doi: https://doi.org/10.25185/6.4
Estudios
«Quiero
despertarlos»: el gabinete del doctor Artaud
«I want to wake them up»: the cabinet of doctor Artaud
«Quero acordarmos»: o armário do Dr. Artaud
Francisco
González Fernández1
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-1391-6646
1 Universidad de Oviedo
Resumen:
La vida de Artaud fue un periplo por las instituciones mentales que dejó profundas huellas en su concepción artística. Desde que entró en contacto con el cuerpo médico y se relacionó con sus psiquiatras se apropió del lenguaje y de las técnicas de estos, llegando a atribuir al poeta la función de terapeuta de una sociedad enferma y decadente a la que solo un arte que recurriera a una crueldad funcional podría curar. Operación quirúrgica, peste y descargas eléctricas son algunas de las metáforas a las que recurrirá para ilustrar la manera de despertar a un público que parecía haber sido hipnotizado por el diabólico doctor Caligari o por su avatar, Adolf Hitler. La figura del Fürher, a quien Artaud siempre afirmó haber conocido personalmente, constituyó para él una especie de doble siniestro que parecía haber desvirtuado sus propias ideas sobre el Teatro de la Crueldad. Frente a unos espectáculos hipnóticos que predisponían a las masas a aceptar una política higienista, racial y eugenésica de una crueldad desconocida, Artaud buscó en la medicina los medios para sanar a una colectividad que había perdido el sentido de la vida y cuyos individuos vagaban por el mundo como si fueran sonámbulos.
Palabras claves: Artaud, teatro de la crueldad; cine; Hitler; psiquiatría, electricidad.
Abstract:
Artaud’s life was a constant journey
through mental health institutions that left a profound impact on his artistic
sensibility. Since he got in touch with the medical establishment and with his
own psychiatrists, he appropriated their language and techniques, to the point
of conferring the poet with the role of therapist for an ill and decadent
society that could only be cured and healed by a functionally cruel art.
Surgical procedures, plague and electroshock are some of the metaphors he
utilized to illustrate the way to wake the audience up from the mesmerizing
slumber caused by diabolical doctor Calgary or his avatar, Adolf Hitler. The
fürher figure, who Artaud always said to have met in person, was for him a
sinister double of sorts that seemed to have distorted his own ideas about the
Theatre of Cruelty. In the face hypnotic spectacles that persuaded audiences to
accept a hygienist, racial and eugenic politics of a cruelty not known before,
Artaud looked into Medicine to provide the tools to heal a collectivity that
had lost its sense of life and whose individuals sleepwalked around the world.
Key words: Artaud; theatre of cruelty; film; Hitler; psychiatry; electricity.
Resumo:
A vida de Artaud foi uma viajem por instituições mentais que deixaram traços profundos em sua concepção artística. Desde que entrou em contato com o corpo médico e se relacionou com seus psiquiatras, ele se apropriou de sua linguagem e técnicas, atribuindo ao poeta o papel de terapeuta de uma sociedade doente e decadente, na qual apenas uma arte que segure a crueldade funcional pode curar. Operação cirúrgica, peste e choques elétricos são algumas das metáforas que ele usará para ilustrar como acordar uma audiência que parecia ter sido hipnotizada pelo diabólico Dr. Caligari ou seu avatar, Adolf Hitler. A figura do Fürher, que Artaud sempre alegou ter conhecido pessoalmente, constituía para ele uma espécie de duplo sinistro que parecia ter distorcido suas próprias idéias sobre o Teatro da Crueldade. Diante de espetáculos hipnóticos que predispunham as massas a aceitar uma política higienista, racial e eugênica de uma crueldade desconhecida, Artaud procuro na medicina os meios para curar uma comunidade que havia perdido o sentido da vida e cujos indivíduos vagavam pelo mundo como se fossem sonâmbulos.
Palavras-chave: Artaud, teatro da crueldade, cinema, Hitler, psiquiatria, eletricidade.
Recibido: 28/03/2019 - Aceptado: 26/06/2019
Un descenso en picado en la carne
impide llamar a la crueldad a casa, la crueldad o la libertad.
El teatro es el patíbulo, el cadalso,
las trincheras, el horno crematorio o el asilo de enfermos mentales.
La crueldad: los cuerpos masacrados[1].
0.
Introito
Mediados de mayo de 1932, al final de
una tarde lluviosa, en el Romanischès Café de Berlín. Un interior
inmenso, espantosamente neo-romántico, crudamente iluminado. El espacio está
dividido en dos salones por sólidas columnas babilónicas. Del elevado techo
cuelgan poderosas lámparas modernistas. La decoración algo kitsch contrasta con
el ambiente bohemio que se respira en el local. Voces y ruido de jarras de
cerveza. Cuando se abre el telón, un hombre solitario de unos treinta y cinco
años está sentado en una de las numerosas mesas de mármol. Está absorto
escribiendo febrilmente en una pequeña libreta. Entra un individuo repeinado,
de algo más de cuarenta años: medio flequillo sobre la frente, bigote angosto y
cuadrado, del tipo cepillo; viste una larga gabardina que le hace aun más bajo.
Busca un sitio donde sentarse y de repente, al ver frente a él al escritor, se
detiene en seco. Después de observarle un rato fijamente se acerca con
resolución a su mesa.
el hombre del
bigotillo: Buenas tardes, caballero. Disculpe que
me dirija a usted sin haber sido presentados, pero creo haberle reconocido. ¿No
es usted por ventura el renombrado actor francés Antonin Artaud?
el hombre de
la mesa (levantando despacio la vista del
cuaderno): Así es.
el hombre del
bigotillo: ¡Cuánto honor! Tuve el gusto de
verle hace unos años interpretar al revolucionario Marat en el cine, en el
soberbio Napoléon de Abel Gance. Tengo que decirle que la expresividad
de su interpretación supuso para mí una auténtica conmoción, incluso me sirvió
de ejemplo.
artaud: Nada podría usted decirme que me agradara más, señor. ¿Se dedica
también a las artes dramáticas?
el hombre del
bigotillo: En cierto sentido, podría decirse
que sí.
artaud: Pero siéntese, por favor. Disculpe mis modales… ¿A quién tengo
el gusto…? Su cara no me es tampoco desconocida. Un momento… ¿No es usted…?
el hombre del
bigotillo (Sentándose frente a Artaud):
Sí, mi nombre es Hitler. Adolf Hitler.
No sigamos. Sería un error por mi
parte prolongar esta escena ficticia, teniendo en cuenta que Artaud (1896-1948)
repudiaba el teatro verbal, el arte dramático que otorga al lenguaje el
predominio sobre las demás expresiones escénicas, y contar su hipotético
encuentro con Adolf Hitler como si lo hicieran Yasmina Reza o más aun
Jean-Claude Brisville se me antoja un acto de traición a su concepción del
Teatro de la Crueldad. No por ello resulta menos cautivador el encuentro entre
el líder del partido nazi y el actor francés, y estoy convencido —dada la
costumbre que este último tenía de buscar confidentes en su entorno, como ya lo
hiciera en su formidable correspondencia con Jacques Rivière o con sus
sucesivos psiquiatras— de que habría sido de gran interés poder escuchar desde
la mesa de al lado lo que Antonin Artaud y Adolf Hitler se habrían dicho, o lo
que se dijeron. Porque, aunque esta conversación pudiera parecer poco probable
e incluso inverosímil, dista mucho de haber sido imposible.
1. Artaud y Hitler, frente a frente
Antonin Artaud no sólo sostuvo a lo
largo de su vida que se había entrevistado en cierta ocasión con Hitler,
también acabó considerándole como un impostor que se había adueñado de su
Teatro de la Crueldad. Se podría, a la luz de su historial psiquiátrico,
desestimar este recuerdo sin más miramientos, atribuyéndolo a uno de los muchos
delirios de que fue víctima a lo largo de su vida, pero al asumirlo y
examinarlo como si fuera real surge por contraposición la singular naturaleza
médica de su teatro. Frente a un espectáculo de masas en el que el individuo
quedaba fascinado y subyugado por las palabras y los gestos del líder,
predispuesto así a aceptar los actos más abominables en nombre de una política
higienista, racista y eugenésica acorde con toda una ingeniería social, Artaud
había concebido la crueldad como un medio terapéutico que debía actuar sobre el
cuerpo y la mente de la colectividad para que cada individuo pudiera despertar
a la vida auténtica. El teatro, el cine, la poesía, cada una de estas
expresiones artísticas, eran para Artaud unos instrumentos con los que operar
sobre el cuerpo social occidental que llevaba tanto tiempo espiritualmente
enfermo. En contraste con este arte sanador y regenerador, con este teatro
crudo y doloroso como una intervención quirúrgica, que aspiraba a galvanizar a
las momias que caminaban por cada ciudad creyendo estar vivas, los espectáculos
trascendentes nazis ocultaron bajo una alfombra kitsch la formidable crueldad
profiláctica ejercida en los campos de concentración y de exterminio. Y al
responsable de semejantes ceremonias, a este siniestro usurpador, Artaud
aseguraba haberlo conocido en la capital germana.
Entre 1930 y 1932, Artaud estuvo al
menos en tres ocasiones en Berlín para actuar en sendas películas a las órdenes
de los directores L’Herbier, Pabst y Poligny. Cada día, al terminar el rodaje,
le gustaba pulsar la vida cultural berlinesa frecuentando, al igual que hacía
habitualmente en el barrio parisino de Montparnasse, los cafés y cervecerías de
la ciudad. Durante estas estancias se relacionó con numerosos actores,
directores y dramaturgos, descubriendo así el teatro vanguardista de Piscator,
Meyerold, Apia y Reinhardt. Existen testimonios fehacientes de que Hitler, que
había comenzado su aventura política como agitador político de cervecerías, se
dejaba ver de vez en cuando por el Romanischès Café, donde se sabe que
también había estado Antonin Artaud. El encuentro entre el futuro canciller
alemán y el actor francés no deja por lo tanto de ser plausible, y más teniendo
en cuenta que el propio Artaud siempre sostuvo que se había visto con el líder
nazi en este establecimiento.
Son varios los testimonios escritos
que nos ha dejado de este encuentro el dramaturgo. Así, en plena guerra, el 3
de diciembre de 1943, Artaud le dedicó de su puño y letra al dictador alemán un
ejemplar de las Nuevas Revelaciones del Ser, volumen que quería hacerle
llegar a través de los médicos del sanatorio mental de Rodez donde le estaban
administrando un interminable tratamiento por electrochoques: «A Adolf HITLER
en recuerdo del Romanischès café en Berlín una tarde de mayo de 1932 y porque
ruego a DIOS que le otorgue la gracia de recordar todas las maravillas con las
que ese día ÉL os GRATIFICÓ (RESUCITÓ) EL CORAZÓN»[2].
