doi: https://doi.org/10.25185/2.7
El sufrimiento y el perdón. Aportes levinasianos
The suffering and the forgiveness. Levinas’ contributions
Analía Giménez Guibbani*
Universidad de Montevideo - Universidad Católica
del Uruguay (Uruguay)
*Profesora de Filosofía (2009) y Licenciada
en Humanidades, opción Filosofía, por la Universidad de Montevideo (2011).
Máster en Educación por la Universidad de Jaén (2015). Doctorado en Filosofía
en curso en la Universidad Católica Argentina. Coordinadora y docente del área
de Antropología del Departamento de Formación Humanística de la Universidad
Católica del Uruguay. Docente en la Universidad de Montevideo. Línea principal
de investigación: fenomenología s. XX, intersubjetividad.
Resumen: Este
artículo tiene como objeto situar y problematizar lo que es para mí uno de los
temas más importantes de nuestro tiempo: el sufrimiento, entendido como mal, y el
perdón, como recurrencia al Bien. En primer lugar presento el análisis
fenomenológico del sufrimiento en Levinas, que concluye en subrayar la primacía
del Bien; y en segundo lugar me dirijo a esclarecer algunos elementos que hacen
al fenómeno del perdón.
Palabras clave: sufrimiento;
mal; perdón; Bien.
Abstract: The aim of
this article is to put in context and problematize what, in my opinion, is one
of the most important topics of our time: the suffering, understood as evil,
and the forgiveness, as recurrence to Good. The first one presents the
phenomenological analysis of the suffering in Levinas, which concludes
emphasizing the primacy of Good. In the second one, I will try to clarify some
elements that make to the phenomenon of forgiveness.
Keywords: suffering; evil; Good; forgiveness.
Recibido: 19/01/2016 - Aceptado: 23/06/2016
Introducción
Las ideas que van a presentarse en este
artículo no son las centrales en la obra de Emmanuel Levinas, de modo que
pretendo utilizar su pensamiento como instrumento, lo que supone la convicción
de que su unión con otros aportes conduce a una mirada enriquecida,
imprescindible para iluminar un asunto tan complejo y vivencial como el del
sufrimiento y el perdón, no siempre abordados de forma conjunta y articulada.
Esta convicción responde también a la
necesidad de plantear algunos distanciamientos del pensamiento del autor,
entendiendo que la función
de la crítica no es rechazar un planteo sino mejorarlo desde dentro. Aquí
reside la contribución y el enfoque de este estudio tendiente a vincular y
acercar perspectivas de diversos pensadores, en un tema que cuenta con absoluta
vigencia y urgencia, al tiempo que posee un fondo experiencial que aunque
exceda la capacidad de la comprensión humana, exige reflexión y acción.
Hay motivos para sostener que la sociedad
debe afrontar en serio el problema del mal, sin ignorar su causa y alcance.
Miguel García-Baró expresaba en una conferencia hace pocos años que si no se
mira al mal con precisión y fuerza es imposible hablar del bien; no perderle la
vista al mal es abrirse a la esperanza y uno puede así vivir abierto al mandamiento
del otro, como proponía Levinas. Del mismo modo, Juan Pablo II decía que ir a
la raíz del mal puede enriquecernos y conducirnos al bien.
Con apoyo en estas reflexiones, el siguiente
escrito consta de dos apartados. En el primero emprendemos la consideración del
sufrimiento entendido como imagen del mal, y en el segundo, del perdón como fe
en la capacidad del bien para renovarse.
El
sufrimiento y la primacía del Bien[1]
En esta sección nos proponemos revisar el
análisis fenomenológico del sufrimiento en Levinas, que concluye en subrayar la
primacía del Bien como lo originario. Si bien este tratamiento del sufrimiento
se alinea con la intención general de este trabajo de tratar la cuestión del
mal, se establecerán algunos matices, en el marco de un gran aprecio por el
autor, y en diálogo con otros filósofos que complementan y amplían la
perspectiva.
