doi: https://doi.org/10.25185/6.7
Artículos
Una fundamentación
semiótica para los estudios interartísticos
A semiotic
foundation for interart studiess
Uma fundamentação
semiótica para estudos interartísticos
Manuel gonzález de ávila1
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-2759-8108
1
Universidad de Salamanca
Resumen:
Este artículo expone tres conceptos-clave, los de interartisticidad,
interdiscursividad e intersemioticidad, que permiten desplazar los estudios
relacionales del arte y de la literatura desde el dominio del comparatismo en
el que, con vocación culturalista y hermenéutica, se cultiva principalmente la
búsqueda de fuentes e influencias y la interpretación de las obras, hasta el de
la semiótica donde, con voluntad científica, se prefiere el análisis y la
construcción de teorías transversales, de validez general para todo el campo
simbólico.
Palabras clave: semiótica de la cultura, interartisticidad,
interdiscursividad, intersemioticidad.
Abstract:
This article exposes three key concepts (interart, interdiscourse and
intersemiotics) that allow to displace the relational studies of art and
literature from the domain of comparatism . Its aim is, under the influence…,
the determination of sources and influences... the determination of sources and
influences and the interpretation of the work, up to the field of semiotics
where the scientific analysis, and the construction of transversal, valid valid
for all the symbolic field, are preferred.
Palabras clave: semiotics of culture, interart, interdiscourse,
intersemiotics.
Resumo:
Este artigo expõe três conceitos-chave, os de interartisticidade,
interdiscursividade e intersemiótica, que permitem deslocar os estudos
relacionais da arte e da literatura do domínio do comparatismo em que, com uma
vocação culturalista e hermenêutica, a busca por fontes é principalmente
cultivada a influências e interpretação dos trabalhos, inclusive da semiótica,
onde, com vontade científica, é preferida a análise e construção de teorias
transversais, de validade geral para todo o campo simbólico.
Palabras clave: semiótica da cultura, interarticidade, interdiscursividade,
intersemiótica.
Recibido: 14/03/2019 - Aceptado: 17/06/2019
1. Introducción mínima: un observatorio para el
arte y la literatura
Explorar las posibilidades semióticas,
estéticas y cognitivas del arte y de la literatura, y después las
epistemológicas de sus estudios relacionales, solo puede hacerse si confiamos
en una doble capacidad: la capacidad primaria de los textos literarios y de las
obras artísticas para operar como lenguajes pluricodificados[1], que engendran experiencias
sensibles culturalmente modeladas y que absorben e irradian discursos sociales,
criticándolos cuando parece oportuno; y la capacidad secundaria de nuestras
disciplinas científicas para describir y analizar esa sofisticada capacidad
primaria. Empezaremos la exploración del funcionamiento intersemiótico,
interartístico e interdiscursivo del arte y de la literatura —tal será nuestra
terminología— por los aspectos interartísticos, en beneficio de la claridad
histórica. Las hipótesis que haremos nuestras se desplegarán de la manera más
simple posible. Huelga decir que cabría, desde la erudición y a través de
múltiples ramas humanísticas, formular objeciones y sugerir ampliaciones a lo
que diremos. Pero la semiótica, a cuya tutela se acogen nuestras páginas,
siempre ha querido distinguirse por su voluntad proposicional y su vocación
sintética. Y nos gustaría pensar que esa estrategia es científicamente
productiva, y que tiene su lugar reservado en el foro de las humanidades.
2. La interartisticidad o un modo originario de
producción estética
Las ciencias del arte suelen tratar a
las distintas prácticas artísticas y a las literaturas como si formaran parte
de una unidad histórica, difusa pero efectiva. Apoyándose en las categorías del
idealismo alemán, y en particular en la estética de F. Hegel, suponen que las
unas y las otras están embebidas en un mismo Zeitgeist (“espíritu del
tiempo”), o dirigidas por una idéntica Weltanschauung (“visión del
mundo”), o que al menos poseen una “unidad de estilo”: los textos literarios y
las obras de arte de un mismo corte temporal se hallarían en relación de
coherencia entre sí y con los acontecimientos políticos, económicos, sociales y
culturales coetáneos. Nada parece más natural que enlazar, por ejemplo, la
novela realista con la pintura impresionista desde Courbet a Van Gogh o
Cézanne, pasando por Fantin-Latour o Sisley, a la vez que con las sucesivas
industrializaciones de las sociedades occidentales, con su paulatina conversión
en democracias, con el acceso masivo a la alfabetización, con la retirada de
las religiones institucionales hacia la esfera de la vida privada, etc. De
hecho, el trazado de esta clase de vínculos está incluido en los patrones de
razonamiento que se aprenden durante la formación escolar en historia de la
literatura o historia del arte. Por otro lado, la aparición contemporánea de
dispositivos híbridos estético-literarios y la instauración de una
transmedialidad extensiva, acaecidas gracias a la convergencia del arte, la ciencia
y la tecnología sobre un difuso horizonte de transhumanismo, vuelven
aún más pertinentes los métodos
holísticos aplicados a la materia de la creación artística y literaria.
