Humanidades: revista
de la Universidad de Montevideo, nº 15, (2024): 243-268. https://doi.org/10.25185/15.10
Este
es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de una licencia de uso y distribución Creative
Commons Attribution (CC BY 4.0.) https://creativecommons.org/licenses/by/4.0
Entrevista
Rafael Alvira (1942-2024)
Jesús Baiget
Pons
Universidad Francisco de Vitoria,
España
ORCID iD: https://orcid.org/0009-0002-5666-4124
Recibido:
30/01/2024 - Aceptado: 21/02/2024
Llenar la vida de vida: entrevista póstuma a Don Rafael Alvira
Rafael
Alvira nació el 24 de octubre de 1942 en Madrid, un año después del traslado de
su familia de Zaragoza a la céntrica calle de Núñez de Balboa. Estudió en el
Instituto Ramiro de Maeztu del que su padre, Tomás Alvira, era profesor. Se
licenció en Filosofía e Historia por la Universidad de Navarra en los años 67 y
69. Doctor por la Universidad Lateranense de Roma y por la Complutense de
Madrid en el 66 y el 75 y Catedrático de Historia de la Filosofía por la Laguna
en el 79 impartió clases en distintas universidades del mundo, siendo la
Universidad de Navarra el lugar en el que desempeñó gran parte de su carrera
profesional. Ahí, en 1986, fue uno de los fundadores del Instituto Empresa y
Humanismo, del que fue vicepresidente hasta su fallecimiento, el 4 de febrero
de 2024 en Madrid, donde se trasladó tras su jubilación. Es doctor honoris
causa por la Universidad Panamericana de México y, desde el pasado 24 de
octubre de 2023, también lo es por la Universidad de Montevideo de Uruguay.
Rafael Alvira encarna el perfecto equilibrio filosófico entre la profundidad
teórica y la experiencia en lo práctico. Su vida es ejemplo de la preocupación
por la integración de las humanidades tanto en la universidad como en la vida cotidiana.
Su legado está presente también en todos los discípulos que han visto en él un
maestro y una referencia sobre cómo vivir la filosofía. La experiencia vital
que atesora Rafael Alvira es muy valiosa. Además, desde las etapas finales de
un proceso es desde donde se puede comprender mejor el conjunto. Esta
entrevista, realizada en tres sesiones a lo largo del otoño de 2023 (entre el
28 de septiembre y el 18 de noviembre) se enmarca dentro de una reflexión sobre
el papel de la enseñanza de las humanidades en el siglo XXI y se ha dividido en
tres bloques: su educación y su formación en su familia; cuestiones
relacionadas con sus maestros y la vida universitaria y, por último, la
relación maestro-discípulo.
***
Educación y
familia
Jesús Baiget [J. B.]: Cuando una persona va llegando a la
etapa final de su vida entiende mucho mejor el recorrido que ha hecho hasta
entonces. ¿Cómo diría que ha sido su recorrido vital y qué cree que le ha configurado a usted tal y como es?
Rafael Alvira [R. A.]: Bueno, en primer lugar para no darle tanta
solemnidad a mi vida que no tiene importancia… Había un chiste muy viejo y malo
que decía que cuál es el único animal que paren macho y hembra, ¿lo sabes?
J. B.: No.
R. A.: La foca,
porque también el foco da luz.
-Siempre ha tenido mucho sentido del humor que ha sabido utilizar para
introducir temas y captar la atención del oyente; partir de la cercanía de lo
cotidiano para ir a lo profundo-. Es muy malo, pero si tengo que poner el foco, como
decías, sobre mi vida inicial, que duda cabe que está
marcada por mi familia. He tenido siempre y de manera progresiva un inmenso
afecto por mis padres. Incluso me acuerdo… (-se para, y tras una breve
pausa abre los ojos, aseverando-) lo recuerdo verdaderamente, que en esos años de la pubertad, en los que todos
discutimos… Ahí te planteas un poco que tú tienes tu personalidad propia, que
no vives en un medio solamente, sino que eres tú; entonces en esos casos, suele
haber un cierto rechazo ante los que te habían educado: tus padres, tus
maestros…
J. B.: ¿Y por qué ese rechazo?
R. A.: Es el
movimiento interior de decir: «soy independiente». Date cuenta de que hasta ese instante
has vivido en un medio sin, por decirlo así, separarte a fondo de ese medio.
Mis padres tenían caracteres complementarios: mi madre era muy suave, mi padre
era enérgico. En ese sentido, con quien yo tenía que enfrentarme
(por decirlo así) era con mi padre. Y me acuerdo bien que entró en
funcionamiento mi razón y dije: «¿Pero por qué, si mi padre es bueno, si está buscando
mi bien?».
J. B.: ¿Hay algún
momento en concreto o anécdota donde recuerde que se despertara su
razón y se diera cuenta de eso?
R. A.: Pues la
verdad es que no me acuerdo con exactitud. Lo que sí me acuerdo es que tuve esa
vivencia. Mi padre era… bueno, comprendo que al ser yo su hijo puedo exagerar…,
un gran educador, lo llevaba en la sangre. El abuelo lo había sido y sabía muy bien por ejemplo, cuando no le gustaba algo que habías
hecho, sabía contener su carácter enérgico y no reñir en el momento en que podía
enfadarse, porque entonces un niño puede pensar: «Me riñe porque está enfadado». Él esperaba a que se le pasara su posible
enfado, y entonces (-hace una pausa y levanta el dedo en señal de querer
marcar algo que es importante para él-), siempre en privado y nunca delante de los demás,
me explicaba por qué no había hecho bien. No era: «Esto no vuelvas a hacerlo porque te lo
digo yo». Eso
nunca.
J. B.: ¿Esa
templanza y delicadeza en decir las cosas en privado y corregir es la virtud
que más destacaría de su padre?
R. A.: No creo
que fuera la más grande porque tenía tantas que me sería difícil comparar.
J. B.: De su padre y su madre, si tuviera que destacar alguna
virtud de todas las que tenían, ¿cuál sería?
R. A.: Como digo,
me parece que tenían tantas que es difícil. Aunque no es estrictamente una
virtud, existe una cosa que los medievales llamaban radix
virtutum, la raíz de todas las virtudes: el amor
verdadero. Y yo creo que lo que más se notaba en ellos era que tenían un corazón de oro. Se palpaba con los dedos
cómo te querían.
J. B.: ¿Y cómo
lograban eso? Hoy en día hay familias que no salen adelante porque no saben
quererse. Usted a veces ha dicho que lo que veía en casa le parecía normal pero
luego veía que no era lo común. ¿Qué cree que es lo que hacía que eso fuera lo
normal?
R. A.: Bueno, yo
creo que como siempre en la vida es una unidad (me gusta más unidad que
síntesis) de factores. En el caso de ellos eran buenos, tenían un buen carácter…
porque tener un carácter fuerte no quiere decir mal carácter, quiere decir que
era enérgico, pero a veces eso es muy conveniente si se emplea
bien… Tenían buenas virtudes… y a eso se añadieron varias cosas más: una, provenían de familias muy católicas. En el caso de
mi padre, además, su padre (mi abuelo) era un hombre muy conocido y tenía dotes
de educador que mi padre fue aprendiendo. Mi abuelo puso en marcha la enseñanza
nocturna. Era muy innovador en muchas cosas, como lo fue mi padre. Un día mi
abuelo no pudo llegar a dar clase, que era a última hora del día para los
mayores de edad para enseñarles a leer y a escribir. Y entonces se lo encargó a
mi padre que tenía 7 u 8 años.
(-sonríe-) Mi padre empezó a enseñar con siete u
ocho años.
J. B.: A gente que le doblaba o triplicaba…
R. A.: Buf, y más que
triplicar.
J. B.: ¿Y cómo
fue su experiencia?
R. A.: Él estaba feliz de ver cómo podía hacerlo.
J. B.: ¿Y ahí
cree que nació la vocación de su padre?
R. A.: Claro, es
que él la
heredó del abuelo con cosas como ésa. Entonces, a sus buenas características se
unió la educación; y después, la fe. Era una familia de mucha fe
católica arraigada. La familia de mi madre era desde el punto de vista
económico modesta. Mi abuelo era militar pero
suboficial, no era un jefe; murió muy pronto y no le dio tiempo a ascender. Mi
abuela no pudo enviar a la escuela a sus otros cuatro hijos más que hasta los
once o doce años, que en aquella época lo pagaba el Estado, pero no pagaba más años. Pero
al llegar mi madre la directora del colegio llamó a mi abuela y le dijo que era
una pena que no fuera porque era una niña de grandes condiciones. Entonces la
familia hizo un sacrificio y la puso a estudiar. En seguida mi madre ganó todas
las becas, con lo cual no hubo más
problema. Mi madre tenía mucha afición al estudio y al arte.