Según
Levinas, «toda la agudeza del sufrimiento se debe a la imposibilidad de huir de
él, de protegerse en sí mismo contra sí mismo; se sostiene en el desapego
frente a toda fuente viva. Imposibilidad de retroceder».[2]
El dolor
impone una pérdida de uno mismo, ausencia de todo refugio, es una forma de
anunciarse la muerte, «comporta una especie de paroxismo, como si algo aún más
desgarrador que el sufrimiento se fuera a producir, como si a pesar de toda la
imposibilidad de retroceso que es el sufrimiento, todavía quedara espacio para
un acontecimiento, como si aún fuera necesario inquietarse por algo, o
estuviéramos en víspera de un acontecimiento que seguirá al que ya ha hecho su
aparición con el sufrimiento».[3]
El autor:
pretende mostrar a la conciencia
como revulsiva y no como «aprehensión»: el sufrimiento escapa a la comprensión adoptando la
forma del «no-soportar-se». Es el lugar en el que la pasividad significa
originalmente puesto que «en su
pese-a-la-conciencia, en su mal, el sufrimiento es pasividad […] es un puro
padecer».[4]
Padecer la adversidad del sufrimiento que no significa acogerle en la
conciencia activa. Así, en el sufrimiento,
la sensibilidad se revela como vulnerabilidad: sufrir es siempre sufrir-se. [5]
En cuanto a
la relación entre sufrimiento y mal, Levinas señala que «el mal es un exceso en
su esencia misma [y que] todo mal remite al sufrimiento».[6]
El dolor nos enfrenta con el tema del significado
del mal, «es una incisiva imagen del mal».[7] Levinas, al igual que Kant, se refiere al mal en
términos de tentación y de seducción, no obstante sostiene que aquel proviene
de «la encarnación misma del sujeto [el cual experimenta el impulso de separarse del Bien, de
desobedecerle y de preferir] el mal
seductor y fácil».[8]
Aquí es interesante señalar una cuestión de
suma importancia que es la fragilidad humana unida a la corporeidad. El hombre
es capaz de sufrimiento, le caracteriza su vulnerabilidad, y esto no significa
que el cuerpo sea malo sino que el mal no puede desaparecer, lo cual estaría
esbozando una cierta «necesidad».
En su
artículo «Trascendencia y maldad» de 1978, Levinas describe lo que llama la
fenomenología del mal en tres momentos: exceso, intención y horror. Nos
detenemos en el mal como exceso y en el horror del mal.
«El mal se
experimenta como «algo» y sin embargo desafía toda categorización, hay algo en
él que elude la comprensión y síntesis absolutas que es la negatividad o el
«no» del mal, como concreción de lo inútil».[9]
Escapa a toda medida y a todo intento de aislarlo y describirlo, a toda
voluntad de comunicarlo. Es siempre la experiencia de un límite: de un cuerpo,
de una psiquis, o del entendimiento (de lo explicable). El sufrimiento rompe la relación del sujeto con el
mundo, en este sentido es un hecho íntimo e incomunicable, «es un fracaso del
lenguaje».[10]
Sin
interrumpir la continuidad de este desarrollo, una referencia importante a la hora
de problematizar la cuestión del mal es la filósofa judío-alemana Hannah
Arendt. La autora, en línea con Levinas, se refiere al mal como exceso que no
se puede integrar a las categorías normales de sentido y razón, y que en
definitiva, nos enfrenta con los límites de nuestra comprensión. En sus
palabras «[el mal] “desafía” al pensamiento, según dije, porque el pensamiento
trata de alcanzar alguna profundidad, de ir a la raíz, y en el momento en que
se ocupa del mal se ve frustrado porque ahí no hay nada. Tal es su “banalidad”.
Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical».[11]
Levinas
estaría de acuerdo en esta última afirmación puesto que en el horror, como otro momento de la «fenomenología del mal», «está el origen del mayor impulso de buscar una
reconciliación con él, pero a su vez, la revelación de mi asociación con el
Bien, más allá del ser, y la oportunidad de apertura a los demás. El mal no es
absoluto, el Bien es anárquicamente anterior; no están pues en un plano
simétrico»[12] de modo que «ni al lado, ni
frente al Bien, sino en el segundo lugar, por debajo, más abajo que el Bien».[13] En Levinas, hay una crítica
insistente al intento de reconciliación dialéctica del bien y el mal que se
materializa en la sentencia del «fin de la teodicea» a la que apuntaremos
luego.
«Dos
conceptos importantes surgen, a mi modo de ver, de esta «fenomenología del mal». Primero, a pesar de que
el camino hacia el Bien tenga que atravesar la negatividad del mal y el dolor,
hay un lazo, una alianza incondicionada entre el hombre y el bien»[14], más antigua que la
elección, alianza que el mal puede corroer pero no destruir.[15] De modo que lo verdadero y
constitutivo es el Bien, la infinitud de la responsabilidad del yo al otro que
«no deja a quien lo acoge tiempo para volverse y explorar; el Bien, cuya
urgencia no es un límite impuesto a la libertad, sino que da testimonio, más
que de la libertad, más que del sujeto aislado al que la libertad constituye,
de una responsabilidad irrecusable».[16]
En esta
primacía del Bien de la que habla Levinas estimo que existe un punto de
contacto con el pensamiento de Juan Pablo II. Para él «la historia de la
humanidad es una «trama» de la coexistencia entre el bien y el mal [donde ambos
crecen en el mismo terreno que es la naturaleza humana la cual] ha conservado
una capacidad para el bien».[17] Y es una incógnita según
él, esa parte del bien que el mal no ha alcanzado y destruido, y que se difunde
a su pesar. Del mismo modo, observábamos como Levinas hace referencia a esa
adhesión primigenia con el Bien que el mal no alcanza a derrocar. Y a pesar de
que en Levinas es la ruptura con el ser lo que da lugar al Bien, creo ver un
encuentro en esta primacía, al tiempo que en la idea de que el hombre debe
saberse vulnerable ante el mal.