Sin embargo, ha sido relativamente
fácil criticar esa forma de ver las cosas desde disciplinas especializadas como
la literatura comparada o los estudios de cultura visual. Para una literatura
comparada más o menos canónica, la literatura y el arte evolucionan
independientemente: así, sería constatable que, entre otros casos de
asincronía, los romanticismos pictórico, musical y literario no cambian al
mismo ritmo, o incluso que la música llamada “clásica” no tiene origen ni
parangón posible en la Antigüedad greco-romana, a diferencia del clasicismo
literario[2]. Según los estudios
visuales, que radicalizan la percepción de las divergencias interartísticas,
las grandes investigaciones cronológicas, por fuerza basadas en presupuestos
borrosos (en similitudes de intención, o en las citadas semejanzas de estilo
entre las artes, etc.), solo alcanzan a desplegar un historicismo trivial, y a
formular proposiciones estéticas abstractas[3],
poco interesantes más allá de la cultura general: el barroco, o el período
artístico, literario y musical marcado por la metáfora y por la búsqueda de formas
dinámicas y efectistas; la posmodernidad, o la explosión del juego con los
significantes, la liberación respecto de la historia, la fusión y confusión
entre ficción y realidad, la apoteosis de la autorreferencia y de la
metasemiosis; la transmodernidad[4], o la asunción de que el arte y la literatura
ya son parte de una ciberontología irreversible en cuyo seno se producen,
además de obras estéticas, nuevos modos de experiencia e inéditas formas de
vida, etc.
La desconfianza de los especialistas
hacia la presunta coherencia sincrónica de los diversos campos culturales está
sin duda en cierta medida justificada. Siempre será posible recopilar
singularidades en la arquitectura, la poesía, el cine o el diseño, y formar con
ellas corpus que invaliden cualquier pretensión de establecer categorías
históricas transversales. Dicho esto, si
el arte y la literatura se contemplan en el interior de la configuración
antropológica, como en otro lugar hemos defendido[5],
resultará igual de sencillo probar que son, por definición y desde sus orígenes
en la prehistoria, interartísticos. Y ello los hace, en tanto gigantescos
archivos de símbolos, más accesibles para el instrumental de los historiadores
de la cultura que para el de los expertos únicamente en lo verbal, lo visual o
lo sonoro. Puede que una sonata de Scarlatti, un soneto de Torres Villarroel y
una escultura de Felipe de Castro no constituyan propiamente un analogon
los unos de los otros, pero la investigación de sus contenidos y de sus
expresiones descubre allí algunos principios comunes que sería injusto juzgar
como arbitrariamente inventados por el investigador[6].
La hipótesis de que todas las artes comparten unos mismos contenidos,
enraizados en un fondo común mitosimbólico, en un imaginario descrito por las ciencias
sociales[7], se antoja más verosímil que
la contraria, la de la unicidad absoluta del “mundo interior” de cada arte, y
viene en cierta manera avalada por numerosas obras sobresalientes de distintas
disciplinas humanísticas (por los trabajos de E. Auerbach, de A. Hauser, de U.
Eco, etc.). Y habla también —aun cuando esta segunda hipótesis, derivada de la
anterior, no sea de suyo imprescindible— en favor de la unidad psíquica del ser
humano, conjetura legítima de una pese a todo necesaria antropología general.
Por supuesto, la expresión que cada arte, bien predominantemente verbal (la
literatura), visual (la pintura, la escultura) o sonora (la música), bien
sincrética (el teatro, el cine, la danza, etc.) da de tales contenidos depende,
entre otras cosas, de sus diferentes sustratos materiales (el sonido, los
pigmentos, la luz pixelada, etc.). Pero, a semejanza de lo que sucede con los
contenidos, la percepción intuitiva de la homología estructural entre las
expresiones, a la que ya eran sensibles la historia y la crítica del arte
comunes, es el punto de partida teórico de otra asimismo deseable semiótica
general.
Dejando de lado la música, tras
reconocer que es la más excepcional de las artes, y que su tratamiento
requeriría despliegues técnicos y prolijas matizaciones, cabe afirmar que los
vínculos de contenido y de expresión entre las artes verbales y las visuales
son tan fuertes que la interartisticidad ha operado habitualmente incluso más
como un acicate para la creación que como una tesis para el conocimiento.
Recordaremos dos hechos y algunos ejemplos, aunque cualquier enumeración de
estos se torne fatalmente anecdótica, y además suene a rutina escolar. Primero,
según lo que la tradición denomina el principio de la ekfrasis,
la literatura nace con gran frecuencia del contacto de la palabra con la
plástica: los textos literarios no solo incorporan descripciones de obras de
arte, reales o imaginarias (Homero, Virgilio y los escudos de Aquiles y Eneas,
Baudelaire y Delacroix, Unamuno y Velázquez, Auden y Brueghel, Dostoïevski y
Holbein, Yourcenar y Durero, Delillo y Hitchcock, etc.), sino que intentan dar
a ver ellos mismos al modo en que lo hacen las obras visuales (Flaubert,
Proust, Hardy, Broch, Doctorov, Marías y un sinfín de grandes escritores). Segundo,
aplicando a la inversa el mismo principio—pues su fundamento, la sentencia
horaciana ut pictura poiesis, siempre se leyó en las dos direcciones—,
las artes plásticas del canon histórico utilizan sistemáticamente a la
literatura como fuente o influencia (Delacroix y Byron, Braque y Char, Dalí y
Dante, Saura y Quevedo, etc.); y las del canon contemporáneo, con sus vehículos
y prácticas multimedia, acentúan el estímulo recíproco hasta hacer confluir
indiscerniblemente en una misma obra lo verbal y lo visual (happenings,
poesía concreta, instalaciones, etc.). Naturalmente, tal confluencia ha
dependido de los cambios sucesivos no solo en los soportes físicos del arte y
de la literatura, sino también en la conformación y en las funciones de los
campos artístico y literario a lo largo de la historia, y debería ser analizada
tomando en consideración variables económicas, sociológicas y políticas, además
de los aspectos mal llamados “internos”, temáticos y formales, de cada arte.
3. La interdiscursividad o el alcance
epistémico del arte y de la literatura
Siendo objetos estéticos, el arte y la
literatura parecen más que eso: son igualmente objetos pensables, e incluso
sujetos de pensamiento, pues juntos constituyen, además de un medio donde se
absorben y se trasponen, como dijimos, saberes elaborados en otros lugares, una
empresa interconectada de producción y de irradiación de conocimiento propio.
