LUIS E. ECHARTE ALONSO, JUAN ESTEBAN DE ERQUIAGA - DEL YO NARRATIVO A LA IDENTIDAD PERSONAL: PROBLEMAS Y RIESGOS DE LA AUTO-COMPRESNION HUMANA - doi: https://doi.org/10.25185/5.5

 

Luis E. Echarte Alonso

Unidad de Humanidades y Ética Médica. Facultad de Medicina

Universidad de Navarra (Pamplona- España)

lecharte@unav.es

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-8059-1992

 

Juan Esteban de Erquiaga

Universidad Austral

judeerqu@cas.austral.edu.ar

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-0320-715X

 

Recibido: 04/02/2019 - Aceptado: 01/03/2019

 

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Echarte Alonso, Luis E. y Juan Esteban de Erquiaga. “Del yo narrativo a la
identidad personal: problemas y riesgos de la auto-comprensión humana”.
Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 5, (2019): 111 - 148.

https://doi.org/10.25185/5.5

                       

Del yo narrativo a la identidad
personal: problemas y riesgos
de la auto-comprensión humana

Resumen: el concepto de identidad personal es uno de los grandes temas de la filosofía occidental tardo-moderna. Las distintas concepciones de sujeto propuestas comparten, en su mayoría, una particular característica: la importancia que otorgan a la noción de yo. En este artículo abordaremos la relación entre el yo y la persona desde el punto de vista de la hipótesis de la identidad narrativa. Primero estudiamos algunas claves históricas del contexto en el que la cuestión ha tomado forma para, a continuación, identificar los problemas y riesgos derivados de un mismo error categorial: no distinguir entre el yo deíctico, el yo performativo y el yo constativo.

Palabras clave: identidad personal, yo narrativo, teleología, alteridad, libertad.

                

From narrative self to personal identity:
problems and risks involved
in human self-understanding

Abstract: Personal identity is one of the major philosophical problems in Western late modernity. Most proposed approaches to the subject share a particular feature: the importance given to the notion of self. In this paper we will address the relation between self and person from the point of view of the hypothesis of a narrative identity. We first study some key points of the historical framework of the discussion, and then we analyze problems and risks arising from one and the same category mistake: failing to distinguish between deictic self, performative self and constative self.

Keywords: personal identity, narrative self, teleology, alterity, freedom.

            

Do eu narrativo à identidade pessoal:
problemas e riscos da
auto-compreensão humana

Resomo: O conceito de identidade pessoal é um dos grandes temas da filosofia ocidental moderna. As diferentes concepções de sujeito propostos compartilham, em sua maioria, uma característica particular: a importância que atribuem à noção de self. Neste artigo, abordaremos a relação entre o self e a pessoa do ponto de vista da hipótese da identidade narrativa. Primeiro, estudamos algumas pistas históricas do contexto em que a questão tomou forma e, em seguida, identificamos os problemas e riscos derivados do mesmo erro categorial: não distinguir entre o self dêitico, o self performativo e o self constativo.

Palavras-chave: identidade pessoal, eu narrativo, teleologia, alteridade, liberdade.

 

De modo que hasta esperar su último día,

no hay que proclamar feliz a ningún mortal

 

Sófocles, Edipo Rey

 

Yo supratemporal y yo extratemporal

 

La identidad personal es uno de los grandes temas de la filosofía tardo-moderna y, en su abordaje, han ido fraguándose alternativas concepciones del individuo. Pero, en toda su variedad, todas ellas parecen compartir una semejanza esencial: se hacen pivotar en torno a la noción de yo. Por esto también, de un modo u otro, dichas concepciones tratan de resolver la misma cuestión. ¿Cómo se llega del yo a la persona, de la más sofisticada autoconsciencia al reconocimiento de una particular, quizá la más trascendente, unidad del ser? Con este artículo pretendemos aportar algo de luz sobre el modo y el contexto en el que la pregunta ha ido tomando forma y, paralelamente, ofreceremos algunas claves sobre los riesgos y peligros de dicha aproximación. Por último, vamos a proponer algunas vías de solución, específicamente aquellas que se extraen gracias a una aproximación interdisciplinar al problema del yo.

Digamos primero unas palabras sobre el objeto que pretendemos alcanzar. Para Aristóteles, ens et unum convertuntur, es decir, el ente y la unidad son realidades idénticas pues de todo sobre lo que se predica entidad se reconoce una unidad y, a la inversa, todo lo que guarda cierta unidad también conforma equivalente entidad.[1] También, según el principio de no contradicción, se predica el ente y la unidad de algo, es decir, su identidad por ser lo que es y no otra cosa. Toda posesión de identidad está fundada en un ser que solo él, en uno u otro aspecto, es idéntico a sí mismo, sólo él tiene algo propio y diferente que lo hace “reconocible, comprensible como totalidad, como singularidad, como realidad por sus caracteres propios”.[2] Ahora bien, los entes naturales están sometidos al tiempo y, por ello mismo, mudan su apariencia. Pero los cambios acaban afectando el mismo corazón del ser, la unidad por la que se predica su identidad. Es entonces cuando mutan, se transforman radicalmente en otra cosa.

“No podrás entrar dos veces en el mismo río”, decía Heráclito de Éfeso allá por el siglo VI a. C. Y en efecto, dado el implacable paso del tiempo, no parece que el ser pueda bañarse largamente en su misma mismidad. Toda identificación del ser se antoja provisional, pasajera, efímera, al menos a la sombra de la edad del universo. Sin embargo, hay realidades que han desarrollado estrategias para resistir el cambio. Los seres vivos son el mejor de los ejemplos puesto que aprovechan a su favor la materia impregnada de tiempo e inercia, el movimiento. Vivere viventibus est ese. La vida es el ser del viviente, dice Aristóteles.[3] La vida es movimiento, aunque no cualquier tipo de movimiento, sino un movimiento dirigido a un fin. Y no cualquier fin, sino un fin que: a) aprovecha al propio viviente, b) que está encadenado con el fin del resto de sustancias y que, por tanto, c) expresa el orden (el bien) del universo. Refiriéndose al único orden que armoniza el conjunto de fines inmanentes de la naturaleza, dice el Estagirita: “No es bueno que gobiernen muchos. Sea uno el que gobierne”.[4] Pero sin el movimiento, el viviente deja de ‘vivir’, se vuelve incapaz de alcanzar su fin, es más, pierde su unidad orgánica, desaparece como entidad, muere.[5]

Hay distintas formas en los que los vivientes resisten los vientos destructivos del cambio. La más elevada es la que involucra los actos de la inteligencia. El ser humano ejerce distintas virtudes intelectuales, dice Aristóteles, y la mayor es la prudencia (phrónesis), por la cual puede reflexionar “sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud, para la fuerza, sino para vivir bien en general”.[6] Pensar implica, entre otras cosas, anticipar el futuro y recrear el pasado para planear la mejor de las decisiones a favor del ser.

Si la inteligencia animal alcanza contextos específicos de su mundo vital, la humana accede al porqué y la causa (al nous) de la entera realidad –acceder y hacerse uno con ella. Esta ventaja tiene razón de ser, defiende Aristóteles, por el intelecto agente, que “es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad”.[7] Es decir, nuestra peculiar inteligencia estaría vinculada a la materia y al tiempo pero no sería enteramente material y temporal sino únicamente aquella parte de la que depende el conocimiento sensible y que es gobernada por el intelecto paciente.[8] No es cuestión sin importancia en Aristóteles pues, por esto de divino que conforma parte del alma humana, es por lo que el hombre es capaz de alcanzar la verdad que esconden las apariencias y el devenir mundanos.

Aristóteles evita importantes problemas epistemológicos al distinguir e imbricar intelecto agente y paciente para dar cuenta de la inteligencia humana, los mismos con los que los filósofos modernos van a ir tropezando a medida que desdibujen la frontera entre ambos principios vitales y, con ello, desplazando a otros lindes la naturaleza de la diferencia entre el conocimiento racional y sensible. El más influyente de los primeros será René Descartes, que identificará intelecto agente, autoconciencia y yo. “Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido”.[9] Descartes argumenta en su segunda meditación que la naturaleza del espíritu humano es más fácil de conocer que el cuerpo pues dicho conocimiento se adquiere por una intuición, es decir, sin mediación. El individuo no necesita el cuerpo ni el mundo circundante para saberse un yo.

El conocimiento humano no es, por tanto para Descartes, supratemporal sino atemporal: no puede elevarse por encima del tiempo, como de la materia, sino que, de suyo, ya está fuera. Se entiende también así que el filósofo de Touraine niegue que el conocimiento sensible, aquel que comparten hombres y animales, sea realmente conocimiento y no un mero instrumento (más práctico que teórico) al servicio de lo espiritual, ora humano, ora divino. Esta perspectiva salva la ciencia del hombre (del espíritu humano), plenamente autónoma en contenidos y metodología, pero degrada las ciencias de la naturaleza (inclúyanse aquí las relacionadas con el cuerpo humano) pues en ellas las certezas son imposibles, y menos aun si no tiene fe en la existencia de un Dios bondadoso que asegure la correspondencia entre las imágenes del mundo natural e intelectual. Expresándolo en términos de Claudia Jáuregui, Descartes distingue dos tipos de autoconciencia: en primer lugar, la autoconciencia pura, la más fiable, que es fruto de un acto intuitivo; y en segundo lugar, la autoconciencia reflexiva, temporal, mediada por la memoria (que es material, corporal).[10] Aquí está la dificultad, pues entre ambas autoconciencias habita un abismo. Poco puede hacer la primera para ahuyentar las sospechas sobre la segunda, dificultad ausente en la propuesta aristotélica en la que el conocer sensible e intelectual colaboran en un continuo (auto)descubrimiento, puesto que la luz del intelecto agente bebe y penetra en aquello que de material hay en el alma humana.

 

El ocaso de la distinción entre el yo y la identidad

A medida que avanza la modernidad las dudas sobre la capacidad de autocomprensión seguirán extendiéndose. Por ejemplo, John Locke sustituye la idea de un yo espiritual y extratemporal derivado de una sustancia por la idea de actos intelectuales pre-reflexivos que dan cuenta de la consciencia y de su persistencia. “El yo depende de la conciencia, no de la sustancia”.[11] Si el tiempo se detiene, si la corriente de conciencia se estanca, entonces el yo desaparece enteramente. Para Locke, es preciso aclararlo, el yo tiene que ver no tanto con la corriente de conciencia misma sino con la capacidad humana para navegar en ella. Como explia Sánchez Meca sobre Locke, este yo implica  “ser uno mismo, distinguirse como yo mismo de las demás personas, es tener conciencia y poder desplazarla hacia atrás o proyectarla hacia adelante para comprender, así, pensamientos pasados o acciones futuras”.[12] Y en esta capacidad, la memoria  y la imaginación juegan un papel decisivo pues permiten al hombre saltar al pasado vivido o al porvenir esperado. Pero si la esencia real de las cosas está fuera del alcance de la mente humana y, como defiende Locke, ésta solo puede trabajar con las impresiones que llegan a través de sus sentidos (que poco tienen que ver con el mundo real; es decir, la ontología es una ilusión) entonces tampoco el ser del hombre ha de identificarse con el yo. Es por eso también que Locke identifica la persona con la conciencia, que es a lo que el yo tiene acceso y por lo que existe. En el yo de Locke, en conclusión, hay más tiempo y menos realidad.