J. B.: ¿Al arte también?
R. A.: Era artista.
J. B.: ¿Y eso?
R. A.: Pues no lo
sé.
Ella pintaba muy bien; dibujaba, más bien. Pero en lo que era un genio era
bordando. Una de las anécdotas de mi madre es que les pusieron de
trabajo (fíjate cómo eran las escuelas entonces, quién haría eso ahora) hacer un dibujo en una tela.
Lo entregó y la maestra le dijo a mi madre: «Eso que has hecho no está bien, porque no
se puede hacer que tu madre o tu tía te haga los dibujos; tienes que hacerlos
tú». Entonces mi madre, que era pequeña, le dijo: «No, lo he hecho yo»; «eso no es posible»; «sí…»; «bueno, repítemelo aquí delante de mí
misma». Mi
madre lo clavó exacto. Se quedó boquiabierta. Luego por otra parte también su familia era muy católica, con mucha fe. Eran (yo
los conocí) una gente buenísima. La verdad que las dos familias eran buenísimas. Otro factor que contribuyó fue la espera, porque por
razones económicas, y después la Guerra Civil, tuvieron que esperar.
Eso, por decirlo así, les reforzó. Mi madre había quedado en zona
nacional, mi padre en zona roja. Y otra cosa, como es lógico que contribuyó, fue
san Josemaría. Mi padre conoció durante la Guerra Civil en Madrid a san Josemaría. San Josemaría le explicó la Obra. Mi padre escuchó la
explicación y le dijo, esto, en primer lugar, hay que hacerlo, y si usted me
admite, yo entraría. Entonces, san Josemaría le dijo, «pues sí te voy a admitir, pero todavía
no, porque tú tienes vocación de casado».
J. B.: Ah, ¿él le pidió la admisión
para entrar…?
R. A.: En
general, no sabía… y todavía no hay una organización para casados. Pero desde
el primer momento mi padre ya vivió como una persona de la Obra, porque los
casados en la Obra viven, desde el punto de vista espiritual, igual que los
solteros. Lo que hace la Obra es reforzar el sentido de la santidad laica.
Es decir no existe sólo vocación de sacerdote o de
religioso, sino también de laico; y dentro de los laicos, célibe
o casados. Lo específico de la Obra es que Dios pide buscar la santificación
apoyándose en los dos pivotes: lo natural y lo sobrenatural. Tienes que vivir…
por ejemplo, si eres profesor, como lo fue mi padre, no sólo hay que ofrecerle
a Dios tus clases, tu estudio, tratar a tus alumnos con libertad
pero procurando que vean la faz de Dios… no sólo eso, sino que tienes que hacer lo mejor
posible tu trabajo de profesor. Y eso contarlo con la entrega a Dios
sobrenatural de ese trabajo, el ofrecimiento, y hacerlo con el fin de ayudar a
los demás de acercarse a Dios… sin forzar: nunca, nunca.
J. B.: A raíz de esto…
R. A.: ¡Perdona!,
que tengo que terminar… Otro aspecto de la vocación de casado es el matrimonio.
De tal manera que lo que le pide la Obra a un casado es que…, no que sea cada
vez más místico, en el sentido vulgar de la palabra, de que se pase cuatro
horas en la iglesia rezando; lo que le pide, entre otras cosas, es que cada vez
sea mejor cónyuge, que luche por hacer feliz a su cónyuge y a sus hijos, y que
esa lucha por hacerlos felices forma parte de su vocación. Eso es la
Obra. Claro, mi padre ve, desde el primer momento, que casarse para él significaba perfeccionar continuamente
su matrimonio.
J. B.: He leído que una de las cosas que más les llamaba
la atención del matrimonio de sus padres es que cada vez se querían más con el
paso del tiempo. ¿Es por lo que dice usted?
R. A.: Claro,
absolutamente. Ellos ponían de su parte todo lo posible para… (hace una
pausa, abre los ojos, arqueando las cejas mientras sonríe, levantando levemente
la voz para marcar la siguiente palabra-) ¡con detalles!; el fuego se
mantiene con brasas que se van echando y se mantiene el fuego, e incluso se le
hace crecer, y eso es lo que ellos, por vocación de la Obra, intentaron
siempre.
J. B.: ¿Y por qué los detalles son tan importantes para, no sólo
mantener, sino hacer crecer el amor?
R. A.: Porque el
detalle implica que tú estás atento a la otra persona. Es decir, si alguien
viene y de pronto me dice: «Rafa, veo que te faltan bolígrafos, te voy a dar»; «Muchas gracias, no me había dado cuenta». Se fija en ti. Si se fija en ti y te
quiere ayudar es que te quiere. Y eso no sólo en detalles relativos a lo
necesario, sino también al
gusto. Mi padre sabía
perfectamente qué le gustaba a mi madre. Por ejemplo, las
peladillas con azúcar blanco que se suelen tomar en Navidad. Ten por seguro que
cada x tiempo le traía peladillas; le traía las flores que sabía que le
gustaban. La llevaba… Por ejemplo, a mi padre le gustaban mucho los toros, pero
dejó de ir porque a mi madre no le gustaban; en cambio fue al cine, que a mi
padre le gustaba pero no tanto, pero a mi madre sí.
Iban a ver a Cantinflas, que a mí me gusta mucho y a mi madre le divertía
mucho, a mi padre no, pero iba a ver Cantinflas por acompañar a mi madre.
J. B.: Así que, por lo que entiendo, si sus
padres le tuvieran que dar un consejo a los matrimonios y a las familias de hoy
en día sería «sacrificio y detalle»?
R. A.: Por
supuesto, por supuesto (-afirma mientras mueve la cabeza con los ojos
cerrados. Don Rafael suele hacer este gesto cuando se está hablando de una
verdad evidente e importante-), y muchas veces, muchas veces. El detalle es
un sacrificio. A mi padre le gustaba mucho el humor. Le contaba chistes. Pero
Cantinflas no le hacía mucha gracia, y a mi madre sí. Cada vez que fueron a
Cantinflas fue un sacrificio para mi padre, pero le decía a mi madre: «Hombre, vamos a ver a Cantinflas qué bien». Es una suma de pequeñas cosas. Incluso
cuando te imaginas que algo que no tienes puede gustar. Yo hablé mucho con mi padre. De vez en cuando se le escapaban
cosas. Una vez me dijo: «Yo he procurado siempre sorprender a tu madre»; traerle algo que ella no se esperaba
pero que mi padre sabía que le iba a gustar.
J. B.: ¿Y por qué esa atención en la sorpresa? ¿Es otro ingrediente
vital?
R. A.: Porque el
ser humano necesita la sorpresa. Mira eso es el libro del tiempo que estás
escribiendo: pasado, presente… Cuando quieres algo o alguien lo estudias. ¿Qué es estudiar? Ver lo que ya tiene, es
decir, su pasado, porque ya lo tiene. Luego el amor presencializa.
El presente… hay una frase que hasta creo me la he inventado yo, lo cual es
falso seguro…, no hay nada nuevo bajo el Sol: «No hay presente sin presencia». La
única manera de estar en
presente es tener presencia de alguien. Y tú notas cuando alguien está a tu
lado pero tú no estás presente. Él está a tu lado pero no te tiene
presente.
J. B.: Entonces es como si no estuvieras, claro.
R. A.: Se han
hecho pruebas muy bonitas de eso: soltar, entre comillas, seis o siete
estudiantes por una calle una hora. Al final les preguntas: «¿qué has visto?», o sea, qué has tenido presente, que la vista es un
sentido de presencia. «Pues una tienda, una
librería, dos bares, uno por cierto bastante bueno, me he tomado una caña…» sólo
los estudiantes de Arquitectura le dijeron: «Mire hay una casa muy bonita de estilo
renacentista; después hay otra casa que es más bien ya el
típico estilo geométrico»... son los únicos que lo tuvieron
presente.
J. B.: ¿Y eso es
por el conocimiento o por el amor?