Ya en 1939, al inicio de la Segunda Guerra Mundial, le había dirigido a Hitler
uno de sus famosos sortilegios —escritos de intención performativa, agujereados
con lápiz y quemados con un cigarrillo, cuyo objeto era alcanzar al
destinatario en todo su ser— en el que había aludido a su antigua entrevista:
Sortilegio a Hitler
Ville-Evrard
HITLER
Canciller del Reich
Alemania
Estimado Señor,
Le había enseñado en 1932 en el café
de l’Ider en Berlín, una de esas noches en que nos conocimos y poco antes de
que tomase usted el poder, las barreras (que yo había) establecido en un mapa
que no era sólo un mapa geográfico, frente a una acción de fuerza dirigida en
cierto número de sentidos que usted me designaba. —
¡Levanto hoy, Hitler, las barreras que
había colocado!
Los Parisinos necesitan gas.
Suyo soy.
Antonin Artaud
P.D. Por
supuesto, estimado Señor, esto es apenas una invitación: es sobre todo una
advertencia.
Si le place, como a cualquier
Iniciado, no tener esto en cuenta, mejor para usted. Yo me protejo.
¡Protéjase!
La purulencia de los iniciados
franceses ha alcanzado el paroxismo del espasmo, pero esto ya lo sabe usted[3].
Sostiene Jacob Rogozinski, que no es
casual que Artaud le dedicara a Hitler sus Nuevas Revelaciones del Ser
después de haberle enviado este sortilegio, pues «podría incluso decirse que
toda la serie de los sortilegios y de los escritos de la locura le estaba
destinada, como si el Fürher fuese a la vez su objetivo y su testigo, su
co-firmante»[4]. El Hitler al que Artaud da
forma en su imaginación es una especie de artista nigromante, y el hechizo
anterior viene en este sentido a prolongar el prefacio que había escrito en
1931 para su traducción de El monje de Matthew Lewis, donde confesaba
hallarse en manos de charlatanes, brujos, magos y echadores de cartas cuya
visión de la realidad carecía de límites racionales, y donde destacaba las
«barreras morales y físicas» que este novelista inglés había levantado en sus
páginas frente al movimiento natural del amor. Según Artaud, en alguna escena
Lewis se había despojado incluso de su aparente romanticismo confiriéndole a su
obra «el aspecto de un sondeo en todos los bajos fondos del azar y de la
suerte, revestido del más centelleante aspecto metafísico»[5].
Ropaje éste, como tendremos ocasión de ver, con el que Artaud volvería años más
tarde a adornar a Adolf Hitler.
Pero en ningún sitio expone con más
detalle su curioso encuentro con Hitler como en la carta que le escribió a
Pierre Bousquet desde Rodez el 16 de mayo de 1946. Al final de esta misiva,
después de manifestar su empatía con la deportación que Bousquet había sufrido,
después de comparar la reclusión en campos de concentración nazis con el
destino que les habían reservado asimismo a individuos como él en sanatorios
psiquiátricos donde se realizaba la operación de secuestrar al individuo de su
propio cuerpo, el escritor terminaba así narrando a su amigo su entrevista con
el Führer:
Hitler practicaba esta operación [del maleficio] a lo grande. — A
decir verdad, él mismo no se llamaba Hitler, porque Hitler no es un nombre que
en yugoslavo, en moldo-valaco, en checo, pueda ponerse en el plano de hip-hip
hurra, aleluya, hosanna, de profundis, en una palabra, una especie de
exclamación que pueda ponerse en ese plano cuando el apellido no se pone.
Me olvidé de su apellido, pero me encontré con él en Berlín en
1932 en un café al que le habría gustado ser el Dôme en Montparnasse pero que
no lo lograba, y que se llamaba el Romanischès café. — Café de los Romaníes. —
Porque el susodicho Hitler se había hecho pasar por un susodicho gitano.
Yo trabajaba en una película sin
importancia llamada Tiro al alba. Había trabajado en otra a lo largo del
año anterior cuyo recuerdo me agrada más y que se llamaba la Ópera de los
cuatro centavos y en la que había recibido la visita de un policía que me
asustó y que luego resultó ser un amigo y me hizo escupir sobre el hitlerismo.
Pero el auténtico Hitler del Romanischès Café dijo en cambio que quería imponer
el Hit-lerismo como se impondría el hip-hip-hurraismo, y como se ha querido
crear un día Eurasia (Europa Asia). Todo el repertorio, etc. Le dije que estaba
tocado del ala por tener ideas como ésta. Y que por lo demás, le conocía desde
hacía tiempo como un susodicho iniciado, es decir como un megalómano
hechizador, y uno de los tipos más completos de la raza de los que tienen la
intención de dirigir a los pueblos no por actos, sino únicamente por ideas,
quiero decir por movimientos como magnéticos de ideación, quiero decir ondas
psíquicas, etc… De ello resultó una pelea en el curso de la cual el susodicho
Hitler llamó a la policía para detenerme. Y la policía vino en efecto y en la pelea
tomó mi defensa contra este repugnante moldo-valaco que después tomó el mando
de Alemania bajo el supuesto nombre de Hitler. Porque este Hitler, el Hitler de
la Historia, era en realidad un moldo-valaco, es decir el hijo de una raza de
antiguos ahorcados por sus tenebrosos manejos sobre la respiración de los
antiguos muertos.[6]
Hitler, al igual que Napoleón y otras
figuras megalómanas, es a menudo el protagonista de los delirios de sujetos
psicóticos, y a la luz del sortilegio que Artaud pretendía enviarle y de este
relato disparatado —en el que puede apreciarse la huella, tal vez involuntaria,
de los hermanos Marx, cuyo «surrealismo» tanto le gustaba al escritor—, no es
de extrañar que el doctor Ferdière, quien trataba por entonces al dramaturgo,
pensara que todo era producto de la imaginación de Artaud, una simple
fabulación fruto de sus problemas psiquiátricos. Aunque la escena parece haber
sido sometida a una especie de torsión mental, obra probablemente del delirio,
hay sin embargo en la insistencia y precisión del encuentro en un café berlinés
un rastro de autenticidad, como si a pesar de haber sucedido de manera
totalmente distinta, Hitler y Artaud hubieran coincidido de algún modo en el
mismo lugar. No es de todas formas la verdad histórica de este encuentro, de la
que probablemente nunca se podrá estar seguro, lo que me interesa aquí
resaltar, sino su valor simbólico. De hecho, a través del Hitler al que Artaud
retrata dirigiendo a las masas con movimientos magnéticos de ideación, con
ondas psíquicas, llegando incluso a atribuirle la capacidad de devolver la
respiración a los difuntos, es probable que estuviera expresando veladamente su
propia frustración por no haber logrado crear con éxito un teatro que
galvanizara a un público que de tan amodorrado parecía estar muerto.
El 12 de julio de 1946, cuando la
aterradora realidad de los campos de exterminio ya había salido a la luz,
Artaud publica en la revista La Rue un breve texto titulado «El Teatro
de la Crueldad y la Anatomía», que es en realidad una especie de manifiesto
poético cargado de violencia verbal, donde acusa a todos aquellos que, no
contentos con ignorar el teatro que él reivindicaba antes de la guerra y cuyo
éxito habría podido en su opinión evitar tantos horrores, habían hecho que le
encerraran en un sanatorio mental por sus ideas revolucionarias. Cada frase de
este poema extraordinario —en el que convergen de algún modo el periplo vital y
la aventura artística de Artaud, en el que destila la esencia misma de sus
ideas dramáticas— rezuma una cruel amargura, la pesadumbre de ver cómo,
mientras fracasaba su salvífico teatro, otro «dramaturgo» se había apropiado de
él y lo había sacado fuera de los escenarios extendiéndolo al mundo entero. Y
es que para el poeta marsellés el teatro nunca había servido para describir al
hombre, sino «para constituirnos un ser de hombre que pudiera permitirnos
avanzar por el camino, vivir sin supurar y sin apestar»[7].
Pero el teatro moderno se había convertido en una marioneta desgarbada, y a
estas alturas ya no era para Artaud más que un viejo fulminato cuyo poder de
detonación había quedado reducido a simples explosiones de alegría o llanto que
se transmitían desde el escenario hasta el público. Constatar esta triste y
dramática realidad resucita en Artaud toda su rebeldía y trae una vez más a la
palestra, a modo de invocación, al propio Hitler:
Y es entonces cuando regresa mi delirio, mi delirio de
reivindicador nato.
Porque desde 1918, ¿quién —y no era en el teatro— sondeó en “todos
los bajos fondos del azar y de la suerte”, sino Hitler, el impuro moldo-valaco
de la raza de los simios innatos?
¿Quién se mostró sobre el escenario con un vientre de tomates
rojos, frotado con inmundicias como con un detergente de ajo?[8] ¿Quién mediante incisiones
de aserraderos rotatorios perforó en la anatomía humana porque se le había
dejado el sitio libre en todos los escenarios de un teatro nacido muerto?
¿Quién al declarar utópico el teatro
de la crueldad fue a hacerse serrar las vértebras en las puestas en escena de
las alambradas?[9]
El presente pasaje, especialmente en
el original francés, es una perfecta muestra de la dificultad que entraña la
escritura de Artaud. No es posible, en efecto, entender su discurso sin estar
provisto de una suerte de escalpelo con el que abrir la superficie del
lenguaje, su forma misma, para intentar llegar, bajo esta epidermis y a través
de las capas más profundas, hasta sus entrañas. Hay que prestar atención,
afinar el oído, si se quiere apreciar la melodía que emana del poético
entrechocar de las palabras y que contrasta con el ruido chirriante y mecánico
surgido del teatro de operaciones en el que Hitler convirtió todo el planeta.
Porque, según lo que puede leerse en estas líneas, este simio (singe)
innato, este gran imitador, no hizo más que suplantar al propio Artaud y
pervertir su teatro transformando el mundo entero en un escenario (scène)
que producía el sonido y el efecto de una sierra (scie), un inmenso
aserradero (scierie) en el que se practicaban hondas y crueles
incisiones en la anatomía humana, en el tronco mismo del individuo para
alcanzar la médula de su ser, para terminar, después de haberle inmovilizado al
otro lado de una cerca de alambre de espinos, por convertirlo en un vegetal.
