doi: https://doi.org/10.25185/6.6
Artículos
La efigie literaria: escritura y duelo
The
literary effigy: writing and grief
A efígie
literária: escrita e duelo
Lorenzo Piera
Martín1
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-7382-8640
1 Universidad de
Salamanca
Resumen:
En la confrontación de la pérdida y su eventual superación, la
aprehensión del nuevo estatus de la persona fallecida como un objeto epistémico
sólido resulta ser una operación psíquica recurrente en el sujeto en duelo.
Este artículo propone, a través del análisis de textos de la actualidad
literaria francesa, una breve teoría de la “efigie” para abordar la manera en
la que el fallecido es evocado a nivel textual, al tiempo que analiza las
condiciones de emergencia de esta efigie y las alteraciones discursivas que
resultan de ello.
Palabras clave: duelo, efigie, objeto epistémico, escritura literaria.
Abstract:
During the encounter of loss and its eventual overcoming, the cognitive
seizing of the new death’s person status as a solid epistemic object turns out
to be a recurring psychic operation for the grieving subject. This article
proposes, through the analyse of texts belonging to the contemporary French
literature, a brief theory of the “effigy” to address the way in which the
deceased is evocated textually, at the same time that it analyses the conditions
of its emergence and the discursive alterations that go with it..
Keywords: grief, effigy, epistemic object, literary writing.
Resumo:
No confronto da perda e sua eventual superação, a apreensão do novo
status da pessoa falecida como um sólido objeto epistêmico acaba sendo uma
operação psíquica recorrente no sujeito de luto. Este artigo propõe, através da
análise de textos da atualidade literária francesa, uma breve teoria da
“efígie” para abordar a maneira pela qual o falecido é evocado no nível textual,
enquanto analisa as condições de emergência dessa efígie e as alterações
discursivas que dela resultam.
Palavras chave: duelo, efígie, objeto epistêmico, escrita literária.
Recibido: 23/07/2019 - Aceptado: 07/08/2019
0.
Introducción
La muerte define las fronteras de la
vida, y la certeza de que será inevitable atormenta profundamente al hombre. La
muerte espanta, interpela y fascina al sujeto consciente, y su misteriosa
extrañeza ha cautivado a escritores y filósofos de todas las épocas. Objeto de
prácticas rituales religiosas y de un largo abordaje científico, la propia
muerte y la muerte del otro apelan en nuestra cultura a la colaboración de
reflexiones cruzadas: filosóficas, antropológicas, clínicas, psicológicas,
neurológicas y cognitivas.
El presente estudio querría
inscribirse en este amplio contexto de abordaje del fenómeno de la muerte,
situándose —esquemáticamente— en el cruce de tres disciplinas que fungen de
marco metodológico: la filosofía de la alteridad (a través de las concepciones
de Blanchot y Levinas), la ciencia de la mente y la neurofilosofía (según las
teorías de Thomas Metzinger), y las teorías de la percepción y de la cognición
ligadas al dominio del arte y de la literatura (representadas aquí por Pierre
Ouellet). Del mismo modo y aunque no sea nuestra intención esbozar conclusiones
terapéuticas, este estudio establece puentes entre la disciplina literaria y
las teorías constructivistas[1] en su aplicación a la
psicoterapia del duelo. El objetivo es articular algunas particularidades
cognitivas del sujeto en duelo frente a la muerte del otro, particularidades
enmarcadas en una relación con el propio sujeto y que la muerte modifica sin
llegar a hacer desaparecer. Se presentará la posibilidad de estudiar dichas
particularidades en el ámbito de una poética propia del duelo, cuyo punto de
mayor interés será la creación de lo que denominamos «efigie», susceptible de
reunir diversos aspectos de esta relación que el sujeto en duelo establece con
el difunto. La observación y el análisis de la construcción de esta efigie —una
empresa tanto epistémica como terapéutica— se realizarán en el campo de la
literatura, puesto que se trata de reunir en un proyecto común las operaciones
mentales realizadas en estado de duelo y la propia escritura; un proyecto de
creación de un nuevo sentido.
Para ello, hemos centrado nuestros
análisis en cuatro obras pertenecientes a momentos recientes de la literatura
francesa: À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie
(1990), de Hervé Guibert; Frère humain (2012), de Sylvie Fabre
G.; Pamphlet contre la mort (20129 , de Charles Pennequin; y Suicide
(2008), de Édouard Levé.
Tal muestrario, heterogéneo en materia
de tipología discursiva o de géneros literarios, proporciona un amplio abanico
de ejemplos para el desarrollo de nuestro análisis: contamos con una novela
autobiográfica, una antología poética, una novela corta escrita en segunda
persona y una especie de monólogo de conciencia (Pamphlet contre la mort).
Pero, más particularmente, los textos son heterogéneos por la manera en la que
se afronta en ellos la muerte, lo que permite reconstruir un panorama abierto a
diferentes experiencias del duelo cuyas conclusiones podrán tener una mayor
amplitud:
À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie
y Frère humain son textos producidos en un estado canónico de duelo, es
decir, aquel proceso interior que comprende las representaciones mentales y las
actitudes del sujeto que ha sufrido la pérdida de un ser querido.
Efectivamente, estos dos autores han experimentado la muerte de un pariente o
de un amigo cercano, pero además, Hervé Guibert aparece en el texto
preparándose para su propia muerte dado el avanzado estado de su enfermedad
(VIH). En este caso, estamos ante dos situaciones de duelo diferentes, una que
apunta hacia su amigo Muzil, y la otra hacia sí mismo, como si de un duelo
anticipativo se tratara.
El caso de Suicide es parecido,
aunque no desprovisto de sus particularidades: el texto es una ficción en la
que un narrador evoca los recuerdos de la muerte de un amigo cuyo suicidio abre
la novela. Tal texto se consideraría simplemente como una ficción del duelo de
no ser porque, después de entregar el manuscrito a su editor, Édouard
Levé también se suicidó. Esta circunstancia invita a leer el libro no sólo como
un caso de duelo anticipativo, sino también como una historia de duelo que se
inscribe en una situación de duelo real y en la que el narrador hablará de una
persona que es en realidad el propio autor.
Finalmente, en Pamphlet contre la
mort no encontramos la presencia explícita de un fallecido, sino la
experiencia global de la muerte en las declaraciones y en el estilo de Charles
Pennequin. Estaríamos ante un estado peculiar de duelo que no está motivado
directamente por la pérdida de una persona precisa y que resulta más bien de una
consideración general y descontextualizada de la pérdida de alguien, lo que
libera al texto de la expresión de un vínculo afectivo con el fallecido. Se
trata de un duelo cuyos rasgos son pues esencialmente cognitivos y que se
presenta de manera mucho más abstracta que aquél descrito por los otros textos.