R. A.: Por el
amor, que empuja al conocimiento. Ahí hay un feedback:
cuando conoces más a algo o alguien, si es bueno, lo vas queriendo más; y
viceversa, si lo vas queriendo más, quieres conocerlo más a
fondo.
J. B.: Entonces esto sería el pasado y el presente. Y aquí, ¿qué papel juega la sorpresa?
R. A.: El futuro.
El amor, como el conocimiento, es vida, y la vida crece. A una vida que no
crece le falta algo. Entonces, tiene que haber innovación: ésa es la sorpresa, algo nuevo que no se
esperaba y que tú lo has pensado, pensando en ella: «¿Qué le puede gustar?», (como a ti te gusta ella…), «¿qué cosa nueva le puede gustar?», «¿a dónde ir de viaje el mes que viene que le vaya
a gustar mucho?».
J. B.: Es decir que cuando desaparecen los planes de futuro,
la sorpresa del qué me
deparará, ¿es como la muerte
del amor?
R. A.: Está muy
debilucho…, como si no conoces. Llevas cuatro años de casados y no sabes quiénes son sus primos, qué hizo ella, si estudió en tal sitio o en
tal otro. Los novios tradicionales se pasaban el día hablando, contándose toda
su vida. Quieres saber de la persona amada. Una vez, una amiga de mi hermana
Pilar le dijo: «He visto caminando por la calle a tus padres (mis
padres tenían ochenta y pico) y les he tenido envidia». Era una chica joven, y cuando les vio parecían novios.
J. B.: Porque seguían cuidando no sólo
sino más que el primer día estas cosas detallísticas del conocimiento y la sorpresa, ¿no?
R. A.: Claro.
J. B.: ¿Y por qué cree que en la sociedad actual algunos novios o
matrimonios van decayendo en el amor?
R. A.: Al final
todas las explicaciones van a parar a Dios. Dios es el que te da la seguridad
total, es la roca firme. Si falta Dios, aunque tú tengas, como se dice en
España, buena pasta: «¡Ahh!, es un buen tipo, tiene
buena pasta»…
sí, pero un día te han hecho una faena y un día mi mujer, que me quiere, se ha
encontrado en el trabajo con otro individuo que ha acabado…, o viceversa,
todavía más habitual, pues un hombre que quiere a su mujer pero no lo tiene
bien arraigado se va a encontrar quizás con una secretaria que va a tirarle de
la manga. Por eso te he contado todo eso al final de lo cual estaba la vocación
sobrenatural, porque si no estás agarrado ahí es difícil; incluso si tienes mucha suerte y muy
buena pasta, las dos cosas, puedes mantener un matrimonio digamos… digno, pero
no para tirar cohetes: ahí no hay la chispa de la vida.
J. B.: La chispa de la vida como ese descanso en Dios…,
¿verdad?
R. A.: Es el que
logra eso, la raíz profunda que logra eso. Pero lo mismo para tu profesión. Mi padre vivía sus clases con sus alumnos y lo querían
mucho: primero, porque veían cómo él les quería, pero después porque veían cómo amaba él la ciencia que explicaba, cómo le
encantaba.Él
era catedrático de Ciencias Naturales. Ir al campo con mi padre era una gozada.
Empezaba a explicar unas cosas y otras… veías que vibraba con eso; en cuanto a
la atención a los alumnos, lo mismo. Cuando empezó el proceso de beatificación
uno escribió diciendo: «Yo pertenecía a una familia económicamente modesta y no llevaba a media mañana
bocadillo como los compañeros de clase. Don Tomás Alvira se dio cuenta de que
yo no llevaba y me empezó a traer un bocadillo todos los días».
J. B.: Qué bonito…
R. A.: Claro, ese
chaval adora a mi padre. Pero se entera de que mi padre no hubiera hecho eso si
no hubiera tenido las raíces donde las tuvo, con lo cual tú, sin predicar,
haces apostolado. Estás acercando a la gente a Dios sin tener que decir «siéntate que te voy a adoctrinar..», no. Hombre, otra cosa es que ya seas
muy amigo, entonces sí, ya mano a mano, explicas, por supuesto…, pero no al
principio.
J. B.: A raíz de esto, han confesado en otras ocasiones que
sus padres les educaban amorosamente en la virtud pero
desde la libertad. ¿Cómo conjugar el educar en el bien y en el amor respetando
la libertad y sin pasarse?
R. A.: Vamos a
ver, un buen matrimonio (y ellos lo eran) se ayudan por supuesto y se enseñan
mutuamente, aprenden el uno del otro. Creo que mi padre supo aprender cosas de
mi madre, que era una mujer listísima y buena como el pan. Y supo lo que era…
muchas cosas, pero una, la dignidad, en medio de una casi pobreza… Me da
vergüenza decirlo pero estaba cercano a la pobreza…
quiero decir, material: muy justo, muy justo. Pero como le dijo mi madre un día
a mi hermana Nieves: «A educar me enseñó tu padre». Me está mal decir porque mi padre era
un genio como educador. Acaba de publicarse hace pocos meses Tomás Alvira. Vida de un educador. Les gustaba la educación a los
dos, y sabían hacerlo. Es muy difícil educar en libertad porque tienes que
saber hasta dónde sueltas, hasta dónde no, y cuando tiene que ser que no y cómo
lo preparas para que no se molesten. Complicado. Lo importante ahí, más incluso
que el saber educar, es el corazón, el poner amor. Ellos rezaban todos los días
por nosotros, que no es ninguna broma. Cuando habían tenido cada hijo, que
tuvieron nueve, lo bautizaban enseguida. Mi madre me dijo: «Mi inmensa alegría era cuando me lo
traían (ella no iba porque todavía estaba en cama). Yo lo abrazaba y sabía que
abrazaba al Espíritu Santo».
J. B.: Y entonces qué pasaban, ¿uno o
dos días, o
cuántos
días pasaban? Si estaba en cama muy poco, ¿no?
R. A.: Porque
tampoco en aquella época había métodos
médicos como ahora. Entonces las madres estaban unos pocos
días en la cama o sin salir de casa. Ella decía que era tan pequeño que todavía
no había pecado, pero que al estar bautizado estaba abrazando al Espíritu
Santo. Eso es muy
importante, pero es que eso se trasluce humanamente. A veces (pocas) mi padre
me dijo: «Eso
no lo hagas».
Tenía tal confianza en él que no podía pensar que me lo negaba porque a él le molestaba. Yo estaba seguro de que
si me lo negaba tenía una
razón seria para
decirme que no. Lo supieron hacer muy bien. Además, como el ambiente de la casa
era siempre tan positivo…
J. B.: ¿Entre los
hermanos se llevaron muy bien?
R. A.: Sí, ellos se cuidaron mucho de que nos quisiéramos. El ambiente era muy positivo, no
se te ocurría hacer cosas por tu cuenta. En la casa había siempre alegría.
J. B.: ¿Le viene
algún recuerdo especial de Navidad, de los Reyes… que recuerde con mucho cariño?
R. A.: (-Se
queda unos segundos callado, pensando. De pronto,
parece que algo le viene a la mente-) Teníamos un Belén muy grande y lo poníamos
cada año junto con mi padre. Mi padre quería que pusiéramos el Belén juntos, lo íbamos colocando. Y antes o después,
según,
nos íbamos todos a la Plaza
Mayor aquí en Madrid (donde se venden figuras navideñas), a comprar figuras que
se habían roto o que nos faltaban. Era otro día de Navidad muy importante: ir a
la Plaza Mayor con mi padre a comprar figurillas. Y luego cantar villancicos
juntos. Era un ambiente buenísimo:
música, villancicos, las fiestas con los
turrones… En días de fiesta mi madre se quedaba en casa para descansar
un poco y para hacer una comida mejor. Mi padre, domingos por la mañana y
festivos, nos llevaba a todos los hijos por ahí… era para nosotros fantástico.
J. B.: ¿A pasear?
R. A.: No sólo; a
ver cosas. Por ejemplo, nos llevó varias veces a ver el Museo del Prado, o al
Retiro a subir en las barcas, cosas de ésas… Tenía mucha inventiva. Era un genio
para educar: te explicaba todo…
J. B.: ¿Descubrió
su vocación docente en él?
