Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, 17, (2025): e171. https://doi.org/10.25185/17.1

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https://doi.org/10.25185/17.1

 

                                                                                                     Artículos

                                                                                                                                 

Espíritus, almas y culturas. Una idea de nación muy alemana[1]

 

Spirits, souls and cultures. A very German idea of a nation

 

Espíritos, almas e culturas. Uma ideia muito alemã de nação

 

Jorge Polo Blanco

Escuela Superior Politécnica del Litoral, Ecuador

polo@espol.edu.ec

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-9415-5406

 

Recibido: 27/9/2024 - Aceptado: 3/2/2025

 

Resumen: En el presente trabajo se examinarán críticamente ciertos aspectos de la filosofía romántico-idealista alemana, en lo que tiene que ver con la gestación de una idea muy específica de nación. El análisis se centrará en Wilhelm von Humboldt, Herder, Hegel y Fichte. Podrá comprobarse que las propuestas teóricas de estas cuatro insignes figuras del pensamiento germánico contribuyeron de manera decisiva a forjar una determinada idea de cultura, que a su vez se conectaba con una particular concepción de la lengua. Desde ese universo filosófico e ideológico terminó cuajando, en el ámbito del pensamiento alemán, un tipo de nacionalismo con características propias. Debe señalarse que el trabajo se fundamentará, en muy buena medida, en los planteamientos críticos del filósofo español Gustavo Bueno.

 

Palabras clave: filosofía alemana romántico-idealista; cultura; espíritu del pueblo; nacionalismo alemán; Wilhelm von Humboldt; Herder; Hegel; Fichte.

 

Abstract: This paper will critically examine certain aspects of German romantic-idealist philosophy as it relates to the gestation of a very specific idea of nationhood. The analysis will focus on Wilhelm von Humboldt, Herder, Hegel and Fichte. It will be shown that the theoretical proposals of these four distinguished figures of Germanic thought contributed decisively to forging a certain idea of culture, which in turn was connected with a particular conception of language. From this philosophical and ideological universe, a type of nationalism with its own characteristics took shape in German thought. It should be noted that the work will be based, to a large extent, on the critical approaches of the Spanish philosopher Gustavo Bueno.

Keywords: German romantic-idealist philosophy; culture; folk spirit; german nationalism; Wilhelm von Humboldt; Herder; Hegel; Fichte.

 

Resumo: Este artigo examinará criticamente certos aspectos da filosofia romântica-idealista alemã no que se refere à formação de uma ideia muito específica de nação. A análise se concentrará em Wilhelm von Humboldt, Herder, Hegel e Fichte. Será demonstrado que as propostas teóricas dessas quatro figuras ilustres do pensamento germânico contribuíram decisivamente para forjar uma ideia específica de cultura, que, por sua vez, estava ligada a uma concepção específica de linguagem. A partir desse universo filosófico e ideológico, surgiu no pensamento alemão um tipo de nacionalismo com características próprias. Deve-se observar que o trabalho se baseará, em grande parte, nas abordagens críticas do filósofo espanhol Gustavo Bueno.

Palavras-chave: Filosofia romântica-idealista alemã; cultura; espírito do povo; nacionalismo alemão; Wilhelm von Humboldt; Herder; Hegel; Fichte.

 

1.   Una idea sustancialista de cultura

Se examinará, a continuación, la noción de “cultura” puesta en juego por la filosofía alemana; una noción que apareció de forma paradigmática en Herder y en Fichte. Este análisis viene motivado por la enorme repercusión que tuvieron aquellas ideas germánicas. Estruendoso y amplísimo fue su recorrido. En las próximas páginas se ensayará un análisis crítico de todo este asunto. El filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016) delimitó la cuestión con mucha precisión, y lo hizo sobre todo en una obra, de obligadísima lectura, cuyo título es El mito de la cultura. Se publicó por primera vez en 1996, y en ella se ofrece una crítica de la idea de cultura que forjaron, primordialmente, los románticos y los idealistas alemanes.

Lo primero que debería decirse es que esa idea de cultura fraguada en Alemania tiene un formato objetivo y envolvente, puesto que los individuos nacen “en su seno”. La cultura envuelve a los individuos del mismo modo que los envuelve la lengua materna, constituyéndolos, en el sentido más literal de dicho término. Esa “totalidad envolvente”, que se distingue nítidamente del mundo natural, aparecerá como la verdadera patria del hombre, pues solamente en el interior de esa suerte de “membrana cultural” los hombres entran como tales en la existencia. Es la cultura la que eleva a los hombres desde –o sobre– su condición animal; la que los “salva” de ser animales. Ahora bien, esa cultura que hace a los hombres, los hace absolutamente diferentes de los hombres que nacen en el seno de otra cultura; una diferencia que aparecerá como irreductible e infranqueable. “La idea metafísica de cultura comporta una visión «holística» de la cultura, es decir, la visión de cada cultura como una totalidad global sistematizada que se comparará muchas veces con un organismo viviente”[2]. Todas las partes constitutivas de esa totalidad (arquitectura, literatura, música, leyes, ciencia, religiosidad, usos sociales o instituciones políticas) compartirán “un mismo aliento” y “una misma espiritualidad”. Tal filosofía, incubada en Alemania, dio lugar al establecimiento de un marco ideológico en el que comenzaron a “objetivarse”, “sustantificarse” e “hipostasiarse” todas las operaciones humanas, cualesquiera que fuera su índole (artísticas, jurídicas, científicas, religiosas, urbanísticas o gastronómicas), siendo así que todas ellas pasaban a concebirse como “expresiones” o cristalizaciones de una determinada “cultura”. Ésta se convirtió en una entidad objetiva, envolvente y totalizadora[3]. Cualquier aspecto, dimensión o rasgo de una sociedad humana quedaba sobredeterminado –si se nos permite decirlo así– como “expresión de una determinada cultura” (como parte constitutiva de la misma).

Semejante concepción tuvo muchas prolongaciones y derivaciones. Véase la obra de Leo Frobenius (1873-1938), un etnólogo alemán que postuló, ya en la segunda década del siglo XX, que las “culturas” son organismos dotados de vida propia. Organismos vivientes que, de alguna manera, se desenvuelven más allá de la voluntad de los propios hombres. ¿Acaso las culturas son entidades sobrehumanas y automovientes, siendo al mismo tiempo las conformadoras de los propios hombres? Es eso lo que parece desprenderse de las tesis de Frobenius[4]. Y una filosofía de la cultura semejante la encontraremos en Oswald Spengler (1880-1936). Las culturas son “organismos” que nacen, crecen y mueren, aseveraba el filósofo alemán en su celebérrima obra[5].

La cultura, comprendida en el sentido metafísico y “sustancialista” que acaba de delimitarse, aparece como una entidad autosuficiente. Cada cultura es causa sui, esto es, una realidad que no necesita de otra cosa para existir. Una realidad cuya razón de ser es ella misma, pues ella misma es causa de su propia existencia. Gustavo Bueno también señaló que semejante noción de cultura se mueve en los parámetros de un “megarismo esencialista”, puesto que se postula que las diferentes culturas constituyen otras tantas “esencias inmutables, inconmensurables e incomunicables entre sí”. El mosaico de las culturas (herméticamente encapsuladas dentro de sí mismas, como mónadas) aparece como un conjunto de esencias yuxtapuestas e inasimilables, que “coexisten” en un plano de cierta equivalencia. Ahora bien, ese escenario se vuelve conflictivo con mucha facilidad, pues cada cultura, ensimismada en las profundidades abisales de su ser identitario, querrá autoafirmarse negando el ser esencial de la cultura circundante. En este universo ideológico, cada una de las “esferas culturales” se autoconcebirá como eterna o cuasieterna (de raigambre ancestral o prehistórica), y en todas ellas anidará la compulsión ineluctable de conservar la propia pureza[6]. Y es que las culturas “genuinas” son premodernas y antiquísimas. Debería emplearse la fórmula in illo témpore, al hablar de su procedencia. Esas “culturas” aparecen revestidas de virtuosidad cuando se mantienen en un estado prístino e incontaminado. Conservan su “verdadero ser” únicamente cuando permanecen dentro de sí mismas, instaladas en una quietud autorreferencial. Esas “culturas” conservan su identidad genuina cuando permanecen alejadas de todo cambio, o cuando logran esquivar todo mestizaje que pudiera arruinarlas o desnaturalizarlas. 

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando hablar de “razas” se convirtió en un tabú para las ciencias sociales y para el discurso político, y sobre todo a partir de los años setenta, el asunto de la “identidad cultural” cobró proporciones descomunales. Aparecieron millones de publicaciones con semejante título, referidas a un sinfín de temáticas o geografías. La fiebre de los estudios identitarios alcanzó proporciones inauditas. Pero esta explosión no era más que la consumación de aquella idea sustancialista de cultura pergeñada por la filosofía alemana, de la que venimos hablando. La “identidad cultural” adquirirá un prestigio casi sobrehumano, a nivel académico y a nivel popular. Cualquier práctica humana quedará inmediatamente legitimada, nimbada o revestida de aura, sólo con añadir que ella es “expresión” de una determinada cultura. Si determinada práctica (institución o costumbre) se comprende como una “expresión” o una “manifestación” de cierta cultura, entonces tendrá que ser respetada e incluso dignificada. Porque las “identidades culturales” son algo sagrado que debe ser “conservado”.

Las múltiples ideologías que se levantan sobre dicho esquema otorgan a la “identidad cultural” una carga ontológica de tipo esencialista, puesto que con dicha noción pretenden aludir al ser profundo y “auténtico” de una cierta comunidad humana (sobreentendiendo que dicha “cultura” es una “esencia”, en los términos que veíamos hace un momento). Pero ese “conservacionismo” se traduce en un discurso (y en una praxis) que pretende –por encima de cualquier otra consideración– proteger la pureza identitaria. Por supuesto, ese afán “protector” (casi siempre a la defensiva y rumiando grandes cantidades de victimismo) conlleva un prurito de diferenciación: de lo que se trata es de remarcar el abismo literalmente insuperable que nos separa de lo ajeno. La “comunidad cultural” (Kulturgemeinschaft) debe ser preservada; cueste lo que cueste. Lo decisivo es seguir siendo lo que se es. Esto es, que la hechura esencial de la propia cultura no se vea truncada o trastocada. Que la identidad esencial (de la cultura propia) no se vea adulterada o contaminada por elementos exógenos. Que su ser profundo siga reproduciéndose de forma perenne, sin perder un ápice de sustancia (sin “desviarse” o “degradarse”). Gustavo Bueno llegará a la conclusión de que toda esa verborrea metafísica de la “identidad cultural” no es más que un fetiche y un “mito oscurantista”[7]. Pero esto último no significa que semejantes nociones, por muy metafísicas que sean, carezcan de potencia pragmática y movilizadora, en el terreno de la praxis política. Las ideas oscurantistas también pueden operar como ideas-fuerza; de esto sobran los ejemplos, a lo largo de la Historia. Sea como fuere, en las próximas páginas se sostendrá una tesis, a saber, que esta particular idea de cultura determinó en muy buena medida la idea de nación fraguada en algunas de las tradiciones más importantes e influyentes de la filosofía alemana. Sin que ello signifique desconocer que los vericuetos del nacionalismo alemán han sido complejos e intrincados[8].