Las particularidades de las
situaciones de duelo que aparecen en estos libros aconsejan una definición más
amplia de este proceso interno. En su famoso ensayo Duelo y melancolía, Freud
define el duelo como la reacción a la pérdida de una persona amada o de una
abstracción que conlleva un estado doloroso, la pérdida de interés por el mundo
exterior y el abandono de toda actividad que no esté en relación con el
recuerdo del difunto[2]. Y aunque su definición es
bastante abierta —todavía más si la consideramos en relación a la melancolía—,
a nosotros nos gustaría concebir el duelo esencialmente como una situación de
estancamiento y de crisis en la que se encuentra aquel que confronta emocional
y cognitivamente el fenómeno de la muerte —y que lo hace de manera más o menos
concreta—. El duelo obliga al sujeto que lo atraviesa a realizar todo un
trabajo psíquico para sobrepasar la conmoción de la muerte, pero no tiene por
qué estar forzosamente motivado por la muerte de una persona física o de un ser
querido: la idea de proximidad afectiva admite en nuestra definición una
gradación que, pudiendo ser extrema, se materializa en diferentes experiencias
como lo son el duelo de uno mismo, el duelo anticipativo y el duelo cognitivo.
Con todo esto se comprende que el
análisis de estos casos se interesará especialmente por las operaciones
cognitivas que realiza el sujeto en duelo para encontrar la vía de superación
de la pérdida; operaciones que comportan diversas modulaciones y que se sitúan
bajo la influencia emocional del dolor por causa de la muerte del otro. Se
prestará especial atención a la manera en la que dichos sujetos conciben
epistémicamente el nuevo estatus del fallecido, que denominaremos «efigie»,
pues de dicha concepción derivan —ajustados a un modelo de fractalidad—
fenómenos discursivos y textuales localizables en estas escrituras de duelo.
Los análisis demostrarán no sólo que el rechazo a aceptar directamente la
desaparición de una persona es común a todos los autores estudiados, sino que
la creación de esta efigie responde a la necesidad de contar con un objeto
epistémico sólido que les ayude a atravesar las etapas de confrontación contra
la terrible realidad que supone el cadáver inerte.
1.
Del cadáver a la efigie: negociación de la experiencia sensible
Así como se ha modificado en estos
últimos decenios el perfil de la sociedad europea moderna, también se han visto
modificadas las prácticas de los pueblos relativas al duelo. La laicización
general de la sociedad, la marcada tendencia al individualismo y la
desaparición progresiva de mecanismos sociales o religiosos sobre los que
apoyar el sufrimiento del sujeto en duelo hacen que la pérdida de un ser
querido deba superarse como un problema de carácter estrictamente personal[3]. Paralelamente, toda la
imaginería tradicional relativa a la muerte— la calavera, el cementerio, los
colores negros…— se ha ido relegando a otros dominios más simbólicos o
artísticos, de manera que raramente son evocados en el proceso real de duelo.
Atravesar este proceso no es pues ya tanto inscribirse en una particular
combinación de prácticas culturales como articular todo un sistema de
operaciones mentales personales que hagan frente al fenómeno de la muerte:
aparecen interrogantes sobre el sentido de la vida, sobre la propia muerte,
sobre la existencia o sobre la trascendencia del individuo que contribuyen a la
desestabilización de las nociones de base en torno a las cuales el sujeto
edifica la lógica del mundo. Coincidimos con Rober A. Neimeyer[4] y con el enfoque
constructivista del duelo en que la tarea principal del sujeto en duelo es
encontrar un nuevo significado para la vida y para sí mismo que integre la
muerte y funcione, no a pesar de ella, sino con ella. El sujeto en duelo es
esencialmente un sujeto activo que se embarca en todo un trabajo interior de
reorganización de los sistemas emocionales, cognitivos y representacionales con
los que había forjado una concepción propia de la identidad y del mundo que la
pérdida de un ser querido hace tambalear. La investigación individual que
realiza el sujeto en duelo en la concepción y conceptualización del fenómeno de
la muerte es, al final, una investigación hacia ese nuevo significado que se
teje a partir y alrededor de la muerte.
Explica Guibert en À l’ami qui ne m’a
pas sauvé la vie que en su
particular situación de duelo había «pasado a otro estadio del amor hacia la
muerte, [en el que] como impregnado por ella en lo más profundo [ya no tenía]
necesidad de su decoro, sino de una intimidad mayor con ella»[5], lo cual le lleva a
interpelarla frontalmente y a desarrollar los mecanismos cognitivos necesarios
para ello. Al ser la muerte uno de los «conceptos» más abstractos que maneja el
cerebro humano, éste tiende a buscar otra realidad mucho más concreta en la que
poder proyectar sus reflexiones. Tal realidad no es otra que el espacio de
acción de la muerte, el cuerpo sin vida, el cadáver que yace bajo la
ornamentada lápida.
Menos evidente es la manera en la que
eso que llamamos «muerte» se manifiesta en el cuerpo sin vida. La curiosa
práctica de la fotografía post-mortem reposa precisamente sobre la incapacidad
de distinguir perceptivamente un cadáver de una persona viva, y es que, además
de la falta de movimiento en la zona de la caja torácica o de un cierto color
pálido, no existen muchos más signos que permitan establecer la diferencia. Al
contrario de cualidades como la «rojez» o la «cilindricidad» de ciertos objetos que identificamos como tales, la «muerte» no es una cualidad del objeto que se pueda recibir
directamente de la percepción
y que tenga, por ello, un correlato neuronal claro. A propósito de
ciertos estados
inefables, Meztinger
fantasea con un futuro en el que podamos describir la experiencia a través de
conceptos neurobiológicos más precisos y fiables que los fenomenológicos, de
manera que expresaríamos un cierto tono de verde a través de las dinámicas
cerebrales que lo hacen aparecer en nuestra conciencia[6].