La idea del yo como barquero de la conciencia es reforzada por David Hume que, en su Tratado de la Naturaleza Humana otorga al yo no solo la capacidad de navegar la corriente sino de constituirla, al menos como una corriente fuerte de conciencia, esto es, como autoconsciencia. Porque, antes del yo existe una corriente de conciencia, en efecto, pero es débil y apenas sin fuerza operativa.[13] Y porque el yo se forma por la unión de ideas y percepciones bajo relaciones de semejanza, causa, efecto, etc., concluye Hume que dicho yo no solo viaja en el tiempo sino que, de algún modo, también lo constituye o, al menos, le da auténtica entidad, entidad efectiva/activa. Por eso mismo, la identidad está aún más lejos del yo para Hume que para Locke. “Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión debe seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de este modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no existe tal idea”.[14]   Porque para Hume el yo es una ficción provocada por mecanismos de asociación, éste acaba identificándose con la noción misma de persona. En otras palabras, desaparece la distancia infinita, inaccesible, entre lo conocido y lo real postulada por Locke pues, para Hume, todo enunciado sobre un yo real, de identidad ontológica fuera de lo mental, carece de sentido. No es que nunca podamos llegar al ser real que somos; es que ese ser real fuera de la conciencia no existe.

Pero no es John Locke o David Hume, sino William James el autor que más claramente expresa esta última vuelta de tuerca en la identificación entre persona y conciencia. “Aun, cada uno de nosotros considera espontáneamente que el ‘Yo’ hace referencia a alguna cosa que es siempre la misma. Esto ha conducido a la mayor parte de los filósofos a postular detrás del estado de conciencia que transcurre una Sustancia permanente o un Agente de la cual dicho estado es modificación o acto. Este agente es el pensador; el ‘estado’ es solo su instrumento o medio. ‘Alma’, ‘Ego trascendental’, ‘Espíritu’ son varios de los muchos nombres para este más permanente tipo de Pensador”.[15] El yo no es algo que esté debajo de la conciencia o que la navegue, sino que hace referencia, por un lado, a la experiencia misma de la actividad mental constante (el yo puro), y por el otro, al presente, donde el instante y el pasado son vivenciados a la vez. Nada queda ya del sujeto real. El yo, como en términos generales la mente, cumplen una función meramente performativa: no sirven para reflejar el ser sino, utilizando la expresión acuñada por James Austin, para hacer cosas en el mundo. En James no hay espacio para una metafísica del yo.

A James hay que reconocerle además una idea sobre los límites del yo que, aunque, como veremos, ya estaba presente en la fenomenología, tuvo influencia decisiva en la formulación de las teorías contemporáneas de la identidad narrativa. “En su sentido más amplio, sin embargo, el yo de un hombre es la suma total de todo lo que puede llamar suyo; no solo su cuerpo y sus facultades psíquicas, sino sus vestidos y su casa, su esposa y sus hijos, sus antepasados y amigos, su reputación y sus obras,  sus tierras y sus caballos, y el yate y la cuenta bancaria. Todas estas cosas le dan las mismas emociones”.[16] El yo no está circunscrito, en este sentido, por los límites epidérmicos o craneales, como dejan entrever Locke y Hume, sino que la mente, y en especial las emociones en tanto que los más genuinos actos mentales, se extiende hacia todo aquello con lo que el viviente interacciona.

Antes de continuar con esta idea sobre el alter-ego del viviente es de obligada mención, en este apartado sobre el ocaso de la distinción entre el yo y la identidad, la obra de Immanuel Kant, otro de los grandes filósofos que reivindican la preeminencia del tiempo en el conocimiento humano. “Este [el tiempo] viene, pues, dado a priori. Solo en él es posible la realidad de los fenómenos. Estos pueden desaparecer todos, pero el tiempo mismo (en cuanto condición general de posibilidad) no puede ser suprimido”.[17] De manera similar, el yo también es una representación a priori y, por tanto, con un papel meramente funcional. “Toda necesidad se basa siempre en una condición trascendental. En consecuencia tiene que haber un fundamento trascendental de la unidad de la conciencia en la síntesis de la diversidad contenida en todas nuestras intuiciones y, por tanto, de los conceptos de objetos en general y, consiguientemente, de todos los objetos de la experiencia. Sin tal fundamento, sería imposible pensar un objeto de nuestras intuiciones, ya que este objeto no es más que el algo cuyo concepto expresa dicha necesidad de síntesis. Esa condición originaria y trascendental no es otra que la apercepción trascendental”.[18] Así, el yo es sustento y no objeto de conocimiento.

El sujeto real, o la identidad que funda todas nuestras ideas autorreferenciales, está fuera, para Kant, del alcance humano. La conclusión de Kant no deja lugar a duda. “De ese sujeto real no tenemos, ni podemos tener, el menor conocimiento, ya que es la conciencia la que convierte las representaciones en pensamientos y es, por tanto, en ella, como sujeto trascendental, donde han de encontrarse todas nuestras percepciones. Fuera de tal significado lógico del yo, no conocemos en sí mismo al sujeto que, como sustrato, le sirve de base a él y a todos los pensamientos”.[19] Yo y tiempo son condición de posibilidad de la inteligencia humana y, por ende, pre-reflexivos. No hay posibilidad de reducir la distancia entre el sujeto pensado y el sujeto real lo que, en términos prácticos, viene a ser lo mismo que afirmar que no hay distancia entre ambos yoes.

 

Mismidad, ipseidad y alteridad

De entre todas las aproximaciones modernas al problema de la relación yo/tiempo, es la corriente fenomenológica la que mejor prepara el camino a las teorías contemporáneas sobre la identidad narrativa. Hay que destacar, en primer lugar, tres obras de Edmund Husserl: Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo (1904-1905), Los Manuscritos de Bernau (1917-1918), y por último los Manuscritos C (1929-1934). En estos últimos encontramos ya madura su tesis sobre el papel de los otros yoes en la vivencia del tiempo y, en último término, en la vivencia del propio yo: “El ser-con de los otros es inseparable de mí en mi viviente, un presentarse a sí mismo, y este co-presente de otros es fundante para el presente mundano, que por su parte es el supuesto para el sentido de toda temporalidad mundana con coexistencia mundana (espacio) y secuencia temporal”.[20] La experiencia del otro-semejante es clave, defiende Husserl, para entender los tiempos del yo y para llegar, finalmente, a un tiempo intersubjetivo en el que está embebido un yo que, de algún modo, es también un otro.

Paul Ricoeur es, probablemente, el filósofo contemporáneo que más provecho ha extraído de la idea del tiempo del otro en el yo, perspectiva con la que además otorgará a la fenomenología los más ricos horizontes hermenéuticos. De esta conjunción surge una de las primeras teorías modernas de identidad narrativa como modo de introducir el tiempo en el yo sin acabar perdiendo al segundo.[21] Es posible distinguir el yo de la identidad personal en la medida que ésta se concibe como identidad narrativa. El yo narra su propia vida en la medida que es capaz de encadenar las muchas historias habidas entre el nacimiento y la muerte, es decir, cuando ordena los hechos dispersos (del yo y en torno al yo) dándoles inteligibilidad como un todo coherente y, en fin, descubriendo el sentido que impregna el relato de una existencia que no es enteramente propia.[22] La Identidad Narrativa de Ricoeur incluye el cambio y la mutabilidad en la cohesión de una vida que integra la mismidad (la identidad-idem como término para referir al quien que es idéntico a sí mismo) y la ipseidad (identidad-ipse, la afirmación del sí en el tiempo). Es en esta última donde Ricoeur integra su teoría de la alteridad, ser el otro que, lo veremos luego, acaba siendo extendida a una ipseidad en lo otro. Además, Ricoeur aprovecha esta idea de una existencia que vuelve sobre sí para sublimar el ámbito proposicional hacia una teoría general de la acción. “Y he aquí cómo el «yo» se señala de golpe: los performativos no tienen la virtud de «hacer-diciendo» más que expresados por verbos en primera persona de singular del presente de indicativo. La expresión «prometo» (o más exactamente «te prometo») tiene ese sentido específico de la promesa, que no tiene la expresión «él promete», que conserva el sentido de un constativo, o, si se prefiere, de una descripción”.[23] El yo goza, en definitiva, de dos dimensiones, una de índole constativo y cuyo objeto es la identidad narrativa, y otra de índole performativa, no anterior en cuanto al ser pero sí en cuanto al tiempo.

La fenomenología nace como alternativa a la pugna entre el cientificismo y el psicologismo, pugna entre extremos, que se libraba en tiempos de Husserl. Husserl nunca abandona el ideal de objetividad, también respecto del yo, pero propone que el camino ha de empezar en la subjetividad, que no es el polo opuesto a la objetividad, sino donde acontece el fenómeno, esto es, la experiencia de encuentro entre lo real y el sujeto. Sin embargo, aunque son numerosos los filósofos que, partiendo del marco fenomenológico, asumieron cierta distancia y correspondencia entre el yo y la identidad (es el caso de Ricoeur), también encontramos otros que acaban identificando ambos polos y negando una verdad y un yo trascendental.

Para Martín Heidegger, uno de los casos más destacados de este segundo grupo, el tiempo no solo participa en el acto intelectual pre-reflexivo sino que lo conforma. “La cuestión de ¿qué es el tiempo?, se ha convertido en la pregunta: ¿Quién es el tiempo? Más en concreto: ¿Somos nosotros mismos el tiempo? Y con mayor precisión todavía: ¿Soy yo mi tiempo? Esta formulación es la que más se acerca a él. Y si comprendo debidamente la pregunta, con ello todo adquiere un tono de seriedad. Por tanto, ese tipo de pregunta es la forma adecuada de acceso al tiempo y de comportamiento con él, con el tiempo como el que es en cada caso el mío. Desde un enfoque así planteado, el ser-ahí sería el blanco a preguntar”.[24]  Pero si el tiempo es inherente al ser y a la conciencia, entonces la praxis es la primera de las maneras en la que el hombre accede al mundo, una forma de acceso pre-teorética. Eso que somos, ese ser-ahí (Dasein), no es algo dado en el presente (o fuera de él) sino un acontecer que se despliega entre el nacimiento y la muerte. Todo lo grande está en medio de la Tempestad. En 1933, en su discurso del rectorado en la Universidad de Friburgo, Heidegger parafrasea a Platón para dar cuenta del modo en el que surge el yo: no de la nada, ni siquiera de un mar en calma.[25] Aparece en algún punto de los vientos de cambio de la historia, una historia conformada no por un ser humano concreto sino por la entera humanidad. La alteridad es, para Heidegger, clave para entender tanto el yo como el tiempo. Y es significativo que en el punto 82 de Ser y tiempo, el penúltimo del libro, Heidegger compare su visión del tiempo y el espíritu con el pensamiento de Georg Hegel, otro de los grandes filósofos interesados por el tiempo en mayúsculas, el tiempo en tanto que historia desplegada.[26]

No es tarea sencilla reconciliar tiempo y el yo sin perder la identidad por el camino, pero tampoco dar cuenta del yo renunciando al tiempo en el que parece estar embebido. Pero la fenomenología y otros métodos afines (como el propuesto por Heidegger, en el que se aúnan también historicismo y hermenéutica) han proporcionado fértiles intuiciones dentro y fuera de la filosofía. La medicina y la psicología han sido y siguen siendo probablemente las más beneficiadas y, no en balde, su éxito en ambas ha tenido un papel fundamental en la vitalidad y prestigio que la aproximación fenomenológica conserva en el propio campo de la filosofía. Y lo que es más importante, la experiencia clínica está enriqueciendo la discusión fenomenológica con nuevos elementos. Por eso, en este punto de la discusión sobre la identidad narrativa, merece la pena terminar el epígrafe introduciendo algunas claves de dicho nexo.

