doi: https://doi.org/10.25185/2.5
La poética de las jaulas en el Quijote
The poetics of cages in the Quixote
Alicia Parodi*
Universidad
de Buenos Aires (Argentina)
* Profesora consulta de la
Universidad de Buenos Aires, se ha dedicado casi por entero a la obra
cervantina. Como directora de grupos de investigación, coordinó en libros, los
resultados obtenidos, en Para leer a Cervantes (1999), Para leer a Cervantes II
(2007), Para leer el Quijote (2001), en Eudeba, en conjunto con Juan Diego
Vila. El Quijote en Buenos Aires (2006), edición conjunta con Juan Diego Vila y
Julia D’Onofrio. De su autoría, Las Ejemplares, una sola novela (2002) y
Seminario sobre el Quijote (2017), en Eudeba.
Resumen: Las jaulas constituyen una serie a lo largo
del Quijote. La primera parte (1605) provee, a través de indudables
intertextos, el simbolismo teológico. Las jaulas de 1615 subrayan la
herramienta constructiva del lenguaje. Cuando llegamos al final, se nos revela
la ecuación alegórica, una transfiguración del libro que estamos leyendo.
Palabras
clave: Alegoría -
teología- poética - escritura - construcción
Abstract: Cages constitute a series throughout the Quixote.
The first part (1605) provides theological symbolism through undeniable
intertextualities. The cages of 1615 underscore the constructive tool of the
language. When we get to the end, the allegorical equation is revealed to us in
a sort of transfiguration of the book we are reading.
Keywords: Allegory - Theology - Poetics -
Writing – Construction
Recibido: 09/10/2016 - Aceptado: 12/12/2016
Augustin Redondo nos enseñó a todos a leer «a
dos luces», frase que toma de Baltasar Gracián.[1] La ambivalencia es
patrimonio de toda lectura poética, pero los sentidos se multiplican cuando
llegamos al Barroco español. Sólo Cervantes parecía ofrecer una lectura llana,
alejada de la ambigüedad. Una especie de novela realista del siglo xix, eso sí, con énfasis romántico.
Desde una nueva perspectiva, Redondo supo
acercar intertextos culturales, surgidos, muchas veces, de etimologías
verdaderas o falsas, de leyendas antiguas o de devociones populares, muy
especialmente en la tradición de la comicidad. La novela, contextualizada en la
cultura, expandió su significación.
«Significar a dos luces» supone un lenguaje
característicamente hispánico, como señala, desde otro ángulo, García Gibert.[2] Se
trata de una complicación en el decir que prolonga el pensamiento analógico más
allá del Renacimiento europeo, virado hacia la representación clásica según el
análisis de Foucault.[3] Si
esto sucede así, es por la fuerte impronta que recibió España del lenguaje
religante de la teología heredada de los Padres de la Iglesia. El intento de
unir por participación macro y micro cosmos, naturaleza y gracia, produjo un
vacío misterioso, irrepresentable, al que se accedió por un lenguaje de
alegorías y paradojas, simetrías y oposiciones quiasmáticas.
García Gibert estudia este fenómeno en El
comulgatorio, de Baltasar Gracián. Estos son algunos ejemplos, que, a mi
vez, reproduzco, para presentar la dificultad que caracteriza al «concepto»:
«la que había de ser esclava, es enaltecida por la gracia en la Concepción,
pero cuando en la Anunciación había de ser reina, se humilla a esclava»; o «el
que no cabe en el universo ni en el cielo se abrevia a Hostia».[4]
Fuertes y acaloradas polémicas pusieron en circulación este tipo de lenguaje.
Gracián, epítome del Barroco, apiña
conceptos. Cervantes se vale de representaciones simbólicas que, sin embargo,
borran la intención de tales. La representación de la locura en el
protagonista, habla a las claras de la ruptura y tensión entre sujeto y objeto,
propia del Manierismo. Es más, se trata de una locura nacida del resecamiento
cerebral que produjo la lectura de libros de caballerías y consiste en el
intento de revivirlos en la España del siglo xvii.