Muy probablemente, en ese futuro descrito por Metzinger seguiríamos teniendo
problemas para encontrar la manera de describir neurobiológicamente la
percepción de la muerte, pues resulta cada vez más evidente que la muerte no
es, precisamente, una cualidad que interpretamos únicamente a partir de la
experiencia sensible. Es aquí donde entra el papel de la escritura, y en
particular a la escritura literaria, en su calidad privilegiada de correlato
sólido de la conciencia que dirige su atención hacia un objeto, pues como bien
señala Pierre Ouellet, la escritura permite reducir la información sensible a
aquello que afecta a los diferentes estados posibles de nuestra sensibilidad[7]. Cierto es que para que un
pensamiento sea expresable éste debe llegar generalmente a un cierto grado de
resolución conceptual, y sin embargo, la enunciación literaria, en su trabajo
sobre las capacidades expresivas de la lengua, demuestra ser tremendamente útil
a la hora de expresar los merodeos cognitivos previos a la formulación de un
pensamiento. Por esto mismo, la escritura literaria resulta ser un espacio de
análisis privilegiado a la hora de desentrañar las ambigüedades que se generan
en torno a la gestación de la cualidad de muerto en la conciencia del sujeto en
duelo.
Como ejemplo, consideremos el momento
narrativo de À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie
en el que Muzil, amigo de Guibert, se encuentra en un estado crítico debido a
su enfermedad. Guibert acude al hospital para verlo, pero el personal sanitario
le impide el acceso a la sala. Consigue, sin embargo, ver a Muzil a través del
cristal: «percibí a Muzil detrás del cristal, los ojos cerrados en su blanca
sábana»[8]. Al día siguiente, Guibert
recibe una llamada del hospital que le comunica que Muzil acaba de morir, y
cuando llega allí le vuelven a impedir el acceso. De nuevo, ve a Muzil a través
del cristal: «volví a ver a Muzil detrás del cristal sobre su sábana blanca,
los ojos cerrados, con una pequeña etiqueta de ojal atada a la muñeca o a la
pierna que sobrepasaba la sábana». Encontramos varios elementos comunes a la
enunciación de los dos procesos perceptivos, por ejemplo, la definición del
objeto de percepción como «Muzil» —y no «el cuerpo de Muzil», por ejemplo… —o el desarrollo
metonímico de la percepción a través del comentario sobre las sábanas de la
cama o el estado de sus ojos. Y aunque cabría detenerse en la elección de los
verbos de percepción, lo verdaderamente interesante es el pequeño detalle de la
etiqueta de ojal que actualiza el segundo fragmento respecto del primero: esta
etiqueta, que se coloca sobre una persona que ha fallecido, perturba a Guibert
pues es la información perceptiva que confirma que su amigo Muzil es ahora un
cuerpo sin vida; pero Guibert relata la percepción de manera que —en la frase— consigue relegar la etiqueta a
una posición de complemento accesorio que no modifica el estatus del objeto de
percepción y que no le lleva a hablar de su amigo Muzil en términos de «cuerpo»
o «muerto».
Este breve ejemplo confirma la
afirmación de que la cualidad de «muerto» no responde a un proceso únicamente
de orden perceptivo, sino que se trataría más bien de una cualidad más
abstracta, atribuible a través de la interpretación consciente de diferentes
informaciones como son, en el caso de la etiqueta de ojal, determinados
elementos perceptivos periféricos —de esto resulta, por ejemplo, que Guibert
pueda ver a los enfermos que lo interpelan en el hospital como cadáveres
vivientes[9], bello oxímoron que no
resulta tan contradictorio como aparenta…—. Tal particularidad de la cualidad
de muerto hace posible que el sujeto en duelo incurra en diversos mecanismos
enunciativos por los que es capaz de aprovechar las zonas no definidas de esta
cualidad para conseguir sobreponerse a la información sensorial y sustraer la
muerte de la persona fallecida, prolongando cognitivamente, si así lo necesita,
la vida del difunto. Esta perspectiva abre toda una batería de estrategias
—motivadas por las exigencias emocionales de la pérdida— que buscan negociar un
nuevo estatus ontológico para el muerto y que se inician a nivel perceptivo,
pero que pronto se extienden a niveles epistémicos donde, como veremos, tales
estrategias se desarrollan incorporando nuevas informaciones recuperadas a
través de los recuerdos.
De esta sutil virtualidad nace la
posibilidad de redefinir epistémicamente a la persona fallecida. Así pues,
proponemos denominar «efigie» a este nuevo estatus del muerto tal y como lo
conciben los sujetos en duelo en los textos que analizamos. La elección de este
término pretende recuperar la amplia tradición de los estudios antropológicos
en materia de ritos mortuorios, en los que se constata la presencia recurrente
a través de las culturas y de las épocas de una representación del difunto en
forma de talla de madera o de cera, de muñeca, o incluso de estatua[10]. Menos simbólicas que icónicas
— pues suponemos que a través de la efigie se busca una representación que,
aunque ensalce la vida del muerto, sea justa y transparente con su figura,
generando así una ilusión de supervivencia a la muerte que el recurso del
símbolo oscurecería— las efigies son objeto de diferentes prácticas rituales
que de una manera u otra pretenden asegurar la inmortalidad del difunto, y
representan la voluntad de un pueblo en la elección del modo en el que quiere
recordar a sus muertos. Catherine Lafages, al describir el procedimiento por el
cual la efigie estructura ciertas prácticas funerarias de las monarquías
medievales, señala muy pertinentemente que la efigie integra al mismo tiempo una realidad que
muere y otra que triunfa sobre la muerte, en este caso, el rey fallecido y la
realeza inmortal[11]. Y es que a diferencia de
cualquier otro tipo de escultura panegírica o de las máscaras mortuorias
realizadas en el momento de la muerte, la efigie reenvía por su presencia tanto
a la muerte del individuo como a su supervivencia.
Partiendo de esta definición
antropológica de la efigie, nos referiremos con este término a la
representación que se hace el sujeto en duelo del muerto. Tenderemos a
privilegiar una definición de efigie como objeto epistémico más que como imagen
mental, puesto que la efigie no pretende inscribirse en ninguna lógica de
cristalización del difunto —tal y como la efigie antropológica no pretendía
simplemente informar sobre la muerte del individuo— sino todo lo contrario: la
efigie responde a la voluntad del sujeto de proyectar la identidad del muerto
más allá del cadáver de manera que pueda ser objeto de las operaciones mentales
necesarias en su camino hacia la superación de la pérdida. La efigie está, por
lo tanto, provista de la capacidad de acción en el plano en el que la conciba
el sujeto en duelo; permite que el sujeto establezca comunicación con ella, y
se instituye así en pseudointerlocutor para sus inquietudes y reflexiones.
