doi: https://doi.org/10.25185/6.3
Estudios
La máquina como exoconciencia literaria en algunas obras de César
Aira, Mario Levrero y Ricardo Pigia
The Machine as Literary Exoconsciousness in Works of César Aira,
Mario Levrero and Ricardo Piglia
A máquina como exoconciencia literária em algumas obras de César
Aira, Mario Levrero e Ricardo Piglia
Vicente Luis Mora1
ORCID id: https://orcid.org/0000-0002-2718-4685
1 Investigador independiente, Málaga
mailto:vicenteluismora@yahoo.es
Resumen:
Desde los comienzos de la literatura,
existe un profundo vínculo entre los seres humanos y los androides imaginarios.
La presencia de este antiguo motivo en la literatura actual no debe entenderse
como extraordinaria, desde el momento en que estas máquinas en los tiempos
presentes están involucradas en discusiones científicas y filosóficas de ámbito
mundial acerca de los límites éticos de la Inteligencia Artificial y la verdad
efectiva de sus escalas de cognición y alerta. La principal idea de este
artículo es que existe una buena base para suponer que nuestros fundamentos
perceptivos y racionales son perfectamente reproducibles y desarrollables por
las máquinas, no sólo desde el punto de vista de las teorías neurocientíficas
que defienden la cognición expandida o distribuida, sino también en la
imaginación de algunos escritores latinoamericanos como Mario Levrero, (La
máquina de pensar en Gladys), César Aira (en varios libros, especialmente El
pequeño monje budista) y Ricardo Piglia (La ciudad ausente). Estos
autores parecen explorar la posibilidad de una exoconciencia ficticia.
Palabras clave: cognición, narrativa rioplatense, Aira,
Piglia, Levrero.
Abstract:
From the very beginning of Literature,
there’s a deep link between human beings and imaginary androids. The presence
of this ancient topic in nowadays literature should by no means be regarded as
extraordinary, insofar those machines in current times are involved in
worldwide scientific and philosophical discussions about the ethical limits of
Artificial Intelligence and the trueness and scales of their cognition and
awareness. The main idea of this paper is that there are good grounds to
suppose that our perceiving and reasoning skills are indeed reproductible and
developable by machines, not only in the view of neuroscientific theories that
maintain expanded or distributed cognition, but also in the imagination of some
Latin-American writers, such as Mario Levrero (La máquina de pensar en Gladys), César Aira (in many books,
especially in El pequeño monje budista)
and Ricardo Piglia (La ciudad ausente).
Those authors seem to explore the possibility of a fictious exoconsciousness.
Keywords:
Cognition, Rioplatense Narrative, Aira, Piglia, Levrero.
Resumo:
Em Orbes del sueño, Clara Janés
oferece uma amostra dos “orbes” aos quais o sonho poético acessa, todos eles
associados de alguma forma a áreas da física (variáveis ocultas,
indivisibilidade e entrelaçamentos quânticos, multiplicidade de universos,
relatividade, função, teoria das ondas, supersimetria, caos) em cujas
formulações o autor identifica paralelos com experiências em nível subjetivo e
interno. Os poemas articulam encontros entre polos tradicionalmente exclusivos
(sujeito / objeto, corpo / mente, interior / exterior) evidenciando o princípio
de complementaridade de Niels Bohr, para que seja possível elucidar o conteúdo
perceptivo do fenômeno. Quanto mais o orador é inserido na trama cósmica, mais
ele se liga, como no amor, à criatividade do cosmos que apreende da vida que
ali é sustentada.
Palavras-chave: Cognição, Narrativa Rio-platense, Aira, Piglia, Levrero.
Recibido: 31/03/2019 - Aceptado: 17/06/2019
Me siento materia y pensamiento al
mismo tiempo,
a la vez que ignoro lo que es la una y el otro.
Gustave
Flaubert, Bouvard y Pécuchet (1881)
una mente que estaba fuera de la
cabeza,
lo mismo que el cuento
César
Aira, El vestido rosa (1984)
1. El cerebro como máquina
y la contextualización de procesos.
En algún lugar definimos la conciencia
como “nuestra interfaz con el Umwelt o espacio perceptible”[1],
a partir de una versión actualizada desde la ciencia y la filosofía del antiguo
concepto de Jakob von Uexküll. Si las máquinas tuvieran conciencia, esta
conciencia maquinal sería en puridad una interfaz con la interfaz entre los
hombres y lo perceptible, es decir, una interfaz de segundo grado o especular,
como luego veremos. Desde que comenzaron a existir los autómatas se
establecieron comparaciones con el ser humano en diversos sentidos, y no es
causal que un filósofo aficionado a los artefactos antropomorfos, como
Descartes —quien ordenó construir, según la leyenda[2],
una réplica de Francine, su hija fallecida—, estableciera su conocido parangón
entre el pensamiento humano y el de los androides en varias obras, por ejemplo
en las Méditations, el Traité de
l’homme, las Les Passions de l’âme y,
sobre todo, en su Discours de la Méthode (1637):
Et je m’étais ici particulièrement
arrêté à faire voir que, s’il y avait de telles machines qui eussent les
organes et la figure extérieurs d’un singe ou de quelque autre animal sans
raison, nous n’aurions aucun moyen pour reconnaître qu’elles ne seraient pas en
tout de même nature que ces animaux; au lieu que, s’il y en avait qui eussent
la ressemblance de nos corps et imitassent autant nos actions que moralement il
serait possible, nous aurions toujours deux moyens très certains pour
reconnaître qu’elles ne seraient point pour cela des vrais hommes. Dont le
premier est que jamais elles ne pourraient user de paroles ni d’autres signes
en les composant, comme nous faisons pour déclarer aux autres nos pensées. Car
on peut bien concevoir qu’une machine soit tellement faite qu’elle en profère
quelques-unes à propos des actions corporelles qui causeront quelques
changements en ses organes, comme si on la touche en quelque endroit, qu’elle
demande ce qu’on veut lui dire; si en un autre, qu’elle crie qu’on lui fait
mal, et choses semblables ; mais non pas qu’elle les arrange diversement pour
répondre au sens de tout ce qui se dira en sa présence, ainsi que les hommes
les plus hébétés peuvent faire.[3]
Esta visión sobre las máquinas era
consecuencia, por supuesto, del dualismo de Descartes, al diferenciar entre la
maquinización animada de los cuerpos y las potencias superiores del lenguaje y
la comprensión, radicadas en el alma. Como recuerda Aguilar, “La proliferación
de autómatas en estos siglos que eran presentados en la Academia de las
Ciencias de París, ofrecieron tanto a Descartes como a La Mettrie” —otro
pensador fascinado con la metáfora androide— “la posibilidad de comparación
entre el humano y la máquina […] guiado por el objetivo de eliminar al alma
como agente causante del movimiento corporal, ya que la máquina”, según
Aguilar, “da cuenta de la actividad del cuerpo y el alma sólo explica las
facultades superiores”[4]. La diferencia ontológica
explica, según la visión dualista, la diferencia funcional, de forma que
cualquier autómata es una mala imitación del ser humano y su raciocinio una
simulación del propio de éste. Desde el punto de vista inverso, no faltan las
perspectivas filosóficas o literarias que intentar dar una visión mecánica del
ser humano, incluida su mente[5], borrando en parte la
distinción entre los artefactos técnicos y los biológicos.
Aunque
este debate es prácticamente inabarcable, por la enorme bibliografía tanto
científica como filosófica, debemos centrar al menos algunas posturas
relevantes en la neurociencia actual. La primera de ellas, visible en un
artículo de N. Katherine Hayles y James A. Pulizzi (2010), intenta reunir lo
que en 1948 Claude Shannon y Warren Weaver habían separado: información y
sentido. “The long-standing split between mechanism and meaning within the
brain was now mirrored by a split without, between information as a technical
term and the meanings that messages are commonly thought to convey”[6]. Las investigaciones de
Shannon y Weaver comenzaban en los años cincuenta del pasado siglo a atisbar la
profundidad de los procesos precognitivos e inconscientes que, con los años, se
ha demostrado que sustentan la mayor parte de la actividad cerebral, que
funciona de “incógnito”[7], precisamente para que
podamos dedicar nuestra consciencia a aquello que consideremos importante en
cada momento. Para Hayles y Pulizzi, sin negar esta dimensión, es importante
retener la noción de contexto, pues es la que marcará el sentido de la
información en cada lugar al que llegue, incluyendo por supuesto el sentido
artístico: “one person’s noise is another’s music”[8],
dicen, con razón. En sus teorías, que siguen de cerca las investigaciones de
Francisco Varela o Evan Thompson sobre los fundamentos biológicos de la
conciencia[9], los contextos son
relevantes porque la misma información puede ser procesada de diferentes
maneras, para lo cual ponen el ejemplo de una misma información que aparece en
la pantalla del ordenador: el ser humano que lee esos datos los procesa de una
forma absolutamente distinta a como lo hace el aparato, aunque ambos sistemas
de procesamiento están “emparejados”[10]
en ese instante. En una línea próxima al sistema de conciencia extendida,
descrito por Andy Clark en Supersizing the Mind (2008), Hayles y Pulizzi
defienden la posibilidad de unos contextos heterárquicos encarnados,
flexiblemente conectados entre sí (“heterarchical embedded contexts flexibly
networked together”[11]), entendiendo por
heterárquico una alternativa a lo jerárquico, sin pretensión de primacía en los
procesos. Estos contextos no sólo coexisten dentro de la mente, sino que están
en relación con la integridad del cuerpo y con el entorno. De este modo llegan
a una de sus conclusiones clave:
contexts are not objects with
properties or containers for information but rather complexly cross-linked
frameworks of relations that loosely structure experience and knowledge.
Patterns and meaning-making do not exist only inside individual brains but
rather arise from the participation of embodied
sensory —perceptual-cognitive biological systems in wider social and
technical networks.[12]
Conclusión que les permite atar sus
premisas con la teoría de la co-evolución del lenguaje y la mente de Terrence
Deacon, quien apunta a la mutua influencia entre ambas esferas, conforme han
ido desarrollándose históricamente: “Languages have adapted to human brains
and human brains have adapted to language”[13].
De lo que Hayles y Pulizzi deducen su siguiente hipótesis: “consciousness and
language are coupled together in spiraling co-evolutionary processes”;
consecuentemente, “consciousness should be understood as processes
enacted within flexible and changing networks of relations created by
internal and external contexts coupled together rather than as distinct,
autonomous system with their own structures and procedures”[14].