R. A.: Pienso que
sí. Él
escribía muy bien, pero sobre todo hablaba muy bien:
era un orador extraordinario; improvisaba cosas preciosas. Era muy querido,
realmente. Siempre tenía ideas nuevas. Javier Vergara, alumno mío el primer año
que estuve en Pamplona es ahora catedrático de Historia de la Educación en la
UNED y ha escrito la voz Tomás Alvira para la enciclopedia de la educación, y
me dijo: «Tu
padre es uno de los grandes educadores de la España del siglo XX; y era (me dice) tremendamente innovador». Es bonito también ver cómo a veces se piensa que un
católico ortodoxo es más bien avejentado y muy conservador. Mi padre siempre
que le preguntaban, decía ser de derechas. Habiendo vivido la Guerra Civil, o
eras de derechas o de izquierdas. Por supuesto tenía muy buenos amigos que eran
de izquierdas, aunque él se
consideró siempre de derechas, pero era
tremendamente innovador, y por supuesto abierto a todos. Sin embargo, en lo que
se refiere a la moral y el dogma, no lo movías medio milímetro.
Conocía a fondo la fe; le gustaba estudiar. En
la obra todos estudian un poco teología, también los casados. Él
gozaba con eso. En realidad…
(-hace otra pausa evocadora, parece estar viviendo ese recuerdo-) es
otra de sus frases, en este caso hablando conmigo. Salimos a dar un paseo por
una zona de Majadahonda que se llama El Pinar del Plantío. Íbamos charlando y paseando por allí, por
el bosque de pinos. Y de pronto se para y me dice: «No entiendo a la gente que dice que se
aburre. ¡Yo sólo con estar en la naturaleza ya gozo!». Es que él tenía una capacidad de gozar impresionante,
porque tenía una capacidad de amar…
J. B.: ¿Quien se aburre no sabe amar?
R. A.: Claro.
Sobre eso algo he escrito como sabes, acerca de qué significa aburrirse. El aburrimiento es
un estado: el estado del tiempo puro. ¿Por qué? Muy fácil, porque cuando estás aburrido pasa un tiempo en el
que no pasa más que tiempo y nada más; el tiempo puro. A mi padre, también le
oí: «Yo no me he aburrido ¡nunca!», decía…. una maravilla… un don de Dios.
Educación y
maestros
J. B.: Acerca de su etapa universitaria, ¿cuál es el recuerdo que usted tiene de la
facultad? ¿Cómo era Madrid en 1960 y cómo eran sus profesores?
R. A.: Bueno,
vamos a ver. En primer lugar, si hablamos primero de mi etapa infantil, antes
de entrar en la universidad, yo querría hacer una referencia a mis profesores
del instituto Ramiro de Maeztu de Madrid donde yo estuve desde los cinco a los
17 años y del que guardo un recuerdo maravilloso. Tuve profesores muy buenos.
Para no alargarme, de Ciencias Naturales mi padre, que no me examinaba él pero me daba clase.
Y luego de Filosofía recuerdo a José Barrio, un hombre joven muy valioso, y el
famoso padre Mindán que era un sacerdote conocido.
Ambos eran profesores también en la universidad y tenían mucha valía.
J. B.: ¿Qué es lo que recuerda que aprendió de sus
profesores en el Ramiro de Maeztu como enseñanza que a usted le ha formado?
R. A.: Pues yo
creo que un montón de cosas porque es la época de la vida quizá que marca más en
los grandes trazos; los más profundos los marca la familia, pero los grandes
trazos… abrirte al mundo del saber con toda la maravilla… quizá me dediqué a
la Filosofía porque me gustaba todo. Estaba feliz lo mismo con la Historia que
con las Matemáticas que con la Biología. Los idiomas siempre me gustaron mucho;
en el instituto estudié francés y alemán.
J. B.: ¿A la vez?
R. A.: No,
primero francés, y después francés y alemán al mismo tiempo. Inglés lo aprendí… creo que tuve también algunas clases en el instituto, pero
poco; lo aprendí fuera, en academias y yendo a Inglaterra y a Estados Unidos.
J. B.: ¿Eso fue
ya en la etapa universitaria?
R. A.: Sí. Entonces en la universidad fue extraño. Primero empecé en la Complutense a estudiar ciencias,
que me gustaban mucho.
J. B.: ¿Ciencias
como Química, Física,...?
R. A.: Sí, porque el primer curso era común a Física,
Química,
Biología… y estuve en ese
primer curso. Pero lo dejé porque descubrí que me gustaba más la Filosofía.
J. B.: ¿Y eso
cómo lo descubrió?
R. A.: Pues me
ayudaron amigos. Ahí tuvo mucho papel un sacerdote amigo mío que era un hombre
muy valioso, tanto espiritual como intelectualmente. Se llamaba Julián
Urbistondo. Él había estudiado Filosofía en la Complutense. Me puso en
contacto con un catedrático de Sevilla, Jesús
Arellano. Hablé con él y de resultas de todo aquello me pasé a Filosofía. Cuando iba a empezar Filosofía en Madrid
me invitaron a ir a una jovencísima Facultad en Navarra. Y entonces me fui a
Navarra.
J. B.: ¿Eso de
estudiante ya?
R. A.: Ya de
estudiante. Y en Navarra no existía todavía
claramente Filosofía:
era…, sería largo de explicar, pero estaba
empezando. Lo que estaba ya consolidado, aunque joven, era Historia.
Me puse por consiguiente a
hacer dos años comunes a Filosofía, Lingüística,
Historia, etc., y luego hice
otros dos años de Historia y un trozo de Filosofía. Entonces, siguiendo mi azarosa vida, me
fui a Roma porque me invitaron en el Opus Dei a ir. Allí estuve dos cursos en
la universidad Lateranense de Roma estudiando ya solo Filosofía. Después de esos dos años volví a Madrid y en un año haciendo
estudios, que entonces se llamaban por libre, es decir, sin necesidad de ir a
clase, terminé Historia y terminé Filosofía y saqué las dos licenciaturas en Pamplona.
J. B.: Es decir que luego ya volvió aquí a acabar…
R. A.: En Roma lo
que pasa es que el plan de estudios era distinto. Yo tenía, aparte de todo lo
que he dicho, tenía estudios de Filosofía hechos en la Obra. Y entonces yo en
Roma me doctoré en Filosofía por la Lateranense
por un currículum de la Iglesia, pero estaba reconocido por el Estado español.
J. B.: ¿Usted volvió posteriormente a hacer la tesis allí?
R. A.: No, allí
hice la tesis porque la tesis que pedían era relativamente pequeña. Entonces yo
en esos dos años y con mis estudios previos de Filosofía, tanto en Navarra como
en la Iglesia por el currículum eclesiástico, pude doctorarme en la Lateranense
en Filosofía. Cuando volví el primer año yo ya era
doctor por la Lateranense, que estaba reconocido en España; pero yo, a pesar de
eso, terminé en el currículum
español Historia y Filosofía.
J. B.: Es decir que se fue a Roma, se doctoró allí, y luego
cuando llegó acabó en el currículum
español Historia y Filosofía.
R. A.: Eso es. Me
encontré al terminar un año desde que volví, con
un doctorado en Filosofía y tres licenciaturas, dos de Filosofía (las dos
eclesiásticas) y una de Historia. Entonces yo, como estaba todo reconocido pude
entrar en la Facultad de la Complutense. Don Antonio Millán-Puelles se enteró de que llegaba un recién doctor de la Lateranense en Madrid, y
justo se le acababa de ir un profesor, tenía un hueco y no tenía a nadie. Y me
fichó. De manera que yo entré como profesor de la Complutense con 23
años y siendo doctor por Roma pero todavía no tenía
nada más en España, y lo terminé ese año.
J. B.: O sea que mientras acababa lo que sería entonces los
grados de Filosofía e Historia usted daba clase porque tenía el doctorado de la
Lateranense. ¿Será de los pocos casos…?
R. A.: Yo creo
que, casi casi, debieron hacer un poco de trampa, no lo sé; de hecho nunca
me pusieron ninguna pega. Y estuve en Madrid desde octubre del 66, que entré como profesor, hasta septiembre del 76: diez años.
J. B.: ¿Diez años
en Madrid hasta que se fue a Pamplona?
R. A.: No. Yo he
tenido una vida… (-lo afirma con una sonrisa y moviendo la cabeza, dando a
entender que su itinerario fue más complejo de lo que
se podría suponer-) ya tenía en mis espaldas dos cursos académicos en Italia que me vinieron muy bien: primero
porque los profesores de la Lateranense eran excelentes y después… (-tras una breve pausa cambia el
tono de voz, como si hubiera recordado algo que hay que apuntar-) ahí tuve
uno de mis primeros maestros universitarios.