Finalmente, la efigie es esencialmente de naturaleza literaria, pues aparece
como el conjunto de evocaciones del difunto que encontramos en los textos, y de
esta manera, el camino hacia la aprehensión y creación de este objeto
epistémico ocupará un amplio espacio dentro de las obras consideradas en este
artículo. De hecho, en esta literatura del duelo, el vínculo entre escritura y
efigie es tan estrecho que la segunda influye holísticamente en las condiciones
literarias de su propia emergencia.
2.
Creación de la efigie y escritura
Pamphlet contre la mort, de Charles Pennequin, es verdaderamente un texto contra la muerte
en el sentido más físico de la preposición «contra»: es un texto que se origina
en la confrontación directa de la muerte. La situación inicial es la percepción
de un ataúd, «un bello ataúd. un ataúd completamente bello. completamente
limpio. un ataúd completamente lleno con nada dentro»[12].
Lo que parece a priori una contradicción no lo es tanto en la lógica que
instaura la escritura de Pennequin, abierta a la materialización de la
virtualidad: el ataúd es un objeto recipiente que exige al que lo percibe ser
llenado con un contenido potencial. La percepción efectiva del ataúd implica,
por lo tanto, la concepción del ataúd vacío y lleno al mismo tiempo. Este
particular objeto activa dinámicas epistémicas similares a las que podríamos
encontrar en el sujeto en duelo cuando considera el cuerpo de la persona
fallecida, que se concibe al mismo tiempo inerte y susceptible de seguir
viviendo. Pennequin mantiene esta frágil posición epistémica siempre que evoca
a su padre, su hermana o sus amantes en Pamphlet contre la mort; de
hecho, calificar como «personajes» a estas figuras que aparecen en el texto
sería injusto dada la poca autonomía literaria que reciben. Estas figuras que
pululan en el libro son recompuestas a través
de una mezcla de recuerdos —es decir,
de percepciones pasadas rescatadas por la memoria— y no desprovistas de una
cierta distancia ontológica, como si no pertenecieran al mismo plano desde el
que escribe el autor. La particular escritura de Pennequin, donde realidad
factual y virtual son indistinguibles, consigue hacer también imposible de
discernir si el autor accede a tales figuras considerándolas vivas o muertas;
son, por ello, verdaderas efigies que se mantienen en el problemático espacio
del agujero —definido como el espacio que es en sí mismo la ausencia de
espacio— y cuya existencia se concibe en la relación entre la propia efigie y
el sujeto que las interpela: «cómo hacer callar a esta familia, cómo hacer
callar esta existencia que no nos lleva a nada más que a morir, no has existido
papaíto, tan solo existes ahora pero no eres tú, es la distancia lo que existe,
es la línea entre tú y yo, es la palabra perdida, eso es lo que hace de
existencia, es como un agujero al que te has hecho, hay un agujero y tú estás
dentro»[13].
La creación de la efigie hay que
comprenderla como un proceso en el que el sujeto en duelo proyecta sus
inquietudes personales sobre la muerte, lo que exige un análisis detallado del
sistema de creencias de cada autor para poder describirlo. Por regla general,
dicho proceso busca asegurar que la identidad del individuo pueda desligarse del
cuerpo al que se le asociaba para que no muera ella cuando el cuerpo muere, de
ahí la incursión en una virtualidad tan pronunciada como la que encontrábamos
en Pamphlet contre la mort. Y es
que, como se ha demostrado desde la neurofilosofía, el sentimiento de identidad
aparece en el individuo cuando, además de existir un cuerpo como espacio y
ahora fenoménicos, es posible encontrar dicho modelo corporal como una entidad
capaz de dirigirse globalmente hacia un objeto, capaz de focalizar su atención
sobre algo, es decir, de actuar en el mundo[14].
Asumir que un ser tenga una identidad implica figurarse que tal ser representa
una perspectiva individual que organiza en torno a ella los fenómenos de la
experiencia, o lo que es lo mismo, que tal ser goza de subjetividad. Por ello,
al recuperar la identidad del fallecido, el sujeto en duelo se adentra en los
virtuales dominios de la memoria como una manera de traer a la enunciación las
imágenes del cuerpo cuando todavía era capaz de albergar una identidad.
Pero de modo contraintuitivo, en los
textos que nos ocupan encontramos que el recuerdo recibe un tratamiento
negativo. Sin ir más lejos, Pennequin afirma que el recuerdo es «la cosa inútil
por excelencia»[15], una especie de
amontonamiento que entierra al sujeto al fabricarlo, fijándolo en un momento
particular de la vida. Cierto es que el recuerdo consigue recuperar una
instantánea de vida, y sin embargo, raramente evoca informaciones perceptibles
dinámicas de la condición viviente del muerto. Y aunque la memoria del sujeto
en duelo —como cualquier otra— modifica inevitablemente los contenidos del
recuerdo – lo que les confiere cierta movilidad –, la percepción dinámica no es
restituida[16]. «La memoria [dice el
narrador de Suicide], como las fotografías, congela los recuerdos»[17] y, entonces, contribuye a
la inmovilidad del muerto. Así se expresa este narrador cuando contempla una
fotografía de su amigo fallecido: «Tan solo conozco una fotografía tuya […]
Estabas en nuestra casa. Mi madre había preparado un pastel […] La imagen está
borrosa. Está en negro y en blanco. Tus mejillas se ahuecan por el soplido, tus
labios se cierran para expulsar el aire. […] Pareces feliz»[18].
El tiempo verbal del presente del indicativo evidencia una posibilidad de
supervivencia a través de la foto, y sin embargo, esta manera estática de
tratar el recuerdo es una simple ilusión de presencia que no va más allá de sus
condiciones de emergencia, de la percepción de la foto misma. Para construir la
efigie, los sujetos en duelo deberán recuperar la percepción dinámica del
muerto de una manera diferente a la que ofrece el recuerdo, y no pudiendo
confiar en el funcionamiento típico de la memoria, buscan nuevas maneras de
evocar la identidad del muerto para construir la efigie.
En Frère humain Sylvie Fabre G.
establece una drástica oposición entre mot y parole[19]. El mot es un agente
de la inmovilidad que ocupa una posición negativa respecto a la parole,
que es por definición el uso contextual de la palabra. Así pues, la poeta se
pregunta: «¿las palabras son suficientes para mirar / aquello que no pueden
ver?[20]», y ante la negativa de la respuesta, Fabre G. investiga
la potencialidad de la parole, que concretiza la voz del muerto que «no tiene
tumba» y «se escucha en su viva tiniebla»[21].