De esta forma, la información categorizable como ruido puede ser procesada por
la conciencia como patrón o modelo (pattern), de forma que se diluyen
las fronteras entre lo exterior y lo interior, y lo mental puede adoptar
la forma de una información exterior, la mediática por ejemplo, y pasar a ser
naturaleza humana mediada sin problemas[15].
Pese a que la tecnología, salvo casos de implantes, no es tan natural en
nuestro cuerpo como puede serlo la laringe, según su propio ejemplo, no dudan
en aseverar que “Language, like technologies conventionally considered media,
operates within the networks linking body/brain to the environment, while
simultaneously making the body/environment distinction operational through its
discursive formations”[16]. Existe, a juicio de Hayles
y Pulizzi, un continuo informativo entre la mente y el exterior
mediático que, según estos autores, se diluye en los extremos, pero que se
resiste a la escisión en sus zonas medias de interrelación. Quienes llevamos
dentro de los ojos lentes de contacto para poder visualizar el mundo creemos
entender bien esta zona media entre lo humano y lo tecnológico, que el cerebro
resuelve sin confusión ni interferencias. Y, en la órbita de Michel Serres, los
autores acaban considerando que los objetos son entidades comunicativas, cada
uno a su manera, de forma que pueden entenderse como sujetos en cierta forma,
de nuevo dinamitando la tradicional conformación entre dentro y fuera de lo
humano que desean superar mediante su visión de los contextos heterárquicos.
Para resumir la visión de esta postura, podría decirse que “En la coevolución
la relación entre cognición y artefactos no es una relación unívoca, sino una
transformación mutua entre artefactos, prácticas, usuarios y tareas, insertos
en una ecología artefactual”[17]. Un ecosistema en el que
los procesos de raciocinio podrían extravasarse y pasar a otros entornos,
siempre que puedan encontrar el contexto informacional adecuado.
Frente a estas visiones más abiertas,
denominadas a veces materialistas, donde podíamos incluir ópticas
como las defendidas por los partidarios de la cognición distribuida o de la
cognición expandida, se mantienen perspectivas más naturalistas, reacias al esquema
informativo, defensoras de un solo tipo de cognición humana natural, que se va
extendiendo como réplica o proyectando en otras esferas, sin que exista
la posibilidad de las citadas intermediaciones. Uno de los casos más conocidos
es el del filósofo John R. Searle, que planteó su famoso ejemplo de la
“habitación china”[18] para criticar irónicamente
el funcionamiento de los ordenadores y precisar la inoportunidad del símil
cibernético para parangonar el funcionamiento del cerebro. En las líneas más
actuales de cognición exclusivamente humana, opuestas a los modelos expandidos,
se sostiene que hay modelos de procesamiento detectables, como explica el
psicólogo cognitivo Stanislas Dehaene:
La psicología ingenua o popular se
pregunta cómo tomamos decisiones; la nueva teoría indica cómo las decisiones se
forman en nuestro interior, mediante un espontáneo quiebre de simetría en redes
neuronales estocásticas y metaestables. En esta teoría emergente, las leyes
psicológicas de cronometría mental se deducen de la física estadística de redes
neuronales y —en una primera aproximación— estas producen el algoritmo óptimo
de toma de decisiones que fundamentó Turing por primera vez. En suma, la
evolución dotó a nuestras redes cerebrales de una dinámica que se acerca a la estadística
de un observador ideal.[19]
Pero que hayamos sido capaces de
detectar patrones de funcionamiento en nuestro cerebro no significa, para estas
posturas naturalistas, que seamos capaces de reproducirlos de forma exterior a
la mente; según los defensores de esta visión, no podemos crear pensamientos
complejos en los que la parte consciente del razonamiento no se vea afectada
por la inconsciente —entre otras cosas, por el desconocimiento que aún tenemos
de nuestro inconsciente—, y ni la intuición ni los resabios “reptilianos” que a
veces condicionan o predeterminan nuestro modo de pensar pueden reproducirse en
un chip. Precisamente porque la arquitectura cerebral “no tiene parecido alguno
con la de una computadora clásica”[20],
no puede replicarse en un artefacto electrónico o cibernético. Es decir, lo que
habría serían simulacros de conciencia[21]
injertados en otros sistemas, puesto que las teorías argumentativas entienden
imposible la posibilidad de enseñar a razonar a entes no humanos y
culturalmente desarraigados[22], por mucho que se les dote
de contextos. Otra de las principales diferencias entre el razonamiento
maquinal y el humano es la imposibilidad cerebral de tomar decisiones en
paralelo o de forma simultánea[23], algo que sí puede hacer
cualquier máquina programada para ello. Una tercera y fundamental diferencia
sería el pensamiento intuitivo, aunque aquí la diferencia es a su vez
más intuitiva
que demostrable, no porque las máquinas puedan
tener intuición, que no pueden de momento, sino porque no hemos sido capaces
aún de descifrar por completo los límites y formas de funcionamiento de la
intuición humana, cuyos confines últimos están aún por explorar.
Lo relevante ahora de estas posturas,
poco conciliables, sobre la conciencia humana no es cuál es más acertada o
verosímil, sino cuál adoptan los escritores que estudiaremos con posterioridad,
que han elegido para sus narraciones la idea de ficticias exoconciencias,
un concepto que vamos a estudiar de forma sumaria antes de adentrarnos en las
obras.
La exoconciencia y la máquina como
posible exoconciencia
En la versión de 1780 del Diccionario
de la lengua castellana de la R.A.E. aparecía la palabra “excogitar” como
sinónimo de inventar, que allí significaba “Discurrir ingeniosamente algún
artificio, u otra cosa de nuevo”, añadiendo: “Y en este sentido se suele decir:
lo inventó de su cabeza”[24]. En el diccionario actual,
se define excogitar como “Hallar o encontrar algo con el discurso y la
meditación”, y es una forma verbal poco utilizada. Sin embargo, podría ser
reactualizada como término para referirse a aquellos razonamientos exteriores a
la “cabeza” humana, pero programados o desarrollados por humanos para un
sistema o programa externo.
Son varios los autores dentro de la
literatura neurocientífica que describen la posibilidad de una conciencia expandida[25],
y, en algunos casos, de un exocerebro[26],
capaz de exocogitar. Según Clark,
According to extended, the actual
local operations that realize certain forms of human cognizing include
inextricable tangles of feedback, feedforward, and feed-around loops:
loops that promiscuously criss-cross the boundaries of brain, body, and world.
The local mechanisms of mind, if this is correct, are not all in the head.
Cognition leaks out into body and world.[27]
Las teorías de la conciencia expandida
consideran, por un lado, que hay más mente que la que existe en el cerebro, por
un lado, lo que ya está fuera de discusión desde que se detectaron neuronas en
el sistema nervioso y el estómago; por otro lado, sostienen que las personas
externalizan o extienden a objetos y entidades fuera del cuerpo varias de sus
funciones cerebrales —por ejemplo la memoria, depositada en parte en nuestros
terminales electrónicos, o nuestra capacidad algebraica, confiada a las
calculadoras—; en tercer lugar, las teorías llamadas “panpsiquistas”[28] creen que hay otros
animales, plantas e incluso objetos dotados de conciencia; y, en algunos casos,
también entienden que los procesos cognitivos son, en contra de las opiniones
antes apuntadas, reproducibles en mecanismos o artefactos creados artificialmente,
dotados de su propio lenguaje —entendiendo por tal el código binario[29] o la escritura de código
informático— y de sus propias estructuras de pensamiento. En este último
supuesto hablaríamos de excogitación en sentido estricto, aunque exoconciencias
serían todas las apuntadas. Algunos de estos autores se apoyan en la creencia,
también descrita arriba, de que la mente es una máquina —como apuntó en Camera
lúcida Salvador Elizondo[30]—, lo que vale como metáfora
literaria, pero no como teoría científica, según la visión que parece
mayoritaria entre los estudiosos[31]. Pero no podemos evitar,
por la trascendencia que en la actualidad tienen las cuestiones relativas a la
Inteligencia Artificial y la ética de las máquinas, ser conscientes del poder
que en el imaginario sociocultural tienen estos asuntos, como explica Amelia
Gamoneda:
Y esta cuestión —la de la conversión
de la materia en mente o el surgimiento de la conciencia— que se ha abordado
desde terrenos tan aparentemente distantes como el de la filosofía —la conversión
de lo sensible en inteligible— o el de la Inteligencia Artificial —donde se
trata, por ejemplo, de producir en la máquina lenguaje con arraigo
experiencial— resulta ser también (al menos desde el siglo XIX) el proyecto
esencial de lo poético.[32]
Y
también de lo narrativo, como puede verse en algunos ejemplos muy recientes,
como en la novela de Germán Sierra The Artifact (2018), originalmente
escrita en inglés, en la que por desgracia no podemos ahondar, pero que
contiene sugerentes reflexiones al respecto[33].
Pasamos a los autores rioplatenses que son el objeto central de análisis en
este texto.
2. Exoconciencias maquinales en Aira, Piglia y
Levrero
Lo exhiben ahora en una vitrina más
chica; tiene el pecho abierto y los engranajes y las rueditas de reloj parecen
el dibujo de un alma.
Ricardo
Piglia[34]
Para no extender demasiado el
razonamiento previo a las obras que vamos a estudiar, habría que hacer una
distinción entre diversas máquinas literarias. En primer lugar, estarían todos
esos supuestos en que los textos funcionan como máquinas generativas, en virtud
de las asociaciones y símbolos utilizados por el autor para producir ese efecto
de automatismo y proliferación; en segundo lugar encontramos las máquinas
presentes en una narración —por lo común de género fantástico o de ciencia
ficción— en que se describe un artefacto —arte factum— de gran
importancia para la historia, y que, en los mejores casos, guarda relación con
la propia trama, tanto semántica como formal; en tercer lugar, cabe hablar de
los autómatas literarios, entendidos como personajes artificiales —aunque, en
puridad, todos los personajes son fruto del artificio, como recuerda
Mesa Gancedo[35]—. Los textos que vamos a
analizar en este artículo gozan de las tres características, con la excepción
de los brevísimos cuentos de Levrero, cuya extensión imposibilita el total
cumplimiento de las características expuestas. Dejamos fuera, obviamente, todo
lo relacionado con las sistemas o artefactos reales creados para escribir,
desde las máquinas de Raimon Llul y Atanasius Kircher hasta los softwares
de escritura automática, también definidos a veces como máquinas literarias[36], pero que tienen una consideración distinta
a la aquí expuesta.