La ingeniería social que preconizaban
y practicaban los dirigentes nazis encontró en la jardinería y en la medicina
sus principales arquetipos, y para librarse de los piojos y de las malas
hierbas que, según ellos, eran millones de seres humanos había que recurrir a
fuertes medidas profilácticas, higienistas y eugenésicas si se quería construir
un mundo impoluto, puro y limpio. En un escenario espectacular, Hitler, ese
siniestro discípulo del Ubú de Alfred Jarry, no podía sino mostrarse
ensangrentado («vientre de tomates rojos»), frotando su cuerpo como con un
detergente (persil) de ajo, hecho con basura, con desperdicios, con
desechos, casi tan inmundo como el jabón que sus secuaces, según se decía,
elaboraban con grasa humana, con los restos de los cadáveres una vez llevada a
cabo la limpieza étnica. Al olor a jabón de Marsella que se desprendía del
Teatro de la Crueldad –tachado de utópico y en consecuencia desprestigiado y
arrinconado como una extravagancia, a pesar de no haber dejado nunca Artaud de
reivindicar su eficacia como medio de curación de los males del hombre– se
había impuesto el aroma nauseabundo de un detergente industrial que con su
presunta inmaculada blancura trataba de limpiar las huellas de su auténtica
crueldad.
Después de tantos manifiestos escritos
en los años treinta que parecían haber caído en oídos sordos, «El Teatro de la
Crueldad y la Anatomía» aparece al término de la Segunda Guerra Mundial como un
aviso para el futuro inmediato, todavía vigente hoy en día: «Para cuándo ahora
la nueva guerra sórdida por dos monedas de papel de zurullos»[10]. Es también un acta
forense, una constatación del fracaso de un teatro en el que Artaud había
depositado todas sus esperanzas de regeneración espiritual del ser humano; un
teatro mítico y solar, originario, en el que el hombre pudiera reencontrar su lugar
en el Universo. En mayo de 1933, es decir, tan sólo unos meses después de que
Hitler se convirtiera en Canciller del Reich, Artaud concluía uno de los
capítulos de El teatro y su doble, dedicado al teatro y la crueldad, con
esta advertencia premonitoria: «Se trata ahora de saber si, en París, antes de
los cataclismos anunciados, se podrán encontrar suficientes medios de
realización, financieros y otros, para permitir que semejante teatro viva, y
éste resistirá de todos modos, porque es el futuro. O si hará falta un poco de
sangre verdadera, enseguida, para manifestar esta crueldad»[11].
El Teatro de la Crueldad como antídoto contra el horror verdadero que estaba a
punto de convertir al planeta entero en un inmenso cadalso.
Como buen echador de cartas que era,
Artaud acertó en ambos sentidos en sus dramáticas predicciones: si a corto
plazo su teatro fue un auténtico fiasco, por falta de medios económicos y de
público, al final resultó ser el futuro al convertirse desde los años cincuenta
El teatro y su doble en la biblia de las vanguardias dramáticas,
determinando el devenir del teatro, influyendo en Jerzy Grotowski, Peter Brook,
Peter Weiss, Tadeusz Cantor, el Living Theatre o La fura dels Baus, y de forma
indirecta en las artes escénicas en general; también acertó al vaticinar el
cataclismo que estaba a punto de abatirse sobre el mundo entero, incluso puede
decirse que se quedó corto, pues fueron verdaderos ríos de sangre los que
desembocaron en un océano furioso azotado por una maldad de una naturaleza desconocida
hasta entonces: racional, sistemática, eficaz, en una palabra, moderna, tal
como evidenció Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto[12]. Para Artaud, existía en el
teatro una mínima posibilidad de hacer frente a esta marea de crueldad, pero el
teatro de su tiempo, el clásico, el psicológico, el vodevil, había «nacido
muerto», repetía fórmulas agotadas hasta la saciedad; hablaba, en el mejor de
los casos, de un mundo cuyos mitos y personajes ya no significaban nada para el
público de la época —sostenía entonces Artaud que si «la muchedumbre actual no
entiende ya Edipo Rey, me atrevería a decir que la culpa es de Edipo
Rey y no de la muchedumbre»[13] — o bien, en el peor de los
casos, resultaba tan insustancial como la cáscara vacía de una nuez.
2. Por un nuevo teatro anatómico
Para Antonin Artaud el teatro no era
en absoluto un lugar de esparcimiento y diversión, sino una suerte de templo en
el que se oficiaba una ceremonia experimental de la que el público había de
salir regenerado y curado en su espiritualidad. La exactitud casi matemática
que imponía en sus representaciones era propia tanto de un holocausto como de
un experimento científico, sabedor de que en realidad no existe solución de
continuidad entre el acto sacrificial y la experimentación, de que, como acertó
a explicar Roberto Calasso en La ruina de Kasch, «el experimento es un
sacrificio del cual ha sido eliminada la culpa»[14].
Deseoso de devolver al teatro sus orígenes sagrados sin renunciar a crear un
espectáculo renovador, Artaud preconizaba un Teatro de la Crueldad –término al
que daba el sentido de exactitud y crudeza, no de sadismo sanguinolento–
organizado con el rigor de un ritual y que a la vez descansaba sobre metáforas
médicas y quirúrgicas. Hasta el final de su vida defendió la necesidad de
transformar en cuerpo y alma al ser humano como en un quirófano. Así, en Para
acabar con el juicio de Dios, la emisión que creó para la radio en 1947
pero que fue finalmente censurada, aspiraba todavía a cambiar al hombre:
-Haciéndolo pasar una vez más, pero la última sobre la mesa de
autopsia para rehacerle su anatomía.
Digo bien, para rehacerle su anatomía.
El hombre está enfermo porque está mal construido.
Hay que decidirse a desnudarlo para rascarle
ese animalito que le pica mortalmente,
dios,
y con dios,
sus órganos.
Porque atadme si queréis,
pero no hay nada más inútil que un órgano.
Cuando le hayáis hecho un cuerpo sin órganos,
entonces lo habréis librado de todos sus automatismos
y devuelto a su auténtica libertad.
Entonces le volveréis a enseñar a bailar al revés
como en el delirio del vals de las verbenas
y este revés será su auténtico
derecho.[15]
No hay para Artaud posibilidad de regeneración
si no se pasa antes por la mesa de operaciones o de autopsia, no se puede
acabar con Dios y con todas las instituciones que causan el mal sin intervenir
escalpelo en mano. Por ello, pero también por el desasosiego y pavor que Artaud
pretendía provocar recurriendo a los medios y gestos escénicos más eficaces, no
sería desatinado vincular hasta cierto punto su teatro con los espectáculos que
llenaron los anfiteatros de los siglos xvi
y xvii.
Como es sabido, en los antiguos
teatros anatómicos se llevaban a cabo disecciones de cadáveres de criminales
ajusticiados que resultarían hoy intolerables, pues estos espectáculos
truculentos estaban abiertos a un público variado que esperaba divertirse
saciando su curiosidad a cambio del importe de la entrada.[16]
Esta ceremonia de disección estaba organizada, según David Le Breton[17], en tres momentos fuertes:
la ejecución pública del condenado, la lección de anatomía realizada sobre su
cadáver durante los días sucesivos y finalmente un banquete que reunía al
cuerpo médico y a los notables de la ciudad, para cerrar las festividades.
Porque la disección era, en efecto, un auténtico espectáculo, tan morboso como
mundano: para responder a la fascinación que suscitaba, las autoridades
hicieron construir salas específicas, anfiteatros en cuyas gradas cada cual se
colocaba en función de su rango social para tener la mejor visión posible sobre
el cadáver situado en el centro de la sala. Este carácter frívolo y teatral del
espectáculo anatómico queda perfectamente reflejado en una de las más famosas
comedias de Molière, El enfermo imaginario, cuando Thomas Diafoirus
invita a su amada Angélique a acudir a la disección de una mujer, a lo que la
criada de aquella responde que «la diversión será agradable. Los hay que
ofrecen una comedia a sus amantes: pero ofrecer una disección es algo mucho más
galante»[18].
Un espectáculo mundano, así pues, pero
de gran relevancia histórica porque con él se había abierto una nueva era de la
ciencia, simbolizada por la publicación de la Fabrica de Vesalio,
pasando además a ocupar el hombre un nuevo lugar en el Universo: al ser un
cuerpo diseccionado —acto que exigía la convicción de que el hombre como tal
estaba ya ausente de esa corteza vacía—, el ser humano dejaba de estar unido al
mundo, de ser un microcosmos que reflejaba el macrocosmos, dejaba de ser
sagrado. Esta visión experimental del cuerpo siguió su curso con el desarrollo
creciente de la ciencia, llegando incluso a alcanzar siglos más tarde un grado
aberrante con el nazismo; en su delirante ideología, los médicos
nacionalsocialistas no dudaron en ningún momento en experimentar con hombres, mujeres
y niños vivos, al estar convencidos de que éstos, por su condición racial, no
pertenecían a la humanidad más que unas ratas o unos piojos: el ser humano
—determinada clase de ser humano— no era ya para ellos más que materia, un
envoltorio vacío y prescindible una vez concluido el experimento. Se podía con
toda legitimidad, sin cargos de conciencia, perforar su anatomía «mediante
incisiones de aserraderos rotatorios», mecánicamente, como si se laminara el
tronco de un abeto.
Para Artaud, por el contrario, el
hombre era un todo, un microcosmos que reproducía a pequeña escala el
macrocosmos en el que vivía, tal como revelaban los mitos, las doctrinas
esotéricas y las culturas arcaicas y exóticas que tanto le fascinaban. El problema
crucial de la modernidad, según él, era que el hombre estaba desconectado de su
cuerpo, como si le hubieran serrado la médula espiritual y no
respondiera ya a ningún estímulo: exiliado de sí mismo, lo estaba también del
mundo en el que vagaba sin habitarlo. Por ello, el teatro era para Artaud una
sala de operaciones donde había que reparar a los muertos vivientes, un teatro
anatómico liberador, sin alambradas, en el que el cadáver no era despellejado,
analizado, atomizado para ser desechado una vez concluido el espectáculo de la
ciencia, sino exaltado, reactivado, resucitado. Artaud pretendía que el
escenario fuera un crisol en cuyo interior, al encarnarse «la poesía en el
espacio» mediante la alquimia dramática del actor, pudiera renacer el ser
humano en toda su plenitud; un quirófano que revelaba la realidad en toda su
crudeza y que, al igual que el del esotérico doctor Frankenstein de Mary
Shelley, requería mancharse las manos y hundir el «escalpelo» hasta el fondo
del alma con medios teatrales para que los pacientes (actores y espectadores)
despertaran al fin, de golpe, de su interminable letargo, para que todos
aquellos zombis que deambulaban por el mundo creyendo estar vivos pudieran
recobrar una existencia plena y auténtica.
