenado.
Según lo dicho anteriormente, Sofia Petrovna expresa con fidelidad la perspectiva de la
autora respecto a la crueldad del régimen estaliniano, constituyendo, según Kasack, «[…] a first-hand account
of the gradual comprehension by simple Soviet citizens of the
arbitrary, lying and cruel onslaught of the
Terror of 1937».[32] El
personaje de Sofia logra concentrar el magnetismo de toda la trama trazando un
arco dramático que nos permite experimentar, al menos en forma superficial, el
trance de todos los soviéticos que pasaron de la inocencia al martirio en
apenas una noche. El texto se construye desde dos planos paralelos, el de los ciudadanos y el de los condenados; dichos planos, aunque muy
diferentes cualitativamente, coexisten en el mismo espacio-tiempo y se
retroalimentan: todos los admitidos como ciudadanos
disfrutan de una vida normal que, en cualquier momento, puede convertirse en
arresto y condena. Cada descendido —entonces ex ciudadano— representa una advertencia para los aún
inocentes, quienes se aferran ferozmente a la vigilancia, la delación y el
repudio de los caídos.
El arresto de Kolia marca el punto de inflexión que colapsa al mundo de
Sofia, ahora presa de gran confusión al no poder armonizar la infalibilidad del
Estado con la injusticia de su hijo arrestado. Este conflicto la precipita
física, moral y psíquicamente hacia el mundo de los condenados y la despoja de su inocencia, haciéndola experimentar
una lenta anagnórisis no realizada
del todo: ella comprende lo que ha ocurrido con esos conocidos en apariencia
honestos a quienes han arrestado o la actitud amarga de las mujeres que hacen
cola durante días frente a la cárcel; pero su mente aún se resiste a aceptar
plenamente la expulsión del paraíso, por lo que se gesta en ella una incipiente
locura edificada como un mundo alterno donde se encuentra en paz contemplando a
un Kolia restituido y listo para ser feliz. Chukóvskaia no resuelve terminantemente la trayectoria de
Sofia, sugiriendo un descenso no concluido del personaje: la quema de la carta
que envía Kolia simboliza el umbral a otro submundo
apenas imaginable, el de la locura mortal, especie de metáfora alusiva a la
propia Unión Soviética.
Sofia Petrovna se configura simbólicamente según los temas
arquetípicos de la pérdida de la
inocencia y el descenso al purgatorio,
que en la realidad estaliniana equivalía a deambular por los callejones de la
burocracia legislativa, policial y penitenciaria. A través de dicho eje, Chukóvskaia modela un espacio ficcional similar a un cono
que desciende inexorablemente hasta un espacio inhabitable. Allí, en la punta
del cono, Sofia debe compartir lugar con esos miles de mujeres que buscaban
información penitenciaria; ellas, al igual que sus hombres, cargaron un anatema social solo eliminado parcialmente
en quienes lograron sobrevivir a Stalin. Así, esta novela representa un réquiem
al abnegado género femenino que, entre susurros, resistió al monstruo plagiario
de sus afectos.
Poéticamente, Sofia Petrovna sigue el modelo
chejoviano en el que un personaje concentra el conflicto y todo lo demás
gravita a su alrededor. Chukóvskaia ubica a Sofia en
el centro del mundo, que en términos alegóricos podemos considerar el paraíso por su plácido transcurrir; alrededor
de Sofia todo tiene sentido, incluso las desapariciones y arrestos; son culpables, gente que conspira contra
esa felicidad colectiva que ella misma disfruta. En esa instancia, su mundo
extiende un radio corto y feliz, donde cada uno tiene lo que merece y ella lo
tiene todo en consonancia con el estado psíquico-espiritual de la inocencia. Sin embargo, el esquema se
invierte dramáticamente con el arresto de su hijo: entonces, ocurre un desorden
cósmico que produce en Sofia la lenta anagnórisis,
cuyo crescendo aumenta según va
dejando de pertenecer al paraíso.
Dicho reconocimiento empieza con la idea del error en el arresto de Kolia. Allí,
poética y casi físicamente, el mundo de Sofía gira en torno suyo, y ella
empieza a fantasear con el origen del error: las autoridades ven que han
confundido el nombre de su hijo con el de un verdadero enemigo y, ofreciéndole
las debidas disculpas al prometedor ingeniero komsomol,
lo dejan partir a casa:
Sofia Petrovna se imaginaba a Kolia siendo conducido, bajo escolta, ante el juez instructor. Este sería un apuesto militar, cubierto de correas y bolsillos. ‘¿Es usted Nikolái Fomich Lipátov?’, le pregunta el militar a Kolia. «Soy Nikolái Fiodoróvich Lipátov», le responde Kolia con aire digno. El juez instructor le echa una severa reprimenda al soldado de escolta y le presenta sus disculpas a Kolia. «¡Claro!», dice. «¿Cómo es que no lo reconocí al instante? Usted es el joven ingeniero cuya fotografía vi recientemente en el Pravda. Disculpe, se lo suplico. Resulta que hay una persona con el mismo nombre que usted, Nikolái Fomich Lipátov, que es trotskista, un mercenario fascista, un saboteador...», Sofia Petrovna estuvo despierta toda la noche esperando el telegrama. Cuando Kolia regresara a casa, a su residencia, y se enterara de que Álik había partido a Leningrado, iría inmediatamente a enviar un telegrama para tranquilizar a su madre. A las seis de la mañana, cuando ya se había reanudado el tintineo de los tranvías, se quedó dormida. La despertó un violento timbrazo que pareció colársele directamente en el corazón. ¿Un telegrama? Pero no hubo un segundo timbrazo.[33]
Eso ocurrirá, porque en la URSS no se
cometen injusticias como en los países capitalistas. Sin embargo, el error no
se verifica, y Sofia pasa de personaje pasivo a activo, pues necesita
respuestas que no hallará en el paraíso.
