susana sosenski - Infancia y violencia: los robachicos
en las historietas para adultos en México (1945-1950)
doi: https://doi.org/10.25185/4.4

 

Susana Sosenski*

Universidad Nacional Autónoma de México (México)

sosenski@gmail.com

ORCID iD: http://orcid.org/0000-0001-7073-3531

 

* Investigadora Titular, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM

** Investigación realizada gracias al Programa UNAM-PAPIIT IN401917 Espacios para la infancia en la Ciudad de México, peligros y emociones (1940-1960).

 

 

Recibido: 02/03/2018 - Aceptado: 09/04/2018

 

Infancia y violencia: los robachicos
en las historietas para adultos en México (1945-1950)**

Childhood and violence: kidnappers and comics for adults in Mexico (1945-1950)

 

Resumen: En este artículo se explora el acceso que tuvieron los niños mexicanos a las historietas para adultos, en especial a las que retomaron la figura del secuestrador de niños, el robachicos, en el contexto de mediados de siglo XX. Los niños participaron de la cultura de masas que colocaba ante ellos producciones culturales con gran carga visual en las que los niños eran protagonistas de historias que presentaban una alta dosis de violencia. Las historietas mostraban la tensión entre el mundo de los adultos y los niños y exponían un mundo adulto que no sólo se relacionaba a través de la violencia física con los niños sino también de una violencia simbólica en la que los niños no eran escuchados, se permitía su utilización y abuso, se callaba ante las injusticias y los peligros que vivían. El texto muestra cómo en estas historietas se explotaron mercantilmente emociones ligadas al miedo y cómo el hecho de que los niños hicieran uso autónomo de la ciudad se tornó, para los años cuarenta y cincuenta en una actividad riesgosa.

Palabras clave: historietas, secuestro infantil, robachicos, violencia, historia de la infancia, cultura de masas, lectura infantil.

Summary: This article explores the cultural consumption of adult comics by Mexican children, focusing on comics that considered the figure of child kidnappers (robachicos) in the context of the mid-twentieth century. In a time, when mass culture offered a wide range of cultural productions, children were active consumers of high dose violence stories, that had children as protagonists. The comics studied here show the tension between the world of adults and children. In particular, the comics exposed an adult world related to children through physical and symbolic violence where children were abused, not heard and silenced by the injustices and the dangers of urban life. Finally, I analyse how emotions related to fear were commercially exploited in these comics and how the autonomous use of the city by children became, during the forties and the fifties, a risky activity for them.
Keywords: comics, children, kidnapping, robachicos, violence, history of childood, mass media, child readers.

 

A mediados del siglo XX, la Ciudad de México vivió un momento de crecimiento acelerado. El urbanismo, la multiplicación de vías y transportes, la construcción de nuevos fraccionamientos residenciales, multifamiliares y edificios, el alto número de pobladores que habían migrado de regiones rurales, el aumento de lugares de esparcimiento, fábricas, y establecimientos de variados servicios, así como una activa vida pública nocturna, transformaron las relaciones sociales, las formas de habitar la ciudad, y dieron cauce a nuevas ansiedades en torno a la relación de los niños con la ciudad. La modernización de los años cuarenta y cincuenta, en términos tecnológicos, de vialidades y de costumbres, trajo aparejadas nuevas prácticas y emociones en torno a la infancia. Los peligros de la vida urbana para los niños parecieron incrementarse en la percepción de los citadinos: niños y niñas morían atropellados por camiones y tranvías, eran susceptibles de recibir influencias corruptoras de un amplio mundo del hampa compuesto por delincuentes, prostitutas, toxicómanos, alcohólicos, jugadores y traficantes de drogas; y tenían la posibilidad de ser explotados en “centros de vicio” como cantinas o cabarets, billares o casas de citas; además de ser llevados a hoteles o casas de huéspedes.

La urbanización generó nuevas ideas sobre el riesgo social, así como de la relación de los niños con ciertos espacios y personajes. No es fortuito que fuera precisamente en ese contexto en el que el término “robachicos”, que ya se utilizaba décadas atrás para definir a los secuestradores de niños, alcanzara una suerte de cénit en el uso del habla popular e incluso se difundiera allende las fronteras mexicanas diseminándose por varios países de Latinoamérica a través de variadas producciones culturales. Los medios de comunicación masiva, especialmente la prensa, las publicaciones periódicas (magazines, revistas, cómics), el cine, y la radio, desempeñaron una función sustancial en la difusión y construcción social de imaginarios en torno a los sujetos y espacios riesgosos para la infancia, encargándose de acentuar y explotar comercialmente los miedos y terrores individuales y colectivos.

 

 

Importancia de las historietas en México

 

Entre 1945 y 1950 la prensa mexicana dio cuenta ampliamente de decenas de secuestros de niños, pero se concentró en dos casos en especial, que mantuvieron en vilo a un público mexicano ávido de consumir historias truculentas y melodramáticas. El primer caso ocurrió el 4 de octubre de 1945. La víctima fue un pequeño niño de dos años y medio, Fernandito Bohigas, hijo de una familia de clase media. Bohigas fue secuestrado en el patio de su edificio, mientras jugaba con los hijos de la portera. La secuestradora era una mujer de clase media, que no había podido tener hijos y que deseaba ser madre. Al cabo de seis meses, la policía encontró al niño y capturó a la secuestradora. El segundo caso fue el secuestro de Norma Granat, hija de un poderoso empresario cinematográfico. El secuestro se efectuó el 25 de mayo de 1950 y duró pocos días. En este caso, el objetivo de los secuestradores poco tenía que ver con la maternidad: buscaban cobrar una cuantiosa suma por el rescate de la niña. Estos dos casos fueron explotados no sólo por la prensa escrita, sino también por cineastas que vieron en ellos la posibilidad de llenar las salas de cine convirtiéndolos en melodramas fílmicos,[1] por intelectuales que escribieron malogradas obras de teatro con fines políticos[2] y por editores que hicieron de esos secuestros infantiles el argumento central de alargadas y dramáticas historietas.

Los medios de comunicación en su conjunto no sólo hicieron eco de las ansiedades sociales respecto a la desaparición de los niños, sino que contribuyeron a crear “pánicos morales”, expresión que Stanley Cohen utilizó como metáfora para explicar la forma en que los medios de comunicación retoman ansiedades existentes y las reproducen hasta llegar a construir un “problema social” en el que participan también “demonios populares,” sujetos que se encargan de materializar y personificar esas ansiedades.[3] Los secuestros de niños a mediados de siglo en México estaban ocurriendo, sin embargo, las narraciones efectistas y sensacionalistas de la prensa colaboraron en la construcción de una sensación colectiva de que los niños estaban en riesgo constante de ser secuestrados, y que los robachicos se encontraban diseminados en los espacios urbanos. La construcción de estos imaginarios peligrosos para los niños, incidió en las formas en que estos se relacionaron con la ciudad. Las ideas del peligro que corrían los niños estuvieron acompañadas de discursos que enfatizaban la necesidad de limitar su autonomía y clamar por que su tránsito en espacios públicos fuera acompañado de algún adulto. Se organizaron razzias dirigidas a los niños que vivían en las calles, se creó una policía tutelar para vigilar conductas y comportamientos infantiles públicos y el riesgo real del secuestro, pero en especial la construcción mediática a través de narrativas melodramáticas y masivas, fueron mermando el derecho de los niños a la ciudad.