Las máquinas literarias tienen, al
presentarse en un texto, varias funciones. La primera, expresar una idea de modernidad
y al tiempo la crítica de la misma; la segunda, recuperar el mito de la
figura humana como deidad creadora o demiurgo generador, presente en todas las
culturas y con hondas raíces metafísicas o religiosas; y la tercera, y más
importante, es que las máquinas literarias exploran históricamente la relación
entre lo real y el simulacro de una forma autorreferencial, convirtiendo el
texto en una extensión del conflicto entre realidad y ficción. Como explica
Umberto Eco, la máquina, “bella y fascinante por sí misma, no ha dejado de
suscitar en estos últimos siglos nuevas inquietudes que no nacen de su
misterio, sino precisamente de la fascinación del engranaje que se pone al
descubierto”[37]. Eco cita a continuación
diversos casos de “máquinas célibes” (Carrouges, Duchamp, Picabia, etc.), a los
que cabe añadir otros supuestos donde se produce una singular autonomía del
autómata, presente primero en el futurismo y desarrollada después, como apunta
Michel de Certeau a partir de algunos ejemplos conocidos:
Con la inauguración de una nueva
práctica escrituraría, marcada en el cielo del siglo XVIII por la insularidad
laboriosa de Robinson Crusoe, se puede comparar entonces su generalización tal
como la representan las máquinas fantásticas cuyas figuras surgen, alrededor de
los años 1910-1914, en las obras de Alfred Jarry (Le Surmâle.
1902; Le Docteur Faustroll, 1911),
Raymond Roussel (Impressions d’Afrique, 1910; Locus Solus, 1914),
Marcel Duchamp (Le Grand Verre: La mariée mise à nu par ses célibataires,
même, 1911-1925), Franz Kafka (La colonia penitenciaria, 1914),
etcétera: mitos de un encierro en las operaciones de una escritura que se
maquina indefinidamente y sólo se encuentra a sí misma. […] Estas producciones
tienen algo de fantástico no por la indecisión de algo real que harían aparecer
en las fronteras del lenguaje, sino por la relación entre los dispositivos
productores de simulacros y la ausencia de otra cosa. […] El mito
expresa el no lugar del acontecimiento, o un acontecimiento que no tiene lugar,
si todo acontecimiento es una entrada o una salida. La máquina productora de
lenguaje se desentiende de la historia, separada de las obscenidades de real,
absoluta y sin relación con el otro ‘célibe’.[38]
Se produce un salto cualitativo en
estos ingenios literarios cuando adquieren tal autonomía que desarrollan una
conciencia capaz de excogitar, sobre todo cuando la conciencia ya no es derivada
—esto es, una extensión de la del creador—, sino cuando es autónoma,
propia, con un conectoma[39] neuronal distinto o una
inteligencia artificial independiente; una exoconciencia desarrollada, bien por
el aprendizaje a partir de las “vivencias”, bien como fruto de la creación de
otro autómata. Una característica que, como señala Mesa Gancedo, no es
infrecuente en la narrativa rioplatense:
El personaje artificial, artefacto
antropomórfico hecho de palabras, se relaciona así con las «máquinas
delirantes» que (a juicio de Pablo de Santis) protagonizan y hasta funcionan
como metáfora ‘interna’ de numerosas ficciones argentinas recientes: Alberto
Laiseca, César Aira, a veces Osvaldo Soriano o Ricardo Piglia, simulan
construir sus textos como mecanismos autocreados, al margen de cualquier
control ajeno al desarrollo de la ficción misma. En algunos casos
privilegiados, el personaje-autómata o artificial surge como causa o producto
de una desenfrenada actividad fabuladora.[40]
De este modo, el problema de la
cognición extendida se convierte en un tema literario, aunque sea de fondo,
pues “la reflexión sobre los límites de la cognición supone preguntarnos hasta
qué punto la mente se extiende sobre las herramientas empleadas”, según Ismael
Apud, “y si podemos decir que las tecnologías utilizadas pueden ser catalogadas
como parte intrínseca del proceso cognitivo”[41].
El engranaje abierto en estas narraciones es, pues, doble o triple: el
humano y el del autómata, expuestos en paralelo, a los que hay que sumar el
propio engranaje narrativo, como se verá. A continuación, se exploran varios
ejemplos de “preguntas aplicadas” sobre cognitividad, que abordan
implícitamente la excogitación, planteadas desde el punto de vista literario,
tomados de tres autores que puntualmente deciden escribir desde esas
coordenadas: César Aira, Mario Levrero y Ricardo Piglia.
2.1. El ejército de mutantes de César Aira
No era una metáfora: realmente estaba
viendo.
César
Aira, El pequeño monje budista (2005)
Es como si tu cerebro fuera una
historia, y el mío no.
César
Aira, Dante y Reina (2009)
El personaje del androide, del
autómata o cualquier tipo de máquina biológica o artefacto cognitivo no es
difícil de hallar en la literatura de Aira. En su singular concepción, lo
humano puede constituir un mecanismo y los mecanismos se antropomorfizan sin
reparo, dentro de una poética narrativa que entra y sale de lo fantástico y del
realismo con una naturalidad desbordante[42].
Por ejemplo, en El congreso de literatura (1997) Aira explica el
funcionamiento del cerebro creativo como si fuera una válvula[43] —esto es, como mecanismo—;
mientras que en El sueño (1998), estudiada por Mesa Gancedo, asistimos a
la fabricación de unas ciber-monjas dotadas de su propia, si bien limitada,
cognición. Aunque vamos a centrarnos en otra novela de Aira, El pequeño
monje budista (2005), vale la pena apuntar que los procesos cognitivos son
una preocupación constante en la obra del argentino, quizá porque toda su
literatura, como hemos intentado mostrar en otro texto, es una máquina de
pensar sobre sí misma[44]. Entre otros ejemplos de
metarreflexión podemos apuntar aquellos, como Madre e hijo, donde
se reflexiona sobre “el cruce cerebro-cuerpo”[45]
—o en El congreso de literatura[46]—,
o se comentan las conexiones sinápticas —en Festival[47]—,
o se describen procesos cognitivos per se —como en su obra Entre los
indios: “Había un ritmo, que alternaba precipitaciones vertiginosas en las
que las ideas se encadenaban unas con otras tan rápido que pasaban como
visiones fugaces por su lóbulo frontal”[48]—,
o se cuestiona la posibilidad de alterar quirúrgicamente la conciencia[49] —un tema también tocado por
Piglia en La ciudad ausente, como veremos—, o se diserta sobre la
hiperactividad cerebral, aludida tanto en El congreso de literatura —“La
hiperactividad cerebral se manifiesta dentro de mí (y la lengua es mi puente
con el exterior) con mecanismos retóricos o cuasi retóricos”[50]— como en Las curas
milagrosas del doctor Aira[51], entendida esa
hiperactividad como una característica también aplicable a su técnica narrativa,
basada en la rápida proliferación de hechos dentro de las tramas y de libros
dentro de su producción literaria[52]. La mente es para los
personajes de Aira la última Thule, cuando parece que todo se derrumba en las
narraciones, como vemos en el final de Cómo me hice monja: “el cerebro,
mi órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo necesario para pensar
que lo me estaba pasando era la muerte”[53].
Pero sin olvidar, por un lado, que su raciocinio no es “lógico”, en el sentido
apuntado por Julio Premat: “El personaje típico en Aira observa el mundo pero
no lo conoce, quiere descifrar lo elemental y lee mal, suscita la ficción por
el desplazamiento de su lógica”[54]; y sin obliterar, por otro,
que en la visión alotrópica de sus personajes el cerebro es reconstruible y
operable, sus características moleculares permiten manipularlo y trasladarlo a
otro sistema como exoconciencia, como la Claudia de El llanto —“Claudia
fue la base de mi reconstrucción. Ella fue mi personalidad extraviada en
Varsovia, la maqueta recompuesta de mi cerebro, mi idioma, mi Argentina”[55]— o el cerebro de Carlos
Fuentes en El congreso de literatura. Por esa labilidad transformable,
ese refugio mental no es más que aparente, dentro de una literatura
más preocupada por el procedimiento y por el mecanismo[56],
que por el resultado[57], donde siempre late la
pregunta de “si hay otra forma de realismo posible”[58].
El libro de Aira que plantea más
claramente la posibilidad de una exoconciencia es en El pequeño monje
budista (2005). La mención al cerebro está presente ya en la cuarta línea
de la novela, que comienza así: “Un pequeño monje budista estaba ansioso por
emigrar de su país natal, que no era otro que Corea. Quería ir a Europa o
América. El proyecto había venido incubándose en su cerebro desde su primera
juventud”[59]. El argumento presenta el
encuentro de un diminuto monje coreano anónimo con dos turistas franceses: el
fotógrafo Napoleón Chirac y la artista especialista en tapices Jacqueline
Bloodymary. Asistimos a algunas andanzas del monje y a su presentación como
personaje central; luego él y los turistas se conocen por casualidad ante la
puerta del hotel de éstos y el monje acepta servir de guía, pero su verdadero
propósito es conducirles a una especie de realidad paralela, con la excusa de
llevarlos a templos fotogénicos y poco conocidos y, tras caer en un sueño
durante el viaje[60], se quedan atrapados en esa
pararrealidad o simulación hologramática[61],
hasta que un enviado diplomático francés los rescata y les explica la verdadera
situación:
—¿Nos puede explicar, señor de la
Chaumière, quién era esa pequeña criatura?