El conocimiento que brindan es función de sus múltiples géneros y, si bien no
se confunde del todo ni con el conceptual de la filosofía ni con el
empírico-teórico de la ciencia, tampoco se diferencia absolutamente de estos:
se halla probablemente situado en algún punto entre lo sensible y lo
inteligible, entre la experiencia perceptiva y las categorías de la cognición.
En consecuencia, si los estudios interartísticos quieren devolver, tras tiempos
de escepticismo cognoscitivo, su dignidad al tratamiento del arte y de la
literatura, quizá deberían evitar entenderlos única o primordialmente como
activadores irracionales de la sensación y de la emoción, puesto que desde
siempre han funcionado, además, en cuanto formas simbólicas, es decir en tanto
mediadores intelectuales generales entre el hombre y el mundo[8]. Como formas simbólicas, el
arte y la literatura dan a conocer, sin producir necesariamente verdades
epistemológicas, la humana realidad que ellos mismos contribuyen a modelar[9].
Para designar las formas simbólicas
que a la vez engendran la experiencia y los saberes de que disponemos sobre
ella hoy preferimos el término “discursos”, y así decimos, en lugar de “mito”,
“religión” o “filosofía”, “discurso mítico”, “discurso religioso” o “discurso
filosófico”. Este cambio de vocabulario, sin implicar una ruptura radical con
la teoría de las formas simbólicas, marca de hecho cierto avance respecto de
ella. Si la teoría de las formas simbólicas las aprehendía como “universales
particulares” o como “transcendentales históricos”, el análisis de los
discursos prefiere ver en los últimos una producción social de sentido, en nuestro
caso efectuada dentro de los campos artístico y literario, y en condiciones
históricas específicas. Una producción de sentido que dota a los textos
literarios y a las obras de arte de un estatuto fundacional, y al conocimiento
que procuran de un aura carismática, ya que dicho conocimiento transforma en
valores las vivencias sensoriales, perceptivas y cognitivas de los seres
humanos, y las convierte en memoria cultural y en archivo de civilización.
En el interior de ese vasto archivo,
que se confunde con la biblioteca y el museo universales, y a través de las
múltiples conexiones de esa memoria, que contiene muchas de las claves del
proceso de hominización, caben todo tipo de dependencias de saber. La
producción de sentido es, en efecto, relacional: los discursos sociales —y el
arte y la literatura lo son— no viven en la autosuficiencia ni están aislados,
sino que se imbrican los unos en los otros, aceptándose o rechazándose entre
sí, reformulándose o corrigiéndose, en un intenso trabajo colectivo responsable
de que, como suele afirmarse, el interdiscurso prime sobre el discurso, y de
que no seamos capaces de comprender lo que un discurso enuncia si no sabemos qué alteridad discursiva
absorbe, repudia o sostiene, etc[10]. Ello sucede con tanto
mayor motivo en el arte y en la literatura, cuya discursividad procede de
prácticas simbólicas muy complejas[11],
a las que con los siglos se ha otorgado el derecho de interactuar con
cualesquiera otras que alimenten el gigantesco rumor discursivo de una sociedad[12]; es decir, la especial
prerrogativa de poder asumir todos los contenidos y de ensayar todas las
expresiones con los que la sociedad fabrica sus microuniversos de sentido[13].
El archivo y la memoria del arte y de
la literatura, difícilmente representables como totalidad, acogen obras de muy
variada condición interdiscursiva. Las hay propensas a permanecer en lo
sensible y en sus constelaciones pasionales, y que a veces no se reconocen más
filiación que obras artísticas y literarias anteriores, tratando de ganar la
máxima autonomía simbólica posible. Estas son objeto privilegiado de atención
para la estética y, en ocasiones, para la hermenéutica, ambas seguras de que en
ellas al final se aprende algo no solo sobre el arte y la literatura, sino
también sobre el mundo. Pero se dan también obras que tienden hacia lo
inteligible y que ponen en escena, mediante recursos figurativos además de
argumentativos, lo que consideramos los conocimientos de cada tiempo; y que
exponen entonces, quizá sin pretenderlo, las configuraciones epistémicas donde
esos conocimientos se han gestado, y los discursos que las transportan[14]. ¿Cabe decir que no nos
instruiremos en nada sobre la ciencia y el pensamiento de sus épocas
respectivas leyendo a Rabelais, Swift, Goethe, Zola, James, Proust, Valéry,
Musil, Mann, Calvino, Doctorov; escrutando a Cranach, Miguel Ángel, da Vinci,
Durero, Velázquez, Veermer, Escher, Picasso, Mondrian, Bacon, Freund, Chillida,
Kubrick, Nam June Paik, etc.? ¿Es posible afirmar que no hay saberes, o al
menos efectos de saber, históricos, filosóficos, sociológicos, geográficos,
matemáticos, físicos, biológicos, etc., inscritos en sus textos, representados
en sus pinturas y esculturas, plasmados en sus películas e instalaciones, y así
sucesivamente? ¿Y que, entre esos saberes y efectos de saber, no se cuentan
asimismo la puesta a distancia —crítica— y la puesta en cuestión —irónica— de
los conocimientos adquiridos en otros lugares, por otras disciplinas y según
otras fuentes? Cuando interpreta el
mundo, desde lo sensible a lo inteligible y viceversa, proponiéndose ya
esclarecerlo o ya —lo que es igual de propio del arte y de la literatura—
señalar su opacidad[15], la producción artística y
literaria se configura como un formidable dispositivo pensante, y como
un instrumento fundamental de la inteligencia colectiva[16].
Y ello a pesar de que la verdad epistemológica no pertenezca, a la postre, ni a
los textos literarios ni a las obras de arte, pues la inserción de estos en el
interdiscurso de la ciencia y de la filosofía es inestable: lo que la
literatura y el arte saben o dicen saber, el efecto de conocimiento que
producen, resulta con frecuencia inasible e indeterminable[17].