Y es que para entonces México ya había entrado de lleno a la cultura de masas. Se vivía una “época de oro” no sólo en el cine sino también en otras producciones culturales, como las historietas. De los Pepines, como se conocía a la muy famosa serie de historietas nacidas en 1936, se llegaban a vender 320.000 ejemplares por día, e incluso el doble los domingos. Chamaco Chico era también una de las historietas más famosas y tenía una distribución muy amplia.[4] En el mercado editorial circulaban producciones para niños y para adultos. Tenían los más variados temas: historias de charros y luchadores, melodramas amorosos, temáticas deportivas o de superhéroes.[5] Hubo publicaciones de claro corte didáctico, especialmente aquellas dirigidas a los niños, pero otras en las que se buscaba sólo el entretenimiento de los consumidores.

Si bien en México se vivía este auge en la producción de historietas, lo cierto era que los productores mexicanos debían competir con un poderoso e influyente mundo de cómics estadounidenses. Entre 1945 los niños mexicanos podían acceder a decenas de títulos de historietas creadas en Estados Unidos, Trucutu, El llanero solitario, Tarzán, Popeye el marino, Anita y sus amigos, Buck Rogers, Bunky, Educando a papá, El fantasma, El príncipe valiente, Kevin el audaz, Mandrake el mago, Red Ryder, Rex Morgan, Roldán el Temerario. Empresas como Walt Disney y Warner Bros, distribuían cómics como La Cenicienta, Panchito, Miguelito el ratón, Tío Remigio, Hermano conejo o Bugs Bunny. Había tiras de temáticas bélicas como Jim de la Selva, El jefe Wahoo y Steve Roper o Capitan Wings. Periódicos mexicanos de circulación nacional, como Excélsior y El Universal, publicaban historietas dirigidas a un público indefinido que bien podían ser niños pero también adultos. Por ejemplo, se publicaban las tiras de Don Flowers, Glamor Girls, traducidas en México como Fascinadoras, en las que sexies mujeres pin-ups hacían de secretarias con faldas cortas y ajustadas que se sentaban en las rodillas de sus jefes, así como historietas de Russell Channing Westover, traducidas en México como Cuquita la mecanógrafa (Tillie the toiler).

En ese intenso contexto de producción editorial, me interesa analizar las historietas mexicanas que hicieron del secuestro de niños su tema central, concentrándome en el periodo más álgido de preocupación por la desaparición de niños en la capital mexicana, que ubico entre 1945 y 1950, como señalé en líneas anteriores. Por un lado, parto de la idea de que este tipo de producciones participaron en el acrecentamiento de los temores colectivos sobre el secuestro de niños y, en cierta medida, también expusieron ideas que denotaban cierto pasmo e indiferencia social sobre la violencia que vivían los niños cotidianamente. Por otro lado, muestro cómo estas historietas ofrecidas en principio para consumidores adultos deben interpretarse como parte de un amplio grupo de producciones culturales a las que tenían acceso los niños.

 La historia de la relación entre los niños y la lectura se ha estudiado principalmente desde dos ópticas historiográficas: la que proviene de la historia de la educación y la que lo hace desde el campo de la historia de la infancia. Ambas se han concentrado en las publicaciones didácticas dirigidas especialmente a los niños: libros de texto, catecismos, cuentos o periódicos infantiles. Sin embargo, poco se ha hablado de las lecturas que no estaban necesariamente destinadas a los niños pero que incidieron en sus experiencias, en la sociabilidad infantil y en ciertos procesos de identificación con sus pares. Es decir, los niños mexicanos no sólo fueron lectores de las publicaciones elaboradas específicamente para ellos, sino también de las que se vendían anunciadas “sólo para adultos”. En suma, las historietas infantiles de corte cómico, y que podían encontrarse en una sección especial en los periódicos de circulación nacional, que con frecuencia utilizaban colores y retomaban cómics producidos en Estados Unidos, convivieron con otras de corte melodramático, destinadas a adultos y en las que la violencia se expresaba sin cortapisas.[6] Así, hemos estudiado mucho las publicaciones “para” niños,[7] pero muy poco las publicaciones “hechas por los niños”[8] y menos la relación de los niños con la cultura impresa masiva que no estaba dirigida necesariamente a ellos, pero que por sus características les resultaba de fácil acceso y consumo.[9] Los niños de los años cuarenta y cincuenta estaban inmersos en el auge de la cultura de masas y entraron como consumidores de productos que terminaban por incluirlos como parte de un gran público consumidor.[10]

Entre 1945 y 1950, al menos tres historietas estuvieron enfocadas en el tema del secuestro infantil. Dos de ellas se publicaron dentro de los “Pepines”: Mamita (1948) y El Gis rojo (1950). Otra se incluyó en la colección Chamaco Chico y se tituló ¡Mi hijo! (1945-1946). Tanto los Pepines como Chamaco eran publicaciones explícitamente dirigidas a un público adulto. Chamaco tenía como subtítulo: “Revista de novelas y cuentos dibujados para adultos” y Pepín: “Diario de novelas gráficas propio para adultos”. En ambas la violencia se presentaba textual y gráficamente. Se expresaba entre los adultos, pero también en forma vertical, de los adultos hacia los niños. Los niños protagonistas no sólo eran privados de su libertad, sino que eran depositarios de grandes dosis de violencia emocional y física en forma de golpes, de maltrato, de abandono, de apatía e indiferencia.

Estas revistas estuvieron signadas por la “lógica del máximo consumo”[11] y por ello estaban dirigidas a un público adulto, semialfabetizado y popular (masivo). Si bien nos encontramos en un momento de segmentación de mercados de consumidores-lectores (había prensa femenina y prensa infantil, por ejemplo), como señala Edgar Morin, “estas nuevas estratificaciones no deben enmascarar para nosotros el fundamental dinamismo de la cultura de masas” en el que surge a partir de los años treinta “un nuevo tipo de prensa, de radio y de cine cuyo carácter más propio es dirigirse a todos.”[12]

Había también una “prensa infantil de masas” que de una u otra manera educaba “para la cultura de masas.” Pero, como bien señaló Edgar Morín, “la homogeneización de la producción se prolonga en la homogeneización del consumo, la cual tiende a atenuar las barreras entre las edades.”[13] Esa literatura “para todos” hizo que los niños mexicanos fueran grandes consumidores de historietas, literatura que llegaba a ser la única de acceso realmente “democrático” en tanto era un producto barato y fácilmente obtenible. “Casi todos los mexicanos alfabetizados en la posrevolución […] encontraron en los `pepines´ la única narrativa disponible,” recuerda Armando Bartra, especialista en historia de las historietas mexicanas: “en los pupitres de los cuarenta y los cincuenta no sólo había verdes clásicos de la literatura, también se encontraban ahí los satanizados ‘Pepines.”[14]