Desde el vamos, sabemos que esta será una novela de cuerpos y libros, o, dicho
de otra manera, de nombres y cosas. El análisis de las jaulas, objetos de doble
faz, con interior y exterior, resume, en cierto modo, la poética alegórica que
estructura el Quijote. El Comulgatorio no deja de ser un punto de
referencia sugestivo.
La jaula de
1605
La primera salida del autoinventado caballero
es breve, pero sirve para marcar una ida y una vuelta.
Ubiquémonos en la segunda salida, y en el
camino de vuelta. Allí, don Quijote parece regido por los libretos que,
siguiendo la imaginativa caballeresca, lo reconducirán a la aldea. Un similia
similia curantur que va a deparar algunas sorpresas. El primer libreto,
inventado por el cura y encarnado por Dorotea –princesa Micomicona, de reino
arrebatado–, los lleva hasta la venta. Para salir de ella y llegar a la aldea,
hace falta un argumento más osado: la promesa de casarse con Dulcinea y
plenificar esta unión con vasta descendencia. Para ello está el carro
encantado.
Una estrafalaria profecía pronunciada por la
sabia Mentironiana (alias del barbero): convence, en principio, a don Quijote.
Dice así:
¡Oh Caballero de la Triste
Figura! No te dé afincamiento la prisión en que vas porque así conviene para
acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso. La cual se
acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobocina
yoguieren en uno, ya después de humilladas tan altas cervices al blando yugo
matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos
cachorros, que imitarán las rumpantes garras del valeroso padre.[5]
El transporte «encantado» lo había provisto
un carretero de bueyes que pasaba con su carro y una jaula «de palos enrejados»
dentro. Allí, dormido, se introduce a don Quijote. Los maderos se clavan y
queda encerrado. Todos van disfrazados, cubiertos los rostros, con grandísimo
silencio, hasta el punto de que Sancho no osa «descoser» la boca. La procesión
observa cierto ritual: primero el carro, guiado por su dueño; a los lados los
cuadrilleros con sus escopetas, luego, Sancho, y por fin el cura y el barbero,
sobre poderosas mulas que seguían el paso tardo de los bueyes. «Don Quijote iba
con las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto
silencio y tanta paciencia, como si no fuera hombre de carne, sino estatua de
piedra».[6]
Dejamos en notas[7] algunas recurrencias
intertextuales, pero ya podemos reparar en la clavazón de maderos, la
grandísima «paciencia» que recuerdan la pasión y muerte de Cristo, y suponer
que los disfraces, el silencio y la procesión, a su vez, parecen ordenados en
memoria de ellas.
Al final de 1605, en su última aventura,
emprendida para salvar a una doncella menesterosa, que es en realidad una
imagen de la Virgen, don Quijote se trenza con los penitentes que, en
procesión, le ruegan lluvia, y termina flagelado. Por lo que pide a Sancho que
lo suba al carro. Esta vez no hace falta encantamiento. De la sequedad libresca
llegamos al sacrificio del cuerpo. 1605 termina alegorizando la primera
autolimitación divina, las «bodas de la cruz», al decir de los Padres de la Iglesia.[8]
A la poética, sin embargo, accedemos por otra
analogía. Recordemos que, a poco andar, don Quijote, bajo la observación de
Sancho, obtiene permiso para salir de la jaula. Así recupera sus naturales
aguas, mayores y menores. Quiere decir que recupera el cuerpo que había estado
«encantado». Poco después se une a la pastoral comida. Notemos que el canónigo
invita a tomar bocado y beber.[9] Las bodas eucarísticas nos
llevarán a 1615, y este a la jaula como poética.
Antes de llegar a llegar a ella, acercamos más
intertextos al carro encantado.
La crítica, aislando el carro del resto de
los accidentes, se ha preguntado por el significado de este complejo simbólico.
Salvador Fajardo,[10] por
ejemplo, asocia el carro de bueyes al de Saturno, símbolo de la finitud de los
tiempos, acorde con los que están por llegar a su fin, como don Quijote. Se
pregunta, sin embargo, por qué el carro está tirado por bueyes de paso tardo.
Pues bien, ese detalle lo encontramos en el Éxodo.
