Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 18, (2025): e187. https://doi.org/10.25185/18.7
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Estudios
María Zambrano y la forma antiheroica del
saber. La poética del descentramiento a
través de Antígona, Perséfone, Diótima y Casandra
María Zambrano and the
Antiheroic Form of Knowledge. The Poetics of Decentering through Antigone,
Persephone, Diotima and Cassandra
María Zambrano e a forma anti-heroica do
saber. A poética do descentralismo através de
Antígona, Perséfone, Diótima e Cassandra.
Ethel
Junco
Universidad Panamericana, México
ORCID iD:
https://orcid.org/0000-0002-3369-0576
Claudio
César Calabrese
Universidad Panamericana, México
ORCID iD:
https://orcid.org/0000-0001-9844-3368
Recibido:
25/4/2025 - Aceptado: 15/9/2025
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Junco, Ethel y Claudio César Calabrese. «María Zambrano y la forma
antiheroica del saber. La poética del
descentramiento a través de Antígona, Perséfone, Diótima y Casandra». Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 18, (2025): e187. https://doi.org/10.25185/18.7
Resumen: Este artículo explora la
configuración de figuras femeninas con función antiheroica en la obra
filosófico-poética de María Zambrano, en diálogo con mitos griegos clásicos. A
través de un enfoque comparativo y simbólico, se analiza cómo Zambrano inaugura
una poética del descentramiento que subvierte la lógica heroica tradicional. Se
argumenta que lo femenino en su pensamiento no niega la acción heroica, sino
que la transforma en una experiencia de pérdida, descenso, mediación y espera
activa. Las figuras de Antígona, Perséfone, Diótima y Casandra se presentan
como símbolos de una subjetividad desgarrada que adquiere conocimiento a través
de la herida y la interioridad. Cada una de ellas encarna formas alternativas
de resistencia y saber que desestabilizan el paradigma heroico occidental,
proponiendo una visión más abierta de la verdad y del poder. El estudio
contribuye a la reflexión sobre los modos de subjetividad femenina no épicos y
su relevancia en la noción de razón poética zambraniana y destaca su potencial
para repensar el conocimiento y la ética desde una perspectiva simbólica no clausurada
en lo conceptual.
Palabras
clave: antiheroísmo;
feminidad; razón poética; descentramiento; mitología griega; María Zambrano.
Abstract: This article
explores the configuration of female figures with an antiheroic function in the
philosophical-poetic work of María Zambrano, in dialogue with classical Greek
myths. Through a comparative and symbolic approach, it analyzes how Zambrano
inaugurates a poetics of decentering that subverts the traditional heroic
logic. It is argued that the feminine in her thought does not negate heroic
action, but rather transforms it into an experience of loss, descent,
mediation, and active waiting. The figures of Antigone, Persephone, Diotima,
and Cassandra are presented as symbols of a torn subjectivity that acquires
knowledge through wounding and interiority. Each of them embodies alternative
forms of resistance and knowledge that destabilize the Western heroic paradigm,
proposing a more open vision of truth and power. This study contributes to the
reflection on non-epic modes of feminine subjectivity and their relevance to Zambrano’s
notion of poetic reason, highlighting their potential to rethink knowledge and
ethics from a symbolic perspective not enclosed in the conceptual.
Keywords: anti-heroism; femininity;
poetic reason; decentering; Greek mythology; María Zambrano.
Resumo:
Este artigo explora a configuração de figuras femininas com função anti-heroica
na obra filosófico-poética de María Zambrano, em diálogo com mitos gregos
clássicos. Por meio de uma abordagem comparativa e simbólica, analisa-se como
Zambrano inaugura uma poética do descentralamento que subverte a lógica heroica
tradicional. Argumenta-se que o feminino em seu pensamento não nega a ação
heroica, mas a transforma em uma experiência de perda, descida, mediação e
espera ativa. As figuras de Antígona, Perséfone, Diotima e Cassandra são
apresentadas como símbolos de uma subjetividade dilacerada que adquire
conhecimento por meio da ferida e da interioridade. Cada uma delas encarna
formas alternativas de resistência e saber que desestabilizam o paradigma
heroico ocidental, propondo uma visão mais aberta da verdade e do poder. O
estudo contribui para a reflexão sobre os modos não épicos da subjetividade
feminina e sua relevância para a noção de razão poética zambraniana, destacando
seu potencial para repensar o conhecimento e a ética a partir de uma
perspectiva simbólica não encerrada no conceitual.
Palavras-chave: anti-heroísmo; feminilidade; razão
poética; descentramento; mitologia grega.
Introducción
En las últimas décadas, el discurso sobre el antihéroe y la emergencia de lo antiheroico ha cobrado una relevancia creciente en los estudios literarios, filosóficos y culturales. Este fenómeno, que desestabiliza la estructura clásica de la epopeya y la moral del héroe ejemplar, ha sido vinculado con los efectos culturales de la posverdad y la crisis de los ideales trascendentes. Autores como Ulrich Bröckling[1] han planteado que nos encontramos en una auténtica «era postheroica», en la cual el héroe ha dejado de ser un modelo aspiracional, para ser sustituido por figuras ambivalentes y frágiles. Esta transformación no implica solamente un giro narrativo, sino también una reconfiguración profunda de los modos de subjetivación en la modernidad tardía.
Dentro de este giro, lo femenino ha ocupado un lugar especialmente complejo: excluidas del canon heroico, las figuras femeninas han sido representadas en la mitología clásica como mártires, intermediarias, víctimas o amenazas, raramente como protagonistas de una empresa heroica en sentido estricto. Sin embargo, en el pensamiento de María Zambrano, lo femenino —en su dimensión simbólica y ontológica— se constituye como una vía privilegiada para mostrar otro modo de ser y de asumir el dilema trágico entre destino y libertad.