Según Armando Bartra, los clásicos del humorismo monero mexicano eran para adolescentes y adultos, los suplementos dominicales eran leídos por toda la familia y los Pepines eran consumidos esencialmente por adultos.[15] Sin embargo, aunque como hemos subrayado, los Pepines y Chamaco estaban claramente dirigidos a adultos, en México la frontera entre los públicos consumidores era realmente muy porosa, en gran parte porque los índices de analfabetismo eran muy altos.[16] En 1942, la Ley Orgánica destacó la obligación del Estado de mantener campañas de alfabetización constante, dirigidas a la población adulta y se llevó un intenso trabajo en ese sentido. Entre 1944 y 1958 se había logrado alfabetizar a más de cuatro millones 700 mil personas y el porcentaje de analfabetismo se había reducido al 40%.[17] Carlos Monsiváis consideró que la publicación de 300.000 ejemplares diarios de cómics e historietas hacía que estas producciones colaboraran involuntariamente con los esfuerzos de las campañas alfabetizadoras provenientes de la Secretaría de Educación Pública.[18] Se calculaba que cada historieta podía llegar a leerse cinco veces gracias a la venta de segunda mano o los préstamos.[19]

Mucha gente aprendió a leer con los Pepines, muchos otros, como indicaba Ramón Valdiosera, prolífico dibujante y guionista de historietas de aquélla época, aprendieron “a leer para poder entender los pepines. El resorte fue querer saber lo que decían los monos; porque el que leía le platicaba al otro: ‘Mira mano, éste es el que domestica al toro para que mate a Joselito’, y pues se ponían a leer.”[20] El estudio del antropólogo Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez, publicado en 1961 muestra cómo las historietas eran un vehículo de construcción de sociabilidades infantiles y adultas. Uno de los testimonios que recogió este autor señalaba:

No recuerdo los números exactos, pero supongamos que nosotros vivíamos en el número uno y Elena vivía en el número dos con su marido. Nada más lo que hizo mi papá fue pasarla del número dos al número uno y se casó con mi padre. Se mostraba muy cariñosa con nosotros al principio, con mis hermanos y conmigo. Era muy joven y bonita. Como no sabía leer me mandaba hablar a mí para que le fuera a leer el Pepín o el Chamaco. Era nuestra amiga, ¿no?

 

Lo anterior da cuenta del papel de los niños como transmisores culturales, pero también de las posibilidades que abrían las historietas para socializar y para que la gente analfabeta accediera a estas producciones masivas. Para muchos mexicanos, los Pepines eran “la única narrativa disponible”.[21] Eran publicaciones muy baratas, pequeñas, que cabían en cualquier lado. Sobre la revista Chamaco Chico, Rafael Cadenas recordaba:

Yo no crecí entre libros como otros afortunados. En casa, durante mi niñez, había muy pocos, tres o cinco, y ninguno atraía mi atención. Comencé leyendo tiras cómicas o cómics. Recuerdo sobre todo una pequeña revista —tenía formato de libro— “Chamaco Chico”, editada en México. ¡Con qué ansiedad la esperaba! Tan pronto como la tenía en mis manos me instalaba a solas con el fin de averiguar qué les había pasado a los protagonistas de sus historietas.[22]

 

Carlos Fuentes, en una novela describía la misma situación:

Dantón chocarrero y audaz, le dio dos besos apresurados a sus padres en las mejillas y corrió a comprarse unos dulces diciendo en voz alta —para qué nos dio dinero la abuela si en el tren no había chocolates Larín ni paletas Mimí aunque de todos modos la muy coda nos dio poquísimos tostones— y velozmente siguió a un puesto de periódicos y pidió los números más recientes de Pepín y el Chamaco Chico, pero al darse cuenta de que el dinero no le alcanzaría se limitó a adquirir el último cuaderno de Los Supersabios y cuando Juan Francisco se metió la mano al bolsillo para pagar las revistas, Laura lo detuvo, Dantón les dio la espalda y corrió hacia la calle, adelantándose a todos.[23]

 

Los Pepines eran fáciles de transportar, “acompañaban en casas, oficinas, escuelas, parques o tranvías; podíamos llevarlos de la mesa a la cama o sentarnos con ellos en la taza del baño; y cabían en la mochila escolar, la bolsa del mandado o el bolsillo trasero del overol”, recuerda Bartra.[24] Expedientes de niños y adolescentes infractores en la época confirman los anteriores testimonios. Alfredo, de 15 años, que trabajaba como canastero en los mercados, y que fue llevado al Tribunal de Menores por haberse robado cuatro pesos de la caja de dinero de unos juegos mecánicos, leía y escribía “poquito” y no tenía educación escolar, pero ante la pregunta de la trabajadora social sobre sus diversiones, aseguró que leía “el Chamaco y los muñecos de Walt Disney”.[25] Muchos otros niños detenidos señalaban que leían las historietas de Walt Disney, pero también “toda clase de revistas y periódicos”,[26] entre ellos El Santo,[27] o el periódico Esto.[28] En suma, si bien los Pepines y Chamaco eran historietas nominalmente dirigidas para adultos, la realidad fue que se leyeron por muy diversos grupos etarios, y en esos grupos se incluyeron los niños. En suma, coincido con Harold E. Hinds y Charles M. Tatum en que no habría forma de entender la cultura mexicana contemporánea sin conocer las historietas.[29] La historieta fue y ha sido un “medio esencial de comunicación cultural”.[30] La democratización que supuso la cultura de masas, implicó que estos productos pudieran estandarizarse para lograr su máxima difusión, entre un público “informe e indiferenciado”.[31]

Si bien estas historietas no tuvieron un objetivo didáctico, debemos entenderlas como parte de una serie de producciones culturales que educaron a un público lector de mediados del siglo XX. Representaron ideas sobre los riesgos urbanos, transmitieron valores sobre el género y la clase social, difundieron ciertas concepciones sobre la infancia y multiplicaron las ideas sobre el miedo, colaborando a crear una construcción de “pánicos morales” y sujetos peligrosos. Retomo el sentido amplio que a “lo educativo”, dio Rosa Nidia Buenfil.[32] Lo educativo de estas historietas estribó en el hecho de que sugerían prácticas de interpelación. No podemos afirmar que la sola lectura de estas historietas haya transformado por sí misma prácticas y hábitos, y tampoco podemos acercarnos a la historia de la apropiación lectora, pero sí podemos identificar los discursos que difundieron y que hicieron que los lectores-consumidores se reconocieran en los modelos propuestos identificando en esas historias situaciones de su vida. Por ejemplo, estas historietas, junto con otras producciones culturales y hechos específicos, contribuyeron a crear un clima de alarma pública en torno a la vulnerabilidad de los niños en el entorno urbano.

 

Argumento

 

Para mediados de siglo XX el pánico impregnaba varias de las conversaciones de los capitalinos en México y los medios de comunicación de masas aprovecharon la situación y utilizaron los casos de violencia hacia la infancia no sólo para vender periódicos con las últimas noticias, sino para convertirlos en argumento de películas, programas radiales e historietas. Paula Fass ha mostrado como los medios en Estados Unidos fueron muy específicos con los detalles relativos a los casos criminales y colaboraron en el aumento de la sensación de miedo y la creación del morbo. Los crímenes eran presentados de forma tan sensacionalista y con tanta carga emocional que se convertían en una enorme fuente de estremecimiento cultural.[33] Los mexicanos, por su parte, consideraban que los niños que vivían en la ciudad de México se encontraban en riesgo constante y los robachicos se convirtieron en el principal sujeto peligroso asociado a la infancia porque, finalmente, como bien analizó Lila Caimari para el caso argentino, el secuestro era un crimen con elementos que lo hacían muy atractivo.[34] Las historietas que tuvieron como argumento central el secuestro de niños, dejaban claro que era un tema tradicionalmente ligado con las más profundas ansiedades paternas y, esto era un verdadero imán para las ventas.

