JUAN F. FRANCK - LA SUBJETIVIDAD DE LA
PERSONA HUMANA Y LAS NEUROCIENCIAS - doi: https://doi.org/10.25185/5.1
Mateando
Pedro
Figari (1861-1938)
Lápiz
sobre papel
9,5 x 19
cm., sin firma.
La subjetividad de la persona humana
y las neurociencias
The subjectivity of the human
person
and the neurosciences
A
subjetividade da pessoa humana
e as neurociências
Una nota frecuente desde hace un tiempo en el pensamiento
contemporáneo es la cooperación interdisciplinar para abordar las cuestiones
fundamentales. Las diversas ciencias y la filosofía se abren cada vez más a
perspectivas y aportes complementarios. Ese mutuo enriquecimiento es tanto más
importante cuanto más hondos sean los temas que enfrenta la investigación
científica, en particular la pregunta por lo que somos, inseparable de la
cuestión de la identidad personal. En el ser humano el qué no está
completo sin el quién, indicador ya no de propiedades, cualidades o
funciones, sino de la tan huidiza como irrevocable subjetividad, por la que
esas cualidades adquieren su mayor sentido.[1]
Al margen del indudablemente beneficio en términos generales que la cooperación
ha significado para ambas, ella misma genera a veces solapamientos y
extrapolaciones apresuradas –erróneas la mayoría de las veces– en ambas
direcciones: de las ciencias hacia la filosofía y de la filosofía hacia las
ciencias.
Entre las exageraciones en el campo de la filosofía, ha sido muy
criticada una interpretación del famoso experimento mental del cerebro en una
cubeta (brain-in-a-vat). Según ella, podríamos llegar a ser un cerebro
en un balde lleno de agua, estimulado eléctricamente de manera directa de tal
modo que el cerebro diera lugar por sí solo a toda la experiencia que
habitualmente atribuimos a nuestra vida en el mundo, un mundo que no existiría.
La inferencia es deficiente por varias razones. En primer lugar, alguien debió
haber puesto el cerebro en el balde, y ese alguien sería ya distinto del
cerebro, no una representación suya. Una persona que lo acomoda junto con el
balde, que llena de agua, que lo conecta a una fuente de electricidad, que a su
vez debe ser activada de determinada manera por científicos o gente capacitada
para hacerlo. También haría falta irrigar sanguíneamente ese cerebro y
proporcionarle el oxígeno necesario, además de las sustancias gracias a las
cuales puede ejercitar sus funciones. Y para tener una experiencia idéntica de
las cualidades sensibles, la perspectiva de las cosas y la relación con las
otras personas, no una vaga y difusa imitación, lo más probable es que haya que
reproducir hasta el último detalle el mundo tal como lo conocemos. Es decir,
que el cerebro y nuestra experiencia son como son porque el primero está en un
cuerpo como el nuestro y la segunda se debe a la existencia de un mundo como el
que conocemos.[2] Paradójicamente, por
consiguiente, las condiciones necesarias para llevar a cabo el experimento
harían que solo se pueda inferir de él lo contrario de lo que se intentaba.
En el ámbito particular del que se ocupa este número, el
entusiasmo generado por las investigaciones neurocientíficas fue tal que
despertó afirmaciones como “somos nuestro cerebro”,[3]
“eres tus sinapsis, ellas son lo que tú eres”,[4]
“no eres más que el comportamiento de una vasta asamblea de células nerviosas y
sus moléculas asociadas”.[5]
Sin embargo, es justo reconocer que son numerosas las voces más sobrias y
cautelosas, tanto del ámbito de la ciencia, como de la filosofía y de la
cultura en general. Lo cierto es que los métodos de la neurociencia no dan para
tanto. El electroencefalograma (EEG) registra pulsos eléctricos generados en
las neuronas. El tomógrafo por emisión de positrones (PET) detecta las
variaciones del incremento del flujo sanguíneo responsable del transporte del
oxígeno que requiere la actividad neuronal. El resonador magnético funcional
(fMRI) mide la resonancia que producen los átomos de hidrógeno del agua presente
en el flujo sanguíneo. Lo hace por medio de sensores colocados alrededor de la
cabeza, que registran los rayos gamma producidos en la colisión de los
positrones emitidos por un isótopo radiactivo introducido en el flujo sanguíneo
con electrones del cuerpo del mismo sujeto. Por lo tanto, son métodos
indirectos de medición, ya que detectan una actividad por la energía consumida
al realizarla. Además, lo hacen a partir de un determinado umbral de
intensidad, mientras que perfectamente otras variaciones menos notables podrían
ser también relevantes.