Claro que podía, respondió su
salvador. Nada más fácil, sobre todo porque ya había tenido que explicarlo
varias veces. Para empezar, no era un ser humano como ellos, sino una creación
digital en 3D. Era tan evidente, que no entendía cómo no se habían dado cuenta,
aunque no debían sentirse demasiado culpables porque no eran los primeros en
dejarse engañar. […] Después de todo, no era tan difícil notarlo, porque el
simulacro se delataba a sí mismo; en primer lugar, por las dimensiones, que no
habían podido dejar de notar. Y si eso no bastaba, había una patente cualidad
de inacabado en el personaje, que sus creadores habían dejado en el estadio de
piloto. El trabajo se había interrumpido a medio camino, por problemas
contractuales y de comercialización; al quedar en esa fase de ‘borrador’, de
esbozo sin pulir, el personaje tenía muy a la vista las huellas del proceso de
su confección, y había que ser muy distraído o muy complaciente para no verlo.[62]
Sin embargo, para el lector, el
personaje del monje goza de una patente humanidad y de todos los atributos de
la conciencia, pues se ha familiarizado con su particular excogitación desde el
principio del libro, y durante setenta y ocho páginas ha ignorado por completo
su singularidad. Por ello agradece que desaparecidos los turistas la narración
vuelva al personaje central, presentándolo cansado tras el fracaso de su plan[63], humanizándolo de nuevo, de
forma que el lector lo siente próximo. Aira impone al monje un nuevo desafío,
el de regresar a casa desde el lugar lejano donde los turistas le han dejado
abandonado al huir en el coche del agente consular. Para ello la exoconciencia
atraviesa un bosque: “en realidad no pensaba en el bosque, ni en la oscuridad:
sus pensamientos se limitaban con fanática insistencia a la meta del trayecto,
su casa”[64], de lo que se colige que el
monje piensa, y que además lo hace de forma “fanática”, esto es, monotemática y
obsesivamente. El “simulacro”, como lo ha llamado en el párrafo arriba
reproducido, piensa por tareas, pero al lector, de una extraña manera
sólo posible en los libros de Aira, esa forma neurótica de excogitar le parece
normal, comprensible y algo con lo que puede empatizar. El lector no aprecia una
máquina tridimensional, sino un pequeño ser desasido y vulnerable que se siente
solo y quiere regresar a su casa, un tema clásico de la cultura occidental
desde la Odisea que, por supuesto, Aira domina y utiliza a su antojo: el
mitema empleado para encarnar al monje lo humaniza por defecto, de serie, lo
sitúa a la perfección en los dilemas metafísicos del sujeto histórico tal y
como lo conocemos como homo viator desde hace siglos. El monje lamenta
haberse dejado llevar “por la imprudencia, por la improvisación”[65], lo que le supone capaz de
improvisar, verbo que significa “hacer algo de pronto, sin estudio ni
preparación”, según el diccionario, esto es: de modo casi intuitivo, no
sometido a rutina procesual. Además, el motivo que le mueve raudo de
regreso a casa es para ver un programa de televisión, un especial donde se va a
hacer pública
[…] una novedad insólita, resultado de avances
recientes de la tecnología del diseño y la animación. La feliz conjunción de un
equipo de médicos, artistas y magos del ordenador había logrado por primera vez
crear un modelo del aparato sexual femenino que permitiría, por primera vez en
la historia, localizar exactamente la ubicación del clítoris. […] La animación
3D, digitalizada y motorizada por un programa ad hoc, resolvía de golpe
todos los problemas de comprensión. […] El pequeño monje budista, consciente de
la importancia del goce sexual en su vida, había esperado la emisión con una
impaciencia compartida por millones de compatriotas. La pasión moderna por la
televisión encontraba al fin un objeto digno de la puntualidad con que se
esperaba un programa.[66]
El golpe de humor de Aira humaniza
aún más,
gracias a la ironía y a la ansiedad por entender los secretos del otro sexo, al
pequeño monje, que llega incluso a autocuestionarse, un inequívoco rasgo de
conciencia: “¡No podía perdérselo! Lo sintió como una cuestión de vida o
muerte, y se negó a preguntarse si no estaba portándose como un niño”[67]. El monje tiene que
atravesar bosques y montañas, en un interminable recorrido de regreso durante
el que manan de su rostro “lágrimas de desesperación”[68],
y es ahí donde Aira finaliza la narración, en esa vuelta al hogar llena de
angustia humana y reconocible.
El monje de Aira tiene un elemento que
lo diferencia radicalmente de las otras máquinas de exoconciencia que
estudiaremos: tiene “formación religiosa”[69].
Es decir, no sólo es capaz de pensar, sino de creer, siempre dentro de
la mentalidad budista, por supuesto. Inteligencia y creencia se desarrollan en
su interior, junto al conocimiento de varias lenguas —su dominio del francés es
precisamente lo que precipita la confianza de los turistas galos en él—, de
geografía y otras materias. Es decir: es capaz de razonar, improvisar, aprender
y rezar, así como de llegar a estados de meditación que, curiosamente,
aniquilan temporalmente su conciencia. Puede acallarla, ergo, suponemos,
esa conciencia existe en la ficción de un modo absoluto, pues nadie puede
suprimir de forma temporal lo que no tiene. También se le dota de ingenio[70], e incluso es autocrítico
respecto a su uso: “El pequeño monje budista cedió a la tentación de dar una
prueba de ingenio, aun a sabiendas de que el ingenio siempre estaba al borde de
ser excesivo o inoportuno”[71]. Cuando lo utiliza, produce
el siguiente efecto en los turistas: “Tan inteligente había sido que desvió la
atención de sus interlocutores hacia la persona del pequeño monje budista, y
como encontraron imposible preguntarle por qué era tan inteligente […]”[72]. Es decir: los humanos
creen, en una especie de retorcido test de Turing, que el monje es muy
inteligente incluso para ser una persona. No obstante, Aira va dejando
caer en algunos tramos de la narración pistas para ir preparando al lector para
el desenlace, anunciando subrepticiamente que, en realidad, el sosegado y
contemplativo monje es una máquina, y mostrando con ello el “engranaje
abierto”. En una conversación con la turista Jacqueline, cuando ésta le explica
que pinta cartones para tapices, el narrador comenta: “El pequeño monje budista
apretó mentalmente un botón de su archivo memorial, y se lució como siempre”[73], facilitando el nombre de
una famosa tapicería francesa. La mención al botón “maquiniza” la forma de
pensar o recordar del monje y lo sitúa dentro de su auténtica cerebralidad
excogitante. En otro lugar, durante otra charla con la turista, cuya tristeza
detecta, el pequeño monje “dijo que los fuelles de papeles de color que
adornaban el parque eran ‘autómatas de suspiros’”[74],
una expresión que a Jacqueline podría haberle parecido poética si hubiera prestado
atención, pero que, en realidad, es la simple y pura descripción exacta de la
forma mecánica del monje de ver los hechos. Surge así esa singularidad, con un
pie en el realismo y otro en lo irracional, tan característica de la literatura
de César Aira.
2.2. La pequeña máquina para pensar en Gladys de Levrero
Jesús Montoya Juárez ha descrito la
obra del uruguayo Jorge Mario Varlotta Levrero diciendo que “su narrativa
podría pensarse entonces […] como una máquina que atraviesa los pasajes entre
la vigilia y el sueño en la era de su reproductibilidad técnica”[75]. El volumen de cuentos La
máquina de pensar en Gladys apareció en la editorial Tierra Nueva de
Montevideo en 1970, dentro de la colección “Literatura Diferente”, destinada a
la publicación de textos entre la literatura fantástica y la ciencia ficción y
que sólo llegó a desarrollar cinco títulos bajo ese paraguas. Tanto en esa
primera edición, como en una posterior de la editorial Irrupciones que añadió
tres relatos al conjunto, hay dos piezas conectadas, que son las que abren y
cierran el volumen: “La máquina de pensar en Gladys” y “La máquina de pensar en
Gladys (negativo)”, anteriormente publicadas en la revista El lagrimal
trifulca en 1968[76] y cuya semejanza nominativa
es una forma de abrir el engranaje narrativo, en el sentido de obligar el
lector a formular una comparación entre los dos. Ambas piezas tienen un espacio
común y, según la interpretación que vamos a trazar, dos personajes centrales,
con relación de parentesco de afinidad en segundo grado (cuñados) entre ellos.
Al narrador en primera persona de “La máquina de pensar en Gladys” lo
llamaremos Narrador 1, y el narrador en primera persona de “La máquina de
pensar en Gladys (negativo)” será el Narrador 2. Los brevísimos relatos están
pensados como el negativo uno del otro, un procedimiento anunciado ya en el
título de la segunda pieza y también empleado en 1982 por Levrero en su novela El
lugar[77],
y hay numerosos elementos de oposición entre las dos piezas, comenzando por la
temporalidad —narrada en pasado en el primer relato, en presente en el segundo—
y por cierto antagonismo, característico por lo demás en muchos personajes de
Levrero[78]. El procedimiento parece
responder a lo que declaró en una entrevista: “Todo pudo haber sido escrito de
otra manera”[79].
Ambos cuentos narran por separado cómo
el protagonista y narrador desarrolla una rutina nocturna antes de acostarse
—mecánica y maniática la del Narrador 1, delirante y disparatada la del
Narrador 2— en la misma casa, y cómo se despiertan por la noche —entendemos que
el Narrador 1 a causa de los gritos del Narrador 2—. Mientras que el Narrador 1
parece un personaje metódico y controlador hasta rozar el trastorno obsesivo
compulsivo, el Narrador 2 parece una persona en estado de delirio, seguramente
a causa de un estrés postraumático causado por una represión política, pues una
de sus visiones —se advierte que optamos por una lectura racional del relato[80]— es la siguiente: “el
living está lleno de gente, hombres y mujeres, dispuestos uno junto a otro, de
cara a la pared, los brazos en alto”[81].
La alusión en la página 17 del primer relato a un “alguien” que va desordenando
la casa la entendemos como mención al Narrador 2; la mención “mi cuñado” en “La
máquina de pensar en Gladys (negativo)” la suponemos referida al maniático
Narrador 1, puesto que la acción concreta descrita en el delirio del Narrador 2
—cerrar la puesta del baño donde supuestamente hay un caballo degollado “para
que el olor no llegue al dormitorio de mi cuñado”[82]—
parece acusar el deseo de orden de aquél, cuya susceptibilidad desea evitar a
toda costa el Narrador 2. El primer relato termina con el Narrador 1
despertándose “con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando”[83], el segundo con el Narrador
2 despertándose y gritando, porque cree encontrarse solo en un descampado.
Entendemos que lo que se “derrumba” en el primer relato es el orden nocturno de
la casa, a causa de los gritos proferidos por el Narrador 2 al final del último
relato, como hemos adelantado.
En este juego de espejos todavía no se
ha clarificado por qué este relato se incluye en un estudio sobre máquinas
literarias cognitivas, pero el apuntado exordio era necesario como introducción
para explicar lo que sigue. Como señalan Deleuze y Guattari, “cuando se escribe,
lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina la máquina
literaria puede ser conectada, y debe serlo para que funcione”[84], y Levrero muestra ser bien
consciente de ello. Dentro de su riguroso periplo por la casa para poner orden,
el Narrador 1 va apagando o corrigiendo maquinalmente todo tipo de mecanismos y
artefactos: persianas, relojes, amplificadores, tocadiscos y despertadores, así
como un artilugio que despierta de inmediato la atención del lector, por el
significativo hecho de no volver a aparecer más —ni en ese primer relato, ni en
el liminar negativo—: “la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y
producía el suave ronroneo habitual”[85].