Para la poeta, lo que busca el poema es precisamente la parole, la
posibilidad de recuperar la identidad del fallecido sin que el propio proceso
de rememoración la cristalice y no le permita proyectarla virtualmente en la
creación de la efigie. Pero el mot pronunciado sigue teniendo utilidad
como un apoyo en la creación de la efigie cuando es percibido como un resto de
la encarnación de la parole. Así la efigie es poéticamente metaforizada
con la figura del «santuario»: «el más desollado […] / de los santuarios /
donde las palabras [mots], aceite para la llama / se convierten en
residuos de encarnación»[22]. Y de esta suerte, el texto
—la efigie literaria— es un santuario donde el mot muerto adquiere la
condición viva de la parole.
Análogamente, Pennequin se presenta en
el texto como un buscador de la parole verdadera, una parole que
alcanzará «lo verdadero de lo verdadero» «hasta incluso sobrepasarlo» y
convertirse «en una nueva forma de verdad»[23].
Bajo este trabalenguas sobre la parole y la verdad se figura una
reactivación y una revivificación del mot como parole capaz de
organizar una escenificación del lenguaje que, siendo susceptible de ser
percibida, proporcione la experiencia de verdad de lo vivo. Esa parole
necesariamente en acción para poder ser percibida, responde a una operación
homóloga a la que Pierre Ouellet, en su Poétique du regard, llama «esquematización»,
consistente en un procedimiento de la imaginación que permite procurar a un
concepto su imagen y transformar las categorías en principios de experiencia[24]. La conversión del mot
en parole se abre a una experiencia sensible y dinámica que —como en el
caso de esa esquematización, que es uno de los mecanismos fundamentales de
nuestra actividad cognitiva— «nos permite dar figura […] a aquello que en
principio parece no tenerla»[25]. La esquematización y
figuración que alcanza pues la parole es un proceso cognitivo en el que
se revela el modo por el que el sujeto en duelo construye la efigie. Cuando el mot
muerto alcanza a tener figura —alcanza a ser percibido— como parole viva,
está en condiciones de comunicar todas las virtualidades cognitivas inherentes
al proceso de creación de la efigie, como una palabra verdadera que pudiera
sostener a nivel de la enunciación las operaciones mentales del sujeto en duelo
sin que por ello resultaran contradictorias o ficticias. En vista de todo esto,
no ha de sorprender la conclusión a la que llega el poema donde Pennequin
reflexiona sobre esta parole verdadera: «ese día [el día en el que
llegue la parole verdadera] tendrá que grabarse / en todas los
frontispicios / ya no tendremos miedo a morir / […] esperaremos la muerte
apaciblemente / y la muerte llegará / y todo será apacible»[26].
Parece evidente que los textos
escritos en estado de duelo se abren a nuevas formas de expresión que consigan
transmitir las nuevas formas de representación del mundo o de la identidad que
derivan de este estado. La creación epistémica de la efigie necesita de
estrategias cognitivas arriesgadas, del mismo modo que el lenguaje en el que se
despliega se ve obligado a adaptarse a tal empresa, hermanándose de esta manera
los dos procesos —creación de la efigie y creación literaria— hasta hacerlos
casi indisociables en el análisis. De ahí la propuesta de una poética del duelo
que admita la relación de fractalidad entre ambos procesos y que pueda, de esta
manera, describir con justicia todos los mecanismos cognitivo-literarios que
desarrolla el sujeto en duelo.
3.
Negociación epistémica de la efigie literaria
¿Cómo conseguir, entonces, concebir un objeto
epistémico que encaje dentro de la certeza de la muerte biológica un estado
ontológico que la supera?
Suicide se
abre con un suicidio, el de un amigo, que el narrador reporta en segunda
persona verbal: «Te has pegado un tiro en la cabeza con el fusil que habías
preparado cuidadosamente»[27]. El texto aparece como una
suerte de biografía de este amigo organizada según un orden particular, o
incluso inexistente, ya que «describir tu vida ordenadamente sería absurdo: me
acuerdo de ti al azar. Mi cerebro te resucita por detalles aleatorios […]»[28]. De ello resulta una larga
tirada ininterrumpida de párrafos variables en extensión que atraviesan
diferentes episodios de la vida del fallecido y que, sin embargo, no son
suficientes para mantener esa ilusión de resurrección que proporciona el
recuerdo, pues el pensamiento obsesivo de la muerte se hace un hueco en la
narración sistemáticamente para recordarle al narrador que su amigo sigue
muerto. Se trata, por tanto, de una verdadera lucha entre la vida y la muerte,
entre el recuerdo y el cadáver, una lucha que lleva al sujeto en duelo a
negociar una manera de integrar ambos estados en la creación de la efigie, o lo
que es lo mismo, una negociación epistémica que resulte en un objeto que
estando muerto sea susceptible de prolongar las dinámicas propias a un ser
vivo.
Para la creación de la efigie, la
estrategia de predilección en los textos que analizamos pasa por una separación
intuitiva entre lo que de la identidad de la persona ha terminado con la muerte
y lo que todavía sigue. Édouard Levé realiza la separación muy
sutilmente eligiendo una escritura en segunda persona, de modo que la creación
de la efigie reacciona sensiblemente a los mecanismos dialogísticos que
estructuran el estilo de Suicide. Veamos un ejemplo: «Finalmente, está
el sótano donde yace tu cuerpo. Está intacto. Tu cráneo no ha explotado como me
han dicho. Eres como un joven jugador de tenis que descansa sobre el césped
tras un partido. Se diría que duermes. Tienes veinticinco años. Ahora sabes más
de la muerte que yo»[29]. La efigie aparece
en el texto como un «tú», un interlocutor no objetivado a través de la tercera
persona, ya que dirigirse a una persona en lugar de evocarla y describirla
tiene ciertas implicaciones cognitivas muy ventajosas para el sujeto en duelo:
la lógica del diálogo no obliga al enunciador a tener que reducir la identidad
de una persona a un concepto necesario para articular una descripción, pues el
propio diálogo, aunque sea unilateral, presupone una reactualización constante
de la imagen mental que podríamos tener del interlocutor. La simple elección de
la segunda verbal permite que el sujeto en duelo pueda figurar que el fallecido
tenga todavía una identidad subjetiva, pues forma parte de una dinámica
dialogística que posibilita cognitivamente su eventual participación, aun
asumiendo la muerte del fallecido.Y lo que es más, la efigie vista como una
suerte de interlocutor es capaz de poseer lingüísticamente su cuerpo, su
cerebro, su cráneo a través de los determinantes posesivos correspondientes, sustituyéndose
así la objetivación semántica del cuerpo sin vida de la persona fallecida en
general por el dialogismo con una efigie que continua su existencia virtual más
allá de su cadáver.