 Cotidianamente los periódicos mexicanos publicaban noticias de niños desaparecidos, extraviados y secuestrados, pero los casos de niños desaparecidos de sectores populares no avivaban tanto los miedos colectivos como el hecho de que un niño de clase media desapareciera, especialmente si era de género femenino. La prensa explotaba particularmente los secuestros de niños blancos y rubios o de sectores medianamente pudientes para mostrar la contingencia de los ataques a una infancia ideal que consistía en niños bien alimentados, escolarizados, hijos de una familia nuclear. Eran los secuestros de niños clasemedieros los que se exponían mediáticamente como muestra ostensible de la fragilidad y vulnerabilidad en la que se encontraba la infancia capitalina. Por ese motivo en los argumentos de las tres historietas que me ocupan, las víctimas eran tres niñas y un niño, escolares, citadinos y de clase media.

Edgar Morín, en su estudio clásico sobre la cultura de masas, anotó cómo las ideas abstractas presentadas en los productos culturales, son expresadas a través de una serie de símbolos de extremo realismo. Los casos, “de verdad” o de contenido realista, permiten dar verosimilitud a las historias y aseguran la comunicación con un público adulto que libra “una lucha desesperada contra la ficción, exigiendo constantemente que [las historias] se adecúen “a las reglas de la realidad cotidiana”.[35] Las historietas hacían uso de personajes que de una u otra forma se relacionaban con la cotidianidad de los lectores. Las situaciones imaginarias respondían no sólo a “casos reales” sino también a un formato de producción de cultura de masas en el que los problemas debían relacionarse “íntimamente con las necesidades y las aspiraciones de los lectores o espectadores.”[36] El tono, el lenguaje y la imagen debía ser general, de corte universal, en tanto las historietas se dedicaban no a un público especializado o segmentado, sino a un público masivo en el que entraban niños, adolescentes, adultos, hombres y mujeres. El destino de esas narraciones no era “precisamente la estantería de la biblioteca familiar,” [37] y por eso el argumento debía resultar atractivo al mayor número de consumidores posibles.     

Las historias tenían un tono melodramático y realista, que se nutría de las notas criminales que publicaba la prensa diaria. En ¡Mi hijo! (1945) la niña secuestrada era utilizada por sus secuestradores para pedir limosna. A ésta la habían dejado ciega para que generara conmiseración entre los transeúntes;  se la dibujaba flaca, descalza, calva y vestida con harapos. La violencia hacia ella era mayúscula, se le imponían salvajes castigos, golpes sin igual, se la dejaba sin comer y sufría de un maltrato verbal constante. Su historia, como la historieta, termina con su muerte. En Mamita,[38] Carlos del Paso, argumentista, y Daniel López, dibujante, retomaron el caso del niño Bohigas, y la historieta colocó en el centro de la narración el secuestro de un niño de tres años que había sido capturado mientras su nana (de tez indígena) lo cuidaba en un parque. La historieta tiene un tono crítico hacia esa madre que es “mujer de sociedad” a la que se representa como una mujer descuida a su hijo en pos de dedicarse a una vida banal de fiestas y salidas nocturnas. El niño vive en un inicio con los secuestradores, quienes no tienen empacho en tratarlo con extrema violencia. El único amigo que tiene es un perro, al que sus secuestradores tratan mejor que a él. Esta historia tremendista se alargó no sólo por decenas de páginas sino también por varios meses. Y es que como señalan Bartra y Aurrecochea, “las historietas no nacen terminadas, se construyen poco a poco. Las series duraderas, que son las que cuentan, van creando paulatinamente su identidad a través de la improvisación y retroalimentadas por sus lectores”.[39] De tal forma, el niño como personaje central, tenía la posibilidad de crecer y vivir innumerables y desafortunadas aventuras. El niño se convertirá en El Tilico, un sobrenombre que aludirá a su carácter de cuerpo frágil, y que luego dará pie a otra serie de historietas que continua hasta la actualidad. El Tilico, tuvo en la historieta Mamita innumerables “aventuras”, todas signadas por la violencia que ejercían los adultos sobre él, y por la imposibilidad de salir de su condición aún cuando mostrara un importante grado de autonomía y de agencia en el sentido de tener la capacidad de elaborar estrategias para intentar transformar su situación. El abandono de las funciones de protección estatal, familiar y escolar, son tan evidentes como la fijación de su lugar en una clase social específica, que es la de los sectores populares urbanos.

En el Gis Rojo, la pequeña María de 7 años, una escolar que cursa el cuarto año de primaria es secuestrada por un maniático que la encierra en una cabaña en el bosque. El amigo de María va en su búsqueda acompañado de otra niña. El tono de la historieta es de suspenso y los personajes principales son esos dos niños que pasan las páginas intetando encontrar y liberar a su amiga secuestrada.

Las historietas dirigidas a niños no contenían la violencia explícita que sí tuvieron las dirigidas hacia los adultos. La literatura infantil, elaborada por adultos que suponían lo que era o debía ser un niño, y que pensaban la infancia como “un espacio mágico alejado de las asperezas y conflictos diarios”[40] diseñaban “mundos transparentes” que encubrían las tensiones reales y que, en todo caso, dejaban mucho espacio al humor. No era así en los Pepines o en Chamaco, donde la violencia se convertía no sólo en un eje articulante de la narración, sino también explotado detalladamente a través del lenguaje, de las imágenes y del alargamiento de las escenas en tanto la lentitud narrativa acrecentaba el suspenso y el miedo. En estas las historietas que analizamos aquí, no había ninguna situación cómica.

En tanto las historias debían ser simplificadas para llegar a un público amplio de un perfil medio, éstas eran lineales y con un nulo desdoblamiento de los personajes. Las imágenes sustituían la descripción textual, dotaban de realismo al texto, y hacían una “economía del discurso descriptivo”,[41] las imágenes, que emulaban las imágenes cinematográficas, tenían generalmente poca calidad (con excepción del El Gis Rojo,[42] dibujado por el historietista Antonio Gutiérrez, con la técnica de “medio tono”, que daba la impresión de cierto realismo fotográfico).[43]

 

La representación de los adultos en las historietas

«Pero existen estas cosas que se llaman adultos, y que son como gigantes».
(Bruno Bettelheim)

 

La violencia es un tipo de relación social entre individuos y colectividades. Los actos de violencia no se dirigen a cualquiera aleatoriamente, es decir, la violencia nunca es un acto aislado, sino producto de un proceso histórico y de una relación.[44] El uso de la violencia en estas historietas mucho dice de los imaginarios y las jerarquías de poder en la relación entre los niños y los adultos representados a través de este tipo de narrativas. Aquí los adultos son los secuestradores, ellos golpean, torturan, dejan sin comer a los niños, los amarran con cadenas. La figura ficcional del sádico robachicos retoma la del ogro, personaje mítico que se alimentaba de niños como bien se dibuja en El Gis Rojo. En las historietas, los robachicos son hombres y mujeres crueles, despiadados, brutales y al borde del salvajismo, pertenecen a los sectores populares, viven en pocilgas y parecen siempre al borde de la locura. Las clases populares son retratadas como gente sucia, cruel y vil, con carencia de sentido moral. La representación de los robachicos recuperaba los estereotipos sobre esos pobres que a los ojos de las élites atentaban contra la seguridad y los valores de las clases medias y las familias más pudientes.