3. Crueldad entre bambalinas
La figura de Hitler, que recorre como
una corriente alterna su obra desde 1932, tiene en el pensamiento de Artaud un
papel ambiguo: tan pronto el dramaturgo invoca al Führer para darle
consejos o para rogarle que venga a rescatarle de las garras de los psiquiatras
de las instituciones mentales donde está retenido contra su voluntad; tan
pronto le responsabiliza de todos sus males. Unas veces siente que Hitler le ha
robado sus ideas, otras se diría que es él quien ha buscado inspiración en sus
espectáculos de masas. Hitler es para Artaud una especie de doble en el que
reconoce algunos de sus propios rasgos, pero que, al mismo tiempo, como buen döppelganger
que es, surge para apoderarse de todo lo suyo hasta suplantar su identidad,
hasta ocupar su lugar en el escenario mundial y llevar a cabo un siniestro y
antitético remedo del Teatro de la Crueldad. Pero la meta de este impostor no
es ya liberar al hombre, despertarlo de su existencia aparente, sino rebajarlo
a una simple entidad abstracta, numérica, sumergida en una masa admirativa sin
rostro o, si el individuo carece de la suficiente entidad racial, convertirlo
en un trozo de carne con el que experimentar antes de aniquilarlo y reducirlo a
cenizas.
A. Artaud / A. Hitler: misma inicial
en el nombre, mismo número de letras en el apellido; una casualidad nada
gratuita dentro de la visión mágica de la realidad del poeta surrealista. En un
libro sobre la impronta de la guerra en Artaud, Florence de Mèredieu halla
asimismo en la teatralidad un punto de convergencia entre ambos personajes:
«Cierta locura teatral, un sentido de la ópera y de la exageración (y hasta de
la amplitud y del énfasis del gesto) se encuentran en los destinos y las obras
de Artaud y en lo que uno no se atreve a llamar las “obras” de Hitler»[19]. Artaud y Hitler: dos
expertos en el ejercicio de la crueldad, dos maestros del espectáculo moderno.
Como ya mostrara Walter Benjamin, el fascismo propugnaba «la estetización de la
política»[20], y Hitler, según confesaba
él mismo, se consideraba antes un artista que un político. Pintor fracasado en
su juventud, más dotado, según le hicieron saber en la Academia de Bellas Artes
de Viena, para la arquitectura que para los pinceles, él mismo supervisaría los
grandes proyectos que ejecutaría su ministro de armamento, el arquitecto Albert
Speer, en Nuremberg y Berlín, y él mismo se encargaría de concebir el diseño
del Tercer Reich. Pero Hitler se tenía también por un hombre de letras,
incluso, como señala Peter Adam, «desde 1920, en vez de poner “pintor” detrás
de su nombre, ponía “escritor”. Leía con voracidad y trató de escribir una obra
de teatro»[21]. No parece que la
terminara, pero en el ejercicio de la política encontró el terreno abonado para
desarrollar sus mediocres dotes dramáticas.
Es sabido que Hitler ensayaba
cuidadosamente sus discursos ante el espejo, como atestiguan las famosas
instantáneas que de él tomó Hoffmann en su estudio fotográfico, en las que
imita, con sus gestos y posturas, el histrionismo de los actores del cine mudo
para conseguir hipnotizar a las masas de fieles que acudían a sus mítines y
para provocar en ellos una especie de trance colectivo. Con él como actor y
maestro de ceremonias, con Albert Speer y Leni Riefenstahl como escenógrafos,
cada mitin se convertía en un acontecimiento sobrecogedor, un acto dramático y
mítico que seguía una estricta y calculada liturgia: el discurso de Hitler, una
suerte de gran monólogo teatral, de parlamento, era la parte central de un
espectáculo colectivo en el que nada se dejaba al azar, en el que el ritmo y
las pausas del discurso y del discurrir del acto eran perfectamente medidos, en
el que los movimientos de la multitud eran coreografiados como un ballet, en el
que la escenografía, con sus símbolos, con sus hogueras, con sus efectos de
luces, con su música, con sus coros, componían un conjunto dramático que
recuperaba unas formas que a ningún alemán resultaban ajenas.
La nacionalización de las masas, como
ha mostrado George L. Mosse en un libro así titulado, que llevaron a cabo los
nazis fue posible porque éstos supieron apropiarse y empaparse de una tradición
del espectáculo que tenía más de un siglo de antigüedad: no sólo la ópera
wagneriana a la que Hitler consideraba como el espectáculo por excelencia y
que, a través de los mitos germánicos, los símbolos y los festejos, fue clave
para resucitar un nacionalismo emocional y religioso, sino también el Teatro
del Futuro y el Thing, de donde los nazis tomaron el escenario no
convencional, la coreografía, la participación colectiva, la sencillez formal y
el culto a la nación. Pero, dado que estas representaciones eran insuficientes
como marco para la formación de masas, los nazis se inspiraron también en los
movimientos políticos colectivos, en los grandes festejos y en espectáculos
como los típicos musicales americanos que tanto le gustaban a Hitler. Los actos
multitudinarios de esa religión secular que fue el nazismo siguieron así una
liturgia que procedía de unas expresiones colectivas y de unos espectáculos que
el público alemán conservaba todavía en la retina: «La puesta en escena seguía
siendo familiar: el espacio sagrado, los edificios que lo rodeaban, los efectos
luminosos, las banderas y las llamas. El lema “Ningún espectador, sólo actores”
se puso en práctica tanto mediante la creación de una atmósfera de culto
compartida como a través de la participación activa»[22].
Y de este modo el país entero se convirtió en un escenario: «Toda Alemania se
transformó en un teatro, el teatro de Hitler, con un público cuya asistencia
estaba siempre garantizada»[23]. Y esta teatralización de
la sociedad sería tan omnipresente bajo el nazismo, se infiltraría en tantos
aspectos de la vida, que al menos en una ocasión la llegaron a aplicar incluso
en un campo de concentración.
Uno de los episodios más dramáticos
(en el doble sentido del término) de esta teatralización se vivió en el gueto
de Terezin (Theresienstadt), una ciudad fortificada de las cercanías de Praga
en cuyo interior los nazis habían reagrupado a judíos sobre todo de Bohemia y
de Moravia, pero también del resto de Europa, para explotarlos antes de
enviarlos a los campos de exterminio de Auschwitz, Chelmo o Treblinka. Terezin:
una antesala del infierno, un lugar de tránsito en el que las condiciones de
vida eran ya de por sí aterradoras, pues los judíos aquí recluidos estaban
hacinados, malnutridos y se pudrían de miseria. Pero de cara al exterior,
oficialmente, Terezin fue una ciudad-modelo que el Führer había ofrecido
a los judíos para que prosiguieran con su vida con toda comodidad.
Theresienstadt fue un escaparate internacional que trataba de ocultar el horror
que se vivía en la trastienda del nazismo, y a finales de 1943, cuando empezaba
ya a intuirse la realidad de los campos de concentración y de exterminio, el
partido nacionalsocialista autorizó a una delegación de la Cruz Roja a visitar
Terezin para acallar las crecientes voces de indignación internacionales y
mostrar de este modo las supuestas excelentes condiciones ofrecidas a los
judíos.
Terezin se convirtió así en un gueto Potemkin,
una población embellecida para su exhibición, pues para preparar la visita de
estos testigos oficiales se construyeron falsos comercios, jardines para niños,
se reabrió el teatro, se procuró, en fin, remodelar el espacio a imagen de una
ciudad normal. Claro está, con el objeto de reducir la superpoblación del gueto
y de conservar únicamente aquellos individuos que estaban más sanos y
presentables, un gran número de sus habitantes fueron previamente enviados a
Auschwitz. El escenario estaba listo para que pudiera «ejecutarse» la
representación, aunque para ello los actores, es decir los propios judíos del
gueto, que habían sido engatusados con falsas promesas, cuando no directamente
coaccionados, tuvieron que ensayar el encuentro hasta el más mínimo detalle. Es
fácil imaginar la angustia que sintieron estos actores improvisados, condenados
como estaban a representar una vida cotidiana de la que apenas tenían ya
recuerdo, y que corrían el riesgo además de ser descubiertos en cualquier
momento si a un niño se le ocurría gritar que el Emperador estaba desnudo.
Visto desde dentro, el espectáculo no
podía ser más trágico, y no sorprenderá por tanto que en su obra maestra Austerlitz
el novelista alemán W. G. Sebald convirtiera Terezin en el agujero negro que
había engullido todo el pasado de su protagonista, o que Juan Mayorga se
inspirara en la visita de la Cruz Roja para escribir esa obra de teatro en el
teatro que es Himmelweg. Y es que aquel día, el 23 de julio de 1944,
Terezin fue el escenario de una obra dramática de una crueldad poco habitual.
Y, a juzgar por los resultados, la función fue todo un éxito, pues los
delegados, como se recoge en el informe oficial, no vieron nada raro a su
alrededor, se pasearon por una ciudad tranquila donde había conciertos y
espectáculos, donde los niños jugaban en los parques como en cualquier lugar
del mundo libre. En ningún momento vislumbraron en las miradas de todos
aquellos desdichados actores, dirigidos entre bambalinas por sus guardianes,
una sombra de inquietud o una petición de ayuda para que les sacaran de aquella
sórdida situación. Esta singular ceguera del Comité Internacional de la Cruz
Roja resulta casi inverosímil, y causó verdadera consternación a Claude
Lanzmann cuando al entrevistar en 1979 a Maurice Rossel, jefe de aquella delegación,
este le aseguró que no había tenido la menor sospecha de que todo aquello fuera
una farsa y que, en consecuencia, no veía por qué razón tendría que
arrepentirse de haber firmado su informe. El documental en el que Lanzmann
convirtió esta entrevista, de obligado visionado, y gracias al cual lo sucedido
en Terezin es mundialmente conocido, se titula muy oportunamente Alguien
vivo pasa, sin duda porque en esta representación teatral a cielo abierto
el único ser vivo que aún caminaba — aunque más ciego que Edipo— era el propio
Maurice Rossel, pues los demás actores no vivían ya realmente, tan sólo hacían
como que vivían, simulaban una existencia de la que habían sido desterrados,
eran muertos vivientes que representaban una farsa, y a los que un paso en
falso habría condenado a ser deportados a Auschwitz donde habrían acabado de
convertirse en cadáveres ambulantes, donde en realidad, a pesar de todo,
terminaron sus días.[24]
4. Ceremonia alienante / teatro terapéutico
Con sus mítines, sus Juegos Olímpicos,
sus ciudades-modelo, su cine y su propaganda, Hitler transformó la realidad de
los alemanes en un formidable espectáculo que conseguía anestesiar a su
multitudinario público, no adormeciendo sus sentidos sino saturándolos de
estímulos cuidadosamente elegidos, impidiendo semejante pantalla fantasmagórica
que se vieran «las puestas en escena de las alambradas» donde se les «serraban
las vértebras» a millones de seres humanos. No era fácil, desde luego,
resistirse a los cantos de sirena de esta prematura «sociedad del espectáculo»,
y el propio Artaud, cuando llegó a Berlín, poco después de que Hitler
congregara a más de 200.000 personas en Nuremberg, bien pudo interesarse por
unos actos «teatrales»capaces de aglutinar a toda una muchedumbre entusiasmada
por participar en una liturgia secular. Es cierto que Artaud conocía,
probablemente de primera mano, los trabajos vanguardistas de Max Reinhardt en
los que se buscaba fundir al público con los actores en una actuación total,
pero cuando el escritor francés empieza a concebir su teatro como un auténtico
espectáculo de masas, precisamente a partir de 1932, tras su supuesto encuentro
con Hitler en el Romanischès Café, la imagen que ofrece de las
quiméricas representaciones de su Teatro de la Crueldad evoca en cierto sentido
aquellos mítines multitudinarios.