Concebir un nuevo estatus ontológico
para el muerto y operar diferentes procesos mentales de la superación de la
pérdida con ese objeto epistémico sólido al que llamamos efigie es una tarea
exigente cuya complejidad se vería aliviada con un sistema de creencias fuerte
en el que posicionar la efigie. En las sociedades en las que la fe religiosa
todavía tiene un importante papel estructural, el sujeto en duelo encuentra una
respuesta satisfactoria a sus inquietudes sobre la muerte en sus creencias
sobre el más allá —quizás haya un cuerpo y un alma, y quizás ésta habite el
mundo de los espíritus tras la muerte del cuerpo, velando por los vivos, o
quizás ronde el mundo de los vivos, atormentándolos, esperando a
reencarnarse…—, lo cual, por otra parte, nos haría preguntarnos si existe un
verdadero proceso de duelo en estos casos… Los autores estudiados pertenecen a
una sociedad en la que aunque se mantengan determinadas creencias no tienen el
peso suficiente como para primar sobre el proceso interior que es el duelo, y
por ello, crear y concebir la efigie del muerto es una tarea que implica y
cuestiona las propias concepciones metafísicas[30].
Sin embargo, al evocar la efigie el
sujeto en duelo encuentra cierta reticencia a imponer sus creencias metafísicas
sobre la concepción de este objeto epistémico, pues tal imposición se enmarcaría
precisamente en las prácticas que objetivan la identidad del muerto y que
limitan su capacidad dialógica. El estatus ontológico de la efigie es negociado
también entre las creencias del sujeto en duelo y aquellas que pudiera tener la
efigie, recuperadas a través de los recuerdos. De entre los autores escogidos,
Sylvie Fabre G. es aquella en la que encontramos una presencia más marcada de
un sistema sólido de creencias, en este caso, del sistema de creencias
cristiano. Salmos, plegarias y figuras como Jesús, Dios, ángeles o niños rubios
pueblan los poemas de Frère humain así como fórmulas y actitudes que
recuerdan directamente a la mística cristiana. Sin embargo, en sus poemas no
encontramos la tradicional repartición del fallecido entre cuerpo y alma – que
sería, de hecho, muy provechosa para pensar la construcción de la efigie –, y
en su lugar, Fabre G. despliega una dinámica de repartición espacial que
presupone dos esferas ontológicas, una en lo alto y otra abajo. Esta dinámica
no está muy alejada conceptualmente de la que propone el cristianismo y
constituye una suerte de formateo espacial de las nociones de alma y cuerpo,
aunque mucho más personal y no exenta de complejidad: en lo alto encontramos
«el hechizo del vacío» y «el dolor abajo»[31];
de lo alto «caen las palabras sobre la inconsistencia de las cosas de abajo»[32]; en lo alto se concibe la
luz, el niño dios, la luna, el recuerdo, la parole y abajo el adiós, la
tumba, el hombre, el cuerpo, la casa y el mot.
Este formateo espacial ha de comprenderse
en relación con el procedimiento subrayado por Lakoff y Johnson[33] en la creación metafórica
del lenguaje, donde la percepción espacial guía la semántica de numerosas
expresiones de uso cotidiano. La lógica poética de Fabre G. nos propone una
amplificación de este procedimiento partiendo también de asociaciones
metafóricas entre espacios y fenómenos y bajo la influencia del sistema de
creencias de la poeta. Ésta no se limita a efectuar una repartición metafórica
entre lo alto y lo bajo, sino que utiliza todo este nuevo sistema espacial como
un operador que proyecta sobre la realidad. Aparecen entonces elementos que
ocupan el lugar de intermediarios entre las dos esferas y que evidencian una
posibilidad de comunicación entre ellas. Los elementos predilectos que
posibilitan esta comunicación en Frère humain son la nieve, que cae
desde lo alto hasta las cosas de abajo, y la ceniza, que asciende desde abajo
para llegar a lo alto. La nieve y la ceniza, en las que podríamos reconocer
emociones características del estado de duelo, celan en su significado el copo
individual de materia, la capa que resulta de la caída de los copos y la acción
misma de caer o ascender, y por ello son también un buen correlato metafórico
del proyecto de escritura de la poeta, en el que varios poemas se acumulan —al
modo de los copos de nieve o de las cenizas— como tentativas sucesivas de
acceder a la efigie, constituyendo así la totalidad de Frère humain; son
también la representación de las operaciones mentales de Fabre G., que ve cómo
«el pensamiento va y viene a lo que regresa / entre lo alto y abajo» para
encontrar en esta travesía «el cuerpo, el nombre, el humano»[34]. Y también la efigie,
añadiríamos.
Ya se ha señalado que esta manera en
la que Fabre G. se acerca epistémicamente a la efigie se asemeja al sistema de
creencias cristiano en el que se encuentra visiblemente cómoda, si nos ceñimos
al texto. Pero también hemos hablado de negociación en este contexto, y es que
a partir de ciertos poemas nos damos cuenta de que su hermano fallecido no se
identificaba con las creencias de la autora: «no has deseado nada más / que lo
real dentro de ti mismo / no creías en la salvación / tu dios era un dios
demasiado exigente […] / la fe en ti no era nadie»[35].
Respetuosa con las creencias del fallecido, el formateo espacial de las propias
creencias de la autora se presenta pues como negociación con él para poder así
concebir epistémicamente la efigie sin imponer una ontología particular. Del
mismo modo, el narrador de Suicide escruta los recuerdos de su amigo
fallecido no tanto para saber cómo quería que lo recordaran, sino para negociar
con su identidad su nuevo estatus tras la muerte, su efigie. Algunos fragmentos
del texto evocan las ideas del fallecido en torno a la construcción de su
tumba, sus dudas acerca de la inmortalidad o sus inquietudes respecto a la
muerte, de manera que nos preguntamos en qué sentido ha podido influir esta
frase, por ejemplo, en la creación de la efigie que efectúa el narrador —y en
el suicidio del propio Édouard Levé—: «Quizás es esto lo que tanto
temías: volverte inerte en un cuerpo que respira, bebe y se alimenta todavía»[36].