Así inicia un descenso al inframundo que comprende tres niveles.
El primer nivel, el físico, se inicia cuando Sofia debe
acudir adonde se suministra la información sobre los arrestados. Allí se ve
obligada a mezclarse con las mujeres de los verdaderos
culpables, lo cual revalida su estatus de ciudadana
frente a ese enorme conglomerado que, no obstante, busca exactamente lo mismo
que ella:
[…] «¡Y pensar que todas aquellas mujeres eran madres, mujeres e hijas de saboteadores, de terroristas, de espías! Y los hombres, el marido o el hermano...» Todos tenían un aspecto normal y corriente, como la gente que uno se encontraba en los tranvías o en las tiendas. Salvo que parecían cansados, mustios. «Me imagino qué desgracia debe ser para una madre enterarse de que su hijo es un saboteador», pensaba Sofia Petrovna.[34]
Cuando pasa de la
repulsión a la socialización con las otras
mujeres, Sofia va adquiriendo ciertos aprendizajes útiles para medir su propia
situación, un proceso que pasa por la desmoralizante violencia burocrática
sufrida en su debut frente a la taquilla de la prisión:
—Quisiera saber... —empezó a decir Sofia Petrovna, inclinándose para ver mejor la cara del hombre de detrás de la ventanilla- sí mi hijo está aquí. El hecho es que lo arrestaron por error.
—¿Apellido? —la interrumpió el hombre.
—Lipátov. Lo han detenido por error y ya hace varios días que no sé...
—Cállese, ciudadana —le dijo el hombre, inclinándose sobre un cajón lleno de fichas—. ¿Lipátov o Lepátov?
—Lipátov. Quisiera ver al fiscal hoy mismo, o a cualquier otra persona.
—¿Letras? Sofia Petrovna no le entendió. ¿Cómo se llama?
—¿Ah, sus iniciales? N. F.
—¿N o M?
—N, Nikolái.
—Lipátov, Nikolái Fiódorovich —dijo el hombre, sacando una ficha—. Está aquí.
—Quisiera saber...
—No damos información. Se acabó la conversación, ciudadana. ¡El siguiente!
Sofia Petrovna se apresuró a extenderle treinta rublos.
—¡No tiene derecho!” –dijo el hombre, apartando el billete-. “¡El siguiente! Apártese, ciudadana, no me impida trabajar.
—¡Váyase! —le susurraron a Sofia Petrovna desde atrás—. Si no, cerrará la ventanilla.[35]
Después de la primera
experiencia en ese purgatorio, Sofia
vuelve a casa extenuada física y mentalmente, vapuleada por la irrealidad de
aquella situación. En ese momento, la perspectiva del personaje cambia,
iniciándose su identificación con el submundo de los purgados y reconociéndose
a sí mismo estigmatizado socialmente:
Los días siguientes, sin desayunar ni hacer la cama, Sofía Petrovna se iba de buena mañana a buscar trabajo. En los periódicos había muchos anuncios solicitando mecanógrafas. Las piernas se le habían vuelto pesadas como el plomo, pero durante todo el día se dirigía resignada a cada una de las direcciones. En todas partes le hacían una única e idéntica pregunta: «¿Hay represaliados en su familia?» La primera vez no la entendió: «parientes arrestados», le explicaron. Tuvo miedo de mentir. “«Mi hijo», contestó. Y entonces resultó que en aquella institución no quedaba ni una vacante. Y en ningún lado había un puesto para ella […]. Ahora tenía miedo de todo y de todo el mundo. Temía al portero, que le dirigía una mirada indiferente y a la vez severa. Temía al encargado del inmueble, que había dejado de saludarla. (Ya no era la delegada del piso, en su lugar habían escogido a la mujer del contable). Temía como al fuego a la mujer del contable […]. Tenía miedo de pasar por delante de la editorial. Cuando volvía a casa después de sus estériles tentativas de encontrar empleo, tenía miedo de mirar la mesa de su habitación: ¿Acaso habían dejado allí una notificación de la policía? ¿La habían citado para quitarle el pasaporte y deportarla? Tenía miedo cada vez que sonaba el timbre: ¿Y si venían a confiscar sus bienes?[36]
Poco a poco, la
acostumbrada estima a su alrededor se trastoca en hosquedad, la gente conocida
no la acepta y su cotidianidad cae pesadamente en un ostracismo no decretado
pero real, exponiéndose en la novela una pedagogía
del padecimiento que se aplica sobre esa sociedad formada mediante el
castigo no necesariamente justificado, donde la condena y la estigmatización
moldean tanto la psique individual como la conducta social. Ejemplo de ello lo
constituye el siguiente fragmento,
cuando María Erástrovna, esposa del veterano
militante Zajárov (exjefe de Sofia Petrovna en la
editorial), le espeta a Sofia la realidad sobre todos esos supuestos traidores
y saboteadores arrestados:
—¿Y piensa usted que alguna de estas mujeres —dijo haciendo un gesto hacia ellas con sus «billetes de viaje» en la mano— sabe dónde está su marido? Ya los han deportado, o los deportarán mañana u hoy mismo, a las mujeres también las enviarán al diablo sabe dónde, al infierno, y no tienen ni la menor idea de cómo volverán a encontrarse con sus maridos. ¿Cómo voy a saberlo?, nadie lo sabe, y yo tampoco.