Se trata del carro que lleva el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley a
la ciudad de David,[11]
prefiguración de la Eucaristía.[12] A
su vez, la Eucaristía está simbolizada por los Padres de la Iglesia en un
espacio cerrado por verjas, como una jaula. En el lugar que ocupaban las
escrituras antiguas, ahora vemos un cuerpo. La relación escritura/Eucaristía se
instala definitivamente en el texto, en este caso, como realización de una
profecía todavía no cumplida.
El «ilimitado se limitó», primero al cuerpo
humano, y luego al pan eucarístico. Teodoro el Estudita nos propone una imagen
del Señor muy parecida a la de don Quijote, «sentado en una jaula, las manos
atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas», enjaulado.[13]
Dice así:
Cristo se
hizo hombre, y se encerró como por verjas de todas estas cosas. El que
era inabarcable se clausuró en el seno virginal; el que era inmenso se hizo
pequeño; el que trasciende todo sitio, se sienta, se reclina; y el que
está más allá de todo lugar fue puesto en un pesebre; y el que es más
antiguo que todo tiempo, crecía en verdad y progresaba; el que es sin
figura, fue visto en figura de hombre; y el que es incorpóreo, tomando
cuerpo, dijo a sus discípulos: tomad, comed, esto es mi cuerpo.[14]
En 1615 se renovarán las Tablas de la Ley y
aparecerá un libro «verdadero», en alegoría de la transubstanciación
eucarística, segunda autolimitación divina.
Las jaulas
de 1615
Equidistante a la jaula del cuerpo, también
hacia el final y como augurio de él, 1615 propone una jaula mucho más chica,
una jaula de grillos. El tamaño dispara nuestras asociaciones al «Dios
abreviado» en la Hostia. A esta sumamos otras connotaciones. Me gusta la
interpretación de Juan Diego Vila, que asocia el grillo a la cigarra. Ve en
ella a la Sibila, quien profetiza eternamente encerrada en ese espacio
minúsculo. También para los chinos –no olvidar que Cervantes finge haber sido
invitado a enseñar lengua española en China– el grillo es símbolo de muerte y
resurrección.[15]
Antes de llegar a la jaula de grillos,
pasemos registro a dos anteriores y otro carro.
En el c.9 se anticipa, bien leída, la
específica condición de eternidad que aguarda al personaje. Se trata de una
defensa de don Quijote ante su sobrina, de la angosta senda del caballero
andante que termina en «vida que no tiene fin». Como remate, cita al «gran
poeta caballero nuestro»: «Por estas asperezas se camina / de la inmortalidad
al alto asiento / do nunca arriba quien de allí declina».[16]
La sobrina, emocionada ante la cita de la Elegía
I de Garcilaso de la Vega confiere a su tío el título de «poeta», alguien
que, como un albañil, podría fabricar tanto «una casa como una jaula».
Divinidad abreviada, eternidad, y ahora,
construcción poética. La idea de don Quijote poeta, comienza a circular, tanto
como la asociación del oficio a la «construcción».
La siguiente jaula insiste en
problematización del lenguaje, como mediación proteica. En la última de las
burlas que los criados ofrecen a los duques (c. 37 y ss), la princesa
Antonomasia es seducida y embarazada por Clavijo, caballero particular, poeta y
bailarín, constructor de jaulas de pájaros. Castigados, se convierten,
ella, en jimia de bronce, él, en espantoso cocodrilo de metal. «Antonomasia» y
«particular» son denominaciones que vienen de la polémica de los universales o
de la retórica, pero además se vuelve a la ecuación artificio/Eucarístía,
propuesta en 1605, ya que la Eucaristía es el sacramento «por antonomasia» para
santo Tomás; en tanto que Clavijo alude a los clavos de Cristo.[17]
Ahora, el carro. No es casual que en la
franja de la tercera salida se nos ofrezca una alegoría ejemplificadora. Otra
vez un «carro o carreta», según el título del capítulo 11, en honor a la
vacilación de lectura que promete el Quijote de 1615. En él van las Cortes
de la Muerte. A pesar de que el carro porta residuos de creaciones artísticas,
Don Quijote no equivoca realidad con ficción. No se trata de una ilusión
fantástica, sino de un grupo de actores que van de pueblo en pueblo con sus
disfraces y sus atributos para representar el auto sacramental de ese nombre.