 

La vuelta de la subjetividad en el ámbito clínico

En 1795 Phillipe Pinel, director médico de la Salpetriêre toma la polémica medida de desencadenar a los enfermos mentales de su hospital, los alienados, al reconocerlos como sujetos de tratamiento. Puede decirse que con tal gesto comienza la historia moderna de la psiquiatría. Pero este hito positivo debe ser enmarcarlo en un contexto más amplio, donde las luces y las sombras se entremezclan. La medicina del siglo XIX, bajo el influjo del positivismo, se había entregado radicalmente a la búsqueda de la objetividad y, con ello, había transformado al hombre enfermo en cuerpo enfermo, es decir, en un objeto físico mensurable en el que era posible encontrar el signo físico, piedra de toque y camino de todo posible diagnóstico. La dimensión subjetiva y cualitativa del enfermo que hasta entonces, junto con los signos, había servido para modelar las dolencias pasó a un segundo, por no decir a un tercer plano. La anamnesis quedó reducida, en resumen, a los signos objetivos. La percusión y la auscultación serán los símbolos de la medicina del XIX y también lo serán del modo de estar del paciente. Este debe estar en silencio, no debe interferir en la atenta escucha del médico. Todavía hoy, el artefacto identificatorio del médico es el “estetoscopio” (“ver a distancia”), paradigma de la distancia que exige el análisis objetivo de la patología. Ni el médico, con su bata blanca, ni el paciente con su silencio, deben artefactar las evidencias médicas.

En el siglo XIX el neurólogo Jean Martin Charcot liderará el abordaje positivo de la enfermedad mental. Pero el modelo decimonónico sucumbe por su incompetencia para entender y tratar la neurosis, como se dice todavía entre los psiquiatras, la más humana de las enfermedades. El hombre, en efecto, no se deja atrapar por los esquemas del hombre. Es el psicoanálisis de Sigmund Freud el que toma el testigo replanteando la auscultación médica. ¿Qué hay que escuchar? El relato del paciente. La palabra humana. Lo que como persona piensa y siente el enfermo. Y la reintroducción de la categoría psíquica en el diagnóstico (la de la psicogenia en la etiopatogenia) traerá tratamientos específicos con sorprendentes resultados a lo largo de los últimos dos siglos. Freud funda el psicoanálisis pero, sobre todo, asienta las bases de la psicoterapia moderna. El conflicto emocional puede producir síntomas. El signo clínico no tiene por qué ser correlato de una dolencia física, sino que puede ser evaluado en función del significado que le otorga el paciente. Esa es precisamente la nueva diana de la anamnesis clínica, la intimidad. Y el yo en el centro de la intimidad.

Son numerosos los aspectos que pueden destacarse del psicoanálisis freudiano, pero si hubiera que elegir dos, por el mérito de haber superado la barrera del tiempo y del propio método psicoanalítico, esos sin duda alguna serían los que conciernen, primero, a ese nuevo territorio descubierto de la mente que separa lo consciente de lo no-consciente, y cuyas leyes físicas o de significado están todavía por establecer, y segundo, los relacionados con el super-ego. Freud va más allá de las dualidades clásicas materia-espíritu, instintos-libertad, emociones-intelecto e introduce un tercer elemento en discordia que también emerge y se resuelve dentro del corazón humano. El yo está fundado en un id, ello, en el que discurren las pulsiones instintivas, pero también en otras corrientes subterráneas que penetran en la psique desde mares externos y que se manifiestan, entre otras formas, como censura moral. En la metapsicología de Freud, esta alteridad explica las funciones psíquicas más evolucionadas y también las enfermedades más específicas de un intelecto social que se ha desplegado en el tiempo hasta volverse en contra del propio hombre. Es la consecuencia inevitable de todo proceso evolutivo, en este caso, del desarrollo ciego del yo en el tiempo.[27]

Karl Jaspers es otro de los grandes psiquiatras y filósofos que logran redimensionar el papel de los síntomas en la medicina del siglo XX. Bebe inicialmente del psicologismo de Dilthey, que luego trata de superar con la fenomenología de Husserl y el existencialismo, no reconocido, de Heidegger, así como del psicoanálisis de Freud y, de manera postrimera, de los primeros trabajos de Jean Paul Sartre. Destaca, en nuestra discusión sobre el yo y la identidad, por poner el acento en la experiencia subjetiva del paciente, que es lo que delimita el yo y, por tanto, también la vivencia patológica. El material de trabajo del médico es la vivencia del enfermo y su relato, en otras palabras, su autodescripción que, en clave de alteridad, el psiquiatra también co-determina. Pero si el sujeto real desaparece del horizonte clínico, entonces el objeto de estudio acaba siendo siempre único e irrepetible. ¿Y qué hace el médico sino reconocer lo idéntico en lo múltiple? La psicopatología de Jaspers adolece, en las antípodas del positivismo, de su mismo radicalismo pero, con todo, ha demostrado su efectividad contra determinados frentes de batalla, en especial, para el tratamiento de delirios.[28]

¿Debe la psiquiatría olvidarse de la identidad y centrarse en el yo? No todos los psiquiatras seguirán la vía de Jasper. Uno de sus discípulos, Kurt Schneider, tratará de reintegrar el síntoma y el signo en un mismo ser, que es cuerpo y no solo conciencia o materia. En este sentido reconoce, primero, que la psiquiatría debe seguir el modelo científico-natural de la medicina; segundo, que las psicosis endógenas son enfermedades; pero, tercero, que lo que el médico debía buscar entender no son los síntomas o signos sino su forma. El cambio en la forma apunta a la aparición de un síntoma que es, a su vez, una alteración cualitativamente anormal, pues no tiene analogía con la vida mental no psicótica, y que siempre se sustentará en una enfermedad corporal. Y es aquí, en la forma, donde el médico encontrará la más objetiva expresión de unicidad en el paciente y, al mismo tiempo, el ámbito de posibilidad de toda psiquiatría verdaderamente científica. No hace falta explicar por qué en esta unicidad que subyace al yo, a todos los yoes, la identidad humana encuentra su viejo y compartido reflejo.[29]

Desde Schneider, las grandes teorías-marco psiquiátricas no han experimentado especiales revoluciones; si acaso, algunos investigadores han tomado mayor conciencia del problema al que nos enfrentamos. Klaus Conrad, discípulo directo de Schneider, lo formula en los siguientes términos. La psiquiatría se enfrenta a un doble riesgo: el riesgo de convertirse en fisiopatología, y reducir la enfermedad a sus causas orgánicas antecedentes; y el riesgo de convertirse en hermenéutica, y reducir la enfermedad a la ruptura de esa lógica interna que constituye el mundo vital del paciente.[30] El antiguo enfrentamiento entre el cientificismo y el psicologismo ha tomado nuevas formas en el ámbito asistencial, en efecto, pero en el fondo sigue presente en las escuelas de psicología y medicina y son contadas y minoritarias las propuestas que busquen la integración y, en definitiva, la distinción entre el yo y la identidad. No obstante, la situación es algo diferente en el ámbito de la filosofía, donde la hipótesis de la identidad narrativa, como propuesta de carácter integrador, ha tomado fuerza. Parte del mérito es de los autores que están tratando de recuperar el espíritu fundacional de la fenomenología, del que Ricoeur es caso paradigmático, y parte del desarrollo de la filosofía analítica de la segunda mitad del siglo pasado. Nos centraremos en esta cuestión a continuación.

 

En busca de la titularidad

Uno de los más importantes catalizadores de la reflexión sobre la noción de identidad en la comunidad de filósofos analíticos vino de la medicina: en la década de los cincuenta del siglo XX se perfecciona la técnica de trasplantes lo suficiente como para que aumente la demanda de órganos, especialmente riñones, procedentes de cadáveres humanos. Esta demanda aumenta considerablemente en la siguiente década al normalizarse la extracción de órganos en cuerpos en situación de muerte encefálica. Sin embargo, desde muy pronto, la consideración de que sujetos en estado coma dépassé estuvieran realmente muertos fue muy discutida. ¿Respondía a cuestiones prácticas o científicas?[31] Muy pronto el debate científico fue extendido (por no decir entregado) al ámbito filosófico y, en especial, a la filosofía analítica, que presumía estar más cerca del discurso y el método científico por tener como fundamento los datos extraídos de las ciencias naturales y por su alta exigencia en el rigor de la argumentación lógica y en la claridad de sus postulados.

¿Es posible encontrar una definición objetiva de identidad humana o, al menos, identificar rasgos objetivos que permitan constatar su presencia? Huelga decir que es cuestión de gran calado ético, pues es por el reconocimiento de esta identidad por la que reconocemos que un individuo es sujeto de derechos.[32] Pues bien, a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado encontramos dos claros bandos. En primer lugar, está la llamada hipótesis orgánica, que entiende la identidad personal como identidad eminentemente corporal y, por tanto, los criterios de identificación son de naturaleza física.[33] En este bando, entre las posiciones más moderadas cabe mencionar la hipótesis de la continuidad corporal de Bernard Williams y entre las más radicales, la hipótesis animalista de Eric T. Olson. En segundo lugar, en oposición, está la hipótesis de la continuidad psicológica, que apuesta por una identidad personal entendida como continuidad de la conciencia y, por tanto, definida bajo criterios psicológicos.[34] Aquí la dimensión temporal se revela fundamental para establecer la identidad humana, pues depende, por definición, de la perdurabilidad del ente. En la fórmula de Tomás Alvarado, para la continuidad psicológica “es necesario que para toda persona x,y: x-en-t1 = y-en-t2 si y solo si y-en-t2 es psicológicamente continuo con x-en-t1”.[35] Salta a la vista la similitud de la hipótesis de la continuidad psicológica con el planteamiento general de Locke, y también con su idea más particular acerca de la importancia de la memoria en la identidad humana. “Tan lejos como un ser inteligente puede repetir la idea de cualquier acción pasada, con la misma consciencia que tuvo de ella en aquella ocasión, y con la misma consciencia que tiene de cualquier acción presente, hasta ese punto es el mismo yo personal”.[36] En síntesis, tanto para Shoemaker como para Locke hay persona mientras existe continuidad en las experiencias que acontecen en el organismo entre el instante 1, el instante 2 y todos los instantes sucesivos.