—Hay que perseverar –respondió en voz baja Sofia Petrovna-. Sí aquí no se lo dicen, tiene que escribir a Moscú. O ir allí. Si no, ¿qué? Se perderán la pista el uno al otro. La mujer del director la miró de arriba abajo.
—Y, usted ¿Por quién está aquí? ¿Por su marido? ¿Por su hijo? —le preguntó con una furia tan intensa que Sofia Petrovna se arrimó instintivamente a Álik—. Pues bien, cuando envíen lejos a su hijo no tendrá más que perseverar y averiguará su dirección.
—A mi hijo no lo enviarán a ninguna parte —dijo Sofia Petrovna con un tono de disculpa—. La verdad es que él no es culpable. Lo arrestaron por error.
—¡Ja, ja, ja! —se echó a reír a carcajadas la mujer del director, articulando cuidadosamente las sílabas—. ¡Ja, ja, ja! ¡Por error! —y de pronto le cayeron Lágrimas de los ojos-. Pero si aquí están todos por error, ¿no lo sabe?[37]
Chukóvskaia nos sugiere que castigar y marcar a los criminales contra el pueblo construye
una noción de justicia independiente del crimen pues, en realidad, el condenado
soporta sobre sí una culpa universal,
válida por todos aquellos que pudieran ser culpables: él sirve de ejemplo
público para mostrar cómo son los criminales y qué debe hacerse con ellos, dotando
de pleno sentido político al penoso espectáculo de las mujeres haciendo cola
frente a las cárceles y al infierno personal del ostracismo que padecen
personajes como Sofia o la señora Kipárisova,
degradadas oficial y extraoficialmente en su humanidad.
El segundo descenso de
Sofia es el moral, pues ya no se le
permite morar donde los ciudadanos
soviéticos respetables; el mundo ha cambiado para ella, aunque los lugares y
las personas son los mismos. Este segundo descenso es sin duda el más cruel,
porque supone que Sofia ha perdido la inocencia
soviética, suficiente hasta entonces para convencerla de la justicia del
mundo. Ahora resulta que, después de todo, el Estado sí castiga a inocentes
como Kolia —símbolo de la pureza traicionada— sin
determinar concretamente la sustancia punible. Nos encontramos frente al tópico
de la condena inexorable: aunque Kolia y su madre ejemplifican el aparente triunfo del
modelo soviético, sobre ellos planea el veredicto de una tiranía que ahora
considera enemigos a sus vástagos más representativos. Esto reivindica a Sofía Petrovna como una tragedia
estructuralmente chejoviana con matices de absurdo misticismo kafkiano: estamos condenados y no sabemos por qué,
o expresado en clave soviética: en la
URSS de Stalin, ya somos culpables; solo aguardamos sentencia. Sofia
fracasa intentando racionalizar la situación, porque las explicaciones últimas,
al igual que propone Kafka, solamente las tienen los entes reales pero inefables,
en este caso el Estado y el Partido. El siguiente fragmento expone la
deliberada sordidez que el estalinismo había impuesto sobre el sistema
penitenciario:
Había una sola cosa de la que no se había enterado durante esas dos semanas: ¿Por qué habían arrestado a Kolia? ¿Quién iba a juzgarlo y cuándo? ¿De qué lo acusaban? ¿Cuándo iba a terminar ese ridículo malentendido de una vez por todas y volvería a casa? En la oficina de información de la calle Chaikovski, el viejo de cara roja y bigotes felinos mirabas pasaporte y preguntaba: «¿Cuál es el nombre de su hijo? ¿Es usted su madre? ¿Y por qué no ha venido su mujer? ¿No está casado? ¿Lipátov, Nikolái? La instrucción está en curso». Le lanzaba el pasaporte por la ventanilla y, antes de que Sofia Petrovna tuviera tiempo de abrir la boca, la portezuela mecánica retumbaba con estruendo y se oía un timbre que significaba: «¡El siguiente!». Sofia Petrovna no tenía nada de qué hablar con la portezuela y, después de esperar un segundo, se iba. En el Ministerio Público, la señorita de cabello muy rizado y nariz puntiaguda, asomando de la ventanilla, decía atropelladamente: «¿Lipátov? ¿Nikolái Fiódorovich? El expediente aún no ha llegado al ministerio. Venga a preguntar dentro de dos semanas».[38]
De hecho, las interminables
colas en la cárcel, así como los pasajes de Sofia frente a la taquilla de
información y durante su breve y desdichada entrevista con el fiscal, nos
evocan las fábulas kafkianas Ante la ley,
La metamorfosis, La condena o incluso el mismo Proceso.