La inquietante mención de esa máquina de pensar en una mujer produce que el
lector, al terminar el relato, regrese a ella, por el extrañamiento que genera
esa aparición aislada en una narración que parece una fábula simbólica y
elíptica, al modo de “Casa tomada” (1946) de Cortázar, por citar un ejemplo. El
segundo relato no hace alusión a la máquina, pero dentro de los diversos
delirios del Narrador 2 hay otra aparición sorprendente: “[…] encuentro en mi
cama a la mujer, desnuda; promete despertarme mañana a la hora de siempre”[86], sin que tampoco ella
vuelva a aparecer. Parece bastante factible anudar ambas menciones a mujeres y
considerar que la extraña mujer del segundo relato es Gladys, pero no hay no
hay, en puridad, razones narrativas para hacerlo. En cualquier caso, teniendo
en cuenta que los dos narradores son cuñados, aparecen como más probables
—dentro de la incomprobabilidad, por descontado— estas dos opciones:
a) El Narrador 1 se casó con la
hermana del Narrador 2, llamada Gladys.
b) El Narrador 2 se casó con la
hermana del Narrador 1, de nombre desconocido.
La primera posibilidad —dejando
siempre claro que el relato no es terminante al respecto, ni da pruebas
irrefutables en ningún sentido— parece la que mejor podría ajustarse a la
historia: Gladys, hermana del Narrador 2 y mujer del Narrador 1, murió; en consideración
a ella, el Narrador 1, pese a su personalidad obsesiva, acepta cuidar al
hermano de ella, el alucinado Narrador 2, aceptando mal que bien sus trastornos
mentales, que conducen siempre a la entropía el orden doméstico obsesivamente
perseguido.
En este sistema narrativo argüido
queda claro qué puede ser “la máquina de pensar en Gladys”: no es otra cosa que
el propio Narrador 1. Es su mente la que “ronronea” continua y fielmente
a causa del recuerdo constante de la mujer muerta, en un detalle prodigioso de
habilidad técnica de Levrero al construir esta interesante ficción especular.
Así leída, la máquina narrativa es un prodigio de automatización, puesta al
servicio de un hombre que pone todas sus fuerzas en convertirse él mismo en
máquina de ejercitar rutinas, a fin de sobrevivir a la pérdida de Gladys, sin
dejar de pensarla. Su objetivo vital, en consecuencia, es mantener el
antiguo orden de la casa, pues ese orden le trae recuerdos de ella, retrotrae
la casa al momento pasado de la convivencia, frente a la vorágine
problematizada del presente con cuñado. Este esquema encaja además con una
característica general de la obra de Levrero: “Las mujeres que aparecen en
estos relatos, por ende, antes que personajes de una determinada trama, antes
que portadoras de una determinada psicología”, apunta Martín Kohan, “son los
engranajes literarios de esas máquinas de desconcertar y multiplicar
dimensiones que se activan en los libros de Levrero”[87].
Es decir, las historias del uruguayo pueden ser entendidas como máquinas
textuales para describir máquinas biológicas de recordar mujeres —algo que
volveremos a ver al examinar La ciudad ausente de Piglia—. En este
supuesto, a diferencia del pequeño monje budista de Aira, la exoconciencia es
puramente textual: es el relato el que la extrae aparentemente de la cabeza del
Narrador 1, para generar el endiablado efecto de extrañamiento, aunque la
máquina, en puridad, es esa misma mente.
Esta interpretación no se hace con
intención de considerarla definitiva —y más teniendo en cuenta que Levrero
confesó alguna vez que “en general no planteo mis historias como un enigma que
se irá a resolver”[88]—, ni incontrovertible, pero
puede establecer un horizonte de sentido a esa “máquina de pensar” que tan
importante parece para Levrero, puesto que tituló con ella no sólo los dos
relatos, estratégicamente situados al principio y el final del volumen, sino el
completo libro de cuentos. De ahí que su innegable importancia semiótica deba
ser interpretada sin salirse de los textos ofrecidos por el autor, lo que
hacemos brindando esta explicación subjetivizada, donde la cognición maquinal
no es otra cosa que el reflejo de la maquinalización cognitiva que el Narrador
1 se impone como modo de supervivencia —y de proyección en fantasma del deseo [89] sobre la mujer muerta—.
Bettina Keizman ha relacionado el “pensamiento acelerado, perdido aunque tenso,
cercano a la manía” presente en algunos cuentos breves de Levrero con la
relación entre manía y melancolía estudiada por Sigmund Freud en su ensayo sobre
el duelo[90]. Por ello parece factible,
bajo nuestra interpretación, que los dos narradores sean sujetos con estrés
postraumático, uno por motivos políticos y el otro, el Narrador 1, por la
pérdida de la mujer amada, cuyo duelo desarrolla en la fijación perenne, sin poder
llegar a clausurarlo nunca. Los dos relatos siameses, en consecuencia,
apuntarían una especie de cognición textual distribuida del mayor
interés, al externalizar mediante los mecanismos de extrañamiento narrativo, de
los que Levrero era muy consciente, los mecanismos de cogitación y
excogitación, interviniendo en el hiato entre interioridad y exterioridad
pensante, una de las preocupaciones constantes[91]
del pensador uruguayo.
2.3. La máquina consciente de transformar historias de Piglia
Toda máquina contribuye a crear
condiciones para la propia difusión y la reproducción de otras máquinas.
Carlo
M. Cipolla[92]
Inventar una máquina es fácil, si
usted puede modificar las piezas de un mecanismo anterior.
Las posibilidades de convertir en
otra cosa lo que ya existe son infinitas.
Ricardo
Piglia[93]
No es éste el lugar de acechar todas
las complejidades y la referencialidad literaria múltiple[94]
que constituyen como un tejido articulado La ciudad ausente (1992), una
de las novelas más conocidas y estudiadas de Ricardo Piglia, sino explorar el
papel central que tiene en ella la máquina de Elena, incluida en el Museo
descrito en la obra y diseñada por el personaje de Macedonio Fernández, y sus
resonancias cognitivo-literarias.
Si el argumento de la novela es relativamente
sencillo —un periodista, Junior, tras una misteriosa llamada comienza una
investigación sobre un Museo que acabará en el descubrimiento de la
conspiración de un grupo de personas para crear autómatas al margen del Estado
argentino, entre las cuales destaca la máquina para conservar a Elena, la
fallecida mujer de Macedonio Fernández—, la trama se vuelve complicada por
varios motivos: el primero, la ya citada construcción reticular, donde algunos
hipotextos, del “William Wilson” (1839) de Edgar Allan Poe al Finnegans Wake
(1939) de James Joyce, se van incrustando dentro de la narración; el
segundo, la identificación entre la forma y la semántica de la novela, de modo
que la máquina de contar historias en que Elena consiste, tejiendo lo
imaginario con lo real, se convierte en la poética novelesca de La ciudad
ausente, configurando lo que Claudia Kozak ha denominado “una increíble
máquina macedonio-puigueano-benjaminiana”[95]
de narrar, Mesa Gancedo una “máquina semiótica”[96]
y Sergio Waisman “la maquinización de la mis-translation”[97]. Máquinas textuales que para Jorgelina
Corbatta tienen un antecedente: la “máquina polifacética”
en que consistía, para el propio Piglia, el Facundo
(1845) de Sarmiento: “De aquella máquina polifacética (el Facundo),
derivaría entonces esta nueva máquina de narrar”, la de La ciudad
ausente, “en la que se mezclan periodismo, género policial y ciencia
ficción, historia argentina e historia de la literatura argentina, teoría del
lenguaje, la gauchesca y la autobiografía”[98].
La poética de la transformación de la mente viva de Elena en una cognición
muerta y viva al mismo tiempo, donde los relatos de la memoria se confunden con
los subtextos literarios —tanto de Macedonio como de otros escritores—, absorbe
varios mitos o arquetipos y los confunde, en una máquina —nos referimos a La
ciudad ausente— de extraordinaria complejidad:
[…] queríamos una máquina de traducir
y tenemos una máquina transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo
tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo
hace volver transformado en otra cosa.[99]
En efecto, los personajes se duplican[100], así como los tiempos, las
localizaciones y las recurrencias; por ejemplo, la breve historia de Lazlo
Malamüd[101] es una variante a escala
de la de Elena: Lazlo habla español utilizando el Martín Fierro, que se
sabe de memoria, del mismo modo que Elena conoce la tradición literaria gracias
a la incorporación de textos a su acervo procurada por Macedonio; de ahí que
leamos: “siempre pensé que ese hombre que trataba de expresarse en una lengua
de la que sólo conocía su mayor poema, era una metáfora perfecta de la máquina
de Macedonio”[102]. Gracias a estos juegos de
muñecas rusas Piglia expresa la infinitud sin requerir una multitud de páginas:
prefiere complejizar a extender. De ahí la eficacia de la máquina diegética,
que tiene otras dimensiones, como las psicológicas. Por ejemplo, para Teresa
Orecchia Havas la presencia de la “máquina Elena” supuso un giro en la
narrativa de Piglia, hasta entonces marcadamente masculina: “se propone una
nueva lógica genética de la textualidad, al representarse a la función
productora de relatos como una voz femenina, la de Elena, la máquina (de la)
Eterna de la novela”, dotada de un “poder verbal, confirmado espléndidamente
por un monólogo final, […] indestructible”[103].
Aunque quizá, pensando en la órbita de otras pensadoras, como Pilar Pedraza[104] o Teresa López Pellisa,
quizá hayamos solamente partido de un punto de vista masculino para llegar a
otro, el de “la fantasía de la mujer inorgánica”[105],
constante en obras fantásticas y de ciencia ficción escritas por varones.
En cualquier caso, el objetivo de la
máquina pigliana es similar al de La máquina de pensar en Gladys, de
Levrero, sólo que más sofisticado y profundo:
la máquina es “inventada para preservar el alma y el recuerdo de la
mujer”[106]. Es decir: no para
recordarla, o no sólo para eso, sino para que ella siga pensando, esto
es: existiendo. Mientras que en “La máquina de pensar en Gladys”, la mujer
desparecida reverbera, en La ciudad ausente Elena excogita —con
las limitaciones que después veremos— como si estuviera viva: “En esos años
había perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde
entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente”[107]. Es un proyecto de
supervivencia del relato de una mujer convertido en una mujer-relato, en una
logomaquia técnica dirigida a la metempsicosis —momento en el que los
estudiosos suelen trazar las conexiones con La invención de Morel (1940)
de Bioy Casares—. “Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable
que mantenía vivo el recuerdo”[108], asociando así a Elena con
el Museo de la Novela de la Eterna (1967) de Macedonio Fernández.