Así, en el artículo anteriormente
citado de mayo de 1933, en el que terminaba advirtiendo que ante los
cataclismos que se avecinaban acabaría corriendo la sangre de no permitirse la
existencia de un teatro como el de la Crueldad, Artaud decía estar convencido
de que «la muchedumbre piensa primero con los sentidos» y que sería por tanto
absurdo tratar de dirigirse a ella con el entendimiento, como lo pretende el
teatro psicológico. Por este motivo, «el Teatro de la Crueldad se propone
recurrir al espectáculo de masas y buscar en la agitación de las grandes masas,
si bien impulsadas una contra otra y convulsionadas, un poco de esa poesía que
existe en las fiestas y en las muchedumbres, los días, hoy demasiado escasos,
en que el pueblo baja a la calle»[25]. De forma práctica, Artaud
trataba de «resucitar una idea del espectáculo total, donde el teatro sabrá
recuperar del cine, del music-hall, del circo y de la vida misma, aquello que
desde siempre le ha pertenecido». En consecuencia, «el primer espectáculo del
Teatro de la Crueldad girará en torno a preocupaciones de masas, mucho más
urgentes y mucho más inquietantes que las de cualquier individuo»[26]. Es posible, pues, que
Artaud encontrara también en las ceremonias nazis, en las que se estaba
gestando el sangriento cataclismo que él mismo vaticinaba, y de las que oyó sin
duda hablar durante sus estancias en Berlín, una imagen inspiradora, pero en
negativo, del teatro terapéutico que preconizaba y frente a las cuales se presentaba
como un remedio homeopático.
Ahora bien, una de las razones que
condenaron al Teatro de la Crueldad al fracaso fue probablemente el deseo de
Artaud de regenerar al hombre y recomponerlo en la unidad de su ser
interviniendo paradójicamente sobre una masa carente de toda individualidad.
Visto con la distancia que concede el paso del tiempo, su teatro parece estar
dividido entre el espectáculo total y ese otro teatro que se realizó en secreto
dentro de los propios campos de concentración, y que no pretendía ser una mera
distracción, sino, como mostrara Robert Antelme en La especie humana, el
único medio gracias al cual los presos, a pesar de haber sido reducidos a la
categoría de unas bestias de carga, todavía podían decirse a sí mismos: «han
podido desposeernos de todo, pero no de lo que somos. Existimos todavía»[27]. En aquellos desvencijados
barracones el teatro era más auténtico y vivo que en ninguna otra parte, más
esencial, pues a través de un acto modesto, sin parafernalia alguna, hacía acto
de presencia la propia condición humana. El dramaturgo Armand Gatti descubrió
precisamente el teatro, lo que habría de ser en lo sucesivo para él el teatro,
en el campo de Linderman donde estuvo preso, al asistir a una representación
que, a pesar de las severas prohibiciones, tres rabinos realizaban de barracón
en barracón, una obra de teatro que giraba alrededor de tres expresiones: Ich
bin, ich war, ich werde sein (Yo era, yo soy, yo seré), y en
la que no había espectadores, ni actores, pues «todos estábamos unidos en el
seno del propio miedo. Ellos lograban trascender el horror que se sufría,
devolvernos, a través del teatro, nuestra dignidad de hombres»[28].
Para Artaud, quien nunca dejó de
comparar su internamiento en instituciones psiquiátricas —en condiciones higiénicas
y alimenticias lamentables debido a las restricciones de la guerra— con la
reclusión en un campo de concentración[29],
el teatro era, antes que nada, un espacio creado para que el hombre pudiera
resurgir y manifestarse en toda su plenitud. Pero la operación que pretendía
acometer en el escenario, para curar los males del mundo occidental recuperando
la unidad espiritual perdida, mostraba el fatal inconveniente de tener que
realizarse sobre un público multitudinario, sobre un cuerpo masivo al que había
que resucitar. Si era relativamente fácil encontrar imágenes eficaces
—patrióticas, míticas, nostálgicas— para adormecer e hipnotizar a las masas
durante el espectáculo, como sabían hacer perfectamente Hitler y sus secuaces,
mucho más difícil resultaba en cambio conseguir crear las condiciones adecuadas
para que todo el público despertara de su letargo y pudiera emerger el ser en
toda su verdad. Una cosa era anestesiar o aplicar un tratamiento de choque al
cuerpo social saturando sus sentidos para así, una vez insensibilizado, mejor
poder manipularlo y amputar su moral, y otra cosa muy distinta intentar
operarle con un bisturí metafísico para hacer reaccionar a cada individuo. Si
Artaud aún quería salvar a su paciente mostrándole y haciéndole sentir desde el
escenario el dolor en toda su crudeza, Hitler no hacía más que presidir un
fastuoso tanatorio repleto de entusiastas zombis en cuyo interior no se veía
ningún rastro de crueldad porque la habían barrido bajo una suntuosa alfombra.
5. Apestar el escenario
Al igual que en cualquier rito
iniciático, la crueldad es una parte esencial del teatro de Artaud porque sin
ella el hombre no podría regenerarse y cambiar de naturaleza, abandonar su
miserable condición y acceder a la vida verdadera, en resumen, sería incapaz de
despertar a la realidad: «Sin un elemento de crueldad en la base de todo
espectáculo, no es posible el teatro. En el estado de degeneración en el que
nos encontramos, por la piel es por donde se hará entrar la metafísica en las
mentes»[30]. Si los ritos de paso, a
los que tanto debe el teatro de Artaud, giran en torno al sufrimiento no es por
sadismo ni mucho menos debido a una supuesta barbarie de sus participantes,
sino para garantizar la cohesión social y en parte, como ha mostrado Nicholas
Humphrey, para que los individuos sean capaces de empatizar con aquellos que
sufren y así entenderles, pues «para comprender al hombre hemos de comprender
el dolor, y para comprender el dolor hemos de haberlo sufrido en nosotros
mismos»[31]. Artaud quiso que el teatro
fuera una experiencia vicaria y que sus espectadores pudieran entrar en un
frenesí de sufrimiento al sentir lo que sucedía en la sala, al hacer surgir
nuevos mitos y nuevos símbolos que hablaran al hombre de su tiempo. En un mundo
moralmente enfermo, mortalmente herido, el teatro se presentaba a sus ojos como
el único lugar donde quedaba alguna posibilidad de curar al hombre. Sólo aquí
podía Artaud, el eterno paciente, convertirse en el médico y chamán capaz de
galvanizar a toda una colectividad de muertos vivientes. Ante la plaga que
asolaba al mundo occidental, de la que la Peste parda, el nazismo, no
era sino una imagen hiperbólica y grotesca, sólo el teatro, por la inmediatez
de los cuerpos en escena, estaba en condiciones de hacer que un acontecimiento
resultara tan radical, sobrecogedor y contagioso como una epidemia.
Al parecer, en fecha tan temprana como
1920, durante una breve estancia en casa de sus padres, Artaud había tenido la
idea de montar en Marsella –ciudad en la que en 1720 se había registrado la
última plaga de peste en suelo francés– un espectáculo en el que le habría
gustado precipitar a los espectadores en un estado similar al que provoca una
epidemia de esta enfermedad. Aunque no llevó a cabo este proyecto, con el
tiempo la peste se convirtió para él en el doble por excelencia de su
concepción dramática, en una imagen que desarrolló y escenificó en una
conferencia ofrecida en 1933 en la Universidad de la Sorbona y que incluyó en El
Teatro y su Doble. El símil no podía ser más pertinente porque la peste,
debido a su gran poder de contagio, obliga a cerrar las puertas del espacio
urbano en el que irrumpe convirtiéndolo en un escenario en el que las personas
dejan caer las máscaras sociales y se muestran tal como son, en toda su cruda
realidad. Como ya antaño había sugerido Sófocles en Edipo Rey, la peste
es también un lenguaje secreto y mítico, la expresión que utiliza la naturaleza
para transmitir al individuo y a la colectividad la terrible verdad reprimida.
Y para Artaud el teatro esencial está hecho para vaciar abscesos, así como la
peste es la revelación «de un fondo de crueldad latente por el cual se
localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del
espíritu»[32]. Pero es también una crisis
que puede purificar a toda una colectividad, que trae un delirio que exalta
todas las energías y que posee un innegable poder catártico. La peste es, en
fin, el otro nombre que Artaud da al Teatro de la Crueldad.
Si quiere regenerar la sociedad, si
quiere renovar y curar la vida, el teatro no puede hacerlo desde el sosiego,
debe lograr que los espectadores se remuevan en sus asientos física y
espiritualmente, como si les fueran administradas descargas eléctricas. Como he
señalado antes, cuando Artaud acuña la expresión «Teatro de la Crueldad» para
designar el arte dramático con el que sueña, no está pensando en montar un
espectáculo necesariamente sangriento o sádico: «Se puede imaginar
perfectamente una crueldad pura, sin desgarro carnal. Y hablando
filosóficamente, ¿qué es por lo demás la crueldad? Desde el punto de vista
espiritual, crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable,
determinación irreversible, absoluta»[33].