En Sofia Petrovna todo ocurre y se
desencadena, pero nadie sabe por qué
¿cuáles son los designios del poder supremo? Chukóvskaia
recrea el trágico sinsentido del Terror sin intenciones de proponer
explicaciones racionales o marxistas: ella poetiza la soledad y el dolor
psico-físico que se sienten cuando los seres amados son arrancados del mundo
por un poder omnímodo, brutal, ciego y sordo ante la súplica e insaciable en su
apetito punitivo. Aunque la propaganda oficial intenta argumentar la necesidad
de las purgas, el conocimiento íntimo de lo injustificado —al menos, para los
ojos mortales— construye un escenario de sórdida irrealidad que abre el camino
al tercer descenso de Sofia, el psíquico.
Antes, sin embargo, Sofia aún tendrá una reserva de esperanza, encarnada en el
mismísimo camarada Stalin, a quien años de culto propagandístico han enaltecido
como la quintaesencia de la magnánima justicia soviética. Así, Sofia siente un
repentino estremecimiento de esperanza al pensar en la intervención de aquel
remoto Juez Supremo que ignora las injusticias cometidas por los encargados de
impartir justicia en su nombre y en el del socialismo; esto la impulsa a
escribirle hasta tres cartas al Padrecito
exponiéndole la iniquidad cometida contra Kolia. Como
respuesta, Sofia recibe una misiva ilegible y sin remitente reconocible,
metáfora alusiva a la falacia del culto a un líder autoproclamado padre de todos los soviéticos y que, en
realidad, los ignoraba y perseguía:
Tumbada en la cama, [Sofia] reflexionaba sobre su próxima carta al camarada Stalin. Desde que habían arrestado a Kolia, le había escrito en tres ocasiones. En la primera, le pedía que revisara el caso de Kolia y que lo pusiera en libertad, porque no era culpable de nada. En la segunda, le pedía que la informaran de dónde estaba para que ella pudiera ir a verlo una vez más antes de morir. En la tercera, le suplicaba que le dijera una sola cosa: ¿estaba muerto o vivo? Pero no hubo respuesta. La primera carta la había echado al buzón; la segunda, la había enviado certificada y con acuse de recibo. El acuse de recibo le llegó al cabo de algunos días. En la columna: «Firma del destinatario» estaba escrito en minúsculas algo incomprensible: «... erian». ¿Quién era el tal erian? ¿Le habían entregado la carta al camarada Stalin? El sobre llevaba la siguiente inscripción: «Personal. Entrega en mano».[39]
Sin esperanza, sola y
marchita, Sofia no encuentra ningún aliciente en la realidad, una vez que el
poder le ha bloqueado todos los caminos hacia Kolia. Entonces,
su psique adolorida comienza a gestar el vástago de una existencia alterna,
hermosa, donde el dolor moral se ha ido y Kolia ha
vuelto un año después de su arresto. La madre duerme y despierta en un paraíso mental a su medida, pequeño,
confortable, sin fiscales ni tribunales; en él se solaza: cuerpo y mente
derivan ingrávidos, y la voz de Kolia resuena por los
rincones. Su nuevo paraíso está pleno
de humanidad; allí no pueden entrar la NKVD ni Stalin. Solo están ella y su
hijo, flamante ingeniero de la Unión Soviética, única razón de su vida. El
cosmos no se ha reordenado; simplemente, es un nuevo cosmos. A decir verdad,
resultaría impreciso afirmar que Sofia desciende a la locura; en su caso,
hablamos más bien del ascenso a una nueva existencia, justa y piadosa:
«Hoy he recibido otra carta» —contó Sofia Petrovna en la cocina a la mañana siguiente—. «Imagínense, el director de la fábrica ha nombrado a mi hijo su ayudante. Su mano derecha. El Comité Sindical le ha pagado un viaje a Crimea, la naturaleza es allí exuberante, estuve cuando era joven. Y al volver se casa. Con una joven komsomol. Se llama Liudmila, un nombre bonito, ¿verdad? La llamaré Mílochka. Lo estuvo esperando un año entero, aunque tenía muchos otros pretendientes. Nunca creyó las cosas malas que decían de él.» —Sofia Petrovna dirigió una mirada triunfal a la mujer del contable, de pie junto a su hornillo Primus—. «Y ahora se casará con ella cuando regrese de Crimea».[40]
Chukóvskaia nos habla de ella misma y del ánimo que
compartió con millones de mujeres, quienes solo pensaron en el único refugio
para tanto sufrimiento. Su paulatina locura
es metáfora del vivir hacia adentro,
expresión tan frecuente entre aquellos que experimentaron el totalitarismo:
existencia forjada de intangibles, recuerdos mezclados con deseos, afectos
arrancados, venganzas imaginadas en voz baja… es el universo del orden comisarial, donde los vivos, los muertos y los proscritos
conviven en régimen de presentación.
Sin duda, la autora se propuso mostrar el fraude histórico que había
significado la Revolución y su hermosa promesa de justicia y equidad como
alternativa a la tiranía zarista; aquí, en medio del Terror y con Sofia casi
demente, se sugiere irónicamente la imposibilidad conocida por los patriarcas
revolucionarios de armonizar justicia igualitaria, individualidad y supremacía
hegemónica, todos ellos valores exaltados desde 1917. Necesariamente, uno de
los tres acabaría imponiéndose sobre los demás, y el mismo Lenin lo sabía.[41] En tal sentido, la carta postrera de Kolia a Sofia, resulta una denuncia lapidaria contra el
sistema:
¡Querida mamá!