De aquí que Orecchia Havas señale como esencial a La ciudad ausente “la
escritura vista como lengua secreta, codificada, transindividual, que se pone a
prueba en los circuitos de la memoria”[109].
El hecho de que Piglia no hurte sus modelos, detectables a partir de las
referencias y guiños, es otra forma de mostrar el engranaje abierto de la
diégesis.
Hay otra asociación con las máquinas
narrativas de Deleuze y Guattari que podríamos ver reflejada en La ciudad
ausente, y es la máquina de escribir sobre la mente de Elena. En el
capítulo “Los nudos blancos” Piglia establece una metáfora, ya aludida en su
momento por Jorgelina Corbatta[110], respecto a la
consideración de la clínica como una metáfora política del control social, un
dispositivo biopolítico[111], que actúa directamente
sobre la mente de la mujer: “habrá que actuar sobre el cerebro”[112], dice el tétrico doctor
Arana; uno de sus ayudantes, en la parte final del capítulo, somete a Elena a
un manifiesto interrogatorio policial, donde le espeta abiertamente: “Hay que
operar —dijo—. Tenemos que desactivar neurológicamente”[113].
Discípulo de Jung, Arana sabe que hay que desactivar los nudos blancos de los
arquetipos para que Elena no difunda su irradiación narrativa social. Algo
previsible en un autor que había opinado en Crítica y ficción que “la
novela mantiene una tensión secreta con las maquinaciones del poder. Las
reproduce”[114], si bien no fotográfica,
sino simbólicamente —como recuerda en sus Diarios, Piglia era partidario
de apagar el “proyector” del reflejo realista luckacsiano—. Por este motivo se
puede tender una correspondencia textual con el relato de Kafka “En la colonia
penitenciaria” (1919), una conexión apuntada por algunos autores[115], pero que cabe explorar y
redimensionar. Si en el relato kafkiano el condenado sabe que se están
escribiendo sobre su cuerpo los delitos que ha cometido, en una brutal metáfora
sobre la biopolítica del poder, en la novela de Piglia la actuación de Arana
sobre el cerebro de Elena persigue un doble propósito: obtener información (“Ya
sé —dijo Arana—. Quiero nombres y direcciones”[116]),
y también anular el poder sobre el inconsciente colectivo —de ahí la mención a
Jung— de las narraciones de Elena, aquí desdoblada ya simbólicamente en Eva
Perón. Se intenta desactivar el poder político de esas narraciones de denuncia
de la opresión, como la aterradora historia de “La grabación”, la primera
historia de Elena que Junior puede leer, que “circulaba de mano en mano en
copias y en reproducciones y se conseguía en las librerías de Corrientes y en
los bares del Bajo”[117], como un rumor imparable.
De hecho, el ingeniero Russo le dice a Junior en la parte final de la novela:
“Ellos […] creen que la han desactivado, pero eso es imposible, está viva, es
un cuerpo que se expande y se retrae y capta lo que sucede”[118].
Eso es exactamente lo que le sucede al cuerpo del prisionero de “En la colonia
penitenciaria” de Kafka, cuyo cuerpo también se retuerce bajo las agujas de la máquina
de escribir sobre la piel y que asimismo puede “captar lo que sucede”,
incluso sin leerlo —pues los dibujos que contienen la sentencia son
indescifrables[119]—. Puede haber un
paralelismo entre la intervención quirúrgica sobre Elena con los bisturíes de
la Clínica de Piglia y a la brutal escritura sobre el cuerpo descrita por
Kafka, parte de la cual incluye un punzón que acaba atravesando el cráneo;
además, en un giro terrorífico común a ambas historias, ambos condenados
ignoran la sentencia que se les está aplicando, y el porqué de la misma[120]. Lo que permite, también
en ambos casos, una lectura sociopolítica[121]
en un juego de metáforas de la escritura sobre la piel que puede remontarse a
la Comedia de los errores de Shakespeare[122].
Esta máquina, que en la diégesis de la
novela está situada en el Museo, pero que en la ficción de Elena está ubicada a
la orilla de un río —de nuevo el doble, la repetición desplazada— toma de su
memoria algunos espectros, que mezcla con otros fantasmas, los personajes de
otras historias y relatos, imbricados todos en el mantenimiento de una
inteligencia artificial. En principio, pues, estaríamos ante una especie de cognición
desplazada, pero, dentro de la lógica de la literatura en general y de la
revisión que Piglia lleva a cabo de la de Macedonio Fernández en particular, el
relato de historias es una forma de existencia, un modo de vida que, en
la ficción, es tan existencial, física y metafísica como cualquier otra vida de
personaje. En ese sentido —y contradiciendo parcialmente el materialismo que,
según Chejfec[123], es uno de los elementos
clave del pensamiento literario de Piglia—, Elena, con su forma mecánica de supervivencia
dentro de la máquina ficcional de La ciudad ausente, es un personaje tan
vivo y creíble como cualquier otro, de la misma forma que la reproducción
tridimensional de la Eva futura (1886) de Villiers de l’Isle Adam, o la
Faustine “hologramática” de La invención de Morel, causan el
enamoramiento de los protagonistas masculinos de las narraciones. El propio
Piglia, citado por Orecchia Havas, lo había explicado antes en Prisión
perpetua (1988): “El objeto mágico donde se concentra todo el universo sustituye
a la mujer que se ha perdido”[124]; un Aleph excogitador bajo
la forma de una exoconciencia femenina. Los tres personajes de Villiers, Morel
y Piglia, así como el protagonista de Der Sandmann (1817) de E. T. A.
Hoffmann, son hechizados por sus amadas mecánicas, con la única diferencia de
que Elena además, inventa, escribe, genera nueva realidad. Es decir: no es robótica,
tiene imaginación propia, construida con retazos de historias anteriores. No
romper el amor, no romper la historia mediante la cognición repetida, constante
y relatora de Elena: tal es el móvil del Macedonio de Piglia al construir la
máquina. Una vez construida, la máquina aprende, se dota a sí misma de una
identidad —los datos que se repiten— y de una memoria para asentar y
aposentar el relato de esa identidad:
Había un mensaje que se repetía. Había
una fábrica, una isla, un físico alemán. Alusiones al Museo y a la historia de
la construcción. Como si la máquina se hubiera construido su propia memoria.
Los hechos se incorporaban directamente, a no era un sistema cerrado, tramaba
datos reales.[125]
Mientras que en otras novelas del
autor, como en Plata quemada (1997), hay máquinas narrativas puramente
artefactuales —“El transistor, los auriculares, se convierten en una máquina de
narrar”[126]—, Elena es un mecanismo
existencial, dotado de cognición desplazada pero independiente, consciente de
“haber muerto y de que alguien había incorporado su cerebro (a veces decía su
alma) a una máquina”[127], capaz de hilar las
historias, como Scherezade, otra referencia habitual al estudiar esta novela.
Historia capaz de crear historias, “máquina de producir réplicas”[128], Elena incluye también
otros relatos que son mise en abyme o imágenes a escala del suyo, como
el de Jim Nolan. Como resalta Teresa Orecchia[129],
Jim Nolan crea a su Anna Livia Plurabelle “como una pura emanación de lenguaje,
y ese lenguaje, que después de ser procesado por el aparato le vuelve bajo la
forma de conversaciones con su criatura articuladas por los murmullos de una
dulce voz ‘sin hilos’, es el suyo propio”. Los relatos se reformulan y pasan a
ser públicos, leídos en las calles y pirateados en diversos lugares,
alimentando un relato mítico paralelo al estatal, alternativo —otra de las
claves políticas de la novela—. De ahí que el lenguaje sea una de las
preocupaciones centrales de La ciudad ausente —se le dedican en especial
al lenguaje unas hermosas páginas[130],
donde los idiomas son protagonistas—, porque Piglia, en una visión en la órbita
de la perspectiva Sapir-Whorf, entiende que esa nueva comunidad antropológica
formada en la “isla” descrita por Elena piensa como habla, y es una
comunidad mutante porque las lenguas usadas van cambiando con el uso.
Sin embargo, la cognición de Elena
Fernández es, por desgracia, y pese a sus capacidades extraordinarias, una
cognición desplazada, como se ha dicho antes y se desprende de algunas
menciones: “-[…] ¿La máquina es una mujer? -Era una mujer”[131]. De la misma forma que
algunos autómatas, androides o replicantes célebres de la ciencia ficción,
Elena no sabe que es una máquina: “Está conectada; ni ella lo sabe. No se puede
desligar”, le dice a Junior la misteriosa mujer del teléfono con cuya llamada
arranca la historia, “sabe que tiene que hablar conmigo, pero no se da cuenta
de lo que pasa”[132]. Su rico pensamiento es
derivado; humano, sí, pero de otros. De ahí la tan triste como hermosa imagen
de la máquina cantando su monólogo al final, junto a la orilla, con sus
intertextos de Beckett (“voy a seguir”) y de Joyce (“sí”[133]).
Piglia retrata con delicada compasión la lucha de una sombra de conciencia por
mantenerse a sí misma con vida, una vida vicaria que consiste en seguir
contándose, en perseverar cantándose.
3. Conclusión
Es lógico que arte, conciencia y
máquina se alíen como preocupaciones humanas y artísticas, por cuanto, como
expuso Herbert Read en Icon and Idea (1955), sobre ideas de Fiedler, “el
arte ha sido, y es todavía, el instrumento esencial en el desarrollo de la
conciencia humana”[134]. Las obras literarias de
cierta complejidad, como las piezas narrativas de Levrero, Piglia y Aira
estudiadas en este artículo, son otras tantas preguntas sobre el raciocinio, el
lenguaje y la posible transmisión cognitiva entre autor y lector, entre especie
humana y artefactos, además de un severo ahondamiento en la cuestión de la
novela o el relato como máquinas expresivas.