Los colores que muestran las imágenes no corresponden
evidentemente a colores reales percibidos, sino a códigos fijados de antemano
que reflejan la actividad registrada, y son además resultado de un promedio
estadístico de la información obtenida, a menudo en un número menor de casos
del que sería necesario para hacer generalizaciones altamente confiables. Los
estudios son realizados en circunstancias artificiales y en condiciones
simplificadas y controladas, no en acciones cotidianas de la vida real, ya que,
por una parte, es imposible reproducir la complejidad de la conducta de las
personas en el laboratorio o frente a la computadora y, por otra, es inviable
monitorear la actividad cerebral durante todo el tiempo en el que intervienen
factores decisivos para explicar una conducta o una decisión. Tampoco podemos
soslayar la existencia de los ‘falsos positivos’, además del margen de error,
posiblemente mayor del que pensamos.[6]
Por supuesto, nada hay reprochable en el empleo
de métodos indirectos ni de la estadística, pero para animarse a hacer
afirmaciones contundentes sobre la naturaleza de la mente se debería tener en
cuenta con qué clase de información se cuenta. En términos del psiquiatra
británico Raymond Tallis, seguimos siendo testigos de una cierta neuromanía,
la idea de que “nuestra conciencia… nuestra personalidad, nuestro carácter, el
mismo ser persona, son idénticos a la actividad en nuestro cerebro”.[7]
Un neuromaníaco “presupone que la cercana correlación entre un evento A y un
evento B significa que son esencialmente lo mismo”.[8]
Es decir, no solo que el arte, la ciencia, la filosofía, la religión y toda
nuestra conducta pueden explicarse únicamente en términos de actividad neural,
sino que son esa misma actividad. Alfredo Marcos ha señalado con justeza que
esa enorme expectativa puesta en la ciencia del cerebro podría dar paso fácilmente a un igualmente inadecuado neuroescepticismo.
Para evitar los movimientos pendulares entre el entusiasmo y la desazón sugiere
pensar en modo-co, en lugar de en modo-su: en lugar de querer sustituir
una forma de conocimiento por otra, suprimir una disciplina en aras de
otra, incluso suplantar o superar tecnológicamente la naturaleza
humana, lo razonable sería buscar formas de colaboración y cooperación,
buscar las convergencias y la con-causalidad entre distintos
factores.[9]
No hay necesidad de elegir entre la filosofía y la neurociencia, o
entre la neurociencia y la psicología, o entre la psicología y la filosofía,
mucho menos de ejercer especie alguna de imperialismo epistemológico. Es de la
esencia de la filosofía intentar que nada importante ni verdadero quede fuera
de nuestra comprensión del mundo y del hombre, pero eso no debe interesar
solamente al filósofo, sino a cualquier persona pensante. Por esa razón, cuando
muchos científicos hacen consideraciones que exceden los límites de su ciencia,
lo hacen siguiendo una legítima exigencia de la misma racionalidad, que se abre
naturalmente a la totalidad. La dificultad está en querer ver el conjunto desde
una metodología restringida.
La falacia mereológica
Entre los más relevantes trabajos interdisciplinares de los
últimos años que vinculan las neurociencias con la filosofía se cuenta el del
neurólogo australiano Max Bennett y el filósofo oxoniense Peter Hacker, cuya
preocupación principal es la confusión conceptual que advierten en muchos
científicos y en filósofos que escriben sobre neurociencia. Les reprochan
cometer una falacia mereológica, que consistiría en atribuir a las
partes lo propio del todo. En este caso, atribuir predicados mentales o
psicológicos a una parte del organismo, mientras que el sujeto natural de tales
predicados es el animal o la persona como un todo. Por ejemplo, expresiones tan
comunes en cierta literatura como “el cerebro piensa”, “el hipocampo recuerda”,
“el hemisferio izquierdo interpreta” u otras semejantes, implican la falsa
atribución a un órgano o a una parte de él de lo que es propio del ser vivo
como totalidad. El problema es que mientras entendemos perfectamente qué
significa que una persona piensa, recuerda, interpreta, decide, imagina, etc.,
no es posible hacernos una idea de lo que sería para el cerebro, menos aún para
una neurona o para un grupo de neuronas, hacer cualquiera de estas cosas.
Referidas a un órgano particular, esas expresiones no tienen sentido y no se
podría diseñar un experimento para comprobarlas. Solo cabe realizar una
clarificación conceptual, ya que “el cerebro no es un sujeto lógicamente
apropiado para predicados psicológicos”.[10]
Los autores articulan esta crítica
siguiendo a Ludwig Wittgenstein en su concepción de la filosofía como análisis
del lenguaje. Sin embargo, van más
allá y entienden que la verdad o falsedad de
una afirmación es decidida por la ciencia, mientras que la filosofía se
ocuparía de determinar qué expresiones tienen sentido.[11]
Es verdad que el lenguaje avisa cuando un pensamiento es confuso, no solamente
cuando son violadas reglas sintácticas, sino también cuando una palabra o
expresión no son correctamente empleadas. No es lo mismo decir que la actividad
eléctrica ha aumentado en una región cerebral determinada y decir que la
corteza cerebral decidió realizar un movimiento. Pero la filosofía no se
desentiende de la cuestión de la verdad, y aunque por supuesto le interesa, no
menos que a la ciencia, clarificar los conceptos y el uso de los términos, el
abordaje lingüístico tiene sus límites. Esto se ve particularmente cuando
Bennett y Hacker desestiman la relevancia que para el conocimiento de lo mental
tiene la llamada perspectiva de primera persona, la que un sujeto tiene sobre
sus propios estados de conciencia.