Estoy vivo y un alma compasiva ha aceptado enviarte esta carta. ¿Cómo estás? ¿Dónde están Álik y Natalia Serguéievna? Pienso sin parar en vosotros, mis seres queridos. Me da miedo pensar que quizá ya no vivas en casa, que vivas en otra parte. Querida mamá, todas mis esperanzas están depositadas en ti. Mi sentencia se basó en las declaraciones de Sascha Yártsev, ¿Te acuerdas de él? Era un chico de mi clase. Confesó que me había captado para formar parte de una organización terrorista. Y yo también me vi obligado a confesar. Pero es mentira, nunca he estado en una organización de ésas. Mamá, el juez instructor Yershov me golpeó, me pateó, y ahora estoy casi sordo de un oído. He escrito desde aquí muchas peticiones, pero todas sin respuesta. Escribe tú en mi nombre una carta, como vieja madre que eres, y en tu carta expón los hechos. Tú sabes bien que desde que acabé la escuela no volví a ver ni una sola vez a Sascha Yártsev, pues él iba a otro instituto. Y en la escuela nunca fuimos amigos. A él también, seguramente, le dieron una paliza. Te mando un beso muy fuerte, saluda a Álik y a Natalia Serguéievna. Mamita, date prisa, porque aquí no sobreviviré mucho tiempo. Te mando un beso fuerte. Tu hijo, Kolia.[42]
Este testimonio le
confirma al lector lo que significó para millones de inocentes la sentencia del
omnipotente Estado soviético. Ya no estamos frente al viejo militante purgado,
cuya docilidad al confesar crímenes falsos pretende cumplir un último servicio
al Partido, sino que asistimos a la tortura física y moral infligida a personas
sin delito alguno que confiesan para
detener el castigo.
A pesar de tener dos
mundos solapándose en su mente, la misiva de Kolia
puso otra vez a Sofia sobre la realidad mundana, insuflándole nuevos bríos para
liberar a su hijo: basándose en la carta, ella planea escribir formalmente una
petición dirigida al Estado, iniciativa que trunca la señora Kipárisova cuando le explica, aterrada, las catastróficas
consecuencias de dicha acción:
«¿Ya ha escrito la petición?» «No.» «¡Pues no la escriba!»” —Le susurró Kipárisova, acercando a la cara de Sofía Petrovna sus inmensos ojos rodeados de manchas amarillas— «¡No escriba, por el bien de su hijo! Ese tipo de carta le costará caro. Tanto a usted como a él. ¿Cree usted que se puede escribir que un juez instructor ha golpeado a alguien? Es algo que ni siquiera se puede pensar, imagínese ya escribirlo. Se han olvidado de deportarla, pero si les escribe se acordarán de usted. Y a su hijo también lo enviarán aún más lejos. ¿A través de quién envió esta carta? Y los Testigos, ¿Dónde están? ¿Cómo lo va a demostrar?» —Recorrió con una mirada demente el cuarto de baño—. «No, por Dios, no escriba nada».[43]
La quema de la carta
representa el símbolo doloroso de las últimas esperanzas perdidas y, en un
sentido más íntimo, del último objeto vivo que unía a madre e hijo. Con este
final abierto, vislumbramos la desaparición de Kolia
y el arreón final de una locura que extinguirá la vida de Sofia. Este final,
carente de compasión y justicia, certifica ficcionalmente la violenta traición
del estalinismo a la parte más inocente y noble del tejido social soviético:
sus jóvenes y sus mujeres, reserva más tierna de los ideales socialistas. Aquí
es inevitable recordar La madre
(1907) de Maksim Gorki y su final también abierto,
con Pelagia Nílovna, madre
del revolucionario deportado Pável Vlasov, siendo torturada por la policía zarista; la ironía
resulta insoslayable: ambas madres, Pelagia y Sofia,
se encuentran en similar posición, solo que a esta última la martiriza el poder
estalinista al que Gorki tanto vitoreó. A ambas, elipsis mediante, van
dirigidos los versos de Anna Ajmátova en Réquiem:
Esta mujer padece de tristeza,
esta mujer se siente sola.