En El Gis Rojo, el robachicos no parecía tener ningún objetivo al tener secuestradas a las niñas, la policía se refiere a él como un “maniático”. La pareja de robachicos que aparece en Mamita, es cruenta y perversa, aunque es en la secuestradora en la que recae la representación más violenta.[45] Ella es la síntesis de la falta total de la feminidad: martiriza, lastima y acosa al pequeño Tilico, no muestra el más mínimo grado de compasión o ternura. El hecho de que ella pueda tener actitudes más consideradas con un perro que con un ser humano subraya su condición de maldad.

Cuando el niño se enferma la secuestradora, al ver que está por morir dice: “¡Tendré que llevármelo en un costal para tirarlo lejos de aquí![46] En todo caso, la secuestradora amenaza al niño en tirarlo, como una cosa, como tirarán al personaje de Pedro en un basural, en la película de Luis Buñuel, Los olvidados (1951). El recurso del costal también aparecerá en El Gis Rojo, en el que el maniático secuestrador encierra a los niños en costales.[47] No es fortuito que los robachicos sean también conocidos como los hombres “del costal” o los ropavejeros. “La cultura de masas está saturada de estereotipos, de clichés” porque “el estereotipo es un lugar que ofrece arraigo y habitabilidad, un objeto tranquilizante que funciona como ambiente conectivo de la interacción social”.[48] Los estereotipos tienen una naturaleza comunicativa y cognitiva, sirven para que el público los reconozca, como forma de interacción entre texto y destinatario.[49] En suma, “las formas expresivas a través de la práctica de la estereotipia exhiben la recurrencia de los lugares frecuentados y frecuentables del imaginario colectivo, recorridos que ayudan a entrar en relación comunicativa con las cosas y con los otros”.[50] El costal era el símbolo por antonomasia de los Robachicos, y las historietas reiteraron esta figura popular.

Además de los estereotipos sobre el género, la clase social y los criminales, las historietas muestran algo más: un amplio abanico de variantes de expresión de la violencia de adultos hacia niños, tanto física como emocional, que excede las prácticas de los criminales. Lo que aparece es un amplio mundo que no sólo no comprende a los niños, sino que los agrede y los maltrata. Si los robachicos muestran la máxima expresión de la violencia, en tanto gozan torturando a los niños y los tratan peor que a los animales, (se les da de comer las sobras en el piso, se les amarra con una cadena),[51] ese mundo de violencia adulta hacia la infancia no está compuesto sólo de criminales. Las historietas dibujan un mundo en el que los niños no son escuchados ni atendidos por sus padres, por sus maestros, por los vecinos o por la policía. Destaca la falta generalizada de afecto y la ausencia de protección. 

Si pensamos la violencia como una relación social, en estas historietas se observa cómo se estructuran relaciones jerárquicas de poder entre adultos y niños y cómo la narrativa de la violencia polariza, no entre el clásico de “buenos” y “malos”, sino entre adultos y niños.[52] Hay una gran ausencia de adultos que busquen la protección de los niños de la violencia. No obstante, la narrativa critica a la gente que se da cuenta del riesgo que corren los niños en las calles, pero que no hace nada por ellos e intenta enseñar una correcta actuación ciudadana. Por ejemplo, en la historieta ¡Mi hijo!, dos transeúntes se encuentran con Charito, la niña secuestrada, a quienes sus victimarios han dejado ciega y obligan a mendigar por las calles. Estos dos hombres que se compadecen regalándole unas monedas, en realidad son personajes que aparecen para lanzar una perorata a los lectores: “Tú y todos creemos que con darles el quinto ya les ayudamos… sin embargo, se nos hace mucho perder diez minutos en llevarlos a instituciones en donde queden fuera de sus explotadores y vivan como la gente”. Ellos mismos no quieren perder su tiempo llevando a la niña a una institución de acogimiento estatal. En este acto de violencia simbólica, los adultos terminan no tomando ninguna acción para ayudar, aun cuando se dan cuenta del riesgo en el que se encuentra la niña. Aquí, la violencia se expresa, como ha señalado Nelson Arteaga Botello, como una falta de “solidaridad social; la violencia se detona como una acción estructurante que produce y reproduce en muchas de las veces tanto las condiciones materiales como otro tipo de factores, lo que a su vez hace posible la propia reproducción misma de la violencia”.[53]

De tal forma, las historietas contienen un reproche a un mundo adulto que poco hace, que no toma cartas en el asunto para resolver la violencia hacia la infancia, que todos observan, de la cual participan, pero que nadie detiene. Dos vecinas, en la historieta Mamita, escuchan los gritos del niño que sufre los golpes de la mujer que lo ha secuestrado e intentan averiguar qué pasa. Tocan la puerta y la secuestradora fácilmente las convence de que sólo lo estaba “disciplinando”. Ellas se retiran diciendo: “realmente ella tiene derecho a corregirlo”.[54] En ¡Mi hijo! una yerbera (curandera) atiende a la pequeña Charito y explica a los criminales que la niña quedaría ciega y que era mejor que la llevaran a un especialista. Sin embargo, esa mujer, cuando los secuestradores se retiran con la niña, dice: “estoy segura de que no es su hija…ellos son morenos y ella es rubia. Pero no puedo avisar a la policía…yo también ‘debo algo’... ¡Y mejor me callo!”[55]

Así, los adultos son parte fundamental de las desgracias que viven los niños. Cuando la lastimada Charito consigue unos pesos para poder comer, es un adulto quien le roba el poco dinero que tiene.[56] La señora que atiende un puesto de comida al que la niña llega, también la rechaza y la agrede. La violencia hacia los niños es tan omnipresente que aparece en todos los espacios en los que se desenvuelven los niños. Los niños tratan de hablar con sus padres, explicarles lo que han visto, contarles que los acechan los robachicos, pero se enfrentan a padres furibundos que no quieren ser molestados y se niegan a escuchar la voz infantil. Los padres son poco comprensivos y tienen una mínima capacidad de escucha. No hay diálogo entre adultos y niños. En El Gis Rojo, el padre del niño es detective, encargado del caso del secuestro de las niñas, pero insensible a lo que trata de decirle su hijo y que mucho le ayudaría a resolver el misterio. Y es que como explica Bruno Bettelheim:

Es necesaria una base firme para que se lleve a cabo este desarrollo hacia la propia individualidad; es decir, ha de existir esa «confianza básica» que sólo puede obtenerse a partir de la relación del niño con sus padres buenos. No obstante, para que este proceso de individuación se realice —no nos comprometemos en él a menos que sea inevitable, pues resulta demasiado penoso —, los padres buenos tienen que convertirse durante algún tiempo en personajes malos y perseguidores, que obligan al niño a vagar durante años en su desierto personal, imponiendo exigencias «sin respiro» y sin tener en cuenta, en absoluto, el bienestar del niño. Sin embargo, si el niño responde a estas penosas pruebas desarrollando su identidad de modo independiente, los padres buenos reaparecerán milagrosamente.[57]

 

La escuela se inserta en esta esfera de violencia total y constante. Las profesoras de la escuela no son capaces de advertir lo que los niños necesitan. A estos actores se suman los policías, que lejos de descubrir a los criminales y rescatar a los niños secuestrados, son quienes persiguen a los niños por sus andanzas en la ciudad.