En segundo
lugar, surge de este análisis fenomenológico, la necesidad de «distinguir el
sufrimiento en mí y el sufrimiento en otro, puesto que el fenómeno mismo del
sufrimiento inútil es el dolor de los otros».[18]
Esta
distinción se asienta en una tesis antropológica que concibe «al sujeto como de
antemano expuesto a la interpelación del otro, porque el sufrimiento es humano
cuando se convierte en por-el-otro, cuando es sufrimiento que ilumina,
sufrimiento del amor, expiación».[19] Nuestro autor recuerda en
este punto un diálogo talmúdico que muestra que «el prisionero no puede
liberarse solo de su encierro»[20] y que «el hombre libre está
consagrado al prójimo, nadie puede salvarse sin los otros».[21]
«Entiende al sujeto como confinado a responder del otro hasta el punto de
«vaciarse de su ser» por él; el sí mismo está encarnado para ofrecerse, para
sufrir y para dar, incómodo en su piel».[22]
Incapacidad de escapar de mis responsabilidades respecto al otro.
Levinas
interpreta la existencia originaria como ligazón intersubjetiva, esa es nuestra
identidad de «persona». El autor postula el primado de la alteridad en el
establecimiento de la relación. Esto planteado con una absoluta radicalidad por
su parte como advertimos en este pasaje: «el Mesías es el justo que sufre, el
que cargó consigo el sufrimiento de los demás. ¿Quién carga a fin de cuentas
sobre sí el sufrimiento de los demás, sino el ser que dice “Yo”? El hecho de no
eludir la carga impuesta por el sufrimiento de los otros define la ipseidad
como tal. Todas las personas son el Mesías […]
El Mesianismo […] es mi poder de soportar
el sufrimiento de todos».[23]
Podría aquí
oponerse la idea de una interioridad anterior, que permita la receptividad del
otro. Esta idea tiene muchas dificultades si se la ha de pensar desde Levinas,
que exceden este escrito. Pero sí cabe la alusión a un problema fundamental
ligado con el asunto mismo de este trabajo: el sufrimiento es la «muestra»
fenomenológica de la pasividad radical subjetiva que instaura toda
subjetividad. Y la alianza «originaria» con el Bien, no es la de un sujeto con
capacidad de sí y de interioridad que decide aliarse, sino precisamente lo
contrario; el Bien se muestra interpelando al sujeto desde-siempre-ya, para
usar un giro poético privilegiado por Levinas. De este modo, hay un concepto
que aparece en el horizonte que es la noción de «persona»; muy valiosa por la
tradición personalista, pero que en Levinas tiene matices propios.
Es preciso
reparar entonces en que Levinas no niega la identidad, como podría concluirse
precipitadamente. Esto puede constatarse revisando toda su fenomenología de la
separación en la obra Totalidad e Infinito.
Ahora bien,
el mal consiste según Levinas en «la posibilidad de no despertar al otro [y]
pertenece al orden del ser en sentido estricto, mientras que, al contrario, el
ir hacia el otro es la irrupción de lo humano en el ser, es «de otro modo que
ser”».[24] Es así que constituirse
como humano sería entonces trascender esa lógica del ser respondiendo
éticamente al sufrimiento del otro, encontrarse en su fragilidad, someterse a
su llamada. La reflexión de Levinas se dirige a la disponibilidad a soportar el
sufrimiento de los otros.
Como vemos,
el mandamiento ético es aquí previo a la cuestión del ser, lo cual también
puede ser discutible si entendemos que la ética necesita de una base metafísica
sólida. Tal vez esto podría haber evitado a Levinas un lenguaje por momentos
evasivo. Cabe asimismo una observación, y es que el autor no tiene en cuenta la
cuestión del mal como privación, de ahí la facilidad de hablar de él como de
algo real. Sin duda que Levinas se aleja aquí de la concepción clásica según la
cual el mal no es ser, sino que es privación, carencia de ser, de bien, pero
nunca carencia absoluta. Esta noción clásica en el pensamiento metafísico, es
ciertamente problemática en la obra de Levinas. Pero el valor aquí de su
pensamiento, es trabajar una fenomenología de dos experiencias humanas que
claramente significan una transformación radical de la metafísica clásica.