En su opinión, el dolor o tener la intención de hacer algo tienen
como referencia una conducta externamente observable: gritos, gestos o
expresiones como “me duele” o “quiero hacer esto o aquello”. Su argumento es
que si su referencia fuera una experiencia intransferible del sujeto, no
podríamos identificarla, porque en ese caso sería solamente accesible al sujeto
que tiene esa experiencia, pero la conducta y las expresiones verbales sí son
perceptibles por los demás. Llegan a afirmar que no habría “ninguna experiencia
distintiva llamada ‘tener una intención’”.[12]
Mi dolor y mis intenciones se distinguirían de los de otra persona no porque
cada uno tendría una experiencia propia, sino porque en cada caso cada uno se
comportaría de un modo determinado, proferiría determinadas expresiones o
realizaría determinados gestos.
Parece, sin embargo, bastante intuitivo que decir “tengo un dolor”
indica principalmente una experiencia de dolor, manifestada o no externamente
mediante signos y el comportamiento. Mover los brazos, ir al dentista y gritar
“me duele” son una cosa; el dolor de muelas es algo distinto de todo eso. Que
la experiencia sea intransferible en su realidad propia no quiere decir que no
pueda comunicarse mediante el lenguaje. Y aunque una persona de gran capacidad
empática advierta la situación de otra mejor que ella misma, la experiencia de
estar en esa situación es propia de cada persona.
Las brechas explicativas
El reconocimiento de la peculiaridad de la perspectiva de primera
persona se muestra en diversos argumentos. Uno muy conocido es el llamado ‘argumento
del conocimiento’, que Frank Jackson desarrolló en dos etapas mediante sendos
experimentos mentales.[13]
El segundo de esos experimentos es el famoso de Mary, una brillante científica
confinada desde pequeña en una habitación donde todos los objetos se ven en
blanco y negro, incluyendo las pantallas en las que trabaja. Se especializa en
la neurofisiología de la visión y adquiere todos los conocimientos posibles
sobre los órganos de la vista, las longitudes de onda correspondientes a cada
color, etc. En un momento Mary es liberada y puede ver el cielo y los árboles.
La pregunta es si adquiriría de ese modo algún nuevo conocimiento del azul o
del verde. La respuesta parece ser afirmativa, ya que la experiencia de ver los
colores no es un dato adicional de óptica o de física, sino un tipo diverso de
conocimiento.
Este y otros argumentos apuntan en la dirección de señalar la
llamada ‘brecha explicativa’, que recoge la idea de que no podemos explicar por
qué determinados procesos neurales originarían o estarían acompañados por
estados mentales de tal o cual naturaleza, sin negar tampoco la estrecha
asociación entre lo neural y lo mental.[14]
Tanto la célebre pregunta de Thomas Nagel –¿cómo es ser un murciélago?[15]–
como el no menos discutido problema duro de la conciencia, de David Chalmers,[16]
recogen la misma problemática y hablan a las claras de una heterogeneidad, no
necesariamente oposición, entre lo físico y lo mental. De cualquier forma, la
conclusión de que lo difícil es explicar la conciencia o lo mental, mientras
que lo material se puede dar por bien conocido, sugiere una cierta primacía o
excelencia epistemológica de las ciencias físicas, las cuales aún no habrían
encontrado una explicación satisfactoria de la existencia de la mente. Tanto la
materia y mente son realidades evidentes, casi hechos brutos, y las damos por
sentadas, aunque no tengamos una definición exacta de ellas ni conozcamos todas
sus propiedades ni sus relaciones recíprocas. Los problemas aparecen cuando
queremos explicar exclusivamente las propiedades de una a partir de las
propiedades de la otra.
Estos argumentos y observaciones encuentran aplicación tanto en la
conciencia animal como en la del hombre, pero la conciencia humana presenta una
característica única, que no sólo hace más ‘duro’ el problema, sino que añade
una nueva brecha, exigiendo un nivel de análisis que la ciencia difícilmente
esté en condiciones de abordar.
Si la experiencia sensitiva –la percepción
de los colores, del dolor, etc.– son un problema para la explicación naturalista,
el conocimiento objetivo ofrece un obstáculo aún mayor. Es una cuestión
insoslayable para todo intento explicativo, ya que siempre supondrá el
observador, el que formula una teoría, hipótesis o explicación.[17]
Sostener que una afirmación es verdadera, o falsa, implica reconocer principios
–lógicos, matemáticos y otros– universal y atemporalmente válidos, implícitos
en todo uso de la razón pero inexplicables si únicamente la ciencia
tuviera a su cargo el inventario del universo y si la evolución debiera explicar
la obtención de niveles de perfección cada vez mayores. El naturalismo, que
epistemológicamente solo acepta la ciencia como forma de conocimiento y
ontológicamente restringe lo existente a lo espacio-temporal, es incapaz por lo
tanto de dar cuenta de ninguna ley física. De ahí que exista un naturalismo
liberal, que mantiene la inviolabilidad de las leyes naturales pero acepta
tanto la existencia de entidades matemáticas, como de posibilidades y modos,
por ejemplo al deliberar sobre qué hacer.[18]
De esa manera reconoce que hay entidades que escapan al sistema causal del
universo, un paso imprescindible para sostener el libre albedrío y la
responsabilidad moral. La pregunta que se puede hacer a este naturalismo
liberal es si es posible admitir esas entidades sin admitir también algo que
trascienda lo espacio-temporal.