En estas narraciones se encuentra también un dejo de crítica hacia un mundo femenino que no cumple a cabalidad con su papel social, especialmente las madres de clase media que no son capaces de responder a los roles sociales que tienen asignados como protectoras y cuidadoras de la infancia y del hogar. En la historieta se roban a un niñito rubio en el parque España, en la colonia Condesa, en la que se asientan los nuevos ricos de los años cuarenta en la ciudad de México. Como la madre es una mujer coqueta que vive gran parte de su tiempo en fiestas, la vida la castigará con la desaparición de su hijo, a quien tendrá que llorar por casi mil páginas de historieta. Pero la crítica también va hacia otro tipo de mujeres, como las empleadas domésticas que no hacen bien su labor de cuidadoras.

También las críticas alcanzan a los policías que no son capaces de ver el peligro en el que están los niños, que los criminalizan, a una sociedad que se queda callada. En suma, en estas historias, hay pocos adultos que ofrezcan protección, en quienes se pueda confiar, que salven a los niños de su dramática situación. Hay pues, poca solidaridad social hacia los niños. Esto victimiza todavía más al lacerado personaje infantil, que encuentra espacios de solidaridad sólo en sus congéneres, en otros niños.

 

Los niños, personajes centrales

 

Los robachicos de las historietas, como los monstruos de los cuentos, amenazan a los niños con destruirlos si no son tan fuertes como para vencerlos. Y es que en estas historietas los protagonistas principales no son los secuestradores sino los niños. Los personajes infantiles, tan heroicos como mártires, han facilitado siempre la identificación con el lector. “Las experiencias intensas que acaban generando personajes infantiles, suelen estar cargadas de sufrimiento, tristeza o vergüenza”.[58] Las historietas presentan a los niños asociados con ciertas características: sensibilidad e inocencia, capacidad de actuar, especialmente si los niños son varones.

En estas narrativas los niños aparecen tanto como víctimas sin posibilidad de acción, o como protagonistas activos, capaces de cambiar su situación. Sin embargo en este arco situacional, el protagonismo infantil estará directamente vinculado con el género, es decir, las historietas divulgan una ideología de género muy clara. Si hay mártires, serán niñas, y si hay salvadores serán niños. Son los niños los que tienen la capacidad de elaborar estrategias y pensar en caminos que solucionen el orden de cosas. Las niñas serán temerosas y pusilánimes, no querrán actuar mucho y en todo caso fungirán como acompañantes de sus amigos. En el primer caso, el de las niñas mártires se encuentra la niña secuestrada, Charito. Este personaje es construido como una niña que prefiere que los padres la crean muerta a que la vean ciega. Sus días son cada vez más desafortunados y no le puede ir peor. Esta niña martirizada, cuando su padre la encuentra, se sacrifica por él.

En el segundo caso, se encuentran los niños con posibilidad de agencia. A los personajes infantiles secuestrados, los acompañarán otros personajes infantiles que se harán cargo de encontrarlos. Un niño, a veces seguido de una niña, emprenderá la búsqueda, a través de una historia alargada hasta casi lo infinito, de la niña o el niño secuestrado. Es el caso de Mi hijo o de El Gis Rojo. En Mamita, será un niño en situación de pobreza, quien acompañe a Nandito en la búsqueda de su madre. Es en los niños con decisiones y valentía en quienes los niños víctimas pueden encontrar un remanso de esperanza y cariño.

 

Por ejemplo, en Mi hijo, el pequeño papelero, llamado Neco, que vende el periódico Novedades, ayuda a la pequeña Charito, secuestrada y explotada para pedir limosna en las calles. Neco ofrece a Charito buscar a sus padres y avisarles que ella está ahí. Sin embargo, ella se niega. Tiene miedo a que la maten. Neco decide ir con la policía y denunciar. Ella preferirá morir antes que causarle a su padre el gran dolor de enterarse de que ella está ciega. Finalmente muere atropellada huyendo de su padre. Ariel Dorfman y Antonio Matterlat señalaron que en las tiras cómicas de Walt Disney, los dominados eran representados siempre como personajes que “aceptan como natural esta sujeción; se pasan todo el día quejándose acerca del otro y de su propia esclavización. Pero son incapaces de desobedecer órdenes por insanas que sean […] hay una incapacidad para rebelarse en contra del orden establecido: el personaje está condenado a ser un esclavo de los demás”. En suma, “el niño participa en su propia colonización”.[59] En Mamita, por ejemplo, el niño secuestrado es privado no sólo de su libertad sino de toda su posibilidad de agencia. Es una víctima del destino, que incluso regresa con sus secuestradores teniendo la posibilidad de huir.

En El Gis Rojo, Tomás es el que se da cuenta de que la pequeña María y luego Juanita, sus compañeras de salón, han sido secuestradas. Ellas son las ingenuas a las que capturan, y él es quien tiene la inteligencia de resolver el caso. Él sigue la línea roja que ha marcado Juanita en la pared con un gis. Tomás va con otra niña a buscar a Juanita, pero queda claro que no es correcto que una niña ande sola en las calles por la noche. Él asume que su función como hombre es salvar a las niñas. Es él quien logra que se descubra dónde están secuestradas las niñas. Él es el héroe, y la niña que lo acompaña en la aventura que implica encontrar la cabaña en el bosque donde han escondido a sus amigas, poco parece ayudar, hasta que, en una escena que no aparece en las imágenes, avisa a la policía el lugar en el que se encuentran los niños.

 

Conclusiones

 

Las acciones individuales de los robachicos en estas historietas se dan en el marco de una sociedad que advierte la violencia hacia la infancia pero que no hace nada para impedirla. Los límites de la acción de los criminales llegan hasta donde se les permite en un espacio social que solventa esas prácticas sociales en las que los niños pueden ser utilizados al antojo de los adultos. La violencia que se expresa en esta literatura de corte popular no sólo implica el uso de la fuerza física en las relaciones entre niños y adultos, sino también la violencia simbólica. En estas producciones es visible “la conexión entre la violencia y las fronteras morales –valores, símbolos, costumbres, entre otros– que establecen las sociedades y sus grupos”.[60]

La construcción que hicieron los mass media del secuestro infantil, en este caso las historietas, reforzó la idea de una relación jerárquica de los adultos sobre los niños y reprodujo prácticas violentas e incluso las comercializó con millones de ejemplares impresos. No sólo se explotó el melodrama sino que se utilizó la figura infantil para dar cauce a ansiedades adultas sobre la desaparición de los hijos pero también al reforzamiento de actitudes violentas hacia los niños, divulgando simultáneamente valores sobre el género, sobre la pobreza y la infancia.