Tales negociaciones epistémicas sobre
la efigie, que suelen resultar en adaptaciones alteradas de las creencias del
sujeto en duelo, consiguen encontrar un punto medio para poder desarrollar el
complejo mecanismo cognitivo de quien se enfrenta al terrible fenómeno de la
muerte; no sólo permiten que el sujeto en duelo prolongue la identidad
subjetiva del fallecido, sino que también le ofrecen una vía terapéutica para
superar la muerte, pues la construcción de la efigie se presenta como la última
y consoladora posibilidad de relación y de entendimiento con el ausente.
4. La comunidad
literaria del duelo
A través de la creación de una efigie
el sujeto en duelo consigue crear un sistema textual que reproduce la comunidad
literaria que proyecta la propia escritura, es decir, la mínima expresión de un
sistema conformado por el autor que escribe y el lector potencial que leerá el
texto. Sujeto en duelo y efigie, autor y lector se reúnen en torno a la
creación literaria como los componentes necesarios para consolidar un mensaje,
que en el caso del duelo es, el nuevo significado para el fallecido y para el
mundo tras la conmoción cognitiva de la muerte.
En un interesante artículo[37], Linda María Paradas Muñoz
demuestra las ventajas de afrontar la pérdida a través la óptica de la
comunidad como sistema, lo que le lleva a proponer que la familia o grupo de
amigos planteen el duelo como la oportunidad de generar un nuevo discurso que
dé coherencia casi mítica al sistema. Se trata, como decíamos, de crear un
nuevo significado para el fenómeno de la muerte, y la lógica interna del
sistema demuestra ser tremendamente útil para ello, pues supone la
confrontación del yo con el otro en una comunidad, y como afirma Maurice
Blanchot, «el ser busca, no ya ser reconocido, sino contestado: se dirige, para
existir, hacia el otro que lo contesta y a veces lo niega, con el fin de
existir solamente en esta privación que lo hace consciente»[38].
La alteridad permite la confrontación y un eventual diálogo y el diálogo
promueve a través de la comunicación la construcción dinámica de un
significado. La pregunta, entonces, es obligada: ¿es posible que los sujetos en
duelo entren en lógicas propias a la alteridad a través de la efigie? Y si la
respuesta es afirmativa, ¿podemos considerar aun así la efigie como un otro?
Dentro del amplio abanico de
experiencias de interacción con la efigie, aquella que prima sobre las demás es
la de la hipótesis, una hipótesis constante que entendemos como el mecanismo
por el que los sujetos en duelo pretenden ampliar su conocimiento sobre la
efigie. La hipótesis se encuentra en la base de numerosos mecanismos
discursivos como lo es en À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie la creación de redes entre la vida de su amigo
Muzil y los libros que escribió, o las dudas que le aparecen al narrador de Suicide
cuando pone en relación la vida de su amigo con las condiciones de su
suicidio. Todas las hipótesis sobre la efigie son afirmaciones potencialmente
verdaderas y falsas a la vez que no podrán jamás confirmarse factualmente: el
sujeto en duelo las emite y le concede a la efigie la capacidad de
corroborarlas o desmentirlas, lo que hace que ambas opciones sean virtualmente
ciertas. Por otro lado, las hipótesis reflejan los deseos, miedos e inquietudes
del que las formula y que solicita que no se le dé una respuesta definitiva que
podría ser difícil de aceptar emocionalmente: «¿Tienes la fuerza allá donde
estás / de ser tú mismo [?] […] / ¿tienes hoy la fuerza / por encima de la
bahía de
ausencia / de entablar el otro diálogo[?]»[39].
A través de esta virtualidad de la
hipótesis podemos describir lo que sería el principio de la relación con el
otro que establece el sujeto en duelo, que pasa inevitablemente por la creación
de la efigie, pues la efigie demuestra ser una proyección de la alteridad
necesaria para que se desarrollen estrategias del orden de pregunta o la
hipótesis. Dice Emmanuel Levinas que «la presencia de un ser que no entra en la
esfera del mismo, [es una] presencia que la desborda»[40],
y es que a partir de la confrontación con el otro el sujeto puede salir del
estancamiento que puede generar las emociones de la pérdida. El nuevo
significado que se crea para el muerto a través de la efigie constituye también
un nuevo significado para el propio sujeto en duelo que se ha implicado
cognitiva y emocionalmente en la creación de un objeto epistémicamente sólido
para poder operar la superación de la pérdida: el sujeto en duelo proyecta sus
reflexiones y complicaciones emocionales en la efigie y ésta consigue
actualizarla pues su estatus no es un reflejo absoluto del sujeto, sino que
resulta de una negociación. La creación literaria de la efigie no sólo permite
avanzar en la propia creación de un nuevo significado, sino que consigue actuar
como el compañero que necesita Guibert y que encuentra en la escritura de À l’ami qui ne m’a
pas sauvé la vie: «un interlocutor, alguien con quien
comer y dormir, cerca del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo
presentemente mantenible. A diferencia de la alteridad pura, que desborda al
sujeto y rehúye de la posesión del sujeto»[41],
la efigie permite la reversibilidad entre el yo y el otro al disfrutar esta
del particular estado de alteridad que
hemos venido describiendo, lo que la hace un poderoso instrumento terapéutico
para el sujeto en duelo.
Cabe por último señalar el importante
papel que juega la escritura literaria en todos los procesos anteriormente
mencionados, en primer lugar porque la escritura proporciona a través de la
página en blanco un lugar para su despliegue y desarrollo, y seguidamente, por
la capacidad que tiene la literatura de configurar lógicas textuales que se
tienen más allá de su relación con la realidad factual. La creación literaria
no pone en entredicho las dinámicas de creación de la efigie y del mundo
necesario para que ésta aparezca, y al contrario, acoge perfectamente todas las
virtualidades y contradicciones aparentes que surgen durante la negociación
epistémica de la efigie, llegando incluso a verse influida por la conciencia
creadora que se adentra en tales dominios. La comunidad literaria —autor y
potencial lector—que presupone la escritura es aprovechada por los sujetos en
duelo para instaurar los mecanismos mentales necesarios que le permitan
articular un sentido nuevo a partir de la pérdida.
5.