El
sufrimiento inútil
No se puede
olvidar el Holocausto, evento que atraviesa la reflexión levinasiana y donde el
mal se presenta como algo real y positivo. De modo que como reflexión de esta
sección se propone una referencia breve al siglo XX en tanto experiencia y
concreción del mal, lo que servirá de nexo con el abordaje del perdón.
Levinas
halla que el sufrimiento puede tener una finalidad biológica o una utilidad
social, pero que igualmente puede ser alcanzada por el exceso del mal.
Enseguida cuestiona: «¿no es la experiencia humana el testimonio histórico de
la maldad y de la mala voluntad?».[25]
Según él, al
igual que Arendt, el mal que estalló durante el período nazi dejó a la moral
expuesta, revelando la ineptitud de la ética tradicional para tratar el
problema del mal. Ambos pensadores creen que el totalitarismo es lo que exige
repensar el significado del mal y de la responsabilidad.
En su ensayo
«El sufrimiento inútil» de 1982, Levinas declara que estamos viviendo la época
después del «fin de la teodicea». Esta sentencia implica que debemos renunciar
al «plan de conjunto» utilizado para divisar en el sufrimiento absurdo, un
sentido y un orden, puesto que asistimos a la destrucción del equilibrio entre
la teodicea y las formas que asumió el mal en el siglo XX.[26] Es así que a partir de las reflexiones del
filósofo judío canadiense Émil Fackenheim sobre el genocidio nazi del pueblo
judío, Levinas concluye que se trata del «dolor en toda su malignidad y sin
mezcla, sufrimiento en vano [lo que] hace
imposibles y odiosos todos los pensamientos o declaraciones que explicarían el
sufrimiento por los pecados de quienes sufrieron o murieron».[27] El bien que no llega a
triunfar revela un Dios que apela a la madurez del hombre, completamente
responsable, «pero de inmediato ese Dios que oculta su rostro […] llega desde adentro».[28] De manera que no propone renunciar a Dios
sino que convoca a «una fe más difícil que nunca, una fe sin teodicea».[29]
Desde otra
perspectiva, Arendt se aventura a desentrañar el fenómeno del totalitarismo e
introduce la noción de «banalidad del mal» como la falta de reflexión por la
que los hombres pueden asentir cualquier criterio, renunciando a la
responsabilidad de pensar sobre sus acciones, como lo haría una persona libre.
El objetivo del totalitarismo es según Arendt, hacer a los seres humanos
superfluos, desarraigarlos, destruyendo su individualidad. Encuentro esta idea
próxima al pensamiento de Levinas cuando el autor afirma que «la violencia no
consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las
personas, en hacerles desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en
hacerles traicionar, no sólo sus compromisos, sino su propia sustancia; en la
obligación de llevar a cabo actos que destruirán toda posibilidad de acto»[30].
Finalmente,
Juan Pablo II también señala al siglo XX como escenario de la «erupción» del
mal, pero al mismo tiempo como «espectador de su declive».[31]
Halla que la única verdad capaz de contrarrestar el mal de esas ideologías es
que Dios es Misericordia. Así Levinas afirma que en la teología judía, el arma
principal de Dios es la misericordia.
Se podría
pensar que el mal de los campos de concentración es más fuerte que cualquier
otro bien, es por esto fundamental interrogarse y profundizar en el significado
del verdadero perdón que no es sino «recurrir al bien, que es mayor que
cualquier mal».[32]
El perdón
como recurrencia al Bien
En esta
segunda parte se pretende una aproximación, fragmentaria desde ya, a la esencia
del perdón como acto voluntario y fenómeno moral de recurrencia y renovación
del Bien; destacando algunos elementos que permiten articular los dos temas
fundamentales que constituyen este trabajo—el sufrimiento y el perdón—.
Los aportes
de Levinas se ven aquí especialmente enriquecidos con otras contribuciones que
añaden al despliegue del tema, con el objeto de deshilar y vislumbrar mejor el
sentido y la necesidad de un perdón auténtico.
Juan Pablo
II sostiene que «la Redención es el límite divino impuesto al mal por la simple
razón de que en ella el mal es vencido radicalmente por el bien».[33] Y según Levinas la forma
por excelencia de la redención es el perdón, «excedencia de felicidad», el cual
representa una reversibilidad en el orden del tiempo, implica tomar el pasado
como ocasión para redimirlo y purificarlo.
El perdón
repara, libera, puesto que «el hombre encuentra en el presente algo que puede
modificar».[34] Es así que el perdón nos
relaciona con el pasado y tiene un carácter de reparación; el hombre es capaz
de remediar, de «deshacer» aunque sea en parte, el carácter irreversible de la
acción humana; la neutraliza, deteniendo la cadena de consecuencias negativas.