Wilfrid Sellars llama “espacio de las razones”[19]
a aquel en el que nos colocamos con solo formular una intención o tomar una
decisión, ya que ese mismo acto nos expone a la aprobación o la crítica: lo que
hacemos puede ser correcto o no, inútil, audaz, inteligente, etc. Todo ello
implica una normatividad intrínseca que la razón puede entender: es el ámbito
de lo racional objetivo, de lo universal, de la lógica, independiente del deseo
y del sentimiento, y al que la razón también se debe acomodar. Es parte del
célebre mundo 3 de Popper[20]
y también conforma la naturaleza de lo ideal o eidético, que guió a Edmund
Husserl en la superación del psicologismo. Husserl ha escrito frases
contundentes: “Números, proposiciones, verdades, pruebas, teorías, forman en su
ideal objetividad un reino auto-contenido de objetos – no cosas, no realidades,
como piedras o caballos, pero objetos igualmente”;[21]
“la verdad misma se halla por encima de toda temporalidad, es decir, que no
tiene sentido atribuirle un ser temporal, un nacer o un perecer”.[22]
Por consiguiente, así como entre lo físico y lo mental existe una brecha
explicativa, hay una brecha aún mayor entre ambos, por un lado, y los
contenidos objetivos de la razón, por otro.
La
interioridad
de la experiencia
La existencia de una dimensión interior de la experiencia ha sido
muchas veces ridiculizada, como hemos visto en el caso de Bennett y Hacker,
sobre las huellas de Wittgenstein. Otro poderoso antecedente de este rechazo es
la famosa crítica de Gilbert Ryle a lo que denominó “la doctrina oficial”, de
origen cartesiano.[23]
Según ella, la persona humana estaría compuesta de un cuerpo y una mente, de
carácter público y externo el primero y de carácter privado e interno la
segunda. Mientras que el cuerpo está compuesto de materia, la mente lo estaría
de otro tipo de cosa, la conciencia. Sería como un “fantasma en la máquina”,
que haría mover las partes corpóreas sin ser detectado. Para Ryle, lo que
llamamos mente o alma serían en realidad las acciones y conductas observables
de las personas, o sus disposiciones a actuar, pero no habría ningún estado
interior, inaccesible a los demás y solo a su sujeto.
También lo que Daniel Dennett llamó
‘teatro cartesiano’ –ese escenario supuestamente interior donde un observador
sería testigo de los estados mentales–, y la idea de que ese observador sería una especie de hombrecito u homúnculo, también
contribuyeron al desprestigio de la idea de interioridad. En opinión de
Dennett, la atribución de subjetividad, o interioridad, e intencionalidad a
otros sujetos, sería una estrategia fruto de la evolución para anticipar
movimientos y conductas. Sólo estaríamos constituidos por partículas
materiales, pero implicaría una enorme capacidad de cálculo saber lo que haría
una persona o un animal basándose en el probable comportamiento de esas
partículas, y la reacción podría llegar demasiado tarde. Es por eso que
asumimos que actuará de una u otra forma, atribuyéndole tal o cual intención o
deseo.
No es posible una verdadera fenomenología, un análisis de la
propia conciencia, pero sí cabría una heterofenomenología,[24]
que consiste en tomar nota tanto de la conducta de los demás como de lo que
dicen –invocando intenciones, diciendo “yo”, etc.– pero permaneciendo neutrales
sobre la atribución de una experiencia privada, ya que perfectamente podrían
ser zombis, robots o loros. Luego podría realizarse una comprobación
científica, en tercera persona, de los procesos neurales y biológicos que
tuvieron lugar durante esa conducta y esos movimientos. Pero todo sería posible
sin suponer una verdadera subjetividad. La intencionalidad no sería real, sino
que su atribución sería un atajo lleno de ventajas.
Varias cosas se podrían comentar. La
primera es que la atribución de un estado mental o una intención, equivocada o
no, es un acto mental en primera persona, que además puede hacerse sin
comunicarlo a nadie. En segundo lugar, decirlo a alguien implica un nuevo acto
mental de parte del hablante, que no solo emite sonidos en el aire, sino que
quiere también comunicar algo. En tercer lugar, el heterofenomenólogo puede
abstenerse de atribuir una experiencia privada a otros, pero si no pensara él
mismo, no podría siquiera interpretar lo que escucha como expresión de un
pensamiento. En cuarto lugar, si hiciera la atribución de intencionalidad por
las ventajas que trae, revelaría un verdadero pensamiento en él mismo. En
quinto lugar, cualquier cosa que Dennett diga o escriba presupone que cree que
hay alguien como él, capaz de entender lo que dice. Finalmente, todos sus
esfuerzos por convencernos de abandonar la fenomenología y adoptar su
heterofenomenología son otros tantos actos mentales, realizados en primera
persona, que suponen ese mismo tipo de acto en otros. Es por eso que una
heterofenomenología presupondría la validez de la fenomenología, y si esta se
revela irremediablemente falaz, aquella también. Por consiguiente, si los
hombres fuéramos zombis, robots o loros, al menos Dennett debería saber que él
mismo no es ninguna de esas cosas.