El debate sobre la identidad personal estuvo polarizado hasta los años 80 del siglo pasado, pues fue entonces cuando uno de los inicialmente defensores de la hipótesis de la continuidad psicológica, Derek Parfit, propone serias objeciones para ambos bandos. Muy resumidamente, contraviene la hipótesis orgánica con su paradoja de la teletransportación: si fuéramos capaces de crear una máquina capaz de dormir al sujeto A, destruirlo y finalmente reconstruir un sujeto B copiando, átomo por átomo, la información del cuerpo de partida (en Marte, y a velocidad de la luz), entonces, desde el criterio de la hipótesis orgánica, el sujeto A no sería idéntico al sujeto B. Sin embargo, el sentido común y también la hipótesis de la continuidad psicológica parecen dictarnos lo contrario.[37] Pero Parfit propone otra segunda ficción, esta vez para desvelar las deficiencias de la hipótesis de la continuidad psicológica: la paradoja de la teletransportación múltiple. En este caso nos propone imaginar una máquina capaz no solo de realizar una copia en Marte, sino muchas y todas idénticas a la original. Con la argumentación de Shoemaker, todas ellas compartirían una y la misma identidad cuando, de nuevo por el sentido común y ahora a criterio de la hipótesis orgánica, cada una de estas nuevas criaturas gozarían de una titularidad diferente. Como los escolásticos discuten desde hace siglos el problema de los universales, en el co-principio material recae el principio de individuación. Las formas son siempre abstractas, universales y, en el mundo material al menos, estériles para explicar los casos o titularidades a los que puede dar lugar una misma idea. No solo el espíritu, sino la materia también importa (matter matters).

La salida de Parfit a esta doble crítica no es la integración de ambas hipótesis sino el abandono de la noción de identidad personal como faro en la toma de decisiones. Acepta pacíficamente que, en ambas paradojas, como también a menudo en la vida humana, la identidad del organismo cambia. Y este evento no tiene, según él, apenas valor moral. Por el contrario, lo verdaderamente importante, y aquí vuelve a las tesis de la hipótesis de la continuidad psicológica –ahora desde una ontología débil– es la continuidad de conciencia. Expresado en otros términos, lo que hemos de buscar como individuos y agentes sociales no es la supervivencia psíquica de un individuo sino la supervivencia psíquica de un individuo suficientemente parecido a nosotros.

 

Finalidad e identidad

Todas las cosas devora: aves, bestias, plantas, flora. Y a esta lista de víctimas del tiempo podemos añadir, diríamos si hacemos caso a Parfit, la identidad personal. Sin embargo, las implicaciones prácticas de esta tesis son tan extensas y profundas que no es de extrañar que la mayor parte de los intelectuales de nuestro tiempo insistan en buscar contraargumentos en defensa de alguna de las dos hipótesis de la identidad mencionadas o una alternativa a ambas. En el campo de la bioética (y en especial en los debates en torno a los trasplantes de órganos y de la muerte cerebral, muy ligados), las teorías de la continuidad psicológica continúan gozando de gran prestigio y fuerte desarrollo. Sin embargo, no casualmente desde los años ochenta, también ha surgido una propuesta alternativa, la hipótesis de la identidad narrativa, cuya influencia, fuera del campo de la Filosofía analítica, queda principalmente limitado al de la psicología y la psiquiatría y, algo menos, al de las ciencias de la educación.

La hipótesis de la identidad narrativa reconcilia el yo con el tiempo sin perder el ser, el sujeto real y, todavía más, busca conectar lo humano con el resto de los seres vivientes, destacando que aquello que comparten es clave para entender lo específico en lo que los seres vivos se diferencian. Representa, por tanto, una vuelta al enfoque clásico aristotélico en el que el estudio del acto (y de la acción humana) es la puerta de entrada al yo y a la identidad.

Alasdair MacIntyre y Daniel Dennett son los primeros y más conocidos defensores de la  hipótesis de la identidad narrativa. Ambos coinciden en publicar las primeras formulaciones sobre el tema en torno a los años 1980 y 1981. Y es particularmente interesante que, partiendo de planteamientos metafísicos opuestos, coinciden en caracterizar el yo a partir de una metodología que trabaja con elementos objetivos y subjetivos (fenomenológicos) dados en el ser sobre el que se predica. Otros autores destacados, aparte del ya comentado Ricoeur, son  Charles Taylor y Marya Schechtman. Sin embargo, de entre todos, MacIntyre es el autor que más importancia y tiempo concede a dicha hipótesis, razón por la que en este trabajo nos vamos a centrar particularmente en él. Pero antes queremos ofrecer una definición general de la hipótesis, muy particular, venida de la mano de Galen Strawson, uno de sus más importantes e inteligentes detractores. Identifica el marco común que ampara todos los autores acabados de mencionar bajo dos ideas: 1) la tesis de la narratividad psicológica: “los seres humanos ven o viven o experimentan sus vidas como una narración o historia de algún tipo o, al menos, como una colección de historias”; y b) la tesis de la narratividad ética: “experimentar o concebir la propia vida como una narrativa es una cosa buena; una rica actitud narrativa es esencial para una vida bien vivida, para la autenticidad o plenitud personal”.[38]

¿Qué significa experimentar la vida en forma narrativa? Para MacIntyre, el primer y más característico de los rasgos del yo, como lo es también de todo ser viviente, es la teleología. “Vivimos nuestras vidas, individualmente y en nuestras relaciones con los demás, a la luz de ciertos conceptos de futuro posible compartido, un futuro en que algunas posibilidades nos atraen y otras nos repelen, algunas parecen ya imposibles y otras quizás inevitables. No hay presente que no esté informado por alguna imagen de futuro presentado en forma de telos, fines o metas- hacia el que avanzamos o fracasamos en avanzar durante el presente”.[39] Toda historia, todo relato, dice MacIntyre, avanza hacia un fin y su final va iluminando dicha historia hasta llegar a resignificarla. Así se teje un sentido que, involucrando el pasado y el futuro, transforma el instante en ese presente en el que el yo se manifiesta. Esta idea contrasta con la hipótesis de la continuidad psicológica, en el que el yo se sostiene y es empujado por los eventos antecedentes, ya físicos ya psíquicos.

MacIntyre recupera la causa final aristotélica para dar cuenta de un ser humano que, a través de la racionalidad, aspira a lo que aspiran el resto de vivientes, su bien, que armoniza con el bien común. Con ella es capaz de aprehender el fin intrínseco que ejerce la atracción, así como el sujeto movido, uno que la racionalidad eleva a la categoría de yo. Si no en Aristóteles, en MacIntyre, lo que anima al viviente (el alma, su principio motor), no es identificable ni reducible al movimiento mismo ni viceversa. Hay fines que, en el viviente, permanecen plenamente a la espera y hay movimientos enérgicos que no por ello son menos azarosos. Por eso es más propio hablar de vida en términos de anhelo que de movimiento. El cumplimiento del anhelo exige el movimiento, pero su ausencia no conculca la predicación de una identidad de tipo teleológico, precaria pero existente. En contrapartida, el ser que imita el movimiento pero que carece de anhelo es solo una simulación vacía a la que no se le puede reconocer vitalidad.[40] El problema del positivismo, denuncia MacIntyre, es que deja de lado la dimensión subjetiva de las acciones teleológicas y se queda con el mero movimiento, mientras que el psicologismo cae en el error opuesto, desprecia la dimensión objetiva por la que, gracias a la racionalidad, la realidad es conocida en sí misma y, con ello, el anhelo, la aprehensión del bien, de la belleza que late en el fondo de todo. En ambos casos la consecuencia es la misma: se debilita el sentido de la narración humana.

El último apunte de este epígrafe lo dedicamos a la filosofía del “como si” de Dennett. Su postura es clara respecto a la finalidad objetiva. Niega su existencia fuera de la mente. No le lleva esta creencia, sin embargo, a despreciar la función que cumple dentro de la mente, pues le atribuye un papel relevante en la capacidad de adaptación al medio. Es una ficción extraordinariamente útil, más aun, es el germen de todas las ficciones ontológicas (de todas nuestras creencias en las propiedades inherentes de la realidad) y en último término, causa del desarrollo científico.[41] Y a lo más que conduce la narrativa científica es a reconocer el valor práctico de los enunciados científicos y a refutar toda posibilidad de que conozcamos las cosas tal como son. Dennett no rechaza que exista un orden fuera de la mente (como dijimos que defiende Hume o, más recientemente, Richard Rorty) ni que nos sea completamente ajeno. Si así fuera, la labor científica no resultaría útil y es un hecho que sí lo es.[42] Pero hasta ahí podemos llegar, que ya es mucho. Sería un error, no obstante, trasladar este descubrimiento sobre los límites de la ciencia fuera de la ciencia, lo que acarrearía el desvelamiento de las ficciones que consolidan nuestra experiencia narrativa, que son justamente sobre las que se sostiene la ciencia. La respuesta más coherente es, para Dennett, mantener un doble discurso: el de la ciencia, que descarta la finalidad para sus argumentos explicativos, y el de la vida, que cuenta con la finalidad para alcanzar una vida plena. Fuera del laboratorio el científico debe, si sabe lo que le conviene, actuar como si los fines existieran y la realidad realmente inspirara al filósofo, al perseguidor de la verdad, el bien y la belleza.

 

Desdibujando los límites de la identidad

La atribución de finalidad consolida un tipo de identidad más fuerte que la que establecen los meros criterios funcionales (por ejemplo, las que surgen con los mecanismos de convección Rayleigh-Bénard, estructuras disipativas, autoorganizadas en sistemas alejados del equilibrio, las cuales surgen espontáneamente a partir de condiciones fisicoquímicas tan concretas como azarosas). Es por la finalidad por la que se dice del movimiento que es acción y del viviente que es agente (de sus acciones). Además, hablar de identidades teleológicas, de agentes, supone entender el tiempo no solo como una fuerza perturbadora a la que hacer resistencia, ni tampoco como un cambio del que sacar partido o incluso desde el que sostenerse, sino también como un pliegue donde futuro y presente coexisten antes incluso de toda acción sensitiva o racional. De otro modo no podrían considerarse vivos los elementos del mundo vegetal, aun cuando la finalidad de éstos sea menos manifiesta por ser su relación con el medio mucho más limitada. Y es precisamente esta copresencia temporal, como ya fue dicho al principio del artículo, lo que transforma al agente en una realidad supratemporal. Y en este sentido, no solo el hombre sino todo viviente gozaría de la capacidad de, sublimar el tiempo.[43]

Con el análisis de la vivencia de finalidad, en los seres racionales encontramos un segundo rasgo de la identidad narrativa. “Para cualquier tema de una narración dramática representada, es fundamental el que no sepamos qué va a ocurrir a continuación. Este tipo de impredecibilidad […] es el exigido por la estructura narrativa de la vida humana”.[44] Aunque el agente se sabe perseguidor de fines, no se siente programado, empujado por ellos, como las aguas del rio empujan una barca. Por el contrario, la experiencia común es la de cierto control de las acciones en un mundo no completamente determinado, en el que caben opciones. En estas dos experiencias cristaliza la creencia del agente de que no se conoce ni es posible conocer el desenlace de la historia (permite todo un abanico de posibles horizontes de posibilidad en la narración). Por supuesto, esta indeterminación puede ser entendida a nivel ontológico, como hace MacIntyre, a nivel epistemológico, como es el caso de Donald Davidson, o a nivel pragmático, según la idea de Dennett. Sea de una forma u otra, para todos ellos la creencia contraria, la de que todo está escrito en las estrellas, debilitaría la narración hasta el punto incluso de romper la identidad del agente y hacerlo caer en la locura de Edipo, o peor, a la locura de Cronos.

