doi: https://doi.org/10.25185/2.5

 

La poética de las jaulas en el Quijote

The poetics of cages in the Quixote

 

Alicia Parodi*

Universidad de Buenos Aires (Argentina)

aliciammparodi@gmail.com

* Profesora consulta de la Universidad de Buenos Aires, se ha dedicado casi por entero a la obra cervantina. Como directora de grupos de investigación, coordinó en libros, los resultados obtenidos, en Para leer a Cervantes (1999), Para leer a Cervantes II (2007), Para leer el Quijote (2001), en Eudeba, en conjunto con Juan Diego Vila. El Quijote en Buenos Aires (2006), edición conjunta con Juan Diego Vila y Julia D’Onofrio. De su autoría, Las Ejemplares, una sola novela (2002) y Seminario sobre el Quijote (2017), en Eudeba.

 

Resumen: Las jaulas constituyen una serie a lo largo del Quijote. La primera parte (1605) provee, a través de indudables intertextos, el simbolismo teológico. Las jaulas de 1615 subrayan la herramienta constructiva del lenguaje. Cuando llegamos al final, se nos revela la ecuación alegórica, una transfiguración del libro que estamos leyendo.

Palabras clave: Alegoría - teología- poética - escritura - construcción

 

Abstract: Cages constitute a series throughout the Quixote. The first part (1605) provides theological symbolism through undeniable intertextualities. The cages of 1615 underscore the constructive tool of the language. When we get to the end, the allegorical equation is revealed to us in a sort of transfiguration of the book we are reading.

Keywords: Allegory - Theology - Poetics - Writing – Construction

 

Recibido: 09/10/2016 - Aceptado: 12/12/2016

 

Augustin Redondo nos enseñó a todos a leer «a dos luces», frase que toma de Baltasar Gracián.[1] La ambivalencia es patrimonio de toda lectura poética, pero los sentidos se multiplican cuando llegamos al Barroco español. Sólo Cervantes parecía ofrecer una lectura llana, alejada de la ambigüedad. Una especie de novela realista del siglo xix, eso sí, con énfasis romántico.

Desde una nueva perspectiva, Redondo supo acercar intertextos culturales, surgidos, muchas veces, de etimologías verdaderas o falsas, de leyendas antiguas o de devociones populares, muy especialmente en la tradición de la comicidad. La novela, contextualizada en la cultura, expandió su significación.

«Significar a dos luces» supone un lenguaje característicamente hispánico, como señala, desde otro ángulo, García Gibert.[2] Se trata de una complicación en el decir que prolonga el pensamiento analógico más allá del Renacimiento europeo, virado hacia la representación clásica según el análisis de Foucault.[3] Si esto sucede así, es por la fuerte impronta que recibió España del lenguaje religante de la teología heredada de los Padres de la Iglesia. El intento de unir por participación macro y micro cosmos, naturaleza y gracia, produjo un vacío misterioso, irrepresentable, al que se accedió por un lenguaje de alegorías y paradojas, simetrías y oposiciones quiasmáticas.

García Gibert estudia este fenómeno en El comulgatorio, de Baltasar Gracián. Estos son algunos ejemplos, que, a mi vez, reproduzco, para presentar la dificultad que caracteriza al «concepto»: «la que había de ser esclava, es enaltecida por la gracia en la Concepción, pero cuando en la Anunciación había de ser reina, se humilla a esclava»; o «el que no cabe en el universo ni en el cielo se abrevia a Hostia».[4] Fuertes y acaloradas polémicas pusieron en circulación este tipo de lenguaje.

Gracián, epítome del Barroco, apiña conceptos. Cervantes se vale de representaciones simbólicas que, sin embargo, borran la intención de tales. La representación de la locura en el protagonista, habla a las claras de la ruptura y tensión entre sujeto y objeto, propia del Manierismo. Es más, se trata de una locura nacida del resecamiento cerebral que produjo la lectura de libros de caballerías y consiste en el intento de revivirlos en la España del siglo xvii. Desde el vamos, sabemos que esta será una novela de cuerpos y libros, o, dicho de otra manera, de nombres y cosas. El análisis de las jaulas, objetos de doble faz, con interior y exterior, resume, en cierto modo, la poética alegórica que estructura el Quijote. El Comulgatorio no deja de ser un punto de referencia sugestivo.