El yo o sí
mismo
y sus detractores
Según su sentido inmediato, las expresiones ‘yo’ o ‘sí mismo’
tienen como objeto al sujeto mismo que las pronuncia, es decir que en ellas
coinciden el sujeto y el objeto. Es lo que llamamos autorreflexión, a la que es
además esencial que el sujeto se reconozca inmediata y directamente como lo
designado. Por eso, el cerebro no podría ser el autor o sujeto de los
pensamientos, porque al decir ‘yo’ se debería hacer presente inmediatamente el
cerebro mismo. Sin embargo, hay intentos de hacer emerger el yo de la
complejidad de las conexiones neuronales. Son dignos de atención el de Antonio
Damasio y el de Thomas Metzinger, el segundo de los cuales es más consistente
al negar la realidad del yo si se sostiene su naturaleza neurobiológica.
Para Damasio el yo o self se forma en tres etapas.[25]
Primero, el organismo elabora una descripción de sus estados, vinculándolos con
regiones específicas del cerebro, formando así una especie de mapa o imagen. Es
el proto-yo, resultante de la interacción entre esas imágenes y su
fuente en el cuerpo, y que comprende un sentimiento primordial del cuerpo
viviente. El cerebro sería una especie de cartógrafo nato, que constantemente
genera mapas para mantenerse al tanto de los estados corpóreos. Este mapa
neural proporciona a su vez la posibilidad de activar funciones motoras sobre
los estados corpóreos.
La segunda etapa es la del yo núcleo, que resulta de otro
mapa, generado por las interacciones del propio cuerpo con las cosas del medio.
Así, el sujeto se distinguiría de lo que produce las modificaciones y el
cerebro introduciría la función del protagonista, innecesario hasta entonces
debido al carácter inconsciente de la mayoría de los procesos mentales. La
conciencia sería otra función neural, una especie de conductor de procesos,
pero uno que la misma función genera, no al contrario. Lo que llamamos
introspección y la reflexión no serían algo misterioso ni debido a una realidad
inmaterial, sino una forma particular del lenguaje neural habitual, como si el
cerebro mismo se introspeccionara generando un nuevo mapa de sus procesos.
La tercera etapa es el yo autobiográfico, que se alcanza
cuando la experiencia es integrada en un diseño más amplio que abarca un
período considerable de la vida de la persona. Como su articulación es más
compleja, es también más frágil y puede alterarse o perderse, como en algunos
casos de Alzheimer, en los que se pierde la memoria biográfica pero no el yo
núcleo. Esa coordinación sería también un proceso espontáneo, sin necesidad de
un agente consciente, y no hay que dejarse llevar por el lenguaje que trata al
‘yo’ como si fuera un objeto. La neurociencia llegará un día a explicar la
naturaleza del yo, “la cuestión no es si lo hará, sino cuándo”.[26]
No está de más expresar algo de cautela ante esta propuesta. En
primer lugar, las áreas cerebrales se comunican mediante cargas eléctricas e
intercambio de moléculas, y las conexiones establecidas tienen también un punto
de partida y un punto de llegada distintos. La autorreflexión, sin embargo,
exige una muy especial coincidencia o duplicación: que el sujeto y el objeto se
identifiquen. Dado que nada en el cerebro puede informarse acerca de sí mismo,
el ‘yo’ no puede ser una de sus propiedades o actos. Por otra parte, ser
consciente de sí mismo no es tener conciencia del cerebro y nunca ocurre que
tengamos conciencia de los procesos neurales cuando se están ejerciendo. Ahora
bien, eso es precisamente lo que debería ocurrir si esos procesos fueran el ‘sí
mismo’. La idea de mapas e imágenes que emplea Damasio es interesante, pero
supone la relación a un observador, que los interpreta. Y puesto que en el
cerebro no hay ningún homúnculo observando los mapas, hay que decir que ninguna
actividad cerebral explica el mapa en cuanto tal. Los procesos que señala
Damasio son seguramente condiciones parciales de la conciencia, pero no la
generan.
La posición de Thomas Metzinger es mucho más radical, pero también
más consistente con el abordaje exclusivamente neurobiológico. El ‘yo’ sería
para él una imagen o una sombra proyectada sobre distintas áreas cerebrales,
que compara con una cueva vacía sin nadie mirando la proyección.[27]
Sería un estado producido por el cerebro cuando necesita controlar procesos
complejos, como planificar una tarea difícil, advertir un peligro remoto, etc.