2.   Wilhelm von Humboldt: cada lengua nos instala en una cosmovisión particular

El relativismo lingüístico de Wilhelm von Humboldt (1767-1835) engranará perfectamente con todo lo anterior. Consideraba que el lenguaje es mucho más que un código de signos. Tampoco podía reducirse a la condición de mera tecnología comunicativa. Los pasajes que se leerán a continuación fueron publicados en 1836: “La peculiaridad espiritual y la conformación lingüística de un pueblo están tan estrechamente fundidas la una con la otra que, si estuviese dada la una, la otra debería poder derivarse íntegramente de ella […] El lenguaje es, puede decirse, la manifestación externa del espíritu de los pueblos. La lengua de éstos es su espíritu, y su espíritu es su lengua: nunca los pensaremos suficientemente idénticos. La verdadera manera como ambos coinciden en una fuente común, inasequible a nuestros conceptos, permanece para nosotros oculta e inexplicable”[9]. El “espíritu del pueblo” y la “lengua” se retroalimentan de una forma intensísima, hasta el punto de tornarse prácticamente indistinguibles. Devienen casi idénticos. Cómo surgió semejante imbricación es un verdadero misterio, algo que nuestro entendimiento apenas puede entrever. No nos es dado retroceder filológicamente hasta descubrir el punto exacto en el que una lengua surgió para vincularse de forma perenne al espíritu de un determinado pueblo[10].

No debemos contentarnos con explicaciones vulgares, asevera Humboldt, a la hora de ofrecer un esclarecimiento tentativo de semejante asunto. La lengua es la más excelsa de las capacidades humanas, pues no hay actividad intelectual alguna sin lenguaje[11]. Pero, ante todo, la lengua se halla indisolublemente ligada (en mistérica afinidad) con la “fuerza espiritual de las naciones”. Manejará la idea de que la estructura diversa que observamos en las diferentes lenguas tiene que ver con “la peculiaridad espiritual de las naciones”[12]. Las lenguas son diversas en su organización interna porque los “espíritus nacionales” son diferentes. Una lengua es la idiosincrasia más profunda de una nación. Luego entonces será la lengua aquello por lo que las naciones (o los “pueblos”) se diferencian esencialmente las unas de las otras[13]. Y podemos leer en otro lugar de su disquisición que “la trabada urdimbre del idioma no es sino efecto del sentido lingüístico de la nación”[14]. En otros pasajes, el idioma aparecerá como causa de la idiosincrasia nacional. ¿Cuál es la causa y cuál es el efecto? La interdependencia es absoluta, en cualesquiera de los casos. Es decir, la “esencia auténtica de una nación” y la “trama interna de un idioma” se hallan articuladas de una forma inextricable[15].

Wilhelm von Humboldt lanzará otra tesis importante. En cada una de las lenguas existentes queda plasmada una manera peculiar de entender el mundo. La objetividad de lo real se nos presenta irremediablemente tamizada por la idiosincrasia particular de una determinada lengua. “Por el mismo acto por el que el hombre hila desde su interior la lengua, se hace él mismo hebra de aquélla, y cada lengua traza en torno al pueblo al que pertenece un círculo del que no se puede salir si no es entrando al mismo tiempo en el círculo de otra. Por eso aprender una lengua extraña debería comportar la obtención de un nuevo punto de vista en la propia manera de entender el mundo, y lo hace de hecho en una cierta medida, desde el momento en que cada lengua contiene en sí la trama toda de los conceptos y representaciones de una porción de la humanidad”[16]. Los límites de nuestro “mundo” coinciden con los límites de nuestro idioma, puesto que todas las “cosas” se nos aparecen encajadas en el molde interno de nuestra lengua. Y no pueden aparecer más que de ese modo. El mundo sólo adquiere forma y consistencia dentro de una lengua, y en cada lengua el mundo aparece de una forma distinta. Hay tantos mundos como lenguas existen. Largo recorrido habrían de tener –remarquémoslo una vez más– estas concepciones. La celebérrima y desacreditada “hipótesis Sapir-Whorf” no fue más que una prolongación o reiteración de todo ello[17]. En este punto, resuenan las celebérrimas y neorrománticas palabras de Heidegger: “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre”[18].  El ser es lingüístico, podríamos concluir con Humboldt. Pero ese “ser” emerge de forma distinta en cada idioma. Y es que “puede decirse que en cada lengua está inscrita una manera peculiar de entender el mundo”[19]. Este corolario tendrá un extensísimo recorrido, y será enarbolado de forma sistemática por ciertas corrientes nacionalistas, para las cuales el lenguaje es la casa del “ser nacional”. 

Cada nueva generación experimenta la “influencia conformadora” de todo lo que su lengua ha ido recogiendo e integrando en la experiencia de los siglos. Es exigua la fuerza del individuo frente al poder inmenso de la lengua[20]. Ella nos envuelve; dentro de ella nacemos. Cada “pueblo” (Volk) vendría prefigurado –en sus rasgos vitales y espirituales más esenciales– por la lengua que habla. Tan es así, que las diferentes “culturas” o “comunidades nacionales” aparecerán inexorablemente determinadas (y diferenciadas) por una durísima realidad etno-lingüística. Humboldt (pero no solo él) postulará una relación verdaderamente consustancial –íntima e indisociable– entre lengua y cosmovisión (Weltanschauung). Y sostendrá, por añadidura, que se decanta de forma inexorable una suerte de impermeabilidad o incomunicabilidad entre las diferentes lenguas-culturas-cosmovisiones. Una lengua genera homogeneidad en el sentir y en el pensar de los que la hablan, propiciando con ello la cristalización de una “uniformidad nacional” que difiere sustancialmente de otras “uniformidades nacionales” (conformadas por otras leguas). El “carácter nacional” queda férreamente determinado por la idiosincrasia de la lengua; y viceversa[21].

Estas ideas de Wilhelm von Humboldt se acoplan perfectamente con la noción sustancialista de cultura a la que se aludía en el primer epígrafe de este trabajo. En efecto, todas estas entidades (“lenguas”, “culturas” y “cosmovisiones”) se conciben como una suerte de compartimentos estancos; como realidades yuxtapuestas que viven encapsuladas y replegadas sobre sí mismas. Pero préstese atención a esto, porque el “relativismo” humboldtiano entenderá que algunas lenguas nacionales se sitúan en un plano de superioridad con respecto a otras[22]. Por más que progresen las artes y las ciencias en una dirección cosmopolita –suavizándose con ello los contrastes más agudos o las diferencias más notables que existen entre los pueblos– la diversidad de “espíritus nacionales” permanecerá de manera indeleble[23].

Asistimos, con la consolidación de este conglomerado de nociones idealistas, a una sacralización de la propia lengua, convertida de ese modo en la “seña de identidad” más primordial. Cada lengua vehicula el “genio” de un pueblo. Ese relativismo etno-lingüístico (todas las culturas y todas las lenguas evidencian un valor sagrado, único y genuino) conllevará simultáneamente una inconmensurabilidad (diferencia irreductible, abismo de separación) entre los diferentes “círculos” etno-lingüísticos. Y a la postre, algunas lenguas nacionales serán más excelentes que otras, como decíamos hace un momento. En definitiva, cabe concluir que semejantes postulados confluyen en una concepción monadológica de las culturas, puesto que todas ellas se repliegan en una interioridad autosuficiente y en un ensimismamiento granítico.

Es cierto que hubo un joven Wilhelm von Humboldt más “liberal”, que desconfiaba de los excesos del estatismo[24]. Y, aunque no podamos detenernos por cuestiones de espacio en su filosofía de la historia y en su filosofía política[25], sí diremos que, tras la derrota de Prusia ante los franceses en 1809, se despertaron su patriotismo y su nacionalismo, que fueron aumentando con el transcurrir de los años, llegando finalmente a concebir ciertos proyectos de confederación germánica[26]. Su confianza en el Estado (o en los “Estados alemanes” confederados) también se incrementó. Sólo una organización estatal firme, y armada, podrá garantizar la pervivencia del espíritu alemán.

 

3.   Herder: apoteosis de lo cultural

Johann Gottfried Herder (1744-1803) fue el precursor de muchas cosas. Debe tenérsele por un fraguador del nacionalismo, en su versión romántica[27]. Su obra Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, cuyas diversas partes fueron publicadas entre 1784 y 1791, resultó ser la más importante e influyente de cuantas escribió. Kant, que había sido maestro de Herder en Königsberg, publicó una reseña muy crítica de la mencionada obra. A su juicio, eran notorias su falta de exactitud lógica y su escaso rigor conceptual. Había en esas páginas un exceso de analogías más o menos arbitrarias. Sea como fuere, en la obra herderiana cobrará una extraordinaria importancia el asunto del lenguaje. Tan es así, que sostendrá que “la naturaleza construyó al hombre para el lenguaje, para ello está erguido y su pecho se arquea junto a una columna que tiende hacia arriba”[28]. Leyendo estos pasajes, podría concluirse que el largo proceso de la hominización se dio únicamente para que el lenguaje viniera a la existencia. La naturaleza hizo a los hombres para el lenguaje. “Pues bien, si pudiese unir todos los cabos y hacer ver de golpe lo que llamamos naturaleza humana, aparecería por entero como un tejido destinado al lenguaje”[29]. Nadie osará negar que somos una “criatura de lenguaje”, aseveraba de forma apodíctica[30]. Pero no se trata de que tengamos lenguaje; es que el lenguaje nos tiene a nosotros. Porque únicamente “con la organización para el habla el hombre inició el aliento de la divinidad, la semilla para la razón y para el eterno perfeccionamiento, un eco de aquella voz creadora para dominar la Tierra; en resumen, el arte divino de las ideas, la madre de todas las artes”[31]. Es el lenguaje la parte más divina que hay en nosotros, y no tanto la razón (como había sentenciado Aristóteles). El cerebro, los órganos sensoriales y las manos hubiesen resultado del todo ineficaces, si no hubiese emergido la facultad lingüística. Únicamente mediante el habla se unifican o coordinan las sensaciones y el pensamiento.