Un tercer rasgo que distingue la hipótesis de la identidad narrativa de la hipótesis orgánica y de la hipótesis de la continuidad psicológica es el de los límites identitarios, más difuminados, pues ni el organismo ni la conciencia encierran completamente las acciones por las que el agente se reconoce como tal. “[L]o que el agente es capaz de hacer y decir inteligiblemente como actor está profundamente afectado por el hecho de que nunca somos más (y a veces menos) que coautores de nuestras narraciones. Sólo en la fantasía vivimos la historia que nos apetece. En la vida, como pusieron de relieve Aristóteles y Engels, siempre estamos sometidos a ciertas limitaciones. Entramos en un escenario que no hemos diseñado y tomamos parte en una acción que no es de nuestra autoría. Cada uno de nosotros es el personaje principal en su propio drama y tiene un papel subordinado en los dramas de los demás y cada drama limita con el drama de los demás”.[45] La alteridad reaparece en toda su fuerza en el planteamiento de MacIntyre y, como el tiempo, es un elemento irrenunciable para entender la identidad humana, pues los otros no son únicamente condición de posibilidad para que la identidad humana pueda forjarse, sino que son criterio de reconocimiento, parafraseando a Wittgenstein, como la lluvia es criterio para hablar del mal tiempo y no causa de éste. Charles Taylor da vueltas a la misma idea pero añade un matiz importante. “Definir mi identidad es definir aquello con lo que debo estar en contacto para funcionar plenamente como un agente humano, y específicamente para ser capaz de juzgar y discriminar y reconocer lo que es realmente valioso o importante, tanto en general como para mí”.[46] Utilizando una metáfora, la narración de cada ser humano, más que conformar un libro independiente hay que entenderla, según Taylor, como un capítulo de entre los muchos que conforman el libro y, sin los cuales, la narración apenas tiene sentido, ya para los otros como para el protagonista mismo.

En la propuesta de MacIntyre la identidad va a extenderse aún más lejos. Un cuarto rasgo de la narración-hombre es la necesidad de un amplísimo trasfondo que incluye no solo al otro sino lo otro. “Ese trasfondo [background] lo proporciona el concepto de relato y la clase de unidad de personaje que el relato exige. Del mismo modo que un relato no es una secuencia de acciones sino que el concepto de acción es el de un momento de una historia real o posible, abstraído de la historia por algún propósito, así los personajes de una historia no son una colección de personas, sino que el concepto de persona es el de un personaje abstraído de una historia”.[47] La historia de la que emerge está integrada por personajes, instituciones, modas, tradiciones e imaginarios comunes de una sociedad, pero también por la geografía, fauna y la flora que ocupa, por su meteorología y por las catástrofes naturales sufridas. Para descifrar el sentido de la narración, por tanto, hemos de integrar el cuerpo y la mente del agente con otros cuerpos y otras mentes y también con muchos de los objetos inanimados que nos acompañan o acompañaron. Esta visión se comprende todavía mejor a la luz de la noción clásica de bien de la que parten MacIntyre y Taylor, donde el bien de cada ente mantiene cierta sintonía con los bienes del resto y todos ellos con un ideal universal que la naturaleza guarda un poco, pero solo un poco, en secreto.

Una vez encontrado el sentido de la narración, es posible entender a los personajes y sus decisiones. MacIntyre y Taylor se inspiran en la noción de proáiresis, que Aristóteles utiliza para explicar los actos del agente racional, para desarrollar esta tesis. “Mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporciona el marco u horizonte dentro del cual yo intento determinar, caso a caso, lo que es bueno, valioso, lo que se debe hacer, lo que apruebo o a lo que me opongo. En otras palabras, es el horizonte dentro del cual puedo adoptar una postura”.[48] Hay deliberaciones insignificantes, como la elección del color de la corbata, que no exigen que su agente tome en consideración cosmovisión alguna. Otras en cambio necesitan activar una multitud de redes de intereses y compromisos, de significados y creencias, para emitir juicio. Su número no es menor y no son siempre fácilmente identificables.

 

Redes heterogéneas y fractura

No solo MacIntyre, Taylor y Dennett desarrollan la idea de trasfondo. Al margen de los planteamientos de la hipótesis de la identidad narrativa, varios autores desarrollan, por la década de los ochenta, dicha idea para explicar la naturaleza de lo mental. El más importante es John Searle, quien publica Intentionality en 1983, en plena gestación de las tesis en torno a la identidad narrativa. Searle define el trasfondo como el conjunto de habilidades, prácticas, supuestos, hábitos y actitudes que permiten que cada pensamiento tenga un contenido. El filósofo de Berkeley distingue además en la geografía del trasfondo zonas profundas, relacionadas con lo dado en el organismo –comer, caminar, reconocer, etc.–, y zonas locales relacionadas con las prácticas sociales.[49] Donald Davidson es otro de los autores que, por similares fechas, atacará los reduccionismos neuronales o psicológicos apelando a las redes de sentido que conforman el mundo mental. En concreto, utiliza como argumento el modo en el que las palabras, al igual que las creencias, se conectan para adquirir uno u otro sentido. La identidad, como la misma mente, se rige por reglas de coherencia y racionalidad y, por tanto, escapan de lo que soy orgánica o conscientemente.[50] Por último, es de justicia mencionar también a Willard V. Quine, filósofo que diez años antes anticipa la idea de red de significados en The web of belief (1970), trabajo que firma con J. S. Ullian y en el que se hace hincapié que la red de creencias (como también la de significados, vivencias o personas que configuran el trasfondo, podríamos añadir) no es homogénea, sino que hay nodos que tienen más peso que otros, creencias profundas que sostienen y sobre las que pivotan otras muchas, y otras superficiales que aparecen y desaparecen del horizonte de sentido y que apenas tienen poder operativo. Estas segundas escapan más fácilmente a las leyes de coherencia y racionalidad que rigen la mente y explican muchas de las pequeñas contradicciones que salpican la vida humana y que, en cierto modo, la enriquecen y la hace crecer. Más problemáticos son los casos en los que la tensión se produce en las creencias profundas y que pueden estar en la raíz de las experiencias de angustia existencial, disociación o alienación de la identidad, de inautenticidad afectiva o de akrasía de la voluntad, por citar solo algunos de los síntomas.[51]

Finalmente, las propuestas de Quine sobre la heterogeneidad de la red de creencias casan muy bien con la concepción lineal del tiempo que se maneja en la hipótesis de la identidad narrativa. Por ejemplo, para Taylor, “sucede que, como ser que crece y deviene, sólo puedo conocerme a través de la historia de mis maduraciones y regresiones, de mis victorias y derrotas. La comprensión que tengo de mí mismo necesariamente tiene una profundidad temporal e incorpora la narrativa”.[52] Ahora bien, en esta comprensión concedemos más importancia al futuro que al pasado y a los ideales o metas que a los hechos y condicionantes. “Más vale el término de una cosa que su comienzo”  dice el Libro del Eclesiastés (Ecl. 7:8). Y en efecto, para el sentido de la narración es crucial el tiempo en el que tienen lugar los acontecimientos. No es lo mismo que tu peor enemigo acabe convirtiéndose en tu mejor amigo, o que tu mejor amigo se convierta en tu enemigo. O como suele decirse, está bien lo que acaba bien. La identidad humana se extiende más allá de su cuerpo, sí, pero también más allá de su tiempo, más allá del ahora del ser hacia el mejor de sus mañanas.

Una de las principales críticas que lanzan los defensores de la hipótesis de la identidad narrativa a los enfoques que sobre el yo y la identidad predominan en la tardomodernidad es precisamente el no entender el papel e importancia del trasfondo. Como consecuencia se abusa de las metodologías analíticas que, al diseccionar el yo, lo pierden. Para MacIntyre no es un problema estrictamente académico, sino que ha acabado afectando al modo en el que el ciudadano de a pie busca su felicidad. “Los obstáculos sociales derivan del modo en que la modernidad fragmenta cada vida humana en una multiplicidad de segmentos, cada uno de ellos sometido a sus propias normas y modos de conducta. Así, el trabajo se separa del ocio, la vida privada de la pública, lo corporativo de lo personal. Así, la infancia y la ancianidad han sido separadas del resto de la vida humana y convertidas en dominios distintos. Y con todas esas separaciones se ha conseguido que lo distintivo de cada una, y no la unidad de la vida del individuo que por ellas pasa, sea lo que se nos ha enseñado a pensar y sentir”.[53] Está comprobado que la visión analítica, reduccionista, ha sido y sigue siendo útil para abordar y comprender muchos fenómenos naturales. Pero las identidades teleológicas se escapan a dicha aproximación. Es la actitud individualizante individualista, concluye MacIntyre, la que ha condenado al hombre moderno a no entenderse con el resto de seres humanos y, lo que es más importante, a no entenderse a sí mismo –un sí mismo que, por otra parte, está cada vez más alienado en sus lindes espaciales y temporales. MacIntyre es menos optimista que Taylor sobre la capacidad del hombre contemporáneo para revertir el proceso de fragmentación social e individual. Quizá porque el primero concede especial peso a las herramientas conceptuales del pasado que son, para MacIntyre, irrecuperables.

Del yo narrativo a la identidad narrativa

Con una breve cita de MacIntyre podemos resumir lo dicho hasta ahora sobre la hipótesis de la identidad narrativa y, además, dar un paso adelante hacia el tema al que dedicaremos la última parte de este trabajo. “[E]l hombre, tanto en sus acciones y sus prácticas como en sus ficciones, es esencialmente un animal que cuenta historias. Lo que no es esencialmente, aunque llegue a serlo a través de su historia, es un contador de historias que aspira a la verdad”.[54] En cada ser humano, las historias que cuenta tienen originariamente una dimensión funcional y sólo después, cuando el hilo del sentido narrativo es suficientemente grueso, parecen adquirir una dimensión referencial, trascendente, esto es, se vuelven susceptibles de ser evaluadas con criterios de verdad. O al menos, como defiende Dennett, serán redimensionadas en una meta-ficción en la que la narración refleja algo externo, independiente y más grande que la narración misma. Es el paso que da el yo, descubrimiento o creación, a la identidad.[55]

Este caer en la cuenta de que no se es completamente un yo abre al agente, señala Taylor, al horizonte moral de la existencia racional. La identidad se muestra entonces en forma de fin moral, de bien inherente y relacional, al que las acciones van quedando subordinadas. “[L]a seguridad de saber que estoy bien encaminado hacia ese bien me produce un sentimiento de integridad, de plenitud de ser como persona o como yo, que nada más puede producirme”.[56] La persecución del ideal de autenticidad, la búsqueda del verdadero yo, es uno de los principales hitos, concluye Taylor, del paso a la madurez. Pero, ¿realmente es necesaria una estructura mental narrativa para despertar a la conciencia filosófica? Autores como Strawson reconocen que hay agentes con vidas más o menos coherentes, pero niegan que esto sea un requisito para tener una vida moral y plena. No vamos a entrar en esta polémica, desarrollada en múltiples trabajos, sino que mejor trataremos aquí de profundizar en otro problema no menos relevante. La hipótesis narrativa asume un enfoque del yo como agente, esto es, constituido por sus roles, como organismo que interactúa de diferentes modos con el medio. Pero, ¿cómo llega a dar el paso del yo-agente al yo-representación? La neuropsicología y, en particular, la psicolingüística y la psicología del desarrollo ofrecen pistas relevantes de la cuestión. Fijémonos, en especial, sobre sus hallazgos en torno a tres usos habituales del término yo: el uso deíctico, el uso performativo y el uso constativo.[57] Hallazgos que además pueden clasificarse en dos categorías por uso, las de calado objetivo (lo que podemos decir del yo desde una perspectiva de la tercera persona) y las de carácter subjetivo (fenoménico, vivencial) del yo.