Su esposo yace en la tumba,
y su hijo está en la prisión. Recen
por ella.[44]
5. Conclusión: novela moral, no política
Resulta evidente la inspiración
autobiográfica de Sofía Petrovna, una
ciudadana ejemplar, y tanto las circunstancias en que fue escrita como la
propia naturaleza poética y moral del texto resultan indivisibles de los
avatares que viviera su autora. La lectura de esta obra transmite una fuerte
carga emotiva y existencial, pues en ella se fermentan, tenazmente, las
sustancias de todo orden (moral, político, psicológico) que conformaron la
existencia dentro de la sociedad estaliniana. Su narratividad perentoria,
prácticamente en vivo, añade un elemento de desesperante impotencia en
el lector, quien ya sabe lo que ocurrirá y se compadece de la pobre Sofia,
siempre entregada a una vana esperanza, siempre pendiente de la puerta a ver si
el hijo arrestado por error regresa libre…
Los enfoques estéticos
y morales de Sofia Petrovna la ubican
en el contexto de un subgénero narrativo que denominamos Novela del Estalinismo,[45] cuyo corpus se compone de obras escritas
durante el Gran Terror (o inmediatamente después). Dichos textos muestran un
carácter urgente debido a que se
escribieron casi en simultáneo con los acontecimientos denunciados,
determinando con ello su naturaleza temática, estructural y argumental. Así, para
mediados de 1940 existía ya todo un conjunto de novelas consustanciadas en una genericidad[46] no
adscrita a corrientes estéticas predeterminadas; un corpus apreciable como un subgénero en sí mismo al desarrollar
argumentos, temas, motivos y personajes que establecen entre sí vínculos
notorios emanados de la misma intencionalidad y contexto de inspiración. Dichas novelas son: Moscú-Frontera (Moskva-Hranice) escrita por el checoslovaco Jiří Weil en 1936 y publicada en Praga en 1937; Medianoche en el siglo (S’il est minuit dans le siècle) escrita entre 1936 y 1938 por ruso-belga Victor Serge y publicada en París en 1941; El caso Tuláyev
(L’affaire Touláev), también de Serge, escrita entre 1940 y
1942 y publicada en París en 1947; y finalmente, El cero y el infinito (Darkness at Noon), escrita por el húngaro Arthur Koestler en 1938 y
publicada en Londres hacia 1940; y, desde luego, Sofia Petrovna.
No obstante, un factor
importante distingue a esta novela y a su autora de los otros textos ejemplares
que integran el subgénero Novela del
Estalinismo. Mientras que Weil, Serge y Koestler fueron —independientemente
de sus decepciones posteriores— militantes e intelectuales marxistas-leninistas
comprometidos con la causa revolucionaria, Lydia Chukóvskaia
y sus textos manifiestan una visión claramente crítica hacia el poder y la
ideología soviéticos, enfocándose en enjuiciar, ante todo, la inmoral
concepción del régimen estaliniano respecto a la condición humana y los valores
que se le suponen inherentes.
La no militancia
socialista de Chukóvskaia la distanció de
relativismos acerca de un ideario comunista en el que nunca creyó,
permitiéndole contemplar con lucidez la perversión latente de aquella ideología
pretendidamente libertaria y fraternal. Mientras para algunos de sus compañeros
generacionales el estalinismo representaba una traición a los ideales
originales de la Revolución Rusa, para Chukóvskaia,
sencillamente, constituía una felonía hacia el ser humano en su más amplio
sentido: nada, ni el más elevado ideal, justificaba la aniquilación física y
simbólica del ser humano; era imposible construir un mundo nuevo y mejor sobre
osamentas mal enterradas y muertos en vida que pululaban odiando y recordando,
heridos en lo más íntimo hasta la locura. El encono de Chukóvskaia
se dirigió, sobre todo, contra dos factores clave de la dictadura soviética: la
propaganda y la censura, generadores de una sociedad incapacitada para distinguir
entre la realidad y la proclama y sostenes de una intelligentsia castrada que no se atrevía a escribir una sola línea
crítica. En tal sentido, las dos novelas de Chukóvskaia,
Sofía Petrovna e Inmersión, un sendero por la nieve, buscaron exponer
ficcionalmente los alcances psicológicos y morales de esas dos poderosas armas
de coerción que ya Lenin había empleado y que Stalin convirtió en pilares
inamovibles del Estado soviético.
En 1962, Lydia Chukóvskaia escribió:
[…] Por grandes que sean los méritos de futuros relatos o informes, estos se habrán inscrito en otro período, separados de 1937 por décadas, mientras que mi obra se escribió con la huella de los acontecimientos aún fresca en mi mente. Aquí radica la diferencia entre mi relato y cualesquiera otros que estén consagrados a los años 1937-1938. En eso, creo, reside su derecho a obtener la atención del lector […] Me habría ahorcado si no hubiese volcado en el papel lo que viví… Yo no pretendía salvar a nadie, hacer comprender. Me salvé a mí misma.[47]
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Calero Abadía, Adolfo. “Sofía Petrovna, una ciudadana ejemplar (Lydia Chukóvskaia,
1967/1988): el colapso físico, moral y
psíquico de una madre durante el gran terror estalinista”.
Humanidades: revista de la Universidad de
Montevideo, nº 15, (2024): 211-238. https://doi.org/10.25185/15.9
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Editor responsable Mariana Moraes: amoraes@correo.um.edu.uy
[1] 1967 es el año de la primera edición íntegra,
publicada en los Estados Unidos por Dutton (Nueva
York); 1988 es el año de la primera edición publicada en la Unión Soviética.
[2] NKVD (Naródny Komissariat Vnútrennij Del):
“Comisariado Nacional para Asuntos Internos”. Órgano encargado del orden y la
seguridad dentro del territorio soviético.
[3] Robert Service, Historia de Rusia en el
siglo XX, trad. Carles Mercadal (Barcelona: Crítica, 2000). 205-206
[4] Donald Rayfield, Stalin
y los verdugos, trad. Amado Diéguez Rodríguez y Miguel Martínez-Lage
(México: Taurus, 2005), 335.
[5] Partido Comunista de la Unión Soviética.