La filosofía de María Zambrano ofrece una interpretación original de la cultura; si bien, como aclara Julieta Lizaola,[2] no elabora una hermenéutica en sentido estricto, sí propone un horizonte nuevo desde el cual analizar los resultados de la razón. Sus claves de interpretación se hallan en la noción de lo sagrado, enraizada en los mitos y en construcciones simbólicas nunca agotadas. En este marco, Zambrano concibe la filosofía como un fruto histórico que debe ser a la vez criticado y reconfigurado. Para esta última tarea, recurre a representaciones femeninas que incorporan una nostalgia excluida por la tradición filosófica; ciertas figuras míticas contribuyen a revelar la existencia de realidades que no se inscriben bajo la luz del entendimiento. Como ella misma afirma: «Es la cuestión de la razón y de lo irracional que se cruza con la del ser y el no ser».[3]
El presente artículo propone una lectura de figuras femeninas mitológicas desde la categoría de lo antiheroico, entendida no sólo como oposición al modelo heroico clásico, sino como apertura de una lógica alternativa que amplía los valores de la épica. A partir de un análisis comparativo entre las figuras míticas y sus resignificaciones filosófico-poéticas en la obra de Zambrano, se buscará iluminar la función estructurante de lo femenino en la configuración de su aporte clave, la razón poética, marcada por el rechazo al concepto como último referente de la verdad, la aurora hacia lo insondable del ser y la búsqueda del fondo sagrado de la realidad. A lo largo de toda su trayectoria, Zambrano manifiesta un interés cada vez más profundo por el mito griego, un proceso que se hace filológicamente más evidente a medida que se aleja de España. Esta evolución culmina en 1972 con su visita a Grecia, cuya consecuencia literaria más inmediata es la revisión y ampliación de El hombre y lo divino, así como la publicación, en 1977, de Claros del bosque.[4]
María Zambrano, a través de su razón poética, anticipa una crítica radical al heroísmo de la racionalidad moderna y propone, desde lo femenino, una nueva mitología del descenso y la revelación que inscribe en la línea del complemento y no de la oposición. Frente al sujeto cartesiano, Zambrano propone el alma como apertura, no como identidad cerrada: el alma es inestable, porosa, desgarrada, mediadora entre lo divino y lo humano. La razón poética se propone como camino para «fabricar una red propia para atrapar la huidiza realidad de la “psique”».[5]
Las cualidades mencionadas empalman con la naturaleza femenina; así lo expone en forma transversal en sus obras. En Filosofía y poesía (1939) sienta bases para la crítica al pensamiento sistemático; en El hombre y lo divino (1955) desarrolla una lectura mítica y simbólica de la cultura; en Claros del bosque (1977) mediante una poética del silencio, lo femenino se constituye en vía mística; en Persona y democracia (1958) el modo femenino se postula como principio político; en Delirio y destino (escrita 1944/45, publicada 1989) presenta la autobiografía antiheroica. Casi al final de su vida, en el prólogo de 1987 a Filosofía y poesía, enseña: «Sabido es que lo más difícil no es ascender, sino descender. Mas he descubierto que el condescendimiento es lo que otorga legitimidad, más que la búsqueda de las alturas. La virtud de la Virgen María fue no el encumbrarse, sino el condescender».[6]
Notas del modelo heroico tradicional
El modelo de héroe tradicional en la cultura occidental se constituye, desde sus orígenes en la épica homérica, como una figura de excepción que se sitúa en el centro de la narrativa, encarnando valores como la fuerza, el coraje, la honra y la gloria. Este héroe, definido por su capacidad de acción extraordinaria y por su centralidad en el conflicto, se convierte en articulación de un imaginario que atraviesa siglos y modos de representación diversos.
Desde la Ilíada y la Odisea, el héroe aparece como un ser superior, distinguido por su areté, una excelencia ligada tanto a la destreza física como a la nobleza moral. Aquiles y Áyax, Odiseo y Héctor son figuras paradigmáticas de esta concepción: el primero representa la furia, el valor y la intransigencia del guerrero absoluto que exponen su vida en defensa de la comunidad;[7] el segundo, la astucia, la resistencia y la capacidad de retorno. Como señala Jean-Pierre Vernant,[8] el héroe griego se define, ante todo, por su desmesura. No es su virtud moderada lo que lo eleva, sino precisamente aquello que lo desborda: su fuerza, su inteligencia, su valentía o su ambición alcanzan dimensiones tan extraordinarias que lo apartan de la medida humana. En esa grandeza excesiva reside su gloria, pero también su condena. El héroe no encarna el equilibrio, sino la tensión; no representa la armonía del orden, sino el riesgo de su ruptura. Su figura fascina y amenaza por igual, porque encarna lo que sobrepasa los límites, y con ello introduce el conflicto, la hybris, la posibilidad del caos. Así, el héroe es siempre una figura ambigua: admirable por su altura, pero inquietante por su potencia incontrolable.
Este paradigma heroico se consolida en la Antigüedad clásica y encuentra continuidad en las figuras heroicas de la literatura medieval, renacentista y moderna, aunque adaptadas a sus respectivos contextos socioculturales. Durante la Edad Media, el héroe se cristianiza, encarnando los valores de la fe, la obediencia y el sacrificio, como puede observarse en las figuras del caballero andante y del mártir. Pero, en la literatura moderna, el ciclo del héroe se ve alterado por la destrucción de las antiguas ataduras de la tradición. La figura heroica, antaño encarnación de ideales religiosos o míticos, pierde su centro de gravedad en un mundo donde la unidad social ya no se articula en torno a una dimensión sagrada, sino a estructuras de carácter político y económico.[9] Las sociedades progresistas emergen sin una herencia moral o artística coherente, y sin un misterio central que otorgue sentido trascendente a la existencia. En este contexto, la literatura ha tenido la valentía de mirar de frente a las criaturas enfermas, rotas y marginales que habitan tanto el entorno como el interior del ser humano. Estas figuras, alejadas de toda posibilidad de redención celestial o felicidad futura, proclaman una tragedia realista marcada por la oscuridad, el vacío y la inevitable experiencia del fracaso.[10] La modernidad literaria no idealiza: expone, con crudeza, el derrumbe del heroísmo tradicional ante un horizonte despojado de creencias.
Northrop Frye, siguiendo la estela de Aristóteles, clasifica las ficciones literarias en función del poder de acción del héroe, es decir, de su capacidad para actuar en el mundo, la cual puede situarse por encima, por debajo o al mismo nivel que la del lector común. Este poder, precisa Frye, equivale a la libertad del personaje dentro del universo narrativo. Con base en este criterio, elabora una tipología descendente de cinco modos ficcionales. En el nivel más alto se encuentra el héroe mítico, una figura divina cuya libertad es absoluta y no está limitada por las leyes de la naturaleza ni por condicionamientos humanos. Le sigue el héroe romántico, cuyas acciones se sitúan en un ámbito donde las leyes naturales se ven parcialmente suspendidas, permitiéndole traspasar fronteras entre lo humano y lo sobrenatural. A continuación, en los modos miméticos —alto y bajo— el héroe se asemeja al individuo real, moviéndose dentro de marcos normativos y estructuras sociales más rígidas. Finalmente, en el modo irónico, aparece la figura del antihéroe: un personaje sin poder, sin libertad y carente incluso de agencia propia, reducido a una condición que puede considerarse inferior a la humana. En esta figura se condensa la inversión del heroísmo tradicional, símbolo de una conciencia escéptica y desencantada que caracteriza a la literatura moderna.[11]
El modelo heroico tradicional en Occidente se legitima en la lógica del conflicto, en la búsqueda de gloria y en una visión del mundo dividida en polos opuestos. Un modelo que, aunque ha mutado históricamente, ha perdurado como estructura simbólica dominante hasta la aparición de figuras que lo cuestionan. María Zambrano escribe en el corazón del siglo XX y expone el reclamo de la libertad y de la democracia en un contexto marcado por las guerras mundiales, la Guerra Civil española y el auge de los totalitarismos, junto con la aparición de figuras como la del superhombre nietzscheano, reinterpretado en clave ideológica.[12] Es precisamente su proximidad histórica a estos experimentos de corte nihilista lo que la lleva a repensar la noción de heroicidad. Frente a los modelos de poder y afirmación que se imponen en su tiempo, Zambrano propone una figura heroica distinta, en la que la libertad no se define como dominio o transgresión, sino como apertura hacia lo otro, hacia una forma de sacralidad pospuesta, velada, que late en el subsuelo de la experiencia humana.