Hablar del uso deíctico del yo es atribuir al pensamiento o sentimiento al que va asociado un carácter referencial, aún en el más débil de los sentidos. Equivale al acto de apuntar con el dedo, de señalar un trozo de universo delimitado inicialmente por la epidermis que recubre al mismo agente que realiza la acción de señalar. Ni siquiera hace falta dedo alguno para que dicha interacción con el medio tenga lugar. Basta el mero ejercicio de direccionamiento de los sentidos externos. En neuropsicología se suele asociar la función deíctica con los procesos atencionales básicos, aquellos que controlan la detección e integración de aquellos inputs del medio que pueden resultar beneficiosos o una amenaza para el organismo. Implican, por tanto, la discriminación perceptiva y el desarrollo de la atención de manera focalizada, selectiva y sostenida. Siendo así, este tipo de experiencias de yoidad tiene lugar en una fase muy precoz del desarrollo, pre-lingüística, que solo exige que el agente sea capaz de mirarse a sí mismo, como totalidad, por ejemplo, en el reflejo de un espejo, o fraccionariamente, por ejemplo, al mirarse las manos, las piernas, el torso, etc. Y antes de todo ello incluso, cuando el niño coordina su mirar con el mirar de la madre, también conocido como fenómeno de la atención conjunta (joint attention).[58] Entre las primeras miradas a uno mismo destacan las que se realizan por medio del otro. Pocas evidencias hay más sugerentes acerca de la alteridad originaria de la identidad humana. El yo empieza en un juego de miradas seguidas de caricias y sonrisas.[59]

El yo deíctico hunde sus cimientos en una etapa del desarrollo pre-lingüística y también pre-reflexiva e incluso vagamente teorética. El agente, ya sea niño o anciano, no necesita saber qué está señalando para señalar, todo lo más el supuesto, nada metafísico, de que ahí parece haber algo. Esta afirmación es coherente con afirmar también que, paradójicamente, este uso/experiencia del yo sí que puede ser expresión de la más elevada y específica de las inteligencias. Por ejemplo, la pregunta por el propio ser, quién soy yo, tiene un carácter preeminentemente deíctico. Representa la cima del pensamiento filosófico y a la vez el inicio de la peregrinación de todo auténtico conocimiento. Este punto de llegada y salida implica, a diferencia del yo deíctico infantil, una narración en la que otros usos del yo hayan hecho ya aparición, yoes sobre los que se cierne la sombra de la sospecha. Es a mitad de la historia cuando el agente intuye que “yo no soy completamente yo”, cuando teme que quizá no lo sea en absoluto.

Con el uso performativo del yo, el agente interacciona con su entorno. Presupone, por un lado, al yo deíctico (decir yo, tú, eso, etc. es señalar un trozo de mundo), y por el otro la presencia de un otro, receptor del mensaje, que va a responder a la emisión con la modificación de su conducta. El fin último del yo performativo es modificar un trozo de mundo (que el agente ocupa) y no simplemente señalarlo. Y también aquí encontraremos manifestaciones pre-lingüísticas (también denominadas proto-imperativas) entre los ocho y los doce meses de edad.[60] Por ejemplo, con el típico gesto de alzar los brazos el niño señala la intención de ser alzado, de nuevo, aun cuando no posee el concepto de yo ni del otro (conceptos extensionales, aunque quizá sí intensionales). Así también se muestra en la más precoz fase lingüística, en la que el yo tiene forma de tercera persona. Subir nene. Este enunciado expresa un fin en el que apenas se revelan diferencias entre el yo y el otro, ni tampoco entre el provecho del emisor y del receptor.

Uno de los errores que ha producido en la historia del pensamiento mayor número de debates estériles ha sido ignorar que, en numerosas ocasiones, el yo (como otras muchas palabras, gestos o contenidos mentales) debe ser entendido en un contexto performativo, como herramienta y no como representación y que, por ende, no remite a un enunciado susceptible de verificación o falsación. Es decir, no en todos sus usos tiene sentido afirmar que éste es mi verdadero yo. El enunciado subir nene no admite la calificación de verdadero o falso sino respuestas del tipo sí o no (te alzo, me alza) o, a lo más, describirla como una acción (verbal) útil o no. De igual modo podemos decir que no hay nada de verdadero o falso en una bicicleta; solo usos, algunos mejores, otros peores y otros simplemente distintos. Este es uno de los casos, apunta Austin, en los que la tan humana y conveniente pasión por la búsqueda de la verdad puede jugar en contra misma del saber. “No tenemos que retroceder muy lejos en la historia de la filosofía para encontrar filósofos dando por sentado como algo más o menos natural que la única ocupación, la única ocupación interesante, de cualquier emisión −es decir, de cualquier cosa que decimos− es ser verdadera o al menos falsa. Naturalmente, siempre han sabido que hay otros tipos de cosas que decimos −cosas como imperativos, las expresiones de deseos, y exclamaciones− algunas de las cuales han sido incluso clasificadas por los gramáticos, aunque tal vez no era demasiado fácil decir cuál era cuál. Pero con todo, los filósofos han dado por sentado que las únicas cosas en las que están interesados son las emisiones que registran hechos o que describen situaciones con verdad o con falsedad”.[61] Lo más interesante de esta cita, a nuestro parecer, es que aparte de que existan otros intereses intelectuales que los relacionados con las emisiones verdaderas o falsas, a veces ocurre que, para llegar a estos segundos es necesario dar un rodeo previo por los usos y funciones de una emoción. Pero, ¿cómo se llega a la verdad a partir de la función? Es una pregunta ineludible en el problema sobre el paso del yo a la identidad.[62]

En la vida de los adultos también es frecuente encontrar el yo en su uso performativo. El retrato de Enrique VIII encargado a Hans Holbein el Joven, entre 1536 y 1537, refleja un rey enérgico y de constitución atlética. Esto tiene poco que ver con la realidad de un monarca que por aquel entonces padecía una importante obesidad y otros problemas varios de salud. Con el retrato lo que el rey pretende es mandar un mensaje a sus súbditos y al resto de reyes europeos. Es un error preguntar por la pericia como retratista del pintor. Lo único que tiene sentido en este contexto del yo es la cuestión de cuán efectiva es la propaganda que elabora. El ejemplo y el error sobre el retrato del rey inglés son solo una expresión de las miles que se presentan en la vida de todo ser humano.

Con el yo, en su uso constativo, el agente sí pretende describirse, y no solo, también explicarse mediante la asociación de ideas, identificación de causas y abstracción de conceptos -el yo entendido como espejo de la unidad del ser. Entre los tres y los cuatro años y medio el niño comienza a desarrollar este tipo de yo, crecimiento que va parejo con la sofisticación de las capacidades sociales, en especial las relacionadas con la atribución de intenciones y creencias en el otro (teoría de la mente). Una de las más altas cimas de los primeros estadios del yo constativo es la capacidad para mentir, para elaborar conductas que induzcan falsas creencias. Es una observación que encaja con lo que aquí viene proponiéndose. El yo del niño irá siendo más verdadero a medida que vaya entendiendo (y usando) que hay imágenes de sí mismo que son falsas. En todo caso, lo que sí parece evidente es que el niño toma como base los distintos usos performativos del yo (qué hace y qué quiere en cada uno de los diferentes contextos que integran su historia narrativa: su conducta con los padres, con los amigos, en la escuela, en el médico, etc.) para convertir dichos conceptos intensionales del yo en conceptos extensionales cada vez más amplios. La cima de este proceso, no siempre alcanzada por el adulto, es la adquisición de un único yo constativo. Es entonces cuando un único agente comienza a predominar en una narración, y narración con sentido.

 

El nudo gordiano

Conócete a ti mismo. Es la máxima que habría estado inscrita  en el pronaos del templo dedicado a Apolo en Delfos. La formación y desarrollo del yo constativo representa una de las primeras formas de cumplir con dicho objetivo. Sin embargo, la consolidación del yo mediante las experiencias y pensamientos que pivotan en torno a dicho centro gravitatorio no siempre son las más acertadas. No cualquier tipo de interacción con el medio o reflexión sobre el yo logran conducirlo en la dirección correcta, ni desde el punto de vista de la utilidad ni de la veracidad. Esta tesis se muestra especialmente evidente en los primeros años de desarrollo en el que está en juego no solo la maduración, sino la propia formación del yo.[63] En el caso de las reflexiones descaminadas, ya se ha dicho, parte de los riesgos tienen que ver con no distinguir bien los tres usos en los que el yo puede aparecer en la vida cotidiana. El error más frecuente sea probablemente confundir el yo performativo con el yo constativo. Creer, por ejemplo, que la forma que tenemos de mostrarnos ante una persona de la que queremos obtener algo coincide con quien realmente somos. Esa persona puede ser incluso uno mismo.

El nudo se hace aún más intrincado si introducimos la particular dimensión subjetiva de cada uno de los tres tipos de yo que, además, admite múltiples grados: no-consciente, inconsciente, consciencia mínima, plenamente consciente, entre otras. El yo consciente, en su función deíctica, estaría asociado a las experiencias de ese trozo de mundo que ocupa y al que se dirigen los sentidos externos (vista, gusto, tacto…) y los sentidos profundos (somatoestesia visceral y propiocepción muscular). Añádase también en este apartado las emociones básicas asociadas a la estimulación de dichos sentidos (placer, dolor, miedo, paz, sueño, agresividad…). En el contexto performativo, las intenciones y acciones del agente también se ven acompañadas por un particular tipo de experiencias fenoménicas, llamémoslas deseos o pulsiones que hacen pensar en el yo como una entidad caracterizada por el anhelo social. Soy lo que muestro al otro. Pero esto no es siempre cierto. A veces lloramos para llamar la atención de otro y no porque realmente estemos tristes. Y por último, están aquellas experiencias subjetivas ligadas al yo teórico, a la reflexión sobre ciertas ideas de uno mismo y a las conclusiones derivadas de dicha reflexión: los sentimientos del agente de pensarse como padre, como árbitro de fútbol, como vendedor de automóviles, etc.[64] Y de nuevo, no es fácil discernir entre el padre que el agente es, el padre que quiere ser y el padre que quiere mostrar que es ante los hijos. A veces es imposible, pues cabe suponer situaciones en las que el yo objetivo se utilice a la vez en sus tres contextos y aparezca, por tanto, vivido también como un cúmulo de emociones, deseos y sentimientos. Ejemplo paradigmático es la cita romántica en la que el agente está dispuesto a abrir el corazón a su pareja entre copa y copa de vino.

Pero retomemos el problema principal de este trabajo. En la búsqueda de uno mismo y del mundo hay varios descubrimientos que permiten al agente dar dos saltos cualitativos en el conocimiento del ser. El primero de ellos, el más importante, es el saberse movido hacia unos fines que, además, gozan de gran estabilidad. En torno a este descubrimiento el agente distingue, por ejemplo, entre un estado orgánico salubre y uno patológico o entre una situación deseada (la prosperidad merecida) y una impuesta (la cárcel inmerecida). Como es obvio, hay muchos fines que fluctúan, pero son los que no lo hacen los que proporcionan al agente una de las experiencias más intensas de perdurabilidad y unidad –de identidad. Es el despertar a la naturaleza humana y, por extensión, a la naturaleza de todas las cosas.