Conclusión
Con el presente artículo se ha
propuesto un acercamiento teórico y analítico para las particularidades
enunciativas de autores en estado de duelo que abordan el fenómeno de la muerte
del otro. Para definir la manera en la que el muerto aparece en los textos, nos
hemos servido del término «efigie» renunciando al contexto antropológico del
que proviene para ponerlo en relación con el objeto epistémico que construye el
sujeto en duelo a partir de sus creencias, los recuerdo del muerto y su
relación cuando vivía. Tal empresa es el resultado de numerosas operaciones
cognitivas que buscan sobrepasar la verdad física del cadáver con el fin de
crear un nuevo sentido para la pérdida —se trata de un proceso que hay que
comprender desde la perspectiva del dolor que provoca en el sujeto la muerte y
de la conmoción cognitiva que supone enfrentarse a una tal experiencia de
pérdida—.
Los sujetos en duelo encuentran en la
literatura un método de predilección para desarrollar todos estos
procedimientos, al no estar anclada en la realidad física en la que el
fallecido es tan sólo un cadáver. La creación literaria permite articular una
realidad propia al texto en que se van a desarrollar todas las virtualidades
inherentes a la creación de la efigie, y por ello, la literatura permite al
sujeto en duelo encontrar los procedimientos particularizados para escribir
la muerte, facilitándole así una nueva manera de representar al muerto, a
sí mismo y al mundo que queda tras la muerte de un ser querido.
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1997.
Para citar este artículo / To
reference this article / Para citar este artigo Piera Martin, Lorenzo. “La
efigie literaria: escritura y duelo”. Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 6, (2019): 153-175.
El autor es responsable intelectual de la
totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este artículo.
[1] La teoría constructivista
plantea, en líneas muy generales, una visión de la experiencia humana que
implica la agencia activa del individuo y que redunda en procesos de ordenación
de la experiencia y del yo: J. M. Mahoney y D.K. Granvold, “Constructivism and
psychotherapy”. World psychiatry: oficial journal of the World Psychiatric
Association (WPA) 4, nº2 (2005): 74-77, https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC1414735/
[2] Sigmund Freud, “Deuil et
mélancolie. Extrait de Métapsychologie”, Sociétés 86, nº 4
(2004): 7-19,
https://doi.org/10.3917/soc.086.0007
[3] Damien Le Guay, “Représentation actuelle de
la mort dans nos sociétés: les différents moyens de l’occulter”, Études sur la mort 134,
nº2 (2008): 115-123, https://doi.org/10.3917/eslm.134.0115
[4] Rober A. Neimeyer, Aprender de la pérdida:
Una guía para afrontar el duelo, traducción de Yolanda Gómez Ramírez
(Barcelona: Ediciones Paidós, 2002), 118.
[5] Hervé Guibert, À
l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie
(París:
Éditions Gallimard, 1990), 150.
[6] Thomas Metzinger, El túnel del yo: ciencia
de la mente y mito del sujeto, traducción de Pérez-Manzuco, E. (Madrid:
Enclave de Libros, 2018), 76.
[7] Pierre Ouellet, Poétique
du regard: littérature, perception, identité (Quebec: Septentrion, 2000),
64.
[8] Guibert, À l’ami, 105.
[9] Guibert, À l’ami, 222.
[10] Las monarquías europeas medievales desarrollaron ampliamente esta práctica como una manera de ensalzar la figura de reyes o reinas. Ver, por ejemplo, el tratamiento funerario de las efigies de la reina Isabel I de Inglaterra o de María I de Escocia: Jennifer Woodward, The theatre of death: the ritual management of royal funerals in renaissance England, 1570-1625, (Woodbridge: The Boydell Press, 1997), 129-147.
[11] Catherine Lafage, “Royalty and
ritual in the Middle Ages: coronation and funerary rites in France” en Honor
and Grance in Anthropology, J. G. Peristiany y Julian Pitt-Rivers.
(Cambridge: Cambridge University Press, 2005), 41-47.
[12] Charles Pennequin, Pamphlet contre la mort (Clamecy: P.O.L, 2012), 7.
[13] Pennequin, Pamphlet contre la mort, 88.
[14] Thomas Metzinger, El túnel del yo, 140-145.
[15] Pennequin, Pamphlet contre la mort, 29.
[16] Amelia Gamoneda Lanza,
“Recuerdos y otras ficciones. De la neurobiología a la escritura autobiográfica
(Carrère y Vila-Matas)”, La Memoria Novelada II. Ficcionalización,
Documentalismo y Lugares de la Memoria en la Narrativa Memorialista Española 33,
(2013): 283-300, http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrgamonedaa1.html
[17] Édouard Levé, Suicide (Barcelona:
Gallimard-P.O.L., 2008), 11.
[18] Levé, Suicide, 17-18.
[19] Conviene conservar los términos franceses pues remarcan mejor la diferencia entre la palabra escrita o pronunciada y la palabra en acto.
[20] Sylvie Fabre G., Frère humain suivi de L’autre
lumière (Coaraze: L’Amourier, 2012), 25.
[21] Fabre G., Frère humain suivi, 59.
[22] Fabre G., Frère humain suivi, 55.
[23] Pennequin, Pamphlet contre la mort, 164.
[24] Ouellet, Poétique du regard, 85.
[25] Ouellet, Poétique du regard, 86.
[26] Pennequin, Pamphlet contre la mort, 166.
[27] Levé, Suicide, 9.
[28] Levé, Suicide, 38.
[29] Levé, Suicide, 10.
[30] Nuestra idea comunica directamente con la tesis que sostienen las teorías constructivistas de la psicoterapia: Neimeyer, Aprender de la pérdida, 72-73.
[31] Fabre G., Frère humain suivi, 24.
[32] Fabre G., Frère humain suivi, 22.
[33] Sobre el papel de la percepción en la creación de metáforas ver: George Lakoff y Mark Johnson, Métaforas de la vida cotidiana, trad. Carmen González Martín (Madrid: Cátedra, 1998).
[34] Fabre G., Frère humain suivi, 31.
[35] Fabre G., Frère humain suivi, 43.
[36] Levé, Suicide, 72.
[37] Linda María Paradas Muñoz,
“Duelo por muerte súbita desde el enfoque apreciativo: una opción de vida desde
la pérdida”, Revista Diversitas: Perspectivas en psicología 3, nº
1, (2007): 55-66, http://www.redalyc.org/pdf/679/67930104.pdf
[38] Maurice Blanchot, La communauté inavouable (París:
Les Éditions de Minuit, 1983), 16.
[39] Fabre G., Frère humain suivi, 38.
[40] Emmanuel Levinas, Totalité et infini: essai sur
l’extériorité (Paris, Livre de Poche, 1990), 123.
[41] Levinas, Totalité et infini, 215-216.