 

La jaula de 1605

 

La primera salida del autoinventado caballero es breve, pero sirve para marcar una ida y una vuelta.

Ubiquémonos en la segunda salida, y en el camino de vuelta. Allí, don Quijote parece regido por los libretos que, siguiendo la imaginativa caballeresca, lo reconducirán a la aldea. Un similia similia curantur que va a deparar algunas sorpresas. El primer libreto, inventado por el cura y encarnado por Dorotea –princesa Micomicona, de reino arrebatado–, los lleva hasta la venta. Para salir de ella y llegar a la aldea, hace falta un argumento más osado: la promesa de casarse con Dulcinea y plenificar esta unión con vasta descendencia. Para ello está el carro encantado.

Una estrafalaria profecía pronunciada por la sabia Mentironiana (alias del barbero): convence, en principio, a don Quijote. Dice así:

¡Oh Caballero de la Triste Figura! No te dé afincamiento la prisión en que vas porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso. La cual se acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobocina yoguieren en uno, ya después de humilladas tan altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las rumpantes garras del valeroso padre.[5]

 

El transporte «encantado» lo había provisto un carretero de bueyes que pasaba con su carro y una jaula «de palos enrejados» dentro. Allí, dormido, se introduce a don Quijote. Los maderos se clavan y queda encerrado. Todos van disfrazados, cubiertos los rostros, con grandísimo silencio, hasta el punto de que Sancho no osa «descoser» la boca. La procesión observa cierto ritual: primero el carro, guiado por su dueño; a los lados los cuadrilleros con sus escopetas, luego, Sancho, y por fin el cura y el barbero, sobre poderosas mulas que seguían el paso tardo de los bueyes. «Don Quijote iba con las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia, como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra».[6]

Dejamos en notas[7] algunas recurrencias intertextuales, pero ya podemos reparar en la clavazón de maderos, la grandísima «paciencia» que recuerdan la pasión y muerte de Cristo, y suponer que los disfraces, el silencio y la procesión, a su vez, parecen ordenados en memoria de ellas.

Al final de 1605, en su última aventura, emprendida para salvar a una doncella menesterosa, que es en realidad una imagen de la Virgen, don Quijote se trenza con los penitentes que, en procesión, le ruegan lluvia, y termina flagelado. Por lo que pide a Sancho que lo suba al carro. Esta vez no hace falta encantamiento. De la sequedad libresca llegamos al sacrificio del cuerpo. 1605 termina alegorizando la primera autolimitación divina, las «bodas de la cruz», al decir de los Padres de la Iglesia.[8]

A la poética, sin embargo, accedemos por otra analogía. Recordemos que, a poco andar, don Quijote, bajo la observación de Sancho, obtiene permiso para salir de la jaula. Así recupera sus naturales aguas, mayores y menores. Quiere decir que recupera el cuerpo que había estado «encantado». Poco después se une a la pastoral comida. Notemos que el canónigo invita a tomar bocado y beber.[9] Las bodas eucarísticas nos llevarán a 1615, y este a la jaula como poética.

Antes de llegar a llegar a ella, acercamos más intertextos al carro encantado.

La crítica, aislando el carro del resto de los accidentes, se ha preguntado por el significado de este complejo simbólico. Salvador Fajardo,[10] por ejemplo, asocia el carro de bueyes al de Saturno, símbolo de la finitud de los tiempos, acorde con los que están por llegar a su fin, como don Quijote. Se pregunta, sin embargo, por qué el carro está tirado por bueyes de paso tardo.