Antihéroes y razón poética
A partir de las reflexiones de Bröckling se impone la necesidad de repensar el heroísmo contemporáneo, desmontando sus formas más arraigadas y problemáticas. El heroísmo tradicional —a menudo al servicio de un grupo cerrado o una causa excluyente— se constituye como un programa que polariza el mundo en términos de blanco o negro, bien o mal, amigo o enemigo. Esta forma de heroísmo se sostiene en una lógica binaria y en una gramática de la dureza, para la cual el triunfo justifica cualquier medio y en la que las emociones son instrumentalizadas para legitimar la violencia, siempre que sea conmovedora o espectacular. Se trata de una forma de heroísmo atravesada por delirios de grandeza individuales, más interesados en la demostración de fuerza que en la interacción o el cuidado colectivo. Bajo esta lógica, el héroe se convierte en figura excepcional que sólo cobra sentido en un estado permanente de crisis, en el cual la seguridad depende de alinearse con el más fuerte. Esta configuración restringe el imaginario heroico a un molde estrecho y excluyente y refuerza estructuras autoritarias y narrativas de dominio.[13]
El antihéroe no constituye únicamente un personaje narrativo, sino una figura cultural que expresa de forma sintomática las tensiones de una época. En la era postheroica —seguimos el diagnóstico de Bröckling— asistimos a una disolución de los ideales heroicos modernos: la épica del progreso, el individualismo triunfante, la claridad moral. En su lugar, emerge una subjetividad escindida, marcada por el fracaso, el descentramiento, la ambigüedad y la imposibilidad de una acción totalizante. Este giro se manifiesta en la literatura y el audiovisual mediante personajes que ya no encarnan un modelo ético, sino que resisten y sobreviven en los márgenes de la acción ejemplar. Vivir en una era postheroica no significa que hayan acabado las aspiraciones heroicas, sino que están problematizadas.[14]
No obstante, la tesis de que habitamos un mundo postheroico plantea una crítica necesaria, pero no exenta de paradojas: la problematización misma de lo heroico corre el riesgo de perpetuar, bajo el gesto desmitificador, la visión vertical del mundo que sustenta la figura del héroe o la heroína. Tanto las narrativas heroicas como sus formas postheroicas están atravesadas por dimensiones políticas, lo que exige interrogarse por su intención y su valor de uso. En ellas se manifiesta, de forma ejemplar, lo que los órdenes sociales exigen a sus miembros y lo que les autorizan, revelando los valores, normas de conducta y reglas emocionales que rigen en cada época.[15]
Tal como analiza Nora Weinelt, la figura del antihéroe no debe leerse como simple reverso del héroe, sino como parte de una transformación cultural más amplia: la desestabilización de los sistemas de legitimación simbólica que sostenían el relato heroico. La figura del antihéroe, marcada por su ambivalencia moral, su tendencia al fracaso y su relación conflictiva con el poder ofrece un enfoque aventajado para analizar las formas contemporáneas de subjetividad. Las heroínas que abordaremos, según la visión de Zambrano, se caracterizan por desafiar lo convencionalmente establecido como bueno desde una óptica social dominante. Al confrontar ideales o ideologías prevalecientes, actúan con una intención noble propia del héroe. Sin embargo, Weinelt considera que esto no representa una postura antiheroica, sino más bien una disminución en el grado de lo heroico.[16]
El desplazamiento héroe-antihéroe afecta de modo particular a las representaciones de lo femenino. A lo largo de la tradición occidental, lo femenino ha sido asociado con lo oscuro, lo pasivo, lo abyecto y lo indecible: categorías todas que lo excluían del relato heroico tradicional. Julia Kristeva propone una escritura crítica que interpreta rigurosamente la cultura desde el psicoanálisis y la semiología, a través de los signos de su extrañamiento y perversión.[17] En su conocida teoría sobre lo abyecto, señala cómo lo femenino ha sido configurado como aquello que debe ser expulsado para constituir la identidad del sujeto racional y heroico. Lo abyecto —aquello que amenaza con desbordar los límites del yo— funciona aquí como el reverso reprimido de la epopeya. Kristeva apela a la intimidad sensible femenina como contrapropuesta ante una sociedad robotizada.[18]
En esta línea, el pensamiento de la poeta y psicóloga junguiana Clarissa Pinkola Estés reivindica la figura de la mujer salvaje como una encarnación arquetípica de lo instintivo, lo indómito y lo cíclico, elementos marginados por la razón instrumental moderna. La fuerza vital que anima la esencia femenina está llena de creatividad y sabiduría instintiva; ese aliento a veces desconocido por los absorbentes parámetros sociales está determinado por el arquetipo de la mujer salvaje que aparece en los mitos, los cuentos de hadas y el folklore. La monstruosidad femenina, es decir, la diferencia que asusta, lejos de ser un obstáculo, se convierte en fuente de poder simbólico y regeneración narrativa. Esto permite pensar ciertas figuras mitológicas femeninas —como Medusa, Circe, Démeter— no como amenazas a la razón o al orden, sino como formas de agencia simbólica que operan desde lo inesperado o lo abismal. Estas figuras son guías en el desarrollo de las niñas y jóvenes madres, tienen como finalidad estimular la percepción de su fuerza interior, la capacidad de inquirir y resistir; con esta energía, normalmente reservada a las viejas y a las diosas, la mujer debe superar los límites de la cultura impuesta para proteger a sus hijos, como se ve en mito de Démeter y Perséfone.[19]
Es en este cruce entre subjetividad femenina y heroísmo no convencional donde se sitúa la poética filosófica de María Zambrano. Su propuesta de una razón poética no solo constituye una crítica a la racionalidad moderna, sino también una vía para rescatar modos de conocimiento subterráneos, intuitivos, ligados al centro sagrado de la realidad que funge como brújula de su método. Zambrano, como algunos de sus contemporáneos más lúcidos, demuestra una aguda conciencia de la época cultural que le ha tocado vivir; desde esa lucidez, observa y denuncia los límites de una forma de conocimiento que, por su carácter excluyente y reductivo, resulta insuficiente para dar cuenta de la complejidad de la experiencia humana: «El camuflaje o incluso la ocultación de lo sagrado y de los sentidos espirituales en general caracteriza a todas las eras crepusculares».[20] Dice la autora en referencia al sentir que prevalece en el ánimo del que busca la verdad: «Nada retiene tanto como lo a medias revelado».[21]
Zambrano invoca figuras femeninas míticas como Antígona, Perséfone, Diótima, Casandra —y tantas más— no en tanto arquetipos heroicos, sino como formas de una subjetividad desgarrada que conoce por vía de la herida y la interioridad. Estas figuras condensan una experiencia de la piedad y del fracaso, que las convierte en emblemas antiheroicos de profunda actualidad. Su sacrificio se manifiesta a través del discurso del delirio y de la confesión, entendido como una forma purificatoria de esclarecimiento del movimiento interior. Para Zambrano, la dimensión autobiográfica de la confesión adquiere también un valor colectivo cuando se proyecta sobre la historia de España mediante la figura arquetípica de la exiliada. A través de ella, la autora no solo busca despertarse a sí misma, sino también despertar a su patria.[22] La confesión, expresada en forma de delirio, evoca el sentir originario que se vierte en el cauce primordial del lenguaje poético. La piedad, en este contexto, recae en manos del sujeto femenino, precisamente porque ha sido excluida del discurso filosófico tradicional: «...la piedad desdeñada por la luz, desconocida por la inteligencia, ha estado sumergida en las sombras. Y ha corrido la suerte de todo lo desdeñado por la conciencia: se ha rebelado contra ella».[23]
Antígona: el descenso como vía de conocimiento
La figura de Antígona representa, en la tradición mítica griega, una disidencia radical frente a la ley del estado y a los imperativos de la autoridad. Desde su primera configuración trágica en Sófocles, Antígona encarna una tensión irreconciliable entre la ley de los hombres y la ley no escrita de los dioses, entre la política y la interioridad. No es heroína en sentido clásico: no emprende hazañas gloriosas, no triunfa ni sobrevive. Su gesto es un acto de fortaleza silenciosa que la conduce a la muerte. Zambrano la califica de «heroína de la conciencia [...] abrumada por el destino que viene del padre, proseguidora de su pasión entre los hombres»[24], lo cual universaliza la apelación a la conciencia de todos.