Algunas disciplinas sociales y
humanísticas, siendo ellas mismas racionales y científicas, tal vez prefieran
distinguir netamente la razón y la imaginación, la ciencia y el arte, la teoría
y la práctica[18]. Sin embargo, se diría de
mayor alcance heurístico partir de que, así como no existe ningún discurso
cerrado sobre sí mismo, tampoco la epistemología y la estética pueden hallarse
separadas por una barrera infranqueable. Los estudios interartísticos adoptan
la segunda actitud: si primero atienden a la profunda unidad antropológica de
los discursos del arte y de la literatura, sujetos a reglas de producción,
circulación y recepción semejantes, después se interesan también por los
vínculos históricamente atestiguables entre los susodichos y los discursos del
conocimiento más legítimo, es decir los de la ciencia y la filosofía. Estos
últimos, incluso determinados por reglas específicas —relativas a sus ritos
genéticos, a sus protocolos de validación, a sus espacios y tiempos propios,
etc.—, se reúnen con los del arte y la literatura, y con los de la religión y
el mito, para sostener una de las actividades básicas de toda sociedad: la que,
en última instancia, le confiere sentido y le asigna significados; o la que,
por volver un instante a la antigua terminología, alimenta su principal reserva
de formas simbólicas.
4. La intersemioticidad o el asiento antropológico
de lo verbal y lo visual
La semiótica, desde sus innovadores
posiciones de los años sesenta del pasado siglo, nunca dudó de la posibilidad
de construir corpus compuestos de textos verbales y de documentos
visuales, y de aplicarles un método unitario. En realidad, la primera semiótica
europea del siglo XX, de base lingüística, comenzó muy pronto a interesarse por
las imágenes, en especial por la fotografía[19]
y por la pintura[20], y a explorar los
mecanismos de su constitución significativa recurriendo a las estrategias
heurísticas de las ciencias del lenguaje.
La toma de distancia respecto de tal
exportación de la metodología lingüística hacia la iconosfera llegó en un
segundo momento, iniciados los setenta, y la impusieron los mismos semiólogos,
destacadamente Garroni y Eco[21], quienes concebían ya el
proyecto semiótico no como una extensión ilimitada de la racionalidad
lingüística, sino en tanto investigación de operaciones generales de producción
y recepción de sentido, translingüísticas y no sujetas al canon
analítico-sintético de las ciencias del lenguaje. En el camino, la semiótica
había pasado de ser una investigación de los signos a otra de los textos y de
los discursos, es decir había desarrollado una concepción procesual y compleja,
de índole pragmática, del sentido articulado en significación. Lo que nunca
perdió durante esas décadas fue la conciencia de que tanto el arte como la
literatura son lenguajes —si no lenguas sistemáticas, en la acepción
saussuriana—, y de que sus respectivos procedimientos para elaborar sentido
podían ponerse en relación[22].
La crítica radical de las “ambiciones
totalitarias” y del “imperialismo lingüístico” de la semiótica solo se escuchó
en un tercer momento, hacia mediados de los ochenta, en boca de quienes ya no eran
semiólogos, sino teóricos de la cultura visual[23],
y condujo al repudio del llamado “logocentrismo semiótico”. Resumido con la
mayor brevedad posible, el logocentrismo consiste, para los teóricos de la
imagen, en la creencia de que no hay otro sentido que el que puede nombrarse,
ser transformado en discurso verbal; y de que, por tanto, las imágenes
únicamente significan en la medida en que están asociadas a procesos de
captación y traducción basados en las lenguas naturales. Este enfoque, según
aquellos, convierte lo visible en esclavo de lo decible, y reduce
el mundo de los significados humanos al de las palabras; desde una perspectiva
logocéntrica, no sería posible comprender las principales aventuras del arte
moderno, sin ir más lejos la pintura abstracta o los valores plásticos del
cine; e incluso se olvidaría el complejo lazo sensitivo y perceptivo del hombre
con el mundo, resistente a su translación a verba.
Naturalmente, numerosos considerandos
avalaban tal propuesta de diferenciación de la imagen y de la palabra, y por
tanto del arte y de la literatura. Ya la propia semiótica había distinguido
también lo que denominaba lo discontinuo o lo discreto,
característico de las lenguas naturales, cuyas unidades eran delimitables y las
reglas de combinación entre ellas determinables con precisión, y lo continuo
o lo no discreto, que parecía definir a las imágenes, y donde no se
diferenciaban con la misma claridad ni unidades ni principios sintácticos
claros. Y la semiótica había dedicado mucho tiempo y esfuerzo justamente a
analizar y objetivar los recursos de significación de lo continuo, aunque sin
abandonar por ello el ámbito de la racionalidad científica general, y sin
aislar tampoco lo continuo de lo discontinuo como si fueran dos dimensiones de
todo punto inconmensurables[24]. Porque, a decir verdad,
los semiólogos siempre opusieron a las acusaciones de imperialismo verbal y de
logocentrismo el razonamiento de que si las imágenes fuesen esencialmente
singulares y además ajenas a las lenguas naturales, no existiría comunicación
posible sobre la visualidad, y el mundo de las imágenes sería el de una
yuxtaposición de solipsismos. Eso cuando todas las prácticas humanas, desde la
caza a la ciencia, por ejemplo, semejaban probar a contrario que entre
las imágenes y las palabras se establecía una transferencia de sentido
suficiente, y cuando corroboraban también que existía un universo global de
signos y de actos de sentido, donde la percepción y la lengua venían a
encontrarse y a combinarse sin conflictos insuperables. De hecho, en las
historias del arte y de la literatura solía aprenderse que las imágenes habían
constituido una permanente incitación a la palabra y las palabras a la imagen,
como hemos constatado al revisarlas desde un punto de vista interartístico e interdiscursivo.