No se trataría de un verdadero yo, sino de un modelo de yo, la representación
de un yo sin un sujeto sustantivo, es decir solamente un proceso cerebral
específico. El yo no se puede ver entonces, porque es transparente y se
confunde con el contenido de conciencia experienciado. Cuando la neurociencia
logra correlacionar un proceso neural con la experiencia en primera persona,
descubre el objeto-yo, pero como el proceso no tiene conciencia de sí mismo,
habría que decir que nunca se realiza una verdadera autorreflexión, que es un
rasgo fundamental del yo: “la experiencia en primera persona funciona como un simulador
de vuelo total”.[28]
Metzinger se da cuenta de lo contra-intuitivo de su posición,
porque de que no haya yoes reales en el mundo se sigue la desconcertante
consecuencia de que nadie podría creer en esa teoría. Hasta llega a decir:
“Aunque estuviera intelectualmente convencido por esta teoría, nunca sería algo
que usted podría creer”.[29]
En realidad, nadie podría estar convencido de nada. Pero después de todo, ¿por
qué generaría el cerebro una ilusión para destruirla poco después, cuando se
daría cuenta de su carácter ilusorio, perdiendo así las ventajas que había
ganado al generarla? Sería peor aún, porque desvelar la ilusión en cuanto tal
no podría tener lugar sin mantenerla, porque sería siempre un yo el que se
daría cuenta de que es una ilusión. ¿Quién podría ser engañado sino? ¿Qué
sentido tendría el término ‘engaño’?
Evidentemente, el yo, sí mismo o self es un concepto
huidizo. Acostumbrados a nombrar las cosas que podemos objetivar y a identificarlas
por su apariencia, nos mareamos cuando no podemos señalar algo directamente y
‘a la cara’. Pero sigue siendo verdad que no hay realidad más evidente,
ineludible y acostumbrada que la nuestra para nosotros mismos. En esto
Descartes estaba en lo cierto. Podremos tener una falsa noción de lo que
significa o implica el ‘yo’, pero por errónea que sea esa noción, alguien se
estaría equivocando.
Para no forzar a la ciencia ni a la filosofía a decir lo que no
pueden, no deberíamos preguntar si el cerebro produce la subjetividad ni cómo
lo hace, sino cuál sería la manera más adecuada de entender la relación entre
el cerebro y la subjetividad. Probablemente no tengamos aún, o tal vez nunca
contemos con términos adecuados para expresar esa relación (base, sustrato,
vehículo, condición), pero la dificultad no se resuelve tirando al bebé junto
con el agua sucia, como se suele decir en inglés. Al fin y al cabo, como afirma
Juan Arana, “querer acabar con el cogito cartesiano es atacar el hueso
más duro de roer de todo el repertorio óntico”.[30]
El presente número
Los trabajos que componen este número
apoyan de diversa manera la idea de que el ser humano no es únicamente un resultado de la biología. La
conciencia, la identidad personal, la libertad, no podrían surgir de la mera
complejidad del organismo y requieren una explicación diversa. Las contribuciones comparten una alta valoración del
aporte de las ciencias y se sitúan mayormente en el plano de lo que se podría
llamar una filosofía científicamente informada. Podríamos dividir los trabajos
en dos grupos: uno, que incluye los de Juan Arana y Juan Pablo Roldán, y el
otro, que comprende los de Luis Echarte y Juan Esteban Erquiaga, y de Juan
David Quiceno. Una cuestión central común a los dos primeros artículos es cómo
entender la excelencia de lo humano frente a la biológico, mientras que en los
restantes dos el tema es la identidad personal en su relación con la memoria y
la narración autobiográfica.
En su artículo “¿Cómo se produjo la personalización de la matriz biológica
del hombre?”, Juan Arana subraya la
necesidad de articular la continuidad fenoménica que se observa entre las
manifestaciones de la conciencia animal y la humana, sin que por ello se deba
negar una no menos notable discontinuidad esencial o metafísica. Eso explicaría
que algunos aspectos de la subjetividad humana puedan ser naturalizables, es
decir estudiados según los métodos de las ciencias naturales, pero el problema
surge cuando es confunde la continuidad en lo fenoménico con la solubilidad cognitiva,
negando la especificidad de la autoconciencia. Esta es tan real como los
objetos de las ciencias naturales, pero no comparece como un objeto para sus
métodos e instrumentos. Sus efectos, sin embargo, se muestran en continuidad
con lo observable. En el campo de lo que el autor llama ‘nomológico’ se puede
colocar todo lo sometido a leyes y estudiable de esa forma. La conciencia
humana, en cambio, sería como una débil luz que apareció en algún momento de la
evolución, una discreta presencia, que poco a poco va iluminando la habitación
a la que llegó, a la que va informando con sus metas e intenciones. Lo que se
advierte en la evolución de la vida animal es una ruptura ontológica, pero que
no conllevó una discontinuidad fenoménica.
A propósito de esta novedad ontológica, un aporte muy
significativo para su abordaje propiamente metafísico es el trabajo de Juan
Pablo Roldán, “Tres momentos, una idea. Un concepto filosófico acerca del
desarrollo del ser humano presente en la psicología contemporánea”. Mediante
tres momentos de la historia de la psicología y de la neurociencia, ilustra la
presencia de una tesis filosófica subyacente, a veces implícita, en las
concepciones sobre el hombre. La tesis consiste en identificar el ‘orden
temporal’ con el ‘orden de naturaleza’, en términos de Tomás de Aquino. Es
decir, confundir el orden en el que las distintas perfecciones fueron
apareciendo o surgiendo en el universo, con el orden mismo de perfección, de
modo que se ve lo primitivo como lo primero también ontológicamente, y lo demás
como un desarrollo o una mayor complejidad de eso primitivo. Así, por ejemplo,
el ser personal del hombre no sería más que una manifestación de lo instintivo
o pulsional, y la razón, una facultad al servicio del mayor desarrollo de lo primitivo.