Tiene aquí
sentido referirnos al vínculo que Arendt establece entre el perdón y la
promesa, como:
dos facultades que van juntas en cuanto que una de ellas, el
perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado […] y la otra, al obligar mediante promesas, sirve
para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición,
islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la
duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres
[…] Por lo tanto, ambas facultades dependen
de la pluralidad, de la presencia y actuación de los otros, ya que nadie puede
perdonarse ni sentirse ligado por una promesa hecha únicamente a sí mismo.[35]
El perdón
implica una restauración, y asimismo una creación, un comenzar de nuevo; es así
que también se juega el futuro porque la responsabilidad ante el perdón es el
compromiso presente frente a él, compromiso de no repetición, apertura de un
porvenir. A propósito de esto, Levinas reflexiona y se pregunta: «el porvenir surgido
en cada nuevo instante ¿no da ya al pasado un sentido nuevo? En este sentido,
antes que alejarse al pasado ¿no lo repara? […] Este comenzar de nuevo del
instante, este triunfo del tiempo de la fecundidad sobre el devenir del ser
mortal que envejece, es un perdón, la obra misma del tiempo […] El perdón conserva
el pasado perdonado en el presente purificado».[36]
De este
modo, el perdón no es negación ni olvido del mal, porque conserva,
recuerda. Jacques Derrida halla que «el perdón debe suponer una memoria
integral en cierto modo […] Para que haya perdón, es preciso que se recuerde lo
irreparable o que siga estando presente, que la herida siga abierta».[37] Y esa «hostilidad
destructora» que el «mal radical» supone —el que hace surgir la cuestión del
perdón según Derrida— sólo puede dirigirse a
lo que Levinas llama el «rostro
del otro».[38]
El perdón obra como la esencia del reconocimiento del Otro, nos dice que
todavía hay una posibilidad de reconciliación, de paz, es la fuerza de la
dignidad que se abre paso como un bien común. Perdonar no es ocultar la ofensa sino que
demanda reconocimiento; lo decisivo del perdón, que da lugar a una nueva
concepción de su relación con la justicia, es precisamente la unión de una
clara desaprobación del mal con una acogida de aquel que lo ha provocado.
Al decir de
Levinas «hay dos condiciones para el perdón: la buena voluntad del ofendido y
la plena conciencia del ofensor»[39] por lo que el perdón
compromete entonces dos singularidades. Por parte del ofensor podemos hablar
del fenómeno del arrepentimiento, y por parte del ofendido de la necesidad de
separar al culpable de su falta, de deshacer de algún modo la conexión entre
sujeto y acción. Se esclarecerán ambos elementos, con especial énfasis en el
segundo, de vital relevancia para entender y vivir el perdón verdaderamente.
En lo que
atañe al arrepentimiento, Levinas afirma que para que el otro me perdone debo
antes apaciguarlo, pedir el perdón, y ligarme a un compromiso de mejoramiento
de modo que la responsabilidad del ofensor es una premisa del perdón entendido
como fenómeno moral[40].
A través del
arrepentimiento lo que podemos es disponer de nuestro pasado, lo cual permite
que podamos de alguna manera modificar el sentido de vivencias pasadas y
reintegrarlas así en el curso de nuestras vidas. En este sentido, Robert
Spaemann afirma que «el arrepentimiento, es también un modo de integrar
nuevamente lo ocurrido a través de una “revalorización”»,[41]
de una significación nueva, al igual que en el perdón, como veíamos antes. Cabe
añadir, que ni el perdón ni el arrepentimiento eliminan la ofensa, no se trata
de un intercambio.
Es dable
pensar, que el arrepentimiento es una condición del perdón pues contribuye a la
«purificación de la memoria». Si bien nuestro autor insiste en que el perdón es
respuesta al arrepentimiento del culpable, tanto en el judaísmo como en el
cristianismo existe otra figura del perdón, como don gratuito que se ofrece más
allá del arrepentimiento.
El
movimiento del perdón parece tensado por estas dos lógicas no contradictorias.
Por una parte, el perdón solo puede concederse donde hay petición; pero por
otra, es incondicional, es un don que se otorga en libertad. Este segundo
sentido, nos coloca frente al segundo elemento a la necesidad de reconocimiento
y afirmación de que el receptor del perdón es una persona.
El espíritu
del «ojo por ojo» se construye sobre la «lógica» de la identificación del
ofensor con su ofensa y «no puede obligarse al perdón a los hombres que exigen
la justicia del talión».[42] Perdonar es descubrir al
otro como una persona que aunque responsable, no es reducible a sus actos pues:
el culpable es siempre más que
aquello en lo que se ha convertido mediante su modo injusto de proceder […] El verdadero perdón afirma, por el contrario,
la naturaleza del otro y restaura su humana teleología […] descubre incluso en la acción negativa aquella
posibilidad positiva cuyo envilecimiento dio lugar a la acción. El perdón no
exige al otro que se desprecie a sí mismo ni su específica condición natural,
sino que la descubre.[43]
El perdón
supone situarse más allá de los límites y la negatividad del otro, para
apreciarlo en su ser personal, percibiendo y aceptando su realidad, su finitud
y la mía, reconociéndolo en su naturaleza esencial y siempre digno de respeto.