En definitiva, el hombre “no puede llegar a las ideas de la razón prescindiendo del lenguaje”[32]. Con énfasis y dramatismo, proclamará Herder lo siguiente: “qué poco puede, por sí sola, la loada razón humana”[33]. Unas conclusiones que parecieran ir dirigidas, precisamente, contra Kant, pues sería el propio lenguaje quien ahora vendría a ocupar una posición trascendental[34]. Ahora bien, partiendo de tales premisas es demasiado sencillo deslizarse hacia las coordenadas de un cierto particularismo esencialista, en el sentido de llegar a sostener que a cada lengua le corresponde un modo “propio” de pensar (sustancialmente diverso del modo de pensar propio de otras lenguas). Todo lo cual engarzaba muy bien con la crítica –típicamente romántica– del “cosmopolitismo abstracto”, que en ocasiones se traducía en indisimulados ataques a la universalidad de los saberes científicos.  

La filosofía de Herder fue una prefiguración del “relativismo cultural” del siglo XX. Pero lo decisivo de tal filosofía es que constituyó el punto de arranque de una determina manera de entender lo político. Esto último se entenderá mejor cuando expliquemos los delineamientos básicos de la filosofía herderiana. El ser humano es, para el filósofo alemán, un ser de cultura. Podrían emplearse otras fórmulas: el hombre es un animal cultural; el hombre se encuentra siempre en un estado de cultura. No obstante, también podríamos decir que para Herder el hombre es, de forma primigenia y definitoria, un ser lingüístico. “Así pues, en el lenguaje comienza su razón y su cultura”[35]. Por ende, la primerísima instancia formativa del hombre sería el lenguaje, hasta el punto de que la “cultura” y la “razón” solamente vendrían después de él. Adquirimos la capacidad de razonar porque disponemos de una lengua que nos permite ejercer el pensamiento desde ella (y sólo desde ella). Y, de igual modo, adquirimos una determinada cultura cuando aprendemos una lengua concreta. En cualquier caso, observamos que en las indagaciones herderianas “lengua” y “cultura” son dos realidades que aparecen inextricablemente unidas. De una forma genérica, Herder concluye que sin cultura (y sin lenguaje) el hombre sería como una materia prima informe, esto es, permanecería anclado en una condición de brutalidad animal. El hombre, sin cultura (y sin lenguaje, lo reiteramos por última vez), no alcanzaría la condición de hombre. Necesita cultivarse, para poder llegar a ser un verdadero ser humano. O, dicho con otros términos: el hombre es un efecto de la cultura. Todo lo que de importante y esencial hay en la criatura humana, es cultivable. Su sensibilidad y las fuerzas todas de su alma, si bien tienen un soporte natural, son talladas –vale decir, “humanizadas”– por el cincel de la cultura. Pero cada cultura “cincela” de una forma específica, siempre distinta a como lo hacen las otras culturas[36].

La concepción de Herder tiene un segundo “movimiento”, más decisivo aún. Aparece la idea de que la Humanidad se realiza en el espacio (geográfico) y en el tiempo (histórico) a través de una pluralidad de “pueblos”, constituidos por una misma lengua y una tradición común. Esos pueblos son las “culturas”, concebidas en ciertos pasajes como organismos vivientes. Pero, más importante aún: esas culturas aparecen en la concepción herderiana como aquellas “totalidades objetivas envolventes” de las que hablábamos al comienzo de este trabajo. Como señaló Gustavo Bueno, el “embrión” de la “idea metafísica de cultura” empezó a tomar forma en esta filosofía[37]. Entonces –y aparece aquí la inflexión más significativa– el hombre no es sólo un ser de cultura en un sentido genérico, tal y como se apuntaba en el párrafo anterior, sino que los hombres pertenecen a una determinada cultura, por la cual están conformados (humanizados) de una determinada manera. Las culturas, en ese sentido objetivo-envolvente, anteceden a los hombres. Son éstos los que vienen al mundo y al ser en el interior de alguna de ellas. Es así que el ser humano pertenece a su cultura –la que le haya tocado en gracia– en un sentido radical y ontológico. Ella lo ha formado, en el sentido más literal del verbo “formar”. Ella lo ha humanizado; lo ha “rescatado” de su amorfa animalidad.

Pero cada cultura “humaniza” de un modo muy particular, según su propia idiosincrasia. Aquí aparece el “relativismo” herderiano, opuesto al “universalismo” de la Aufklärung, toda vez que la Humanidad no es una y la misma. Se puede llegar a ser hombre de muchas maneras, pues múltiples son las culturas que pueblan el mundo. Cada una de ellas ha sacado al ser humano de la animalidad a su manera, y en principio todas esas maneras son iguales en dignidad. Ahora bien, esta forma de “relativismo” conlleva una suerte de incomunicabilidad intercultural. Cada hombre ha quedado configurado por su cultura de un modo tan drástico y contundente, que será harto complicado desasirse de ello. Lo cultural (plasmado primordialmente en una lengua) es una “segunda piel” indistinguible de la piel orgánica, pues adquirir cultura (y sólo se adquiere una, en ese nivel radical) es una suerte de “segunda génesis”. Como meros organismos vivientes (con morfología externa humanoide), salimos del útero de nuestra madre. Pero, como hombres propiamente dichos, venimos al mundo a través del “útero” de nuestra cultura. Salimos de ella, literalmente.

El hombre se diferencia de los otros animales porque no reacciona de una manera prefijada a su mundo circundante. El ser humano no nace ya enteramente formado por la naturaleza, con un repertorio preprogramado de instintos. Muy al contrario, necesita aprenderlo casi todo, tras su nacimiento biológico. Necesita de un “segundo nacimiento”, como decíamos hace un momento. Necesita que una cultura y una lengua lo gesten. Nuestro entero modo de estar en el mundo vendrá conformado por el “segundo” nacimiento: el cultural-lingüístico. Será esa cultura objetiva, que nos antecede o envuelve (y cuya expresión más pregnante y trascendental es la lengua materna), será esa cultura, decíamos, la que nos instalará en una determinada forma de vivir, de sentir, de pensar, de poetizar, de juzgar, de creer, de imaginar y de hablar. Esta “segunda naturaleza” cultural-lingüística será prácticamente indestructible (una identidad casi inmutable); ningún convencionalismo político será capaz de mermarla. En ese sentido, podría decirse que todo lo que los hombres hacen o crean es nada más que la “expresión” de su cultura. El teorema de Pitágoras es una “expresión” de la cultura griega, el teorema de Bayes una “expresión” de la cultura inglesa y los teoremas de Gödel una “expresión” de la cultura checa. Y así sucedería con todo lo demás. Siempre es nuestra cultura la que habla a través de nosotros, en todos los haceres de nuestra existencia.

Isaiah Berlin suavizó mucho los vínculos entre Herder y el nacionalismo germánico, desactivando la carga política que pudiera latir en las inmersiones identitarias del autor alemán, presentándolas como una exploración erudita y meramente sentimental desprovista de connotaciones explícitamente ideológico-políticas. Su nacionalismo fue “cultural”, en todo caso. Repudió en todo momento el imperialismo agresivo. Ninguna cultura podía arrogarse el derecho de aplastar o asimilar a otra[38]. Todas las conquistas le resultaban igualmente despreciables. La lealtad hacia lo propio no debería confundirse con el desprecio o la denigración de lo ajeno. Es más que legítimo tratar de conservar la propia herencia cultural, pero comprendiendo que los otros pueblos también tienen derecho a hacerlo. Todas las culturas del mundo desean sobrevivir; y es deseable que lo hagan. Se adentró con todo ello en una suerte de multiculturalismo irenista. Sin embargo, cabe sostener que la idea sustancialista y redentora de cultura que maneja Herder no puede quedar absolutamente desconectada de la deriva explícitamente nacionalista del espíritu alemán. Entre otras cosas, porque Herder se sabía enfrascado en una batalla ideológica contra el cosmopolitismo racionalista e ilustrado (afrancesado). En ese sentido, fue enteramente cómplice de hacer girar la política en la órbita de lo cultural[39].

¿Qué pueblo hay en la tierra que no tenga cultura propia? Eso se preguntaba Herder de forma retórica. En ciertos momentos se deslizará hacia la glorificación de lo arcaico, aseverando que las canciones más antiguas o primitivas son las más hermosas, precisamente por hallarse más próximas a los “orígenes”. Una lengua se mostrará más “viva” o será más pura cuando no se haya separado demasiado de aquellos primeros instantes. Eso significa que su máximo esplendor pertenecerá siempre al pasado, cuando la lengua formaba parte de las tradiciones orales de la comunidad nacional. Y, al contrario, cuando una lengua se torne demasiado culta y académica, empezará a perder vigor y sustancia vital[40]. La lengua verdaderamente hermosa es la que encontramos en las entrañables canciones populares de los tiempos arcaicos. En cambio, la moderna lengua reglada, osificada en los libros, había perdido buena parte de su viveza originaria. La pureza de lo ancestral contrastará, en esta visión herderiana, con los modos literarios del mundo moderno, más artificiosos y carentes de vida. Pero esa pasión por recopilar y rescatar del olvido las “canciones de los pueblos antiguos” tiene que ver con el inocultable malestar que le ocasiona el mundo actual. Porque Herder, al igual que los nacionalistas posteriores (más agresivos y obtusos), tenía muy claro que “descubrir” (y realzar) las virtudes ancestrales del Volk no era sólo una prospección de carácter lírico. Zambullirse en las esencias profundas del “espíritu colectivo” o del “alma popular” (Volksseele) no era el ejercicio pedantesco o arqueológico de un erudito de gabinete. Rescatar o conservar las canciones populares y las baladas antiguas era una tarea impostergable, pues en ellas se descube el “alma” de ese pueblo (de esa nación). Los viejos bardos no se expresan a sí mismos, como individuos. Más bien sucede que a través de ellos se expresa algo más antiguo y poderoso, un espíritu colectivo. Semejante labor, por añadidura, desempeñaba un cierto rol de crítica sociopolítica del presente, tal vez con la vista puesta en un soñado futuro en el que las “comunidades nacionales” (todas ellas) volviesen a ser organismos “poetizantes”. En Herder late una sutil nostalgia, que sueña con un “reencantamiento” de las culturas. Cada una de ellas ensimismada en su propia particularidad, eso sí. Porque todas las culturas son igualmente bellas… replegadas en su mismidad interior.