Los medios masivos buscaron dirigirse a una suerte de consumidor “promedio,” que Edgar Morin optó por denominar “hombre medio” u “hombre universal,” en tanto respondía a la universalidad de la cultura de masas. Por eso, aunque las historietas estaban dirigidas a los adultos, el lenguaje, las imágenes y la narrativa lineal que presentaban facilitó que los lectores se multiplicaran y las barreras etarias se diluyeran. Los niños eran grandes consumidores de literatura que presentaba contenidos que pocos hubieran considerado de corte infantil. José María Álvarez, un alumno de la escuela militar, recordaba en sus memorias esta literatura abominable, truculenta y escabrosa que creaba “al hombre imbécil del mañana” y que como aseguraba el escritor Gutierre Tibón, satisfacía los instintos sádicos de las masas. “Los editores de esos cuadernillos” creen, explicaba Álvarez, “que acaso el niño sea algo menos que una marmota: un cretino irremediable. Son embrutecedores esos cuadernos de monos, que resultan un cultivo intensivo de la estupidez”.[61] En todo caso, lo que estas historietas divulgaron fue la idea de que en las grandes urbes existían personajes peligrosos para la infancia, los robachicos, que acechaban a los niños especialmente en los espacios públicos. Las niñas que iban solas a la escuela, las que caminaban solas por la noche, los niños que eran desatendidos en los parques, eran víctimas potenciales de estos depredadores infantiles. Las historietas retomaron historias terroríficas que habían sucedido y a partir de ellas vendían miles de números que atizaban el pánico social, naturalizaban la violencia delos adultos sobre los niños y modificaban en alguna manera, la relación de los niños con la ciudad.

 

Filmografía

¡Ya tengo a mi hijo! (1946) Dir. Ismael Rodríguez

La infame (1954) Dir. Miguel Zacarías

Ladrones de niños (1958) Dir. Miguel Zacarías

 

Archivos

Archivo General de la Nación, Consejo Tutelar de Menores Infractores.

 

Historietas

¡Mi hijo! Chamaco Chico, Revista de novelas y cuentos dibujados para adultos. 1945.

Mamita, Pepin. Diario de novelas gráficas propio para adultos. 1948.

El Gis Rojo, Pepin. Diario de novelas gráficas propio para adultos. 1950.

 

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[1]   ¡Ya tengo a mi hijo! (1946) Dir. Ismael Rodríguez, La infame (1954) Dir. Miguel Zacarías, Ladrones de niños (1958) Dir. Miguel Zacarías. José Vasconcelos, Los Robachicos, (México: Editorial Botas, 1945).

 

[2]   José Vasconcelos, Los Robachicos, (México: Editorial Botas, 1945).

 

[3]   Stanley Cohen, Demonios populares y “pánicos morales”: delincuencia juvenil, subculturas, vandalismo, drogas y violencia. (Barcelona: Gedisa, 2017).

 

[4]   Harold E. Hinds y Charles M. Tatum, Not just for children: the Mexican comic book in the late 1960s and 1970s. (Connecticut: Greenwood Press, 1992), p. 3. Herner, Irene, Mitos y monitos: historietas y fotonovelas en México. (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1979), 23.

 

[5]   Juan Manuel Aurrecochea y Armando Bartra. Puros cuentos: Historia de la historieta en México, 1934-1950. Volúmen III. (Grijalbo: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994).

 

[6]   Juan Manuel Aurrecochea y Armando Bartra, Puros cuentos: Historia de la historieta en México, 1934-1950. Volúmen III. (Grijalbo: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994), 141.

 

[7]   Véase por ejemplo: Beatriz Alcubierre Moya, Ciudadanos del futuro: una historia de las publicaciones para niños en el siglo XIX mexicano, (México: El Colegio de México, 2010). Luz Elena Galván de Terrazas, “Aprendizaje de nuevos saberes a través de la prensa infantil del siglo XIX”, Revista Mexicana de Investigación Educativa 5, nº 10, (julio-diciembre 2000). Luz Elena Galván de Terrazas, “El Álbum de los Niños. Un periódico infantil del siglo XIX,” Revista Mexicana de Investigación Educativa 3, nº 6, (julio-diciembre 1998). Luz Elena Galván Lafarga, “La niñez desvalida : el discurso de la prensa infantil del siglo XIX” en La infancia en los siglos XIX y XX: discursos e imágenes, espacios y prácticas, coordinado por Antonio Padilla et. al. (México: Casa Juan Pablos, 2008). Lucía Martínez Moctezuma. “El agua y la higiene en los libros infantiles: primeras nocionesen. La infancia en los siglos XIX y XX: discursos e imágenes, espacios y prácticas, coordinado por Antonio Padilla, et. al. (México, Casa Juan Pablos, 2008): 223-249. Lucía Martínez Moctezuma,. La infancia y la cultura escrita. (México: Siglo XXI Editores, 2001). Lucía Martínez Moctezuma,. “Representaciones del cuerpo infantil en los libros de texto mexicanos, 1880-1940.” Pro-Posições 22, nº 3, (2011).Yolanda Bache Cortés. “El entorno metropolitano. “La edad de oro” y la “realidad de piedra”: presencia infantil en la prensa mexicana del siglo XIX”, en Estudios sociales sobre la infancia en México, coordinado por María de Lourdes Herrera Feria, (Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Dirección de Fomento Editorial, 2007). Irma Lombardo García y María Teresa Camarillo Carbajal. La prensa infantil de México, 1839-1984. (México: Instituto de Investigaciones Bibliográficas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984). Susana Sosenski. “El Obrero del Porvenir: una publicación de la Sociedad Artística Industrial, 1870”, Estudios Sociales. Nueva Época, no. 1, (2007).

 

[8]   Para el caso mexicano véase, por ejemplo: Alcubierre Moya, Beatriz. “Por y para niños: los impresores del Tecpan de Santiago y la elaboración de El Correo de los Niños (1872)”, Trashumante. Revista Americana De Historia Social 1, nº 8 (2016). Elena Jackson Albrarrán, “En busca de la voz de los herederos de la Revolución: Un análisis de los documentos producidos por los niños, 1921-1940”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad 33, nº 132, (2012). Elena Jackson Albrarrán, “Los niños colaboradores de la revista Pulgarcito y la construcción de la infancia, México (1925-1932)”, Iberoamericana. América Latina - España - Portugal, Ibero-Amerikanisches Institut y Giga Institute of Latin American Studies, Hamburgo, Berlin, XV, 60, (2015). Elena Jackson Albrarrán, Seen and heard in Mexico: children and revolutionary cultural nationalism, (Lincon: University of Nebraska Press, 2014). Norma Ramos Escobar, “Niños redactores e ilustradores de periódicos: Un acercamiento a las producciones escolares en la escuela nuevoleonesa posrevolucionaria”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad 33, nº 132, (2012). Susana Sosenski, “Vida y milagros de Lorín, el perico detective: violencia, crimen y justicia en la mirada de dos niños mexicanos a principios del siglo XX.” Iberoamericana. América Latina - España - Portugal, Ibero-Amerikanisches Institut y Giga Institute of Latin American Studies, Hamburgo, Berlin, XV, 60, (2015).

 

[9]   Un análisis notable de cómo ciertas producciones culturales tuvieron la capacidad de plantear historias en diversas capas y ganar así públicos heterogéneos es el de Isabella Cosse, Mafalda: historia social y política.(Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014).

 

[10]  Eileen Ford, Childhood and modernity in Cold War Mexico City, (Londres, Nueva York, Bloomsbury Academic, 2018). Mary Kay Vaughan, Portrait of a Young Painter Pepe Zuniga and Mexico City’s Rebel Generation, (Carolina del Norte: Duke University Press, 2014).

 

[11]  Edgar Morin, El espíritu del tiempo, (Madrid: Taurus, 1966), 45.

 

[12]  Edgar Morin, El espíritu del tiempo, 48.

 

[13]  Edgar Morin, El espíritu del tiempo, 49-50.