El ininterrumpido empleo histórico de
esas máquinas mentales y de las mentes maquinales en la literatura puede responder
a varios motivos, de los cuales se han ido apuntando en este texto algunos: la
tentación o disposición metafísica, la voluntad de hablar de la conciencia por
otros medios, la angustia humana ante la temporalidad finita opuesta a la
vocación de permanencia de los mecanismos, la reutilización del tema universal
de la amada muerta —así lo señala Mesa Gancedo[135]
para Piglia— etcétera. También podría sumarse otro: “Jugar con los poderes de
la simulación interactiva, con esos elementos hiperreales, con el tremendo
dinamismo de la acción que en ocasiones procura”, según Martín Prada, “[…] es
una forma de darnos a los ritmos de la máquina, de someternos a su inmensa
rapidez de procesamiento, en un régimen de creencia de lo que en ella sucede
enormemente estimulante”[136]. Hay un atractivo
innegable en pensar la máquina, como vimos arriba con Eco, y también es
sugerente mezclar o confrontar en las obras personas y mecanismos dotados de
autonomía gubernativa para plantear un conflicto entre civilizaciones
inteligentes. Esa atracción producida por la tensión entre humanidad y
artefactos es utilizada por la literatura no realista, la ciencia ficción y la
literatura fantástica de modo continuo desde la Antigüedad —recordemos el mito
clásico de los autómatas creados por Hefaistos/Vulcano—. De ahí que Levrero
tome elementos de lo fantástico y Piglia y Aira de la ciencia ficción para
encontrar entornos formales y semánticos que les permitan explorar con libertad
las posibilidades narrativas de la excogitación. La naturaleza extendida o
distribuida de la exoconciencia creada en las obras examinadas de estos
autores rioplatenses es un feraz ejemplo, entre los muchos que pueden
encontrarse, de posibilidades diferenciadas de mentes humanas inventivas,
dispuestas a imaginar algo distinto a ellas mismas.
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Para citar este artículo / To
reference this article / Para citar este artigo Mora, Vicente. “La máquina como
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Piglia”. Humanidades: revista de la
Universidad de Montevideo, nº 6, (2019): 57-93.
https://doi.org/10.25185/6.3
El autor es responsable intelectual de
la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.
[1] Vicente Luis Mora, “La
narrativa española contemporánea contra el nuevo realismo (y sobre el viejo)”,
en Nueva literatura / Nuevo realismo. Caminos de la literatura española actual, ed. Lia Ogno (Firenze: Editoriale Le
Lettere, 2018), 95.
[2] Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres (Madrid: Impedimenta: 2009), 32.
[3] René Descartes, Œuvres et lettres, ed. A. Bridoux (Paris: Gallimard, Bibliotèque de
la Pléiade, 1953), 164—165.
[4] María Teresa Aguilar, “Descartes y el cuerpo-máquina”, Pensamiento 66 nº 249 (2010): 769.
[5] “Y qué es este yo? No se trata de una parte especializada de los circuitos neurales, sino más bien el usuario final de un sistema operativo. Tal como lo expresa Daniel Wegner, en su revolucionario libro The Illusion of Conscious Will (2002), ‘nos es totalmente imposible saber (ni hablemos ya de hacer un seguimiento) la enorme cantidad de influencias mecánicas en nuestro comportamiento porque habitamos en una máquina extraordinariamente compleja’”, Daniel Dennett, De las bacterias a Bach. La evolución de la mente, trad. Marc Figueras (Barcelona: Ediciones Pasado y presente, 2017), 307.
[6] N. Katherine Hayles y James A. Pulizzi, “Narrating consciousness: Language, media and embodiment”, History of the Human Sciences 23, nº 3 (2010): 132.
[7] David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, trad. Damià Alou (Barcelona: Anagrama, 2013).
[8] Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 132.
[9] Hernán Silva, “Francisco Varela y su aporte a las ciencias cognitivas”, Revista chilena de neuro-psiquiatría 39, nº 4 (2001).
[10] Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 134.
[11] Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 136.
[12] Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 136.
[13] Terrence Deacon, The
Symbolic Species: The Co-Evolution of Language and the Brain (New
York: Norton, 1998), 122.
[14] Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 138.
[15] De ahí que sostengan que “in conversation with these philosophic and discursive contexts, we propose the view that language is the most naturalized of media technologies”, Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 137.
[16] Hayles y Pulizzi, “Narrating conscoiunsness”, 138.
[17] Ismael Apud, “¿La mente se extiende a través de los artefactos? Algunas cuestiones sobre el concepto de cognición distribuida aplicado a la interacción mente-tecnología,” Revista de Filosofía 39, nº 1 (2014): 158.
[18] John R. Searle, “Minds, Brains and Programs,” Behavioral and Brain Sciences 3 (1980).
[19] Stanislas Dehaene, En busca de la mente, trad. Luciano Padilla Gómez (Buenos Aires: Siglo XXI, 2018), 78.
[20] Stanislas Dehaene, En busca de la mente, 33.
[21] John Searle, El redescubrimiento de la mente, trans. Luis Valdés Villanueva (Barcelona: Crítica, 1996), 59.
[22] Cathal O’Madagain, “Is Reasoning Culturally Transmitted?”, Teorema. Revista Internacional de Filosofía 38, nº 1, (2019).
[23] Dehaene, En busca de la mente, 93-94.
[24] VV.AA., Diccionario (Madrid: Real Academia de la Lengua, 1780), 560.
[25] Andy Clark, Supersizing
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University
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[26] Roger Bartra, Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos (México D.F.: Fondo de Cultura Económica / Pre-Textos, 2007), 24.
[27] Andy Clark, Supersizing the Mind, xxxviii.
[28] Colin McGuinn, “All Machine and No Ghost?,” New Statesman, 20 de febrero, 2012, https://www.newstatesman.com/ideas/2012/02/consciousness-mind-brain
[29] “[…] el binarismo sería él también metalenguaje, una taxonomía particular destinada a ser arrastrada por la Historia, de la cual habría sido un momento preciso”, Roland Barthes, La aventura semiológica, trans. Ramón Alcalde (Barcelona: Paidós, 1993), 72.
[30] “¿Qué es la mente humana si no una máquina generadora de figuras y de ídolos y la poesía la operación por la que esas imágenes se vuelven reales y permanentes? ¿Quién no ha caído en la tentación de hacer imágenes y de labrar ídolos, de ‘hacer figuraciones’, de escribir, aunque sea el propio nombre, figura mínima de nuestra identidad?”, Salvador Elizondo, Camera lucida (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2001), 134.
[31] Steven Pinker, La tabla rasa, trans. Roc Filella (Barcelona: Paidós, 2003), 64—65.
[32] Amelia Gamoneda, Del animal poema. Olvido García Valdés y la poética de lo vivo (Oviedo: KRK Ediciones, 2016), 80-81.
[33] Por ejemplo, Germán Sierra, The Artifact (Lawrence, Kansas: Inside the Castle, 2018), 115.
[34] Ricardo Piglia, La ciudad ausente (Barcelona: Anagrama, 2003), 112.
[35] “[…] existe una diferencia sustancial entre los personajes ‘artificiales’ y los personajes ‘humanos’ que conviven en el relato: mientras que éstos aparecen y actúan en el mundo narrativo sin necesidad de justificación, los personajes artificiales padecen un mayor grado de ficcionalización puesto que son creados por los primeros, circunstancia que, por lo general, queda reflejada en el discurso. Es más, cabe ya anticipar que la presencia de personajes artificiales suele incidir en el grado de conciencia metaliteraria que el relato ofrece. El ‘énfasis de inexistencia’ inducido por la presencia de criaturas artificiales en el relato parece ser correlativo de un ‘énfasis’ sobre la condición artificiosa de la creación de ese mismo relato y, así, esta peculiar ‘gente de fantasía’ se convertirá en excipiente que adensa la reflexión explícita sobre las condiciones del fabular.”, Daniel Mesa Gancedo, “Avatares del personaje artificial en la novela argentina de los 90”, América Latina Hoy 30 (2002): 160.
[36] Belén Gache, Escrituras nómades. Del texto perdido al hipertexto (Gijón: Trea, 2006), 193—204.
[37] Umberto Eco, Historia de la belleza, trans. María Pons Irazazábal (Barcelona: Debolsillo, 2008), 394.
[38] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, I. Artes de hacer, ed. Luce Giard., trans. Alejandro Pescador (México D.F.: Universidad Iberoamericana / ITESO, 2000), 162—163.
[39] David Eagleman, El
cerebro. Nuestra historia, trad. Damià Alou (Barcelona: Anagrama, 2017), 224.
[40] Daniel Mesa Gancedo, “Avatares del personaje artificial”, 110.
[41] Ismael Apud, “¿La mente se extiende”, 138.
[42] Sandra Contreras, “Realismos, cuestiones críticas”, en Realismos, cuestiones críticas, ed. Sandra Contreras (Rosario: Universidad de Rosario, 2013), 14.
[43] César Aira, El congreso de literatura (México: Ediciones Era, 2004), 29—30.
[44] Vicente Luis Mora, “La
literatura de César Aira explicada por ella misma”, Diario de Lecturas, 16
de diciembre, 2018, https://vicenteluismora.blogspot.com/2018/12/la-literatura-de-cesar-aira-explicada.html
[45] César Aira, Madre e hijo (Buenos Aires: Bajo la luna, 2004), 37.
[46] Aira, El congreso, 31.
[47] César Aira,
Festival (Buenos Aires: Mansalva, 2011), 60.
[48] César Aira, Entre los indios (Buenos Aires: Mansalva, 2012), 98.
[49] En El ilustre mago (2013), Aira relata el delirante encuentro entre el escritor/narrador en primera persona y un mago, que le propone una especie de contrato mefistofélico a cambio de hacerse dueño de su cerebro mediante una extraña operación. Éste es el resultado:
Ovando me había introducido en el sitio preciso donde mi cerebro podía emitir las ondas que combinadas con sus habilidades de mago le darían los poderes para dominar el mundo, su viejo anhelo de escritor fracasado. Al fin entendía cuál era su plan, y qué motivos lo movían. […] La operación se inició con notas graves, tremendas. De la boca del mago salían figuritas planas fosforescentes que se encabalgaban en las ondas que brotaban incontinenti de mi cerebro y quedaban prendidas en la expansión, como broches de plástico en un tendedero. Cerré los ojos, incapaz de soportar la estética de esas configuraciones. Sólo sé que la acusación, cada vez más fuerte. […] De la sorpresa del mago cerró la boca, y las figuritas que había salido de ella se desbarataron, lo mismo que mis ondas mentales. […] Mi mente recobraba su autonomía (relativa) […]”, César Aira, El ilustre mago (Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2013), 155—160.
[50] Aira, El congreso, 30—31.
[51] César Aira, El llanto (Rosario: Beatriz Viterbo, 2003), 44—45.