[6] En su libro Yo fui espía de Stalin, el militar soviético Válter
Krivitski (1899-1941) aborda la cuestión de esas
extrañas confesiones explicando que, para quienes pertenecían al cerrado
sistema soviético, resultaban muy claros los resortes psicológicos e
ideológicos operantes sobre la voluntariedad confesionaria
de ciertos veteranos procesados: «[…] Un mundo perplejo observaba cómo los
constructores del gobierno soviético se autoflagelaban por crímenes que nunca
habían cometido y que luego se demostró que eran fantásticas mentiras. Desde
entonces, el enigma de las confesiones ha desconcertado al mundo occidental.
Pero tales confesiones nunca fueron un misterio para quienes habían estado en
el interior de la maquinaria de Stalin […] Aunque varios factores contribuyeron
a llevar a esos hombres hasta el punto de hacer tales confesiones, las hicieron
finalmente con la sincera convicción de que era el último servicio que podían
prestar al partido y a la revolución. Sacrificaban el honor y la vida para
defender al odiado régimen de Stalin, porque contenía el único y débil atisbo
de esperanza de aquel mundo mejor al que habían consagrado su juventud». Citado
en Arthur Koestler. Memorias: Flecha en el azul & La escritura
invisible, trad. J. R. Wilcock y Alberto Luis Bixio (Barcelona: Lumen, 2011), Epublibre EPUB.
[7] Karl Schlögel, Terror
y utopía. Moscú en 1937, trad. José Aníbal Campos (Barcelona: Acantilado,
2014). Epublibre EPUB.
[8] Service, Historia de Rusia en el siglo XX,
195.
[9] Toby Clark, Arte y propaganda en el siglo XX, trad.
Isabel Balsinde (Madrid: Akal, 2000), 94-95.
[10] Robert Conquest, El Gran Terror, trad. Joaquín Adsuar Ortega (Barcelona: Caralt,
1974), Epublibre EPUB.
[11] Robert Service Camaradas: Breve historia
del comunismo, Trad. Javier guerrero (Barcelona: Ediciones B, 2009), 218.
[12] Al respecto, Martin Amis comenta sarcásticamente que «[…] casi todos los
historiadores están convencidos al 99 por ciento de que Stalin organizó el
asesinato de Kírov a través de la Checa de Moscú […] Todas las consideraciones
de tipo cui bono? señalan a Stalin: este tenía por lo menos una docena
de motivos para querer la muerte de Kírov […] Ningún otro acontecimiento habría
sido mejor trampolín para lanzar la represión en masa. Y la suerte ulterior de
casi todos los personajes clave del asesinato […] habla de la diligencia de
Stalin. Es verdad que el crimen y la tapadera se prepararon de un modo
chapucero; cuesta entender por qué la Checa eligió a Nikoláev,
un personaje de inestabilidad casi epiléptica. Pero hizo el trabajo: Kírov
murió. Además, la culpabilidad de Stalin en este caso, comparada con sus culpas
mayores, es otra semiinsignificancia. Tal vez debamos
alzar los brazos y atribuir la intervención de Nikoláev
a una especie de vudú estalinista, semejante a las afrentas a Lenin de
1922-1923, mágicamente oportunas e inductoras de ataques. La cuestión es que el
Terror ya había tomado carrerilla. El asesinato de Kírov dio lugar a una
versión fabulosamente exagerada de la purga de Röhm
(30 de junio de 1934); pero su equivalente real fue el incendio del Reichstag
del año anterior. Nikoláev ahorró a Stalin el engorro
de quemar el Kremlin». Koba el Temible,
trad. Antonio Prometeo Moya (Barcelona: Anagrama, 2004), Epublibre
EPUB.
[13] Conquest, El Gran Terror, EPUB.
[14] De hecho, Donald Rayfield
menciona que la investigación titulada Martirologio
de Leningrado (Leningradskii martirolog),
realizada en la segunda mitad de la década de 1990, había arrojado hasta
entonces la cifra de 47 mil personas asesinadas durante los años del Gran
Terror. Rayfield, Stalin
y los verdugos, 354, 557 (Nota 21 del Cap. VII).
[15] Orlando Figes, Los
que susurran, trad. Mirta Rosenberg (Barcelona: Edhasa,
2018), Epublibre EPUB.
[16] Álvaro Lozano Cutanda,
Stalin. El tirano rojo (Madrid: Nowtilus, 2012), Epublibre EPUB.
[17] Service, Camaradas…, 217-218.
[18] Carlos Taibo, Historia de la Unión
Soviética 1917-1991, (Madrid: Alianza, 2010), 144.
[19] Tzvetan Todorov, La experiencia totalitaria,
trad. Noemí Sobregués (Barcelona: Galaxia Gutenberg,
2010), 190.
[20] Aleksandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, trad. Enrique Fernández
Vernet, vol. 1, (Barcelona: Tusquets, 2011), Volumen 1, 96-124.
[21] Schlögel, Terror
y utopía, EPUB.
[22] Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, vol.
1, 132.
[23] Rayfield, Stalin
y los verdugos, 351-352.
[24] Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, vol.
1, 131.
[25] Anna Ajmátova, Réquiem y otros escritos, trad. José
Manuel Prieto González (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2000). Epublibre EPUB.