Artaud emplea asimismo la palabra crueldad «en el sentido de apetito vital, de
rigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino
de vida que devora las tinieblas, en el sentido de este dolor inevitable sin el
cual la vida no podría ejercerse»[34]; en consecuencia, el
director de escena de semejante teatro se tendrá que convertir en «una especie
de demiurgo (…) que debe cultivar en el campo físico una búsqueda del
movimiento intenso, del gesto patético y preciso, que equivale en el plano
psicológico al rigor moral más absoluto»[35].
Un demiurgo gnóstico que opera sobre la materia imperfecta, un cirujano
metafísico al que no puede temblarle el pulso.
El Teatro de la Crueldad es
conocimiento, necesidad, vida, acción y agitación, una toma de conciencia
desgarradora y extrema que «actúa finalmente sobre nosotros a semejanza de una
terapéutica del alma»[36]. En este sentido, el Teatro
de la Crueldad es un teatro catártico: no porque pretenda liberar mediante el
razonamiento y la reflexión al hombre de sus pasiones a través de la tragedia,
como prescribía Aristóteles, sino porque quiere despertar en el público,
mediante el desarreglo de todos los sentidos, la lucidez necesaria para
que cada cual descubra en su interior la verdadera condición humana. En el
universo dramático con el que soñaba Artaud, el yo individual debía revelarse a
sí mismo en un proceso colectivo que liberara las fuerzas ocultas del hombre. Y
actuar implicaba en este caso entrar en una especie de trance, en un tiempo
fuera del tiempo que remedara la muerte, una suerte de agonía, como cuando la
vida de un enfermo pende de un hilo, para que el público pudiera a su vez
contagiarse, sentir en todos sus nervios, con toda su sensibilidad, lo que
sucedía en el escenario.
El propio Artaud, precisamente el
mismo año en que Hitler accedió al poder, ejemplificó la forma en que el actor
tenía que actuar para lograr contagiar a su público, cuando ofreció su famosa
conferencia sobre el teatro y la peste. Anaïs Nin, amiga suya por aquel
entonces, cuenta en su diario de qué manera, ante la mirada atónita del público
de la Sorbona, Artaud escenificó su propia agonía mientras exponía sus ideas:
«Su rostro estaba contorsionado de angustia; sus cabellos, empapados de sudor.
Los ojos se le dilataban, se le tensaban los músculos, y sus dedos pugnaban por
conservar su flexibilidad. Nos hacía sentir que tenía la garganta seca y
ardiente, el sufrimiento, la fiebre, la quemazón de sus entrañas. Estaba
torturado. Gritaba. Deliraba. Representaba su propia muerte, su propia
crucifixión»[37]. Pocos entendieron lo que
estaban viendo, y, después de contener un tiempo la respiración, casi todos los
presentes se echaron a reír y a silbar hasta que después de un rato terminaron
abandonando la sala. Ya en la calle, profundamente afectado, Artaud se
desahogaría con Anaïs Nin: «Siempre me quieren oír hablar de, quieren
escuchar una conferencia objetiva sobre “El Teatro y la Peste”, y yo lo que
quiero es darles la experiencia misma de ello, la peste misma, para que se
aterroricen y despierten. Quiero despertarlos. No se dan cuenta de que están
muertos. Su muerte es completa, como una sordera, una ceguera. Lo que yo
les mostré es la agonía. La mía, sí, y la de todos los que viven»[38].
Para Artaud, el teatro era la peste
misma y cada actuación una oportunidad para inocular y propagar un bacilo
revelador en aquellos individuos que creían estar vivos, aunque sólo vivieran
ya por inercia. Por ello, en su tragedia Los Cenci, que estrenó en el
teatro de las Folies-Wagram en mayo de 1935 y donde puso a prueba las ideas de
su Teatro de la Crueldad, escenificó precisamente esta inercia de los vivos
haciendo que sus actores se movieran en torno a determinados ejes, de forma
mecánica, como auténticos zombis. La idea de que los demás estaban muertos era
una obsesión en Artaud: «Yo, hombre vivo, soy una ciudad asediada por el ejército
de los muertos»[39]. No es casual, por tanto,
que Jordi Soler, en la novela que ha dedicado al patético periplo católico de
Artaud por Irlanda, representara al poeta durante una recepción de escritores
pidiéndole a André Frank: «Diles que son cadáveres y que jamás resucitarán de
entre los muertos»[40]. Una frase que se repite
como una letanía a lo largo de sus páginas hasta el punto de conformar el
título de este espléndido relato.
6.
Tratamiento de choque para zombis
El mundo, le diría Artaud a Anaïs Nin
un tiempo después de su conferencia en la Sorbona, está «corrompido y lleno de
fealdad. Está lleno de momias. Decadencia romana. Muerte. Quería un teatro que
fuera como un tratamiento de shock, para galvanizar a la gente,
conmocionarla hasta hacerla sentir»[41].
El teatro como laboratorio del doctor Frankenstein, como gabinete del doctor
Caligari lleno de somnámbulos, como experimento en el que la ciencia moderna se
funde con la antigua alquimia en una obra poética capaz de galvanizar el cuerpo
que yace en medio del anfiteatro. Y es que desde que en 1913 el joven Antonin
había descubierto cerca de su casa la escritura poética en la farmacia de Léon
Franc, donde tenían lugar reuniones literarias a las que asistía con asiduidad;
desde que había visto diseminados en ella tantos poemas en medio de
medicamentos y de frascos de ungüentos, la poesía se había convertido para
Artaud en un pharmakon, una droga que podía ser tanto un veneno como un
remedio.
Aunque ya con cuatro años había sido
tratado de los síntomas de una posible meningitis, es en 1915 cuando Artaud
entra en estado de depresión y empieza a sufrir dolores físicos que ya nunca le
abandonarían. Sus padres consultan entonces al doctor Grasset, especialista de
renombre en enfermedades nerviosas, que diagnostica neurastenia aguda y
recomienda un tratamiento que habría de llevar a Artaud a pasar los cinco años
siguientes en clínicas privadas para neuróticos y enajenados, alternando con
estancias en centros de salud donde tomaría por primera vez opio para aliviar
sus dolores. Artaud penetra de esta forma en el sistema psiquiátrico del que ya
nunca saldrá del todo. Cuando en 1920 decida finalmente subir a París para
emprender una vida artística, su salud mental será encomendada al doctor
Toulouse. Aunque partidario de la eugenesia, tan en boga en los años 30 no sólo
entre los nazis, este eminente psiquiatra promovió una profunda renovación de
las instituciones mentales y procuró sacar a los enfermos de los manicomios o
al menos cambiar el trato que se les reservaba. Acorde con esta visión abierta
del enfermo, en cuanto el doctor Toulouse tuvo constancia del talento de Artaud
le animó a escribir e incluso le nombró secretario de la revista Demain
que él mismo dirigía y en la que publicaría poemas, críticas literarias y reseñas
de arte. El esquema quedaba así fijado para siempre, pues Artaud pasaría
prácticamente el resto de su existencia rodeado de médicos que se interesarían
por su salud y por su genio creativo: en los años treinta el doctor Allendy
tomará el relevo, y ya entre 1943 y 1946 en el asilo de Rodez los psiquiatras
Latrémolière y Ferdière tendrán un papel decisivo en su vida y en su obra. El
gabinete médico, como antes la farmacia, se convertirá para Artaud en una
especie de taller de la escritura doliente.
La vida de Artaud fue un periplo por
los pasillos del templo de la medicina, pero, al igual que hiciera en tantos
otros ámbitos, al entrar en contacto con el cuerpo médico y relacionarse con él
se apropió de su lenguaje, de sus instrumentos e incluso de sus técnicas para
transformar todo ello en metáforas de su escritura y de su teatro. Invirtiendo
los papeles, pero acorde con una corriente de higienización de la política y de
la cultura muy presente en aquella época, el paciente que Artaud era pretendía
convertirse en el cirujano del cuerpo social. Una de las metáforas a las que
recurre con más insistencia para ilustrar tanto la singularidad de su
pensamiento como el tipo de impacto que quiere causar sobre su público es la
terapia mediante corriente eléctrica. Ya en 1924, en una de las cartas que le
escribe a Jacques Rivière, el editor de la Nouvelle Revue Française al
que no había tardado en convertir en su confidente psicológico, le explica a
éste que siente que una voluntad asedia su ser de forma intermitente y le
produce sacudidas «con una electricidad imprevista y repentina, con una
electricidad repetida»[42]. Los poemas que escribe
entonces, incluidos en El ombligo de los limbos y en El Pesanervios,
son fragmentarios, de estilo telegráfico, como si tratara de detener el flujo
tormentoso de su pensamiento: con una escritura eléctrica y electrizante,
Artaud intenta romper todas las barreras para que su pensamiento pueda fluir
libremente y mezclarse con la propia vida más allá de los límites de un libro,
de un volumen. Y el cine, en el que por esa misma época depositaba aún grandes
esperanzas de renovación, era para él en este sentido un excitante único que
actuaba «sobre la materia gris del cerebro directamente» y del que destacaba
por encima de todo el «poder de galvanización» que tenía sobre los espectadores[43].
A este respecto, como ha destacado
Florence de Mèredieu[44], la visión que Artaud tenía
del cine era en gran parte deudora del interés que la medicina prestaba en esa
época al séptimo arte. No en vano los doctores Toulouse y Allendy, los dos
psiquiatras que entre 1920 y 1936 se ocuparon de la salud de Artaud, y con los
que éste conversaba de los temas más variados, vieron en el cinematógrafo una
nueva técnica de exploración psicológica. Como a ellos, a Artaud le atraía el
poder alucinatorio de unas imágenes que sentimos como reales, le fascinaba ese
medio que provocaba, según Toulouse, un fenómeno análogo al de la sugestión
hipnótica. El propio cine no había dejado desde sus inicios de expresar en
muchas películas su increíble poder narcótico. En este sentido, no ha de
extrañar que Artaud admirara tanto la interpretación que el actor Conrad Veidt
había hecho del somnámbulo Cesare en El gabinete del doctor Caligari
(1920) de Robert Wiene[45]. Esta obra maestra del expresionismo
alemán, cuya historia es una alegoría del inquietante poder sugestivo del
propio cine, pero también, como ilustrara Kracauer en De Caligari a Hitler,
una premonición de la fascinación hipnótica que ejercería el Fürher
sobre las masas[46], influyó significativamente
en Artaud. Además de impactarle su estética onírica y la paradójica
expresividad del hieratismo de Veidt, Artaud debió quedar impresionado por esta
película en la que el doctor Caligari, un titiritero demente y cruel, mantenía
hipnotizado a un individuo al que de día exhibía en el escenario de la feria,
pero al que dejaba salir de su ataúd por las noches para cometer sus crímenes;
un titiritero que en última instancia resultaba ser el director de un manicomio
en el que precisamente permanecía recluido el protagonista que nos había estado
contando hasta ese momento esta extraña fábula. Así pues, toda la película no
era más que la fantasía de un loco, a no ser que el protagonista estuviera
cuerdo y fuera en realidad objeto de la maquinación final del diabólico y
demente doctor Caligari disfrazado de jefe del sanatorio.