Desde la figura retórica de la ekfrasis hasta las innumerables versiones
pintadas de los textos religiosos y literarios canónicos, desde la
proliferación de la literatura descriptiva hasta el videoarte culturalista o
los soportes multimedia, el discurso verbal había estado invariablemente
dispuesto a ver al visual, y el discurso visual a escuchar al
verbal; y sería absurdo, en términos culturales y civilizatorios, afirmar que
uno y otro hubieran fracasado siempre en su comunicación recíproca.
Hoy la semiótica está facultada para,
primero, modificar radicalmente los términos de este debate; y luego, pensamos,
para transcenderlo. Por una parte, la disciplina sabe que es posible prescindir
de la oposición entre lo continuo y lo discontinuo, un simple producto del
punto de vista, más o menos próximo o distante, desde el que el observador
considera los signos: de cerca, todos tienden a parecer continuos[25], como las apenas
perceptibles transiciones entre tonos en la pintura; de lejos, en cambio, revelan
sus rupturas categoriales, y entonces el observador se atreve a decir, por
ejemplo, dónde termina el verde y empieza el azul en un paisaje de fondo. Por
otra parte, la semiótica es consciente de que, puesto que la historia de la
cultura se obstina en atestiguar la confluencia al menos tendencial de la
imagen y de la palabra, y más que nunca en tiempos digitales y transmediales,
resulta legítimo que ella retome su antigua ambición de generalidad, contra
toda censura a su supuesto “totalitarismo”; y quizá también contra la propuesta
de que acepte convertirse, modestamente, en una disciplina “federativa” y no
unitaria[26]. Para seguir defendiendo
que el sentido es uno, sea cual sea su soporte, su materia del
significante, su lenguaje de manifestación, y que la vida misma de ese sentido,
su existencia histórica verificable, consiste en traducirse, en transponerse
gracias a los mecanismos de la intersemioticidad[27],
la disciplina puede poner en práctica dos estrategias, mejor orientadas que las
del pasado, y que la conectan con las principales ciencias y paradigmas
científicos vigentes:
Primera estrategia, profundizar en el
conocimiento de la semiótica del mundo natural. No hace falta ser semiólogo
para reconocer que el mundo “nos habla”; que hay, como sugería Merleau-Ponty,
un “logos estésico” de los seres, las cosas, los estados de la realidad, y que
ese logos nace de las sensaciones corporales organizadas por la percepción, la
cual ya es un fenómeno semiótico desde el momento en que selecciona y ordena
distintivamente los datos de los sentidos[28].
Poco a poco, el logos inaugural sensoperceptivo, resonando desde el cuerpo como
sede de la semiosis, ascenderá botton-up por la vía de la abstracción[29] hasta desembocar, tras un
largo proceso semiogenético, en el tipo visual (para el cognitivismo) o en el
concepto verbal (para la lingüística). La semiótica se halla en condiciones de
pensar la convergencia entre ambos, ejerciendo una labor de mediación necesaria
entre las ciencias de la cognición y las del lenguaje[30],
a partir de la siguiente hipótesis: el logos estésico del mundo (la
percepción), la lengua natural y los lenguajes artísticos y formales estarían
unidos en una comunidad de significación por una semántica fundamental,
primeramente manifestada en categorías fenomenológicas generales[31]. Ya no faltan los
argumentos científicos con que sostener dicha hipótesis, desde los
proporcionados por la psicología genética, según la cual los desarrollos de las
capacidades para la percepción objetual y para la denominación verbal son
paralelos[32], hasta los de la
neurociencia del lenguaje, que describe el modo en que los circuitos cerebrales
dedicados al reconocimiento visual se reutilizan en el desciframiento de la
escritura, a cuya visualidad le está inmediatamente asociada una representación
lingüística[33]. De dicha semántica
fundamental serían justamente testimonio, por volver a la terminología
interartística, las trasposiciones de sentido entre las imágenes y las
palabras: transposiciones que, arrancando de la plasticidad intersemiótica de
las sensaciones y de las percepciones, convocan a las lenguas y a los lenguajes
para verterse en ellos y allí conservarse bajo forma simbólica. Lo sensible y
lo perceptible, así pues, no solo no rechazarían su translación inteligible, ni
los tipos visuales su conversión a verba, como creían los teóricos de la
cultura visual, sino que las provocarían en tanto momento de una identificación
general entre el cuerpo y la mente; es decir, en el lenguaje de las ciencias en
vigor, entre la neurobiología y la semiocognición.
Segunda estrategia al alcance de la
semiótica en su búsqueda de la unidad: vincular la semiótica del mundo natural
con la física del mundo material. Si la semántica fundamental se aloja en la
percepción como hecho corporal, el cuerpo a su vez pertenece a la materia; de
modo que, para ser científicamente coherentes, cabría prolongar la
fenomenología de la semántica fundamental mediante la investigación de su
sustrato físico originario. La semántica fundamental, en efecto, parece emanar,
según la teoría morfogenética, de las estructuras mismas de la materia,
aprehendidas gracias al equipamiento neurobiológico, procesadas por la
sensopercepción y articuladas en la cognición semiótica; y ello acaso
convalide, en última instancia, el antiguo postulado de la filosofía
fenomenológica sobre la unidad del a priori cosmológico y del a priori cultural
en la vivencia humana[34]. Un postulado en el que, si
antaño se escuchaba el eco del pensamiento religioso, en nuestros días
más bien se hace oír una
rotunda profesión de fe científica, a la que la semiótica contemporánea se
adhiere. Tras deshacerse entonces de la oposición entre el cuerpo y la mente,
entre lo neurobiológico y lo semiocognitivo, ahora también es posible
relativizar la antítesis entre el cuerpo y la materia (orgánica e inorgánica),
es decir entre la neurobiología semiocognitiva y la física. De esa física,
última o primera, del sentido, podría esperarse la naturalización, al menos
parcial —en su dimensión esencial, como hemos dicho—, de las experiencias de
significado; y, en consecuencia, el fin de los excesos culturalistas del
constructivismo: el sentido fundamental no sería una mera fabricación de la
mente humana, no vendría al ser por decisión caprichosa de un espíritu que, por
lo demás, se sabe encarnado, sino que brotaría del mundo y atravesaría al
hombre, al animal simbólico, como parte constituyente y definitoria de ese
mismo mundo[35]. Resultaría así que, cuando
el hombre se dedica a conocer estructuralmente las formas del sentido —y
con independencia de su soporte, materia del significante o lenguaje de
manifestación—, estaría de hecho re-conociendo un conjunto de
morfologías objetivas presentes en la ontología cualitativa de la realidad.