La autora nos recuerda que la tragedia enseña cómo el sufrimiento extremo «pone en libertad una luz escondida en lo más refractario a la diafanidad, en la caverna ciega que es el corazón del hombre».[25] Así, Antígona se transforma en un emblema filosófico de la subjetividad desgarrada que se abre al conocimiento profundo; aquí radica su tragicidad —el carácter insoluble de la oposición— y el perpetuo dilema que ha recorrido los siglos de historia del pensamiento. En La tumba de Antígona, Zambrano recrea la voz de la heroína desde la inminencia de la muerte, otorgándole razón al acto de amor: «Porque no fue tu vida lo que diste por la verdad y por la justicia; diste tu amor».[26]
Desde su tumba, Antígona no acusa, no exige: recuerda, sueña, comprende. Se revela como aquella que no supo desobedecer la ley suprema, prisionera de un destino que la excede, pero también como la única que permanece fiel a la ley del alma, al mandato del amor y del duelo; así describe también a la Antígona-Araceli, su hermana, que encarnó para la autora el ideal trágico por su historia de vida: «...inocente soportaba la historia; porque habiendo nacido para el amor, la estaba devorando la piedad».[27]
Zambrano convierte a Antígona en una figura liminar cuya acción, situada entre la obediencia y la rebelión, la coloca entre la vida y la muerte: «Fue sueño de amor el suyo, es decir: de conocimiento, de lucidez que ve su condenación inevitable, su propia muerte y la acepta [...] Fue ésta su acción, el resto son las razones que su antagonista le obliga a dar; razones de amor que incluyen a la piedad».[28] La nueva afirmación zambraniana es que Antígona no muere, de modo de que no hay victoria del logos oficial, sino espera: «Porque ahora conozco mi condena: “Antígona, enterrada viva, no morirás, seguirá así, ni en la vida ni en la muerte, ni en la vida ni en la muerte”».[29] Antígona no es ni totalmente víctima ni totalmente culpable: es aquella que habita la frontera y que queda pendiente para presentarse cuando la conciencia aceche: «Antígona es una heroína primaveral de la especie de Perséfone, como ella raptada, devorada viva por la tierra. Y no mueren, no pueden morir. Antígona está enterrada viva como la conciencia inocente y al par pura, en cada hombre».[30] En ella se encarna una épica del sacrificio no inmediatamente redentor, del descenso como vía de conocimiento. Grecia nos ha acostumbrado a héroes trágicos cuya acción se consuma con un salto hacia la luz de su destino antes de descender al Hades; Antígona desciende a la cueva y queda pendiente. Ya no es la joven desafiante de la tragedia clásica, sino una presencia espectral, una conciencia que resiste desde el abandono y la incomprensión (acaso el exilio).
Esta Antígona zambraniana se inscribe dentro de una lógica antiheroica en tanto su acción no tiene eficacia, no produce transformación histórica. Y, sin embargo, en su fidelidad absoluta a lo invisible —al amor fraterno, al cuerpo insepulto, a la memoria del otro— encarna una forma de interioridad ética que subvierte el orden establecido sin violencia, sin grito, porque se asienta en una certeza superior: «La relación inicial, primaria, del hombre con lo divino no se da en la razón, sino en el delirio. La razón encauzará el delirio en amor».[31] Se trata de una figura postheroica, en el sentido que plantea Bröckling: ya no hay epopeya posible, pero sí un clamor que revela el colapso de los grandes relatos. Zambrano postula con su Antígona el estado de precariedad de las razones únicas y su lógica totalitaria.
Además, Antígona representa la vigilia de la próxima aurora: asociada con la muerte y la pérdida de un orden endeble, se sitúa fuera del sistema de poder. Con su entereza amenaza la pretendida unidad del discurso: «Que la impasibilidad en una naturaleza femenina es lo más cercano al padecer de una verdadera pasión».[32] Esa forma de conciencia es la más próxima al sentimiento de lo divino y por eso se expresa en una acción atenta, anterior a la palabra que define y que sólo es piadosa. Esta conducta —que en horizonte zambraniano podemos calificar de «estoica» sin temor a equivocarnos— deshabilita los modelos heroicos preexistentes: «La piedad es acción porque es sentir, sentir “lo otro”»,[33] que revela un orden no inventado, una sabiduría espontánea cuya primera expresión se logra, en este caso, en el rito de la sepultura.