La experiencia de mismidad que trae el descubrirse como identidad teleológica no es, para MacIntyre, exclusiva del ser humano. Los animales son capaces de prestar atención a las cosas, de ejercer cierto control en la dirección de dicha atención y, sobre todo, de experimentar sus propios instintos como fenómenos teleológicos. Este ser en el mundo, dice MacIntyre utilizando terminología heideggeriana, esta conciencia de sí que navega por una corriente de instantes de tiempo plegado, es extremadamente pobre. “Ser pobre en el mundo es inseparable del hecho de ser cautivo del entorno”.[65] En contraposición, la conciencia humana es rica en cuanto el agente no está absorto en los fines, da igual si orgánicos u sociales, naturales o coyunturales. Esta liberación del cautiverio externo e interno es, precisamente, otro de los grandes hitos en el camino hacia el auto-descubrimiento: el ser humano es un agente libre pues no solo es movido por fines internos sino que además controla dichos fines y, por tanto, sus pensamientos y acciones.

La liberación del hombre no está limitada a la finalidad. También incumbe a las creencias, que es otro de los puntos de inflexión entre el mundo humano y el animal. “Lo que los animales no tienen es una aprehensión de aquello con lo que se relacionan «en cuanto algo», «en cuanto algo presente a la mano, en cuanto ser». La lagartija sobre la roca puede tener una cierta conciencia de la roca, pero no en cuanto roca”.[66] Que la realidad se haga presente al hombre comporta que éste no quede tampoco absorto por las apariencias, por sus creencias acerca de lo que el mundo es o no es y de lo que debiera ser o no ser. La liberación toma aquí forma, primero, de duda, un reconocer que lo que se sabe no siempre es lo que es; y, segundo, de proyecto intelectual –la búsqueda de la verdad y el bien. Duda y proyecto conciernen también al yo, sobre el que se duda y al que se persigue. La frase socrática “solo sé que no sé nada” es una súplica específicamente humana, que exige una narración previa, pues es un descubrimiento de madurez, y exhorta al agente a despertar del mundo a la realidad y al verdadero destino. Pero esta singularidad es compatible, así lo cree MacIntyre, con reconocer en la escala animal sombras de dicha sublime capacidad. “Lo que importa es que los animales corrigen continuamente sus creencias, de acuerdo con sus percepciones. Es decir, que hay un reconocimiento rudimentario de la distinción entre verdad y falsedad incorporado en la forma como cambian las creencias del animal, siguiendo los cambios en el objeto percibido”.[67] Esta idea es coherente con el planteamiento general aristotélico de una inteligencia natural entendida como acto vital de un ser que se encuentra en una particular posición jerárquica en cuanto a la materia y a la forma que le dan el ser.

 

Las paradojas de la libertad

El saberse libre de fines y pensamientos induce en el hombre una experiencia de identidad más honda aun que la de finalidad. En ella podemos identificar un nuevo grado de conciencia, el más pleno, el del paso del yo narrativo al yo personal. Este segundo refleja una identidad superior a la identidad teleológica. La unidad del ser propia de la identidad personal, que exige la presencia de identidad teleológica, eleva al agente por encima de las redes de significado y finalidad y, con ello, le saca definitivamente del tiempo en el que transcurre su historia. No se trata de un mero pliegue del tiempo sino de un agujero, por utilizar otra metáfora espacial, por el que la corriente puede ser atraída hacia nuevas sendas. Y en efecto, las consecuencias de la transformación del yo teleológico en un yo personal no son meramente teóricas. Al sentirse verdaderamente a los mandos de su vida, el yo performativo deja de depender tanto de los contextos en los que habitualmente es evocado y más del yo constativo. En la conducta esto se manifiesta en una mayor unidad de vida. Hay mayor auto-reconocimiento en los distintos roles que ocupan al agente. En último lugar, la transformación afecta al yo deíctico, que ya no sabe con claridad hacia dónde apuntar el dedo cuando se dice a sí mismo persona. ¿En qué se sostiene esta libertad que parece ausente fuera de la especie humana? ¿Son los mismos tipos de actos de inteligencia los que me permiten reflexionar sobre la cena de esta noche que los que me hacen mirar las estrellas?[68]

Hay un ultimísimo problema en la adecuación del yo y el ser en el que se sustenta, que está relacionado con el ejercicio de la libertad. Para MacIntyre, gran parte de los males de la tardomodernidad, principalmente los relacionados con el materialismo y el individualismo, tienen su origen en una libertad desconectada de la racionalidad, esto es, de la realidad, y, por tanto, desprovista de los horizontes de sentido en los que se fundan los fines humanos que pueden llevar al ser humano a la plenitud del ser. El yo refleja mejor el ser en cuanto que el ser humano emplea su libertad en conocer la realidad de la que él es parte. Quizá no exista un final del camino, un tocar fondo, pues la naturaleza puede guardar misterios insondables que la inteligencia nunca agote. En este sentido, siempre existirá para MacIntyre cierta experiencia de insatisfacción de la persona en su escrutinio ante el espejo del yo. Pero también es dicho camino sin término el que asegura la impredecibilidad de toda narración humana que, como ya vimos, es necesaria para una vida plena. En todo caso, esta experiencia negativa y necesaria debe ser añadida al nudo gordiano, pues a veces se confunde con otros sentimientos negativos de inautenticidad o alienación que son fruto de malas conclusiones o malas decisiones.

Cerremos el discurso con una última reflexión sobre otro modo de entender la libertad. Taylor se distancia de la postura de MacIntyre, que está en línea con la propuesta aristotélica, al defender que la libertad humana no puede reducirse al ejercicio racional, dicho de otro modo, al conocimiento de la red de fines sobre la que está tejida la realidad. Critica el atomismo moderno, pero también ensalza cualidades ausentes en épocas anteriores. La más importante es la preocupación por el hombre en tanto que individuo. Lo que marca la diferencia  entre las personas es también un valor a proteger en el ámbito privado y en el público. Taylor reconoce el mal del individualismo, pero esto no le lleva a negar la verdad y bondad de las experiencias humanas de individualidad. No todo en la vida del ser humano consiste en descubrir los lazos que compartimos entre todos y con todo.[69] La racionalidad cumple, según Taylor, también una función creativa pues introduce novedad en la realidad del agente y, en especial, en su temporalidad pues abre éste a nuevos fines. Así, el futuro de un agente surge y debe estar apoyado en el ser y en los fines naturales dados pero, cara a desarrollarse como individuo, no puede hacerse derivar completamente ni de los hechos ni de los fines naturales. Aquí pues surge la tensión entre dos yoes, el teleológico y el creativo, que expresan la tensión entre dos realidades, el hombre en cuanto naturaleza y el hombre en cuanto persona. El principal mal de la modernidad, dirá Taylor, es que no ha sabido resolver adecuadamente dicha tensión y ha acabado priorizando al artista sobre el político. El principal reto de los intelectuales contemporáneos consiste, en consecuencia, en sustituir el modelo del artista solitario por otro, más cercano al modelo romántico (o al menos al del primer romanticismo), menos centrado en sí mismo y algo más en la naturaleza.[70]

Desde la interpretación de Taylor de la libertad, el ser humano está abierto a la novedad. La identidad humana se ve sometida a nuevas fuerzas del cambio, pero de carácter supratemporal y propiciadas por la más elevada racionalidad. Son fuerzas que no debilitan al ser, sino que le permiten crecer. No habría nunca, en definitiva, un yo que reflejase completamente el ser que se es porque, como Aquiles y la tortuga en la paradoja de Zenón, cada vez que el agente se conociera mejor, habría algo en su identidad que le haría avanzar. El yo andaría siempre un paso detrás del ser no solo por la profundidad de sus simas, sino también por la inagotable imaginación humana. Pero es justo por lo que el proyecto humano de auto-comprensión no termina nunca, y esta es la conclusión más importante que, en nuestra opinión, podemos extraer de Taylor, lo que lo hace extremadamente valioso e igualmente necesario.

 

 

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Luis E. Echarte Alonso es responsable intelectual del 75 % del trabajo que fundamenta la investigación de este estudio y Juan Esteban de Erquiaga del 25% restante.



[1]    Aristóteles, Metafísica, libro IV, parte II, 1003 a-1012 b, trad. Patricio Azcárate (Madrid: Austral, 1993), 102-106.

 

[2]    Evelio Salcedo, “La identidad personal como identidad narrativa en Paul Ricoeur”, Apuntes Filosóficos 25, n°49 (2016): 117-131.

 

[3]    Aristóteles, Acerca del alma, libro II, 415 b 13, trad. Tomás Calvo Martínez (Madrid: Gredos, 1978), 180.

 

[4]    Aristóteles, Metafísica, libro XII, capítulo 10, 1075 b 37-1076 a 4, 323.

 

[5]    Esta última afirmación será matizada más adelante en el contexto de la hipótesis de la identidad narrativa pero, por el momento, tómese como cierta.

 

[6]    Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro VI, capítulo 2, 1140 a 25, trad. Julio Pallí Bonet (Madrid: Gredos,
1985), 273.

 

[7]    Aristóteles, Acerca del alma, libro III, capítulo 5, 430 a 10-25, 234.

 

[8]    Hay, por supuesto, detractores a esta interpretación espiritualista del intelecto agente. Véase la controversia en Enrico Berti, Ser y tiempo en Aristóteles (Buenos Aires: Biblos, 2011), 43.

 

[9]    René Descartes, Discurso del Método/Meditaciones metafísicas, ed. y trad. de Manuel García Morente (Madrid: Austral, 2010), 38.

 

[10]   Claudia Jáuregui, “Cogito and temporality”, International Philosophical Quarterly 42, nº 1 (2001): 5-16.

 

[11]   John Locke, An Essay Concerning Human Understanding (London: Collins, 1964), libro II, cap. 27, 71.

 

[12]   Diego Sánchez Meca, Teoría del Conocimiento (Madrid: Dykinson, 2001), 252.

 

[13]   Cfr. David Hume, A Treatise of Human Nature (London: Fontana Library, 1962), libro 2, parte II, sec. 2, nº 277.

 

[14]   Hume, A Treatise of Human Nature, libro 1, parte IV, sec. 2, nº 2, 322.

 

[15]   William James, Psychology. Briefer Course (New York: Henry Holt and Company, 1923), 196.

 

[16]   James, Psychology, 313.

 

[17]   Immanuel Kant, Crítica de la razón pura (Madrid: Alfaguara, 1998), 74 (B-31).

 

[18]   Kant, Crítica de la razón pura, 136 (A-107).

 

[19]   Kant, Crítica de la razón pura, 333-334 (A-350).

 

[20]   Edmund Husserl, Zur Phänomenologie der Intersubjektivität. Texte aus dem Nachlass. Tomo III (La Haya: Martinus Nijhoff, 1973), xlviii (Hua xv), citado y traducido por Julia Iribarne, La intersubjetividad en Husserl. Bosquejo de una teoría (Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1988), 382.

 

[21]   Alejandro Kosinski, “Una manera de responder ¿quién soy?: la identidad narrativa de Paul Ricoeur”, Avatares Filosóficos 2 (2015): 213-221.

 

[22]   Jimena Néspolo, “El problema de la identidad narrativa en la filosofía de Paul Ricoeur”, Orbis Tertius 12, nº 13 (2007): 213-221.

 

[23]   Paul Ricoeur, Sí mismo como otro (Madrid: Siglo XXI, 1996), 21.

 

[24]   Martin Heidegger, El concepto de tiempo (Madrid: Mínima Trotta, 2001), 12.