Implica una «actitud benevolente» que nos permite «mirar» a aquel que nos ha
ocasionado un mal desde una nueva posición.
En la misma
línea, Arendt entiende que detrás del perdón se encuentra el respeto, la phília
polítíké, una consideración honda y viva de la persona,
independiente de sus atributos y logros, que es suficiente para impulsar
el perdón. Y reflexiona que «la moderna pérdida de respeto, o la convicción de
que sólo cabe el respeto en lo que admiramos o estimamos, constituye un claro
síntoma de la creciente despersonalización de la vida pública y social […] Encerrados en nosotros mismos, nunca
podríamos perdonarnos ningún fallo o transgresión debido a que careceríamos de
la experiencia de la persona por cuyo amor uno puede perdonar».[44]
La vida
social puede ser interpretada como una gran red de actos de reconocimiento o de
falta de este; la realidad del mundo está garantizada por la presencia de los
otros. Ya no podemos vernos como individuos aislados buscando ser a pesar
del resto, sino más bien, como sujetos que nos construimos en relación de
reconocimiento con los demás, personas-en-relación. Estamos unidos a los demás
por vínculos que son constitutivos de nuestra persona. Por ello, no podemos
permanecer indiferentes frente al sufrimiento de otro ser humano, que siempre
es vivido como llamado.
En
definitiva, es posible afirmar que el perdón en su condición de dádiva, aporta
a la realidad la convicción esperanzada de que los hombres siempre son capaces
de oír la llamada del bien, y de comenzar una nueva relación con sus
semejantes. Aquí el perdón se parece tanto al amor nacido de la voluntad, que
se funde con él. Cuando se ama se afirma y se acepta al otro como persona;
aceptación que comprende y exige al perdón como acto profundamente humano de
redención y salvación.
Es así que
los hombres no podemos prescindir del perdón; primero porque tenemos libertad y
esta es la puerta que abre al mal, que solo puede ser superado y limitado por
el bien del perdón. Pensemos en el mal uso de la libertad, donde el dolor se
traduce en el descubrimiento de que «la libertad consiste en saber que la
libertad está en peligro».[45]
Y en segundo
lugar porque definitivamente somos con otros y necesitamos restituir la
unión con ellos; mirar de frente al mal, reconocerlo y enfrentarlo con amor.
Perdonar es otorgar confianza que salva al otro y puede ayudarlo a cambiar. El
perdón, en su carácter unitivo, es tan necesario
para el ofensor como para el ofendido, pues se dirige al «restablecimiento del hombre como identidad» concreta, lo no puede hacer él por sí mismo; pero
también se orienta al que perdona, que no es juez sino que también necesita del
perdón.[46]
Para
terminar querría hacer una mención a la relación entre justicia y perdón. Si es
a la víctima a la que corresponde el derecho de perdonar, entonces aunque el
perdón tenga una dimensión social, este sigue siendo un acto personal, gratuito
y libre por parte del ofendido. Desde el punto de vista de lo colectivo, lo que
corresponde es la justicia, sin embargo por lo antes dicho, justicia y perdón
son compatibles; se condena el mal y se acoge al ofensor. El perdón es difícil
porque no anula las exigencias de justicia ni renuncia a su búsqueda; pero
según Levinas «es necesario que la propia justicia vaya ya mezclada con la
bondad; y esta mezcla es lo que quiere decir la palabra Rahamim».[47]
Finalmente,
comentando el Tratado Makoth (23a-24b) que versa sobre el perdón y la justicia,
Levinas:
presenta el caso de un humano que incumple un mandato que trae
como consecuencia la pena de muerte, pero el Sanedrín puede conmutar la pena
por 40 azotes. Podríamos quedarnos con el patetismo del texto: «¡azotar,
¿cómo?!». Sin embargo, la reflexión de Levinas hace hincapié en el hecho que la
justicia humana es un lugar donde se ejercita la misericordia, donde el juicio
mismo es lugar de reintegración a la comunidad, lugar de perdón.[48]
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Notas
[1] Este apartado tiene como base un artículo de mi autoría que ha sido profundizado y enriquecido para este trabajo. Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta al sufrimiento inútil en Emmanuel Levinas. En Revista Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu. Vol. 45, n° 158, Universidad de San Buenaventura, Bogotá, julio-diciembre de 2012, pp. 99-116. El énfasis en este artículo ha sido el análisis fenomenológico del sufrimiento. El presente trabajo introduce la temática del perdón como perspectiva abierta desde el dolor como mal, pero por la primacía del Bien como lo originario.