La filosofía de la historia herderiana tiene un carácter pluralista y relativista, en contraste con el progresismo evolucionista-unilineal típico de la Ilustración. Confrontando con lo sostenido por los filósofos iluministas –pensemos en Condorcet[41], Voltaire[42] o Turgot[43]–, argüía que las edades pretéritas también eran intrínsecamente valiosas. No podía compartir aquella colosal soberbia de los apóstoles del “progreso”, cuya estrechez de miras les hacía ver en el pasado nada más que un cúmulo oprobioso de perversidades e inanidades. Para Herder, todas las culturas del pasado fueron dignas y hermosas, de la misma forma que lo son todas las culturas del presente. En ese sentido, cada cultura emergida o florecida en la Historia encuentra, dentro de sí misma, su propio centro de felicidad. El “bien” se halla diseminado por todo el globo terráqueo, pues una sola forma de humanidad y una sola región son incapaces de abarcarlo. Lo bueno y lo bello se “dispersaron” en mil formas culturales, recorriendo todos los continentes y todas las épocas. Por momentos, se observa en sus reflexiones un canto ditirámbico de la “pluralidad de culturas”. Siempre yuxtapuestas, debe remarcarse una vez más. Cada una de ellas se hallaría completamente entretenida en su despliegue interno. Se trata de un esquema armonicista, pues se alcanza una situación de cierto equilibrio convivencial. En efecto, cada nación y cada cultura “lleva en sí su medida de perfección, incomparable con la de los demás”[44]. Ninguna cultura o ninguna nación (en la filosofía herderiana ambas cosas son lo mismo) debe ser evaluada con los valores o los parámetros de otra. 

Oponiéndose a las tesis progresistas ilustradas, sostenía que eran valiosas las aportaciones culturales de todos los pueblos y de todas las épocas. No entendía por qué habían de ser menospreciadas las costumbres (las “expresiones” culturales) de tantos pueblos y de tantos períodos. Cada cultura proyecta y realiza una imagen de lo humano, siendo todas igualmente respetables y valiosas. Si todos los pueblos y todas las épocas son algo así como diferentes lienzos pintados por Dios, entonces ninguno de ellos debe ser infravalorado. Ninguna época es mejor que otra; ningún pueblo es más excelente que otro; ninguna cultura merece más respeto que cualquier otra. Todas las épocas y todas las culturas han contribuido, a su digno modo, en el desenvolvimiento general de la Humanidad. Que una cultura desaparezca es siempre un acontecimiento luctuoso. No importa de qué cultura estemos hablando. Da igual. El simple hecho de que una cultura deje de existir es un acontecimiento melancólico. Es cierto que algunas de estas ideas tuvieron un importante precedente en Giambattista Vico (1668-1744). El autor de Scienza Nuova (1725) sostuvo, en efecto, que las diferentes culturas o las diferentes civilizaciones no eran mensurables o jerarquizables. Resultaba absurdo querer compararlas, para establecer después una clasificación de importancia o excelencia. Ninguna de ellas es más valiosa o auténtica que las demás. Consideraba Vico que toda sociedad o nación tenía su propio centro de gravedad, siendo así que todos sus componentes se desplegaban con indiscutible coherencia interna[45]. Debe concluirse, a tenor de lo dicho, que Vico “anticipó” algunas de las ideas manejadas por Herder[46]. Sin embargo, en el pensador alemán adquirirán una potencia extraordinaria.

Ahora bien, esa perspectiva “pluralista-relativista” no le impidió a Herder mostrarse especialmente interesado en rescatar al Volk alemán de su postración. Su “nacionalismo cultural” proyectaba, en ocasiones, agrios destellos repletos de galofobia[47]. Confrontó con el cosmopolitismo abstracto de la Ilustración, ya se había dicho. Porque, en último término, sí consideraba innegociable el apego profundo al terruño de los ancestros. En cierto modo, de su filosofía podían extraerse con mucha facilidad llamamientos a la autarquía cultural. Atrincherarse en un particularismo aislacionista, para enfrentarse a la uniformidad devastadora del cosmopolitismo. Apegarse a la propia idiosincrasia “cultural”, para no dejarse absorber o asimilar por las dinámicas de centralización político-económica y administrativa propias de los Estados modernos. A Herder no le gustaban las estructuras políticas multiculturales, ya fuesen Imperios o Estados. Le parecían engendros artificiosos y violentos. Por ejemplo, al estudiar el despliegue de la Roma imperial no observaba un avance civilizatorio, sino un espectáculo terrible: el sojuzgamiento de múltiples pueblos y el arrasamiento de múltiples culturas autóctonas. Era la suya una perspectiva inequívocamente indigenista. No importa cuán execrables pudieran ser las prácticas de aquellas culturas prerromanas; lo importante es que eran culturas, y como tales tenían derecho a seguir existiendo. Roma no tenía por qué haberlas romanizado. Ellas no querían ser romanizadas. Cada cultura anhela vivir de forma autónoma y autodeterminada, también en el plano sociopolítico. ¿Por qué tantas culturas estaban obligadas a malvivir es un espacio impropio y desnaturalizado, subsumidas en un caparazón político extraño? Se oponía a la concepción moderna del Estado, de tendencia homogeneizadora y uniformadora, y cuyo paradigma era el republicanismo jacobino.

Lo más apropiado es que los hombres vivan en “unidades naturales”, esto es, en colectividades conformadas por una “cultura común”[48]. Cualquier otra ligazón será impropia y postiza. Quedaba contrapuesto el Volkstum (que podría traducirse como “comunidad cultural” o “grupo étnico”) al artificioso Estado moderno. A Herder le resultaba completamente aberrante que distintas “culturas” o diversas “naciones-pueblo” tuvieran que convivir apretadamente en un mismo espacio político-estatal. Cada una de las culturas existentes en el mundo tenía derecho a vivir independientemente. Todas las culturas son valiosas, pero han de vivir autónomamente. Esas “unidades naturales” han de conservar una esfera de acción propia, situándose en un plano de cierta impermeabilidad. Entrar a formar parte de una unidad política más compleja (conviviendo con otras “culturas” o mezclándose con otros “pueblos-nación”) conllevaría un calamitoso proceso de desnaturalización o pérdida de identidad. Todo ser humano se halla felizmente integrado en una determinada “comunidad cultural”; no tiene por qué salir de ella. Es más, lo normal y lo deseable es que no salga de dicha comunidad, pues únicamente en su interior encontrará un sentimiento de plenitud. Puede concluirse, a tenor de todo lo dicho, que Herder fue el preceptor de los nacionalistas reaccionarios europeos. De hecho, esa apología de la autarquía cultural les sonó muy bien a muchos ideólogos nazis. El mismísimo Alfred Rosenberg lo consideró, en El mito del siglo XX, un maestro. Al Volksgeist romántico-idealista habrían de añadírsele, más tarde, los glóbulos. La comunidad de sangre vendría a amalgamarse con el “espíritu del pueblo”; la raza se convertiría en el fundamento del “alma colectiva”. Pero pueden rastrearse las afinidades profundas que existen entre el nazismo y el romanticismo alemán[49].

Debía superarse la fragmentación político-jurídica de los territorios alemanes, embarcándose todos ellos en un nuevo sentimiento colectivo de pertenencia; de pertenencia –espiritual, poética y hasta mitológica– a una misma “comunidad nacional”. Alemania revivirá por su Kultur, y no por los principios racionalistas del republicanismo, tan “fríos” y abstractos. La filosofía herderiana se adentró, indiscutiblemente, en esas coordenadas estético-políticas. Otros pensadores, ciertamente más brutales, vendrían después a radicalizarlas. Pero el programa seminal o embrionario del nacionalismo alemán ya estaba ahí, perfectamente dibujado en su obra. Las líneas maestras aparecían bien delineadas. “Sin duda alguna, la emergencia del moderno pensamiento nacionalista alemán se debe situar en la obra de Herder”, aseveraba con razón José Luis Villacañas[50]. Y no puede ocultarse que siempre experimentó un indisimulado recelo (no exento de hostilidad) ante la influencia de la filosofía parisina en las élites políticas de Berlín. Aquella filosofía era demasiado intelectualista, excesivamente conceptual, y estaba muy alejada del auténtico espíritu alemán. Era el momento del Sturm und Drang, aquella reacción tan germánica que estaba proponiendo una suerte de re-divinización (o reencantamiento) de todo lo real.

La cuestión del lenguaje es decisiva, en este asunto del nacionalismo cultural. Si la cultura es la expresión de lo que somos (identidad profunda), entonces la lengua adquiere una importancia extraordinaria. Ella constituye el sagrado vínculo intergeneracional a través del cual los diferentes pueblos conservan su esencia más propia. En la lengua vive el “alma colectiva” de un pueblo; en ella late la singular personalidad histórica del Volk. La “concepción del mundo” que atraviesa nuestros pensamientos y permea nuestros sentimientos más profundos viene determinada por la lengua que hablamos. Lengua y “cultura nacional” se implican mutuamente; son consustanciales la una con respecto a la otra. Cada nación habla según piensa, y piensa según habla. Aquel “segundo parto” al que hacíamos referencia más arriba es un parto esencialmente lingüístico. Es decir, los hombres se hacen hombres –vienen al ser– en el interior de una determinada “comunidad lingüística”, y eso imprime un determinado (e indeleble) carácter en el individuo; un “carácter nacional”, precisamente. El lenguaje adquiere una dimensión genesíaca y sacral. “Lo quieran o no los individuos, están reunidos por vínculos sociales constitutivos de su esencialidad interna, de su propia vida, de su pensamiento más profundo, por el mero hecho de compartir lenguaje. Todas las categorías políticas se alteran desde este nuevo principio de la comunidad originaria”, señalaba de nuevo Villacañas[51]. Lo político hallaría un nuevo (y poderoso) centro de gravedad: pueblo-lengua-nación. Una política más férreamente identitaria. Y engarzado a todo ello aparecerá una concepción “organicista” del Estado, que tanto predicamento habría de tener entre los nacionalistas etnicistas ulteriores. En semejante concepción, el Estado es mucho más que un simple artefacto administrativo, sujeto a modificaciones instrumentales y pragmáticas. El Estado es una “expresión” del alma profunda del pueblo. Es la vida comunitaria del pueblo (enraizada en una determinada tradición, en unas determinadas costumbres y en una determinada lengua) la que termina deviniendo “ley”. El Estado, de tal modo, tiene “vida” porque canaliza y “expresa” la pulsión existencial de la comunidad nacional. El Estado adquiere “espíritu” porque la nación, que es la realidad primigenia, se lo insufla. Por lo tanto, desde tales premisas se viene a sostener que la nación existe con anterioridad al Estado. Este –por muy crucial que sea su papel– aparecerá siempre como una realidad posterior y sobrevenida. Ninguna idea nace de la nada, desde luego. Herder estaba incorporando ciertas visiones conservadoras de la historia, como las de Justus Möser (1720-1794).