¿Cuándo? En la octava de Corpus. No casualmente. La Eucaristía es un sacramento
que alimenta al hombre en su camino hacia la muerte.
Pero hay algo más: estas circunstancias
vitales cursan un proceso de representación. A la par que los integrantes de la
compañía se visten y revisten, saltan del carro, dramatizan una vieja leyenda
como la de la estantigua[18] e
ingresan en los comentarios de nuestros héroes –don Quijote y Sancho–, el
discurso, a modo de prestidigitador, arma y desarma series de personajes. La
primera registra las apariencias: el demonio, la Muerte, el ángel, el
emperador, Cupido, el caballero; sigue la explicación realista (de un «yo
demonio»), que va de las personas a los personajes: el que va de Muerte, de
Ángel, de Reina, de Soldado, Emperador; tras la crisis en que la farsa «salta»
a la realidad, vuelven las apariencias: la Muerte, el Emperador, el Diablo, el
Ángel, la reina, Cupido (falta el caballero). Ante la amenaza, reaparecen la Muerte
y ángeles buenos y malos, aunque no es necesario pelear porque entre reyes,
príncipes y emperadores no figura ningún caballero andante (¡apareció el
caballero!).
Cuando se van los comediantes, todavía quedan
(c.12) los atributos: la corona de oro, las pintadas alas de Cupido, los cetros
y coronas, pero luego la denuncia del engaño se expande por la arbitrariedad
entre actores y papeles. De modo que la última serie incorpora figuras más
costumbristas: el rufián, el embustero, el mercader, el soldado, el simple
discreto, el enamorado simple, para terminar «embutiéndose» en la gran dupla
que representa al mundo: los emperadores y pontífices. Armas y letras como
síntesis de la comedia de la vida.
Las series se construyen y deconstruyen, y
ponen el juego del lenguaje como verdadero protagonista del episodio. Dentro de
la carreta no hay una jaula con un cuerpo, sino un lenguaje artificiosamente
eficaz, propio de la creación humana. Más allá de la alegoría
explícita (la vida como un teatro), el episodio está mostrando esa nueva
tensión entre el entre sujeto y objeto, o entre artista y realidad, propia del
manierismo. Recordemos la leyenda esculpida en la fuente que bordea el camino
del Caballero del Lago (1605): «el arte, imitando la naturaleza parece
que allí la vence».[19] No
se trata de reproducir la naturaleza, sino la imagen interior de ella, que Dios
inculca en el artista. Los iconólogos hablan del «disegno interno».[20]
Por eso, la lectura del artificio puede
parecer loca, pero guarda una relación de verdad. Una vez que el libresco y
nominalista don Quijote recupera el cuerpo hasta el sacrificio (final de 1605),
emprende el difícil camino de ser él mismo y no otro.[21] Por este derrotero nos
encontraremos con la jaula de grillos y su funcionalidad alegórica.
La novela trabaja la restitución de identidad
del héroe a través del tópico del «retrato de Dulcinea», que no analizamos
aquí. Sólo diremos que después de atravesar «la serie natural» (capítulos
12-29), la comedia de la casa de los duques (capítulos 30-58 y algunos en la
vuelta), don Quijote se apresta a diferenciarse de su doble apócrifo, en la que
llamamos «serie artificial» (capítulos 59, 70, 72 y 74). Allí se suceden : la
noticia de la existencia de otro don Quijote, el falso Quijote como libro
impreso, la visión de su destino, el infierno, y por fin, el encuentro cara a
cara con Álvaro Tarfe, personaje omnipresente del libro apócrifo.
Desde el 59, conocemos el estatuto de verdad.
En una venta, tabique de por medio, Don Quijote oye a dos visitantes, don Juan
y don Jerónimo, hablar de los personajes apócrifos. Traspasa el tabique y se
presenta a los visitantes: «Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro
nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia».[22] En
el capítulo 72, un escribano sienta por escrito la falsedad de los personajes
de Avellaneda. En el 73, don Quijote lleva consigo la jaula de grillos.