Dicho de otro modo, y por intentar
conducir el debate hacia una suerte de conclusión: si no se quiere traicionar a
la vez a la naturaleza y a la cultura, el proceso semiogenético ha de
comprenderse como un continuo material-simbólico. El ser natural, la ontología
del mundo fenoménico, conduce simultáneamente al iconismo de la percepción (a
los tipos visuales) y al simbolismo de la expresión (a los significados
verbales), pues uno y otro son, en su nivel fundamental, resultado de una
(neuro)física subyacente[36]; y, en los niveles
pragmáticos del uso, se conciertan flexiblemente entre sí. Con el auxilio de la
teoría morfogenética y del estructuralismo dinámico, la semiótica contemporánea
puede por tanto, olvidándose de la discriminación metodológica entre lo
continuo y lo discontinuo, no solo reducir la diferencia entre las imágenes y
las palabras, entre los tipos cognitivos y los conceptos verbales, sino también
rebajar la tesis de su arbitrariedad y de su convencionalidad: desde el mundo
natural a los mundos culturales y viceversa no se suponen ya rupturas categoriales,
sino transiciones graduales y fluidas, describibles a la par por la semiótica[37] y por las ciencias
naturales y formales[38]. Contando con tal base
analítica es lícito replicar entonces a los especialistas en estudios visuales
que el presunto logocentrismo semiótico, lejos de subestimar la complejidad del
vínculo sensible y perceptivo del hombre con el cosmos, le confiere
antes bien todo su valor; y que la reversibilidad de la naturaleza y la
cultura, postulada por la semiótica actual, además de disolver la tradicional
antítesis filosófica entre el cuerpo y el espíritu contribuye a relativizar su
indeseable correlato epistemológico, la injustificada separación entre las
ciencias y las humanidades[39]. Y ello tal vez no sea el
menor de los servicios que el logocentrismo puede prestar a la producción del
conocimiento.
Todo lo anterior no significa que la
transposición gradual de imágenes y palabras, fundamento intersemiótico de unos
estudios comparados del arte y de la literatura que trasciendan la mera erudición
humanística, esté a salvo de pérdidas y ganancias, de desplazamientos y
deformaciones del significado en el contacto entre las obras artísticas y las
literarias. De lo contrario, no habría razón para que la cultura hubiese
producido lenguajes plurales, verbales y visuales, cuya especificidad y
funcionalidad relativas proceden del hecho de no ser tampoco plenamente
equi-valentes[40]: la semántica fundamental
que en ellos subyace no es toda la semántica. Reconocido esto, la semiótica
siempre ha perseguido, más allá de las diferencias que distinguen a los
diversos tipos de signos, de textos o de discursos, aquello que los vuelve
solidarios[41], lo cual es plausible más
que nunca hoy, cuando el estructuralismo semiofísico y las ciencias cognitivas
le brindan su concurso. Sean cuales sean las fronteras de la semiótica como
disciplina, tal es su pertinencia para los estudios de arte y de literatura. De
ahí que quepa afirmar, desde la experiencia de los últimos años y a causa de la
fragmentación y arbitrariedad difundidas en el campo intelectual por los
denominados “estudios culturales”, que sería conveniente recuperar el concepto
intertraductor de sentido, ahora con el refrendo de las ciencias formales y
de las naturales, además de, como sucedía tradicionalmente, con el de las
ciencias sociales y de las humanidades[42].
De ello depende, en buena medida la posibilidad de comprender a la vez la
diversidad y la unidad de la experiencia simbólica[43],
y los estrechos lazos que la experiencia simbólica, sin duda culturalmente
engendrada, anuda no obstante con la naturaleza en las formas de vida humanas.
Y depende asimismo nuestra capacidad para proponer programas de docencia e
investigación que garanticen una cierta idea de la racionalidad y universalidad
del conocimiento, y de la interrelación entre saberes especializados: según dos
de los promotores de la semiótica, Lévi-Strauss y Roland Barthes, el homo significans como productor y
receptor, conocedor y reconocedor de formas significativas, debía superar las
distinciones entre la obra artística, la literaria y la científica, con el fin
de construir una ciencia de las estructuras generales del mundo y de la cultura[44]. Se diría que esa es una buena propuesta sobre
la que asentar unos estudios comparados genuinamente interdisciplinares, que
tomen en cuenta, junto con la naturaleza intersemiótica del arte y de la
literatura, su índole interartística y su condición interdiscursiva, apoyadas
en la primera y prolongaciones de esta.
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Para citar este artículo / To
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Ponzález de Ávila, Manuel. “Una
fundamentación semiótica para los estudios interartísticos”. Humanidades: revista de la Universidad de
Montevideo, nº 6, (2019): 177-197.
El autor es
responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que
fundamenta este artículo.
[1] Jean-Marie Klinkenberg, “La sémiotique visuelle. Grands paradigmes et tendances lourdes”, Signata, n.º 1 (2010): 106.