Pues bien, ese detalle lo encontramos en el Éxodo. Se trata del carro que lleva el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley a la ciudad de David,[11] prefiguración de la Eucaristía.[12] A su vez, la Eucaristía está simbolizada por los Padres de la Iglesia en un espacio cerrado por verjas, como una jaula. En el lugar que ocupaban las escrituras antiguas, ahora vemos un cuerpo. La relación escritura/Eucaristía se instala definitivamente en el texto, en este caso, como realización de una profecía todavía no cumplida.

El «ilimitado se limitó», primero al cuerpo humano, y luego al pan eucarístico. Teodoro el Estudita nos propone una imagen del Señor muy parecida a la de don Quijote, «sentado en una jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas», enjaulado.[13] Dice así:

Cristo se hizo hombre, y se encerró como por verjas de todas estas cosas. El que era inabarcable se clausuró en el seno virginal; el que era inmenso se hizo pequeño; el que trasciende todo sitio, se sienta, se reclina; y el que está más allá de todo lugar fue puesto en un pesebre; y el que es más antiguo que todo tiempo, crecía en verdad y progresaba; el que es sin figura, fue visto en figura de hombre; y el que es incorpóreo, tomando cuerpo, dijo a sus discípulos: tomad, comed, esto es mi cuerpo.[14]

 

En 1615 se renovarán las Tablas de la Ley y aparecerá un libro «verdadero», en alegoría de la transubstanciación eucarística, segunda autolimitación divina.

 

Las jaulas de 1615

 

Equidistante a la jaula del cuerpo, también hacia el final y como augurio de él, 1615 propone una jaula mucho más chica, una jaula de grillos. El tamaño dispara nuestras asociaciones al «Dios abreviado» en la Hostia. A esta sumamos otras connotaciones. Me gusta la interpretación de Juan Diego Vila, que asocia el grillo a la cigarra. Ve en ella a la Sibila, quien profetiza eternamente encerrada en ese espacio minúsculo. También para los chinos –no olvidar que Cervantes finge haber sido invitado a enseñar lengua española en China– el grillo es símbolo de muerte y resurrección.[15]

Antes de llegar a la jaula de grillos, pasemos registro a dos anteriores y otro carro.

En el c.9 se anticipa, bien leída, la específica condición de eternidad que aguarda al personaje. Se trata de una defensa de don Quijote ante su sobrina, de la angosta senda del caballero andante que termina en «vida que no tiene fin». Como remate, cita al «gran poeta caballero nuestro»: «Por estas asperezas se camina / de la inmortalidad al alto asiento / do nunca arriba quien de allí declina».[16]

La sobrina, emocionada ante la cita de la Elegía I de Garcilaso de la Vega confiere a su tío el título de «poeta», alguien que, como un albañil, podría fabricar tanto «una casa como una jaula».

Divinidad abreviada, eternidad, y ahora, construcción poética. La idea de don Quijote poeta, comienza a circular, tanto como la asociación del oficio a la «construcción».

La siguiente jaula insiste en problematización del lenguaje, como mediación proteica. En la última de las burlas que los criados ofrecen a los duques (c. 37 y ss), la princesa Antonomasia es seducida y embarazada por Clavijo, caballero particular, poeta y bailarín, constructor de jaulas de pájaros. Castigados, se convierten, ella, en jimia de bronce, él, en espantoso cocodrilo de metal. «Antonomasia» y «particular» son denominaciones que vienen de la polémica de los universales o de la retórica, pero además se vuelve a la ecuación artificio/Eucarístía, propuesta en 1605, ya que la Eucaristía es el sacramento «por antonomasia» para santo Tomás; en tanto que Clavijo alude a los clavos de Cristo.[17]

Ahora, el carro. No es casual que en la franja de la tercera salida se nos ofrezca una alegoría ejemplificadora. Otra vez un «carro o carreta», según el título del capítulo 11, en honor a la vacilación de lectura que promete el Quijote de 1615. En él van las Cortes de la Muerte. A pesar de que el carro porta residuos de creaciones artísticas, Don Quijote no equivoca realidad con ficción. No se trata de una ilusión fantástica, sino de un grupo de actores que van de pueblo en pueblo con sus disfraces y sus atributos para representar el auto sacramental de ese nombre. ¿Cuándo? En la octava de Corpus. No casualmente. La Eucaristía es un sacramento que alimenta al hombre en su camino hacia la muerte.