J. B.: ¿Quién?
R. A.: Cornelio Fabro.
J. B.: ¿Le dio
clase Cornelio Fabro en la Lateranense?
R. A.: Sí, de hecho quedé conectado con él. Después en una invitación que se le hizo a venir
a Madrid lo encontré de nuevo. Recuerdo que le llevé a Ávila y le gustó mucho.
J. B.: ¿Y qué le marcó de Cornelio Fabro?
R. A.: Una visión
profunda de santo Tomás, un
santo Tomás muy vital. No era una persona de
escuela, entre comillas: era un hombre abierto, un pensador muy simpático. Además, se parecía físicamente
a Charlot.
J. B.: ¿Eso lo
decían los alumnos también?
R. A.: Todo el
mundo, era muy parecido.
J. B.: ¿Y él cómo se lo tomaba?
R. A.: No lo sé, pero él era un hombre muy bueno e
inteligente. Total que al terminar los diez años
en Madrid, donde mi maestro principal fue obviamente Antonio Millán-Puelles,
que es el principal sin duda de mis maestros… Antes he olvidado (que Dios me
perdone) que en Pamplona tuve buenos maestros de Filosofía también, excelentes, y diría que en cierto
sentido tuvo en mí mucha influencia don Leonardo Polo; me dio clases, por lo
menos tres cursos; y además hablé con él cientos de horas yo creo; hablamos
mucho y era un hombre oscuro.
J. B.: ¿Oscuro?
R. A.: Sí, en aquella época era muy oscuro; después, fue al revés.
J. B.: Pero por el lenguaje, que era denso…
R. A.: Era denso, difícil, complicado. El propio profesor de lingüística decía que a don Leonardo no se le entendía.
J. B.: Y de Leonardo Polo como maestro suyo, igual que
Cornelio Fabro le descubrió un santo Tomás más
vital, ¿qué aprendió de él?
R. A.: Más que autores concretos, una actitud muy vital hacia la filosofía. Era
sin duda ninguna un carácter filosófico. Era como el rey Midas: cualquier cosa
que tocaba la convertía en oro; pues Polo cualquier cosa que salía la convertía
en filosofía: pensaba continuamente de manera filosófica.
Gastábamos también bromas con él… Le gustaba caminar por la calle,
charlando con los alumnos (él que hablaba era él, obviamente) y, de cuando en cuando, se
paraba y empezaba a comentar… Una vez se paró delante de una pared con esas que
tienen enredaderas y había una lagartija y entonces se paró; íbamos ahí
seguramente, no me acuerdo, algunos alumnos: «Qué astuta la lagartija», y empezó a hablar de la lagartija. Pero
de cualquier cosa de ésas sacaba reflexiones muy bonitas. Ha llegado a
hablarles a un grupo de obreros y los dejó encandilados. Es que cuando él cambiaba el registro y no hablaba en
filosofía, sino simplemente hablaba, decía cosas interesantísimas.
J. B.: Sabía adaptarse al registro de quien tenía delante y
ser siempre interesante…
R. A.: Sí, sólo que cuando lo hacía en clase de filosofía no se le entendía,
pero en lo otro sí… Bueno, total, yo tengo mucho agradecimiento, un gran
recuerdo, pero no sabría decir algo en concreto que me hubiera enseñado.
J. B.: Más la actitud vital ante la vida y el modo de
filosofar…
R. A.: Eso es.
J. B.: Ha dicho que su gran maestro es don Antonio Millán-Puelles…
R. A.: Bueno,
Millán era en primer lugar, todos ellos, desde Arellano que tuve muy poco
contacto (con él
después nos vimos más veces) hasta todos los que irán
saliendo, pues era gente... tuve mucha suerte, gente humanamente de mucha
calidad, muy buenas personas. Don Antonio era un hombre recto en su actuación.
Eso te marca porque en las universidades, como en todas partes, se hacen muchas
trampas, pequeñas ya sin importancia… pero él era un hombre muy recto. Y luego él era muy filosófico también, pero en el pensar; en el estilo no era
como Polo; era más digamos normal, si entiendes no lo digo peyorativamente… más
normal en el sentido de que no traducía todo en filosofía como hacía Polo. Millán sobre todo tenía dos líneas, que eran
Tomás de Aquino y Edmund Husserl. Eran, por decirlo así, sus dos padrinos. De
tal manera que todo lo que él hace es siempre una relación entre tomismo y
fenomenología. En eso encontró por casualidad a un alma gemela, y además se
encontraron y estuvieron juntos en un coloquio: con Juan Pablo II.
J. B.: ¿Con Juan
Pablo II? ¿Don Antonio Millán-Puelles conoció a Juan Pablo II?
R. A.: Sí porque los dos tenían como maestros a Tomás y a Husserl. De hecho cuando se conocieron en un coloquio en el que los dos tuvieron
ponencia se llevaron la sorpresa de que estaban en la misma base.
J. B.: ¿Y dónde
fue? ¿En ese coloquio Juan Pablo II ya era Papa?
R. A.: No, era
todavía cardenal de Cracovia. Fue en Roma. Todavía me acuerdo que llevé a don Antonio al aeropuerto. Yo era el chófer de don
Antonio porque él no conducía ya que no veía bien. Y entonces yo le
llevaba a todas partes, y seguramente le fui también a recoger a la vuelta. Bueno, total, en
el 76 conseguí un permiso de la Universidad Complutense, en la que yo era
adjunto, para irme a Alemania. Estuve dos años en Alemania: de septiembre del
76 a septiembre del 78.
J. B.: ¿En qué universidad?
R. A.: En
Münster. Allí asistí a las clases de Fernando Inciarte, que era catedrático y
decano de la Facultad; y asistí a las clases de Josef Pieper.
J. B.: ¿De Pieper también? ¿Los dos son sus maestros?
R. A.: Claro. Con
Pieper hablé, paseamos y estuvimos juntos en un viaje
a Londres; luego le invité a venir a Pamplona. Tuve mucha relación con Pieper: asistía a sus seminarios todas las semanas, me
invitó a su casa…
J. B.: ¿Y tiene
alguna anécdota que recuerde con cariño? Algún paseo, alguna charla…
R. A.: Pues
tendría que pensarlo un poco. (-se queda pensativo y aprovecha para
descansar un rato-) ¿Sabes que se ha publicado la traducción al español de
los escritos autobiográficos de Pieper? Son muy
bonitos. Pieper era un escritor extraordinario. Ese
libro es de Ediciones Cristiandad, se publicó hace cuatro meses más o menos y
me pidieron el prólogo.
J. B.: Me doy cuenta (supongo que es una de las muchas cosas
que he aprendido de usted como mi maestro) de que yo entiendo la vida también muy vital y los filósofos que veo que tienen una
actitud más vital o existencial (sin caer en el existencialismo) me atraen.
Creo que el modo de escribir de Kierkegaard, algunas cosas que dice, son muy
sugerentes.
R. A.: Formidable…,
es un genio. Por cierto, eso lo aprendí de Fabro. Fabro es el traductor
principal de Kierkegaard al italiano. Él
aprendió danés sólo para traducir a Kierkegaard.
J. B.: Así que Fabro también era, no sólo especialista en Santo
Tomás, sino a la vez conocía muy bien a Kierkegaard y por lo tanto ahí igual
estaría la relación con un Santo Tomás más
vital…
R. A.: Eso no
sabría decirlo… pero sí más existencial, en el buen sentido.