[52] “Mi provisión de ideas era inagotable. El problema estaba en la velocidad con que se consumían. No duraban nada. Sabían que ya venía otra a reemplazarlas, estaban conscientes de la volubilidad de la mente humana (la conocían por dentro). Se apuraban a despachar sus elementos y se disipaban. Por su misma proliferación, me condenaban a una vida vacía”; César Aira, El gran misterio (Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018), 62—63; véase también Mora, “La literatura de César Aira explicada por ella misma”, 2018.
[53] César Aira, El pequeño monje budista (Buenos Aires: Mansalva, 2005), 100.
[54] Julio Premat, Héroes sin atributos (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008), 245.
[55] Aira, El llanto, 18.
[56] César Aira, Copi (Rosario: Beatriz Viterbo, 2003), 58.
[57] Premat, Héroes sin atributos, 241.
[58] César Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes (Rosario: Beatriz Viterbo, 2002), 27.
[59] César Aira, Dante y Reina (Buenos Aires: Mansalva, 2009), 7.
[60] Aira, El pequeño, 41.
[61] Aira, El pequeño, 45.
[62] Aira, El pequeño, 79—80.
[63] Aira, El pequeño, 82.
[64] Aira, El pequeño, 83.
[65] Aira, El pequeño, 84.
[66] Aira, El pequeño, 86—87.
[67] Aira, El pequeño, 87.
[68] Aira, El pequeño, 89.
[69] Aira, El pequeño, 7.
[70] Aira, El pequeño, 17.
[71] Aira, El pequeño, 17.
[72] Aira, El pequeño, 17.
[73] Aira, El pequeño, 34.
[74] Aira, El pequeño, 71.
[75] Jesús Montoya Juárez, “El lugar de Mario Levrero: un recorrido por su narrativa”, Tonos Digital. Revista de estudios filológicos, nº 24, (enero 2013), http://www.um.es/tonosdigital/znum24/secciones/estudios-25-mario_levrero.htm
[76] José Matías Núñez Fernández, Errante en las moradas interiores. Autoficción y performance en la obra de Mario Levrero (Tesis doctoral, Universidad de Salamanca, Facultad de Filología, 2015), 135.
[77] Cf. Jorge Ernesto Olivera Olivera, Intrusismos de lo real en la narrativa de Mario Levrero (Tesis doctoral. Madrid: Facultad de Filología, Universidad Complutense, 2008), 331.
[78] Pablo Fuentes, “Levrero, el relato asimétrico”, en La máquina de pensar en Mario: ensayos sobre la obra de Levrero, ed. Ezequiel De Rosso (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2013), 31.
[79] Elvio E. Gandolfo, comp., Un silencio menos. Conversaciones con Mario Levrero (Buenos Aires: Mansalva, 2013), 189.
[80] Esto es, evitamos de modo intencionado la consideración de que lo descrito sea irreal en la diégesis, aunque no sea plausible; es decir, creemos estar ante la narración fiel de un delirio. La diferencia queda clara en la lectura que hace Juan José Saer (2000) de La vida breve (1950) de Juan Carlos Onetti.
[81] Mario Levrero, La máquina de pensar en Gladys (Montevideo: Irrupciones Grupo Editor, 2011), 121.
[82] Levrero, La máquina de pensar, 121.
[83] Levrero, La máquina de pensar, 18.
[84] Deleuze y Guattari, Kafka. Por una literatura menor, trad. Jorge Aguilar Mora (México D.F.: Ediciones Era, 1978), 11.
[85] Levrero, La máquina de pensar, 17.
[86] Levrero, La máquina de pensar, 122.
[87] Martín Kohan, “La inútil libertad. Las mujeres en la literatura de Mario Levrero,” Cuadernos LIRICO, nº 14 (2016), http://lirico.revues.org/2291
[88] Mario Levrero, en Pablo Silva Olazábal, Conversaciones con Mario Levrero (Valencia: Ediciones Contrabando, 2017), 32.
[89] Slavoj Žižek, Lacrimae rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, trans. Ramon Vilà Vernis (Barcelona: Debate, 2006), 39.
[90] Betina Keizman, “Mario Levrero: la máquina del relato o pensamiento, arte literario e imagen”, en III Congreso Internacional Cuestiones Críticas Rosario, abril 2013, http://www.celarg.org/int/arch_publi/keizman_betinacc.pdf
[91] Véanse al respecto sus declaraciones en diversas entrevistas y conversaciones: Elvio Gandolfo, comp., Un silencio menos. Conversaciones con Mario Levrero (Buenos Aires: Mansalva, 2013), 41, 95, 127, 163, 180; Pablo Silva Olózabal, Conversaciones con Mario Levrero (Valencia: Ediciones Contrabando, 2017), 44, 91-92, 129-130.
[92] Citado en Labrador, “Las imposibles máquinas del tiempo. La experiencia poética de la Modernidad en Camilo Pesannha y su escritura drogada”, Estudios portugueses. Revista de Filología portuguesa 6 (2006): 159.
[93] Ricado Piglia, La ciudad ausente (Barcelona: Anagrama, 2003), 140.
[94] Véanse Adriana Rodríguez Pérsico, “La ciudad ausente de Ricardo Piglia,” Hyspamérica 63 (1992); Edgardo Horacio Berg, “La novela que vendrá: apuntes sobre Ricardo Piglia”, en Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha, ed. Daniel Mesa Gancedo (Sevilla: Universidad de Sevilla, 2006), 41; Eleni Kefala, Peripheral (post) Modernity: The Syncretist Aesthetics of Borges, Piglia, Kalokyris and Kyriakidis (Berna: Peter Lang, 2007), 140; Teresa Orecchia Havas, Asedios a la obra de Ricardo Piglia, (Berna: Peter Lang, 2010): 228.
[95] Claudia Kozak, “Poéticas mediológicas en la literatura argentina del siglo XX. Posiciones/Variaciones/Tensiones”, en Ficciones de los medios en la periferia. Técnicas de comunicación en la literatura hispanoamericana moderna, ed. Wolfram Nitsch/Matei Chihaia/Alejandra Torres (Köln: Universitäts und Stadtbibliothek Köln, 2008), 349.
[96] Daniel Mesa Cancedo, “Arte de vigilantes y tecnología del relato. El ‘sistema experto’ de La ciudad ausente de Ricardo Piglia,” Arrabal, nº 5-6 (2007): 253.
[97] Sergio Waisman, “El milagro secreto de Emilio Renzi: Otra vuelta a la novela del porvenir”, Cuadernos LIRICO, Hors-série (2019), http://journals.openedition.org/lirico/7871
[98] Jorgelina Corbatta, “Ricardo Piglia: teoría literaria y práctica escritural”, en Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha, ed. Daniel Mesa Gancedo (Sevilla: Universidad de Sevilla, 2006), 64.
[99] Piglia, La ciudad ausente, 41—42.
[100] Claudia Kozak, “Poéticas mediológicas”, 354.
[101] Piglia, La ciudad ausente, 15—17.
[102] Piglia, La ciudad
ausente, 17.
[103] Orecchia Havas, Asedios
a la obra de Ricardo Piglia, (Berna: Peter Lang,
2010), 209.
[104] Pilar Pedraza, Máquinas de amor (Madrid: Valdemar, 1998).
[105] Teresa López Pellisa, “Antes muerta que sencilla: el artefacto femenino en Bioy Casares”, en En teoría hablamos de literatura, editado por Antonio César Morón y José Manuel Ruiz Martínez, 97-103 (Granada: Libros Daudo, 2007), 97.
[106] Orecchia Havas, Asedios a la obra, 209.
[107] Piglia, La ciudad ausente, 46.
[108] Piglia, La ciudad ausente, 46.
[109] Teresa Orecchia Havas, “Lenguajes, difracciones, nostalgias,” Cuadernos LIRICO, Hors-série (2019), http://journals.openedition.org/lirico/7871
[110] Jorgelina Corbatta, Narrativas de la Guerra Sucia en Argentina: Piglia. Saer. Valenzuela. Puig (Buenos Aires: Corregidor, 1999).
[111] Piglia parece seguir a Deleuze y Guattari: “[…] un texto que contiene una máquina explícita no puede desarrollarse a pesar de todo si no llega a conectarse con esos dispositivos concretos sociopolíticos” en Kafka. Por una literatura menor (México D. F.: Ediciones Era, 1975), 60.
[112] Piglia, La ciudad ausente, 71.
[113] Piglia, La ciudad ausente, 79.
[114] Ricardo Piglia, Crítica y ficción (Barcelona: Anagrama, 2001), 106; véase Mesa Gancedo (2007), 257 y Mora (2008).
[115] María Antonieta Pereira, “Ricardo Piglia y la máquina de la ficción,” Estudios Filológicos 34 (1999).
[116] Piglia, La ciudad ausente, 79.
[117] Piglia, La ciudad ausente, 30.
[118] Piglia, La ciudad ausente, 138.
[119] Franz Kafka, Obras completas III. Narraciones y otros escritos, ed. Jordi Llovet (Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2003), 154.
[120] Franz Kafka, Obras completas III, 150.
[121] Cf. Jordi Llovet, “Notas a ‘En la colonia penitenciaria”, en Franz Kafka, Obras completas III. Narraciones y otros escritos, ed. Jordi Llovet (Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2003), 1006ss.
[122] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, 153.
[123] Sergio Chejfec, “Trazos chinos”, Revista Ñ, Clarín, 16 de enero, 2016, https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/trazos-chinos_0_By2wxh9Ux.html
[124] Ricardo Piglia, Prisión perpetua (Buenos Aires: Penguin Random House, 1988), 94—95.
[125] Piglia, La ciudad ausente, 97.
[126] Julio Premat, “Los espejos y la cópula son abominables,” Revista Landa 5 (2) (2017): 323.
[127] Piglia, La ciudad ausente, 67.
[128] Piglia, La ciudad ausente, 60.
[129] Orecchia Havas, Asedios a
la obra, 234.
[130] Piglia, La ciudad ausente, 124—133
[131] Piglia, La ciudad ausente,
28, énfasis del original.
[132] Piglia, La ciudad ausente,
14.
[133] Piglia, La ciudad ausente, 168.
[134] Herbert Read, Imagen e idea: la función del arte en el desarrollo de la conciencia humana, trans. Horacio Flores Sánchez (México D.F: Fondo de Cultura Económica, 1985), 11.
[135] Daniel Mesa Gancedo, “Arte de vigilantes y tecnología del relato. El `sistema experto en La ciudad ausente´ de Ricardo Piglia”, Arrabal, nº 5-6 (2007).
[136] Martín Prada, El
ver y las imágenes el tiempo de internet (Madrid: Akal, 2018), 150.