Difícilmente pudo Artaud olvidar esta
película que en tantos aspectos anticipaba los largos años que pasaría en
instituciones mentales, donde no dudaría en acusar a sus médicos de tenerle
sometido a sus hechizos. Su relación con los psiquiatras no podía en efecto ser
más ambigua: les acusaba de todos sus males, de la pérdida total de su
capacidad intelectual, de ser unos nigromantes que se habían apoderado de su
vida, pero a la vez ejercían sobre él tal fascinación que siempre trató de
aplicar sus procedimientos a la pantalla y a los escenarios, como si a pesar de
ser un paciente se viese a sí mismo como un terapeuta. No es casual en este
sentido que Artaud haya encarnado a Jean-Paul Marat en el Napoleón de
Abel Gance (1927). De hecho, ante los rumores que habían llegado a sus oídos
sobre cambios en la asignación de los personajes de la película, Artaud le
recordó al director que quería a toda costa interpretar el papel tan característico
y destacado de Marat, y no otro. Semejante empeño no era gratuito, escondía una
fascinación por un personaje que, antes de convertirse en el temido
revolucionario que nos describen los libros de Historia, era médico de renombre
y un científico que había publicado varias investigaciones relevantes sobre la
luz, el fuego y la electricidad, interesándose especialmente por el uso
terapéutico de esta última energía, tal como se puede comprobar en su Memoria
sobre la electricidad médica publicada en 1784. Un aspecto este que atrajo
sin duda al Artaud que veía en el cine, como ya tuvimos ocasión de señalar, la
posibilidad de galvanizar a los espectadores. Encarnar a este médico y
revolucionario que muere en circunstancias tan dramáticas era sin duda una perfecta
ocasión para ensayar sus ideas sobre la naturaleza electrizante del cine.
La escena de la muerte de Marat,
concebida en clara contraposición al ascetismo hagiográfico del célebre cuadro
de Jacques-Louis David, es un prodigio de interpretación y de montaje en el que
un juego de abanico y cortina articula una compleja dinámica de la mirada.
Sumergido en la bañera, en la que pasaba horas para aliviar los picores que le
causaba una enfermedad dermatológica, el Marat de Artaud parece estar poseído
por algún espíritu diabólico: no deja de gesticular y cada uno de sus ademanes
resulta repulsivo. Sediento de sangre, el dirigente jacobino escribe con su
pluma sentencias de muerte mientras saborea una taza de café que regurgita al
entrar Charlotte Corday en su cuarto. En El Pesanervios, Artaud
aseguraba que «Toda escritura es una cochinada»[47].
Nunca fue esta afirmación tan patente como en esta ocasión: el chorro de café
que Artaud-Marat deja escapar de su boca es tan negro como la tinta que emana
de su pluma, pero es también la premonición de la sangre que está a punto de
brotar de su pecho cuando la joven le clave el puñal que lleva escondido en el
escote tras un abanico. Pluma y puñal no son aquí más que dos versiones de un
mismo instrumento. No asistiremos al asesinato propiamente dicho, pues
Artaud-Marat ha mandado correr la cortina; sólo descubriremos su resultado
cuando la descorran para acudir en su ayuda. Lo singular de la convulsa escena
en la que apresan a Charlotte Corday es que el cadáver de Artaud-Marat, a pesar
de la inmovilidad que se le supone, nunca está en la misma postura ni tiene el
mismo gesto cuando lo enfoca la cámara; cada plano sucesivo nos lo muestra en
una actitud distinta, con una mueca diferente, como si nuestra mirada lo
estuviera galvanizando. No existe aquí una verdadera agonía, tan sólo
observamos un cuerpo sin vida cuyos músculos y nervios parecen sufrir la acción
de descargas eléctricas consecutivas. Lógico e irónico final para un médico que
había pretendido curar a sus pacientes valiéndose de la electricidad, pero que
había acabado sentenciando a sus enemigos a morir bajo la cuchilla del doctor
Guillotin.
A lo largo de toda su vida artística,
Artaud no dejó de emplear imágenes eléctricas para expresar su concepción del
cine, del teatro y de la escritura. En este sentido, pertenece a la misma
tradición que los poetas románticos, los cuales, imbuyéndose de los trabajos
científicos de Galvani, Mesmer o Volta, habían sostenido la existencia de un
fluido vital eléctrico del que la criatura del doctor Frankenstein de Mary
Shelley es el resultado más acabado y conocido[48].
Pero Artaud tenía también en mente aplicaciones mucho menos fantasiosas que
conocía de primera mano. En efecto, es muy probable, como sugiere Florence de
Mèredieu[49], que se inspirara para su
poética en los tratamientos por corriente galvánica que los médicos
administraban a los pacientes para la reeducación muscular desde la Primera
Guerra Mundial. Las descargas galvanizantes eran muy dolorosas y su aplicación
perseguía vencer la inercia del cuerpo del paciente, despertar sus miembros
lisiados. En un teatro que tenía la pretensión de curar al hombre occidental
del estado de postración en el que se encontraba, que se presentaba como una
terapia del alma, la crueldad desempeñaba un papel similar al de una descarga
estimulante. Artaud quería que su poesía fuera electrizante, que el cine
explotara su poder galvanizante y que el teatro fuera un tratamiento eléctrico
de urgencia. Sin embargo, no logró el éxito que anhelaba y por toda recompensa
solo recibió en propia carne los rigores del medio con el que había pretendido
curar a los demás.
Desde 1870 se había demostrado que
corrientes eléctricas suficientemente intensas sobre el córtex podían
desencadenar la aparición de una crisis epiléptica: Ugo Cerletti, el neurólogo
italiano que descubrió el método de la terapia electroconvulsiva, creía que
existía entre la esquizofrenia y la epilepsia algún tipo de relación inversa,
pues había observado que los epilépticos esquizofrénicos parecían menos
esquizofrénicos después de un ataque. Por ello, decidió reemplazar el uso del
cardiazol por la corriente eléctrica para provocar un efecto similar al de un
ataque de epilepsia. En 1938, después de poner a punto su técnica en el
matadero municipal de Roma —en vísperas de que Europa se transformara a su vez
en un gigantesco matadero y de que millones de seres humanos fueran tratados y
aniquilados como ganado—, Cerletti realizó el primer experimento sobre un
individuo alcohólico de cuarenta años que sufría de «psicosis esquizofrénica».
Había nacido una terapia de choque revolucionaria para el tratamiento de
psicosis graves por convulsiones mediante estimulaciones eléctricas que pronto
sería de uso general en las instituciones psiquiátricas. Y Artaud fue uno de
los primeros pacientes en probar esta novedosa y demoledora terapia
caracterizada por llevar al enfermo a un estado extremo para poder curarle.
Hay en el destino de Artaud una cruel
ironía que no pasó desapercibida a Susan Sontag: «Artaud se concibe a sí mismo
como un médico de la cultura, y como su paciente más penosamente enfermo. [...]
El hombre que habría de ser devastado por repetidos electrochoques durante los
últimos tres de nueve años consecutivos que pasó en hospitales para enfermos
mentales propuso que el teatro administrara a la cultura una especie de terapia
de shock»[50]. A imagen y semejanza de
aquel hijo de un carpintero que acabó fatalmente sus días clavado en una cruz
de madera, Artaud terminó martirizado por los efectos de la energía con la que
quería salvar a los hombres. Su cruz particular fue la camilla sobre la que le
administraron los numerosos e interminables tratamientos de electrochoque en
los sanatorios de Ville-Évrard y Rodez. Él, que había querido galvanizar a su
público para sacarle del letargo en el que vivía, tuvo que sufrir en su cuerpo
los efectos dramáticos de la terapia electroconvulsiva, quedando a menudo
hundido en un estado comatoso, próximo a la muerte: «Cada aplicación de
electrochoque me ha sumido en un terror que duraba varias horas más cada vez
(…) sabía que una vez más perdería la consciencia y que durante un día entero
me vería ahogarme dentro de mí mismo sin lograr reconocerme, sabiendo
perfectamente que estaba en algún sitio pero dónde demonios y como si estuviera
muerto»[51]. Estas descargas nada
tienen ya de metafóricas ni se parecen a aquella voluntad ajena que interrumpía
el flujo de su pensamiento y que le había descrito a Jacques Rivière como una
electricidad imprevista y repentina. En una de las numerosas cartas en las que
se quejaba a su médico del tratamiento del electrochoque que recibía, él mismo
señalaba la diferencia con aquella antigua sensación:
El electrochoque, Sr. Latrémolière, me
desespera, me quita la memoria, adormece mi pensamiento y mi corazón, hace de
mí un ausente que se sabe ausente y se ve durante semanas persiguiendo a su
ser, como un muerto al lado de un vivo que ya no es él, que exige su aparición
y en cuyo interior no puede entrar. Con la última serie me quedé durante todo
el mes de agosto y el de septiembre en la imposibilidad absoluta de trabajar,
de pensar y de sentirme ser. Ello me devuelve cada vez aquellos
abominables desdoblamientos de la personalidad sobre los que escribí la
correspondencia con Rivière, pero que en aquella época eran un conocimiento
perceptivo y no las angustias como bajo el electrochoque. (Carta del 6 de enero
de 1945 al doctor Jacques Latrémolière)[52].
El electrochoque convierte a Artaud en
un zombi, en una momia, en un sonámbulo incapaz de pensar y de escribir. La
terapia galvanizante producía crueles dolores, pero pasados sus efectos, el
paciente volvía a su estado de consciencia habitual. El electrochoque, en
cambio, transforma al individuo en un muerto viviente que vaga sin sentido,
desposeído de su ser y de sus palabras. Como apunta Michel Onfray, los 46
electrochoques que le infligen en Rodez entre 1943 y 1946 no hacen sino agravar
su enfermedad con visibles consecuencias, especialmente en el habla y en la
escritura:
La sintaxis de Artaud se deshace al
mismo tiempo que la electricidad descompone su cuerpo –un cuerpo, entonces, por
desgracia para él, con órganos. Entra en la glosolalia como otros entran en la
religión, golpeado por el rayo, y los decadentes admiran esta patología como si
fuera un lenguaje de los dioses cuando es la prueba de la descomposición de una
lengua, la de un artista de gran altura, a través de los choques. ¡Que es tanto
como convertir la llaga producida en un rostro por el cáncer en una señal de
genio![53].