Esa tesis materialista tiene también como consecuencia que la libertad humana
sería una ilusión, porque no podría sustraerse más que ilusoriamente a las
leyes que gobiernan lo más básico.
El primero de los tres episodios elegidos por Roldán es el intento
de Cesare Lombroso de encontrar en las características físicas de las personas
los rasgos del ‘criminal nato’. El artículo documenta los antecedentes de esa
tesis positivista, biologista y evolucionista, en Darwin, von Hartmann y
Haeckel, entre otros autores. El segundo momento nos traslada al consultorio de
Sigmund Freud, en Viena. En contraste con el optimismo de Lombroso, Freud no
consideraba posible orientar la evolución hacia la selección de los mejores
rasgos, ya que pensaba que lo primitivo, caótico y violento retornaría
inexorablemente, como la Gran Guerra habría atestiguado con creces. El tercer
episodio está centrado en el famoso neurólogo Antonio Damasio, cuyo entusiasmo
por la filosofía de Spinoza se explica también por ese intento monista de
comprender el todo como manifestación de una sustancia única. Las emociones
serían formas de restablecer la homeostasis del organismo, y los sentimientos,
la conciencia de esas emociones. Spinoza se habría anticipado a ese
‘descubrimiento’ de la biología contemporánea, muy discutible por otra parte,
con su comprensión del alma como la idea del cuerpo, es decir de lo
pretendidamente superior como manifestación, representación en este caso, de lo
inferior. En su documentación de estos tres momentos Roldán ilustra lo
pernicioso de querer realizar planes de ‘ingeniería social’ sobre esas bases
materialistas.
Los siguientes dos trabajos se centran en la identidad personal,
en el rol que en ella juega la memoria y en la naturaleza del yo narrativo. El
primero de ellos, de Juan David Quiceno, rescata la noción de ipseidad de Paul
Ricoeur, frente a los intentos de entender la identidad personal como fruto
exclusivo de la memoria. En la filosofía analítica contemporánea han tenido
mucha influencia los argumentos y experimentos mentales de Derek Parfit, para
quien el problema de la identidad personal carece de interés e importancia
verdaderos. Así, parecería dejar al ser humano a merced de la tecnología y de
los sueños positivistas de mejoramiento del hombre. En cambio, para Ricoeur la
identidad personal no es una simple identidad numérica, sino que implica
actividad, relación con los otros y una búsqueda de sí mismo que se realiza en
la configuración narrativa de la propia vida. Lejos de entenderse como una
función neurobiológica, la memoria es parte integral de esa trama
intersubjetiva y biográfica, en la que se entrelazan por supuesto las propias
decisiones.
El segundo de los trabajos que tienen como objeto la identidad
personal presenta la particularidad de estar escrito en co-autoría
interdisciplinar. Refleja la importancia de que científicos y filósofos se
animen a abordar de manera conjunta los problemas más acuciantes. Luis Echarte
y Juan Esteban Erquiaga analizan el yo narrativo y distinguen entre el uso deíctico,
performativo y constativo del yo. El primero es pre-lingüístico y el más básico
de los tres; consiste en la auto-referencia, en el sentido de apuntar con el
dedo. El uso performativo puede ser también lingüístico y se caracteriza por la
presencia activa en el mundo mediante la conducta. Solamente en el uso
constativo el yo busca describirse y así comienza la posibilidad del autoengaño
y las deficiencias en el conocimiento de sí mismo. El trabajo analiza numerosos
filósofos contemporáneos, pero se centra sobre todo en filósofos de la
identidad narrativa, como Alasdair MacIntyre, Charles Taylor y Daniel Dennett.
Añade también importantes observaciones sobre el retorno de la consideración de
la subjetividad en la clínica psiquiátrica durante el siglo XX, debido
notablemente a la fenomenología y a Karl Jaspers.
El conjunto de los artículos constituye una valiosísima
contribución al conocimiento de la naturaleza personal del ser humano. Pone de
relieve los aportes de la filosofía contemporánea al tema de la auto-comprensión
del hombre, subraya la necesaria relación de la persona humana con lo biológico
y aporta nociones metafísicas fundamentales para una interpretación adecuada
tanto de esa auto-comprensión como de los aspectos físicos y biológicos de la
naturaleza humana. Transmite además una alta valoración tanto de la
investigación científica como del modo de conocimiento propiamente filosófico,
con referencias sumamente iluminadoras a la historia del pensamiento.
Juan F. Franck
Instituto de Filosofía, Universidad
Austral (Argentina)
jfranck@austral.edu.ar
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-7480-0188
Para citar este artículo / To reference this article / Para citar
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Franck,
Juan F. “La subjetividad de la persona humana y las neurociencias”
Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 5, (2019):
9-25.
https://doi.org/10.25185/5.1
El autor es responsable
intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este
proemio.
[1] Una presentación sintética de una antropología filosófica enriquecida con aportes de las neurociencias, sumamente útil tanto para científicos abiertos a la filosofía como para filósofos con interés en los avances de la ciencia es el libro de Juan José Sanguineti, Neurociencia y filosofía del hombre (Madrid: Palabra, 2014). Del mismo autor: “Neuroscienza e antropologia”, Nuova Secondaria 36, nº 4 (2018): 40-43.