 

[14]  Armando Bartra, . “Piel de papel. Los “pepines” en la educación sentimental del mexicano.” En Acevedo, Esther. La fabricación del arte nacional a debate: (1920-1950) (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002), 142-143.

 

[15]  Armando Bartra, “Piel de papel. Los “pepines” en la educación sentimental del mexicano.”,  en La fabricación del arte nacional a debate. Esther Acevedo, (1920-1950) (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002), 1, 147-148.

 

[16]  Cecilia Greaves, Del radicalismo a la unidad nacional: una visión de la educación en el México contemporáneo (1940-1964). (México: El Colegio de México, 2008), 289.

 

[17]  Cecilia Greaves, Del radicalismo a la unidad nacional: una visión de la educación en el México contemporáneo (1940-1964). (México: El Colegio de México, 2008), 127, 139.

 

[18]  Carlos Monsiváis, Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX, (México: El Colegio de México, 2010), 265.

 

[19]  Harold E. Hinds y Charles M. Tatum. Not just for children: the Mexican comic book in the late 1960s and 1970s. (Connecticut: Greenwood Press, 1992), 6.

 

[20]  Armando Ponce, Segundo volumen de la Historia de la historieta en México: “Los monitos le ganaron la batalla a los monotes del muralismo”. Revista Proceso, 26 de marzo de 1994, http://www.proceso.com.mx/164912/segundo-volumen-de-la-historia-de-la-historieta-en-mexico-los-monitos-le-ganaron-la-batalla-a-los-monotes-del-muralismo

 

[21]  Armando Bartra, “Piel de papel. Los “pepines” en la educación sentimental del mexicano.” En Acevedo, Esther. La fabricación del arte nacional a debate: (1920-1950) (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002), 143.

 

[22]  Rafael Cadenas, “Un hallazgo sin par: el libro”, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, no. 430, (2006), 9.

 

[23]  Carlos Fuentes, Los años con Laura Díaz. (México: Alfaguara, 2016).

 

[24]  Armando Bartra,  “Piel de papel. Los “pepines” en la educación sentimental del mexicano.” En Acevedo, Esther. La fabricación del arte nacional a debate: (1920-1950) (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002), 142.

 

[25]  Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Consejo Tutelar de Menores Infractores (en adelante CTMI), 1951, caja 440, exp. 59505.

 

[26]  AGN, CTMI, 1954, caja 544, exp. 69229.

 

[27]  AGN, CTMI, 1954, caja 560, exp. 70146.

 

[28]  AGN, CTMI, 1957, caja 668, exp. 79048.

 

[29]  Hinds y Tatum, Not just for children, IX.

 

[30]  Palabras de Roger Díaz de Cossío citado Jacqueline Covo. “Los episodios mexicanos de la Secretaría de Educación Pública”, Histoire Officielle et B.D. Alternative, América, Cahiers du CRICCAL, no. 1 (1986), 98.

 

[31]  Abruzzese, Alberto: Cultura de masas, Cuadernos de información y comunicación, no. 9, (2004), 189-192.

 

[32]  Rosa Nidia Buenfil Burgos, Análisis del discurso y educación, (México: Departamento de Investigaciones Educativas, Documentos DIE 26, Centro de Investigación y Estudios Avanzados, http://servicios.abc.gov.ar/lainstitucion/univpedagogica/especializaciones/seminario/materialesparadescargar/seminario4/bunfilburgosdiscursoyeducacin.pdf), 18-19.

 

[33]  Paula Fass, Kidnapped: child abduction in America, (Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1999), 7.

 

[34]  Lila Caimari, Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945, (Buenos Aires: Siglo XXI, 2012). Lila Caimari. “Suceso de cinematográficos aspectos. Secuestro y espectáculo en el Buenos Aires de los treinta”, en  La Ley de los profanos. Delito, justicia y cultura en Buenos Aires (1870-1940), coordinado por Lila Caimari, (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, UDESA, 2007).

 

[35]  Edgar Morin en Abruzzese, Cultura de masas, Cuadernos de información y comunicación, nº 9, (2004). Granet Morrison, Supergods: Héroes, mitos e historias del cómic. (Barcelona, Turner, 2012), 79.

 

[36]  Edgar Morin en Abruzzese, Cultura de masas, 111.

 

[37]  Francisco Jarque, “La paraliteratura. Producción y consumo”. Hispamérica 7, nº 21, (1978), 44.

 

[38]  Mamita, 1948 en: Pepin. Diario de novelas gráficas propio para adultos. El argumentista era Carlos del Paso, descubierto por Yolanda Vargas Dulché en 1941 y su colaborador hasta 1947. El ilustrador, Daniel López, había trabajado también en Chamaco. Luego crearía su propia historieta: Tilico.

 

[39]  Aurrecochea y Bartra. Puros cuentos, 17.

 

[40]  Dorfman y Matterlat. Para leer al Pato Donald, 17.

 

[41]  Jarque, “La paraliteratura”, 46-47.

 

[42]  El Gis Rojo, en Pepin. Diario de novelas gráficas propio para adultos. Adaptación de Francisco Casillas, quien escribió alrededor de 26 historietas, febrero de 1950, 4122.

 

[43]  Aurrecochea y Bartra, Puros cuentos, 192.

 

[44]  Ingo Schröder y Bettina E. Schidt. (eds) Antropology of Violence and Conflict. (Londres: Routledge, 2003), 3. Julio Aróstegui. “Violencia, sociedad y política: la definición de la violencia”, Ayer, no. 13 (1994), 23.

 

[45]  Véase por ejemplo Mamita, 1 de julio, 1948, 28-35.

 

[46]  Mamita, 8 de julio, 1948, 10.

 

[47]  El Gis Rojo, 15 de abril, 1950, 40-41.

 

[48]  Abruzzese, Cultura de masas, 197.

 

[49]  Abruzzese, Cultura de masas, 191.

 

[50]  Abruzzese, Cultura de masas, 191.

 

[51]  En la historieta Mamita, el perro Canelo será un personaje importante para salvar al niño secuestrado, no sólo sustituirá el cariño y la lealtad que el niño no recibe de ningún adulto, sino que lo protegerá de los criminales y de la agresión policial. Mamita, 11 de julio, 1948, portada.

 

[52]  Los adultos también se golpean entre ellos. Mamita, 9 de junio, 1948, 34.

 

[53]  Nelson Arteaga Botello, “El espacio de la violencia: un modelo de interpretación social”. Sociológica, no. 52 (2003), 128, 134.

 

[54]  Mamita, 2 de julio, 1948, 3-4.

 

[55]  Las yerberas eran mujeres que eran curanderas tradicionales y cuya figura era utilizada por los historietistas para mostrar la ignorancia de los sujetos que hacían uso de ellas, en este caso los secuestradores. ¡Mi hijo!, 1 de enero, 1945, s.p. (lámina 61 y 62).

 

[56]  ¡Mi hijo!, no. 2249, s.p. (lámina 84).

 

[57]  Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, (Barcelona: Crítica, 2012).

 

[58]  Rita Carter, Multiplicidad: la nueva ciencia de la personalidad, (Barcelona: Editorial Kairós, 2008), 155.

 

[59]  Dorfman y Matterlat, Para leer al Pato Donald, 30-31.

 

[60]  Arteaga Botello, “El espacio de la violencia”, 134.

 

[61]  José María Álvarez, Añoranzas: el México que fue mi Colegio Militar, (México: Imprenta Ocampo. 1949), 142.