Una anécdota de Pieper es indirectamente
mía, pero como es divertida… Le pedí en unas reuniones filosóficas… (yo las dirigía y el día anterior al
comienzo tienes mil cosas que hacer), y le pedí por favor a Alejandro Navas,
que sabe muy bien alemán, si no le importaba ir a San Sebastián a recoger a Pieper que llegaba en avión. Me dijo que sí. Llegó y se
fueron a comer a un restaurante de San Sebastián que no estaba mal, y pidió
cocochas. Cocochas en San Sebastián era una cosa muy seria como cocina y como
dinerito. Pero bueno, para quedar bien con el gran maestro le invitó Alejandro
a las cocochas. Y entonces me dijo que lo que le hizo gracia es que Pieper, como diciendo que hemos hecho un acto de pobreza,
le dijo: «Hay
que ver aquí en España cómo utilizan este trozo despreciable del pescado y hacen
un buen plato»...
despreciable pero ha costado un ojo de la cara. Pieper fallece camino de los noventa y cuatro. Yo tenía que
ir a Alemania cerca de Münster, y decido acercarme a ver al maestro porque con
noventa y tres añitos igual ya no lo voy a ver tantas veces. Fui invitado por Pieper a su casa. Me sentó en su mesa, delante de él, y estuvimos charlando. Y, mientras
charlábamos, yo vi que en su mesa tenía todos los libros escritos por él puestos ahí. Escribió muchos libros,
pero pequeños. Entonces yo estaba mirando y me dijo: «Escoja usted uno y se lo regalo». «Gracias, maestro». Entonces miré y saqué uno que lo conoce muy poca gente, se
titula Sobre el silencio de Goethe.
J. B.: ¿Y por qué le llamó ése?
R. A.: Porque yo
de Pieper tenía prácticamente todo y ese libro no lo conocía
y pensé, «¿de dónde ha salido ése?». Me lo dedicó y me dijo: «¿Sabes cómo hice yo ese
libro? En la Guerra Mundial yo ya tenía más edad de la prevista para ir al
combate, pero me reclutaron para servicios auxiliares médicos. Al terminar la guerra, como iba
uniformado, las tropas aliadas me encarcelaron. Pero como sabían por una parte
(se informaron) que era un hombre bueno, y por otra parte que no había peleado,
me metieron… (no me acuerdo si cuatro o seis meses) en un pueblo retirado… y
luego ya, la libertad». Entonces, fíjate lo que era la gran Alemania de
aquella época,
me dijo: «Me
encontré allí sin poder salir del pueblo. Y yo, ¿qué hago? Me fui a la biblioteca…» un pueblo que tenía un
pedazo de biblioteca…
J. B.: ¿Sabe el
pueblo?
R. A.: No, pero
será fácil, en la biografía
viene. «Y entonces ahí encontré la correspondencia completa de Goethe, y
me la leí. Poco después de empezar a leerla, me di cuenta de
que Goethe repetía con cierta insistencia una misma frase: necesito el silencio». Entonces, dice, me contó Pieper:
«¿Cómo es posible que un
hombre de tanto éxito mundano y en política como Goethe repita en su diario
íntimo que necesita silencio?». Copió todas las veces que Goethe decía eso; recopiló
todo y lo comentó; y ése es el libro. Es un libro pequeño pero muy bonito.
J. B.: Le quería hacer una pregunta en relación sobre todo a
sus colegas de profesión. Por ejemplo, me viene a la cabeza don Alejandro Llano
que tanto coincidió en la Universidad como creo en el Ramiro…, ¿cómo ha sido su
relación con los colegas de profesión?
R. A.: Bueno…
primero termino algún capítulo que puede seguir la próxima vez. Uno,
que en Madrid tuve a don Antonio, pero también tuve otras personas que me ayudaron; ya
hablaremos… aunque secundarios en cierta medida. Y luego, en Alemania, además
de Inciarte y Pieper, tuve otro. Yo ya era doctor en
Roma y doctor en Madrid, pero iba a seminarios, y allí encontré a Blumenberg, que era un tipo muy
peculiar.
J. B.: ¿Hans
Blumenberg?
R. A.: Sí. Yo
asistí a sus seminarios y hablé con él.
J. B.: ¿Y es un
maestro para usted también?
R. A.: Bueno, es
una gran persona… todo el mundo te deja una huella; él también me dejó una pequeña huella, aunque
ciertamente mi actitud filosófica
está muy lejos de la de Hans
Blumenberg. Yendo a colegas, con Alejandro Llano no coincidí en el instituto:
Alejandro es pilarista, estudió en el colegio El Pilar todo el bachiller y yo
en el Instituto Ramiro de Maeztu. Conocí a Alejandro Llano en época de bachiller, pero a través de un club de la Obra, y luego ya seguimos viéndonos mucho y hemos hablado mucho. Alejandro y
yo pienso que somos personas de caracteres bastante diferentes
pero en los temas gordos de fondo pensamos lo mismo.
J. B.: ¿Cómo definiría su carácter y el de don Alejandro? ¿En qué ve la diferencia?
R. A.: Pues… yo
creo que Alejandro se sabe manejar mejor que yo, es decir, sabe tratar los
asuntos de la política entre comillas. De hecho él siempre ha tenido cargos mientras que
yo no he tenido más que cuando no había nadie más que lo pudiera cubrir, o bien
porque el propio Alejandro me lo pidió y yo, como amigos y tratándose de la
Universidad de Navarra… pero yo nunca quise… Alejandro no sé si quería o no, pero siempre lo metían en
líos de esos… Y luego él es más… por supuesto de fondo no es escéptico, pero en un nivel más de superficie, yo soy más… no sé, quizá tajante se podría decir… más
directo. Alejandro es más dubitante que yo en muchas cosas. Alejandro tiene
muchas virtudes: es un hombre muy inteligente, además es un gran orador y
escribe bien, es simpático (se mete a la gente en el bolsillo), y luego es una
excelente persona… en fin es un hombre lleno de cosas buenas.
Educación y
vida universitaria
J. B.: ¿Recuerda
cómo fue su primera clase?
R. A.: Me
acuerdo, en efecto, pero borrosamente; no podría decir qué fue lo que dije. Me acuerdo del acto, del
sitio, por ejemplo. Mi primera clase no fue en la universidad, sino en una
Organización que era paralela a la universidad de formación de dirigentes
medios; no me acuerdo cómo se llamaba -tal vez Escuela Social-, era estatal y
todavía sin haber terminado la carrera me pidieron dar una asignatura.
J. B.: ¿Cuál era?
R. A.: Creo que
era Teoría Social. La primera en la universidad, propiamente dicha, la di en un
aula enorme del edificio más antiguo de la entonces llamada Facultad de
Filosofía y Letras de la Complutense. Me había
fichado Millán y me dijo: «Vamos a clase» un día por la tarde a las 16:15. Yo fui a tomar
apuntes; yo pensé que durante varios días
daría clase él y yo, poco a poco, iría entrando.
J. B.: ¿La daban
a la vez?
R. A.: No, eso es
lo que yo me pensé, que él daría la clase durante tres o cuatro días y
luego ya me iría dejando a mí la clase. Pero entramos en el aula: 150 alumnos.
Yo veo aquello… Me siento al lado del maestro y va Millán y dice: «Tengo mucho gusto de saludar a todos
ustedes…» había cuatro grupos de ciento y pico en la Complutense. Él daba uno, Juan Rodríguez Rosado daba
dos y a mí me había pasado el cuarto; eran iguales
pero eran cuatro. Total, se levanta y dice: «Buenas tardes. Tengo mucho gusto de
saludarles. Como catedrático de asignatura estoy a su disposición para lo que
ustedes puedan querer, pero de dar las clases se encargará el doctor Rafael
Alvira con el cual les dejo», y se marchó.
J. B.: ¿Y qué edad tenía usted?
R. A.: Veintitrés años.
***
J. B.: ¿Cómo es
la relación entre profesores y estudiantes? ¿Cómo cree que ha sido esta
relación y qué debe ocurrir para que se logre una
verdadera transmisión entre profesor y estudiantes y no sólo conocimiento para
así escribir en las almas (como titularon en su libro de homenaje en referencia
al diálogo entre Fedro y Sócrates) para que las palabras lleguen y no se las
lleve el viento? ¿Cómo conseguir eso?
R. A.: Pues… yo
pienso que es la sinceridad, la sencillez y el deseo de hacer el bien, que van
unidas. Como se atribuye a Sócrates, «yo sé quién me quiere», y es muy cierto. Durante un tiempo
alguien te puede engañar, y hacer como si… Si es un buen actor o actriz puede a
lo mejor conseguirlo un cierto tiempo, pero pronto captas cuando hay sinceridad
o no.
J. B.: ¿Cómo se
capta eso?
R. A.: Hay un
saber que clásicamente se llama por connaturalidad.
Lo experimentas, es un saber experiencial, tú notas
a través de
mil pequeños detalles si realmente esa persona te tiene verdadero afecto o no.