[2] Walter Glannon, Brains, Body, and Mind: Neuroethics with a Human Face (Oxford: Oxford University Press, 2011). Evan Thompson, Mind in Life (Cambridge, MA: Belknap Harvard, 2007). Thomas Fuchs, Ecology of the Brain. The Phenomenology and Biology of the Embodied Mind (Oxford: Oxford University Press, 2018). Alva Noë, Out of Our Heads (New York: Hill and Wang, 2010).
[3] Dick Swabb, Somos nuestro cerebro: cómo pensamos, sufrimos y amamos (Barcelona: Plataforma, 2014).2 Walter Glannon, Brains, Body, and Mind: Neuroethics with a Human Face (Oxford: Oxford University Press, 2011). Evan Thompson, Mind in Life (Cambridge, MA: Belknap Harvard, 2007). Thomas Fuchs, Ecology of the Brain. The Phenomenology and Biology of the Embodied Mind (Oxford: Oxford University Press, 2018). Alva Noë, Out of Our Heads (New York: Hill and Wang, 2010).
[4] Así termina Joseph Le Doux su libro Synaptic self. How our brains become who we are (New York: Penguin Books, 2002), 324.
[5] Francis Crick, La búsqueda científica del
alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (Madrid: Debate,
1995), 3.
[6] Anders Eklund, Thomas E. Nichols y Hans. Knutsson, “Cluster failure: Why fMRI inferences for spatial have inflated false-positive rates”, PNAS 113, nº 28 (12 julio 2016): 7900-7905. La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos se hizo eco del trabajo en junio de ese año.
[7] Raymond Tallis, Aping Mankind. Neuromania, darwinitis and the misrepresentation of humanity (Durham: Acumen, 2011), 29.
[8] Tallis, Aping Mankind, 85.
[9] Alfredo Marcos, “Neuroética y vulnerabilidad humana en perspectiva filosófica”, Cuadernos de Bioética XXVI, nº 3 (2015): 397-414.
[10] Max R. Bennett y Peter M. S. Hacker, Philosophical Foundations of Neuroscience (Oxford: Blackwell, 2003), 72.
[11] Cfr. Bennett y Hacker, Philosophical Foundations, 399.
[12] Bennett y Hacker, Philosophical Foundations, 103.
[13] Frank Jackson, “Epiphenomenal Qualia”, The Philosophical Quarterly 32 (1982): 127-136. Y también: “What Mary Didn’t Know”, The Journal of Philosophy 83, nº 5 (1986): 291-295.
[14] Joseph
Levine, “Materialism and Qualia: the Explanatory Gap”, Pacific Philosophical
Quarterly 64 (1983): 354-361. Marcelo José Villar, Qué es el dolor
(Buenos Aires: Paidós, 2015).
[15] Thomas Nagel, “What is it like to be a bat?”, The Philosophical Review 83, nº 4 (1974): 435-450.
[16] David Chalmers, The Character of Consciousness (Oxford: Oxford University Press, 2010), 8.
[17] Es lo que Howard Robinson llamó la “inevitabilidad de la perspectiva cartesiana”. Howard Robinson, “The unavoidability of the Cartesian perspective”, en Contemporary Dualism. A Defense, ed. Howard Robinson y Andrea Lavazza (London: Routledge, 2014), 154-170.
[18] Mario de Caro y Alberto Voltolini, “Is Liberal Naturalism Possible?”, en Naturalism and Normativity, eds. Mario de Caro y David Macarthur (New York: Columbia University Press, 2010), 69-86.
[19] Wilfrid Sellars, “Philosophy and the scientific image of man”, en Science, perception and reality (Atascadero, CA: Ridgeview, 1991), 1-40. Lamentablemente, Sellars intenta luego explicar las razones a partir de la ciencia misma, pero la expresión es sumamente apropiada.
[20] Karl Popper, Conocimiento objetivo: un enfoque evolucionista (Madrid: Tecnos, 1982).
[21] Edmund Husserl, Phenomenological Psychology. Lectures, Summer Semester 1925 (The Hague: Martinus Nijhoff, 1977), 15.
[22] Edmund Husserl, Investigaciones lógicas. Prolegómenos a la lógica pura, trad. Manuel García Morente y José Gaos (Madrid: Alianza, 1982), 85 (§ 24).
[23] Gilbert Ryle, El concepto de lo mental (Barcelona: Paidós Ibérica, 2005).
[24] Daniel Dennett, Consciousness explained (New York: Back Bay Books, 1991).
[25] Antonio Damasio, Self comes to mind. Constructing the conscious brain (New York: Vintage Books, 2010).
[26] Damasio, Self comes to mind, 263.
[27] Thomas Metzinger, Being No-One: The Self-Model Theory of Subjectivity (London: MIT Press, 2003), 547-558.
[28] Metzinger, Being No-One, 553.
[29] Metzinger, Being No-One, 567.
[30] Juan Arana Cañedo-Argüelles, La conciencia inexplicada. Ensayo sobre los límites de la comprensión naturalista de la mente (Madrid: Biblioteca Nueva, 2015), 37.