Pero hay algo más: estas circunstancias vitales cursan un proceso de representación. A la par que los integrantes de la compañía se visten y revisten, saltan del carro, dramatizan una vieja leyenda como la de la estantigua[18] e ingresan en los comentarios de nuestros héroes –don Quijote y Sancho–, el discurso, a modo de prestidigitador, arma y desarma series de personajes. La primera registra las apariencias: el demonio, la Muerte, el ángel, el emperador, Cupido, el caballero; sigue la explicación realista (de un «yo demonio»), que va de las personas a los personajes: el que va de Muerte, de Ángel, de Reina, de Soldado, Emperador; tras la crisis en que la farsa «salta» a la realidad, vuelven las apariencias: la Muerte, el Emperador, el Diablo, el Ángel, la reina, Cupido (falta el caballero). Ante la amenaza, reaparecen la Muerte y ángeles buenos y malos, aunque no es necesario pelear porque entre reyes, príncipes y emperadores no figura ningún caballero andante (¡apareció el caballero!).

Cuando se van los comediantes, todavía quedan (c.12) los atributos: la corona de oro, las pintadas alas de Cupido, los cetros y coronas, pero luego la denuncia del engaño se expande por la arbitrariedad entre actores y papeles. De modo que la última serie incorpora figuras más costumbristas: el rufián, el embustero, el mercader, el soldado, el simple discreto, el enamorado simple, para terminar «embutiéndose» en la gran dupla que representa al mundo: los emperadores y pontífices. Armas y letras como síntesis de la comedia de la vida.

Las series se construyen y deconstruyen, y ponen el juego del lenguaje como verdadero protagonista del episodio. Dentro de la carreta no hay una jaula con un cuerpo, sino un lenguaje artificiosamente eficaz, propio de la creación humana. Más allá de la alegoría explícita (la vida como un teatro), el episodio está mostrando esa nueva tensión entre el entre sujeto y objeto, o entre artista y realidad, propia del manierismo. Recordemos la leyenda esculpida en la fuente que bordea el camino del Caballero del Lago (1605): «el arte, imitando la naturaleza parece que allí la vence».[19] No se trata de reproducir la naturaleza, sino la imagen interior de ella, que Dios inculca en el artista. Los iconólogos hablan del «disegno interno».[20]

Por eso, la lectura del artificio puede parecer loca, pero guarda una relación de verdad. Una vez que el libresco y nominalista don Quijote recupera el cuerpo hasta el sacrificio (final de 1605), emprende el difícil camino de ser él mismo y no otro.[21] Por este derrotero nos encontraremos con la jaula de grillos y su funcionalidad alegórica.

La novela trabaja la restitución de identidad del héroe a través del tópico del «retrato de Dulcinea», que no analizamos aquí. Sólo diremos que después de atravesar «la serie natural» (capítulos 12-29), la comedia de la casa de los duques (capítulos 30-58 y algunos en la vuelta), don Quijote se apresta a diferenciarse de su doble apócrifo, en la que llamamos «serie artificial» (capítulos 59, 70, 72 y 74). Allí se suceden : la noticia de la existencia de otro don Quijote, el falso Quijote como libro impreso, la visión de su destino, el infierno, y por fin, el encuentro cara a cara con Álvaro Tarfe, personaje omnipresente del libro apócrifo.

Desde el 59, conocemos el estatuto de verdad. En una venta, tabique de por medio, Don Quijote oye a dos visitantes, don Juan y don Jerónimo, hablar de los personajes apócrifos. Traspasa el tabique y se presenta a los visitantes: «Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia».[22] En el capítulo 72, un escribano sienta por escrito la falsedad de los personajes de Avellaneda. En el 73, don Quijote lleva consigo la jaula de grillos.