Artaud, que había querido curar a los
zombis de su época invitándoles a participar en su Teatro de la Crueldad, vio
cómo la institución médica, empleando un procedimiento inventado en los
mataderos, pretendía convertirle en «una momia de carne fresca»[54] y encerrarle entre los
muros de un hospital psiquiátrico cuya asociación mental con un campo de
concentración no dejaba de formular expresamente en un lenguaje entrecortado y
descompuesto. Allí dentro, alejado para siempre de los escenarios, únicamente
provisto de su inseparable lápiz, con el que practicaba acupuntura para aliviar
sus dolores de espalda y con el que llenaba con su escritura eléctrica
incontables cuadernos, siguió perforando, como con un bisturí, la piel del
lenguaje en busca de la energía que el hombre encerraba en su interior[55]. Porque hasta el final,
como escribiera el año de su muerte en un poema que tituló una vez más «El
Teatro de la Crueldad», Antonin Artaud no dejó de repetir que «el cuerpo humano
es una pila eléctrica cuyas descargas han sido castradas y reprimidas», cuando
en realidad está hecho «para absorber por sus desplazamientos voltaicos todas
las posibilidades errantes del infinito vacío»[56].
Y esta formidable pila no admitía para Artaud ser recargada con otra
electricidad que no fuera la crueldad a la que identificaba con un arte vivo y
reparador.
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González Fernández, Francisco.
“«Quiero despertarlos»: el gabinete del doctor Artaud”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 6 (2019):
95-128.
El autor es responsable intelectual de
la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.
[1] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 22. La traducción de los textos escritos en francés en el original es mía. El presente artículo es fruto de la investigación desarrollada en el proyecto ILICIA. Inscripciones literarias de la ciencia: Cognición, epistemología y epistemocrítica del Ministerio de Economía y Competitividad Ref. FFI2017-83932-P
[2] Florence de Meredieu, Antonin Artaud dans la guerre: de Verdun à Hitler, (Paris: Blusson, 2014), 222.
[3] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 855.
[4] Jacob Rogozinski, Guérir la vie. La Passion d’Antonin Artaud, (Paris: Les Éditions du Cerf, 2011), 42.
[5] Antonin Artaud, «Avertissement» a Matthew Lewis, en Le moine, Antonin Artaud (tr.), (col. Folio, Paris, Editions Gallimard, 1966), 10.
[6] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1072-1073.
[7] Antonin Artaud, «Le Théâtre de la Cruauté et l’Anatomie», en Art Press, nº18, 1978, 11 (Edición original en La Rue, 12 de Julio de 1946).
[8] En el original francés, Artaud emplea el término “persil” que podría designar tanto el perejil – aunque no existe el perejil de ajo – como Persil, la famosa marca de detergente de la multinacional alemana Henkel, que desde los años veinte había conquistado todo el mercado europeo y que debía su nombre a sus ingredientes originarios, el Perborato y el Silicato. Un Persil de ajo, un detergente de ajo, nauseabundo pues, con el que frotar el vientre ensangrentado, concuerda mejor con el contexto de la frase.
[9] Antonin Artaud, «Le Théâtre de la Cruauté et l’Anatomie», en Art Press, nº18, 1978, 11 (Edición original en La Rue, 12 de Julio de 1946).
[10] Antonin Artaud, «Le Théâtre de la Cruauté et l’Anatomie», en Art Press, nº18, 1978, 11 (Edición original en La Rue, 12 de Julio de 1946).
Al término de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos se convertirán para Artaud en el nuevo peligro para la humanidad: en Para acabar con el juicio de Dios expresaba abiertamente sus temores acerca de los experimentos genéticos del gobierno americano: «Ayer me enteré de una de las prácticas más sensacionales de las escuelas públicas americanas y que hace probablemente que este país se crea a la cabeza del progreso. Parece ser que, entre los exámenes o pruebas a los que someten a un niño que entra por primera vez en una escuela pública, figuraría la llamada prueba del licor seminal o esperma, y que consistiría en pedir a un niño recién llegado un poco de su esperma para introducirlo en un tarro y así tenerlo listo para todos los ensayos de fecundación artificial que podrían más adelante tener lugar. Porque de forma creciente los americanos creen que carecen de brazos y de niños, es decir no de obreros sino de soldados en vista de todas las guerras planetarias que pudieran en el futuro tener lugar y que estarían destinadas a demostrar por las aplastantes virtudes de la fuerza la superexcelencia de los productos americanos», en Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1639-1640.
[11] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 55.
[12] Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto, trad. de Ana Mendoza, (Madrid: Ediciones Sequitur, 1997).
[13] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 549.
[14] Roberto Calasso, La ruina de Kasch, trad. de Joaquín Jordá, (Barcelona: Editorial Anagrama, 1989), 139.
[15] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto,
Paris: Gallimard, 2004), 1654.
[16] De hecho, se empezó a cobrar antes por la entrada en los teatros anatómicos que en los teatros dramáticos.
[17] David Le Breton, La chair à vif : de la
leçon d’anatomie aux greffes d’organes, (Paris: Editions Métailié, 2008),
184-186.
[18] Molière, Le malade imaginaire, en Théâtre choisi, M. Rat (ed.), (Paris: Garnier Frères, 1962), 648.
[19] Florence de Mèredieu, Antonin Artaud dans la guerre: de Verdun à Hitler, (Paris: Blusson, 2014), 241.
[20] Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Tercera redacción”, en Obras. Libro I/Vol.2, trad. de Alberto Brotons, (Madrid: Editorial Abada, 2008), 85.
[21] Peter Adam, El arte del Tercer Reich, trad. de Antonio Prometeo Moya, (Barcelona: Tusquets, 1992), 44.
[22] George L. Mosse, La nacionalización de las masas, trad. de Jesús Cuéllar, (Madrid: Marcial Pons, 2005), 261.
[23] Peter Adam, El arte del Tercer Reich, trad. de Antonio Prometeo Moya, (Barcelona: Tusquets, 1992), 82.
[24] Robert Desnos, el poeta
surrealista francés, que siempre estuvo tan pendiente de la salud de Antonin
Artaud, hizo el itinerario inverso: primero lo deportaron en 1944 a Auschwitz y
finalmente, después de recorrer varios campos de concentración, acabó, exhausto,
muriendo el 8 de junio de 1945 en Theresienstadt. Cuando Artaud se entera en el
asilo de Rodez de la muerte de su amigo escribe que «morir demasiado joven es
un destino terrible, pero que un poeta muera de tifus en un campo de exterminio
es odioso. Y esto no se puede perdonar», en Florence de Mèredieu, C’était Antonin Artaud, (Paris: Fayard, 2006), 824.
[25] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 556.
[26] Ibid., 556.
[27] Robert Antelme, L’espèce humaine, (Col. Tel, Paris: Gallimard. 1957), 212.
[28] Armand Gatti y Claude Faber, La poésie de l’étoile, (Paris; Descartes et Cie, 1998), 67.
[29] Aunque a simple vista esta analogía pudiera parecer exagerada, no lo es en absoluto, como bien recuerda Jacob Rogozinski: «Se sabe que –con excepción de Alsacia– los nazis no aplicaron en la Francia ocupada el programa de eutanasia que ya habían puesto en marcha en Alemania. Ahora también se sabe que, en el contexto de la Ocupación, algunos responsables de los hospitales psiquiátricos franceses no dudaron entre 1940 y 1943 en dejar morir de hambre y de miseria a decenas de miles de enfermos mentales. Sin la ayuda de su madre y de sus amigos, sin su traslado a Rodez, probablemente [Artaud] no hubiera sobrevivido a su internamiento [en Ville-Évrard]», en Jacob Rogozinski, Guérir la vie. La Passion d’Antonin Artaud, (Paris: Les Éditions du Cerf, 2011), 43.
[30] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 565.
[31] Nicholas Humphrey, La reconquista de la conciencia. Desarrollo de la mente humana, trad. de Juan José Utrilla, (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 100.
[32] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 520.
[33] Ibid., 556.
[34] Ibid., 567.
[35] Ibid., 575.
[36] Ibid., 555.
[37] Anaïs Nin, Diario I
(1931-1934), ed. de G. Stuhlmann, trad. de Enrique Hegewicz, (Barcelona:
Bruguera,
1984), 242.
[38] Ibid. 243.
[39] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1378.
[40] Jordi Soler, Diles que son cadáveres, (Barcelona: Mondadori, 2011), 82.
[41] Anaïs Nin, Diario I
(1931-1934), ed. de G. Stuhlmann, trad. de Enrique Hegewicz, (Barcelona:
Bruguera,
1984), 289.
[42] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 80-81.
[43] Ibid., 41.
[44] Florence de Mèredieu, C’était Antonin Artaud, (Paris: Fayard, 2006), 194.
[45] Véase, Florence de Mèredieu, C’était Antonin Artaud, (Paris: Fayard, 2006), 205.
[46] «Caligari es una premonición muy específica en cuanto usa su poder hipnótico para imponer su voluntad a su instrumento, técnica precursora, en contenido y propósito, al manejo del alma que Hitler fue el primero en practicar a gran escala», en KRACAUER, Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, trad. de Héctor Grossi, (Madrid: Paidós, 2008), 73.
[47] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 165.
[48] Véase Richard Holmes, La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo, trad. de Miguel Martínez-Lage y Cristina Núñez Pereira, (Madrid: Turner/Noema, 2012), 414-415).
[49] Florence de Mèredieu, Antonin Artaud dans la guerre : de Verdun à Hitler, (Paris: Blusson, 2014), 59.
[50] Susan Sontang, “Una aproximación a Artaud”, en Bajo el signo de Saturno, trad. de Juan Utrilla Trejo, Barcelona, Debolsillo/Mondadori, 1981), 52.
[51] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto,
Paris: Gallimard, 2004), 1692.
[52] Ibid., 962.
[53] Michel Onfray, La pensée qui prend feu. Artaud
le Tarahumara, (Paris: Gallimard, 2018), 23.
[54] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto,
Paris: Gallimard, 2004), 183.
[55] Véase Francisco González Fernández, “El lápiz de Artaud”, en Revista de Filología Románica, 2007, Anejo V, 153-164.
[56] Antonin Artaud, Œuvres, (col. Quarto, Paris: Gallimard, 2004), 1656.