 

[25]   La cita literal de Platón es la siguiente: “Pues todas las cosas grandes son arriesgadas, y las hermosas realmente difíciles”. Platón, República, 497 d 9, trad. Conrado Eggers Lan (Madrid, Gredos, 1988), 315.

 

[26]   Martin Heidegger, El ser y el tiempo (México: Fondo de cultura económica, 1998), 461-468.

 

[27]   Vic Sedlak, “The psychoanalyst’s normal and pathological superegos”, The International Journal of Psychoanalysis 97, nº 6 (2016): 1499-1520.

 

[28]   Guilerhme Messas, Melissa Tamelini, Milena Mancini, Giovanni Stanghellini, “New Perspectives in Phenomenological Psychopathology: Its Use in Psychiatric Treatment”, Front Psychiatry 9 (2018): 466.

 

[29]   John Hoenig, “Kurt Schneider and anglophone psychiatry”, Comprehensive Psychiatry 23, nº5 (1982): 391-400.

 

[30]   Klaus Conrad, Die beginnende Schizophrenie (Stuttgart: Thieme Verlag, 1958).

 

[31]   Luis E. Echarte, “¿Cuándo termina la vida humana?”, en ¿Quiénes somos? Cuestiones en torno al ser humano,
eds. Miguel Pérez de Laborda, Claudia Vanney y Francisco José Soler Gil (Pamplona: Eunsa, 2018), 283-288.

 

[32]   Marya Schechtman, una de las defensoras más destacadas de la hipótesis de la identidad narrativa, atribuye a la noción de identidad personal cuatro asuntos preeminentemente éticos: la responsabilidad moral, las decisiones prudenciales, la compensación de daños y la supervivencia del sujeto moral. Véase en Marya Schechtman, The Constitution of Selves (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1996), 136-162.

 

[33]   Bernard Williams, “Personal Identity and Individuation”, Proceedings of the Aristotelian Society 57 (1957): 229-252.

 

[34]   Sydney Shoemaker, “Personal Identity and Memory”, The Journal of Philosophy 56 (1959): 868-882.

 

[35]   José Tomás Alvarado, “Identidad personal y ontología de la persona”, Universitas Philosophica 66, nº 33 (2017): 77-112.

 

[36]   Locke, An Essay Concerning Human Understanding, Libro II, cap. 27, 9.

 

[37]   Derek Parfit, Reasons and Persons (Oxford: Oxford University Press, 1984).

 

[38]   Galen Strawson, “Against narrativity”, Ratio 17, nº 4 (2004): 428-452.

 

[39]   Alasdair MacIntyre, Tras la virtud (Barcelona: Crítica, 1987), 266.

 

[40]   Un ejemplo de este tipo de identidades teleológicas precarias sería el de un embrión congelado. Su inmovilidad no merma su inclinación. ¿Está vivo? Quizá no se adecúa a la definición de viviente pero sí que cumple con los más altos criterios identitarios. Desde tal perspectiva es difícil negar que no sea sujeto de titularidad pues lo que le define no es tanto su presente como su posible futuro. Por eso también reconocemos que un estudiante universitario es estudiante aún en sus momentos de descanso, mientras que un computador jamás podrá ser considerado como tal, dado que no siente ningún anhelo de conocer ni tampoco se siente impelido a perseguir los horizontes de valores que dicho conocimiento abre. A este asunto se refiere el filósofo Leonardo Polo cuando afirma “no se puede decir que el hombre sea, sino que será”. Leonardo Polo, Antropología trascendental (Pamplona: EUNSA, 1999-2003), 149.

 

[41]   Daniel Dennett, “Why and How Does Consciousness Seem the Way it Seems?”, en Open MIND: 10 (T), eds. Thomas Metzinger y Jennifer M. Windt (Frankfurt am Main: MIND Group, 2015), 1-11.

 

[42]   Daniel Dennett, La conciencia explicada (Barcelona: Paidós, 1995), 470-471.

 

[43]   Asuntos distintos son: a) que, para realizar dicha operación, una de las partes del alma del viviente tenga o no que estar fuera del tiempo; y b) que esta parte del alma pueda sobrevivir a la muerte.

 

[44]   MacIntyre, Tras la virtud, 266.

 

[45]   MacIntyre, Tras la virtud, 263.

 

[46]   Charles Taylor, Philosophy and Human Science. Philosophical Papers 2 (New York: Cambridge University Press, 1985), 258.

 

[47]   MacIntyre, Tras la virtud, 268.

 

[48]   Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (Barcelona: Paidós, 2006), 52.

 

[49]   John Searle, Intentionality (Oxford: Oxford University Press, 1983), 143-144.

 

[50]   Donald Davidson, Essays on Actions and Events (Oxford: Oxford University Press, 1980), 221.

 

[51]   De manera similar el filósofo español José Ortega y Gasset, distinguiendo entre ideas y creencias, señalas las creencias (no importa si conscientes o no) como las responsables de la cosmovisión del agente y de sus más auténticas intenciones. Así, el mejor método para saber lo que un agente piensa realmente no sería mediante un acto de introspección sino de observación de la propia conducta (véase José Ortega y Gasset, Ideas y creencias y otros ensayos de filosofía (Madrid: Alianza Editorial, 2005). Es justo reconocer, no obstante, que aunque esta visión coincide con las tesis de importantes psicólogos, Alfred Adler es el más importante de todos, también encontramos pensadores para los que el problema no es tan sencillo. Véanse las reflexiones sobre el fenómeno de la akrasia de Aristóteles, o los cantos de Ovidio (“Veo lo mejor lo apruebo, mas sigo lo peor”) o los lamentos de San Pablo (“No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.”). En este segundo grupo, el problema podría encontrarse en la pureza del corazón, pero también en la debilidad del espíritu ante la carne.

 

[52]   Taylor, Fuentes del yo, 50.

 

[53]   MacIntyre, Tras la virtud, 252.

 

[54]   MacIntyre, Tras la virtud, 266.

 

[55]   Alfonso Muñoz Corcuera, “Problemas y aciertos de la teoría del Yo narrativo de Dennett: aportaciones al debate sobre la identidad personal”, Logos. Anales del Seminario de Metafísica 46 (2013): 27-45.

 

[56]   Taylor, Fuentes del yo, 79.

 

[57]   Los dos últimos términos están extraídos del famoso trabajo Cómo hacer cosas con palabras de William James Austin y publicado en 1962.

 

[58]   Kate E. Nichols, Nathan Fox y Peter Mundy, “Joint Attention, Self-Recognition, and Neurocognitive Function in Toddlers”, Infancy 7, nº1 (2005): 35-51.

 

[59]   Bastante antes de la adquisición del habla, el niño utiliza ya gestos deícticos (proto-declarativos) para señalar el mundo y a sí mismo. Los gestos de auto-señalamiento empiezan a aparecer en torno a los 9 o 10 meses de edad, junto con el resto de gestos deícticos, mientras que los gestos simbólicos surgen entre los 12 y 15 meses (saludar para despedirse, poner las manos para que la sombra proyecte un pájaro, etc.). Y por fin, los niños en torno a los 18 meses comienzan a reconocerse ante el espejo o, a cuanto menos, son capaces de pasar las tan discutidas pruebas de Gordon Gallup Jr.). Por último, la función lingüística deíctica comienza a manifestarse en torno a los 18 meses de edad (aquí/ahí/este) y los 20 meses el de (yo, mi y… mía!). Véase en Mercedes A. Muñetón Ayala, Gustavo Ramírez Santana y María José Rodrigo López, “Estudio longitudinal de la producción de deícticos en castellano en niños de 12 a 36 meses durante las actividades cotidianas”, Anuario de Psicología 36, nº 3 (2005): 315-337.

 

[60]   Gerardo Aguado, El Desarrollo del Lenguaje de 0 a 3 Años (Madrid: CEPE, 2000).

 

[61]   James L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras: Palabras y Acciones. (Buenos Aires: Paidós, 1971) 217-218.

 

[62]   Dos años antes de la publicación Cómo hacer cosas con palabras, Ludwig Wittgenstein apunta una primera solución a la relación entre función y verdad en la que evita las derivas funcionalistas y pragmatistas. “Para una gran clase de casos de utilización de la palabra `significado´ –aunque no para todos los casos de su utilización– puede expresarse esta palabra así: El «significado» de una palabra es su uso en el lenguaje. Y el significado de un nombre se explica, a veces señalando a su portador” (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas (Madrid: Crítica, 1988), 61, §43). Para Wittgenstein, si las palabras no tienen siempre un uso funcional sobre el mundo, sí siempre en el lenguaje. Es en la consideración de este último, con sus reglas de juego asumidas en cuanto totalidad, desde donde el hombre puede asomarse a lo que se encuentra fuera del alcance del lenguaje científico (objetivo). Ese fuera no puede ser explicado mediante enunciados objetivos, pero sí puede ser mostrado mediante las metáforas, contrapuntos y analogías propias del lenguaje artístico (subjetivo). Está bien testimoniada la afición que tuvo Wittgenstein por la literatura en los años finales de su vida y su influencia  en la redacción de sus últimas páginas filosóficas.

 

[63]   James Russell, “How executive disorders can bring about an inadequate ‘theory of mind’”, en Autism as an executive disorder, ed. James Russell (Oxford: Oxford University Press, 1997), 256-304.

 

[64]   La distinción entre emociones, deseos y sentimientos que utilizamos en el artículo está tomada de los trabajos sobre el yo sintiente del neurólogo Antonio Damasio. Véase, por ejemplo, el esquema jerárquico que establece entre emociones y sentimientos en la siguiente referencia: Antonio Damasio, Looking for Spinoza. Joy, Sorrow and the feeling brain (Orlando: Harcourt, 2003), 29-52.

 

[65]   Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes: por qué los seres humanos necesitamos virtudes (Barcelona: Paidós, 2001), 63.

 

[66]   MacIntyre, Animales racionales y dependientes, 63.

 

[67]   MacIntyre, Animales racionales y dependientes, 53.

 

[68]   Sobre este particular me parece muy sugerente la teoría de Leonardo Polo sobre los tipos de actos de conocimiento. En primer lugar distingue los actos que se encuentran dentro del límite mental, y que se caracterizan por ser operaciones inmanentes de la inteligencia y, como tales, se conmensuran con su objeto conocido. En ellos tendría lugar el yo objetivo, el yo según objeto pensado, que versaría sobre el sujeto real pero compareciendo como una forma y no tal cual es en realidad. Pero también, en segundo y tercer lugar, identifica el momento cognoscitivo (habitual: sindéresis) que permite conocer la esencia humana y el momento cognoscitivo (hábito sapiencial) que permite conocer el acto de ser personal humano (cuarta y tercera dimensión del abandono del límite). Estos dos últimos tipos de conocimiento, que estarían vedados al conocimiento objetivo, se corresponderían parcialmente con los dos hitos sobre la maduración del yo arriba propuestos. Véase la anterior cita en la siguiente referencia: Leonardo Polo, “El yo”, Cuadernos de Anuario Filosófico 170 (2004), 145.

 

[69]   Charles Taylor, La ética de la autenticidad (Barcelona: Paidós, 1994), 49-60.

 

[70]   Luis E. Echarte, “La imagen como elemento constitutivo de la corporalidad”, Bioética y Ciencias de la Salud 7, nº 1 (2019): 4-18.