Finalmente, su feminidad no está en función de la voluntad masculina del poder, ni de la individualidad amorosa, sino que se expresa en la capacidad de responder al sufrimiento del otro, de permanecer en fidelidad silenciosa. En esto, se aproxima a la mujer salvaje de Estés: una figura de conocimiento arcaico, de intuición y de vínculo con lo sagrado. Ese conocimiento no resulta de un saber científico; Zambrano advierte que «Pensar, propiamente, es arrancar algo de las entrañas de la realidad».[34]
El término «entrañas» resulta fundamental en la mentalidad zambraniana.[35] En su pensamiento, las vísceras indistinguibles trazan los caminos que desembocan en el corazón, concebido como símbolo y representación suprema de toda la vida interior: «El corazón es el símbolo y representación máxima de todas las entrañas de la vida, la entraña donde todas encuentran su unidad definitiva, y su nobleza».[36] Las vísceras, así, delegan en el corazón la acción suprema; ninguna de ellas posee vida independiente, a diferencia del pensamiento, que sí puede ejercerla de manera autónoma.[37]
La «imposibilidad de disociación» entre el corazón y las entrañas constituye su rasgo esencial, condición que permite al primero realizar la acción amorosa que lo define. En su interioridad, el corazón acoge el paciente y rítmico «trabajo» de las entrañas y les otorga una voz que por sí solas no poseen.[38] Las entrañas, sumidas en la profundidad, «no producen palabra»,[39] pero imprimen la música que el corazón expresa. Para evitar que esta música se transforme en rencor, es necesario escucharla.[40]
Perséfone: iniciación y renacimiento en lo
subterráneo
La figura de Perséfone en la mitología griega ha sido tradicionalmente interpretada como símbolo del ciclo vital y de la iniciación femenina. Hija de Démeter, es raptada por Hades y llevada al inframundo, donde se convierte en reina. Su regreso periódico a la tierra configura el mito de las estaciones y su tránsito entre el mundo superior e inferior la vincula con la muerte, la fertilidad y el misterio.[41]
En la obra de María Zambrano, Perséfone no aparece tanto como personaje explícito, sino como estructura simbólica profunda: representa una forma de conocimiento nacida del descenso, del rapto, de la ruptura de la inocencia. Si Antígona encarna la fidelidad al duelo y al otro, Perséfone es figura del alma que, tras haber sido fragmentada, encuentra en lo subterráneo un nuevo modo de habitar el mundo. A pesar de no pertenecer originariamente, llega a convertirse en reina del inframundo. Esta experiencia de descenso es clave en la razón poética: el saber no surge de la abstracción, sino de la noche del alma en que se produce el descenso a los inferos.[42] En el descenso se impone otra luz —Zambrano privilegia el tipo de luz que emana de la Luna, otra diosa de la intuición— que puede ser captada por las entrañas, metáfora que Zambrano prefiere a la moderna idea de subconsciencia, para referir a «...lo originario, el sentir irreductible, primero del hombre en su vida».[43] Y así como el pensar que reclama la razón poética es un hacer nuevo, engendrado en la realidad entrañable del ser, es el padecer de la vida humana lo que se revela en su interior, clamando desde lo más hondo.
Perséfone contempla la belleza y quiere aspirarla. Según narra el mito, antes de que el carro de Hades emerja para llevarla al inframundo, la joven se hunde en el cáliz de una flor. Pero el centro de la flor, que está sola en el prado y que provoca su admiración, es también el portal del averno: «El solo abismo que en el centro de la belleza, unidad que procede del Uno, se abre, bastaría para abismarse».[44] La belleza, como manifestación de la unidad, se despliega desde el mundo sensible y llama al corazón «a bebérsela en su solo respiro».[45] Zambrano, en Claros del bosque, evoca con frecuencia este movimiento de descenso, exilio, silencio e iluminación que remite a los antiguos ritos mistéricos. Su escritura destaca la figura de la mujer que, tras haber conocido la pérdida absoluta, retorna con un conocimiento que no puede ser dicho de manera directa. El conocimiento de Perséfone no es el de la verdad lógica, sino el de la oscuridad fértil, el de la transfiguración lenta.
Desde una perspectiva antiheroica, Perséfone representa un sujeto escindido, sin poder, pero dotado de una potencia simbólica que rige el relato heroico. No hay conquista, sino metamorfosis silenciosa. El rapto no es un punto final, sino el inicio de una travesía espiritual. En este sentido, la estructura de la antiépica —como inversión de la lógica heroica, según Bröckling— encuentra en Perséfone un modelo paradigmático: se trata de un viaje sin triunfo y de un retorno cargado de ambigüedad. Además, desde el pensamiento de Kristeva, Perséfone puede leerse como figura de lo abyecto que se reintegra en la subjetividad. Su contacto con la muerte no la destruye, sino que le otorga una doble condición ontológica: vive en dos mundos, habla desde la frontera. Esta condición es también la del pensamiento zambraniano, que busca atravesar la frontera entre el logos y el pathos. Perséfone es, así, una figura de mediación simbólica, una antiheroína que no combate ni lidera, sino que integra el dolor y lo convierte en saber.
Finalmente, Perséfone en Zambrano puede leerse como una metáfora de la razón poética: no se impone al mundo, lo habita con doble mirada, con conciencia trágica y fértil. Es símbolo de una espiritualidad subterránea, que hace del silencio una forma de advertencia.
Diótima: delirio y mediación
Diótima de Mantinea aparece en el Banquete como sacerdotisa, sabia y maestra de Sócrates para referir el nacimiento de Afrodita.[46] Ella revela la verdadera naturaleza de Eros como un daímon intermedio entre lo mortal y lo inmortal, entre el cuerpo y la idea, entre el deseo y el saber. Su presencia ha sido interpretada como una figura alegórica, sin embargo, en María Zambrano, Diótima adquiere una centralidad como símbolo de una sabiduría distinta: encarnada, amorosa, mediadora. Las conjeturas sobre su existencia histórica son abundantes, aunque conviene recordar que su verificación es irrelevante ya que la tradición le ha atribuido perfil mítico;[47] Diótima es, desde Platón en adelante, la que descubre un secreto del mundo y lo ofrece a la filosofía, iniciando una ontología presistemática.[48]
Zambrano revalora su figura no solo como iniciadora de Sócrates, sino como fundadora de una vía del pensamiento no racionalista, vinculada con lo femenino, el misterio y el amor. Diótima representa una forma de conocimiento que no se impone desde la claridad del logos, sino que emerge como revelación progresiva, como ascenso desde el mundo del sueño y del delirio; en definitiva, de la zona donde habita la poesía.[49]
A diferencia del héroe tradicional, que conquista el saber o lo impone por medio de la razón o la fuerza, Diótima enseña sin violencia, guía sin dominar y transmite ante todo la experiencia del alma: «...es la música la que vence al silencio antes que el logos».[50] Como corresponde con su herencia órfica, pone en primer plano modos de recepción de la realidad, diversos y complementarios a las formas de la filosofía. Así, en Platón, constituye un momento de fuga en el método ascensional del pensar abstracto y el punto previo a la experiencia; señala Zambrano que gracias al ateniense: «Por primera vez se pensó claramente lo que tan obscuramente se sentía. Los símbolos se tornaron en pensamientos claros y a los misterios sucedieron las ideas. Matemática y anhelo irracional se unieron por primera vez. Platón hizo teología».[51] Diótima encarna la intuición de totalidad que luego la filosofía elegirá segmentar para poder abarcarla: «...el que busca el conocimiento, que es simplemente el que no abandona, el que no suspende el sentir originario, el que no desoye ni desatiende la presencia objetiva de algo, de un centro que a sí mismo y a su contorno trasciende».[52]
En este sentido, su figura constituye una antiheroína en tanto desmonta la lógica vertical del pensamiento filosófico clásico, proponiendo en su lugar una sabiduría amorosa, una mística de la mediación. Diótima encarna un paradigma inquietante por su rareza: no es guerrera, no es trágica, no es víctima. Es lateral, pero su palabra transforma a Sócrates, y por él, se dirige a toda la tradición occidental. Al dar voz al padre de la filosofía, lo convierte en víctima del sacrificio —Atenas se ocupará de concretarlo más tarde— que se exige a los intermediarios de los dioses cuando abren paso a una nueva piedad. Según Giovanni Reale, el monólogo final de la sacerdotisa es el gran monólogo con que Platón habla para indicar «aquella ‘revelación de la verdad y el procedimiento de ‘iniciación mistérica’ que Sócrates ha recibido».[53]
En Diótima se configura una subjetividad que no necesita reconocimiento ni acción épica, porque su potencia radica en el vínculo, en la audición y en la revelación interior: «Pensar no es sólo captar los objetos, las realidades que están frente al “sujeto” y a distancia. El pensar tiene un movimiento interno [...] Quien piensa se clarifica, se pone de manifiesto ante sí mismo, entra en sí, al mirarse, buscando su unidad».[54]
Casandra: figura proto-zambraniana de la exiliada
Casandra, la profetisa troyana condenada a no ser creída, encarna uno de los arquetipos más profundamente trágicos y marginados del mito griego. Su castigo —poseer la verdad y no poder transmitirla eficazmente— la convierte en símbolo de un saber lúcido y excluido, de una voz que no encuentra escucha en el mundo racional y bélico que la rodea.