Quien otorga el crédito es el personaje
creado, don Quijote, no el autor, Cide Hamete Benengeli. Por eso, la novela
cierra con un final trascendente. Más allá de la muerte del personaje «don
Quijote», en las playas de Barcelona, y más allá aun de la muerte del hidalgo
en la aldea, en ese fin de libro que la crítica descarta como «colofón», se nos
permite atisbar el sercreto de la creación humana. Diríamos, su disegno
interno.
Cide Hamete pone un discurso en boca de su
mediadora, la pluma: «Para mí sola nació don Quijote y yo para él; él supo
obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno…». Con palabras del Cantar
de los cantares (6,3 y 7,11), que son también las de coplas populares
cantadas en la bodas, se cumplen las profetizadas a don Quijote, en vis
burlesca, desde 1605.
Es que en el misterioso amor del autor y su
personaje, el sujeto creador es el personaje, a su vez disegno interno
que la pluma exterioriza. Una estructura dentro de otra.
Las jaulas son figuras de esta inclusión que
camina a la unidad. En la jaula de 1605 el carro contenía una jaula que
guardaba un cuerpo. Intertextos mediante, aparecía la alegoría del carro que
transportaba el Arca con la escritura antigua adentro. Otra vez, intertextos
mediante, reconocíamos la alegoría Eucarística. Los interiores de los carros
resultan homologables, y se produce la alegoría del cuerpo de don Quijote como
el de Cristo. En 1615, la jaula de grillos que don Quijote lleva consigo augura
la resurrección del cuerpo de don Quijote. Los continentes –la escritura
antigua y la actual, la de este libro que escribe la pluma– se ponen en
contacto, y, por transición llegamos a la ecuación final, la transubstanciación
en libro de don Quijote, equiparable a la de Jesús en Eucaristía.
Todo un poco complicado, pero ocurre que la
estética manierista tensa hasta el límite, y a favor del artificio, obra del
hombre, la fundante homologación que proclama el Renacimiento: la dignidad del
hombre radica en que este es creador a imagen de su Creador. Recordemos, una
vez más, la inscripción en la fuente del episodio que narra el mismo don
Quijote, no casualmente como defensa de los libros de caballerías: «el arte,
imitando a la naturaleza, parece que allí la vence».[23]
Bibliografía
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Notas
1 Cfr. Augustin REDONDO: Otra manera de leer el ‘Quijote’. Castalia, Madrid, 1997, y En busca del ‘Quijote’ desde otra orilla. Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 2011
[2] Cfr. Javier García Gibert: Los fundamentos epistemológicos del conceptismo. En: Pedro Aullón de Haro (ed.): Barroco. Verbum, Madrid, 2004, pp. 483-520.
[3] Cfr. Michel de Foucault: Los nombres y las cosas. Traducción de
Elsa Cecilia Frost. Siglo xxi,
Buenos Aires, 1985.
[4] Cfr. Javier García Gibert. Los fundamentos
epistemológicos del conceptismo.
[5] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. 2ª edición, a cargo de Celina Sabor de Cortazar e Isaías Lerner. Eudeba, Buenos Aires, 2005, t. I, c. 46, p 411.
[6] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c. 47, p 415.
[7] Las enormes mulas remiten a las que montan los frailes benitos en el c.8, en el episodio del vizcaíno, que recuerda el Benedictus, anuncio de la llegada del Salvador (ver detalles en mi Seminario sobre el ‘Quijote, de próxima publicación en Eudeba. También allí se podrá ver la representación litúrgica, a partir del análisis de «La cueva de Montesinos» y de los episodios ocurridos en la casa de los duques).
[8] Joseph Ratzinger: La hija de Sión. Estrella de la mañana, Buenos Aires, 1977, p.19.
[9] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c.50, p. 437.
[10] Salvador J. Fajardo: The Enchanted Return: On the Conclusion to Don Quijote I. En: Journal of Medieval and Renaissance Studies, 16, 2 (1986), pp. 233-251.