[2] Rene Wellek y Austin Warren, “La literatura y las demás artes”, en Teoría literaria (Madrid: Gredos, 2004 [1966]), 144-161.
[3] William J. Th. Mitchell, Picture Theory. Essays on Verbal and Visual Representation (Chicago: Chicago University Press, 1995), 83-110.
[4] Rosa María Rodríguez Magda, Transmodernidad (Barcelona: Anthropos, 2004).
[5] Manuel González de Ávila, Cultura y razón. Antropología de la literatura y de la imagen (Barcelona: Anthropos, 2010).
[6] Mario Praz, Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales (Madrid: Taurus, 1979); Jean-Michel Glikshon, “La literatura y las artes”, en Compendio de literatura comparada, Pierre Brunel e Yves Chevrel (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), 218-235.
[7] Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurale
(Paris: Plon, 1996 [1958]); Gaston Bachelard, L’eau et les rêves. Essai sur
l’imagination de la matière (Paris: Le Livre de Poche, 1993 [1942]);
Gilbert Durand, Les structures anthropologiques de l’imaginaire (Paris:
Dunod, 1993) y L’imagination symbolique (Paris: PUF, 2015).
[8] Ernst Cassirer, La philosophie des formes symboliques. Tome I. Le langage; Tome 2. La pensée mythique; Tome 3. La phénoménologie de la connaissance (Paris: Minuit, 1972).
[9] Cfr. la tesis al respecto de N. Goodman, Ways of Worldmaking (Indiana and Cambridge: Hackett Publishing Company, 1978), 102: “No menos seriamente que las ciencias, las artes deben ser consideradas como modos de descubrimiento, de creación y de ampliación del conocimiento en un amplio sentido de avance de la comprensión, y así la filosofía del arte debería concebirse como una parte integrante de la metafísica y de la epistemología.” (Traducción mía).
[10] Dominique Maingueneau, Discours et analyse du discours (Paris: Armand Colin, 2014).
[11] François Rastier, Arts et
sciences du texte (Paris: PUF, 2001), y “Sémiotique et linguistique de
corpus”, Signata,
n.º 1 (2010): 36.
[12] Marc Angenot, El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible (Madrid: Siglo XXI, 2010).
[13] Desde su propia perspectiva, la iconología de A. Warburg y de E. Panofsky, al considerar las obras de arte como materializaciones del proceso cultural de su época, no afirmaba otra cosa.
[14] Cfr. Anne Béyaert: “Las producciones artísticas de una época están determinadas por una episteme y dan testimonio de cierto estado del conocimiento, como ha señalado Baxandall al examinar por ejemplo la pintura de Chardin a partir de los descubrimientos de Newton. Artes y ciencias proceden de un mismo actante colectivo y, a través de sus producciones respectivas, colaboran en una enunciación simbólica del tiempo histórico que se integra en una historia de las artes y en una historia de las ciencias paralelas y entrelazadas”. “Les chaises. Prélude à une sémiotique du design d’objet”, Signata, n.º 1 (2010): 184 (Traducción mía).
[15] Es decir, apuntar hacia el residuo incomprensible que deja lo que comprendemos, hacia la dialéctica del saber y del no-saber. Los efectos de tal dialéctica se hacen sentir en el trabajo de tantos y tan diversos escritores y artistas, a lo largo del tiempo y de los géneros, que resulta casi caprichoso citar a algunos ( Sterne, Flaubert, Poe, Beckett, Camus, Ballard, Botho Strauss, Pynchon, Goya, Kokoshka, Pollock, Kiefer, Welles, Tati, los Wachowski, etc.), y no mencionar a otros.
[16] Iuri Lotman, La semiosfera II. Semiótica de la cultura, del texto, de la conducta y del espacio (Madrid: Cátedra/Universidad de Valencia, 1998).
[17] Pierre Macheray, À quoi pense la littérature. Exercices de philosophie littéraire (Paris: PUF, 1990).
[18] Es el caso, por ejemplo, de la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu, para la cual la tesis de la interdiscursividad del arte y la literatura incurriría en un excesivo intelectualismo escolástico. Véase, del autor, Méditations pascaliennes (Paris: Le Seuil, 2003) y Manet. Une révolution symbolique (Paris: Le Seuil, 2013). A esta objeción debe atenderse, y Bernard Lahire lo ha hecho con prudencia. Según el sociólogo francés —cuya deuda con Bourdieu es notoria y declarada—, las artes, las literaturas y las ciencias no están cerradas sobre sí mismas, sino que se hallan en relación de dependencia mutua; los saberes, las innovaciones y las problemáticas circulan y se transponen de unas a otras, a pesar de la originalidad de expresión y contenido de cada una de ellas. Además de ser así interdiscursivas, las artes, las literaturas y las ciencias son susceptibles de verse concernidas por el conjunto de las prácticas sociales, de transponerlas igualmente a sus propios términos y de transponerse en ellas, por lo que su interdiscursividad se amplía hasta convertirse en una suerte de intersocialidad constitutiva. Véase Monde pluriel. Penser l’unité des sciences sociales (Paris: Le Seuil, 2012).
[19] Roland Barthes, “Rhétorique de l’image”, Communications, n.º 4 (1964): 40-51.
[20] Louis Marin, Études sémiologiques (Paris: Klincksieck, 1971), y De la représentation (Paris: Gallimard, 1994).
[21] Emilio Garroni, Proyecto de Semiótica. Mensajes artísticos y lenguajes no verbales (Barcelona: Gustavo Gili, 1977); Umberto Eco, Tratado de semiótica general (Barcelona: Lumen, 1991).
[22] Omar Calabrese, Cómo se lee una obra de arte (Madrid: Cátedra, 1993), y El lenguaje del arte (Barcelona: Paidós, 2003).