[26] Ferran Mateo y Marta Rebón,
«Contra la tiranía», Inmersión, un sendero en la nieve (Madrid:
Errata Naturae), 175-187.
[27] Ferran Mateo y Marta Rebón,
«La memoria mutilada del ciudadano soviético», Sofía Petrovna, una ciudadana ejemplar (Madrid: Errata Naturae, 2014), 178-181.
[28] La propia Chukóvskaia
relata los pormenores de estos amargos años en sus memorias tituladas en
español Crónica de un silencio (Errata Naturae,
2020).
[29] Mateo y Rebón, «La
memoria mutilada del ciudadano soviético», Sofía
Petrovna, 184-185.
[30] «Las condiciones en la Unión Soviética no hubieran cambiado lo suficiente como para que su publicación fuera posible la convirtió, a principios de los años sesenta, en una de las primeras y más ampliamente distribuidas obras en samizdat [ediciones no oficiales]» (Traducción propia). Wolfgang Kasack, Russian Literature 1945-1988 (Múnich: Otto Sagner Verlag, 1989), 30.
[31] Rayfield, Stalin y los verdugos, 312.
[32] «Un relato de primera mano sobre la gradual comprensión por parte de
simples ciudadanos soviéticos respecto a la embestida arbitraria, mentirosa y
cruel del Terror de 1937» (Traducción propia). Kasack, Russian Literature 1945-1988, 131.
[33] Lydia Chukóvskaia, Sofía Petrovna, una ciudadana ejemplar,
trad. Marta Rebón (Madrid: Errata Naturae,
2014), 79-80.
[34] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…, 79-80.
[35] Chukóvskaia, Sofía
Petrovna…, 90-91.
[36] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…, 149.
[37] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…, 126-127.
[38] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…, 96-97.
[39] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…, 155-156.
[40] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…,
167.
[41] Quizás, la síntesis de esta incompatibilidad
haya sido el terror como recurso de
control político, una práctica que ya se había iniciado “provisionalmente” en
tiempos de Lenin y que, de forma indetenible, se fue institucionalizando en la
URSS hasta que Stalin la convirtió en elemento indispensable. Al respecto, el
veterano militante y escritor revolucionario Victor
Serge (1890-1947) produjo esta interesante reflexión: «Bien sé que el terror
hasta ahora ha sido siempre necesario en las grandes revoluciones, que estas no
se hacen al gusto de los hombres de buena voluntad, sino por ellas mismas, con
violencias de huracanes, que el individuo allí no cuenta más que una brizna de
paja en un torrente; que el deber de los revolucionarios es utilizar las únicas
armas que la Historia nos deja para no ser vencidos estúpidamente. Pero veía
también que la permanencia del terror, después del final de la guerra civil y
del advenimiento de una era de libertad económica, constituía un inmenso error
desmoralizante. El nuevo régimen, estaba y sigo estando convencido de ello, se
habría sentido cien veces más fuerte si desde aquel momento hubiese proclamado
su respeto socialista a la vida humana y al derecho del individuo cualquiera
que sea. Me pregunto todavía, puesto que conocí la probidad y la inteligencia
de sus jefes, por qué no lo hizo. ¿Qué psicosis de miedo y de autoridad se lo
impidieron?». Victor Serge. Memorias de un revolucionario, Trad. Tomás
Segovia (Madrid: Veintisiete Letras, 2011), 193-194.
[42] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…, 169-170.
[43] Chukóvskaia, Sofía Petrovna…,
172.
[44] Ajmátova, Réquiem…, 30.
[45] La Novela del Estalinismo
forma parte de una investigación más amplia que estamos desarrollando
actualmente denominada Novela del
Totalitarismo. Para una consulta sobre la Novela del Estalinismo, puede revisarse el artículo “Aproximación a
la Novela del Totalitarismo en la Unión Soviética durante el estalinismo
y el deshielo de Jruschov", el cual
publicamos en la Revista Chilena de Literatura, Año 2020, Nº 101, Universidad de Chile (revistas.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/57314). También puede consultarse la disertación
doctoral titulada La URSS de Stalin en la
Novela del Totalitarismo. Estudio de un subgénero inédito (Adolfo Calero
Abadía, Universidad Central de Venezuela, 2022).
[46] La genericidad es una noción
formulada por el teórico Jean-Marie Schaeffer que
propone el estudio de los géneros desde
una perspectiva aproximativa, identificando los vínculos entre obras afines
como tejidos de similitudes no coercitivas ni deterministas, pero sin anclarse
en el simple empirismo de las semejanzas textuales: «[…] por tanto, esas similitudes pueden ser perfectamente
explicadas definiendo la genericidad como un componente textual, o lo que es
igual, las relaciones genéricas como un conjunto de reinvestiduras (más o menos
transformadoras), de ese mismo componente textual. Siendo la literatura
institucional por definición, la genericidad puede explicarse perfectamente
como un juego de repeticiones, imitaciones, préstamos, etc., de un texto con
respecto a otro, o a otros». Jean-Marie Schaeffer, «Del texto al género. Notas sobre la problemática genérica», Teoría de los géneros literarios
(Madrid: Arco, 1988), 155-182.
[47] Mateo y Rebón, “La memoria mutilada del
ciudadano soviético», Sofía Petrovna, 181.