Bien es verdad que el nacionalismo de Herder fue menos agresivo que el nacionalismo del Fichte maduro, en el que nos adentraremos a continuación. Y eso fue así porque Herder, que viviría hasta 1803, nunca se “desilusionó” con la Revolución. Y no lo hizo, sencillamente, porque jamás se ilusionó con ella. Herder siempre desconfió del programa ilustrado francés, de su cosmopolitismo abstracto y de su ideal de “formación” espiritual. Nuca quedó deslumbrado por las llamas parisinas, algo que sí le sucedería al joven Fichte. Este sí participó del entusiasmo revolucionario, y precisamente por eso su posterior decepción desencadenaría unos efectos reactivos más beligerantes. La trayectoria de Fichte, en lo que a sus ideas políticas se refiere, describió un movimiento pendular bastante extremo. Manejó, al principio, concepciones abiertamente anti-aristocráticas. Confrontó ideológicamente con la nobleza gobernante. Ese primer pensamiento revolucionario transcurrió, incluso, por cauces individualistas (vindicando que el individuo pudiera darse fines a sí mismo, con independencia y autonomía respecto a los fines del Estado). El viejo orden –nobiliario y despótico– era incompatible con las aspiraciones liberales, y con los deseos de cualquier persona que albergase la más mínima conciencia ética. El “pueblo” o la “cultura”, como categorías de carácter sustancialista, todavía no asomaban en el esquema fichteano. He aquí un dato muy elocuente: “La palabra nación aparece muy pocas veces como tal en el primer Fichte”[52]. Quién lo diría, sabiendo lo que vino después.

4. Hegel: un “espíritu del pueblo” atravesando la Historia

El término Volksgeist fue utilizado por Hegel y por buena parte de los escritores alemanes de esa época (también emplearán, en ocasiones, la expresión Nationalgeist). Es cierto que la noción “espíritu del pueblo” no es de origen alemán, puesto que fue acuñada en la Francia del siglo XVIII. Montesquieu hablaba en L'esprit des lois (1748) del “espíritu de la nación” (véanse los capítulos 4 y 5 correspondientes al Libro XIX de la mencionada obra). También Voltaire se refirió al “espíritu de las naciones”[53]. Sin salir de ese universo ideológico, nos encontraremos con el tópico de los “caracteres nacionales”, una noción atravesada de infundadas mitologías que tuvo, no obstante, numerosos partidarios[54]. Muchos fueron los que se enfrascaron en la tarea de ofrecer una “psicología de los pueblos” (etnopsicología). Podemos mencionar, a modo de ejemplo, la obra Esquisse psychologique des peuples européens (1903), del filósofo francés Alfred Fouillée (1838-1912).

Pero regresemos al espinoso asunto del “espíritu del pueblo”[55]. Semejante idea sólo adquirirá verdadera notoriedad y pregnancia en la filosofía alemana del período romántico-idealista. Es cierto que Hegel tendrá palabras de encomio para Montesquieu, pues consideraba que el filósofo francés –al que atribuía un “gran talento”– había sabido aprehender la individualidad del carácter de los pueblos[56]. El Volksgeist hegeliano contiene resonancias del esprit de Montesquieu, pero es más “espiritual”, valga la redundancia. El “espíritu del pueblo” es una “comunidad espiritual”. Pero lo determinante es la conciencia que los pueblos poseen de su propio ser. Es una suerte de autoconciencia colectiva. Autoconciencia de “las distintas esferas en las cuales el espíritu se vierte”[57]. El pueblo tiene autoconciencia de su religión, autoconciencia de sus leyes, autoconciencia de sus costumbres, autoconciencia de su ciencia y autoconciencia de su arte. Todos ellos son los ingredientes del Volksgeist. O, mejor, son manifestaciones o “emanaciones” suyas. Tales elementos, íntimamente relacionados los unos con los otros, conforman un conjunto más complejo que el ofrecido por Montesquieu. Y, además, son comprendidos como realidades esencialmente espirituales. “En la vida ordinaria decimos: este pueblo ha tenido esta idea de Dios, esta religión, este derecho, se ha forjado tales representaciones sobre la moralidad. Consideramos todo esto a modo de objetos exteriores que un pueblo ha tenido. Pero ya una consideración superficial nos permite advertir que estas cosas son de índole espiritual y no pueden tener una realidad de otra especie que el espíritu mismo, la conciencia que del espíritu tiene el espíritu”[58]. Todo es espiritual, en la vida de los pueblos; efluvios de un espíritu que se relaciona consigo mismo.

El “espíritu” de un pueblo, que ha alcanzado una determinada fase en la conciencia de sí mismo, se manifiesta o expresa en su particular forma de pensar, en su particular forma de bailar, en su particular forma de cocinar, en su particular forma de educar, en su particular forma de estetizar, en su particular forma de socializar, en su particular  forma de gobernar, en su particular forma de guerrear, en su particular forma de moralizar, en su particular forma de festejar, en su particular forma de creer en Dios, en su particular forma de edificar templos, en su particular forma de valorar o en su particular forma de legislar[59]. Todos esos aspectos (las distintas facetas en que se manifiesta la vida de un pueblo) son expresiones de un mismo espíritu. “Los aspectos de la cultura de un pueblo son las relaciones del espíritu consigo mismo. El espíritu da forma a los pueblos; y solo conociéndolo podemos conocer estas relaciones”[60]. El espíritu se conoce a sí mismo en la filosofía propia de ese pueblo. El espíritu se conoce a sí mismo en el arte propio de ese pueblo. El espíritu se conoce a sí mismo en la religión propia de ese pueblo. Y así con todo lo demás. En ese progresivo conocimiento de sí mismo, tal espíritu (individualidad plegada sobre sí misma) va tejiendo los diferentes componentes de la sustancia cultural de ese pueblo. Es cierto que, para Hegel, la lengua no constituía el vínculo más esencial de la nación, o la “expresión” más primordial del “espíritu del pueblo” (algo que sí ocurría en Herder, Fichte y Wilhelm von Humboldt). No obstante, en algunas ocasiones sí remarcará la importancia de la lengua[61].

Sea como fuere, los individuos viven y solo pueden vivir en el interior de esa sustancia espiritual colectiva. “El individuo se educa en esta atmósfera y no sabe de otra cosa. Pero no es mera educación, ni consecuencia de la educación, sino que esta conciencia es desarrollada por el individuo mismo; no le es enseñada. El individuo existe en esta sustancia […] Ningún individuo puede trascender de esta sustancia; puede, sí, distinguirse de otros individuos, pero no del espíritu del pueblo. Puede tener un ingenio más rico que muchos otros hombres; pero no puede superar el espíritu del pueblo. Los hombres de más talento son aquellos que conocen el espíritu del pueblo y saben dirigirse por él”[62]. El espíritu del pueblo es una sustancia envolvente dentro de la cual –y únicamente dentro de la cual– pueden los hombres llegar a adquirir una forma verdaderamente humana. El espíritu del pueblo hace a los individuos, y estos no pueden zafarse de las determinaciones que dicho espíritu ha depositado en ellos. “Ya se ha indicado anteriormente que la constitución de un pueblo constituye una sola sustancia, un solo espíritu con su religión, su arte, su filosofía, o por lo menos con las representaciones e ideas de su cultura en general”[63]. En este pasaje hegeliano aparece una formulación muy nítida de esa idea sustancialista de “cultura” que se ha venido analizando a lo largo de estas páginas.

Por lo tanto, aquella entidad –el Volksgeist– está conformada por todas esas “expresiones” que son propias de un pueblo. El espíritu del pueblo es la condensación de todas esas manifestaciones. La Bildung del individuo se despliega en el interior de esa entidad sustancial. “El individuo halla entonces ante sí el ser del pueblo, como un mundo acabado y fijo, al que se incorpora. Ha de apropiarse este ser sustancial, de modo que este ser se convierta en su modo de sentir y en sus aptitudes, para ser él mismo algo. La obra preexiste y los individuos han de educarse en ella, han de hacerse conformes a ella”[64]. El “pueblo” (léase “cultura” o léase “nación”) es una objetividad envolvente dentro de la cual los individuos adquieren ser y forma. Esto no es muy diferente de lo que ya había sostenido Herder. “Todo individuo es hijo de su pueblo, en un estadio determinado del desarrollo de este pueblo. Nadie puede saltar por encima del espíritu de su pueblo, como no puede saltar por encima de la tierra. La tierra es el centro de la gravedad”[65]. Ningún individuo puede salirse de la órbita trazada por el Volksgeist al que pertenece. Cada pueblo exhala una forma de pensar, de sentir, de crear y de creer. Y todas estas “exhalaciones”, “expresiones” o “manifestaciones” (ciencia, arte, religiosidad, arquitectura, moral o lengua) se coagulan en un Geist compacto.

Si un “pueblo” es un sujeto historiable es porque su destino colectivo aparece reflejado (objetivado) en su “espíritu”. El Volksgeist es una entidad automoviente y dotada de individualidad. Tal espíritu del pueblo es un “todo concreto” o un “todo orgánico”[66] que equivale a un “individuo” que se desenvuelve en el curso de la Historia Universal. Ese “espíritu” (entidad colectiva o supraindividual) es una cristalización, una decantación o una condensación. Es una objetividad (espiritual) que se desenvuelve en la Historia. Y tiene conciencia de sí. El Volksgeist tiene autoconciencia. Los diferentes pueblos, de la mano de sus correspondientes “espíritus”, fungen como protagonistas de la Historia Universal. El “espíritu universal” (o Weltgeist, “espíritu del mundo”) se desenvuelve o “habla” a través de cada uno de los diferentes “espíritus del pueblo”. Pero cada uno de ellos “habla” de una determinada manera, por mucho que al mismo tiempo aparezcan como “momentos” de aquel “espíritu universal”. La singularidad de cada Volksgeist no desaparece. Son “totalidades éticas”. Y aparece aquí otro elemento importante. Para un “pueblo” el fin esencial es constituirse como Estado. “En la existencia de un pueblo, el fin sustancial es ser un Estado y mantenerse como tal”[67]. Un pueblo sin Estado propio se halla fuera de la Historia. El Volksgeist necesita encarnarse u objetivarse en una forma estatal, pues sólo de tal modo logrará ingresar en el despliegue de la Historia universal. Únicamente si logra cuajar en un Estado logrará aquel “espíritu del pueblo” realizar o actualizar su grado máximo de libertad y “eticidad” (Sittlichkeit). Ésa es la conclusión hegeliana[68]. Desde un idealismo extremo, presupone que algo a lo que puede denominarse “espíritu del pueblo” existe con anterioridad al Estado. 