[23] William J. Th. Mitchell, Picture Theory. Essays on Verbal and Visual Representation; Michael Baxandall, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento. Arte y experiencia en el Quatrocento (Barcelona: Gustavo Gili, 1978), y Patterns of Intention: On the Historical Explanation of Pictures (New Haven: Yale University Press, 1985).
[24] Françoise de Saint-Martin, Semiotics of visual language (Bloomington: Indiana University Press, 1990); Jacques Fontanille, Sémiotique du discours (Limoges: PUL, 2016); Nicole Évéraert-Desmedt, Interpréter l’art contemporain: la sémiotique peircienne appliquée aux œuvres de Magritte, Duras, Wenders, Chavez, Parant et Corillon (Bruxelles: De Boeck, 2006).
[25] Jacques Fontanille, “Préface” a Driss Ablali, La sémiotique du texte. Du discontinu au continu (Paris: L’Harmattan, 2010), 13-28.
[26] François Rastier, Arts et sciences du texte; François Rastier et Simon Bouquet, Une introduction aux sciences de la culture (Paris: PUF, 2002).
[27] Algirdas-Julien Greimas, Du sens. Essais sémiotiques (Paris: Le Seuil, 2012), 24; Jean-François Bordron, L’iconicité et ses images. Études sémiotiques (Paris: PUF, 2011), 148-151.
[28] Algirdas-Julien Greimas, Sémantique structurale (Paris: PUF, 1986 [1966]), 8; Jacques Fontanille, Sémiotique du visible. Des mondes de lumière (Paris: PUF, 1995), 22-23.
[29] Semir Zeki, Visión interior. Una investigación sobre el arte y el cerebro (Madrid: Antonio Machado libros, 2005).
[30] Daniel Peraya, “Vers une sémiotique cognitive”, In Cognito, nº 14, (1999): 1-16; Jean-Marie Klinkenberg, “Pour une sémiotique cognitive”, Linx, n.º 44 (2001): 133-145; Groupe µ, Principia semiotica. Aux sources du sens (Bruxelles: Les impressions nouvelles, 2015).
[31] Jean-François Bordron, “Perception et expérience”, Signata, n.º 1 (2010): 290.
[32] Jean Piaget, La construction du réel chez l’enfant (Paris-Ionay: Delachaux et Niestlé, 1998).
[33] Stéphane Dehaene, Les neurones de la lecture (Paris: Odile Jacob, 2007).
[34] Mikel Dufrenne, Phénoménologie de l’expérience esthétique. Tome II. La perception esthétique (Paris: PUF, 1967), 549-561; Carlo Sini, Pasar el signo (Madrid: Mondadori, 1989), 67-75.
[35] Véase Laurence Dahan-Gaida, “La forma en acto. Morfogénesis y ciencias de lo viviente en Paul Valéry”, Arbor. Ciencia, pensamiento, cultura 194-790, a479 (2018): 1-10.
[36] Jean Petitot, “The Morphodinamical Turn of Cognitive Linguistics”, Signata, n.º 2 (2011): 61-80, y Morphologie et esthétique (Paris: Maisonneuve et Larose, 2004).
[37] Algirdas-Julien Greimas et Jacques Fontanille, Sémiotique des passions. Des états de choses aux états d’âme (Paris: Le Seuil, 1991); Jacques Fontanille et Claude Zilberberg, Tension et signification (Liège: Pierre Mardaga, 1998).
[38] Veáse, de René Thom, Esbozo de una semiofísica: física aristotélica y teoría de las catástrofes (Barcelona: Gedisa, 1989); Estabilidad estructural y morfogénesis. Ensayo de una teoría general de los modelos (Barcelona: Gedisa, 1987); Apologie du logos (Paris: Hachette, 1990); y de Jean Petitot, Morphogenèse du sens (Paris: PUF, 1985); Physique du sens. De la théorie des singularités aux structures sémio-narratives (Paris: Editions du CNRS, 1992); Morphologie et esthétique.
[39] Véase Jean-Pierre Changeux, Sobre
lo verdadero, lo bello y el bien (Buenos Aires: Katz editores, 2011);
Manuel González de Ávila, ed., Arbor. Ciencia, pensamiento, cultura 194-790,
(2018), número monográfico Humanidades y pensamiento científico.
[40] E. Benveniste colocaba esta pluralidad y especificidad de los lenguajes bajo la regulación del llamado “principio de no redundancia entre sistemas”: carecería de lógica que tuviéramos distintos sistemas de sentido —distintos lenguajes— si todos ellos dijesen exactamente lo mismo. Véase “Sémiologie de la langue”, en Problèmes de linguistique générale, Tome II (Paris: Gallimard, 1985), 45. Véase también Iuri Lotman, La semiosfera II, 31-33. Razonamientos más específicos sobre el mismo asunto pueden leerse en Jean-Marie Klinkenberg, Précis de sémiotique générale (Paris: Le Seuil, 2000), 393, y en Juan Ángel Magarinos de Morentín, La semiótica de los bordes. Apuntes de metodología semiótica (Buenos Aires: ComunicArte, 2008), 277-279.
[41] Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, 7-15.
[42] Thomas A. Sebeok, Jesper Hoffmeyer and Claus Emmeche, eds., Biosemiotica (Berlin & New York: Mouton de Gruyter, 1999); Claus Emmeche and Kalevi Kull, eds., Towards a Semiotic Biology: Life is the Action of Signs (London: Imperial College, 2011).
[43] Manuel González de Ávila, Cultura y razón, 215-280.
[44] Claude Lévi-Strauss, La pensée sauvage
(Paris: Plon, 2010 [1962]), 11-49; Roland Barthes, L’aventure sémiologique
(Paris: Le Seuil, 1991); véase también Jean-Claude Milner, Le périple
structural. Figures et paradigme (Paris: Verdier, 2008).