Eso me parece básico. El
diálogo
socrático
(para mí el modelo de
diálogo) implica esos dos amores: al tema de que se trata y al alumno. Cada uno
nota ese afecto sincero, que implica que se da cuenta de que te puedes
equivocar como todos los humanos, pero que tu actitud es de ayuda. Hacer el
bien es ayudar a la otra persona. Mi padre siempre decía que el verbo ayudar
era muy profundo: es dar gratis para conseguir que sea el otro el que saque de
sí todo lo que tiene. El
maestro no quiere presumir ante el discípulo de que sabe sino que
quiere lograr que el discípulo saque de dentro de sí la verdad que todos
llevamos.
J. B.: ¿Por qué el diálogo
socrático
(ese método
que es característico suyo) es clave frente a otros para conocer la verdad?
R. A.: Pues
porque es cierto el esquema de los trascendentales: lo verdadero, lo bello, lo
bueno y la unidad. Entonces cuando hay búsqueda del bien de la persona hay por
detrás una verdad, una actitud. Pero justo iba a decir que el diálogo son
dos amores: la amistad, querer hacer el bien al alumno; y después, el amor a la materia que estás
explicando, queriendo explicar; porque también el alumno capta si tú estás explicando
de memoria, si tú estás explicando cosas que más o menos retienes en tu cabeza,
o si estás convirtiendo en vida tu estudio de eso de lo que estás hablando. En
cierta medida, toda clase es inventiva: porque la vida siempre crece. El que
más aprende en una buena clase es el profesor.
J. B.: ¿Por qué?
R. A.: Porque hay
una conexión entre saber y decir. Hay uno de esos pequeños dichos que son muy metafísicos, que es: «Lo tengo en la punta de la lengua». Bueno, pero si no sabes decirlo es que
no lo sabes, o si lo dices mal es que no lo sabes. Y cuando lo dices,
rectificas hasta que lo dices bien: entonces, se te acaba de aclarar el
problema. De ahí la importancia del diálogo.
J. B.: Usted ha dicho que educar son dos amores: el amor con
la materia y con el alumno. ¿Cree según esto que es posible ser un buen profesor
si no se es buena persona o si no se ama lo que se enseña?
R. A.: Creo que
se puede hasta cierto punto porque (aquí me refiero a Tomás de Aquino) no hay
nada tan malo que no tenga participación en algo de bien: el bien está por
todas partes. De manera que incluso el que hace el mal algo de lo que está
haciendo es bueno. Por ejemplo, puedes escuchar a un buen orador y a ti te
sirve no tanto el contenido, que notas que es sesgado, que no es auténtico; pero si habla muy bien tú aprendes
de retórica. O, por ejemplo, profesores que son
simpáticos y saben llevar una clase, porque eso también es necesario: ver en las clases el
ritmo. Todo lo que es decir implica una musicalidad. Hay profesores que no
tienen sentido musical y se nota, aunque sea un buen profesor: él te ayuda, pero no del todo, porque no
sabe decirlo de manera adecuada «no suena bien».
J. B.: ¿La
musicalidad tendría que ver con la belleza propia del bien?
R. A.: Con todos
los trascendentales, pues la música es un lenguaje de gran riqueza. Si tú
dispones mal una materia que es buena y que es verdadera no estás diciendo nada
malo, pero no lo dices en toda su potencia, porque no has sabido disponerlo
según belleza.
J. B.: La armonía…
R. A.: La
armonía, el ritmo,… son detalles muy importantes. Y al
revés, hay profesores de los cuales aprendes lo bien que
organizan la expresión de la clase aunque te des
cuenta que el contenido no. Pero siempre hay algo de lo que digan que tiene
conexión con la verdad.
J. B.: Pasando a la relación entre maestro y discípulos,
parece una forma de amistad. ¿Cómo se puede transmitir un camino a seguir y a
la vez dejar libertad para que alguien vaya haciendo su camino?
R. A.: Pues eso
implica reconocer la verdad de lo que somos, es decir, nosotros procuramos
hacer, pero el que hace es Dios. Si Dios no diera (como se decía clásicamente) el incremento, si Dios no pusiera el
dedo del ser, nosotros no haríamos nada. Y Dios nos dice que nosotros somos
colaboradores y administradores de la realidad, pero no dueños y menos, sobre
todo, de la libertad de las personas. Nuestra tarea ahí es, como ya hemos
hablado, de ayuda, pero yo no puedo invadir la libertad del otro, del
discípulo. Además, si lo intento, va a dejar de ser mi discípulo, porque cada
uno sabe que tiene obligación de usar su propia libertad. Si yo no uso mi
libertad soy una máquina, me degrado como
ser humano.
J. B.: Y en el momento en que ese respeto a la libertad se
degrada desaparece la relación, ¿no?
R. A.:
Exactamente. Al final por eso tú nunca puedes estar seguro de si tu relación va a resultar. Lo único que puedes tener es una gran
confianza. Si un discípulo te quiere está deseoso de mantener la relación dialógica, precisamente entre otras cosas porque yo no le quito
su libertad en esa relación; más bien se la pido. Todo buen maestro
aprende de sus discípulos, y eso es así a todos los niveles.
J. B.: ¿Y cómo
aprende un maestro de un discípulo cuando el discípulo al final es «muy poca cosa» comparada con el maestro?
R. A.: No es muy
poca cosa: es un ser humano, inteligente, que está aprendiendo a tu lado y que
desde las bases que tú le ofreces puede desarrollar un saber que vaya más lejos
que el tuyo. Eso además es lo normal porque yo le estoy (si soy un buen
maestro) dando… perdón por hablar así… ya cocinado (que lleva tiempo) lo que
él
come para seguir. Es decir, él parte de un lugar que al maestro le ha llevado años;
pero esos años han servido para aclarar unas ideas que tú transmites si el
discípulo está en conexión contigo. Entonces el discípulo en dos días sabe lo
que a ti te ha costado muchos meses. Con lo cual, todo buen maestro se
enorgullece de que sus discípulos vayan más lejos que él: es la demostración de que has sido un
buen maestro, tiene que ser así. Y decía que eso, por ejemplo, pasa igual en la
familia. Los padres (la familia es más difícil todavía) tienen que dar normas a los hijos, pero deben respetar su libertad… si no la
respetan no los pueden educar.
J. B.: Ahora que habla de la familia y pensando en lo que
hemos hablado en estas sesiones y viendo su último libro publicado, Oikía y polis (Eunsa,
2023), veo una palabra como nexo común que es la familia. ¿Amar y educar
implican familiarizar, crear familia?
R. A.:
Totalmente. Dios nos ha hecho así: hombre, mujer, hijos… aunque uno no se haya
casado por diversas circunstancias que pueda haber en la vida, pero su espíritu
tiene que ser familiar, el espíritu típico de un ser humano auténtico. Y de hecho cada vez más, pero cada vez
más de una manera impresionante, la crisis actual es de familia: crisis de la
familia. La gente se siente perdida; hay muchísimas enfermedades psiquiátricas
provenientes de una mala familia.
J. B.: ¿Y eso en qué lo ve o qué cree que puede generar (desde el punto de
vista de la educación) dentro de la sociedad en los distintos ámbitos?
R. A.: Relaciones
faltas de armonía, gente que le da mucha importancia a lo que no la tiene o al revés, muy poca a lo que sí la tiene. Como el ser humano
es imitativo, todo eso proviene de lo que ha aprendido de niño, y después cuando intenta formar su familia no sabe. Entonces
le entra una crisis tremenda porque la necesita, necesita tener una familia.
Por eso, por ejemplo, la Iglesia se presenta como la familia de los hijos de
Dios y de la Virgen, es… impresionante. Lo último que hace Jesucristo cuando
demuestra su amor por nosotros es decir «tenemos una misma Madre», «estamos en la misma familia». Es impresionante.
J. B.: Y viendo la universidad, ¿cómo es la amistad entre los
colegas de claustro e incluso con los de las otras universidades y qué la diferenciaría de otros tipos de amistad?