5. Fichte: la superioridad del Volksgeist alemán

El pensamiento fichteano fue a desembarcar, postreramente, en otras orillas (Medina Cepero 2001)[69]. Desembarazándose en buena medida de todo lo anterior, empezó a manejar ideas muy diferentes, toda vez que ahora apelaría a instancias colectivas anteriores al individuo, más valiosas y sagradas que él. Instancias colectivas que, en esta nueva perspectiva, no eran el fruto contractual-instrumental de un conjunto de individualidades fundantes. Los individuos ya no fundaban nada, por sí mismos y desde sí mismos. Muy al contrario, la existencia misma del hombre particular venía otorgada por la “comunidad nacional” en cuyo seno había nacido. No hay derecho fuera de la nación a la que se pertenece, porque nada se es fuera de ella. El Estado se concebirá, en ese sentido, como una estructura cuya finalidad última habrá de ser la de garantizar la protección y conservación de esa nación-cultura (“nación cultural” o “cultura nacional”), y no tanto la de garantizar los derechos de los individuos. Los derechos que estos puedan tener les vendrán dados, en todo caso, por su pertenencia consustancial al organismo vivo de la nación fundante. ¿Qué es lo que une a la nación? ¿Qué tipo de ligazón otorga especificidad, unidad y consistencia a la “comunidad nacional”? Tal reunión de voluntades (concebida más como una “comunión”) no está contractualmente constituida, es decir, no está sustentada en el derecho individual ni originada en una suerte de consenso pragmático-voluntarista. No. Esa ligazón tiene que venir dada desde otro lugar; un lugar que es anterior a los propios individuos. Es el Volksgeist, el “espíritu del pueblo” que otorga animación y vida a la nación (la lengua, una vez más, será el elemento nuclear de dicho espíritu). He ahí la verdadera instancia primigenia y fundante; de ella emana la consistencia misma de la nación. Los “contratos”, en todo caso, hallarán su fundamentación en ese preexistente Volksgeist. Este se expresará en determinadas tradiciones jurídicas o en determinadas costumbres éticas, por ejemplo. Pero la hechura profunda y sustancial del cuerpo social (del “organismo nacional”) no ha sido “decidida” o “consensuada” por los individuos. Éstos no tienen la capacidad de alterar o modificar la esencia del Volksgeist, al cual deben su propio ser.

Puede analizarse en los siguientes términos: si todas las leyes positivas quedasen repentinamente canceladas, o si el Estado (como carcasa logístico-administrativa) desapareciese abruptamente, ¿qué subsistiría? Subsistiría, precisamente, la “cultura”. Subsistiría el Volksgeist. Porque éste no deja de ser una “comunidad lingüística” y una “comunidad ética” anterior a los individuos y al Estado (bien es verdad que dicho “espíritu del pueblo” necesitará del aparato estatal, para conservarse y para defenderse en la lucha entablada con los otros “espíritus del pueblo”). La cultura es más “auténtica” que el Estado, en suma. Llama la atención, no obstante, que ese “espíritu del pueblo” y esa “cultura” –dibujados en unos términos tan sagrados, robustos, inmutables y substanciales– no puedan sobrevivir por demasiado tiempo a la “intemperie”, siendo así que requieran perentoriamente de un Estado que los proteja y conserve. Esa “cultura” y ese Volksgeist, imaginados como realidades antiquísimas (que han recorrido siglos, manteniendo intacta su esencia), al llegar al mundo contemporáneo se presentan, sin embargo, como realidades muy frágiles que podrían extinguirse de un momento a otro. Sin un Estado que sea expresión suya, y que funcione al mismo tiempo como su coraza y baluarte, aquella cultura (tan ancestral) se diluiría en pocos lustros como un azucarillo. Aquel sublime y poderoso Volksgeist –cuya existencia se pierde en la noche de los tiempos– necesita en el presente de un bastión estatal, para poder vivir una década más. El “espíritu” ya no puede sobrevivir, sin un Ministerio de Cultura que lo ampare. Es como si, al llegar a la edad contemporánea, todas las “culturas” se vuelven quebradizas y todos los “espíritus del pueblo” se tornan endebles y anémicos.

Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) constituye, como acaba de comprobarse, un perfecto arquetipo de la noción sustancialista de cultura. El Fichte maduro, eso sí. En sus célebres Discursos a la nación alemana, conferencias pronunciadas en Berlín en el invierno de 1807-1808, se encuentra la quintaesencia de lo que viene delimitándose en este trabajo. Partirá de una determinada y característica comprensión del lenguaje, definido como realidad primigenia y constitutiva de lo humano. Afirmará de forma enfática que “más forma la lengua a los hombres que los hombres a la lengua”[70]. Fichte arguye que, en la lengua, queda plasmada “en completa unidad la totalidad de la vida sensible y suprasensible de la nación”[71]. Podría decirse, a tenor de semejante aseveración, que la nación palpita en la lengua. Debemos hacernos cargo de cuán grande es la influencia de la lengua en el desarrollo total de un pueblo, toda vez que la lengua “acompaña al individuo hasta lo más recóndito de su pensar y su querer”[72]. Y hasta lo más íntimo de su “sentir”, pudo haber añadido en este pasaje. Esta misma idea estaba en Herder, como recordará el amable lector. Todo lo cual albergará ciertas derivaciones políticas. En efecto, quienes hablan la misma lengua están vinculados por una invisible pero poderosísima trabazón. Es la lengua, antes que cualquier otro artificio o convención, ese lazo que los mantiene integrados en una misma totalidad orgánica. Pero, precisamente por ello, la lengua se convierte en una suerte de granítica frontera natural. La extensión territorial de los pueblos (es decir, el territorio que cada pueblo debe considerar como “propio”) quedaría definida por la lengua de cada uno de ellos. La unidad de cada pueblo –su centro de gravedad espiritual– reside en su lengua “propia”. Los pueblos aparecen en la Historia como portadores de una lengua. Pero, en realidad, es la lengua quien los porta a ellos. Por eso, las lenguas constituyen fronteras naturales infranqueables; ellas marcan una tajante línea divisoria. Un pueblo, dice Fichte[73], sólo podría admitir en su seno a otro pueblo de distinto origen y de distinta lengua pagando el oneroso precio de la perturbación y el desequilibrio.

Semejante idea aparecerá entretejida con otra, a saber, la de que los alemanes han mantenido y desarrollado la “lengua originaria”, a diferencia de otras tribus o pueblos que, procediendo del tronco germánico, incorporaron sin embargo elementos lingüísticos postizos. He aquí el primer “hecho diferencial” que distingue a los alemanes, del cual brotarán otras diferencias cruciales[74]. Los alemanes hablan una lengua “viva”, en contraste con esos pueblos que manejan una lengua superficial, adulterada, desnaturalizada y, en el fondo, “muerta”. Esta idea tenía un precedente en Justus Georg Schottelius (1612-1676), artífice de una gramática alemana. Sostuvo que la lengua germana se había conservado en un estado más genuino, pues los ancestros habían desplegado un esfuerzo continuado en aras de conservar la lengua materna de la forma más pura posible. El pueblo alemán, famoso desde antiguo por sus incomparables virtudes, estaba destinado a desempeñar un papel dirigente en la cristiandad. Ahora bien, en su Lamentatio Germaniae Exspirantis (1640) se escuchaba un gemido desgarrador, pues la preciosa lengua germánica estaba en trance de corromperse y prostituirse por el empleo excesivo de extranjerismos.

En esa misma órbita, la arrogancia fichteana alcanzará niveles sobresalientes, cuando advierta que no entrará a enjuiciar los valores intrínsecos de la lengua alemana, pues no hay comparación posible entre la vida y la muerte. No merece la pena perder el tiempo esbozando comparaciones entre la lengua alemana y las lenguas “neolatinas”. Y aún hay más: “Si hubiese que hablar del valor intrínseco de la lengua alemana debería entrar en liza una lengua al menos del mismo rango, igualmente originaria, como es el caso de la lengua griega”[75]. Porque el francés, el italiano, el portugués o el español son lenguas esmirriadas y tísicas, habría de inferirse a tenor de lo dicho, y sería sencillamente insultante tratar de comparar cualesquiera de ellas con la sacrosanta lengua alemana. Esta sí se hallaría capacitada, por ser una lengua viva, para producir un hondo pensamiento y componer una poesía verdaderamente sublime[76]. Sin embargo, debemos hacer notar que Kultur –una de las palabras más sacralizadas por la tradición filosófica alemana– no es más que un neologismo de procedencia latina. Es una ironía digna de mencionarse.

La fascinación por el eje Grecia-Alemania, inverosímil y pregnante construcción ideológica (por medio de la cual se ignora intencionadamente la inexcusable tamización latina en la transmisión de la cultura helénica), no era una invención de Fichte, puesto que podría descubrirse en insignes figuras de las letras alemanas (Winckelmann, Schiller, Goethe). Y aparecerá posteriormente en el joven Nietzsche, toda vez que el filósofo del martillo y la dinamita pretendió que la vieja Hélade se hallaba “subterráneamente” conectada con las fuerzas espirituales de los pueblos germánicos, esbozando así una tosca estratagema destinada a depurar de “su” Grecia la más mínima adherencia de elementos latinos y semíticos[77]. También Heidegger beberá de esta fantasía, dicho sea de paso. Sea como fuere, puede decirse que el desprecio de Fichte por lo latino es inmenso. Sostendrá que un alemán, al aprender la lengua romana primitiva, puede aprender fácilmente todas las lenguas que se han derivado de ella. Pero atención a esto: una vez aprendida, el alemán empleará esa lengua neolatina incluso con mayor destreza y profundidad que los propios hablantes nativos de dicha lengua. Por ello, un alemán puede traducir y comprender las lenguas neolatinas, incluso mejor de lo que se comprenden a sí mismos los hablantes que las tienen por lengua materna. Sin embargo, la recíproca nunca se cumple. Es decir, un extranjero jamás se adentrará en el verdadero ser de la lengua alemana, pues su esencia más íntima le resultará siempre inasible e inasequible[78].

Fichte venía a decir que la pureza del alemán es intraducible a otras lenguas. He ahí la indiscutible superioridad de la lengua alemana: desde ella sí se puede penetrar en las otras lenguas (pues son, todas ellas, de un rango inferior); pero desde esas otras lenguas no se puede acceder a los misterios insondables de la lengua alemana (que está demasiado elevada para ellas). Otro tanto sucedía con la religión, por cierto. Llegó a insinuar, esta vez en Los caracteres de la edad contemporánea (1806), que el cristianismo nunca pudo acomodarse del todo en el interior de Roma. Por lo visto, no era la civilización romana el lugar más apropiado para que la religiosidad cristiana desplegara sus verdaderas esencias. Esto último habría de suceder, unos cuantos siglos después, en el seno de los pueblos germánicos. Será entre las norteñas “razas germánicas” conectadas espeleológicamente con los antiguos griegosdonde el cristianismo hallará un ecosistema más adecuado para florecer con auténtica plenitud[79].