Quien otorga el crédito es el personaje creado, don Quijote, no el autor, Cide Hamete Benengeli. Por eso, la novela cierra con un final trascendente. Más allá de la muerte del personaje «don Quijote», en las playas de Barcelona, y más allá aun de la muerte del hidalgo en la aldea, en ese fin de libro que la crítica descarta como «colofón», se nos permite atisbar el sercreto de la creación humana. Diríamos, su disegno interno.

Cide Hamete pone un discurso en boca de su mediadora, la pluma: «Para mí sola nació don Quijote y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno…». Con palabras del Cantar de los cantares (6,3 y 7,11), que son también las de coplas populares cantadas en la bodas, se cumplen las profetizadas a don Quijote, en vis burlesca, desde 1605.

Es que en el misterioso amor del autor y su personaje, el sujeto creador es el personaje, a su vez disegno interno que la pluma exterioriza. Una estructura dentro de otra.

Las jaulas son figuras de esta inclusión que camina a la unidad. En la jaula de 1605 el carro contenía una jaula que guardaba un cuerpo. Intertextos mediante, aparecía la alegoría del carro que transportaba el Arca con la escritura antigua adentro. Otra vez, intertextos mediante, reconocíamos la alegoría Eucarística. Los interiores de los carros resultan homologables, y se produce la alegoría del cuerpo de don Quijote como el de Cristo. En 1615, la jaula de grillos que don Quijote lleva consigo augura la resurrección del cuerpo de don Quijote. Los continentes –la escritura antigua y la actual, la de este libro que escribe la pluma– se ponen en contacto, y, por transición llegamos a la ecuación final, la transubstanciación en libro de don Quijote, equiparable a la de Jesús en Eucaristía.

Todo un poco complicado, pero ocurre que la estética manierista tensa hasta el límite, y a favor del artificio, obra del hombre, la fundante homologación que proclama el Renacimiento: la dignidad del hombre radica en que este es creador a imagen de su Creador. Recordemos, una vez más, la inscripción en la fuente del episodio que narra el mismo don Quijote, no casualmente como defensa de los libros de caballerías: «el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence».[23]

 

Bibliografía

 

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Notas

 



1   Cfr. Augustin REDONDO: Otra manera de leer el ‘Quijote’. Castalia, Madrid, 1997, y En busca del ‘Quijote’ desde otra orilla. Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 2011

[2]   Cfr. Javier García Gibert: Los fundamentos epistemológicos del conceptismo. En: Pedro Aullón de Haro (ed.): Barroco. Verbum, Madrid, 2004, pp. 483-520.

 

[3]   Cfr. Michel de Foucault: Los nombres y las cosas. Traducción de Elsa Cecilia Frost. Siglo xxi, Buenos Aires, 1985.

 

[4]   Cfr. Javier García Gibert. Los fundamentos epistemológicos del conceptismo.

 

[5]   Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. 2ª edición, a cargo de Celina Sabor de Cortazar e Isaías Lerner. Eudeba, Buenos Aires, 2005, t. I, c. 46, p 411.

 

[6]   Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c. 47, p 415.

 

[7]   Las enormes mulas remiten a las que montan los frailes benitos en el c.8, en el episodio del vizcaíno, que recuerda el Benedictus, anuncio de la llegada del Salvador (ver detalles en mi Seminario sobre el ‘Quijote, de próxima publicación en Eudeba. También allí se podrá ver la representación litúrgica, a partir del análisis de «La cueva de Montesinos» y de los episodios ocurridos en la casa de los duques).

 

[8]   Joseph Ratzinger: La hija de Sión. Estrella de la mañana, Buenos Aires, 1977, p.19.

 

[9]   Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c.50, p. 437.

 

[10]  Salvador J. Fajardo: The Enchanted Return: On the Conclusion to Don Quijote I. En: Journal of Medieval and Renaissance Studies, 16, 2 (1986), pp. 233-251.

 

[11]  II Sam, 6. La Biblia. El libro del pueblo de Dios. Traducción de Armando J. Levoratti y Alfredo B. Trusso. Editorial San Pablo: Buenos Aires, 1981.