Desde Zambrano, esta figura resuena poderosamente con la exiliada, no sólo en su dimensión geográfica —fuera de su ciudad, de su espacio propio— sino sobre todo en su condición existencial de extranjería y exclusión epistémica. Así como Casandra ve lo que va a suceder, pero es silenciada por el lenguaje dominante, la exiliada zambraniana vive en la intemperie de la historia, portando una verdad que no se puede imponer, sólo insinuar poéticamente. Ambas se encuentran fuera del centro, condenadas a un saber que no tiene lugar en el discurso heroico. La verdad de Casandra no es épica sino trágica: una verdad desoída. Del mismo modo, la verdad de la exiliada no es acción ni dominio, revelación en el margen.
Casandra es también figura de una espiritualidad quebrada, como lo es la exiliada. Su don la separa del mundo común, pero no le otorga ningún tipo de soberanía. Es, en cierto modo, una visionaria sin función reconocida, como tantas de las figuras zambranianas, con una sabiduría afianzada, que se mantiene fiel a lo que ve, incluso en el fracaso. En el horizonte simbólico que entrelaza las figuras femeninas, Casandra aporta fuerza como una figura de síntesis y umbral, que permite tender un puente entre el mito clásico y la subjetividad femenina antiheroica formulada por María Zambrano: «Y el umbral a traspasar simboliza el último estadio de la salida de una situación que fue trágica, su consumación y la salida a la personal historia».[55]
Casandra representa una de las más radicales formas de exilio: el exilio del logos, del espacio donde la palabra transforma, persuade y actúa. A diferencia del héroe épico que cambia el mundo con su palabra y su acción, Casandra habla sin consecuencias, porque su verdad no es reconocida ni útil en la lógica del poder. Este vacío de eficacia simbólica convierte su saber en maldición y su presencia en intemperie: «Pues que la virtus operante no depende de la conciencia y menos todavía de la premeditación, sino solamente de la lealtad, de la fidelidad a la ley originaria».[56]
La Casandra zambraniana no es solo la que ha sido desplazada de su tierra, sino también aquella que porta una verdad poética que no encuentra resonancia en el mundo técnico, racional y violento: «Y el delirio brota de estas vidas, de estos seres vivientes en la última etapa de su logro, en el último tiempo en que su voz puede ser oída. Y su presencia se hace una, una presencia inviolable; una conciencia intangible, una voz que surge una y otra vez. [...] Y no será extraño así que alguien escuche este delirio y lo transcriba lo más fielmente posible».[57]
Casandra no persuade ni vence: permanece en el delirio hasta morir y en su permanencia habita una forma de heroísmo, una ética poética del límite. Como señala García Durisotti,[58] los escritos de Zambrano invitan a escuchar lo que dicen las voces femeninas, no tanto en un sentido de género, sino por el tono que evocan, semejante al del arquetipo de la nodriza: una voz que sugiere sin precisar, que guía sin imponer. La propuesta zambraniana reclama arquetipos femeninos más allá del paradigma agonal, que no estén definidos por el triunfo ni por la redención, sino por la mirada lúcida y el saber de frontera que se entrega, aunque importe un sacrificio. El sacrifico es la «forma sagrada por excelencia»[59] que se manifiesta ante el asentimiento religioso y que es precedido por la angustia, también de origen sagrado. El paso del tiempo y el aumento de la conciencia histórica, sin embargo, no eliminan las huellas del estado primigenio de angustia; el hombre no ha dejado de ser criatura metafísica para ser simplemente criatura racional: «Y la angustia primitiva revive siempre que la conciencia declina o pretende demasiado».[60] Ante la realidad indescifrable y sin límites, sólo queda la respuesta de la acción sacrificial.
La exiliada: revelación en el margen
La exiliada es central en el pensamiento de María Zambrano y puede entenderse como una síntesis existencial y poética de las imágenes anteriores, pero dotada de una dimensión histórica.
La figura de la exiliada atraviesa de forma transversal la obra de María Zambrano. No es sólo un reflejo de su experiencia biográfica —el largo exilio tras la Guerra Civil española—,[61] sino una configuración arquetípica de la subjetividad que vive en el borde del mundo, entre la intemperie y la revelación. La exiliada en Zambrano no es heroína trágica ni víctima pasiva; habita el despojo sin aspavientos y en su precariedad encarna una forma de saber y de fortaleza invisibilizada por la historia.
En Delirio y destino y Los bienaventurados, especialmente, Zambrano describe a la exiliada como aquella que ha sido arrancada no sólo de una patria concreta, sino del centro del lenguaje, del orden simbólico que da sentido: «...la pérdida del poder político, de la riqueza, la falta de prosperidad, no nos ha atormentado [a los exiliados] nunca tanto como el no ser entendidos».[62] Vive en el confín, pero no lo niega ni lo transforma en cruzada: acepta el no lugar como su espacio propio, el silencio como forma de saber, la espera como ritmo vital: «Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el exilio. Es una contradicción, qué le voy a hacer; amo mi exilio, será porque no lo busqué, porque no fui persiguiéndolo. No, lo acepté; y cuando se acepta algo de corazón, porque sí, cuesta mucho trabajo renunciar a ello».[63]
La exiliada no reclama el retorno heroico, no busca el triunfo ni el reconocimiento; su exilio es condición ontológica, una manera de estar en el mundo que transforma la pérdida en lucidez. «El exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla».[64]
A diferencia del héroe clásico, que parte en busca de conquista, o del antihéroe posmoderno, que encarna la ambigüedad moral de un mundo roto, la exiliada no protagoniza grandes gestas ni cae en cinismos vengativos: su lucha es callada, interior, poética. Si el héroe se define por su acción, la exiliada se reduce a su estar, a su forma de mirar desde afuera y de no traicionar lo que ha perdido. Su resistencia es la fidelidad a lo invisible. En Los bienaventurados define a todo ser humano exiliado como aquel «devorado, devorado por la historia»;[65] y aunque el tiempo lo devora, espera que sus razones sean entendidas alguna vez.