[2] Emmanuel Levinas: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Sígueme, Salamanca, 2006, p. 251.
[3] Emmanuel Levinas: Le temps et í’outre, PUF, París, 1983, p. 56.
[4] Emmanuel Levinas: Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro. Pretextos, Valencia, 1993, p. 116.
[5] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, pp. 101-102.
[6] Emmanuel Levinas: Entre nosotros…, p. 116.
[7] David Le Breton: Antropología del dolor. Seix Barral, Barcelona, 1999, p. 129.
[8] Emmanuel Levinas: Humanismo del otro hombre. Siglo XXI, México, 2003, pp. 107-108. La «encarnación» concebida por Levinas remite a la concepción hebraico-talmúdica. Refiriéndose al sentimiento de identidad entre el yo y el cuerpo el autor afirma que «se trata de una adhesión de la que no es posible escapar […] de una unión cuyo gusto trágico y definitivo no podrá ser jamás alterado». Emmanuel Levinas: Los imprevistos de la historia. Sígueme, Salamanca, 2006, p. 32.
[9] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 103
[10] David Le Breton: Antropología del dolor, p. 43.
[11] Hannah Arendt: Una visión de la historia judía y otros ensayos. Paidós, Barcelona, 2005, p. 150.
[12] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta, p. 104.
[13] Emmanuel Levinas: Humanismo del otro hombre, p. 108. Según nuestro autor, el Bien no es una inversión del mal, sino una elevación que ordena y que procede del «mandato divino».
[14] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 104.
[15] Cfr. Emmanuel Levinas: Cuatro lecturas talmúdicas. Riopiedras, Barcelona, 2009, p. 78.
[16] Emmanuel Levinas: Cuatro lecturas talmúdicas, p. 82.
[17] Juan Pablo II: Memoria e identidad. Planeta, Buenos Aires, 2005, pp. 14-15.
[18] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 105.
[19] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 105.
[20] Emmanuel Levinas: Entre nosotros…, p. 118, [nota al pie] «Tratado Berakhot del Talmud babilonio, página 5 b. Rav Hiya bar Abba cae enfermo y Rav Yohanan le hace una visita. Le pregunta: -¿Te convienen tus sufrimientos? -Ni ellos, ni las recompensas que me prometen -Dame tu mano, dice entonces el visitante al enfermo, y el visitante levanta al enfermo de su lecho. Pero sucede que el propio Rav Yohanan cae enfermo y recibe la visita de Rav Hanina. La misma pregunta: -¿Te convienen tus sufrimientos? La misma respuesta: -Ni ellos, ni las recompensas que me prometen. -Dame tu mano, dice Rav Junina, y levanta a Rav Yohanan de su lecho. Pregunta: ¿No podía Rav Yohanan levantarse solo? Respuesta: El prisionero no puede liberarse solo de su encierro».
[21] Emmanuel Levinas: Humanismo del otro hombre, p. 131.
[22] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, pp. 111-112.
[23] Emmanuel Levinas: Difícil libertad: ensayos sobre el judaísmo. Lilmod, Buenos Aires, 2004, pp. 318-319. Es así que «el dolor, este reverso de la piel, es desnudez más desnuda que todo despojamiento; se trata de una existencia que se ofrece sin condición por el sacrificio impuesto, sacrificada más bien que sacrificadora, precisamente porque está marcada por la adversidad o la dolencia del dolor. La subjetividad del sujeto es la vulnerabilidad, la exposición a la afección, sensibilidad, pasividad más pasiva que cualquier pasividad, tiempo irrecuperable, dia-cronía de la paciencia imposible de ensamblar, exposición constante a exponerse, exposición a expresar y, por tanto, lo mismo a Decir y Dar». Emmanuel Levinas: De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Editora Nacional, Madrid, 2002, p. 108.
[24] Emmanuel Levinas: Entre nosotros…, p. 140.
[25] Emmanuel Levinas: Entre nosotros…, p. 120. Cfr. Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 107.
[26] Cfr. Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, pp. 120-121. Cfr. Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 108.
[27] Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 123. En esta misma obra, refiriéndose a Auschwitz, Levinas afirma que es el «paradigma del sufrimiento gratuito, en el que el mal aparece en su horror diabólico». Analía Giménez Giubbani: La ética como respuesta…, p. 121. Y con más intensidad exclama «¡1941! —agujero en la historia— año en que todos los dioses visibles nos habían abandonado, en que Dios verdaderamente ha muerto o ha vuelto a su irrevelación». Emmanuel Levinas: Humanismo del otro hombre…, p. 54.