 

[12]  Leo, por ejemplo, las descripciones iconográficas de Santiago Sebastián López: Contrarreforma y Barroco. Lecturas iconográficas e iconológicas. Alianza, Madrid, 1989. En «El arte al servicio del dogma», se documenta la relación del Arca con las tablas de la Ley con la Eucaristía. A propósito del templo del Colegio del Patriarca, en Valencia, del que el arzobispo Juan de Ribera, mentor y mecenas de la obra, amigo en ideales del arzobispo de Sevilla Niño de Guevara (nos llama la atención), escribió en las Constituciones su propósito de fundar una iglesia dedicada a los oficios del Santísimo Sacramento. Y agrega: «tan grande es la vieja Ley con el templo, que avía de ser traça y modelo del nuevo y soberano templo que residen, no en las tablas de la ley, ni en la urna del Maná, ni en la vara de Aarón, sino en el verdadero y vivo cuerpo de Iesu Christo Nuestro Señor» (pp.177-178).

 

[13]  Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c. 47, p. 415.

 

[14]  Teodoro el Estudita: Antirrheticus III, I, 13; PG 99, 396; citado por el P. Alfredo Sáenz, en El ícono, esplendor de lo sagrado. Gladius, Buenos Aires, 1991, pp. 81-82. Subrayado mío.

 

[15]  Cfr: Juan Diego Vila: Eternidad y finitud de Alonso Quijano: don Quijote, la Sibila y la jaula de grillos. En: Filología XXVI, 1-2 (1993), pp. 223-257. Sobre el grillo, en el simbolismo chino, ver ‘grullon’, en: Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: Dictionnaire des symboles. Seghers, Paris, 1974.

 

[16]  Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. II, c. 6, p. 506.

 

[17]  En el marco de la dramatización de las relaciones entre naturaleza y artificio, ver: Clea Gerber, «Contravenir el orden de la naturaleza: sobre partos antinaturales en el Quijote. En: Letras del Siglo de Oro español, ed. de Graciela Balestrino y Marcela Sosa, Universidad Nacional de Salta, Salta, 2012, pp. 249-254.

 

[18]  Ver el capítulo a ella destinado en Augustin Redondo: Otra manera de leer el ‘Quijote’.

 

[19]  Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c.50, p.435.

 

[20]  Me ha sido útil el capítulo «Manierismo» de Erwin Panofsky: Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte. Traducción de María Teresa Pumarega. 5ª edición. Cátedra, Madrid, 1984, pp.67-92. En la p.74, la definición de Dolce nos recuerda a la de la fuente del c.50. Interesa, para el Quijote, la síntesis sobre Zuccari, en que reproduce la Suma de Santo Tomás (I,1,15), y su teoría sobre la imagen (disegno interno) que Dios inculca en los ángeles y, y, sumada la sensibilidad , en los hombres.

 

[21]  Ya desde el Prólogo de 1615 se establece una gran diatriba contra Avellaneda, el autor apócrifo, ilustrada por dos cuentos de perros y libros. El primero es el del loco de Sevilla, que inflaba un perro por el ano con un cañuto. La alegoría está explicitada: el perro es un libro; hinchar es crear. El otro cuento es el del loco de Córdoba, que tiraba una losa que traía en la cabeza sobre los perros. La alegoría se complica con la intervención de un bonetero, pero en definitiva los perros se salvan con una lectura que equivoca nombres y cosas (el loco cree que todos los perros son podencos); en cambio, los libros malos son más duros que la piedras.

    La mediación de una lectura loca parece adquirir un valor salvífico. Rescata el verdadero sentido. Ya no se trata de recrear el mundo a imagen de los libros, sino de ofrecerle su sentido invisible. No se trata de cambiar la realidad, sino de leerla, transformarla en imagen interna. Por eso, si 1605 tematizaba el cuerpo, 1615 se ocupa de la cabeza y de todas sus funciones, entre ellas, leer la realidad como un lenguaje.

[22]   Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. II, c.59, p. 848.

 

[23]  Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c.50, p.435.