Esta figura se vincula estrechamente con la concepción zambraniana de la razón poética, que no busca someter la experiencia a la claridad del logos, sino iluminarla desde dentro, acompañando el sufrimiento sin explicarlo: «[y] el silencio a que vive sometido es como una vida más alta, y el desierto de la palabra, un lleno más apretado...».[66] Como Antígona, ha asumido el sacrificio de la obediencia; como Perséfone, ha descendido al infierno; como Diótima, inicia en el misterio; como Casandra, anuncia y espera. La exiliada crea un centro en los márgenes, reconfigura el mapa simbólico: «[e]l justo que paga abre el camino de la libertad».[67] Y eventualmente, su profecía silente será rescatada; en referencia al saber de los vencidos —y en alusión directa al destino corrido por las aportaciones pitagóricas en cauces oficiales—señala: «[...] se toma de los vencidos lo que hace falta sin nombrarlos [...] La suerte de la razón del vencido es convertirse en semilla que germina en la tierra del vencedor».[68]
Si tomamos en cuenta la apreciación de Gutiérrez Delgado para las figuras heroicas: «Ser protagonista de la historia no implica ser el héroe, salvo que (y solo si) al final del relato y de la vida, su acción lo glorifique como héroe»,[69] y pensamos en el desenlace de las historias presentadas, podemos comprobar en ellas el cumplimiento de una misión memorable a través del ejercicio de la fortaleza, virtud heroica por excelencia.[70]
A modo de conclusión
Un eje transversal pensado sobre el mito griego
conecta la crítica zambraniana al racionalismo
occidental, la propuesta de la razón
poética como vía de conocimiento simbólico y la emergencia de lo femenino como
horizonte de redención de la verdad.
A partir de las reflexiones previas y en el contexto posmoderno, observamos que se impone la necesidad de imaginar el heroísmo como un nuevo relato comprensivo. El héroe tradicional, articulado desde dicotomías rígidas encarna una narrativa que puede simplificar la complejidad del mundo. Esta figura, sostenida por una lógica de excepcionalidad y fuerza, requiere un estado de crisis permanente para justificar su existencia, reproduciendo formas espectaculares de violencia que pueden ocultar su fin ético. Frente a este modelo, urge pensar otro heroísmo, una forma alternativa que no responda a la lógica del combate ni a la necesidad constante de superación agonal. Esta reconfiguración reclama figuras capaces de recoger, conservar y reunir lo diverso, de habitar la complejidad sin reducirla a soluciones rápidas o finales espectaculares. Se trata de un heroísmo que no exige victorias, sino comprensión; que no impone uniformidad, sino que reconoce y ordena lo heterogéneo en el tiempo. Lejos del gesto redentor, se perfila aquí un heroísmo atento, paciente, vinculado con la apertura a lo común y lo plural. Un heroísmo que no se mide por la intensidad de la excepción, sino por su capacidad de sostener la vida en su multiplicidad y ambigüedad. Y ahí el aporte de Zambrano con su ética poética para preanunciar una era que, más que denominarla «post», nos gustaría pensarla como «neo» heroica: «Irresistiblemente brota la vida entre sus reiterados infiernos hacia arriba [...] que se derramarán un día heridos por la aurora».[71]
La figura de nuevos modos de ser del héroe, lejos de agotarse como mera inversión descreída del héroe tradicional, ha permitido abrir un campo de interrogación más profundo sobre las formas del poder, del saber y del sujeto. En este marco, las figuras míticas femeninas resignificadas en la obra de María Zambrano ofrecen una vía muy clara para repensar lo heroico desde el límite, como fortaleza silenciosa, espera activa, sabiduría no violenta. Antígona, Perséfone, Diótima, Casandra no se articulan como heroínas convencionales, sino como presencias que sostienen una forma alternativa de saber y de obrar. Estas figuras representan aspectos de la verdad que han sido exiliados por el logos: lo emocional, lo inconsciente, lo corporal, lo simbólico-mítico. De allí que la razón poética —en tanto forma de pensar desde el símbolo, el ritmo, el silencio y el claroscuro de la experiencia humana— proponga una restitución de lo femenino como dimensión epistemológica. Su potencia no se manifiesta en la conquista, en la victoria o en la gloria, sino en la capacidad de habitar la frontera, de mantener la tensión entre lo visible y lo invisible, entre el mundo y el alma. Cada una de ellas revela un tipo de lucidez que busca permanecer fiel a una experiencia interior: la experiencia de lo sagrado que resulta expulsado de la vida.
En este sentido, la recuperación de Casandra como analogía de la exiliada resulta especialmente elocuente. García Gual, en referencia a la troyana, sintetiza una valoración aplicable a todas las mujeres citadas: «[...] la libertad de decir que no, la independencia, se pagan con la locura, el exilio y la muerte».[72] Estas mujeres, que cargan con el dolor de los demás —porque el darse cuenta es ya una carga—, que enseñan mediante el sacrificio —porque lo amable siempre cuesta—, que padecen la extranjería —fuera de la polis, en el reino de Hades, la extranjera de Mantinea, la troyana entre griegos—, que descienden, viajan y renacen —en la caverna, bajo la tierra, en la distancia y el silencio—, hablan entre el sueño y el delirio para hacer un anuncio virginal —como ellas— de nueva creación. Todas encarnan fidelidad a la verdad, incluso en el fracaso; y por ello sus figuras resuenan poderosamente con las condiciones del presente zambraniano. Su no lugar también puede ser eje.
Esta lectura invita, finalmente, a reconsiderar la función del mito, no como relato cerrado y normativo, sino como campo simbólico en constante resignificación. La Casandra zambraniana, como última imagen, nos recuerda que quizá el único heroísmo posible hoy sea aquel que sabe mirar lo que arde sin dejar de decirlo, aunque no se le escuche.
Referencias
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[1] Ulrich Bröckling, Héroes postheroicos: un diagnóstico de nuestro tiempo, traducción de Ibon Zubiaur (Madrid: Alianza, 2021).
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[5] María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma (Madrid: Alianza, 1987), 51.
[6] María Zambrano, Filosofía y poesía (México: Fondo de Cultura Económica, 2016), 12.