[28] Emmanuel Levinas: Difícil libertad…, p. 173.
[29] Emmanuel Levinas: Entre nosotros…, p. 124.
[30] Emmanuel Levinas: Totalidad e infinito…, pp. 47-48.
[31] Cfr. Juan Pablo II: Memoria e identidad, p. 13.
[32] Juan Pablo II: Memoria e identidad, p. 30. Levinas estaría de acuerdo con esto. Su filosofía es la prueba de que el bien es mayor que cualquier mal.
[33] Juan Pablo II: Memoria e identidad, p. 36.
[34] Emmanuel Levinas: Los imprevistos de la historia, p. 27.
[35] Hannah Arendt: La condición humana. Paidós, Buenos Aires, 2009, pp. 256-257. El perdón y la promesa no se imponen desde fuera sino que surgen de la voluntad de vivir en común, y nos permiten confiar en la libertad.
[36] Emmanuel Levinas: Totalidad e infinito…, pp. 289-290. El subrayado es nuestro.
[37] Jacques Derrida: ¡Palabra! Instantáneas filosóficas. Trotta, Madrid, 2001, p. 75.
[38] Cfr. Jacques Derrida:
El siglo y el perdón seguida de Fe y saber. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003, pp. 7-39. La ambigüedad del rostro como categoría
ética en la filosofía de Levinas, altura y pobreza, se expresa en la sigiente
cita: «La piel del rostro es la que se mantiene más desnuda, más desprotegida […] hay en el rostro una pobreza esencial. El
rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia […] “No matarás„ es la primera palabra del rostro. Es una
orden. Hay, en la aparición del rostro un mandamiento, como si un amo me
hablase. Sin embargo, al mismo tiempo, el rostro del otro está desprotegido; es
el pobre por el que yo puedo todo y a quien todo debo». Emmanuel Levinas: Ética e infinito, La
balsa de la medusa, Madrid, 2000, pp. 71-75.
[39] Emmanuel Levinas: Cuatro lecturas talmúdicas, p. 46.
[40] Levinas tematiza y presenta a partir de discusiones talmúdicas, el fenómeno del perdón como una dialéctica entre lo comunitario y lo íntimo. Y refiriéndose a la Guemará señala que «es pues muy grave haber ofendido a un hombre. El perdón depende de éste y nos encontramos entre sus manos. No hay perdón que no sea pedido por el culpable. Es necesario que el culpable reconozca su falta; es necesario que el ofendido quiera acoger las suplicaciones del ofensor. Más todavía; nadie puede perdonar, si el ofensor no pidió perdón, si el culpable no buscó apaciguar al ofendido» (p. 181). Y continúa, «el individuo ofendido debe siempre ser apaciguado, encontrado y consolado individualmente; el perdón de Dios, —o el perdón de la historia— no se puede otorgar sin que el individuo sea respetado […] La paz no se establece en un mundo sin consolaciones» (p. 182). Emmanuel Levinas: Faltas contra Dios y faltas contra el ser humano, y la gravedad de la ofensa verbal. En Bernardo Kliksberg (comp.): 21 voces maestras del judaísmo contemporáneo. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, pp. 177-182.
[41] Robert Spaemann: Personas: acerca de la distinción entre algo y alguien. EUNSA, Pamplona, 2000, pp. 222-223.
[42] Emmanuel Levinas: Cuatro lecturas talmúdicas, p. 52.
[43] Robert Spaemann: Felicidad y benevolencia. Rialp, Madrid, 1991, p. 283.
[44] Hannah Arendt: La condición humana, p. 262.
[45] Emmanuel Levinas: Totalidad e infinito…, p. 59.
[46] Cfr. Robert Spaemann: Felicidad y benevolencia, p. 281 y 283.
[47] Emmanuel Levinas: Cuatro lecturas talmúdicas, p. 52. Aclara que «Rahamim» significa «entrañas». Un riesgo final, que es interesante indicar porque el propio Levinas es responsable de él, es el lazo demasiado rápido que podría hacerse de estas cuestiones con el pensamiento religioso. Nuestro autor alude a nociones como Dios, elección, religión, etc., pero siempre salvando la autonomía del pensamiento filosófico y nunca usando ese pensamiento de modo «apologético» o como argumentos de autoridad. Se ha pretendido en este trabajo conservar esa autonomía.
[48] Emmanuel Levinas: Nouvelles lectures talmudiques. Les Editions de Minuit, París, 2005, p. 20. En Jorge Medina: Algunas críticas que desde Levinas pueden hacerse a la noción de «justicia» según Paul Ricoeur y John Rawls. En Arete. Revista de Filosofía. Vol. XXVII, n° 1, 2015, p. 96.