R. A.: Bueno,
antes termino un momento con lo anterior. El ser humano necesita algo que no
tiene verbo en otros idiomas, pero sí en el español: estar. Es un verbo muy
profundo. Nosotros no solamente somos, en general, sino que estamos. No somos
completos y necesitamos el diálogo definitivo continuo, constante, con un
grupo: eso es la familia, sin la cual no estamos. O si se quiere, la distinción
(que no se suele hacer) entre ser y existir. El ser está por todas partes, pero
sólo existes en un lugar en el que te aceptan. Si no, ahí no existes. Pero
tenemos que existir; la gente se suicida, pero cada vez más, porque no tiene
dónde existir. Bueno, viniendo a los colegas, es una relación muy bonita porque
muestra una virtud que para Séneca (que era un genio) es la virtud mayor, que es la
grandeza de ánimo: no querer o buscar competir con los compañeros, sino ser sus
amigos, aprender de ellos, ayudarles, no presumir, tener una relación de
servicio. Eso a veces no es fácil porque no todo el mundo son buenas personas,
pero en la medida en que sea posible, por parte propia, hay que demostrar
siempre grandeza. Si un colega busca lo propio y simplemente intercambia el
saber peor para él, pero yo si otro se empequeñece no me voy a
empequeñecer. El mal no se imita. De ahí el rechazo de la venganza. Lo
dice Sócrates, «el malvado lleva en su malicia su castigo», no necesita ningún castigo añadido.
Bastante castigo es tener el alma en malas condiciones; no necesitaría mayores
castigos. Eso para mí es una genialidad más, como tantas otras, de Sócrates.
J. B.: ¿Qué ha dicho de la venganza en relación con
esto?
R. A.: Pues que
vengarse es tener el espíritu de la pequeñez: «Me hiciste mal, pues ahora te lo devuelvo».
J. B.: Pequeñez porque no se abre al otro…
R. A.: Claro,
porque no es capaz de darse cuenta de que toda acción tiene que ser buena. De
fuera me pueden querer hacer el mal, pero yo no lo hago; no me defiendo
haciendo el mal. Es como Dios. Tardé tiempo en darme cuenta por qué Dios que es Omnipotente no aniquila a los diablos.
Podría, pero es que todo lo que ha hecho Dios es bueno. El mal del diablo es la
parte que el diablo ha puesto en su ser; pero el hecho de ser se lo ha dado
Dios y no se lo quita. Dios no hace el mal. Si tú te portas mal destruyes tu
armonía interna. Entonces lo que tenía que ser luz es oscuridad; lo que tenía
que ser calor, es fuego que quema por el desorden, porque te quieres poner en
el lugar de quien te ha creado. Pero a ti Dios no te quita nada, ¡no te quita
nada! Jesucristo, por eso, siempre perdona, ¡siempre perdona! Nunca dijo no. Lo
que no será perdonado es después de morir; hasta que te mueras puedes
ser perdonado y después de morir tú mismo te has castigado,
pero Dios no te quita el ser.
J. B.: Le
comento una distinción que usted ha hecho en alguna ocasión acerca de la memoria mecánica,
como la que memoriza datos, y la del corazón, que usted ha dicho que es la auténtica para el aprendizaje. ¿Cómo es ésta y por qué es auténtica para el aprendizaje, y cómo es posible
por parte del profesor encenderla en los alumnos?
R. A.: Diré una frase sencilla: sólo la vida
transmite vida. Hay que vivirlo. Cuando un profesor vive ese amor por el saber
se nota. Los alumnos lo experimentan, y es así. ¿Por qué? Porque Dios ha hecho así la realidad.
La vida transmite vida. Hay veces que es desesperante porque te gustaría que
una persona se interesara por ti, por tu discurso, y hay veces que no lo
consigues.
J. B.: ¿Y no se
puede hacer nada en esos casos?
R. A.: Seguir intentándolo, no dejarlo, pero no puedo forzar.
J. B.: Es decir que la memoria del corazón se enciende
solamente cuando uno la tiene encendida en sí mismo…
R. A.: Sólo puedo despertar lo que estaba ahí; si no está, por más que lo intente,
no sale. Sacar leña de donde no hay no tiene sentido.
J. B.: ¿Y la
tradicional diferencia que la gente establece entre enseñar y educar sería la
que hay entre la memoria mecánica y la del corazón?
R. A.: Claro, por
supuesto. El enseñante te repite cosas que son objetivas y como objetivas son
en cierto sentido la superficie del ser: por mucho que el objeto sea importante
(que lo es) es la fachada. En la mera objetividad no hay vida. Entonces, hay
muchos que son puros enseñantes… muchos…, y se nota enseguida. Los profesores
que uno tiene te acuerdas de quién le veías vibrar y quién no.
J. B.: Y tal y como está la situación hoy en día de la
universidad, ¿qué cree que pueden hacer tanto los
profesores como los alumnos para regenerar la universidad, si es posible?
R. A.: Hombre,
espero que lo sea. Puede ser y supongo que algún día se hará, pero el problema es que el
Estado moderno sustituye la iniciativa. A las universidades estatales les falta
a veces vida porque son una carcaja, son un montaje
en el que no hay la espontaneidad de la vida, luchar por algo que lo sientes
como propio. Y luego hay otras muchas universidades privadas (no todas) en
las que lo propio es ganar dinero, están montadas de una manera pragmática y no
hay ese interés
de la formación verdadera. Tiene que ser una institución cuya finalidad sea
pulir simplemente la formación, para lo cual necesita dinero. Eso es así, para
todo se necesita dinero, es la vida. Pero una cosa es necesitarlo y otra cosa
es ponerlo como fin. Entonces una institución cuyo fin es educar, hacer ciencia,
es una maravilla, pero para eso (repito) haría falta que no fuera estatal.
Podría ser buena también siendo estatal, pero para eso tendría
que cambiar mucho.
J. B.: Porque el Estado no tiene el fin de educar, sino el
mantener su propia estructura…
R. A.: Es una
estructura hueca, administrativa, pero le falta hoy día espíritu. Miente porque
dice que representa a un pueblo que no existe.
J. B.: ¿Por qué?
R. A.: Porque el
pueblo tal como ellos lo piensan no existe. Hay gente, que es una cosa muy
distinta. Para que haya pueblo tiene que haber un fin común, y eso no existe y
el Estado tampoco lo propicia. Entonces un Estado que no propicia un fin común
para el pueblo, porque es una estructura técnico-económica-administrativa, no puede; y una
universidad privada que busca el dinero, tampoco puede. De manera que la
condición sine qua non sería que se permitiera que existieran esas
universidades verdaderamente formativas. Yo pienso que la Universidad de
Navarra es de las pocas que lo intenta. Creo que todavía tiene mucho que
mejorar, pero ha hecho maravillas porque está bien orientada de fondo. Ahora
hay que mejorar.
J. B.: De toda su vida dando clases, siendo maestro, teniendo
tantos discípulos y colegas que le quieren, de todos estos años que ha estado
en la educación, ¿cuál es la anécdota o la historia, la vivencia que recuerda
con más cariño?
R. A.: Pues la
verdad es que no sabría decir… (-se queda un rato pensativo, tal vez
rememorando toda su vida en la educación-) Yo lo he pasado siempre, gracias
a Dios, muy bien en mi vida universitaria; he gozado mucho con el trabajo que
yo tenía que hacer y me es muy difícil… En ese sentido, aunque suene raro,
tendría que decir el homenaje que me hicieron porque, aunque no lo merezco, fue
una demostración de afecto que me impactó porque no cabe duda de que el afecto
nunca se merece, tú tienes que darlo, pero no puedes exigir la
contrapartida. Quizá todavía si cabe más que eso fue cuando caí enfermo
por el covid y me decretaron que iba a morir. Tenía
muy poca esperanza de salvación y me mandaron un papel que me impresionó mucho,
con el cariño de todos. Mira, a lo mejor lo puedes ver, abre ahí el armario (-se
le ve muy emocionado; me señala un armario que está frente a nosotros. Me
levanto y me acerco a buscar el papel, que está en la parte superior; lo cojo-); ábrelo con cuidado (-lo abro mientras él lo mira con una gran sonrisa y unos
ojos brillantes llenos de gratitud e ilusión, como los de un niño pequeño cuando le enseña a otro su mayor tesoro. En el papel
aparecen muchas fotos de amigos y familiares, acompañadas de las siguientes palabras:«¡Aquí estamos! Un grupo de académicos de todo el mundo afirma y demuestra
que los amigos son una importante fuente de anticuerpos para afrontar esta
pandemia»-). Es bonito… me conmovió.
Para citar este artículo / To
reference this article / Para citar este artigo
Alvira, Rafael. “Llenar la vida de vida: entrevista póstuma a Don Rafael Alvira”. Entrevista por Jesús Baiget
Pons. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 15, (2024): 243-268. https://doi.org/10.25185/15.10