[11] II Sam, 6. La Biblia. El libro del pueblo de Dios. Traducción de Armando J. Levoratti y Alfredo B. Trusso. Editorial San Pablo: Buenos Aires, 1981.
[12] Leo, por ejemplo, las descripciones iconográficas de Santiago Sebastián López: Contrarreforma y Barroco. Lecturas iconográficas e iconológicas. Alianza, Madrid, 1989. En «El arte al servicio del dogma», se documenta la relación del Arca con las tablas de la Ley con la Eucaristía. A propósito del templo del Colegio del Patriarca, en Valencia, del que el arzobispo Juan de Ribera, mentor y mecenas de la obra, amigo en ideales del arzobispo de Sevilla Niño de Guevara (nos llama la atención), escribió en las Constituciones su propósito de fundar una iglesia dedicada a los oficios del Santísimo Sacramento. Y agrega: «tan grande es la vieja Ley con el templo, que avía de ser traça y modelo del nuevo y soberano templo que residen, no en las tablas de la ley, ni en la urna del Maná, ni en la vara de Aarón, sino en el verdadero y vivo cuerpo de Iesu Christo Nuestro Señor» (pp.177-178).
[13] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c. 47, p. 415.
[14] Teodoro el Estudita: Antirrheticus III, I, 13; PG 99, 396; citado por el P. Alfredo Sáenz, en El ícono, esplendor de lo sagrado. Gladius, Buenos Aires, 1991, pp. 81-82. Subrayado mío.
[15] Cfr: Juan Diego Vila: Eternidad y finitud de Alonso Quijano: don Quijote, la Sibila y la jaula de grillos. En: Filología XXVI, 1-2 (1993), pp. 223-257. Sobre el grillo, en el simbolismo chino, ver ‘grullon’, en: Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: Dictionnaire des symboles. Seghers, Paris, 1974.
[16] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. II, c. 6, p. 506.
[17] En el marco de la dramatización de las relaciones entre naturaleza y artificio, ver: Clea Gerber, «Contravenir el orden de la naturaleza: sobre partos antinaturales en el Quijote. En: Letras del Siglo de Oro español, ed. de Graciela Balestrino y Marcela Sosa, Universidad Nacional de Salta, Salta, 2012, pp. 249-254.
[18] Ver el capítulo a ella destinado en Augustin Redondo: Otra manera de leer el ‘Quijote’.
[19] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c.50, p.435.
[20] Me ha sido útil el capítulo «Manierismo» de Erwin Panofsky: Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte. Traducción de María Teresa Pumarega. 5ª edición. Cátedra, Madrid, 1984, pp.67-92. En la p.74, la definición de Dolce nos recuerda a la de la fuente del c.50. Interesa, para el Quijote, la síntesis sobre Zuccari, en que reproduce la Suma de Santo Tomás (I,1,15), y su teoría sobre la imagen (disegno interno) que Dios inculca en los ángeles y, y, sumada la sensibilidad , en los hombres.
[21] Ya desde el Prólogo de 1615 se establece una gran diatriba contra Avellaneda, el autor apócrifo, ilustrada por dos cuentos de perros y libros. El primero es el del loco de Sevilla, que inflaba un perro por el ano con un cañuto. La alegoría está explicitada: el perro es un libro; hinchar es crear. El otro cuento es el del loco de Córdoba, que tiraba una losa que traía en la cabeza sobre los perros. La alegoría se complica con la intervención de un bonetero, pero en definitiva los perros se salvan con una lectura que equivoca nombres y cosas (el loco cree que todos los perros son podencos); en cambio, los libros malos son más duros que la piedras.
La mediación de una lectura loca parece adquirir un valor salvífico. Rescata el verdadero sentido. Ya no se trata de recrear el mundo a imagen de los libros, sino de ofrecerle su sentido invisible. No se trata de cambiar la realidad, sino de leerla, transformarla en imagen interna. Por eso, si 1605 tematizaba el cuerpo, 1615 se ocupa de la cabeza y de todas sus funciones, entre ellas, leer la realidad como un lenguaje.
[22] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. II, c.59, p. 848.
[23] Miguel de Cervantes Saavedra: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, t. I, c.50, p.435.