El filósofo idealista señalaba que aquellos pueblos germánicos que aceptaron la lengua romana “profanaron” su moral más íntima, adoptando un elemento completamente extraño[80]. Este tema obsesionaba al Fichte de los Discursos, y se lamentaba con amargura de la pérdida de las raíces germánicas y de la concomitante asunción de raíces latinas. Esa alteración lingüística fue una suerte de “epidemia” que se abatió sobre “toda la raza germánica”. Tan odioso fenómeno avanzó hasta alcanzar un punto en el que, finalmente, muchos alemanes creyeron que los extranjerismos romanizados eran más elegantes que los propios términos del alemán originario[81]. Semejante desnaturalización de la lengua materna era inadmisible desde todo punto de vista, ya que con ello se sentaban las bases para una claudicación definitiva, esto es, para la “muerte espiritual” de la patria[82]. Advertirá que la lengua alemana, y su correspondiente literatura, languidecerán –se evaporarán– si no son protegidas por un Estado independiente y soberano[83]. El poeta Ernst Moritz Arndt (1769-1860), furioso portaestandarte del nacionalismo germánico, plasmaría líricamente las mismas ideas. Desde premisas chovinistas y xenófobas, consideraba (con indisimulada tonalidad supremacista) que los alemanes superaban a las otras naciones por haber sabido preservar su pureza lingüística. Y sería muy lamentable que eso dejara de ser así.

 “Pueblo” y “Patria” son portadores de una “eternidad terrena”, asevera Fichte. De hecho, están por encima del Estado (puesto que son, de algún modo, anteriores a él). El mecanismo social –con todas sus instituciones y normas convencionales– es una realidad secundaria y artificiosa, en comparación con el Pueblo-Patria y la Nación-Cultura. El Estado persigue (en su afán por subsistir) el orden y la paz interior, ciertamente. Pero todo eso no es más que un medio puesto al servicio de un fin superior, a saber, la pervivencia del Pueblo-Patria y la sobrevivencia de la Nación-Cultura. El Estado es un instrumento. Imprescindible, qué duda cabe; pero instrumento, al fin y al cabo. Porque lo verdaderamente sagrado –aquello ante lo cual todo lo demás tiene que postrarse– es el sostenimiento de la Patria y la perpetuación de la Cultura[84]. No se trata de legislar en el terreno cultural, sino más bien de levantar un Estado sobre los cimientos sagrados de la Cultura (debemos nombrarla con mayúscula, en este contexto). De esa Cultura emanarán las leyes del Estado. Un Estado que debe ser “expresión” de dicha Cultura. Porque ninguna Cultura debe vivir sin su Estado. Sin embargo, debe notarse que en todo este asunto no aparece un “sereno amor cívico” a la Constitución y a las Leyes. Este ideal republicano aparece como excesivamente “frío”, y demasiado intelectualista. No. Se trata más bien de un amor volcánico por la patria. Un sentimiento ardoroso y una pasión combativa. Una defensa heroica de la propia Cultura. Tal vez pudiera este Fichte admitir la categoría “ciudadanía”, a condición de que esta se encarnase místicamente en un pueblo inmortal. Sí, “ciudadanos de nuestra propia eternidad”[85]. Habla de una completa abnegación, de una fusión con aquella dimensión eterna que es la nación[86].

El nacionalismo alemán izaba sus banderas con proverbial intensidad. Es verdad que un moderado protonacionalismo puede descubrirse ya en Friedrich Karl von Moser (1723-1798), en la segunda mitad del XVIII (no confundir con Justus Möser). En su opúsculo Del espíritu nacional alemán (1765) aparece un patriotismo cuya escala es la unidad del Imperio, y empleó el término Nationalgeist. Ahora bien, ese “espíritu nacional” se circunscribía a lo jurídico-político. Es decir, el de Moser no era todavía aquel “espíritu” cuya vitalidad genesiaca permea todas las dimensiones de la comunidad nacional. Su idea del “espíritu alemán” era todavía demasiado tibia, no estaba vinculada a las esencias culturales de la estirpe germánica.

Pero póngase atención, de nuevo, en Fichte. Ya en Die Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters había señalado que el Estado debía garantizar su propia seguridad y su propia conservación, como objetivos primordiales. También ese Estado debía desplegar todas las potencias técnicas que fueran necesarias –utilizando provechosamente todas las fuerzas de una naturaleza sometida– para garantizar así el sustento material de la nación. Una vez conseguido todo esto, las “fuerzas nacionales” sobrantes o excedentes podrían dedicarse al cultivo de las “bellas artes”[87]. Pero asomaba ya la idea esencial que venimos destacando, a saber, que el Estado se considera el “reino de la cultura”. Y aparece aquí un apunte crucial. “En tanto la humanidad se siga educando exclusivamente en diversos Estados, es de esperar que cada Estado particular tenga su cultura propia por la justa y única, y considere a los otros Estados exactamente como la incultura y a sus habitantes como bárbaros, y, por tanto, se considere a sí mismo llamado a subyugarlos”[88]. Bajo tal prisma, toda lucha política no es más que una Kulturkampf. La dialéctica de Estados queda reducida a una lucha de culturas. De la concepción fichteana emergerá, ya se había dicho, aquella idea sustancialista de cultura que tanto éxito iba a tener en lo sucesivo. La cultura será comprendida como una perfecta unidad, ensimismada e impermeable. Las diferentes culturas son primordialmente heterogéneas e inmiscibles; no pueden mezclarse. Pero toda cultura tiende, de forma inherente, a la autoafirmación identitaria. Coexistirán de forma más o menos tensa, pero en cualquier momento alguna de ellas (más “vital” que las demás) podrá abalanzarse sobre las otras. Por otro lado, las culturas que aún no dispongan de un Estado lo reclamarán. Porque la cultura es anterior al Estado, y algunas de ellas (así lo proclamarán innumerables ideólogos) pretenden tenerlo (y tienen “derecho” a ello, al parecer). Otras culturas, más afortunadas, ya disponen de su Estado, siendo así que el deber sagrado de éste (más allá de su propia conservación) es protegerla a ella, a la cultura “propia”.

De todo lo cual se deduce que el Estado, mero artilugio de ordenación y regulación, no constituye la realidad primigenia. El Estado no es lo primero, ni en lo temporal ni en la jerarquía de las cosas importantes. Su función (decisiva, eso sí) será instrumental y catalizadora, a la hora de promover el cultivo espiritual de la nación. El Estado debe facilitar y favorecer la educación del pueblo, en aras de hacer vivir su lengua y su espíritu profundo[89]. Si no se quiere que “lo alemán” (noción sustancialista de cultura) desaparezca por completo de la tierra, deben llevarse a término ciertos programas político-pedagógicos. Debe organizarse una educación integral destinada al cultivo de la “mentalidad patriótica”. Porque, de hecho, la independencia política de Alemania (y no ya sólo su idiosincrasia cultural) únicamente podrá recobrarse y fortalecerse mediante ese tipo de educación[90]. La tesis adquiere, en algunos pasajes, tintes muy diáfanos: la tarea primordial e ineludible del Estado es “generalizar” una “educación nacional” (Nationalerziehung) por toda la superficie del territorio. Y nadie que pertenezca al cuerpo de la nación puede sustraerse a ese minucioso y sistemático programa pedagógico-patriótico. El Estado será perfectamente coactivo, a la hora de organizar dicho plan. Nadie tendrá derecho a preferir que sus hijos no sean enrolados en esa educación destinada al fomento del “espíritu nacional”. Recibir esa educación será un derecho, pero también un sagrado deber. De ello dependerá la “salvación” de la Patria[91]. Los así educados serán, el día de mañana, educadores de otros[92].

Sin embargo, Fichte se da cuenta de lo perentorio de la situación. Porque, mientras ese programa educativo pueda surtir efecto en el largo plazo, lo cierto es que la situación inmediata de la vida nacional resulta angustiosa y penosa. Su respuesta, con acentuadas connotaciones identitarias, es cristalina: sigamos siendo alemanes. Muchos compatriotas permanecen en un estado de letargo irreflexivo, y han aceptado con despreocupada negligencia una situación de postración. Alemania sucumbió en lo territorial y en lo físico. ¡No claudiquemos también en lo espiritual! Se ha de resistir en el interior de un “alma colectiva” que no se doblegue, esto es, que no pierda su esencia más “auténtica”. Fichte mantuvo una postura extremadamente indigenista. El ser profundo de “lo alemán” no debe desnaturalizarse; su ancestral idiosincrasia ha de permanecer incólume. La pedagogía patriótica era más que necesaria. El Volksgeist debe forjarse con mimbres indestructibles, y ese es el objetivo de la “educación nacional”. Pero, mientras llegan tiempos mejores, debemos atrincherarnos en un ensimismamiento identitario. Sigamos, por encima de cualquier otra cosa, siendo alemanes[93]. En ese sentido, cayó en un esencialismo identitario y romántico, aunque algunos autores hayan considerado que Fichte permaneció en la estela de una tradición republicano-ilustrada y cosmopolita, ignorando con ello el fortísimo componente chovinista y germanocéntrico que subyacía en sus apelaciones a la importancia de la educación.

Cabe recordar en este punto a Friedrich Ludwig Jahn (1778-1852), pedagogo alemán que proyectó un cultivo del sentimiento nacional mediante la gimnasia. Publicó un libro titulado Deutsches Volkstum (1810), regocijándose –como todo buen nacionalista romántico– en el folklore patrio, exaltando la originalidad del “espíritu popular” alemán. Pero fue conocido sobre todo por organizar sociedades juveniles dedicadas a la práctica gimnástica, presididas por los valores de la austeridad, la disciplina y el fervor patriótico. Cuerpos potentes, rápidos y habilidosos al servicio de la Nación. Se organizaron certámenes y encuentros públicos; en ellos había discursos, canciones y todo un ceremonial patriótico. Estas agrupaciones nacional-gimnásticas, concebidas como auténticas fuerzas de choque, se popularizaron y acabaron reuniendo a miles de jóvenes. Un nacionalismo cada vez más agresivo y militante fue arraigando en diversas asociaciones estudiantiles y civiles. Ya en las últimas décadas del XIX, el nacionalismo alemán había adquirido un perfil identitario y etnicista. También el antisemitismo se amalgamó con todo ello (y el anticatolicismo, aunque en menor medida). Las siniestras ideas de Paul de Lagarde (1827-1891) tuvieron, en ese contexto, una gran repercusión.