[7] Carlos García Gual, La muerte de los héroes (Madrid: Turner, 2016), 12-13.
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[9] Joseph Campbell, El héroe de las mil caras (México: Fondo de Cultura Económica, 1959), 341-342.
[10] Campbell, El héroe de las mil caras, 32-33.
[11] Northrop Frye, Anatomía de la crítica (Caracas: Monte Ávila, 1991), 50-53.
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[13] Bröckling. Héroes postheroicos, 224-234.
[14] Bröckling, Héroes postheroicos, 22-23.
[15] Bröckling, Héroes postheroicos, 20.
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[17] Julia Kristeva, Pouvoirs de l’horreur (París: Seuil, 1980).
[18] Julia Kristeva, «Stabat Mater», Poetics Today 6, nº 1/2 (1985): 133–152; Julia Kristeva, La revuelta íntima. Literatura y psicoanálisis (Buenos Aires: Eudeba, 2001).
[19] Clarissa Pinkola Estés, Mujeres que corren con los lobos (Nueva York: Vintage Español, Random House, 2000), 191-195.
[20] Mircea Eliade y Carl G. Jung, Reflexiones sobre el lugar del mito, la religión y la ciencia en su obra (Barcelona: Padma, 2008), 25.
[21] María Zambrano, El hombre y lo divino (Madrid: Alianza, 2020), 124.
[22] Miguel Morey, «Introducción», en María Zambrano, Delirio y destino: los veinte años de una española, (Madrid: Alianza, 2021), 14-15.
[23] Zambrano, El hombre y lo divino, 239.
[24] Ibid., 72.
[25] Ibid., 85.
[26] Zambrano, Obras Completas IV, I, 565.
[27] María Zambrano, Delirio y destino: los veinte años de una española (Madrid: Alianza, 2021), 337.
[28] María Zambrano, El sueño creador: los sueños, el soñar y la creación de la palabra (Xalapa: Universidad Veracruzana, 2010), 101.
[29] Zambrano, Obras Completas IV, I, 547.
[30] Zambrano, El sueño creador, 104.
[31] Zambrano, El hombre y lo divino, 44.
[32] Ibid., 73.
[33] Ibid., 255.
[34] María Zambrano, Los bienaventurados (Madrid: Alianza, 2022), 122.
[35] Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, 87.
[36] Ibidem.
[37] Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, 89.
[38] Ponemos en consideración el término zambraniano con la lectura de las entrañas de animales por parte del augur, en tanto búsqueda de la verdad a través de signos intrínsecos. En la obra de Zambrano y en la práctica del augurio, la noción de «entrañas» comparte una raíz semántica ligada a lo visceral, lo oculto y la indagación de significado, si bien se expresan en contextos y con fines distintos; para Zambrano, las entrañas constituyen una metáfora del sustrato profundo del ser humano, morada de sentimientos primordiales e intuiciones prerracionales y representan un espacio íntimo conectado con una dimensión existencial más amplia, mientras que para el augur, las entrañas de animales sacrificados eran un receptáculo de signos y presagios ocultos, un ámbito externo al individuo interpretado para desvelar el futuro o la voluntad divina.
[39] Ibid., 92.
[40] Ibid.
[41] Homero, Himnos Homéricos, trad. de Alberto Bernabé Pajares (Madrid: Gredos, 1978), vv. 63- 83.
[42] Los inferos y las entrañas constituyen nociones fundamentales en el marco de la razón poética, en tanto que esta no concibe el conocimiento como producto exclusivo de la lógica racional, sino como resultado de una inmersión en la interioridad, la emoción y la experiencia afectiva. Tales dimensiones se revelan como condiciones de posibilidad para la búsqueda de la verdad: es a través del descenso a lo profundo -a lo oscuro y no pronunciado- que se hace posible una regeneración del sentido y el posterior acceso a la luz, antes de que esta se traduzca en palabra o pensamiento racional.
[43] Zambrano, El hombre y lo divino, 211.
[44] María Zambrano, Claros del bosque (Madrid: Alianza, 2019), 78.
[45] Zambrano, Claros del bosque, 77.
[46] Platón, Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro, trad., intr. y notas por C. García Gual, M. Martínez Hernández y E. Lledó Iñigo (Madrid: Gredos, 1997), 203b-204a.
[47] Goretti Ramírez. «Escritos autobiográficos. Delirios. Poemas (1928-1990)», en Zambrano, María, OO. CC. VI, (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2014), 160-171.
[48] Mircea Eliade y Joseph M. Kitagawa, Metodología de la historia de las religiones (Buenos Aires: Paidós, 1967), 130.
[49] Juan Fernando Ortega Muñoz, La vuelta de Ulises (Madrid: Endymion, 1999), 47.
[50] Zambrano, El hombre y lo divno, 92.
[51] Zambrano, Filosofía y poesía, 55.
[52] Zambrano, Los bienaventurados, 85.
[53] Giovanni Reale, Eros, demonio mediador: el juego de las máscaras en el Banquete de Platón (Barcelona: Herder, 2004), 156.
[54] Zambrano, Delirio y destino, 129-130.
[55] Zambrano, El sueño creador, 93.
[56] Zambrano, Los bienaventurados, 70.
[57] Zambrano, OOCC, IV, I, 545.
[58] Juan José García Durisotti, «Sueño y destino: las coordenadas del pensamiento antropológico de María Zambrano», Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo 4, (2004): 155.
[59] Zambrano, El hombre y lo divino, 247.
[60] Ibid, 274.
[61] Para el tema del exilio, entre otros: José Luis Abellán, El
exilio como constante y como categoría (Madrid: Biblioteca Nueva, 2001); Antolín
Sánchez Cuervo y G. Sánchez Díaz, (coords.) María Zambrano: pensamiento y
exilio (Morelia: UMSNH-Instituto de Investigaciones Históricas, 2004); Rogelio
Blanco Martínez, María Zambrano: la dama
peregrina (Córdoba: Berenice, 2009); Andrea Pagni (ed.) El exilio republicano español en México y Argentina:
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[62] Zambrano, Delirio y destino, 109.
[63] María Zambrano, Las palabras del regreso (Madrid: Cátedra, 2009), 66.
[64] Zambrano, Los bienaventurados, 62.
[65] Ibid., 50.
[66] Zambrano, Claros del bosque, 123.
[67] Zambrano, El hombre y lo divino, 265.
[68] Ibid., 115.
[69] Ruth Gutiérrez Delgado. «El origen del héroe: nacimiento, misión, necesidad» en: El renacer del mito: héroe y mitologización en las narrativas, coordinado por Ruth Gutiérrez Delgado, 51–81 (Salamanca: Comunicación Social Ediciones, 2019), 56.
[70] Joseph Pieper, La fe ante el reto de la cultura contemporánea (Madrid: Rialp, 1980), 181.
[71] Zambrano, Claros del bosque, 175.
[72] García Gual, La muerte de los héroes, 154.