La disertación adquiere por momentos tonalidades épicas, cuando Fichte rememora la resistencia bélica de los antiguos germanos ante el avance del Imperio romano. La vieja estirpe alemana no debe extinguirse, cueste lo que cueste; la sagrada cadena de la descendencia no debe quebrarse. Sin dejarse embaucar por los esplendores de la civilización latina, aquellos antepasados comprendieron que la verdadera libertad sólo podría conservarse mediante la perseverancia en el ser alemán, y “esclavitud llamaron a todos aquellos beneficios que los romanos les traían, pues con ellos se veían obligados a ser otra cosa que no era alemana”[94]. Antes fuera preferible la muerte que renunciar a la propia “identidad cultural”. Nuestros ancestros jamás fueron derrotados por completo; aún vive el viejo espíritu alemán. Apúntese que el poeta y dramaturgo Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803) había redescubierto los viejos mitos germanos y nórdicos, que paulatinamente empezaron a contraponerse –en el imaginario de muchos escritores alemanes– a los mitos grecolatinos e incluso al judeocristianismo. No fue Klopstock un nacionalista exaltado y chovinista (de hecho, vio con buenos ojos el proceso revolucionario francés), pero algunas de sus obras sí contribuyeron a forjar la idea de una originalidad nacional germánica. Alemania disponía de tradiciones propias y diferenciadas. Los antiguos germanos, aquellos que describieran Plinio el Viejo y Tácito en el siglo I, empezaron a imaginarse como portadores de una prodigiosa vitalidad y de unos excelsos valores[95]. Lamentablemente, aquella primitiva Germania quedó enterrada bajo la bota latina de Roma. Este asunto se instaló en el universo ideológico de los nacionalistas alemanes. Heinrich von Kleist (1777-1811) plasmaría idénticas ideas en La batalla de Arminio, un violentísimo drama escrito en 1808 y publicado póstumamente en 1821. Su incontenible galofobia emergerá transfigurada en una visceral y retroactiva “latinofobia”. Cualquier artimaña, por cruel y salvaje que fuese, debía ser utilizada contra el romano (hoy, contra el francés). Regar con su sangre odiosa el sagrado suelo de la patria, hasta expulsarlos de Germania. Es más, las huestes invasoras habrán de ser perseguidas hasta el agujero del cual osaron salir. No habrá paz mientras no yazga postrado el enemigo entre las ruinas humeantes de la mismísima Roma; léase París[96].

Fichte exhibe su chovinismo “germanocéntrico”, cuando sentencia que si Roma hubiese doblegado por entero a los pueblos germánicos “todo el desarrollo permanente de la Humanidad hubiese tomado un rumbo distinto y no ha de creerse que más agradable”[97]. Una idea que reaparece en la última página de estos Discursos, cuando exhorta a los alemanes con estas dramáticas palabras: si vosotros os hundís, la Humanidad entera se hundirá con vosotros[98]. No nos resistimos a la tentación de comparar esa última advertencia fichteana con otro pasaje escrito algún tiempo después. Es el siguiente: “En esta parte del mundo la cultura humana y la civilización están indisolublemente vinculadas a la presencia del elemento ario. Si este elemento desapareciese o fuera vencido, el negro velo de un periodo de barbarie volvería a descender sobre el mundo”. Así decía un tal Adolf Hitler[99]. Algunos podrán considerar que conectar una cosa con la otra no es más que una descabellada demagogia. Quien esto escribe no lo cree así. Es cierto que en los discursos de Fiche no aparece un lenguaje racialista, y ésa es una diferencia importante. Pero no es menos cierto que en el filósofo idealista hallamos un pangermanismo feroz y visceral. Ese nacionalismo fichteano, que tampoco se halla completamente desvinculado de la “sangre”, proclama sin pudor la superioridad de la Kultur germánica. Pues bien, todo ello engarzaba perfectamente con la cosmovisión nacionalsocialista. Hitler estaba diciendo exactamente lo mismo, al sostener la indiscutible superioridad civilizatoria del “pueblo alemán”, así sea que lo dijera con mayor brutalidad y con menor elegancia intelectual. Se nos dirá que entre la muerte de Fichte y el advenimiento de los nazis sucedieron demasiadas cosas, en el mundo de la intelectualidad alemana. Y es cierto. De entre los innumerables ejemplos que podrían ponerse, cabe mencionar al historiador Heinrich von Treitschke (1834-1896), furibundo antisemita y paladín del prusianismo, partidario de “reunir” bajo la égida del Imperio (mediante la fuerza, si ello fuera menester) a todos los hijos de la “nacionalidad alemana” (localizados e identificados con criterios etnolingüísticos) que andaban por ahí desperdigados. Sea como fuere, consideramos que es posible afirmar justificadamente que, en la filosofía del último Fichte, aparecen incoados algunos elementos que formarán parte de los ulteriores delirios del nacionalismo alemán, y del nazismo.

6. A modo de conclusión

 

En las páginas precedentes se ha esbozado una exploración crítica de ciertos elementos nucleares de la filosofía romántico-idealista alemana, acotando el análisis a todo lo que tiene que ver con la tríada cultura-lengua-nación. No se ha pretendido agotar el tema, ciertamente, pues muchas más cosas podrían decirse sobre asuntos tan enjundiosos. No obstante, sí se han delimitado y esclarecido ciertas líneas maestras, fundamentales para entender el despliegue de aquel universo filosófico e ideológico. Son muchas las figuras relevantes que, en el ámbito alemán, formaron parte de aquella atmósfera romántico-idealista, pero el presente trabajo ha puesto el foco en las ideas de Wilhelm von Humboldt, Herder, Hegel y Fichte. Se ha podido comprobar que los cuatro contribuyeron, de manera decisiva, a forjar una determinada idea de cultura y una particular concepción de la lengua. No se pretende insinuar que todos ellos se movieron en coordenadas filosóficas idénticas. Sería ridículo afirmar tal cosa. Sin embargo, pueden descubrirse, en las cuatro figuras mencionadas, ciertas afinidades. Pueden hallarse, en sus concepciones, ciertos puntos de conexión y ciertos elementos que se ensamblan. Y debe enfatizarse, para ir concluyendo, que todo este asunto no alberga sólo un interés arqueológico, en el sentido de zambullirse en la historia de las ideas para manosear viejas ideas ya enterradas. La importancia de dicha temática es mayor, puesto que aquel universo filosófico e ideológico sigue vivo, en el presente. Y no sólo en Alemania. Aquellas ideas romántico-idealistas de estirpe germánica tuvieron un notable éxito, y su repercusión fue enorme. Aquellas ideas de cultura, lengua y nación siguieron empleándose, en todo el mundo occidental, durante el siglo XX. De hecho, muchos movimientos sociales y políticos siguen utilizándolas, en el siglo XXI.

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Polo Blanco, Jorge. “Espíritus, almas y culturas. Una idea de nación muy alemana”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 17, (2025): e171. https://doi.org/10.25185/17.1

 

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Editor responsable José Antonio Saravia: jsaravia@correo.um.edu.uy



[1] Artículo elaborado en el marco del Proyecto de Investigación Estudios críticos sobre arte, cultura y filosofía política, perteneciente a la Facultad de Arte, Diseño y Comunicación Audiovisual de la Escuela Superior Politécnica del Litoral (ESPOL), Guayaquil, República del Ecuador. El Proyecto está dirigido por Jorge Polo Blanco.

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[3]Bueno, El mito de la cultura, 96-98.

[4]Leo Frobenius, La cultura como ser viviente. Contornos de una doctrina cultural y psicológica (Madrid: Espasa-Calpe, 1934).

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[8]Joaquín Abellán, Nación y nacionalismo en Alemania. La “cuestión alemana” (1815-1990) (Madrid: Tecnos, 1997).

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[10]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 55-56.

[11]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 74.

[12]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 61.

[13]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 23.

[14]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 25.

[15]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 24.

[16]Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano, 83.

[17]Carlos Reynoso, Lenguaje y pensamiento. Tácticas y estrategias del relativismo lingüístico (Buenos Aires: SB, 2014).

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[24]Wilhelm Humboldt, Los límites de la acción del Estado (Madrid: Tecnos, 2009).

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[35]Herder, Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, 235.

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[55]Manuel Alonso Olea, “Una nota sobre el "espíritu del pueblo"”, Revista de Estudios Políticos, nº 24 (1981): 7-30.

[56]Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (Madrid: Alianza, 1997), 108.

[57]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 107.

[58]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 66.

[59]Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía I (México: Fondo de Cultura Económica, 1985), 55.

[60]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 108.

[61]Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía III (México: Fondo de Cultura Económica, 1979), 361.

[62]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 65-66.

[63]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 122.

[64]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 71.

[65]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 90.

[66]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 103.

[67]Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Filosofía del espíritu (Buenos Aires: Claridad, 2006), 149.

[68]Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, 102-104.

[69]Juan Ramón Medina Cepero, Fichte a través de los “Discursos a la nación alemana” (Barcelona: Apóstrofe, 2001).

[70]Johann Gottlieb Fichte, Discursos a la nación alemana (Madrid: Tecnos, 2002), 66.

[71]Fichte, Discursos a la nación alemana, 77.

[72]Fichte, Discursos a la nación alemana, 78.

[73]Fichte, Discursos a la nación alemana, 223-224.

[74]Fichte, Discursos a la nación alemana, 65-66.

[75]Fichte, Discursos a la nación alemana, 78.

[76]Fichte, Discursos a la nación alemana, 85-88.

[77]Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia (Madrid: Alianza, 1973), 159-160.

[78]Fichte, Discursos a la nación alemana, 79.

[79]Johann Gottlieb Fichte, Los caracteres de la edad contemporánea (Madrid: Guillermo Escolar Editor, 2019), 219 y 228.

[80]Fichte, Discursos a la nación alemana, 75.

[81]Fichte, Discursos a la nación alemana, 89-90.

[82]Fichte, Discursos a la nación alemana, 95.

[83]Fichte, Discursos a la nación alemana, 214-215.

[84]Fichte, Discursos a la nación alemana, 142 y 144.

[85]Fichte, Discursos a la nación alemana, 154.

[86]Fichte, Discursos a la nación alemana, 145.

[87]Fichte, Los caracteres de la edad contemporánea, 199-200.

[88]Fichte, Los caracteres de la edad contemporánea, 216.

[89]Fichte, Discursos a la nación alemana, 150.

[90]Fichte, Discursos a la nación alemana, 155 y 157-160.

[91]Fichte, Discursos a la nación alemana, 196-197.

[92]Fichte, Discursos a la nación alemana, 203.

[93]Fichte, Discursos a la nación alemana, 207-209.

[94]Fichte, Discursos a la nación alemana, 147-148.

[95]Santiago Recio Muñiz, “Tópicos de la xenofobia en la cultura germana: Tácito y el nacionalismo alemán”, Aula Abierta 26, nº 73 (1999): 133-158.

[96]Heinrich Kleist, Catalinita de Heilbronn. La batalla de Arminio (Buenos Aires: Nueva Visión, 1992).

[97]Fichte, Discursos a la nación alemana, 148.

[98]Fichte, Discursos a la nación alemana, 265.

[99]Adolf Hitler, Mi lucha (Barcelona: Galabooks Ediciones, 2018), 166.